Jose Antonio Sanahuja
AMÉRICA LATINA, EUROPA Y LA CONSTRUCCIÓN DEL "OTRO"
¿Existe América Latina? Desde Europa, ésa es una pregunta retórica. En el imaginario colectivo de una Europa poco proclive a apreciar diferencias a la hora de construir la imagen del "Otro", América Latina se presenta como evidente unidad cultural y (casi) lingüística, y ésos son elementos que aún son importantes para los europeos en la construcción de los estados nacionales y de las identidades individuales y colectivas. Además, en la cultura política europea suele subrayarse lo que une a la región, más que lo que la separa: su historia compartida, desde la Colonia a las repúblicas criollas; la resistencia frente al imperialismo de Estados Unidos, y los problemas comunes de inestabilidad política, caudillismo y populismo, y pobreza y polarización social. Se puede alegar que esta visión, aunque integra hechos reales e interpretaciones históricas ajustadas, también contiene mitos, estereotipos y simplificaciones alimentados por la distancia y el desconocimiento. Igualmente, se podría afirmar que los europeos no siempre saben valorar las fuerzas centrípetas que actúan en América Latina, y en particular el peso de unos nacionalismos distintos a los suyos, ni el papel que éstos tienen en la conformación de la geografía política y las identidades nacionales de la región. Sea mito o realidad, o ambas cosas a la vez, esa visión se ha integrado en los "mapas mentales" de los europeos, que ven a América Latina como unidad histórica y política, con problemas e intereses comunes, y como región abocada a actuar conjuntamente frente al mundo exterior.
Esa visión, sin embargo, no es sólo una construcción europea. Debe mucho a los propios latinoamericanos, pues integra las ideologías y proyectos políticos nacionalistas y antiimperialistas que la región ha proyectado al exterior en dos siglos de historia independiente. En muchos aspectos, el anticolonialismo y el antiimperialismo han contribuido a definir tanto la identidad común de los latinoamericanos como las visiones europeas de América Latina. Pero también han dejado otras huellas. En Europa, el sentimiento antiestadounidense y el rechazo a la política exterior de Washington que impregna la cultura política de la izquierda y de sectores de centro responde, entre otras motivaciones, al rechazo a las intervenciones de los años ochenta en América Central; al apoyo estadounidense a los golpes militares, las dictaduras y los regímenes de "seguridad nacional" de décadas anteriores, y a la solidaridad con las víctimas de las dictaduras, incluyendo líderes, militantes o parlamentarios latinoamericanos que mantenían relaciones con partidos europeos en sus respectivas "internacionales".
Todo esto ha tenido consecuencias políticas directas. Hasta los años ochenta, los gobiernos europeos se habían mantenido alejados de América Latina, pero el riesgo de escalada de la intervención estadounidense en América Central favoreció el acercamiento con la Comunidad Europea, y la concertación política latinoamericana, en la que se originó el Grupo de Rio. A partir de ello, ha surgido una argumentación que explica el papel de Europa en América Latina como un "contrapeso" de Estados Unidos, y la relación entre ambas regiones como búsqueda de "autonomía" o "diversificación". Veinte años después, este argumento sigue vivo, aunque ahora se utiliza para justificar los acuerdos comerciales con Europa, en respuesta al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), o la defensa del sistema multilateral frente a la política exterior hegemónica de Estados Unidos tras el 11 de septiembre de 2001.
