lunes, 8 de septiembre de 2008

LOS TEMAS TRADICIONALES Y LA AGENDA LATINOAMERICANA


David R. Mares

La comunidad interamericana se sorprendió cuando, en marzo pasado, las fuerzas armadas colombianas reconocieron que habían incursionado en territorio ecuatoriano para atacar un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), desde donde habían sufrido una agresión. Ecuador respondió con una denuncia de la violación de su soberanía y trasladó fuerzas fronterizas a la zona del suceso. Venezuela se solidarizó de inmediato con Ecuador y, con gran publicidad, movilizó fuerzas a su frontera con Colombia, además de emitir una declaración de que si los colombianos cruzaban esa frontera, por donde se sospecha que las FARC se abastecen, provocarían la guerra. El gobierno nicaragüense, que se disputa territorio en el Caribe con Colombia, denunció la operación militar y suspendió relaciones con su contraparte colombiana.

Aun cuando la crisis se resolvió una semana después (a pesar de que Ecuador todavía no ha restablecido relaciones diplomáticas con Colombia), tras hacer uso de la diplomacia interamericana, el incidente sirvió para recordar, de manera clara, que la vieja agenda de disputas fronterizas, de incidentes militarizados y del papel de las fuerzas armadas aún no se ha superado en América Latina. Es bueno recordar esta parte de la realidad latinoamericana porque, en el escenario contemporáneo, en el cual el nacionalismo, el populismo y hasta la guerrilla reaparecen, es obvia la necesidad de evitar que se den respuestas similares a las que hace 30 años llevaron a la región a una cadena interminable de golpes militares, guerras civiles, guerras “sucias” y hasta guerras internacionales. Pero aun si no se transita por ese viejo camino, los temas tradicionales podrían obligar a desviar recursos económicos y atención política de los retos del desarrollo económico, la reforma política, la participación social y la seguridad humana, en detrimento del futuro de la región.

Reconocer que aún persisten estos retos tradicionales no implica necesariamente que la comunidad interamericana deba pugnar por su rápida resolución; son temas bastante complicados e involucran intereses legítimos y complejos. No cabe duda de que la región paga altos costos de oportunidad por la existencia de estos temas tradicionales, pero buscar solucionarlos antes de que las partes estén listas podría agudizarlos y provocar aún más crisis. Por lo tanto, la comunidad latinoamericana no sólo debe reconocer la persistencia de estos temas, sino también poner más atención a sus características particulares en los casos pertinentes, para poder distinguir entre las acciones que tienen el potencial de apaciguar las tensiones y las que podrían recrudecerlas.

Disputas interestatales

Hasta ahora, estábamos conscientes de las disputas interestatales en la región, que incluyen migraciones humanas, tráfico de drogas ilícitas y hasta episodios de contaminación ambiental (Argentina ha demandado a Uruguay ante la Corte Internacional de Justicia —CIJ— por el peligro ecológico que, desde su punto de vista, traería la operación de una papelera en la frontera). Pero casi nos habíamos felicitado de que se hubieran desterrado de la región dos tipos de disputas: las que giran en torno a cuestiones fronterizas y las que tienen que ver con choques ideológicos. Desafortunadamente, ahí siguen; pensar que habían desaparecido fue un claro error de percepción.

Las disputas respecto a dónde termina la jurisdicción de un país y comienza la de su vecino pueden abarcar extensiones vastas de territorio (Venezuela reclama dos tercios del territorio reconocido internacionalmente como Guyana), o pueden tratarse sólo de la delimitación precisa de una frontera reconocida en términos generales (Chile se quejó de un mapa oficial argentino en el que parecía que la delimitación de los Hielos Continentales se hubiera hecho ya). El término “frontera” se refiere tanto a divisiones terrestres como marítimas y aéreas (estas últimas también se refieren a las normas que rigen el comportamiento de naves que se encuentran en esos espacios). Todos estos desacuerdos tienen en común que implican cuestiones de soberanía, que tienen valor simbólico y que históricamente han producido conflictos violentos (y en la época contemporánea, siguen produciendo situaciones tensas entre países de la región).

