lunes, 30 de junio de 2008

POTENCIALES FOCOS DE CONFLICTO BÉLICO EN AMÉRICA DEL SUR


Carlos Malamud

América Latina, y lo mismo vale para América del Sur, ha sido una región de paz. Si analizamos la evolución de los conflictos bélicos en los siglos XIX y XX y la comparamos con lo ocurrido en Europa, Asia o África la conclusión no puede ser más evidente: la incidencia de las guerras en la región ha sido mínima. Es verdad que las hubo y algunas, como la de la Triple Alianza (1865–1870), particularmente sangrientas, pero en ningún caso comparables con las contiendas devastadoras que arrasaron amplias zonas del planeta y diezmaron poblaciones enteras. Entre los principales conflictos a los que asistimos en las últimas décadas destacan la posibilidad de una guerra entre Argentina y Chile, abortada en el último momento (1978) por la mediación papal, y el abierto enfrentamiento armado entre Perú y Ecuador en 1995, con su prólogo de 1941. Poco más, aunque no faltaron en todo este tiempo las constantes disputas y controversias bilaterales, que siguen respondiendo a la vieja lógica de confrontación en torno al trazado de las fronteras comunes.

Hoy la situación es distinta. Por primera vez en años nos volvemos a enfrentar a la posibilidad (lo cual no indica su carácter inevitable) de que estallen enfrentamientos armados en la región, como han puesto en evidencia los desplazamientos de tropas de Ecuador y Venezuela a la frontera con Colombia. Frente a esta situación caben dos actitudes. La primera, negar la mayor y decir que estamos frente a un fenómeno totalmente utópico e irrealizable. La segunda, intentar analizar aquellas situaciones más conflictivas y que, de proseguir la escalada declarativa y de ciertos gestos, podrían acabar en algo más grave. Es verdad que hay muchos elementos, y tendremos oportunidad de valorarlos, que juegan a favor de la estabilidad y la paz, pero también es verdad que la imprudencia no tiene límites y cuando nos movemos en situaciones delicadas siempre hay alguien dispuesto a encender alguna mecha sin importarle demasiado las consecuencias.

La serie de tres ARI que comenzamos con esta Introducción se centrará en dos casos muy concretos de la realidad sudamericana: (1) la posibilidad de que el estallido de un conflicto civil en Bolivia se transforme en una contienda regional a partir de la intervención de uno o varios países sudamericanos; y (2) el contencioso entre Venezuela y Colombia, que por momentos adquiere visos de gran virulencia y que ha llevado a numerosos especialistas a preguntarse por la posibilidad de una guerra bilateral, también con implicaciones regionales, como demuestran las actitudes de los gobiernos de Ecuador y Nicaragua, cada vez más alineados con las posturas venezolanas.

El proceso de integración en América Latina, y especialmente en América del Sur, está en crisis. Cualquier otra afirmación sería un eufemismo que lo único que hace es ocultar la gravedad de la situación. También es verdad, simultáneamente, que no estamos viviendo un proceso de fragmentación acelerada de la región, aunque sucesos recientes tienden a cuestionar esta última afirmación. Las líneas maestras de este proceso de agudización de los conflictos se podrían definir en torno a los siguientes ejes, que serán abordados en este análisis: (1) la indefinición en el proceso de integración sudamericano, acompañado de turbulencias dentro de los sistemas de integración subregionales actualmente existentes; (2) un aumento de la conflictividad bilateral, agravada porque ni la confluencia político–ideológica ni la energía ni las finanzas se han convertido en motores de la integración regional; y (3) el surgimiento de zonas de conflicto bélico (Bolivia y Colombia/Venezuela).

La integración subregional

La confusión reina en el proceso de integración de América del Sur. En la Cumbre Energética Sudamericana de Isla Margarita, celebrada a mediados de abril de 2007 en este enclave venezolano (véase Carlos Malamud, “La Cumbre energética de América del Sur”, Documento de Trabajo nº 18/2007, Real Instituto Elcano), sin venir a cuento se aprobó la propuesta del presidente Hugo Chávez de crear la Unasur (Unión de Naciones del Sur), que reemplazaba a la Comunidad Sudamericana de Naciones (CSN o CASA). De momento nadie sabe cómo seguirá avanzando el proceso y si se marchará, a partir de la convergencia de la CAN y del Mercosur o a partir de instancias propias, por un camino original aún no terminado de definir. Ni Brasil ni Venezuela tienen respuestas claras para estas cuestiones, aunque son los principales impulsores, con proyectos distintos, de la integración regional.

Tanto la CAN como el Mercosur viven situaciones complicadas, aceleradas tras la salida de Venezuela de la primera y de su ingreso en el segundo (véanse Carlos Malamud, “La salida de Venezuela de la CAN y sus repercusiones sobre la integración regional”, Documento de Trabajo nº 28/2006, Real Instituto Elcano, y, del mismo autor, “El Mercosur y Venezuela”, ARI nº 78/2007, Real Instituto Elcano). Esto no implica que Venezuela sea la causa única de las crisis a las que asistimos, pero es un elemento importante a tener en cuenta en la situación complicada que atraviesan los procesos de integración subregional. Por si todo esto fuera poco, el fuerte nacionalismo existente en la región impide la cesión de las cuotas de soberanía necesarias para avanzar en la integración regional. En la CAN, las dificultades comenzaron a manifestarse de forma clara tras los avances en las negociaciones de Colombia y Perú en sus respectivos Tratados de Libre Comercio (TLC) con EEUU y en el rechazo venezolano a dicha apertura comercial. Más recientemente, la propuesta boliviana de negociar con la UE a dos o más velocidades ha vuelto a poner de manifiesto la imposibilidad de que la CAN hable con una sola voz.

En el Mercosur estamos asistiendo a varias contradicciones simultáneas. Por un lado, el enfrentamiento entre países pequeños (Paraguay y Uruguay) y grandes (Argentina y Brasil), que no han logrado, todavía, arbitrar los mecanismos de cohesión que permitieran superar los diferendos y los agravios presentes. Por el otro, la parálisis en que se encuentra la integración de Venezuela en el bloque: los parlamentos de Brasil y Paraguay siguen sin definirse al respecto y más allá de las palabras positivas de los presidentes Lula y Kirchner, quedan algunos interrogantes abiertos, como el de ¿qué gana y qué pierde Mercosur con el ingreso de Venezuela? La elección presidencial en Paraguay debería, al menos, disipar algunas de las preguntas pendientes. Al mismo tiempo, la crisis entre Argentina y Uruguay por la construcción de una fábrica de pasta de celulosa en la localidad uruguaya de Fray Bentos dejó en evidencia la inexistencia de mecanismos de resolución de controversias entre los países miembros y también las limitaciones del liderazgo brasileño, que optó directamente por no involucrarse en el conflicto.

Un reflejo de los puntos anteriores es la parálisis en las negociaciones de los dos procesos de integración subregional de América del Sur con la UE. Tampoco esto puede ser visto como consecuencia directa de lo anterior, pero es un buen indicador de las turbulencias existentes en la región. La propuesta boliviana en cuanto a negociar el tratado de asociación con la UE teniendo en cuenta sus especificidades, es decir, su sistemático rechazo al libre comercio, fue apoyado por Ecuador. Esta propuesta boliviana no fue rechazada categóricamente por la UE, dado el temor de las altas instancias de Bruselas de no agravar más la gran inestabilidad que se vive en este país andino. El impasse negociador ha dado lugar a una situación insólita dentro de algunas instancias comunitarias. Por primera vez se ha comenzado a escuchar a algunos responsables políticos europeos, y de algunos Estados miembros, a plantearse seriamente la posibilidad de negociar tratados bilaterales, dejando atrás la exigencia tradicional de negociar únicamente con bloques de integración subregional, si tras el otoño seguimos en la misma situación de parálisis en la negociación.

Los conflictos bilaterales y los fallos en los“motores” de la integración

Pese a toda la retórica integracionista, mucho más insistente y enfática que en cualquier período anterior, estamos viviendo una coyuntura con una gran eclosión de conflictos bilaterales, que responden al igual que en el pasado a la dialéctica fronteriza, pero también, a diferencia de antes, asistimos a otros con un marcado sesgo político y también económico (véanse Carlos Malamud,“El aumento de la conflictividad bilateral en América Latina”, ARI nº 61/2005, Real Instituto Elcano; y Carlos Malamud y Carlota García Encina, “Los actores extrarregionales en América Latina: Irán”, ARI nº 124/2007, Real Instituto Elcano).

Al mismo tiempo vemos como ni la confluencia política o ideológica en opciones de gobierno (el llamado giro a la izquierda), ni la energía ni las finanzas se han podido convertir en motores de la integración regional, pese a las grandes expectativas puestas al respecto. Sobran las pruebas de los fracasos, pero tenemos entre las primeras el incomprensible y ridículo conflicto entre Argentina y Uruguay (dos teóricos gobiernos de izquierda) o el conflicto entre Bolivia y Brasil, ahora en vías de reconducción, por la nacionalización de los hidrocarburos bolivianos y el embate del gobierno de Evo Morales, en combinación con la Venezuela bolivariana y Petróleos de Venezuela SA (PdeVsa), contra Petrobras.