PROMOCIÓN DEL REGIONALISMO: AMÉRICA LATINA COMO "ESPEJO"
La Unión Europea (UE) ha querido ver en América Latina un "espejo" de su experiencia de integración, tanto en el plano económico como político. Una de las diferencias más marcadas entre Europa y los impulsores del "Consenso de Washington" ha sido el apoyo europeo a la integración regional. La racionalidad económica en la que inicialmente se basó ese apoyo dio paso, a principios de los noventa, a un "nuevo regionalismo" que pretende responder a la globalización, a través de la integración económica pero también política, incluida la política exterior. Ello responde a concepciones "posmodernas" o "poswestfalianas" de la soberanía, y a una visión del sistema internacional en la que el poder, que depende en menor medida de la fuerza militar, se ha distribuido entre un número mayor de actores, y se debilita la soberanía estatal por efecto de la globalización. En este escenario, el regionalismo y el multilateralismo constituyen las mejores vías para asegurar la gobernanza del sistema internacional y asegurar la provisión de "bienes públicos globales". Por esas razones, la UE, como global player, está interesada en la formación de grupos regionales fuertes, con capacidad de actuar en la economía y la política internacional, y en una mayor cooperación "interregional" entre dichos grupos.
Sin embargo, existe un marcado contraste entre las aspiraciones europeas de una América Latina que actúe como región, y el limitado alcance de la concertación política latinoamericana. La UE siempre ha buscado un interlocutor "regional" capaz de representar y hablar en nombre de toda América Latina (en este caso no se trata de Kissinger, sino de Bruselas, que busca a "alguien que atienda el teléfono"). A primera vista, a esa demanda respondería el diálogo ministerial UE-Grupo de Rio, iniciado en 1990, y desde 1999 las "cumbres" de jefes de Estado que se celebran cada dos años, con la que se ha creado una "asociación estratégica". Sin embargo, el escaso alcance de la concertación política latinoamericana debilita ese foro. Según un diplomático europeo, "los latinoamericanos no han hecho la tarea, y en lo poco que se ponen de acuerdo, parece que se debe más a la convocatoria de la Cumbre que al interés propio". Ante la falta de una instancia regional capaz de planificar y ejecutar programas, la Comisión privilegia a actores descentralizados -- gobiernos locales, universidades, etc. -- a la hora de diseñar y ejecutar la estrategia de cooperación regional. Más significativo es el rechazo de algunos gobiernos latinoamericanos de ese programa regional, que no controlan, y que desearían ver subsumido a la ayuda bilateral de la UE, para captar así más recursos para sus propios países.
CRISIS E INCERTIDUMBRE EN LA INTEGRACIÓN REGIONAL
A mediados de los noventa, el diseño de una estrategia latinoamericana de la UE que pretendiera ser realista suponía reconocer los nuevos intereses económicos en América Latina; asumir el riesgo para los intereses europeos que planteaba el ALCA; considerar la heterogeneidad de la región y partir del verdadero mapa de la integración del "nuevo regionalismo" latinoamericano. En ese mapa, había distintos agrupamientos subregionales -- la reactivación de la integración centroamericana y andina, y el Mercosur -- , países que optaron por América del Norte -- México -- , o el camino separado seguido por Chile.
Con esas bases, entre 1994 y 1995 el Consejo de la UE aprobó una estrategia que pretendía promover acuerdos recíprocos de libre comercio y diálogo político con los mercados emergentes de México, Chile y el Mercosur, en los que existían mayores intereses económicos y, en el caso de México, el incentivo inmediato de su incorporación al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). En una posición menos favorable quedaban los países centroamericanos y andinos, que no eran atractivos desde el punto de vista económico, y, según la Comisión Europea, no podrían soportar acuerdos de libre comercio. Para estos últimos tan sólo se ofrecía ayuda financiera y preferencias comerciales no recíprocas. Los "Acuerdos de asociación" y las respectivas áreas de libre comercio entre la UE y México (2000) y Chile (2002) son el resultado de esta estrategia. Tienen gran importancia, pues nunca antes se habían hecho tantas concesiones en cuanto al acceso a los respectivos mercados.
