lunes, 29 de septiembre de 2008

COLOMBIA, ESTADO PARADÓJICO


Dirk Kruijt y Kees Koonings

Colombia es un Estado paradójico, de inestabilidad estable y estabilidad inestable. Los ámbitos de estabilidad e inestabilidad igualmente persistentes van de la mano en la reciente historia económica, social e institucional de esta nación.

La razón de esta situación contradictoria es la coexistencia de una institucionalidad democrática reguladora que funciona en una buena parte del territorio, al mismo tiempo que es el mayor productor y exportador de cocaína del mundo y que sufre las consecuencias de un conflicto armado interno con un alto nivel de violencia desde hace sesenta años. No hay amenazas militares o de seguridad significativas que vengan del exterior. Por otro lado, debido al conflicto interno, cientos de miles de personas han perdido la vida, y entre 1,9 millones y 3 millones han sido desplazadas en los últimos diez años. La emigración, a su vez, ha aumentado notablemente: según cálculos de la OIM (2007) alrededor de 3,6 millones de colombianos han salido del país.

Pero la vida institucional del país es sólida en cuanto a la mayoría de instituciones públicas y agencias del ámbito local en las principales ciudades. Esa tipificación vale también para la sociedad civil y los medios de comunicación. El sector público nacional es en general competente y efectivo. Algunas de las universidades están entre las mejores de la región. Desde comienzos de la década actual, los gobiernos municipales de Bogotá, Medellín, Cali y Bucaramanga han hecho grandes mejoras en cuanto a infraestructura, transporte público, educación, salud y seguridad pública.

La subordinación de la fuerza pública a las autoridades civiles es firme e indiscutida. Colombia no tiene un ejército con vocación política, a pesar de la autonomía de facto para desarrollar operaciones en zonas de conflicto en el pasado. El poder judicial ha sido capaz de reforzar su independencia y efectividad en los años recientes. Colombia ha sido también pionera en materia de incorporación de leyes especiales para las etnias indígenas dentro de los procedimientos y jurisprudencia nacionales.

En la vigente constitución de 1991 se fortalecieron el poder judicial y el Ministerio Público. Quedó ratificada una amplia gama de derechos civiles, sociales y culturales y se implantaron mecanismos de acceso directo de los ciudadanos a la justicia ordinaria, junto con un fortalecimiento del sistema jurídico.

Economía y sociedad

En términos macroeconómicos, Colombia destaca como un país estable. Solamente entre 1999 y 2001 sufrió una aguda recesión. Pero desde 2002, el período de gobierno de Álvaro Uribe, la política económica, con la posible excepción de la política fiscal, es estable y considerada sensata por parte del Banco Mundial y del FMI. No hay mayores problemas relacionados con el balance de pagos, la deuda externa, la tasa de cambio o la inflación. Las principales instituciones públicas nacionales a cargo de la política y el análisis macroeconómico (Banco de la República, Departamento Nacional de Planeación, Ministerio de Hacienda) son prestigiosas, competentes y están relativamente libres de interferencia política.

En términos socioculturales, en Colombia se ha consolidado una sociedad moderna, urbana y de clase media, estable. Este segmento de la nación aspira a ser parte de lo que podría llamarse la modernidad trasatlántica, basada en estilos de vida y valores globalizados. Esta clase media moderna y urbana, que se calcula abarca al 20% de la población total, se concentra en las grandes ciudades y es la espina dorsal del consumo y de la opinión pública. Pero, a pesar de los diferentes programas del gobierno, que siguen el modelo chileno de asistencia más pobres en materia de ingreso, educación y salud básica, los programas sociales son aún incapaces de revertir el drástico incremento de la pobreza general y de la desigualdad causada por la recesión de 1999–2001.

El índice Gini para la distribución del ingreso estuvo en un punto alto, 0,584 en 2003/2005, y ha venido aumentando desde finales de la década de los noventa. En 2006, el 45% de la población estaba clasificado como pobre y el 12% como indigente (datos del Panorama Social de la CEPAL en 2007). La recuperación macro-económica desde 2001 no ha estado acompañada de una mejora similar en el empleo formal. Según datos del DANE (Departamento Administrativo Nacional de Estadística), el trabajo informal como proporción del empleo total ha subido de un 54% en 1992 a un 61% en 2002, disminuyendo marginalmente a un 59% en 2005.

Actores dentro del conflicto armado

La fuerza pública

La fuerza pública está formada por cerca de 300.000 miembros de las fuerzas armadas y los 130.000 miembros de la policía y sus fuerzas auxiliares. Las fuerzas de seguridad combinadas son únicamente superadas por Brasil con casi cinco veces la población y ocho veces la superficie de Colombia. En términos de análisis técnico, las fuerzas armadas, y las fuerzas de la policía, dependen considerablemente de la inteligencia que les provee Estados Unidos. La tarea prioritaria de las fuerzas militares continúa siendo las operaciones de contrainsurgencia, renombradas recientemente como de “contraterrorismo” y dirigidas a “enemigos internos”.

Involucrarse directamente en operaciones antinarcóticos es otra prioridad militar. Este es un campo de acción que en otros países latinoamericanos se considera como un dominio principalmente de la policía. En general, es el ejército quien toma el liderazgo en el control de la policía y en la supervisión de la implantación de medidas de seguridad pública. En el pasado, los miembros del ejército no eran reacios a delegar tácitamente las partes más difíciles de cualquier operación de contrainsurgencia y antiterrorismo a las fuerzas paramilitares activas en las mismas regiones.

La fuerza policial ha empezado recientemente a tener presencia en todos los 1.911 municipios del país. Antes de 2005, unos 300 municipios carecían por completo de policía. Pero la acción de la policía en las regiones en disputa es meramente simbólica y de bajo perfil comparado con los otros actores armados. Según oficiales de enlace de la Unión Europea, hay fricciones no sólo entre la policía y el ejército, sino que dentro de la misma policía hay tensiones entre uno y otro departamento: el de inteligencia no coopera con el de investigación criminal, ni con el de aduana, por ejemplo.