Tampoco la energía, ni los grandes proyectos asociados a su impulso, han tenido mejor suerte. Ni el anillo energético impulsado por Perú, ni el Gran Gasoducto del Sur, el faraónico proyecto venezolano, han pasado del estadio de las propuestas. Al mismo tiempo, ¿quién se acuerda ya de la Oppegasur (Organización de Países Productores de Gas de América del Sur), otro gran proyecto integracionista impulsado por Venezuela? Por último, tenemos la permanente deriva del Banco del Sur, que –más allá de las periódicas reuniones de diferente nivel que intentan reflotarlo y de las fechas de puesta en marcha propuestas una y otra vez– prueba las enormes dificultades existentes en la región para salir de la situación de estancamiento existente.

Las indefiniciones y el voluntarismo, en ésta como en otras materias, son la norma. De ahí los grandes anuncios de medidas prodigiosas, que luego no se concretan y terminan siendo causa de nuevas frustraciones. En Cochabamba, el Gobierno boliviano impulsa la construcción de la sede del Parlamento Sudamericano, una institución que, como tantas otras del proyecto de integración regional, nacerá vacía de contenido. Sin embargo, esto no excluye que en su construcción se gasten importantes cantidades de dinero o que luego otras tantas se consuman en los salarios de los parlamentarios, asesores y personal de apoyo. Lo mismo se puede decir del Parlamento del Mercosur. En abril de 2007, Evo Morales, siguiendo la estela de Rafael Correa, reveló que en la región ya existe consenso para la creación de una moneda común, aunque no aclaró entre qué países existe ese consenso ni cuál será el camino para arribar a la misma. En la visión de Morales la moneda única es una pieza clave en el camino de la integración regional, y no una consecuencia de la misma. De ahí que se comience a construir la casa por el tejado y en este caso lo central sea el nombre.“Esa es la tarea y que viene de muchos debates; nosotros hasta hemos puesto un nombre, que se llame Pacha, un poco viendo el futuro. Venezuela también tiene una propuesta (de nombre), todos los países tienen una propuesta, pero hay coincidencia en que toda Sudamérica tenga una sola moneda, eso ya es una coincidencia”.

En los últimos tiempos tanto Brasil como Venezuela han querido convertir a las políticas de Defensa en otro motor de la integración regional. Primero fue Hugo Chávez quien propuso construir una OTAN del Sur y, más recientemente, aprovechando una reunión en Buenos Aires entre los presidentes Lula y Cristina Kirchner, el ministro de Defensa brasileño presentó algunos planes para avanzar en el diseño de políticas militares conjuntas, no sólo entre los dos países, sino también en el conjunto de América del Sur. Aquí, como en tantos otros puntos, el contenido que quieren dar tanto Lula como Chávez a lo que entienden por políticas regionales de Defensa es claramente diferente y, en algunos aspectos, hasta contradictorio.

Se observa una soterrada pugna, a veces no tan soterrada, por el liderazgo regional entre Venezuela y Brasil, más allá de que los más altos dirigentes políticos de ambos países se empeñen en desmentirlo. Es verdad que tanto Brasil como Venezuela tienen sus propias agendas nacional, regional e internacional y entienden el liderazgo de maneras distintas, pero el conflicto es cada vez más claro. Para Venezuela el precio del petróleo se ha convertido en una cuestión vital para su supervivencia, algo que explica muchas de sus recientes actitudes, mientras Brasil busca convertirse en una potencia internacional. Sin embargo, el único país que en estos momentos puede ejercer una cierta influencia moderadora en la región, por ejemplo intentando evitar el conflicto en el caso de una escalada entre Venezuela y Colombia, es Brasil.

Los potenciales focos de conflicto bélico

Por primera vez en décadas, América del Sur asiste a la emergencia de dos potenciales zonas de conflicto bélico, con importantes ramificaciones regionales: Bolivia y Venezuela/Colombia. En Bolivia el enfrentamiento entre los departamentos de la media luna oriental, que tienen los principales recursos productivos del país, incluidos los recursos energéticos y algunos yacimientos minerales (como el hierro de El Mutún), puede generar una escalada de tensión que desemboque en un conflicto civil. El trasfondo de todo esto, aunque no es el único elemento explicativo, es el control nacional y regional de los factores energéticos, especialmente el gas, que juega un papel decisivo. Pero no se deben olvidar otros factores políticos y étnicos, que influyen en la agenda de un modo decisivo. Si bien la sociedad y las fuerzas políticas bolivianas se han caracterizado por su vocación de diálogo, la tensión entre las fuerzas del gobierno y la oposición se ha ido incrementando en los últimos meses. Tras un cierto acercamiento en las últimas semanas, las negociaciones se han roto y la tensión ha vuelto a escalar. En estas circunstancias, la irresponsabilidad de unos u otros o un simple error podría encender una chispa muy difícil de apagar y que, como ya se señaló, podría conducir a un conflicto de dimensiones regionales.

La abierta injerencia del comandante Chávez en la lucha antiterrorista y antinarcóticos del gobierno colombiano ha aumentado la tensión en la zona andina, a tal punto que no son pocos los analistas y observadores que se preguntan hasta dónde seguirá escalando la tensión. Estas preguntas se han incrementado tras la movilización militar decretada por el propio Chávez. A esto hay que sumar el claro alineamiento de la Nicaragua de Daniel Ortega con Chávez y las FARC en contra del gobierno de Álvaro Uribe. Si bien el gobierno de Rafael Correa –que tenía tensas relaciones con Colombia por el tema de las fumigaciones con glifosato en las plantaciones de coca situadas en el Putumayo, en zonas próximas a la frontera común– había mantenido una política de perfil más bajo, tras el operativo contra Raúl Reyes, y por causas todavía poco claras, ha endurecido su discurso y se ha alineado claramente con el comandante Chávez, aumentando los riesgos de un conflicto regional.

La política exterior venezolana, petrodiplomacia más ALBA (Alternativa Bolivariana para las Américas), es un elemento que más allá de la retórica tiende a fragmentar y a dividir más que a unir a la región. Dos ejemplos: la penetración de Irán en América Latina de manos de Venezuela provoca resquemores en buena parte de las cancillerías latinoamericanas. Lo mismo se puede decir de su proceso de rearme. Al mismo tiempo, la abierta injerencia en asuntos de terceros países, así como la financiación de opciones y grupos“bolivarianos” es otro factor a tener en cuenta.

Conclusiones

En el último mes las posibilidades de conflicto, tanto en Bolivia como entre Venezuela y Colombia, se han incrementado de forma considerable. Esto no quiere decir que estemos a las puertas de enfrentamientos armados, pero se trata de escenarios que no deben ser descartados. La irresponsabilidad de algunos dirigentes o un simple error de cálculo pueden llevarse por delante los esfuerzos de contención de muchos de los actores presentes en la región. Es indudable el factor de equilibrio que puede jugar Brasil, y por ello sería deseable que sus máximas autoridades, comenzando por el presidente Lula, asuman claramente las responsabilidades que exige su liderazgo regional. A nadie le interesa, y mucho menos a Brasil, un conflicto bélico en el corazón de América del Sur.

Un elemento común a ambos escenarios es Venezuela, cuyo gobierno ha optado por una política regional cada vez más agresiva, muy alejada de los modos y comportamientos más moderados ejercidos de forma tradicional por los políticos y las diplomacias latinoamericanos. Se trata de un factor de crispación, que tiende a dividir más que a unir a la región, y que únicamente responde a los intereses propios de su gobierno. Será interesante ver, en este proceso que se inicia, cómo van tomando partido los diferentes gobiernos de la región. Habrá algunas palabras o silencios de mucho calado, como, por ejemplo, las que pueda formular, o callar, el nuevo mandatario cubano, Raúl Castro. Por su parte, la presidenta argentina, que estará de visita en Caracas coincidiendo con la Cumbre del Grupo de Río en Santo Domingo, ya ha mostrado su respaldo a Chávez. En este contexto, resulta obvio que el futuro de la integración regional en América del Sur está marcado por un gran signo de interrogación.

ENERGÍA Y GEOPOLÍTICA EN AMÉRICA LATINA


Paul Isbell

Un nuevo escenario geopolítico para América Latina[1]

Desde principios de este siglo, América Latina se ha convertido en una región cada vez más importante dentro del mapa geopolítico mundial. Varias características económicas y políticas definen el momento geopolítico para América Latina y lo distinguen de otros episodios en la historia de la región.

Despegue económico

La primera característica relevante de la América Latina actual, que claramente condiciona positivamente su horizonte futuro, es lo que empieza a aparecer como su despegue económico definitivo. Durante décadas a la región se le ha pronosticado un gran porvenir: siempre era una promesa económica o “el continente del futuro” en palabras de muchos analistas. Sin embargo, por otro lado, su desempeño económico siempre resultaba decepcionante, especialmente en los años ochenta y noventa, y en comparación con Asia.

Así, la historia económica de la región es una historia de alta volatilidad económica y financiera, de crisis recurrentes y cíclicas, con esporádicas pero breves épocas de crecimiento que al final resultaban ser fugaces e insostenibles, dejando a cientos de millones de personas viviendo en la pobreza en las economías más desiguales del mundo. Sin embargo, la región acaba de experimentar, junto con la economía mundial en su conjunto, el período más largo de crecimiento económico desde los primeros años setenta, con una tasa de crecimiento regional de entre el 4% y el 5% promedio anual después de la crisis de 2002-2003. Aunque todavía es demasiado pronto para declarar definitivamente que la región ha superado la barrera de la gravedad para un despegue definitivo y sostenido, parece que por fin la eterna promesa tiene la posibilidad de convertirse en realidad.