Diez años después, las circunstancias son distintas y esa estrategia está en tela de juicio. Inciden factores globales, como el futuro incierto de las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que dificulta la firma de nuevos acuerdos subregionales, y en especial el que se negocia desde hace 10 años entre la UE y el Mercosur; hemisféricos, como el estancamiento del ALCA y la estrategia estadounidense de "ALCA a trozos", con acuerdos comerciales bilaterales con América Central o algunos países andinos; y factores regionales, en particular los magros resultados de 15 años de integración y las incertidumbres respecto a su futuro. Lo que se ha gestado en América Latina es un regionalismo "ligero", que emana de concepciones clásicas de la soberanía, rechaza las instituciones fuertes y la supranacionalidad y cree más eficaz el marco intergubernamental; un regionalismo "disperso" en el que se negocia en muchos frentes a la vez, y "elitista", pues no tiene el apoyo de la población y no existe esa identidad común, por incipiente que sea, que es importante en todo marco regionalista.
Además, no hay proyectos claros ni visiones de consenso. Coexisten posiciones exageradamente escépticas, el optimismo más voluntarista y comportamientos oportunistas. Entre los optimistas, hay quienes confían en el futuro de la Comunidad Sudamericana de Naciones (CSN), o en proyectos con impronta "bolivariana" en el ámbito de la energía y la infraestructura física. También se afirma que el Mercosur puede superar su crisis y dotarse de instituciones supranacionales y normas vinculantes; que reconstruirá la unión aduanera y avanzará hacia un verdadero mercado único, con políticas comunes y mecanismos para afrontar asimetrías y promover la cohesión social. En el caso de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) se llega a afirmar que la negociación con Estados Unidos podría ser el "federador externo". Ante la objeción de que todo esto no es sino retórica y voluntarismo, se aduce que ahora hay posibilidades de éxito debido a la afinidad de los líderes de Brasil, Argentina y Uruguay; al impulso de Venezuela; al estancamiento del ALCA, y a la convergencia del Mercosur y la CAN, que en diez años podría dar lugar a un área de libre comercio sudamericana.
Pero también hay quien ve las cosas con más escepticismo, y llega a hablar abiertamente de "crisis" de la integración. Esa percepción parte de la escasa concreción de las propuestas de la CSN y las dificultades aparecidas en las negociaciones comerciales entre el Mercosur y la CAN, que son la espina dorsal de este proyecto. También se basa en la crisis del Mercosur, cuya unión aduanera se ha ido deteriorando en los últimos años como resultado de medidas unilaterales, la primacía de intereses nacionales y el impacto de crisis financieras; en las dudas sobre el verdadero interés de Brasil en el proceso; a las vicisitudes de la integración centroamericana, cuya reactivación se debe al "catalizador" externo del CAFTA. Asimismo, en la crisis recurrente de la CAN, con una estructura institucional desacreditada, y compromisos y calendarios para establecer la unión aduanera que se incumplen de manera reiterada. En este último grupo, la inestabilidad de Ecuador y Bolivia es también motivo de dudas. Por último, hay que destacar la política estadounidense, que tiene efectos disgregadores al enfrentar a Venezuela y Colombia, y aislar a Venezuela y Bolivia. Esta última cuestión es crucial, pues de estos acuerdos depende el futuro de la Comunidad Andina de Naciones.
LAS DUDAS DE BRUSELAS: ¿QUÉ ES LO QUE QUIEREN LOS LATINOAMERICANOS?
A veces se afirma que la política de la UE "fragmenta" a América Latina, pero de lo señalado anteriormente se deduce que esa política, aunque ha respondido a los intereses europeos, también ha intentado responder a las opciones de los gobiernos latinoamericanos. En ese contexto, el compromiso de la UE con la integración debería estar fuera de duda; además, la expectativa mayoritaria es que la siga apoyando, ya que, si deja de hacerlo, ¿qué otro actor externo lo hará?