Las fuerzas insurgentes

Las organizaciones guerrilleras ya estaban presentes en el país desde el período de La Violencia (1947-1958), años de confrontaciones intensas entre grupos armados bajo la bandera del partido Liberal o Conservador. En los años setenta y ochenta existían cuatro agrupaciones guerrilleras diferentes; con dos de ellas se llegó a un acuerdo de reinserción democrática. En la actualidad, solamente las FARC (fuerza mayoritaria) y el ELN (fuerza minoritaria) continúan por el camino de las armas. Según cálculos militares, a mediados de 2007 había alrededor de 3.200 combatientes y milicias; 3.400 simpatizantes rurales del ELN y al menos 7.500 combatientes en los varios frentes de las FARC.

A comienzos de los años ochenta, la mayoría de las redes guerrilleras locales recaudaban un “impuesto de guerra” entre los productores de la coca y los narcotraficantes en “sus” regiones. Posteriormente, muchos frentes (formaciones militares-políticas locales) de las FARC incorporaron la protección y el cultivo ilícito en sus logísticas militares y financieras. Para el ELN, la principal fuente de ingresos era el dinero de los rescates procedentes del secuestro de miembros de la élite económica, y más tarde empresarios seleccionados al azar y pasajeros de autobuses, e “impuestos de guerra” recaudados de entre los comerciantes locales.

Tanto las FARC como el ELN buscan financiamiento a través del secuestro. Los objetivos del ELN y de las FARC reflejan la ideología de las izquierdas armadas en América Latina desde los años sesenta hasta los ochenta del pasado siglo. Sin embargo, 25 años más tarde, la situación en el continente ha cambiado considerablemente y el lenguaje ideológico de la guerrilla ha adquirido un tono que recuerda al que era usual en Albania antes de la caída del muro de Berlín. La presencia y acciones de las guerrillas implican la continuación del conflicto armado. Su base de negociación consiste en ser una importante fuente de inestabilidad.

Fuerzas paramilitares

En repetidas ocasiones, el gobierno colombiano autorizó la creación de organizaciones regionales de autodefensa (paramilitares) para ejecutar tácticas de contrainsurgencia. En
1981, narco-empresarios de Cali y Medellín crearon unidades paramilitares para prevenir el secuestro y la extorsión de sus miembros. Varios ex oficiales de alto rango de la fuerza pública se unieron a esta iniciativa. Otros empresarios rurales siguieron rápidamente este ejemplo que dio como resultado la formación de grupos regionales de vigilantes y sicarios (asesinos a sueldo profesionales) en su mayor parte en las regiones del norte y del occidente del país.

Estas bandas paramilitares ofrecían protección contra las unidades guerrilleras locales y, sin o con cooperación (in)formal de las fuerzas armadas regionales, se constituyeron en una alternativa de contrainsurgencia. Establecieron gradualmente “zonas limpias” donde hacían cumplir la ley por medio de la violencia, la extorsión y la intimidación. En 1997, estas fuerzas regionales se unieron para formar las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia), una confederación de bandas de combatientes paramilitares. Las antiguas alianzas entre la narco-economía y los jefes de los paramilitares se convirtieron en entidades unificadas.

La cúpula de los paramilitares utilizó posteriormente su poder para poder realizar actividades “legítimas”: adquirieron propiedades rurales y financiaron campañas electorales de políticos locales y regionales “obedientes”, fenómeno que se conoce como la “para-política”.

En 2004, el gobierno nacional logró un acuerdo con los líderes de las AUC por el que se comprometía a no extraditarles a Estados Unidos a cambio de que cumpliesen las condiciones de desarme y reinserción. El acuerdo fue realizado bajo la nueva Ley de Justicia y Paz, aunque la Procuraduría mantiene la obligación del Estado de perseguir a quienes mataron y cometieron graves crímenes y prohíbe la amnistía general. A finales de 2007, alrededor de 30.000 combatientes aceptaron desarmarse y la mayoría de los miembros de rango y tropas que constituían las bases de las AUC habían iniciado el proceso de reinserción beneficiándose de una considerable reducción de las penas.

Actualmente, no hay un consenso sobre si las fuerzas paramilitares han desaparecido totalmente. Mientras que la mayoría de analistas están de acuerdo en que ha habido una reducción considerable de la violencia, otros apuntan a la reconstitución de bandas paramilitares y criminales representados en pandillas locales de menor tamaño, una situación comparable a la formación de los minicárteles después del desmantelamiento de los dos grandes cárteles de Cali y Medellín. En cualquier caso, la desarticulación de la fuerza paramilitar ha contribuido considerablemente a fortalecer la posición del Estado en el monopolio del uso de la fuerza.

El narco-complejo

En contra de la opinión general, la narco-economía no es un factor tan importante en términos macroeconómicos. El Banco de la República estima el tamaño de la economía de las drogas en torno al 2% o 3% del producto interior bruto. El capital del narcotráfico no ha logrado ingresar en los principales grupos empresariales del país. Su destino ha sido principalmente las propiedades y operaciones de lavado de dinero en el exterior. El significado de la narco-economía debe medirse, más bien, por su poder de corrupción y por ser la base financiera de las fuerzas guerrilleras, las fuerzas paramilitares, las bandas de criminales y las propias narco-fuerzas.

El primer cultivo ilícito de exportación fue la marihuana, controlado por empresarios locales y contrabandistas en los años sesenta. La segunda fase del cultivo ilícito coincidió con el establecimiento de los cárteles de drogas de Cali y Medellín, entre los años setenta y noventa, que requerían una división del trabajo mucho más elaborada entre los productores, los procesadores, los contrabandistas, los lavadores de dinero y los intermediarios internacionales.

Los jefes de los grandes cárteles de Medellín y Cali formaron y subcontrataron grupos especiales de vigilancia y protección, a la vez co-optando e intimidando a políticos locales, regionales y nacionales. El uso de la para-política fue luego adoptado por los 250 mini cárteles que surgieron después del desamparo de los dos cárteles y más específicamente por la cúpula de las fuerzas paramilitares, aunque su fuerza es menos grande que en los tiempos de las AUC.