Las llamadas “reformas de primera generación” (privatizaciones de empresas estatales, progresiva eliminación de déficit fiscales y desmantelamiento de barreras comerciales y controles de precios), implementadas durante los noventa y mantenidas con disciplina relativa a pesar de las crisis de 1994-1995, 1998-1999 y 2002-2003, sentaron las bases para la eliminación de la alta –e incluso hiper– inflación, la consolidación de un régimen de precios bajos y estables, y la estabilización de los tipos de cambio en la gran mayoría de los países latinoamericanos. Este conjunto de logros macroeconómicos mejoró de forma notable el clima inversor y los niveles de riesgo económico y financiero percibido (Machinea, 2008).

Por primera vez, una época de fuerte crecimiento mundial ha coincidido con un período de dinamismo y estabilidad macroeconómica en América Latina. La región ha podido aprovechar bien el reciente boom económico mundial, creciendo intensamente a base de un aumento significativo de sus exportaciones que, a su vez, ha estimulado una acumulación sin precedentes en sus reservas de divisas (más de 400.000 millones de dólares a finales de 2007). El efecto último de todo ello ha sido una mejora notable en las calificaciones de deuda de las principales economías y en los niveles de riesgo país a lo largo de la región. Como resultado, las tasas de inversión están creciendo en casi todas las economías de la zona y esto se ve, gradualmente, en las tasas de crecimiento y en su composición.

Lo que ha distinguido este ciclo de crecimiento en América Latina de otros anteriores –y lo que es la característica geopolítica más importante de esta potencial transformación económica– ha sido el aumento en la independencia y capacidad autónoma de las economías latinoamericanas, tanto en la formulación y ejecución de sus políticas económicas como en su desempeño. Por ejemplo, la acumulación notable de sus reservas de divisas ha vuelto a las economías latinoamericanas relativamente inmunes al contagio financiero que las golpeó fuertemente durante todas las crisis anteriores, aumentando su capacidad de aguantar y adaptarse a los choques externos, como la actual crisis de las hipotecas subprime en EEUU y la relacionada crisis de crédito a escala internacional. Así, a pesar de las restricciones de liquidez en los países avanzados, los niveles de riesgo país en los países latinoamericanos se mantienen muy bajos.

Por otro lado, algunas economías han ganado cierta credibilidad fiscal con la buena gestión de las cuentas públicas durante los últimos años y con el competente manejo de la política monetaria, ejecutada cada vez más por bancos centrales independientes. La resultante moderación de los tipos de interés y de la carga de la deuda ha devuelto a las autoridades económicas de la región cierta capacidad autónoma para utilizar sus políticas económicas de forma contra-cíclica, lo que añade mucho a la capacidad de las economías latinoamericanas para aguantar los choques externos con mucha menos volatilidad y mucha más independencia económica que en el pasado. Estamos presenciando un período económico que puede ser el primero en el que una crisis en EEUU –o por lo menos una crisis con dimensiones internacionales– no provoca una versión local de la misma en alguna economía en América Latina.

Las reformas de “segunda generación” son necesarias para reforzar las instituciones políticas, económicas y sociales de la región, y claves para crear un contexto en que el crecimiento pueda sostenerse en el tiempo. Estas reformas institucionales han tenido resultados mixtos hasta la fecha, pero hay señales de una clara mejora en muchos países, si bien también se han experimentado algunos reveses. De todas formas, aunque es demasiado temprano para saberlo con seguridad, podríamos estar presenciando el verdadero fin de la teoría de la dependencia –o por lo menos de la propia dependencia económica que ha limitado el progreso de América Latina en el pasado–. Esta nueva autonomía económica se ha traducido rápidamente en un ímpetu político más independiente y, por ende, en un nuevo papel de la región para la geopolítica global.

Nuevos alineamientos económicos y políticos

Una segunda característica que está definiendo la situación actual es la nueva línea divisoria política plenamente visible en la región: no entre incipientes democracias de mercado y regímenes militares o autocráticos –como puede haber sido la categorización durante los setenta y ochenta– sino entre socialdemocracias con líderes y políticas moderadas y neo-populismos más intervencionistas y con líderes más radicales (Santiso, 2006). De un lado está un grupo de países con gobiernos más pragmáticos (como México, Chile, Brasil, Colombia, Perú y la gran mayoría de los países centroamericanos). Por otro, están algunos países con gobiernos más radicales y proclives a la intervención estatal, al cambio abrupto e incluso a la confrontación política (como Venezuela, Bolivia, Ecuador, Argentina y Nicaragua), más dedicados (por lo menos en términos retóricos) a utilizar las riendas del Estado para incidir directamente en sus economías (con el supuesto objetivo de eliminar la pobreza más rápidamente) y a desafiar a las fuerzas mundiales que ellos perciben como los promotores de una globalización económica opresiva e injusta y como el origen de la miseria de sus masas –es decir, los EEUU y sus aliados y determinados organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional).

Este nuevo fenómeno también demuestra dos características que han estado ausentes de la región durante mucho tiempo: por un lado, una competencia profesional, un rigor y una disciplina en la formulación y ejecución de la política económica por parte de las socialdemocracias pragmáticas (de las cuales Brasil es el ejemplo máximo); y, por otro lado, un retorno de la ideología del socialismo –incluso “marxista”– en el discurso político de la región, especialmente notable en la retórica, al menos, de los líderes de los países “bolivarianos” (como Venezuela y Bolivia, y sus amigos y aliados en Ecuador, Nicaragua y, en cierto modo, Argentina).

El fin de la Doctrina Monroe

El tercer factor que define la actualidad de América Latina es, en parte, un derivado de los dos factores analizados arriba y es lo podríamos llamar “el fin de la Doctrina Monroe”. Aunque los norteamericanos consiguieron que los soviéticos nunca tuvieran éxito en penetrar en la región de forma profunda y permanente durante la guerra fría, en la siguiente época de posguerra fría –caracterizada por la globalización económica– no han podido evitar la entrada, primero, del capital español (cuyos propietarios ahora constituyen la segunda presencia nacional en términos de inversión directa detrás del mismo EEUU), y, segundo, de influencias asiáticas, particularmente los actores chinos, tanto públicos como privados, en el tradicional “patio trasero” de EEUU. Incluso los rusos y los iraníes, entre otros, están siendo mejor recibidos hoy en día (y por lo tanto ya están más presentes en ciertos rincones de la región) que los propios norteamericanos. EEUU no está haciendo casi nada por frenar la tendencia actual; incluso parece que no puede –o por lo menos que no se preocupa tanto por lo que sucede al sur– como en el pasado (Malamud, 2007a y 2007b).

El fin de la guerra fría, y el avance de la globalización –es decir, la extensión y la profundización de la integración de economías nacionales anteriormente cerradas o solamente integradas parcialmente con la economía internacional– ha producido dos resultados que se refuerzan mutuamente: (1) que los países latinoamericanos son más robustos económicamente y por eso cada vez más independientes en sus políticas nacionales, regionales e internacionales; y (2) que las prioridades del gobierno y actores privados de EEUU están más orientadas hacia otras regiones del mundo que se han integrado más rápidamente con la economía estadounidense en años recientes (como Asia en general y China en particular), y cada vez menos preocupadas por las economías de una región que durante dos siglos ha sido considerada clave para EEUU.

La gran paradoja de la época de la globalización tiene una cara doble. Por un lado, la globalización posguerra fría ha ofrecido muchas más oportunidades para la creación de riqueza y para el aumento de la independencia y autonomía económica y política de los países en vías de desarrollo, incluidos los de América Latina. De hecho, este fenómeno ha tenido lugar en contra de lo que muchos pensaban inicialmente, cuando durante los noventa parecía que el fenómeno de la globalización iba a hacer a las economías “emergentes” más vulnerables al ciclo de booms y crisis de la economía mundial y, por ende, más “dependientes” de las economías más avanzadas y de las instituciones internacionales como el FMI. Por otro lado, esta misma autonomía, cada vez más palpable en la realidad económica de la región, en las políticas de sus gobiernos y en el comportamiento de sus líderes, puede tomar la forma de una oposición en bloque a la continua evolución de la globalización económica, provocando una fragmentación del sistema económico mundial y poniendo fin a esta época de la integración económica liberal y a sus beneficios económicos y políticos para regiones como América Latina. Es decir, el “éxito” reciente, producto en gran parte de la globalización, puede subírseles a la cabeza a sus beneficiados –o por lo menos a algunos de sus líderes– y dar lugar a una nueva ola de nacionalismos y radicalismos en la región.

Una nueva geopolítica energética en la región

Un cuarto fenómeno que ha influido en la actual configuración geopolítica de América Latina ha sido la emergencia de la percepción, casi universal, de la energía como un elemento clave en la geopolítica regional y global. La expresión más visible de esta tendencia, que se ha desarrollado dentro de un contexto de mayor independencia política y autonomía económica en la región, es una nueva versión del nacionalismo energético entre los grandes exportadores de hidrocarburos, no sólo en América Latina, sino también en otras regiones del mundo. Este nuevo nacionalismo energético ha cambiado, entre otras cosas, el equilibrio de poder entre el Estado y sus empresas nacionales, por un lado, y las empresas privadas internacionales, por otro, en el sector energético mundial. Esta percepción de la centralidad de la energía en la geopolítica mundial también ha provocado actitudes y políticas de nacionalismo energético entre los grandes consumidores energéticos –como EEUU– y las nuevas economías emergentes –como China y la India–, actores geopolíticos que ahora contemplan como regiones exportadoras netas de hidrocarburos –como es el caso de América Latina– pueden encajar en sus estrategias exteriores para garantizar sus futuros suministros de energía.