Estas disputas interestatales preocupan por varias razones: su potencial para degenerar en acciones violentas, sus consecuencias negativas para la integración económica regional, la desviación de recursos que implican y su posible uso en las riñas políticas internas para minar los procesos de consolidación democrática. Desde su independencia, América Latina ha logrado resolver una gran cantidad de disputas interestatales de manera pacífica, utilizando negociaciones bilaterales, o bien, la mediación y el arbitraje internacionales.

Estas vías para la resolución de conflictos siguen vigentes. La prueba de ello es que Venezuela y Dominica llegaron a un acuerdo sobre la Isla Aves en 2006; Honduras y Nicaragua aceptaron la resolución de la CIJ sobre su frontera marítima; las disputas entre Nicaragua y Costa Rica, Nicaragua y Colombia, Perú y Chile, y Argentina y Uruguay se encuentran en distintas fases del proceso en el marco de la CIJ, mientras que la Organización de los Estados Americanos (OEA) está promoviendo el entendimiento entre Guatemala y Belice, y la diplomacia bilateral está recuperando fuerza entre Bolivia y Chile.

No obstante, se desarrollan nuevas disputas o se renuevan viejas, aun cuando las relaciones económicas avancen o se consiga resolver un punto del diferendo. Por ejemplo, cuando la CIJ emitió su dictamen sobre el Golfo de Fonseca, en 2003, el hecho de que se ignorara el caso de la Isla Conejo creó una nueva controversia.

Por otra parte, el mar territorial se ha vuelto el nuevo tema en la relación entre Perú y Chile, después de que se puso fin a las cuestiones territoriales bilaterales (aún sigue vigente el problema de que Perú tiene, gracias a un tratado de 1929, poder de veto sobre cualquier resolución territorial que Chile quisiera ofrecer a Bolivia, si ésta tuviera que ver con los territorios conquistados al Perú por Chile en la Guerra del Pacífico, de 1879 a 1883). Los avances tecnológicos y el alza de los precios de los hidrocarburos y demás materias primas, amén del costo de los alimentos, han estimulado el interés sobre el mar.

Los gobiernos lo contemplan como un recurso estratégico, a la vez que los intereses privados lo ven simplemente como un recurso para explotar; ambos puntos de vista provocan controversias entre Colombia y Nicaragua, Venezuela y Trinidad y Tobago, y Venezuela y Guyana, entre otros.

Según los estudiosos en la materia del Departamento de Defensa de Estados Unidos, de la CIA y del independiente International Boundary Research Unit de Reino Unido, además de los documentos de la CIJ, los Estados latinoamericanos participan en 36 disputas fronterizas. Tanto por su prevalencia como porque cada cierto tiempo una de estas disputas se agudiza, la agenda latinoamericana debe tenerlas presentes.

Incidentes militarizados

El uso de la fuerza militar debe concebirse como una herramienta para la política exterior, y no sólo como algo que se utiliza para imponer puntos de vista. A pesar de que América Latina tiene una historia regional bastante mitológica respecto a la paz interestatal, lo cierto es que la región ha sufrido numerosas guerras: en las últimas cuatro décadas hubo tres (en 1969, entre El Salvador y Honduras; en 1982, entre Argentina y Reino Unido; y en 1995, entre Perú y Ecuador) y se desarrolló otro conflicto en el que las fuerzas armadas se movilizaron totalmente y estuvieron a unos minutos de iniciar la guerra (en 1978, entre Argentina y Chile).

En su papel internacional, las fuerzas armadas latinoamericanas se emplean, como en todo el mundo, básicamente para comunicar la importancia del asunto a la otra pare involucrada en un conflicto. Esta comunicación consiste en emitir amenazas verbales, hacer demostraciones de poderío militar y emplear distintos grados de violencia en operativos militares. Por su relación con la violencia potencial, estas demostraciones son más serias que una nota diplomática, y siempre existe la posibilidad de que una respuesta, también militarizada, pueda escalar el nivel de tensión y generar, incluso, una guerra. Por eso, la recurrencia de incidentes militarizados es, en sí, evidencia de que la región aún no ha evolucionado hacia una “zona de paz”, pese a la retórica diplomática y académica.