El establecimiento de los mini cárteles representaba la tercera fase de los cultivos ilícitos (1995 - 2000) y supuso nuevas alianzas internacionales con intermediarios y proveedores de servicios suramericanos (especialmente peruanos), centroamericanos y mejicanos. La cuarta fase, activa desde alrededor del año 2000, se desarrolla en un panorama cambiante, dividido entre todos los actores armados no estatales, de cultivo intenso y control regional de los sitios de producción, transporte y comercio. Al mismo tiempo, el gobierno realiza esfuerzos sistemáticos en la erradicación de cultivos a gran escala.

Los Estados Unidos se unieron a este esfuerzo con programas extensos de fumigación y aporte financiero y militar directo (US$ 150 millones por año). Las fumigaciones siguen siendo controvertidas; informes del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) indican que el 50% de los refugiados internos se debe a estos programas. Este panorama sombrío se ha complicado aún más por las peleas internas entre los diferentes actores armados involucrados, las actividades de las fuerzas armadas y la migración interna y forzada de poblaciones. A pesar de todas las operaciones antinarcóticos, el volumen de cocaína colombiana que ingresa en el mercado estadounidense no disminuye, como tampoco se incrementa el precio de las drogas en la calle. La única conclusión posible es que la industria de las drogas ilícitas ha adquirido una estabilidad a largo plazo y por eso sus efectos corruptos permanecen sin impedimento alguno, suministrando financiamiento a los actores armados no estatales.

Seguridad y democracia durante el gobierno de Uribe

A partir del inicio del primer mandato de Uribe en 2002, se ha producido en términos generales un aumento de la seguridad dentro del territorio nacional. Hasta 2004 se estimaba que había entre 40.000 y 50.000 hombres y mujeres en los grupos armados ilegales. A finales de 2007, una buena parte de las fuerzas paramilitares han sido desarmadas; oficialmente unos 30.000 actores armados no-estatales están reinsertándose en la economía y sociedad colombiana. A pesar del debate sobre la cantidad precisa de desarmados y reinsertados, se ha logrado una disminución de la violencia de escala nacional.

El papel del ejecutivo se ha ido expandiendo desde 2002. El presidente es apoyado por la mayoría del electorado que tiene una buena imagen de él, según las encuestas de opinión. La fuerte presidencia está construyendo un “superministerio”, una organización que sirve de plataforma para agencias y cuerpos de coordinación preocupados por las iniciativas de paz, la reinserción de antiguos combatientes y, en general, los programas especiales de servicio social del gobierno. Ejemplos de estos cuerpos (creados recientemente y renombrados) son: Acción Social (un conglomerado de programas y actividades sociales de la presidencia), la Alta Consejería para la Reinserción, y la Comisión Nacional para la Reparación y Reconciliación (CNRR). El ejecutivo opera dentro de los límites de la ley y está contrabalanceado por el poder judicial, especialmente por la Procuraduría y la Defensoría de nivel nacional, regional y local. El crecimiento de la fuerza pública no va acompañado por una militarización del sector público.

Colombia no es comparable a los anteriores “estados de contrainsurgencia” dictatoriales y altamente militarizados durante las guerras civiles centroamericanas. Considerar a las FARC y al ELN “fuerzas de liberación” tiene en la actualidad algo de grotesco. En comparación con la situación de Centroamérica, donde la guerrilla de los años setenta hasta los noventa representaba una alternativa política real frente a los regímenes dictatoriales, el movimiento guerrillero de Colombia constituye actualmente una fuerza contaminada por la narco-economía, aunque mantenga el discurso de retórica socialista de antaño.

Colombia no es un Estado frágil, y menos fracasado. A pesar de que el país está plagado de violencia criminal, tráfico organizado de drogas y conflicto armado interno, la estabilidad macroeconómica y la elasticidad de la democracia hacen que Colombia pueda ser favorablemente comparada con muchos de sus vecinos en América Latina.

LA POLÍTICA EXTERIOR ESTADOUNIDENSE HACIA EL GRUPO GUERRILLERO MÁS ANTIGUO DE AMÉRICA LATINA


Sebastián Chaskel

Estados Unidos desde hace tiempo tiene interés en poner freno a la circulación de drogas, apoyar la democracia, neutralizar a los grupos terroristas y contribuir a llevar una paz duradera a Colombia y la estabilidad a la región. La excepcional posición de Colombia como democracia continua que no puede librar a su territorio de narcotraficantes y terroristas la ha convertido en el aliado natural de Estados Unidos desde la década de 1980. Las FARC, como grupo terrorista narcotraficante, están sistemáticamente en el centro de esta política.

Cuando demócratas y republicanos por igual contribuyeron a crear el Plan Colombia a finales de la década de 1990, el Congreso ordenó que los fondos estadounidenses sólo se emplearan en esfuerzos antinarcóticos, no para combatir en la guerra civil de Colombia. Sin embargo, esta distinción pronto pareció endeble, pues los grupos guerrilleros de Colombia estaban fuertemente implicados en el narcotráfico. Las dudas del Congreso se disiparon después de los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001. En los últimos siete años, gran parte de la ayuda estadounidense ha estado dedicada a combatir lo que un funcionario del Departamento de Estado denominó “el grupo terrorista internacional más peligroso con base en este hemisferio”.

Hoy, el éxito de Colombia contra las FARC se ha convertido en el orgullo y la alegría de Washington. El congresista republicano Dan Burton escribió recientemente que “Colombia ha avanzado a pasos agigantados en los últimos ocho años”. Los representantes Eliot Engel y Gregory Meeks, ambos demócratas, calificaron los logros del presidente Uribe de “ni más ni menos que un milagro.” Cuando prácticamente todos los gobiernos del hemisferio occidental criticaban la incursión de Colombia en Ecuador el pasado mes de marzo, la acción del presidente Bush en defensa de Colombia obtuvo eco en las campañas de Clinton, McCain y Obama.