En el pasado, los grandes poderes económicos –pero particularmente EEUU– habrían mirado hacia América Latina para encontrar fuentes tanto de productos agrícolas como de productos metalúrgicos. Hoy en día la materia prima de la energía –particularmente el petróleo, pero potencialmente también el gas natural– ha surgido como una de las más importantes variables en el contexto geopolítico mundial. Aunque América Latina posee relativamente pocos recursos energéticos, comparado con Oriente Medio, el norte de África, Asia Central o Rusia, en su propio contexto regional –de una zona que, en principio, pudiera lograr una auto-suficiencia energética (o de un hemisferio relativamente bien abastecido de energía)– podría desempeñar un papel muy relevante en el juego geopolítico mundial de la energía.

Para EEUU, América Latina representa una fuente directa de oferta energética; para España, el asunto energético en la región es más bien una cuestión de su posible impacto sobre la estabilidad macroeconómica y el crecimiento, dos factores clave para los beneficios del más de 100.000 millones de dólares en inversión directa que las empresas españolas mantienen en la región. Expresado de otra manera: la seguridad energética de América Latina se enlaza directamente con la seguridad energética de EEUU, mientras que para España es una cuestión más amplia de la salud económica de sus diversos intereses económicos en la región y, posiblemente, de la seguridad energética mundial.

Energía, el asunto geopolítico por excelencia en América Latina

Es difícil, si no imposible –dada la naturaleza global de la problemática energética–, separar el enfoque nacional o regional de un análisis del contexto energético global. De todas formas, se puede explorar en qué manera América Latina –y sus países de forma individual– encaja en la problemática energética mundial. Se puede concebir un sistema energético latinoamericano, pero también se puede pensar en términos de un sistema hemisférico, compuesto por tres subsistemas: (1) América del Norte; (2) América Central y el Caribe; y (3) Sudamérica (a su vez compuesta por la zona Andina y el Cono Sur). Por otro lado, es posible concebir el sistema energético relevante para América Latina de otra forma, como un componente del llamado “creciente menor”, una de las dos zonas mundiales, junto con el “creciente mayor” de Eurasia, en que se concentran casi todas las reservas de hidrocarburos.

El sistema del “creciente menor” incluye las zonas productoras de todos estos subsistemas del hemisferio occidental más las zonas productoras de África occidental: un “creciente” que se extiende desde las aguas árticas de Alaska en el norte, pasando por las grandes extensiones de las arenas asfálticas de Alberta y la zona petrolífera del “gran oeste” de los EEUU (incluyendo Texas), continuando por el Golfo de México (tanto la zona mexicana como la estadounidense) y la región Andina de América de Sur y siguiendo por las costas atlánticas de Brasil y Argentina, para terminar en el Golfo de Guinea de África Occidental, donde se encuentran las grandes reservas africanas (incluyendo las de Nigeria, Guinea Ecuatorial y Angola).

El “creciente menor” contiene el 17,6% de las reservas mundiales de petróleo convencional (comparado con el 13,6% del hemisferio americano, el 9,7% en América Latina, el 8,6% en América Latina excluyendo México, el 8,4% en Sudamérica y el 6,6% en Venezuela, el productor dominante en todo el “creciente menor” en términos de geopolítica energética). En términos de producción, los países del “creciente menor” producen el 31,3% de la producción mundial de petróleo convencional (comparado con el 25,3% del total mundial que proviene del hemisferio americano, el 13,5% de América Latina, el 8,8% de América Latina excluyendo México, el 8,4% de Sudamérica y el 3,7% de Venezuela). Por el lado de la demanda, el 36% del consumo mundial del petróleo actualmente viene del “creciente menor” (mientras que el 35% procede del hemisferio americano, el 8,3% de América Latina, el 6,1% de América Latina excluyendo México, el 4,6% de Sudamérica, y sólo un 0,7% de Venezuela) (British Petroleum, 2007).

Analizando la misma situación en términos de gas, el “creciente menor” contiene sólo el 11% de las reservas mundiales (un 8,2% en el hemisferio americano, un 4% en América Latina, un 3,8% en América Latina excluyendo México, un 3,5% en Sudamérica y un 2,4% en Venezuela). De todas formas, el mismo sistema es responsable del 32,5% de la producción mundial de gas (casi todo, el 31,5%, proviene del hemisferio americano y gran parte de Canadá y EEUU, mientras que sólo el 6,5% de la producción mundial de gas viene del conjunto de América Latina, el 5% de América Latina excluyendo México, el 3,6% de Sudamérica y el 1% de Venezuela). Por el lado de la demanda, el “creciente menor” genera el 32% del consumo mundial de gas (casi todo –el 31,9%– se genera en el hemisferio americano, el 6,5% en América Latina, el 4,6% en América Latina excluyendo México, el 4% en Sudamérica y sólo un 1% en Venezuela) (British Petroleum, 2007; Giusti, 2008; y Arriagada, 2006).

Dentro de estos círculos concéntricos de sistemas energéticos que engloban varias partes de América Latina, se pueden identificar varias sub-regiones de producción y de oferta excedente, al mismo tiempo que se pueden definir también zonas de déficit y de importación neta. Entre los primeros se encuentran Alaska y Canadá, el Golfo de México, la zona Andina y el Golfo de Guinea. Las zonas de déficit y de importación neta incluyen los EEUU continentales, América Central y el Cono Sur. Con la excepción obvia de Alaska y Canadá, las zonas de producción y excedente de oferta corresponden a las zonas relativamente más pobres. Este hecho tendrá implicaciones innegables para la geopolítica energética de la región, particularmente en el terreno del nacionalismo energético y su impacto a medio plazo sobre la seguridad energética regional y mundial.

Aunque no resiste comparación con “el creciente mayor” de Eurasia (donde se encuentra casi el 75% de las reservas convencionales del mundo), el “creciente menor” de las Américas y África Occidental contiene aproximadamente el 15%-20% de las reservas mundiales de los hidrocarburos convencionales. Además, podría poseer más de la mitad de los hidrocarburos del mundo si se consideraran en los cálculos los hidrocarburos no-convencionales, como las arenas asfálticas de Canadá o los petróleos ultrapasados de la Faja del Orinoco de Venezuela. Estos dos tipos de petróleo son bastante más caros de desarrollar y producir que los petróleos ligeros y dulces que tradicionalmente se han producido en Texas y Arabia Saudí; pero recientemente, tanto el Gobierno canadiense como el Gobierno venezolano han reclasificado gran parte de su petróleo no convencional como parte de sus reservas probadas oficiales, ya que el precio global del petróleo se han incrementado un 400% en poco más de cinco años para situarse en torno a 100 dólares por barril, cuando se estima que la explotación de estos hidrocarburos no convencionales resultan rentables con precios por encima de los 40 o 50 dólares por barril.

De todas formas, de momento, el hemisferio occidental entero (y América Latina en menor medida) padece un déficit energético en el corto plazo. Además esta dependencia externa aumentará en el futuro, especialmente debido al declive en la producción de hidrocarburos en EEUU y al significativo aumento del consumo energético previsto para América Latina (2,3% por año hasta 2030) a lo largo de las próximas décadas (International Energy Agency, 2007). Esta tendencia implicará una dependencia cada vez mayor por parte de los países americanos de los productores del “gran creciente”, en particular los del Golfo Pérsico, los países de Asia Central, y Rusia. Los únicos cambios que podrían modificar este escenario de creciente dependencia del mundo entero sobre este eje árabe-asiático-eslavo serían: (1) el desarrollo masivo de las arenas asfálticas de Alberta y los petróleos ultrapasados de Venezuela; o (2) la transformación profunda del sistema energético mundial y la sustitución de los hidrocarburos por otras fuentes energéticas, tanto en la producción de electricidad como en la producción de carburantes para el sector del transporte. Pero incluso con o sin estos cambios, la influencia relativa en términos de geopolítica energética tanto de Canadá como de los países andinos (y particularmente Venezuela) aumentará en cualquiera de los escenarios futuros posibles, siempre que dichos países productores mantengan la eficiencia y productividad de sus sectores de hidrocarburos –algo que no está en absoluto asegurado, como veremos más abajo cuando analicemos las implicaciones de la actual ola de nacionalismo energético–.

El primer cambio posible –el desarrollo masivo de las arenas asfálticas de Canadá– podría cambiar los equilibrios energéticos de todo el hemisferio, pero particularmente el de América del Norte. Canadá posee 4.000 millones de barriles de petróleo convencional, pero también tiene más de 175.000 millones de barriles de petróleo no convencional (las arenas asfálticas, de las cuales unos 13.000 millones ya están contabilizados como reservas probadas por BP en su revisión anual de las estadísticas energéticas mundiales). Con todo este petróleo contabilizado, Canadá tendría casi el 15% de todas las reservas probadas mundiales (contra el 22% actual de Arabia Saudí), en lugar de sólo el 1,4% que contabiliza en la actualidad. De todas formas, está claro que su petróleo convencional ya está en declive por los límites geológicos. Actualmente Canadá produce 3,1 mbd y en 2012 producirá 3,7 mbd, de los cuales 2,8 mbd (o el 77% de su producción total) serían petróleo no convencional de las arenas asfálticas (British Petroleum, 2007).