Sin embargo, en Bruselas y en algunas capitales europeas parece haber cundido el desánimo y la desorientación respecto a cómo prestar ese apoyo. Hasta ahora, la política de la UE se ha basado en el respaldo a las instituciones de la integración y la constitución de uniones aduaneras, a través de la ayuda financiera y del "incentivo" de los acuerdos de asociación. La desilusión sobre dicha estrategia no debe sorprender. Obviamente, ello presupone que los países latinoamericanos estén comprometidos con sus propios procesos de integración, pero a veces no es así, y si esos procesos se atascan, la política de la UE se ve abocada a esa misma situación. Aunque el estancamiento de las negociaciones UE-Mercosur responde, en primera instancia, a insuficientes ofertas de acceso al mercado, también se debe al hecho de que este grupo es una unión aduanera imperfecta en la que no está garantizada la libre circulación, y algunos de los socios no tienen un compromiso claro. Por otro lado, los países andinos reclaman un acuerdo de asociación similar, pero parecen incapaces de establecer la unión aduanera, en la que la Comisión Europea ya ha invertido varios millones de euros. Algunos líderes de este grupo, como el presidente Alejandro Toledo, de Perú, declaran solemnemente su respaldo a la integración andina, pero acuden presurosos a negociar con Estados Unidos, y al viajar a Europa les falta tiempo para pedir un acuerdo de libre comercio UE-Perú, al margen de la CAN. Venezuela, por su parte, ha solicitado su adhesión como miembro pleno del Mercosur, en una audaz maniobra política que, sin embargo, plantea múltiples dudas desde la perspectiva de la integración económica y de la propia supervivencia de la CAN. Como es lógico, Bruselas se muestra escéptica y a veces perpleja; se pregunta legítimamente qué es lo que quieren los latinoamericanos, se muestra cada vez más exigente, y pone condiciones. En la III Cumbre de Jefes de Estado (Guadalajara, México, 2004) la UE estableció que los acuerdos con la CAN y América Central estarán supeditados a una "evaluación conjunta" de esos procesos de integración. Finalmente, la CSN es aún un proyecto muy incipiente como para comprometer el apoyo de la Unión Europea.
A partir de esta situación, algunos actores han señalado que la UE debería cambiar de estrategia: de una vez por todas se debería asumir que América Latina, como concepto y realidad, "ha fracasado"; certificar la defunción de la integración latinoamericana, y abandonar a su suerte a las instituciones regionales, a favor de una nueva política que en lo comercial remita al marco de la OMC; y en lo político, a una relación bilateral en la que se privilegie a ciertos socios estratégicos o "países ancla", a los que se daría un trato privilegiado como interlocutores políticos, legitimando liderazgos subregionales. Esta estrategia, no obstante, es muy incierta, no resuelve el problema y tendría grandes costos, pues deslegitimaría anteriores actuaciones de la UE y provocaría el rechazo de otros países.
Otros actores, sin embargo, plantean que se puede salir de este atolladero mediante una estrategia de integración ampliada, que no esté supeditada a la evolución de los compromisos comerciales. En esa estrategia se daría más apoyo a la convergencia CAN-Mercosur, que puede ser la base de una entidad económica sudamericana menos ambiciosa en su diseño, pero más factible, al no asumir objetivos tan difíciles como la unión aduanera o la supranacionalidad. A la integración de la infraestructura física; a una agenda de diálogo y cooperación política más amplia que vincule el regionalismo y la gobernanza democrática, la seguridad regional y la prevención de conflictos; a la gestión de otras interdependencias que afectan el desarrollo regional y local, como la cooperación transfronteriza; la gestión común de cuencas hídricas y espacios naturales; las redes regionales de ciudades; el desarrollo de proyectos turísticos; la reducción y mitigación de riesgos ante desastres, y la creación de una identidad y de una cultura integracionista, hasta ahora patrimonio tan sólo de las élites políticas y académicas, mediante programas de cooperación que favorezcan la formación de redes regionales de la sociedad civil.
En suma, América Latina debería ser consciente de que la UE está definiendo sus opciones, y la respuesta va a depender, en buena medida, de que la región defina claramente qué desea ser, cómo quiere ser vista, y qué quiere hacer con su propia integración.