Desde 2000 y hasta mediados de 2008, se han presentado en la región 25 casos en los que los gobiernos han empleado esta forma de comunicación. Los países involucrados incluyen a Barbados, Belice, Chile, Colombia, Costa Rica, Dominica, Ecuador, El Salvador, Estados Unidos, Guatemala, Guyana, Honduras, Nicaragua, Perú y Venezuela.

Como el uso de la fuerza es un acto racional —lo que significa que, para el gobierno, los beneficios sobrepasan sus costos—, tiene determinantes muy claras. Para un gobierno democrático, sobresalen dos variables: el equilibrio estratégico (entendido en sus partes diplomática y militar) y la disponibilidad del público para aceptar los costos relacionados con el uso de la fuerza para resolver conflictos. Desafortunadamente, la evolución de estas dos determinantes se ha dirigido hacia rumbos que hacen más probables los incidentes militarizados en la región.

El equilibrio estratégico en la región se ha vuelto bastante ambiguo en la última década. Por un lado, la capacidad estadounidense para afectar los equilibrios políticos e, incluso, los militares, ha perdido credibilidad. Esta situación se debe a varios factores: la sobreextensión de sus fuerzas armadas; su comportamiento en la lucha contra el terrorismo, que pone en duda su compromiso con la democracia y con los derechos humanos; su declive económico; y su incapacidad para responder de manera efectiva al reto regional que le representa Hugo Chávez. Lo importante de este punto es que, para bien o para mal, la capacidad estadounidense para contribuir política, económica y hasta militarmente a los procesos de resolución pacífica de conflictos es cuestionable.
Por el lado del equilibrio diplomático, las instituciones interamericanas siguen siendo inadecuadas para desempeñar sus funciones en el campo de la seguridad. Aun cuando la OEA desempeñó un papel importante en el momento de la crisis entre Colombia y Ecuador, le tomó 4 días iniciar el proceso. Pueden pasar muchas cosas en 4 días: un gobierno que busca provocar un incidente puede conseguir algunos beneficios en el corto plazo, antes de tener que responder a la demanda regional para buscar la resolución pacífica. En este caso, se podría argumentar que todos consiguieron sus metas antes de que la OEA pudiera intervenir: Colombia le causó bajas importantes a las FARC y sembró la incertidumbre en, por los menos, Ecuador sobre si esto mismo podría pasar de nuevo; Ecuador le dio una señal a la comunidad americana de que no iba a aceptar una respuesta militar colombiana a su incapacidad para controlar la frontera; y Chávez aprovechó la oportunidad para encumbrarse como el gran defensor de la región frente a Estados Unidos y frente a los gobiernos latinoamericanos dispuestos a poner en marcha la agenda estadounidense.

Otro factor de incertidumbre por el lado diplomático son las nuevas alianzas políticas que se están desarrollando en la región, debido al activismo de Chávez y al boom petrolero que le inunda de recursos. Seguramente, los argentinos no esperan que su relación con Chávez les ayude a presionar al Reino Unido con respecto a las Malvinas. Pero Bolivia y Nicaragua, países débiles que reclaman territorio en poder de sus vecinos, podrían llegar a especular que el escenario regional ha evolucionado hasta ser favorable al cambio que buscan. La esperanza no sería la de ganar una guerra en contra de Chile o Colombia, respectivamente, sino de provocar una crisis que impulsara a la comunidad regional a presionar al país que defiende el statu quo para que compense al revisionista con algo que sea suficiente para resolver la disputa. No hay por qué pensar que los revisionistas territoriales en la región ignoran el triunfo que obtuvo Ecuador frente a Perú, en 1995, al hacer uso, precisamente, de esta estrategia.