Por este motivo, Canadá se enfrenta con grandes obstáculos incluso para mantener sus niveles de producción. Sólo podría superarlos si logra seguir desarrollando las arenas asfálticas a un ritmo rápido. Pero para ello necesita grandes inversiones. Por cada barril diario de capacidad instalada para el petróleo no convencional de las arenas asfálticas hacen falta 40.000 dólares de inversión, comparado con solo 3.500 dólares para desarrollar la misma capacidad instalada para un barril diario de petróleo saudí (Giusti, 2008). Como consecuencia, mientras el petróleo saudí es competitivo incluso a precios de solo 10 dólares por barril, el petróleo canadiense, a partir de ahora sólo será competitivo a precios de entre 40 y 60 dólares por barril, como mínimo, sin tener en cuenta sus altos costos medioambientales “externalizados”.

Por eso, aunque el desarrollo a gran escala de las arenas asfálticas aumentará la percepción en EEUU de una seguridad energética mayor, esta seguridad percibida solo se conseguirá a costa de una degradación medioambiental desastrosa en Canadá, dónde el resultado en términos de emisiones de CO2 por cada barril de petróleo producido es cinco veces mayor que en el resto del mundo. Ello se debe a que las arenas asfálticas requieren mucha más energía para extraer y procesar su petróleo, lo que implica una deforestación mucho mayor a la del resto de las zonas de producción de hidrocarburos convencionales.

Otro cambio posible consiste en el desarrollo masivo de los petróleos ultrapesados de la Faja del Orinoco en Venezuela. Esto podría añadir otros 220.000 millones de barriles a las reservas venezolanas –actualmente cifradas en 80.000 millones de barriles–, lo que aumentaría su proporción de las reservas mundiales desde el 6,6% actual hasta aproximadamente el 25%, más de lo que actualmente tiene Arabia Saudí (aunque naturalmente serían reservas mucho más caras de explotar). Sin embargo, este desarrollo también implicaría un deterioro medioambiental significativo (aunque menos que en el caso de las arenas asfálticas canadienses) porque requeriría la utilización de mucho gas natural para su extracción y procesamiento.

En cualquier caso, esta alternativa también produciría un deterioro en la percepción sobre la seguridad energética estadounidense, e incluso sobre la de otros muchos países. Además, este escenario de una Venezuela muy influyente en términos energéticos –tanto a escala regional como mundial– podría tener consecuencias negativas sobre el sistema energético internacional, así como para la economía global, especialmente si la política energética venezolana sigue por el mismo camino que hasta ahora ha ido abriendo su presidente Hugo Chávez.

Al margen de estos posibles cambios, más tarde o más temprano, el hemisferio americano dependerá cada vez más de los recursos del “gran creciente” de Oriente Medio, Asia Central y Rusia (que contiene casi el 75% de las reservas mundiales de hidrocarburos convencionales pero que, al mismo tiempo, consume relativamente poco), igual que Asia y Europa. Sin embargo, por el momento, en América Latina, particularmente en América del Sur, existe un excedente pequeño pero real de la oferta sobre la demanda, lo que ofrece la posibilidad no sólo de autosuficiencia sino también de cierta influencia geopolítica dentro del sistema energético internacional, especialmente tras los recientes descubrimientos en Brasil y Perú.

Esta posibilidad resulta muy tentadora para la región. Pero, de hecho, parece estar distorsionando la visión de muchos de sus políticos a la hora de formular tanto políticas energéticas como económicas. Algo similar ya sucedió en el pasado con las políticas económicas de industrialización por sustitución de importaciones de los años cincuenta, sesenta y setenta, que estaban inspiradas en el nacionalismo económico y en un fuerte escepticismo frente a los supuestos beneficios del libre comercio. En la actualidad sucede algo similar con las políticas energéticas, que se expresan cada vez más mediante un nuevo nacionalismo energético que esconde –con una retórica “anti-imperialista”– una nueva versión del mercantilismo que aspira tanto al espejismo de la autosuficiencia como al sueño (o la quimera) de maximizar la influencia geopolítica nacional en la arena global a través del uso de exportaciones energéticas como arma política. Aunque los aparentes objetivos de estas políticas –la seguridad económica y energética nacional– son imposibles de conseguir mediante políticas nacionalistas que generen el aislamiento del sistema internacional, la persecución de los mismos tiene el efecto de minar la seguridad energética global y con ella de desestabilizar el sistema político internacional.

Nacionalismos energéticos en América Latina y sus implicaciones geopolíticas

El fuerte crecimiento económico de los últimos años en la región (cinco años con un aumento del PIB cercano al 5%) y el aumento de autonomía política de la mayoría de los países tienen mucho que ver, por lo menos entre los países productores de hidrocarburos, con la reciente ola de nacionalismo energético. La expansión económica de esta década ha sido uno de los factores centrales, si no el único, del incremento significativo de los precios del petróleo. Los altos precios –y los altos ingresos que potencialmente producen– han coincidido tanto con la creciente sensación de independencia política mencionada anteriormente como con una percepción todavía muy arraigada en ciertos países latinoamericanos en contra de la globalización. De hecho, en los países exportadores del petróleo y gas existe la creciente percepción de que la globalización económica ha fracasado y que las políticas de liberalización e integración no han podido estimular un desarrollo sostenido o una disminución de la pobreza.

Suele argumentarse que la pobreza y la indigencia crecieron como resultado de las políticas de reformas estructurales puestas en práctica durante la hegemonía de las ideas del Consenso de Washington de los años noventa, pero que, desde los últimos años, con mayor intervención pública, estos indicadores están mejorando. Esta coincidencia entre la promesa de un salto notable en los ingresos nacionales si el Estado controla en mayor medida las rentas producidas por las exportaciones energéticas, por un lado, y la percepción del fracaso de la liberalización económica, por otro, han producido un potente cóctel de coartadas para revertir la tendencia de los año noventa de abrir y liberalizar los sectores energéticos en América Latina y han propiciado que los líderes más radicales se embarquen en una nueva ola de nacionalismo energético.

La “re-nacionalización” de los sectores energéticos, particularmente en los países Andinos como Venezuela, Bolivia y Ecuador –basada en el endurecimiento estatal de las condiciones de acceso al sector, así como en las nuevas condiciones fiscales de explotación para las empresas privadas internacionales– ha producido un aumento notable de los ingresos estatales por la exportación de hidrocarburos. Este aumento, sumado al efecto de los mayores precios internacionales, ha reforzado incluso más la creciente percepción de autonomía económica y política de los gobiernos de los países productores de la región.

Si la experiencia de Venezuela sirve de referencia, se puede apreciar claramente que el efecto combinado de la re-nacionalización y los mayores precios sobre el aumento de los ingresos por petróleo ha sido muy significativo. Por un lado, los cambios en el entorno legal que han afectado a la explotación de hidrocarburos han aumentado el nivel de impuestos y regalías que las empresas privadas internacionales tienen que pagar al Gobierno venezolano, desde un promedio del 20% hasta un promedio del 80% de los ingresos por exportación. Asimismo, el Gobierno ha forzado la transformación de los diversos tipos de contratos anteriormente vigentes para crear nuevos joint ventures en los que PDVSA, la empresa estatal venezolana, siempre tiene una participación mayoritaria. (Isbell, 2007b; e International Energy Agency, 2007). Por otro lado, desde el año 2001, mientras que Venezuela ha experimentado un descenso en su nivel de producción de aproximadamente 500.000 barriles diarios, ha registrado un aumento en sus ingresos petrolíferos, de 18.000 millones de dólares hasta 45.000 millones en 2007 (con más de 50.000 millones previstos para 2008) (Center for Global Energy Studies, 2007)

En cualquier caso, tal vuelta al dominio del Estado sobre los sectores energéticos en la región puede tener un impacto sumamente negativo en la perspectiva futura de niveles de inversión por parte de las empresas internacionales privadas. Varias de las mismas, como ExxonMobil, ConocoPhillips y Total, están llevando a cabo un proceso de retirada de gran parte de la región, dejando este entorno tan problemático a empresas medianas con menores opciones en otras zonas, como Repsol, o a otras empresas estatales, como Petrobrás. Por lo tanto, el futuro de la explotación de hidrocarburos está cada vez más en manos de las empresas estatales de la zona, lideradas por PDVSA, y en las demás empresas estatales de otros países productores, ya sometidas al nuevo nacionalismo energético de sus gobiernos, como Gazprom de Rusia o la NIOC de Irán (Mabro, 2007).

Al mismo tiempo, se está haciendo patente otra tendencia, que consiste en el aumento –en ocasiones con importantes deficiencias de gestión– del gasto público en materia social por parte de los gobiernos de los países productores. Dado que los recursos son limitados (incluso aunque sean crecientes), estos gastos se están traduciendo en menores recursos públicos para el aumento de las necesarias inversiones de las empresas energéticas estatales Esta tendencia es particularmente notable en el caso de Venezuela. Parece que el aumento del gasto público (e incluso del despilfarro) ha sido tan significativo que ha agotado el aumento de ingresos, desplazando fondos desde las necesidades de inversión hacia gastos gubernamentales y sociales que pueden incidir superficialmente en la pobreza a corto plazo pero que no estimulan un desarrollo económico sostenido a largo plazo (Giusti, 2007; y Arriagada, 2006).