AMÉRICA LATINA, EUROPA Y LA CONSTRUCCIÓN DEL "OTRO"
¿Existe América Latina? Desde Europa, ésa es una pregunta retórica. En el imaginario colectivo de una Europa poco proclive a apreciar diferencias a la hora de construir la imagen del "Otro", América Latina se presenta como evidente unidad cultural y (casi) lingüística, y ésos son elementos que aún son importantes para los europeos en la construcción de los estados nacionales y de las identidades individuales y colectivas. Además, en la cultura política europea suele subrayarse lo que une a la región, más que lo que la separa: su historia compartida, desde la Colonia a las repúblicas criollas; la resistencia frente al imperialismo de Estados Unidos, y los problemas comunes de inestabilidad política, caudillismo y populismo, y pobreza y polarización social. Se puede alegar que esta visión, aunque integra hechos reales e interpretaciones históricas ajustadas, también contiene mitos, estereotipos y simplificaciones alimentados por la distancia y el desconocimiento. Igualmente, se podría afirmar que los europeos no siempre saben valorar las fuerzas centrípetas que actúan en América Latina, y en particular el peso de unos nacionalismos distintos a los suyos, ni el papel que éstos tienen en la conformación de la geografía política y las identidades nacionales de la región. Sea mito o realidad, o ambas cosas a la vez, esa visión se ha integrado en los "mapas mentales" de los europeos, que ven a América Latina como unidad histórica y política, con problemas e intereses comunes, y como región abocada a actuar conjuntamente frente al mundo exterior.
Esa visión, sin embargo, no es sólo una construcción europea. Debe mucho a los propios latinoamericanos, pues integra las ideologías y proyectos políticos nacionalistas y antiimperialistas que la región ha proyectado al exterior en dos siglos de historia independiente. En muchos aspectos, el anticolonialismo y el antiimperialismo han contribuido a definir tanto la identidad común de los latinoamericanos como las visiones europeas de América Latina. Pero también han dejado otras huellas. En Europa, el sentimiento antiestadounidense y el rechazo a la política exterior de Washington que impregna la cultura política de la izquierda y de sectores de centro responde, entre otras motivaciones, al rechazo a las intervenciones de los años ochenta en América Central; al apoyo estadounidense a los golpes militares, las dictaduras y los regímenes de "seguridad nacional" de décadas anteriores, y a la solidaridad con las víctimas de las dictaduras, incluyendo líderes, militantes o parlamentarios latinoamericanos que mantenían relaciones con partidos europeos en sus respectivas "internacionales".
Todo esto ha tenido consecuencias políticas directas. Hasta los años ochenta, los gobiernos europeos se habían mantenido alejados de América Latina, pero el riesgo de escalada de la intervención estadounidense en América Central favoreció el acercamiento con la Comunidad Europea, y la concertación política latinoamericana, en la que se originó el Grupo de Rio. A partir de ello, ha surgido una argumentación que explica el papel de Europa en América Latina como un "contrapeso" de Estados Unidos, y la relación entre ambas regiones como búsqueda de "autonomía" o "diversificación". Veinte años después, este argumento sigue vivo, aunque ahora se utiliza para justificar los acuerdos comerciales con Europa, en respuesta al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), o la defensa del sistema multilateral frente a la política exterior hegemónica de Estados Unidos tras el 11 de septiembre de 2001.