Las alianzas con Chávez aumentan la incertidumbre, porque el presidente venezolano da mucha “información” sobre su solidaridad con sus aliados en caso de que sean víctimas de un ataque, pero no se sabe hasta qué punto, en términos económicos o militares, está realmente dispuesto a actuar para defenderlos. Tal desconocimiento podría llevar a que, en el caso pertinente, Colombia o Chile dejaran de resolver un incidente utilizando todo su poderío militar por temor a que se pudiera regionalizar el conflicto. Si Nicaragua o Bolivia intuyeran esa reacción, podrían tener un incentivo para elevar la tensión en la frontera, aun si tuvieran claro que la ayuda de Chávez sería sólo retórica.

El equilibrio militar en la región también ha evolucionado de tal manera que hace más probable que ocurra un incidente militarizado. La modernización de las fuerzas armadas latinoamericanas se estancó en los años ochenta y noventa por la crisis económica que azotó a la región y por la deslegitimación de los militares después de los horrores que trajeron los fallidos intentos por mantener dictaduras basadas en conceptos errados de seguridad nacional. Las fuerzas armadas en la región ahora son más sofisticadas y tienen mayor capacidad ofensiva, lo que podría alimentar la idea de que una victoria militar se podría lograr rápidamente y sin tener que pagar los costos de una movilización larga y costosa.

Las fuerzas armadas latinoamericanas se están modernizando, ya que el crecimiento económico en la región parece estable y los gobiernos no se sienten tan amenazados por los militares. Sin embargo, en este escenario regional, que aún se caracteriza por la existencia de desconfianzas vecinales, el reequipamiento militar puede estimular las dudas y hasta la sospecha sobre las metas que estimulan tal proceso. El año pasado, el gobierno nicaragüense afirmó que no destruiría más de sus misiles SAM-7 hasta que Honduras y El Salvador no se deshicieran de más aviones militares. También se ha dicho, según varias fuentes de información, que la compra chilena de los aviones caza F-16C, de tanques Leopardo y Humvees ha preocupado a Perú, a Argentina y a Bolivia. Los venezolanos, con su gran riqueza petrolera, han destinado más de 4 000 millones de dólares para la compra de aviones caza, helicópteros de ataque, 100 000 fusiles Kalashnikov y municiones. Sus planes para construir una fábrica de fusiles Kalashnikov y sus municiones en Venezuela generan temores de que se pudiera convertir en un suministrador silencioso de las FARC y de otros grupos guerrilleros de la región.

El gobierno venezolano responde a estas acusaciones con el argumento de que necesita este nivel de sofisticación militar para enfrentarse a Estados Unidos, si acaso éste tuviera la intención de eliminar a su rival por el liderazgo en la región con el uso de la fuerza. Pero tal explicación no es del todo convincente. Cuando los aviones ruso-venezolanos sobrevolaron las instalaciones que Chávez nacionalizó en el Orinoco, mientras que las tropas venezolanas las ocupaban, ¿a quién iba dirigido el mensaje? ¿A quién quería demostrarle su poder? La respuesta no puede ser que la demostración iba dirigida a Estados Unidos con la idea de disuadirlo de un potencial ataque a Venezuela; los pilotos venezolanos no pueden aspirar a enfrentarse a los pilotos estadounidenses, que entrenan todos los días e incluso pueden tener experiencia en combate, y pretender ganarles. Así ¿a quiénes estaba tratando de impresionar Chávez? Puede ser que a Colombia, con quien no sólo tiene la cuestión de las FARC, sino también una disputa por la división del Golfo de Venezuela; a Trinidad y Tobago, con quien no se han delimitado las aguas ricas en gas natural; o a Chile, en el caso de que Bolivia provocara un incidente para atraer la atención internacional a la cuestión de su anhelada salida al mar. En este último caso, también inquieta que la ayuda militar venezolana a Bolivia sea tan poco transparente.