Sin embargo, el éxito de Colombia a la hora de establecer el Estado de derecho plantea importantes cuestiones políticas sobre cómo poner fin al conflicto. En la creencia de que el proceso de paz del ex presidente Andrés Pastrana había fracasado porque no había incentivos para la negociación, Álvaro Uribe ideó un plan para implicar a las FARC en negociaciones. “El día que los criminales vean que hay un gobierno con toda la firmeza de la mano de la Constitución y con el apoyo de la mayoría ciudadana dispuesta a enfrentarlos ese día negocian —explicó Uribe a El Tiempo en el 2001—. Pero si sigue habiendo gobiernos claudicantes, débiles, anémicos, ellos lo que van a hacer es crecer su poder militar y seguir alimentando su ambición de la toma total del poder.”

El enfoque de línea dura de Uribe tenía por objetivo abrir una vía para las negociaciones. Después de seis años de luchar contra las FARC, algunos integrantes de la administración Uribe, y posiblemente el propio Uribe, tienen sentimientos encontrados sobre la adaptación de su estrategia a otra que desemboque en la negociación. El pasado mes de enero, el ex ministro del Interior y Justicia, Carlos Holguín Sardi, declaró, refiriéndose a las FARC: “no se puede negociar ni con los tramposos ni con los mentirosos”. En mayo afirmó que si el nuevo líder de las FARC, Alfonso Cano, quería negociar, “estamos dispuestos a recibirlo”, pero que, en caso contrario, la decisión del gobierno sería “perseguirlo, reducirlo y finalmente exterminarlo.” En un momento en el que se cree que el nuevo líder de las FARC está luchando para consolidar su posición de liderazgo dentro de la organización, es probable que el comentario de Holguín sea contraproducente. Además, revela la creencia en la teoría desfasada de la resolución de conflictos en la que la negociación sólo es un medio para obligar al enemigo a capitular.

Sea debido a la rutina o a la filosofía, hay fuerzas dentro de la administración Uribe que preferirían apostar por una victoria final militar en lugar de por una solución negociada. Debería constituir un motivo de preocupación real para los políticos estadounidenses que un eventual proceso de paz pueda ser saboteado por quienes prefieren apostar exclusivamente por una estrategia militar. Pero si la política estadounidense hacia el proceso de paz de Pastrana sirve de orientación, hay quienes en el Departamento de Estado y el Departamento de Defensa de Estados Unidos se hacen eco de la perspectiva de la victoria militar. Estas personas creen en la negociación sólo como vía hacia la rendición de las FARC o consideran que la guerrilla está tan afianzada en el narcotráfico que se ha convertido en una red criminal que no está dispuesta a negociar. Su influencia podría contribuir a explicar por qué Estados Unidos ha alentado a menudo un acuerdo humanitario, pero rara vez ha mencionado una posible negociación de paz.

Tras la liberación de Ingrid Betancourt y de los tres rehenes estadounidenses, la administración de Estados Unidos podría sentirse más cómoda presionando por su solución preferida. La naturaleza de las futuras declaraciones de la administración podría aclarar cuánta influencia tienen en la orientación de la política exterior estadounidense quienes creen únicamente en una solución militar. Pase lo que pase, la política de EE UU no debería apoyar un intento de solución militar al conflicto de Colombia. Un reciente editorial del New York Times señalaba con acierto que si Colombia intentaba una victoria militar, arriesgaría nuevos derramamientos de sangre y la probable muerte de los rehenes de las FARC.

Además, esta estrategia impediría que una negociación de paz abordase algunas de las causas fundamentales del conflicto. “Sólo el desarrollo de la democracia abordará los motivos de queja que alimentan el conflicto y traerá la paz —escribe Aldo Civico, director del Centro para la Resolución de Conflictos Internacionales de la Universidad de Columbia—. Una negociación con la guerrilla es un paso decisivo hacia este logro.”

Aunque algunas facciones de las FARC están con toda probabilidad corrompidas por el narcotráfico y no negociarían ni se desmovilizarían, esto en si mismo es una ventaja de una negociación con éxito, pues separaría a los combatientes ideológicos de las FARC de los narcotraficantes. Una vez logrado esto, se puede ayudar a quienes tengan motivos de queja de índole política a integrarse en la sociedad y a participar políticamente, si así lo deciden, al mismo tiempo que se aplica la ley a los narcotraficantes. Como principal aliado de Colombia, Estados Unidos debería emplear su influencia ante el gobierno colombiano para presionar a Uribe con el fin de que cumpla su plan inicial de poner fin al conflicto mediante una solución negociada. De este modo Estados Unidos respaldaría un final de las FARC que reducirá al mínimo el derramamiento de sangre y abordará las causas fundamentales del conflicto de Colombia.

En el centro de la política exterior estadounidense hacia Colombia está la significativa ayuda militar, económica y social que destina a este país, que necesita asimismo un cambio. A través de lo que inicialmente se denominó Plan Colombia y posteriormente Iniciativa Andina Antidrogas, Estados Unidos ha destinado a Colombia desde el 2000 casi 6.000 millones de dólares para reforzar el Estado de derecho, poner freno al narcotráfico y luchar contra los grupos terroristas, lo que convierte a Colombia en un importante receptor de la ayuda militar estadounidense y en el principal beneficiario de esta ayuda en Latinoamérica. Gracias a esta ayuda, la realidad de la seguridad de Colombia ha mejorado tanto que el gobierno lanzó en el 2007 una nueva Estrategia para Reforzar la Democracia y Promover el Desarrollo Social, subrayando la inversión social.

Esta estrategia, conocida como Plan Colombia 2, pedía a Estados Unidos que ayudara a Colombia a llevar las instituciones democráticas del Estado a todo el país con un paquete integrado por un 14 por ciento de ayuda militar y un 86 por ciento de financiación económica y social. Pero los políticos estadounidenses vienen mostrándose reacios a replantearse la ayuda a Colombia. Pese a la petición de Uribe, la solicitud de fondos para Colombia del Presidente Bush fue prácticamente idéntica a la del 2007: asignó el 76 por ciento de los fondos al sector militar y policial (frente al 77 por ciento en el 2007) y sólo el 24 por ciento a desarrollo social y económico (frente al 22 por ciento en el 2007). El Congreso modificó esta relación a otra de 63/35 y, tras amenazar con vetar el proyecto de ley, Bush firmó la ley en diciembre del 2007.