PROMOCIÓN DEL REGIONALISMO: AMÉRICA LATINA COMO "ESPEJO"
La Unión Europea (UE) ha querido ver en América Latina un "espejo" de su experiencia de integración, tanto en el plano económico como político. Una de las diferencias más marcadas entre Europa y los impulsores del "Consenso de Washington" ha sido el apoyo europeo a la integración regional. La racionalidad económica en la que inicialmente se basó ese apoyo dio paso, a principios de los noventa, a un "nuevo regionalismo" que pretende responder a la globalización, a través de la integración económica pero también política, incluida la política exterior. Ello responde a concepciones "posmodernas" o "poswestfalianas" de la soberanía, y a una visión del sistema internacional en la que el poder, que depende en menor medida de la fuerza militar, se ha distribuido entre un número mayor de actores, y se debilita la soberanía estatal por efecto de la globalización. En este escenario, el regionalismo y el multilateralismo constituyen las mejores vías para asegurar la gobernanza del sistema internacional y asegurar la provisión de "bienes públicos globales". Por esas razones, la UE, como global player, está interesada en la formación de grupos regionales fuertes, con capacidad de actuar en la economía y la política internacional, y en una mayor cooperación "interregional" entre dichos grupos.
Sin embargo, existe un marcado contraste entre las aspiraciones europeas de una América Latina que actúe como región, y el limitado alcance de la concertación política latinoamericana. La UE siempre ha buscado un interlocutor "regional" capaz de representar y hablar en nombre de toda América Latina (en este caso no se trata de Kissinger, sino de Bruselas, que busca a "alguien que atienda el teléfono"). A primera vista, a esa demanda respondería el diálogo ministerial UE-Grupo de Rio, iniciado en 1990, y desde 1999 las "cumbres" de jefes de Estado que se celebran cada dos años, con la que se ha creado una "asociación estratégica". Sin embargo, el escaso alcance de la concertación política latinoamericana debilita ese foro. Según un diplomático europeo, "los latinoamericanos no han hecho la tarea, y en lo poco que se ponen de acuerdo, parece que se debe más a la convocatoria de la Cumbre que al interés propio". Ante la falta de una instancia regional capaz de planificar y ejecutar programas, la Comisión privilegia a actores descentralizados -- gobiernos locales, universidades, etc. -- a la hora de diseñar y ejecutar la estrategia de cooperación regional. Más significativo es el rechazo de algunos gobiernos latinoamericanos de ese programa regional, que no controlan, y que desearían ver subsumido a la ayuda bilateral de la UE, para captar así más recursos para sus propios países.
CRISIS E INCERTIDUMBRE EN LA INTEGRACIÓN REGIONAL
A mediados de los noventa, el diseño de una estrategia latinoamericana de la UE que pretendiera ser realista suponía reconocer los nuevos intereses económicos en América Latina; asumir el riesgo para los intereses europeos que planteaba el ALCA; considerar la heterogeneidad de la región y partir del verdadero mapa de la integración del "nuevo regionalismo" latinoamericano. En ese mapa, había distintos agrupamientos subregionales -- la reactivación de la integración centroamericana y andina, y el Mercosur -- , países que optaron por América del Norte -- México -- , o el camino separado seguido por Chile.
Con esas bases, entre 1994 y 1995 el Consejo de la UE aprobó una estrategia que pretendía promover acuerdos recíprocos de libre comercio y diálogo político con los mercados emergentes de México, Chile y el Mercosur, en los que existían mayores intereses económicos y, en el caso de México, el incentivo inmediato de su incorporación al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). En una posición menos favorable quedaban los países centroamericanos y andinos, que no eran atractivos desde el punto de vista económico, y, según la Comisión Europea, no podrían soportar acuerdos de libre comercio. Para estos últimos tan sólo se ofrecía ayuda financiera y preferencias comerciales no recíprocas. Los "Acuerdos de asociación" y las respectivas áreas de libre comercio entre la UE y México (2000) y Chile (2002) son el resultado de esta estrategia. Tienen gran importancia, pues nunca antes se habían hecho tantas concesiones en cuanto al acceso a los respectivos mercados.