Las implicaciones para el medio y largo plazo son claras: un impacto efímero sobre la pobreza y un legado nefasto sobre los futuros niveles de inversión y de producción, minando, más tarde o más temprano, los gastos sociales. De hecho, uno de los riesgos energéticos más graves a medio plazo en América Latina es que los niveles de inversión, tanto en el mantenimiento de la producción actual como en la exploración y desarrollo de nuevos yacimientos de hidrocarburos, no sea suficiente para aumentar la producción de manera que pueda satisfacer la demanda creciente –o incluso para mantener los niveles actuales de producción– a pesar de importantes incrementos en los ingresos energéticos de las empresas estatales y de sus gobiernos (Isbell, 2007a).

Venezuela y Brasil: dos actores claves con dos modeles distintos

En la América Latina actual, se puede distinguir entre varias categorías de países según la actitud de sus gobiernos respecto a la política y el nacionalismo energético. Gran parte de los exportadores de hidrocarburos de la zona andina han adoptado primordialmente una política nacionalista. Este grupo de países, claramente liderado por Venezuela, incluye también a Bolivia y Ecuador. Por su parte, Colombia y Perú siguen políticas desmarcadas del rumbo de los demás países andinos, con sus prioridades puestas en una integración energética más internacional, liberal y abierta. México sigue su tradicional política cerrada y de nacionalismo energético. Sin embargo, existen grandes presiones, tanto desde dentro como desde fuera del país, para que el sector se abra tras siete décadas de absoluto cierre. Por otro lado, Argentina está dando señales en el sentido contrario, con la recompra, por parte de intereses privados argentinos, del 25% de Repsol. De todas formas, parece que la producción de hidrocarburos en tanto México como Argentina está en declive –o cerca de su comienzo–. Por ello, su actitud no tiene tantos efectos a largo plazo como la de otros países del continente.

Por su parte, el resto de los países –como Chile, Paraguay, Uruguay y los de América Central y el Caribe– son consumidores e importadores netos, y mantienen una posición más bien pasiva dentro de este contexto energético regional Sólo Brasil, entre los actores importantes de la región, está comportándose de una forma claramente distinta. Y, además, dado su tamaño y su liderazgo, tiene una posibilidad real de influir en el panorama de la región. En este sentido, Venezuela y Brasil, con sus sectores dominados por sus propias empresas estatales (PDVSA y Petrobras), son los más importantes del escenario energético actual en América Latina: son los únicos dos países que, por el tamaño de sus reservas y sobre todo por su influencia política, tienen la capacidad de influir en las políticas de los demás Estados latinoamericanos, así como en el escenario energético regional y global. Pero, como veremos a continuación, las estrategias que están siguiendo son muy diferentes.

Venezuela

Sobre el papel, Venezuela es el actor más importante en el sector energético latinoamericano. Es el sexto exportador mundial de petróleo (con algo más de 2 mbd), un miembro fundador de la OPEP (y además uno de los miembros actuales más activos y radicales) y uno de los suministradores principales de EEUU. Sus petróleos ultrapasados comprenden algunas de las reservas de hidrocarburos más grandes del mundo, mientras que las de gas son las mayores de América Latina (y las segundas más grandes del hemisferio, solo detrás de las de EEUU). Su empresa estatal, PDVSA, a través de su filial CITGO en EEUU, también cuenta con una amplia red de refinerías y de puntos de distribución en el downstream norteamericano.

Entre todos los productores energéticos de América Latina, Venezuela es el que está mejor posicionado para beneficiarse de los cambios en el mercado de los hidrocarburos. Su posición de privilegio se deriva de que, de todos las grandes potencias del “creciente menor” (con la posible excepción de Nigeria y Guinea Ecuatorial), es el productor que tiene menor producción en relación a sus reservas (el 3,7% de la producción mundial frente al 6,6% de las reservas de petróleo y el 1% frente al 2,4% en gas) y menor consumo en relación a su producción (0,7% del consumo mundial frente al 3,7% de la producción mundial de petróleo y el 1% frente al 1% en gas) (British Petroleum, 2007). Estas ratios demuestran un gran potencial exportador futuro, así como un margen muy amplio tanto para el crecimiento económico como para la acumulación de poder geopolítico, siempre que gestione eficientemente esta posición de privilegio. Además, Venezuela es una fuente natural para el consumo norteamericano al menos por tres razones: (1) su proximidad geográfica; (1) el despliegue en el downstream norteamericano de activos de PDVSA, técnicamente capaces de procesar el relativamente pesado crudo venezolano; y (3) el fuerte incremento previsto en las importaciones norteamericanas de petróleo y gas durante los próximos años.

De todas formas, Venezuela padece numerosas debilidades y se enfrenta a diversas limitaciones, tanto en la actualidad como en el futuro, respecto a su capacidad de influir en la geopolítica del petróleo y el gas, e incluso para mantener su producción actual. En primer lugar, en el terreno del gas, aunque Venezuela posee las reservas más importantes de la región, actualmente no exporta nada. Toda su producción se dedica al consumo interno, reinyectándose más del 70% en los pozos petrolíferos con el fin de mantener su nivel de producción en los campos más maduros. De hecho, debido a un desfase entre la oferta y la demanda en zonas distantes, Venezuela importa gas de Colombia para abastecer a sus provinciales occidentales. La mayor parte (el 85%) de su gas está asociado a la extracción y producción de petróleo, haciéndolo apto para ser utilizado en la producción petrolífera pero no tanto para exportar. El gran esfuerzo necesario para desarrollar sus extensas reservas, particularmente las de offshore, apenas ha empezado. Además, se ha incluido el sector del gas en los cambios jurídicos que han transformado los contratos para las empresas privadas en el sector del petróleo. Aunque Venezuela podría tener un futuro interesante como exportador de gas licuado para los mercados internacionales, hasta el momento ha concentrado sus esfuerzos en promocionar el llamado “Gran Gasoducto del Sur”, para llevar su hipotética futura producción a los grandes centros de consumo en el Cono Sur.

En segundo lugar, en el terreno del petróleo, la futura producción está amenazada por la posible escasez de inversión a raíz de la inseguridad jurídica y el endurecimiento de las condiciones fiscales y de acceso que se han mencionado arriba. Aunque puedan quedar algunas empresas privadas en determinados proyectos –como socios minoritarios–, el panorama para las inversiones en Venezuela no es muy prometedor a la luz de los hábitos de gasto, tanto de PDVSA como del Gobierno (Isbell 2007b; y Giusti, 2008).

En tercer lugar, existen limitaciones estructurales al uso de la energía como arma geopolítica por parte de Venezuela. A pesar de la retórica de Chávez respecto a un cambio en el patrón de las exportaciones mundiales de petróleo hacia China (y en detrimento de EEUU), es difícil ver como Venezuela podría ejercer una influencia geopolítica real sobre EEUU. Asia Oriental cuenta con muy poca capacidad de refino para el petróleo pesado venezolano y tardará años en desarrollarla. Haría falta el traslado del petróleo a través de un oleoducto a las costas del Pacífico, pero a día de hoy las relaciones de Venezuela con los países capaces de permitir tal traspaso (Colombia, principalmente) no admiten esta posibilidad. Por otro lado, en un mercado global para un producto tan fungible como el petróleo, Venezuela nunca podría presionar a EEUU si el petróleo que exportara a China liberara la misma cantidad de petróleo de las fuentes tradicionales de Asia (las del Golfo Pérsico), que podría ser exportado a EEUU. Tan sólo se trataría de un cambio de suministradores. Si Venezuela opta, por otro lado, por reducir sus niveles absolutos de exportaciones, el resultado sería un aumento en el precio global que tendrían que pagar todos los consumidores mundiales, no solamente los de EEUU. Finalmente, el Gobierno actual de Venezuela sigue siendo enormemente dependiente de los elevados precios internacionales y de los ingresos que estos generan. No olvidemos que el petróleo es responsable del 75% de las exportaciones totales de Venezuela, de más del 50% de sus ingresos públicos y de alrededor del 30% de su PIB (International Energy Agency, 2007). Difícilmente podría contemplar una política que pudiera minar directamente el nivel de sus ingresos petrolíferos.

Además, los altos ingresos por exportaciones de hidrocarburos y los gastos sociales financiados con los mismos aseguran el apoyo y la lealtad de la mitad más desfavorecida del país, que es la base política fundamental de Chávez y de su Gobierno. También hacen posible las exportaciones del petróleo subvencionado –y las otras formas de ayuda internacional– que Venezuela ha empleado para crear una red de leales aliados en América Central (Nicaragua), el Caribe (Cuba), la zona andina (Bolivia y Ecuador) e incluso en el Cono Sur (Argentina). Pero esta lealtad, tanto interna como externa, depende crucialmente del dinero del petróleo. Si los precios del petróleo caen, o si sufren por un deterioro del nivel de producción, este apoyo político podría erosionarse significativamente, poniendo en entredicho todo el proyecto bolivariano de Chávez, particularmente a la luz del resultado del último referendo presentado a los ciudadanos para cambiar la constitución nacional, cuyo rechazo ha significado un batacazo para el presidente.

Más tarde o más temprano, el Gobierno de Venezuela se dará cuenta de lo que los países de Oriente Medio aprendieron hace varias décadas. Un país rico en petróleo puede aprovecharse de esta bendición para beneficiar a su población, pero sólo si maneja estos recursos con cautela, cuidado y astucia. En particular, es esencial que olvide la tentación de malgastar su única baza para el desarrollo económico de su país –el petróleo– en un peligroso juego –cuya eficacia además es cuestionable– pensado para influir en la geopolítica internacional y para castigar a un enemigo político –EEUU–, mucho más desarrollado, poderoso y económicamente diversificado.