El candidato demócrata Barack Obama ha mencionado hace poco que, como presidente, “continuaría el Programa Andino Antidrogas, y lo actualizaría para hacer frente a la evolución de los desafíos.” El candidato republicano John McCain ha dejado claro, por su parte, que seguiría apoyando a Colombia. Refiriéndose expresamente a la estrategia antinarcóticos de Estados Unidos, dijo en Colombia: “La estrategia está funcionando”.

Así pues, Colombia seguirá recibiendo fondos de Estados Unidos en los próximos años. La cuestión pendiente es en qué medida el apoyo estadounidense será militar y en qué medida reflejará el creciente deseo de Colombia de desarrollo social y económico, y no sólo militar. El Congreso dio un paso en la dirección correcta cambiando la proporción de la ayuda destinada a Colombia, pero hace falta mucho más para servir realmente a los intereses de Estados Unidos. Los funcionarios estadounidenses deben entablar un diálogo productivo con los dirigentes colombianos para averiguar la mejor forma de que la ayuda estadounidense encaje en el nuevo marco de desarrollo de Colombia. Los políticos tienen que darse cuenta de que el mejor modo de que Estados Unidos sirva a sus propios intereses y los de Colombia es apoyando al gobierno de ese país en su esfuerzo por basarse en los éxitos de la ayuda estadounidense para Colombia hasta el momento y abordar las causas fundamentales de su conflicto mediante el desarrollo social y económico.

Dicho esto, las relaciones entre Estados Unidos y Colombia no se pueden analizar sin su contexto. La política estadounidense también tiene que adaptarse al creciente interés de la región por resolver sus propios problemas. Tras la incursión de Colombia en territorio ecuatoriano el pasado mes de marzo, fue la Cumbre del Grupo de Río la que desembocó en una declaración unánime, apretones de manos y abrazos. Cuando la secretaria de Estado Rice visitó la región tras el incidente, el presidente brasileño Inacio “Lula” da Silva le dijo que “las crisis diplomáticas suramericanas deben ser resueltas en la región”, y explicó que Brasil prevé crear un Consejo de Defensa Sudamericano. Dos meses después, los presidentes sudamericanos firmaron el tratado de la Unión de Naciones Suramericanas, UNASUR. Para bien o para mal, el liderazgo de Estados Unidos en la región ya no es tan bien recibido ni tan útil como podría haber sido en el pasado.

Los políticos estadounidenses han percibido estos cambios y han reconocido la capacidad limitada de su gobierno para adoptar un papel más activo en la región. Esto puede verse en la política no oficial de Estados Unidos de ignorar la retórica incendiaria de los líderes antiestadounidenses de la región. Aun cuando el gobierno colombiano difundió información que relacionaba al presidente venezolano Chávez con las FARC, la reacción de la administración fue sorprendentemente pasiva. De hecho, la declaración de Obama de que el apoyo a las FARC “debe ser sometido a la condena internacional, al aislamiento regional y —en caso necesario— a fuertes sanciones” fue mucho más enérgica que la de la administración actual.

Aunque algunos representantes republicanos, como Ileana Ros-Lehtinen y Connie Mack, han presentado recientemente una resolución del Congreso en la que se pide que Venezuela sea añadida a la Lista de Estados que Patrocinan el Terrorismo, la mayoría de los políticos parece coincidir en que lo mejor para los intereses de Estados Unidos es adoptar un papel menos destacado en la región. Un informe reciente del miembro del personal del senador Dodd para América Latina afirmaba que “las acciones de Estados Unidos son más enérgicas si se basan en los cimientos del apoyo regional. Sin este apoyo, las sanciones de Estados Unidos a Venezuela serían menos eficaces. De hecho, podrían ser contraproducentes.” El informe dice que si Hugo Chávez es declarado cómplice, la región actuará en interés de Estados Unidos aislando a Chávez y, por tanto, insta a los políticos a que “permitan que la dinámica regional siga su curso.”

No hay garantías de que pasando a un segundo plano y permitiendo que la región se ocupe de sus propios problemas produzca resultados que cumplan los objetivos de Estados Unidos. Pero ha quedado claro que Estados Unidos ha perdido su capacidad para actuar en su propio interés. Ahora que el conflicto colombiano desarrolla una dinámica internacional cada vez mayor, será aún más importante que los latinoamericanos elaboren una respuesta regional y que el proceso no peligre por una implicación excesiva de Estados Unidos. Al mismo tiempo, los políticos estadounidenses deben empezar a mantener conversaciones con sus homólogos colombianos para encontrar la mejor forma de que Estados Unidos invierta en el futuro de Colombia. Al hacerlo, Estados Unidos debe alentar y apoyar a Colombia en su búsqueda de una solución negociada a su prolongado conflicto. Replanteándose así sus políticas Estados Unidos servirá mejor a sus intereses y a los de la región.

BRASIL EN SUDAMÉRICA: DE LA INDIFERENCIA A LA HEGEMONÍA


Augusto Varas

La propuesta brasileña de crear un Consejo de Seguridad Sudamericano, enunciada después de la incursión militar colombiana en territorio ecuatoriano en marzo pasado, ha sido percibida como parte del desarrollo de un nuevo esquema de integración regional, que en el marco de un vacío hegemónico continental, se perfilaría como un espacio geopolítico más distante de EE.UU. e integrado en torno a Brasil.

La necesidad de crear un órgano común de defensa y seguridad sudamericano se fundamentaría en un juicio crítico de la Organización de Estados Americanos (OEA) como foro de prevención y resolución de conflictos dominado por los intereses de EE.UU., en este caso, aliado incondicional de Colombia.

A partir de este análisis de destacan las potencialidades y externalidades positivas que tendría para la región un acuerdo de este tipo. La importancia y proyección política de cada uno de los procesos reseñados ameritan un análisis en profundidad de sus principales elementos.