Además del equilibrio estratégico, hay que estar conscientes de que la disposición del público para aceptar el empleo de la fuerza con el fin de resolver conflictos está aumentando. El legado de las violaciones masivas de los derechos humanos a cargo de los gobiernos militares en los años setenta y ochenta deslegitimó la idea de que era necesario recurrir a la fuerza para resolver conflictos. Sin embargo, la creciente inseguridad pública en muchos países de la región ha convencido a diversos gobiernos de que había que recurrir otra vez a las fuerzas armadas para que desempeñen labores orientadas a garantizar la seguridad ciudadana. Así, la discusión sobre la seguridad vuelve, paulatinamente, a militarizarse, dando solidez a la idea de que las fuerzas armadas deben usarse para proteger y defender los intereses de la ciudadanía.

Entre aceptar la necesidad de recurrir a las fuerzas armadas en lo interno y admitir que deben usarse para hacer frente a las “amenazas” externas, sólo hay un paso. Por ejemplo, a los 8 días de la incursión colombiana en territorio ecuatoriano, y después de que los Estados americanos habían rechazado la explicación colombiana, el 83% de los colombianos la aprobaba.

El apoyo popular para las operaciones militares se vuelve más preocupante cuando la inestabilidad interna azota al pueblo, un populismo nacionalista caracteriza a la ideología gubernamental y el país tiene percepciones revisionistas respecto de sus relaciones con los países vecinos. Estas 3 condiciones se reúnen en los casos de Nicaragua, Bolivia y Venezuela. Y aunque Ecuador no se disputa territorio con Colombia, el gobierno de Rafael Correa no sólo teme contagiarse del conflicto colombiano, sino que también discrepa de la ofensiva colombiana contra las FARC.

Estos gobiernos nacionalistas y populistas representan una reacción al fracaso del Consenso de Washington, que buscaba privatizar toda la actividad económica y desmantelar al Estado como actor económico, inclusive en el sector social y de salud. Para los fines de este artículo, no importa si tal derrota se debe a que fuera mal instrumentado o equivocado en su diseño mismo; el hecho es que tales fracasos estimularon el incremento dramático del resentimiento de los pobres, precisamente en el momento histórico en el que la democratización les estaba dando un sentido de poder. Su movilización política toma la forma institucional del voto, pero también desborda la capacidad institucional y se lanza a las calles, demandando el fin de la corrupción pública y privada, y el mejoramiento de su situación social y económica. Este poder en las calles ha removido a presidentes en Argentina, Ecuador y Bolivia, ha salvado al presidente Chávez de un golpe cívico-militar y ayudó a crear el clima para que el presidente peruano Alberto Fujimori se viera forzado a dimitir en medio de un escándalo.

Este reconocimiento del poderío político de los pobres ha estimulado el resurgimiento del populismo y del nacionalismo como la mejor manera de enfrentar la globalización, que ahora aparece como la razón detrás del Consenso de Washington. La estrategia nacionalista y populista moviliza al poder político en nombre de la responsabilidad de un gobierno para actuar a favor de los intereses de los más necesitados en su país. Algunos políticos buscan aprovecharse de estos sentimientos para llegar al poder y, una vez que lo logran, se ven en la necesidad de responder efectivamente. Pero resulta que aun con la riqueza energética de algunos países, los problemas de desarrollo social y económico son tan grandes que el gobierno no puede cumplir con las expectativas. En ese momento, los chivos expiatorios pueden resultar útiles, sean éstos empresas o gobiernos del primer mundo, o empresas y gobiernos de la misma América Latina.

Aquí se revela un aspecto de la integración económica regional que pocos analistas o políticos previeron. La dependencia de un país latinoamericano de otro en la misma región conlleva más oportunidades para fomentar el resentimiento popular en contra de sus vecinos latinoamericanos. Sólo hay que viajar por Perú o por Bolivia para darse cuenta de que la inversión del sector privado chileno no ha llevado a un mejor entendimiento entre ellos. Y la confianza que los chilenos tenían sobre sus vecinos argentinos seguramente ha disminuido, ya que el gobierno populista de ese país violó un tratado para abastecer a Chile de gas natural, con un alto costo para los chilenos.