¿Pero podría servir a los intereses norteamericanos el radicalismo de Chávez? Los altos precios y los elevados ingresos estatales claramente contribuyen tanto al éxito como a la confianza de Chávez. Esta autoconfianza conduce al presidente venezolano a ser demasiado audaz, y a superar las limitaciones de la prudencia. Su agresivo nacionalismo energético limita la inversión que entra en el sector de los hidrocarburos venezolano por parte de las empresas privadas internacionales, que poseen la capacidad técnica para desarrollar los petróleos ultrapesados de la Faja del Orinoco. Esta escasez de inversión se reduce todavía más debido a las prioridades fiscales de Chávez, que extraen de PDVSA los fondos necesarios para invertir en mantenimiento y producción futura. Esta falta de desarrollo sólo contribuye a los altos precios internacionales y a su vez incentiva el desarrollo de las arenas asfálticas de Canadá, una preferencia estratégica clara para EEUU. También contribuye a fomentar las demás energías alternativas.

Ignorar la Doctrina Monroe y desmarcarse de la política tradicional de intervenir en la política latinoamericana cuando parece ir en contra de su dominio de la zona podría ser la nueva política norteamericana. Dejar a Chávez a su suerte podría implicar la desestabilización de Venezuela a corto plazo. Pero, a medio plazo, EEUU podría utilizar a Chávez como un ejemplo del estrepitoso fracaso de la izquierda radical en América Latina. Por lo tanto, el potencial desastre que podría estar aguardando a Venezuela podría impulsar una futura apertura económica más ferozmente neoliberal, como ya ocurriera en la ex URSS (antes de la contrarreacción de Putin) o como posiblemente le espera a Cuba en el futuro.

Brasil

Aunque Brasil tiene unas reservas del petróleo y de gas mucho más modestas que las de Venezuela, se perfila como el otro gran actor regional con cierto peso en la geopolítica energética regional. Tradicionalmente, Brasil ha sido un importador neto de energía, pero durante los últimos 10 años tanto sus reservas como su producción de petróleo y gas casi se han duplicado (British Petroleum, 2007). En 2007, Brasil dejó de ser un importador neto de petróleo, produciendo más de 2,2 mbd (comparado con los 2,8mbd de Venezuela). A finales del mismo año, Petrobrás anunció un descubrimiento offshore que podría aumentar sus reservas de petróleo de 12.000 miloones a 20.000 millones de barriles.

Desde los primeros choques petrolíferos de los años setenta, Brasil ha desarrollado una extensa industria del etanol (basada en la explotación de la caña de azúcar) que ahora suministra hasta el 25% de sus necesidades de combustible al sector del transporte. Con los aumentos en el precio del petróleo de los últimos años, Brasil se ha convertido en el primer exportador mundial de etanol, a pesar de las barreras comerciales, que en algunos países como EEUU llegan a ser equivalentes a más del 50% del precio de exportación. El impacto de esta industria en crecimiento, junto con los progresos de Petrobrás en el desarrollo del petróleo y del gas, podría convertir a Brasil en un posible exportador neto de hidrocarburos en el corto y medio plazo.

Para satisfacer su creciente demanda de gas, Brasil depende cada vez más de las importaciones de Argentina y (principalmente) de Bolivia, dos países que están –por lo menos parcialmente– dentro de la órbita política de Venezuela. Sin embargo, el ritmo de descubrimientos de yacimientos, así como los aumentos de producción por parte de Petrobrás, auguran un futuro positivo para Brasil en cuanto a la reducción de su dependencia exterior. Más allá de estos aumentos, Brasil también está planificando una diversificación de sus futuras fuentes de importación, con el desarrollo de su capacidad de regasificación, lo que le permitirá importar gas licuado del mercado internacional.

Pero otro factor que convierte a Brasil en un actor energético clave en la región –más allá de su evolución desde un perfil de importador neto hasta otro de posible exportador– es la trayectoria y comportamiento de Petrobrás, su empresa estatal, que ha llegado a ser una de las compañías petrolíferas punteras en el escenario internacional. Hace 10 años, PDVSA era la empresa estatal más dinámica, profesional y poderosa de la región, después de haber liderado el proceso de liberalización y apertura en el sector venezolano. En aquel entonces, Petrobrás era un monopolio en el sector brasileño, con un papel relativamente pequeño. Sin embargo, en la actualidad la situación es completamente distinta. A consecuencia de la gran huelga petrolífera de Venezuela en 2002-2003, PDVSA ha sufrido el despido de la mitad de sus empleados, particularmente los ingenieros y técnicos, la re-nacionalización del sector y la carga financiera impuesta sobre la empresa por las nuevas prioridades de gasto de los gobiernos de Chávez. Mientras tanto, el sector brasileño se ha liberalizado y Petrobrás se ha convertido en una de las empresas petrolíferas –tanto estatales como privadas– más exitosas en términos de aumentos de reservas y producción, capacidad técnica (particularmente en el ámbito de la exploración, desarrollo y producción de reservas en el offshore y el profundo offshore) y desarrollo de proyectos internacionales.

Brasil y Petrobrás tienen otra ventaja más allá de las mejoras en el panorama de la industria de los hidrocarburos. La economía brasileña está cada vez más diversificada, de manera que el Gobierno brasileño no tiene que depender de los ingresos de la empresa estatal. Así, Petrobrás ha podido desarrollar el sector brasileño de hidrocarburos y sus propias perspectivas internacionales sin intromisiones del Gobierno. Esto ha tenido un impacto muy positivo sobre la evolución de la empresa, su posición financiera y sus capacidades técnicas, incluso sin disfrutar –por lo menos, de momento– de grandes ingresos por exportaciones.

El impacto conjunto de todos estos fenómenos ha colocado a Brasil de forma inesperada en una posición privilegiada para influir positivamente en el sistema energético de la región. En primer lugar, la propia evolución energética de Brasil está reduciendo la presión sobre el mercado, con la disminución de sus importaciones de petróleo y sus crecientes exportaciones de etanol. En segundo lugar, su modelo energético –más abierto y liberal– ofrece a la región una alternativa respecto al nacionalismo energético, tanto entre productores como entre consumidores.

Algunos analistas apuntan a una creciente rivalidad entre las políticas energéticas de Brasil y de Venezuela, y entre el petróleo de Venezuela y el etanol de Brasil. Aunque la política energética de Brasil sea distinta, no se debería exagerar la importancia de un posible desafío del etanol para el petróleo venezolano. La producción de etanol en Brasil está creciendo rápidamente, aunque su nivel de producción todavía no llega a los 350.000 barriles diarios (International Energy Agency, 2007). La mayor parte de esta producción se consume internamente y todavía hay mucho margen para suministrar al mercado brasileño. De hecho, aunque las exportaciones brasileñas de etanol a EEUU se han cuadruplicado en solo un par de años (llegando a casi 30.000 barriles diarios, principalmente para sustituir al MTBE como aditivo a la gasolina), estas cantidades son insignificantes comparadas con el consumo de petróleo. Esto quiere decir que lo más probable es que el etanol de Brasil pueda llegar a ser un complemento en la oferta energética para el sector del transporte, pero que nunca llegue a ser una alternativa capaz de rivalizar con el petróleo ni de amenazar a Venezuela en términos geopolíticos. De todas formas, podría ser un factor importante como fuente energética para el mercado interno, clave en la transformación de Brasil en exportador neto de petróleo.

Donde Brasil podría chocar con Venezuela es en relación a la gestión de los flujos del posible futuro “Gran Gasoducto del Sur”, un enorme proyecto que está destinado a transportar 150 millones de metros cúbicos diarios a los países del Cono Sur a lo largo de 8.000 km. Existen varias razones para justificar cierto escepticismo acerca de la viabilidad de este proyecto: su elevado coste, que se estima en 20.000 millones de dólares; su impacto medioambiental (por tener que atravesar el Amazonas); y la insuficiencia de gas disponible en Venezuela, al menos en la actualidad. Aún así, este gasoducto, ideado por los presidentes Chávez, Lula y Kirchner, podría en principio resolver la futura demanda de gas de los países consumidores del Cono Sur. Sin embargo, también incrementará de forma significativa la dependencia energética de los países del sur con respecto a Venezuela, restando flexibilidad a sus economías. En definitiva, aunque el proyecto pueda servir de catalizador y de columna vertebradora para el conjunto del continente, dando soporte real al sueño de la Unión de las Naciones del Sur, también creará una situación asimétrica de interdependencia e influencia geopolítica incluso más pronunciada que la que Rusia tiene con los países de Europa.

En teoría, esta situación no implica necesariamente que el país suministrador en el origen del gasoducto vaya a intentar utilizar su poder para influir políticamente sobre los países importadores en el otro extremo del tubo; pero Venezuela, bajo el liderazgo de Chávez, se ha mostrado dispuesta a sacrificar crecientes partes de sus propios ingresos para convertir su petróleo en un arma política (con sus exportaciones subvencionadas, por ejemplo), algo que ni siquiera el Kremlin ha llegado a hacer de forma tan clara. Aunque el uso del petróleo en este sentido es de dudosa eficacia (dada la naturaleza del mercado), el uso similar del gas, en un contexto en el que los importadores son completamente dependientes de su red de gasoductos, sí podría tener implicaciones geopolíticas sustantivas. En este sentido, es comprensible que Brasil se haya mostrado cada vez menos entusiasta con respecto al proyecto, así como que haya iniciado un proyecto para importar gas licuado. Por otro lado, como Brasil sería el país de tránsito más importante sea cual sea el trazado final del “Gran Gasoducto del Sur”, nunca se quedará sin su propia influencia en tal juego geopolítico. Si bien es cierto que Venezuela no es Rusia, tampoco Brasil es Ucrania: es decir, un país de tránsito tan grande, diversificado y poderoso como Brasil serviría para minimizar el peligro geopolítico que podría representar una Venezuela que siguiera siendo tan “revolucionaria” en el sentido “bolivariano”, con la mano en el grifo del gas sudamericano. De todas formas, si tal proyecto llegara a convertirse en realidad algún día, Brasil y Venezuela estarían condenados a ser o socios o rivales en la construcción de una unión económica e incluso política para América de Sur.