Iniciativas políticas e integración en América Latina

Una primera consideración de contexto remite a la exuberante ola de propuestas que recientemente asola la región la que con sus diferentes orientaciones distrae los diversos procesos integracionistas ya existentes. Pareciera que en la actualidad las cancillerías latinoamericanas, unas más que otras, rivalizan en generar nuevas propuestas integracionistas descuidando los procesos ya iniciados, los que no se encuentran en muy buen estado. Por ejemplo, el MERCOSUR, principal iniciativa regional de post-guerra fría, se encuentra en estado crítico producto de la ineficacia de sus instituciones para mantener “los objetivos comunes que impulsaron a los Estados parte a involucrarse en el proceso de integración regional y la consecuente pérdida de foco y de capacidad para jerarquizar los problemas de política subyacentes. Un problema clave del MERCOSUR hoy no es que se trate de una unión aduanera ‘incompleta’, sino que es también una precaria área de libre comercio”. Diagnósticos parecidos podrían realizarse respecto al SELA, la CAN y otras organizaciones regionales.

A esta pérdida de dinamismo de la más importante experiencia integracionista regional se le suma la vorágine de propuestas venezolanas en los más variados ámbitos: la Alternativa Bolivariana para América Latina y el Caribe (ALBA); el Tratado Comercial de los Pueblos (TCP); el Banco del Sur; la Organización del Tratado del Atlántico Sur (OTAS); el Ejército del ALBA; Petrocaribe, Petrosur y TeleSUR. En el caso de Brasil, emerge la propuesta de Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), además de su reciente iniciativa del Consejo de Seguridad Sudamericano. Si bien UNASUR ha sido formulada más en serio que las anteriores, el no contemplar vínculos de integración comercial la deja sin un vínculo clave entre las partes más allá de las voluntades políticas. Últimamente, para no quedarse atrás, el Presidente Correa de Ecuador ha propuesto una Organización de Estados Latinoamericanos en reemplazo de la OEA.

Desde un punto de vista interpretativo, las propuestas integracionistas que hoy día recorren América Latina no tienen un valor único en si mismas, más bien son instrumentales al posicionamiento político regional o global de quienes las formulan, por lo que su materialización y estabilidad a largo plazo es altamente aleatoria. En ningún caso se asemejan al proceso de integración europeo ni deben ser consideradas como proto-experiencias que van en la dirección que originalmente tomaron los acuerdos que crearon la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1952.

En este marco es posible entender la propuesta de Brasilia de un Consejo de Seguridad
Sudamericano.

La hegemonía brasileña en Sudamérica

Existen diversas visiones del papel de Brasil en la región. Por una parte, se ha considerado que aun cuando Brasil tendría un “liderazgo ambivalente”, “contestado por las aspiraciones de poder de Hugo Chávez” en Sudamérica, la percepción del “creciente papel de compromiso sudamericano” del Palácio do Planalto y su rol de “principal socio de la UE en la región” lo convertirían en el “líder natural sudamericano”.

Sin embargo, es posible analizar el papel de Brasil en la región desde una perspectiva diferente. En primer lugar, es necesario precisar conceptos. Un efectivo liderazgo de Brasil implicaría el reconocimiento de jefatura u orientación por parte de los países de la región, cosa que está lejos de suceder. Basta estudiar las duras y encontradas posiciones de los países convocados en torno a la sede de UNASUR, que terminaron por dejar la secretaria general en Quito y no en Río de Janeiro, así como el rechazo de México y Argentina a la aspiración brasileña de un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

La actual postura de Brasil es más bien de hegemonía regional, por lo que desarrolla cursos de acción en la perspectiva de lograr una clara supremacía sobre los otros estados y margina a competidores como México al limitar la propuesta integracionista a Sudamérica rompiendo con la idea de una sola América Latina. Recientemente algunos autores han caracterizado esta postura como de “hegemonía consensual – una aplicación oblicua de presión o la creación de condiciones de avanzada que permitirían que una futura política aparezca como motivada por el propio interés de otros países… [Esto] permitiría a Itamaratí enmascarar sus consistentes esfuerzos de estructurar las relaciones y organizaciones continentales en forma decisiva para los intereses brasileños”.

Esta versión “gramsciana” del rol regional de Brasil podría ser una buena metáfora, pero lo que aparece con nitidez detrás de ella es su nueva voluntad hegemónica en la región. Esta política es evidenciada, nuevamente, en el caso de MERCOSUR. Tal como se ha señalado antes de la emergencia de este concepto suave de hegemonía, “la participación brasileña en el MERCOSUR ha estado motivada más por consideraciones estratégicas de negociación internacional que por razones puramente comerciales de alcance regional. En parte esto explica la inclinación brasileña hacia una forma de integración del tipo ‘unión aduanera’, en oposición un área de libre comercio”.

La vieja postura brasileña de indiferencia hacia el norte y de rivalidad hacia el sur se ha transformado y organizado coherentemente durante las dos últimas administraciones estructurándose en torno a dos ejes. Por una parte, tiende a contener la presencia de EE.UU. y a jugar un rol global. Ejemplo de lo primero es la propuesta del Consejo de Seguridad Sudamericano, propuesta más diplomática para las relaciones con Washington que la de Quito de una OEA sin los EE.UU. Ilustración de lo segundo es la política de acceder a un asiento permanente en el Consejo de Seguridad, la reciente alianza estratégica con la Unión Europea8 y el consorcio sur-sur en conjunto con India y Sudáfrica (IBSA). A esto habría que sumarle su creciente proyección en África más allá de los países de habla portuguesa y en el Medio Oriente.

Analistas brasileños señalan que esta aspiración hegemónica es de larga data, la que se ha ido perfilando y adoptando un ritmo más seguro en los últimos años. Tal como se ha indicado: “Aun en el ámbito de las iniciativas diplomáticas para reiterar el compromiso con la integración regional, surgió la propuesta de constituir el Área de Libre Comercio Sudamericana (ALCSA) durante el gobierno de Itamar Franco, en contraposición a la propuesta de formación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA); el lanzamiento de la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana (IIRSA) desde el gobierno de Fernando Enrique Cardoso y, fi nalmente, la constitución en 2004, con Lula en la presidencia, de la Comunidad Sudamericana de Naciones (CSN), después denominada UNASUR, uniendo al MERCSUR con la Comunidad Andina.”.