Entre los aspectos que más preocupan del resurgimiento del populismo nacionalista en la región es su uso del simbolismo militar. Las fuerzas armadas son una institución que, por su naturaleza, debe representar a la nación. La historia latinoamericana ha demostrado que esa institución bien puede usarse en contra del pueblo, y específicamente en contra de esas clases bajas que apoyan el populismo nacionalista, pero eso no implica que los militares tengan que ser vistos como enemigos. Tanto los gobernantes populistas como sus partidarios buscan reformar las fuerzas armadas para que puedan servir al pueblo.

Que las fuerzas armadas y el pueblo estén juntos es bueno en sí. Pero cuando Chávez y el presidente boliviano Evo Morales despachan a los militares para ocupar físicamente las propiedades que están nacionalizando, están remitiendo mensajes positivos a sus seguidores sobre el uso de la fuerza militar para defender los intereses del pueblo. El espectáculo de las tropas bolivianas apoderándose de instalaciones que habían pertenecido a la empresa estatal petrolera brasileña Petrobras es revelador, ya que se hubiera podido pensar que Morales no hubiera querido causarle problemas internos al gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, quien también es un miembro de la izquierda política y cuyo país depende de la importación de gas boliviano. Pero es obvio que, para el gobierno de Morales, el nacionalismo está por encima de la ideología. Si la meta sólo fuera conseguir un mejor precio para las exportaciones de gas natural, se hubieran podido utilizar mecanismos distintos a la nacionalización; y si la meta era la nacionalización, podía haberse logrado sin hacer un uso tal y tan público de las fuerzas armadas. Pero Bolivia no es la única que busca enfrentarse a los intereses brasileños. El gobierno de Correa en Ecuador tiene su propio pleito con Petrobras, y ha sido difícil concretar acciones específicas entre la petrolera venezolana PDVSA y Petrobras, a pesar de la retórica entre Chávez y Lula.

Los bolivianos están dispuestos a pagar costos económicos significativos para defender lo que ven como intereses nacionales. A pesar de ser un país pobre, con necesidades de inversión en su sector energético, y teniendo a su lado a Chile, país con una economía fuerte que requiere y puede pagar por las importaciones de gas, Bolivia no le vende. Los bolivianos que tumbaron a dos presidentes con manifestaciones callejeras y que apoyan al gobierno de Morales insisten en que Chile les otorgue una salida soberana al mar antes de venderle gas; o sea, prefieren que el gas se quede en el suelo, a vendérselo al país que les quitó territorio en una guerra hace siglo y medio (la Guerra del Pacífico, de 1879 a 1883).

Esta combinación entre nacionalización de la industria gasífera y el rechazo a suministrar gas a mercados obvios (incluidos el mexicano y el estadounidense), porque el gasoducto tendría que atravesar territorio chileno, desincentiva la inversión a tal grado que Bolivia no tiene gas suficiente para cumplir sus contratos con Argentina, a donde sí quieren exportar. Lo que es importante subrayar en esta discusión sobre las acciones de los gobiernos populistas y nacionalistas es que, claramente, los ciudadanos que apoyan a tales gobiernos están dispuestos a pagar altos costos para solucionar las injusticias a las que históricamente han sido expuestos.

El control civil y el papel de los ejércitos

Históricamente, la injerencia de las fuerzas armadas latinoamericanas en la política ha sido problemática. Sabemos que una democracia estable requiere el control civil sobre los militares. La continuidad de los temas tradicionales de disputas interestatales y su militarización dificultan ese control civil, mientras los civiles no desarrollen sus capacidades en esos asuntos. Los burócratas civiles han dado los mejores pasos, tomando cursos en la materia en los colegios militares y en algunos programas especializados en cuestiones de seguridad nacional en las universidades. Pero los políticos, en quienes tiene que recaer el peso de adoptar y poner en marcha el control civil, se están quedando atrás. Esta falta de conocimiento de la materia no es tanto culpa de los políticos, ya que en esta época democrática tienen que especializarse en lo que preocupa a los electores en sus distritos electorales. Y ahí está el meollo del asunto: los ciudadanos se encuentran con preocupaciones mayores en las cuestiones económicas cotidianas, en la corrupción política y en la seguridad personal. Entonces, es difícil imponer el control civil sobre las fuerzas armadas cuando los políticos, que supuestamente deben estar vigilando a los militares, dependen de ellos para conseguir y evaluar la información que les permite ejercer ese control efectivamente.