Diez años después, las circunstancias son distintas y esa estrategia está en tela de juicio. Inciden factores globales, como el futuro incierto de las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que dificulta la firma de nuevos acuerdos subregionales, y en especial el que se negocia desde hace 10 años entre la UE y el Mercosur; hemisféricos, como el estancamiento del ALCA y la estrategia estadounidense de "ALCA a trozos", con acuerdos comerciales bilaterales con América Central o algunos países andinos; y factores regionales, en particular los magros resultados de 15 años de integración y las incertidumbres respecto a su futuro. Lo que se ha gestado en América Latina es un regionalismo "ligero", que emana de concepciones clásicas de la soberanía, rechaza las instituciones fuertes y la supranacionalidad y cree más eficaz el marco intergubernamental; un regionalismo "disperso" en el que se negocia en muchos frentes a la vez, y "elitista", pues no tiene el apoyo de la población y no existe esa identidad común, por incipiente que sea, que es importante en todo marco regionalista.
Además, no hay proyectos claros ni visiones de consenso. Coexisten posiciones exageradamente escépticas, el optimismo más voluntarista y comportamientos oportunistas. Entre los optimistas, hay quienes confían en el futuro de la Comunidad Sudamericana de Naciones (CSN), o en proyectos con impronta "bolivariana" en el ámbito de la energía y la infraestructura física. También se afirma que el Mercosur puede superar su crisis y dotarse de instituciones supranacionales y normas vinculantes; que reconstruirá la unión aduanera y avanzará hacia un verdadero mercado único, con políticas comunes y mecanismos para afrontar asimetrías y promover la cohesión social. En el caso de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) se llega a afirmar que la negociación con Estados Unidos podría ser el "federador externo". Ante la objeción de que todo esto no es sino retórica y voluntarismo, se aduce que ahora hay posibilidades de éxito debido a la afinidad de los líderes de Brasil, Argentina y Uruguay; al impulso de Venezuela; al estancamiento del ALCA, y a la convergencia del Mercosur y la CAN, que en diez años podría dar lugar a un área de libre comercio sudamericana.
Pero también hay quien ve las cosas con más escepticismo, y llega a hablar abiertamente de "crisis" de la integración. Esa percepción parte de la escasa concreción de las propuestas de la CSN y las dificultades aparecidas en las negociaciones comerciales entre el Mercosur y la CAN, que son la espina dorsal de este proyecto. También se basa en la crisis del Mercosur, cuya unión aduanera se ha ido deteriorando en los últimos años como resultado de medidas unilaterales, la primacía de intereses nacionales y el impacto de crisis financieras; en las dudas sobre el verdadero interés de Brasil en el proceso; a las vicisitudes de la integración centroamericana, cuya reactivación se debe al "catalizador" externo del CAFTA. Asimismo, en la crisis recurrente de la CAN, con una estructura institucional desacreditada, y compromisos y calendarios para establecer la unión aduanera que se incumplen de manera reiterada. En este último grupo, la inestabilidad de Ecuador y Bolivia es también motivo de dudas. Por último, hay que destacar la política estadounidense, que tiene efectos disgregadores al enfrentar a Venezuela y Colombia, y aislar a Venezuela y Bolivia. Esta última cuestión es crucial, pues de estos acuerdos depende el futuro de la Comunidad Andina de Naciones.
LAS DUDAS DE BRUSELAS: ¿QUÉ ES LO QUE QUIEREN LOS LATINOAMERICANOS?
A veces se afirma que la política de la UE "fragmenta" a América Latina, pero de lo señalado anteriormente se deduce que esa política, aunque ha respondido a los intereses europeos, también ha intentado responder a las opciones de los gobiernos latinoamericanos. En ese contexto, el compromiso de la UE con la integración debería estar fuera de duda; además, la expectativa mayoritaria es que la siga apoyando, ya que, si deja de hacerlo, ¿qué otro actor externo lo hará?