De la misma forma, la ampliación del MERCOSUR a Chile y a la Comunidad Andina fue la contraoferta brasileña a los TLC con EE.UU. y otros países extra-regionales en el marco de la contención regional a la potencia del norte. Igualmente, su reticencia frente al ALCA y la apuesta por resolver los temas del proteccionismo en el marco de la Ronda de Doha muestran la nueva postura de post-guerra fría frente a los EE.UU. A pesar de estas fuertes tensiones, ellas no han limitado las inversiones extranjeras directas en Brasil, las que según The Economist sitúan a este país en segundo lugar en el mundo después de China.

Tampoco han impedido un exitoso acuerdo con los EE.UU. sobre biocombustibles lo que amplía la interlocución entre ambos países. Desde este ángulo, su política de acercamiento a Chávez puede ser vista desde ambas perspectivas, como un elemento más de su política hegemónica en el sur y, al mismo tiempo, como mecanismo de contención de los EE.UU. en la región.

A esta consolidada perspectiva del Planalto se le pueden agregar, como elementos asociados, los asentamientos humanos brasileños en las fronteras de Bolivia y Paraguay, así como los proyectos de integración física que el sector empresarial ha estudiado por largos años con los países limítrofes, implementación de los cuales el Presidente Lula ha apoyado resueltamente.

Para completar este panorama, a su poder económico, geografía y población, a su destacada diplomacia y agudo accionar político, se le ha sumado un determinante factor de poder: petróleo. Se ha estimado que “las reservas descubiertas en el campo marítimo Tupi equivaldrían a entre 5.000 y 8.000 millones de barriles de petróleo y gas. Esto es igual al 50% de las reservas que ese país encontró en los últimos 50 años. Estos valores lo convertirían en un exportador neto de petróleo a la altura de Venezuela”. Con este nuevo factor de poder en sus manos Brasil podrá controlar de mejor forma al díscolo Chávez, se convertirá en codiciado polo de inversiones internacionales y podrá establecer con holgura sus nuevas alianzas estratégicas mundiales.

Se podrá decir que este conjunto de factores de poder nacional no convierten a un país en potencia a menos que exista un liderzazo interno que proyecte esos recursos y los transforme en hegemonía. En el caso de Brasil, este liderazgo existe, tiene ancha base y larga data. Como lo reconoce un analista argentino, “existe en Brasil una clase dirigente dotada de cultura estratégica […] en cuyo seno la burguesía económica posee protagonismo nacional y vocación global. Esta singularidad explica por qué en el país con mayor capacidad autonómica de América del Sur el autarquismo no prospera, a la vez que su clase dirigente se esfuerza en establecer la mejor cohabitación posible entre lo nacional y lo global.

Este liderazgo interno es el que ha despertado al gigante dormido convirtiéndolo en actor hegemónico regional y nuevo jugador en el campo del poder internacional.

Un Consejo de Seguridad Sudamericano (CSS)

Tomando en consideración los elementos anteriormente reseñados es posible entrar a analizar más de cerca la propuesta del CSS. Esta sería una respuesta a la “necesidad de crear un órgano común de defensa y seguridad sudamericano”, región que no tendría un mecanismo de cooperación efectiva toda vez que el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) es inútil y el carácter mentado de la región como “zona de paz” es formal. Sus beneficios serían el operar con una definición amplia de seguridad; le daría a América Latina mayor protagonismo internacional al tener una estructura y capacidad militar propia; permitiría medidas de creación de confianza y ejercicios militares conjuntos; fortalecería el papel de mediación regional; y proporcionaría seguridad en las fronteras.

Un análisis pormenorizado de los supuestos antes señalados mostraría diferentes tonalidades. Por una parte, el TIAR (convocado sin efectos pertinentes después del 9/11) y las zonas de paz fueron iniciativas propias de la guerra fría que no tenían por qué operar después del término de las situaciones que le dieron origen. Pedirles una funcionalidad contemporánea sería descontextualizarlas. Por otra parte, no está claro que el incluir una definición amplia de seguridad contribuya a la estabilidad y paz en el hemisferio. Por el contrario, este es un factor de inseguridad e inestabilidad toda vez que la militarización que se le asocia es contradictoria con la inspiración inicial de la misma.

Esta ampliación conceptual, justificada por la acción terrorista del 9/11 del 2001, no debería consolidarse y, por el contrario, debería dar lugar a una desmilitarización de la cooperación civil en las áreas de competencia que le corresponden. El posible protagonismo internacional que este CSS le permitiría a la región es igualmente dudoso. La posibilidad de generar a partir del este Consejo una fuerza militar sudamericana, en el contexto de la dispersión política existente y de las resistencias a la hegemonía brasileña, sería menor que la del conjunto de propuestas integracionistas antes mencionadas. Por otra parte, el exitoso desarrollo de medidas de confianza mutua en la región sudamericana ha sido posible en un marco bilateral y no tiene por qué esperar o estar condicionado por un mecanismo como un CSS. La creación de la brigada conjunta argentino-chilena, “Cruz del Sur”, es una ilustración de este exitoso proceso. Finalmente, la mediación regional (OIEA y Grupo de Río) ha mostrado sus buenos resultados durante la última crisis colombo-ecuatoriana proporcionando mayor seguridad en las fronteras.

Las amenazas, según Washington

Un actor disfuncional en este espacio son los EE.UU. quienes tienen malos antecedentes en América Latina. Sus políticas intervencionistas, proteccionistas, unilateralistas y coercitivas no han generado muchas simpatías en la región. Con todo, las posibilidades de ingresar a su mercado interno ha sido un buen incentivo para que muchos países latinoamericanos estén interesados o hayan firmado TLCs con los EE.UU. los que no lo están, como Brasil, esperan resolver sus temas de acceso vía Ronda de Doha.

En el ámbito de la seguridad hemisférica su actual política –inspirada en una concepción “amplia” de seguridad- es quizás mucho más negativa. De acuerdo a su visión de los temas regionales, las principales amenazas a la seguridad hemisférica son el crimen organizado, las bandas criminales y el tráfico ilegal de drogas. Para enfrentar estas amenazas, en el mes de abril se ha implementado en el marco del Comando Sur un ‘Comando Interagencial de Seguridad Conjunto’, que se involucrará en temas que van desde el desarrollo económico de largo plazo hasta el comercio y la seguridad pública, coordinando todas las agencias estadounidenses relevantes, incluyendo las no militares que operan en la región.