La consecución de ese objetivo se hace aún más problemática a medida que el gobierno depende de las fuerzas armadas para gobernar. El uso de las fuerzas armadas para reforzar, o inclusive reemplazar, a la policía en sus tareas internas genera costos en términos de derechos civiles y humanos; pero esas medidas pueden recibir el apoyo de los sectores de la sociedad que se ven directamente afectados, en función de los grados de violencia que se presenten. Y también suelen recibir el respaldo de aquellos sectores que no se han visto directamente afectados todavía, pero que temen serlo en el futuro próximo si el Estado no puede controlar a los “criminales”.

Cuando el gobierno tiene que llamar a las fuerzas armadas para ayudar a poner orden, está admitiendo su propia incapacidad. Esto puede reforzar la percepción pública de que el gobierno es ineficiente y corrupto, y que sólo trabaja para beneficiar a los propios políticos.

Las encuestas públicas evidencian la existencia de ese sentimiento en muchos países latinoamericanos. Esas encuestas también suelen indicar que las fuerzas armadas y la Iglesia católica son las instituciones en las que más confía el público.

Ya que los militares gozan de la percepción popular de que son eficientes y de que tienen la capacidad para manejar crisis, el sistema político está frente a un reto importante, ya que parece incapaz de hacer frente exitosamente a los problemas internos del crimen, el terrorismo y la corrupción. No hay que olvidarse de las experiencias de las democracias en los años sesenta y setenta, cuando los gobiernos buscaron apoyarse en la fuerza militar del Estado para enfrentar a los retos internos. Cuando el gobierno civil demuestra que no puede gobernar sin recurrir a los militares, tanto la sociedad como los propios militares empiezan a desconfiar de la democracia. Con la creciente inquietud respecto a la gobernabilidad de varios países latinoamericanos, no puede ser alentador que los militares desempeñen un papel tan importante sin que el control civil se haya consolidado.

Consideraciones finales

Cuando se echa un vistazo a América Latina, tanto desde dentro como desde fuera de la región, se tiende a ver una zona democrática, preocupada por lograr un desarrollo económico que pueda aliviar la pobreza y avanzar en la protección de los derechos humanos. Casi desaparecidos, excepto en momentos de crisis como la ocurrida en las fronteras colombianas durante marzo de este año, están los viejos temas de las disputas territoriales, de los incidentes militarizados, del control civil y del papel de las fuerzas armadas. No obstante, el estado de las relaciones internacionales de la región resulta no ser tan benévolo como se quisiera.

Nos olvidamos de estos temas a costos potencialmente altos. Los temas tradicionales cobran más importancia cuando el nacionalismo se vincula al populismo, precisamente en los países que gozan de recursos energéticos y tienen interés en mejorar su situación internacional. Además, la nueva capacidad colombiana para enfrentarse a las FARC desplaza a sus miembros hacia los territorios de Venezuela, Ecuador y Panamá, lo que da lugar a nuevas ocasiones de conflicto entre los gobiernos, que difieren en cómo reaccionar frente a esta realidad.

Los temas tradicionales persisten en la realidad latinoamericana. Es hora de volver a incorporarlos a la agenda de la región. Su complejidad y sus vínculos con la política interna y con las cuestiones de soberanía hacen que sean sumamente difíciles de enfrentar. Es obvio que los intentos de la década pasada para tratar de convencer de que estos viejos temas no tenían lugar en la nueva América Latina fracasaron. Pero esa dificultad indica que es menester enfrentarse a sus manifestaciones caso por caso, realizando la labor diplomática de entender sus circunstancias, buscar los puntos en donde pueda haber intereses comunes, dejar que duerman los casos que persisten pero no incitan a la violencia, e insistir en el fracaso de cualquier intento por alterar el statu quo con el uso de la fuerza.

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