Sin embargo, en Bruselas y en algunas capitales europeas parece haber cundido el desánimo y la desorientación respecto a cómo prestar ese apoyo. Hasta ahora, la política de la UE se ha basado en el respaldo a las instituciones de la integración y la constitución de uniones aduaneras, a través de la ayuda financiera y del "incentivo" de los acuerdos de asociación. La desilusión sobre dicha estrategia no debe sorprender. Obviamente, ello presupone que los países latinoamericanos estén comprometidos con sus propios procesos de integración, pero a veces no es así, y si esos procesos se atascan, la política de la UE se ve abocada a esa misma situación. Aunque el estancamiento de las negociaciones UE-Mercosur responde, en primera instancia, a insuficientes ofertas de acceso al mercado, también se debe al hecho de que este grupo es una unión aduanera imperfecta en la que no está garantizada la libre circulación, y algunos de los socios no tienen un compromiso claro. Por otro lado, los países andinos reclaman un acuerdo de asociación similar, pero parecen incapaces de establecer la unión aduanera, en la que la Comisión Europea ya ha invertido varios millones de euros. Algunos líderes de este grupo, como el presidente Alejandro Toledo, de Perú, declaran solemnemente su respaldo a la integración andina, pero acuden presurosos a negociar con Estados Unidos, y al viajar a Europa les falta tiempo para pedir un acuerdo de libre comercio UE-Perú, al margen de la CAN. Venezuela, por su parte, ha solicitado su adhesión como miembro pleno del Mercosur, en una audaz maniobra política que, sin embargo, plantea múltiples dudas desde la perspectiva de la integración económica y de la propia supervivencia de la CAN. Como es lógico, Bruselas se muestra escéptica y a veces perpleja; se pregunta legítimamente qué es lo que quieren los latinoamericanos, se muestra cada vez más exigente, y pone condiciones. En la III Cumbre de Jefes de Estado (Guadalajara, México, 2004) la UE estableció que los acuerdos con la CAN y América Central estarán supeditados a una "evaluación conjunta" de esos procesos de integración. Finalmente, la CSN es aún un proyecto muy incipiente como para comprometer el apoyo de la Unión Europea.
A partir de esta situación, algunos actores han señalado que la UE debería cambiar de estrategia: de una vez por todas se debería asumir que América Latina, como concepto y realidad, "ha fracasado"; certificar la defunción de la integración latinoamericana, y abandonar a su suerte a las instituciones regionales, a favor de una nueva política que en lo comercial remita al marco de la OMC; y en lo político, a una relación bilateral en la que se privilegie a ciertos socios estratégicos o "países ancla", a los que se daría un trato privilegiado como interlocutores políticos, legitimando liderazgos subregionales. Esta estrategia, no obstante, es muy incierta, no resuelve el problema y tendría grandes costos, pues deslegitimaría anteriores actuaciones de la UE y provocaría el rechazo de otros países.
Otros actores, sin embargo, plantean que se puede salir de este atolladero mediante una estrategia de integración ampliada, que no esté supeditada a la evolución de los compromisos comerciales. En esa estrategia se daría más apoyo a la convergencia CAN-Mercosur, que puede ser la base de una entidad económica sudamericana menos ambiciosa en su diseño, pero más factible, al no asumir objetivos tan difíciles como la unión aduanera o la supranacionalidad. A la integración de la infraestructura física; a una agenda de diálogo y cooperación política más amplia que vincule el regionalismo y la gobernanza democrática, la seguridad regional y la prevención de conflictos; a la gestión de otras interdependencias que afectan el desarrollo regional y local, como la cooperación transfronteriza; la gestión común de cuencas hídricas y espacios naturales; las redes regionales de ciudades; el desarrollo de proyectos turísticos; la reducción y mitigación de riesgos ante desastres, y la creación de una identidad y de una cultura integracionista, hasta ahora patrimonio tan sólo de las élites políticas y académicas, mediante programas de cooperación que favorezcan la formación de redes regionales de la sociedad civil.
En suma, América Latina debería ser consciente de que la UE está definiendo sus opciones, y la respuesta va a depender, en buena medida, de que la región defina claramente qué desea ser, cómo quiere ser vista, y qué quiere hacer con su propia integración.