Esta concentración y centralización de funciones de orden interno en las instituciones castrenses tiene como efecto la militarización de los temas civiles y, simultáneamente, la desprofesionalización de las fuerzas armadas ocupadas en cuestiones que no son de su competencia y para los cuales no tienen el entrenamiento ni los medios correspondientes. Aun cuando los temas migratorios, de droga y criminalidad son asuntos de importancia regional ellos deben ser enfrentados por instituciones civiles especializadas, particularmente las policías, las que requieren un fuerte apoyo y profesionalización previniendo su erosión por la competencia militar que invade sus espacios.

Estas definiciones ideológicas y unilaterales de los temas de seguridad regional no permiten enfrentar los reales temas que exigen respuestas inmediatas para prevenir inestabilidades en el campo estratégico regional. Esto es, la necesidad de tratar regional y multilateralmente la crisis interna colombiana y su extensión por sobre las fronteras vecinales, tal como se vio recientemente en el conflicto colombo-ecuatoriano; el fracaso de la política estadounidense de erradicación de la droga; el manejo colectivo de la potencial crisis Venezuela-Guyana en la cual los EE.UU. se encuentran involucrados; los crecientes niveles de compra de armamento en la región; el tráfico de armas pequeñas y la falta de control de estos flujos desde los EE.UU.; la reforma policial; así como los nuevos desarrollos nucleares y su uso militar.

Mas grave aún ha sido su evidente apoyo logístico y de inteligencia en la violación del territorio ecuatoriano por parte de Colombia, introduciendo por primera vez en la región la política de la acción preventiva que Washington implementa en su lucha mundial contra el terrorismo.

El principal problema de seguridad hemisférico, entonces, es cómo contener y evitar la implementación de estas equivocadas políticas estadounidenses en la región. Descartada la opción de un equilibrio militar EE.UU. / América Latina, el único camino transitable para “reducir paulatinamente la influencia militar de EE.UU. y sus bases en Sudamérica sin desafiar abiertamente su hegemonía” es la opción política y esta no puede jugarse en otros ámbitos que no sean los entes multilaterales. Si dentro de estos marcos los EE.UU. son difíciles de contener, fuera de los mismos los EE.UU. serían un peligro sin límite alguno reproduciéndose el tipo de alianzas bilaterales que hoy día exhibe con Colombia.

El espacio de acción de EE.UU. en la OEA, si bien en algunos momentos ha sido muy amplio obstaculizando el normal desarrollo de las relaciones hemisféricas, puede contenerse por una coalición intra-latinoamericana en su seno alineándola junto a la mayoría, tal como sucedió en la última elección de secretario general. En este marco la OEA tiene un papel central que cumplir. La organización hemisférica ha desempeñado y sigue cumpliendo un papel crucial en la resolución y estabilización de las relaciones colombo-ecuatorianas. La resolución de la OEA consensuada el 5 de marzo, condenando la incursión colombiana, puso fin al conflicto. Esta fue ratificada por el Grupo de Río, dos días después, en el marco de una reunión en Santo Domingo citada con anterioridad al conflicto, y a la que no asistió el Presidente Lula, para tratar otros temas como la energía, desastres naturales y desarrollo.

Posteriormente, la misión del Secretario General de inspeccionar in situ la incursión colombiana y auditar independientemente la situación creada, muestran el valor de esta instancia para la resolución de conflictos y el control de las tensiones. Asimismo, la estructura permanente que posee la organización para tratar estos temas la constituyen en el ámbito natural y privilegiado para tratarlos, lo que habría que preservar y fortalecer. Tal como se reconoce, “hoy, la Comisión de Seguridad Hemisférica que opera en el seno de la OEA es el único foro continental en materia de seguridad y defensa”.

Por tales razones, la desintitucionalización de las relaciones hemisféricas de seguridad generando instancias de resolución informales como son los encuentros de ministros de defensa (muchos de los cuales son militares) o proponiendo nuevas fórmulas, con la CSS, no debieran prosperar toda vez que erosionan y debilitan las instancias formales que tienen un rol clave en la gestión multilateral de la seguridad hemisférica.

Brasil y la seguridad regional

De este análisis puede concluirse que la propuesta brasileña de una CSS es parte de una política multidimensional y global que tiene por objetivo lograr tener un rol preponderante en el mundo y supremacía en la región. Esta opción se ve favorecida por la actual evolución de la política internacional toda vez que, como se ha reconocido últimamente, el sistema global ya no es “multi” ni “unipolar” sino que simplemente “no polar”, en el cual existen muchos centros de poder entre los cuales se cuentan entidades que no son estados-naciones, los que han perdido el monopolio del poder y, en algunos ámbitos, preeminencia.

En suma, hoy en día “el poder se encuentra en muchas manos y muchos lugares”. En este contexto, la opción brasileña de desempeñar un papel global tiene altas posibilidades de realización y para ello debe subordinar a las contrapartes sudamericanas. En este sentido, su propuesta de crear un CSS –la que obviamente quedaría bajo su hegemonía—es consistente con su política de lograr superioridad en materia de seguridad convirtiéndose en una potencia militar. El reciente acuerdo de desarrollo de submarinos nucleares con ayuda de Francia así lo ilustra.

Esta política es coincidente con los propósitos de “promover la cooperación en equipos y armas y, en particular, ampliar el mercado regional para la industria bélica de Brasil [y serviría] de plataforma y legitimación colectiva para la aspiración de Brasil de convertirse en miembro permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas”. A la vez, es una inteligente repuesta que bloquearía la propuesta venezolana de crear un Ejército del ALBA.

En síntesis, con esta propuesta de crear una CSS, Brasil se presenta como potente actor emergente en un mundo no-polar y ha dado un paso más en su proyecto de potencia hegemónica en Sudamérica. La Unión Europea, en flagrante contradicción con sus orientaciones multilateralistas, pragmáticamente ha reconocido este hecho al firmar en mayo de 2007 el acuerdo bilateral de asociación estratégica UE-Brasil.