Además, en la actualidad, Petrobrás está desbancando a PDVSA en muchos lugares de la región, incluso en los países bolivarianos o afines al ALBA. Después de los decretos de Morales en 2006, que muchos analistas temieron que forzarían la retirada de Petrobrás de Bolivia, la empresa brasileña se ha visto obligado a comprometer otros 1.000 millones de dólares en inversiones como consecuencia del incumplimiento de compromisos anteriores de PDVSA. Algo similar podría pasar en Nicaragua. Además, tras la reciente visita a de Lula a Cuba, parece que Petrobrás entrará en este país –aliado primordial de Chávez y PDVSA– con mayores inversiones para la exploración y desarrollo de los posibles hidrocarburos de Cuba. Si la capacidad de PDVSA para cumplir con los compromisos con los aliados de Chávez está erosionándose por las consecuencias de los excesos del nacionalismo energético de Venezuela y por la gestión de sus ingresos energéticos, puede que Brasil y Petrobrás lleguen a ejercer incluso más influencia económica y política en el escenario energético de la región en el futuro.

De todas formas, Brasil está cuidando sus relaciones con Venezuela y los demás exportadores andinos, particularmente Bolivia, su principal fuente de gas. A pesar de ser un ejemplo de la nueva corriente de la socialdemocracia pragmática latinoamericana, el Brasil de Lula está demostrando ser paciente –e incluso solidario– con sus vecinos más radicales y traviesos. Su poder geopolítico está acumulándose paulatinamente, sobre todo en el escenario internacional. El hecho de convertirse (junto a Rusia) en el segundo país BRIC autosuficiente en energía podría aliviar la creciente demanda internacional de las economías emergentes, lo que sería una excelente noticia en términos de precios. Además, en el contexto regional, Brasil sigue ejerciendo un papel de mediador y de aliado fiable y cauto, no de aspirante rival al liderazgo geopolítico.

Los límites de la geopolítica energética

Dentro del contexto actual del escenario energético internacional –y antes de considerar el gran reto pendiente de transformar la base energética mundial en una economía basada en la energía post-hidrocarburos–, las trayectorias de Venezuela y Brasil representan dos caminos hacia el futuro de la región. Uno persigue el nacionalismo energético y su propia versión “antiimperialista” –con consecuencias que pueden contribuir a la fragmentación del proceso actual de globalización–. El otro sigue un camino más abierto, más pragmático y más en consonancia con una globalización inteligentemente concebida.

Según la percepción de EEUU, el gran consumidor del hemisferio, América Latina podría cambiar el equilibrio mundial de la geopolítica energética en el futuro. Si EEUU pudiera depender sólo de la energía de las Américas, es decir, si las Américas pudieran ser autosuficientes en energía, quedarían libres y apartadas de las rivalidades entre los grandes consumidores de Eurasia (Europa y Asia) por los recursos energéticos del “gran creciente” (Oriente Medio, Asia Central y Rusia). Mientras tanto, los países productores de América Latina, particularmente los que están siguiendo la política del nacionalismo energético, podrían soñar con una diplomacia energética que obstaculizara estos objetivos norteamericanos, estrechando lazos con otros productores –e incluso consumidores– claves en Eurasia para tejer una alianza “antiimperialista” (léase “antinorteamericana”).

Pero, en última instancia, las dos estrategias están destinadas al fracaso, ya que el mercado global del petróleo, por su propia naturaleza, restringe las posibilidades de utilizar este hidrocarburo como un arma geopolítica. EEUU no va a estar más seguro por necesitar menos importaciones energéticas, o menos importaciones desde fuera de las Américas. Por otro lado, Venezuela no puede presionar a EEUU (por lo menos sin presionar al resto del mundo), recortando sus exportaciones al mercado norteamericano, desviándolas a otros mercados (que no son aliados norteamericanos) o estrechando sus vínculos con Rusia, Irán o China.

Solo en un contexto de guerra, en el que la lógica comercial dejara de regir las acciones de los principales actores económicos, funcionaría el arma geopolítica de la energía. Y sólo en ese contexto tiene sentido la estrategia de los grandes consumidores, como EEUU, que persigue la independencia energética, o por lo menos la independencia de suministradores supuestamente no fiables. Brasil ofrece otro camino: un país consumidor que intenta aumentar su propia producción energética sin utilizar políticas que rompan con el patrón de interdependencia y sin salirse de la globalización. En este sentido, Brasil puede convertirse en un líder, tanto regional como internacional, dentro y fuera del contexto energético. Su estrategia es mucho más seductora –y le otorga mayor poder blando– que la venezolana.

Referencias bibliográficas

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[1] Este documento de trabajo fue originalmente escrito como capítulo del libro Energía y regulación en Iberoamérica, que la Asociación Iberoamericana de Entidades Reguladoras de Energía (ARIAE) tiene previsto publicar en abril de 2008.

LA CUMBRE DE LIMA: UN ENCUENTRO DE LA ASIMETRÍA EURO-LATINOAMERICANA


Günther Maihold

Casi 10 años después de la declaración de su asociación estratégica en Río de Janeiro, los jefes de gobierno y presidentes de América Latina/Caribe y la Unión Europea (UE) se han reunido en Lima el 16 y 17 de mayo. Con las notorias ausencias de los primeros ministros británico e italiano, Gordon Brown y Silvio Berlusconi, y del presidente francés Nicolas Sarkozy, se ha realizado una cumbre marcada por el alto nivel de asimetría entre los países participantes. Esa asimetría, central en las intervenciones latinoamericanas, no sólo expresa los intereses para un tratamiento diferenciado a favor de América Latina en las negociaciones comerciales en marcha entre Centroamérica (SICA), la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y MERCOSUR con la UE, sino que también refleja prioridades políticas contradictorias en cuanto a los intereses temáticos. La misma temática de la reunión presidencial, que trataba por un lado la pobreza, la desigualdad y la inclusión –a propuesta de América Latina y del Caribe– y,. por el otro, el desarrollo sostenible, el medioambiente, el cambio climático y la energía –de interés especial para la UE– ha tenido grandes dificultades para encontrar un común denominador. Aunque a primera vista, en la declaración de Lima, la crisis de los precios de los alimentos ha jugado un papel central como un problema transversal a los ejes temáticos, destaca mucho más el interés articulado por los países latinoamericanos por encontrar un nuevo esquema de relación con la UE. En casi todos los acuerdos temáticos se percibe el vivo interés por marcar claramente la heterogeneidad de las situaciones nacionales en el subcontinente y pedir en consecuencia una consideración de esas diferencias estableciendo mecanismos de múltiples velocidades por parte de la UE.

Esa situación es todavía más significativa si se considera el poco interés otorgado en la declaración final a la integración, que prácticamente ha desaparecido del discurso oficial en la relación bi-regional. Si, adicionalmente, se consideran los conflictos pre-cumbre entre los integrantes de la CAN respecto al método de negociación del Tratado de Libre Comercio (TLC) con la UE, se evidencian las tendencias centrífugas entre la posición boliviana, por un lado, y las coincidencias entre Perú y Colombia, por el otro. No debe sorprender que en la antesala de la reunión el presidente peruano pidiera claramente una decisión de la UE para realizar negociaciones entre los países mencionados en forma individual, propuesta que fue criticada de inmediato por su colega boliviano Evo Morales, que percibía en esta idea una violación del interés integracionista andino. Sin embargo, la asimetría parece ser una constante que acompañará el futuro de la relación euro-latinoamericana, ya que también en los acuerdos donde se considera el medioambiente, la migración y el cambio climático, han sido realzados los diferentes intereses de los distintos países latinoamericanos, así como su enfoque asimétrico en los compromisos adquiridos respecto al aporte esperado por parte de la UE.
La búsqueda de mayor flexibilidad

Aunque los presidentes han confirmado su enfoque de defender la igualdad soberana de todos los Estados, en la Cumbre de Lima fue visible el interés por rediseñar su relación con la UE. Superando, en parte, el discurso sobre la cohesión social empleado desde la penúltima Cumbre de Guadalajara, en 2004, se ha establecido una reorientación de los participantes latinoamericanos en cuanto a la petición dirigida a su contraparte europea para una mayor flexibilidad en el diseño de sus programas de cooperación y en el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, haciendo hincapiéen el papel específico que deben jugar los países de renta media. Una situación parecida se puede detectar en la referencia a la búsqueda de políticas sociales efectivas, que se están visualizando en una diferenciación según las capacidades nacionales, considerando instrumentos como la modalidad de apoyo presupuestario directo y la cancelación de la deuda por inversión social. En materia de medioambiente y desarrollo sostenible se hacían sentir las diferencias en la percepción del tema.

Por un lado, la visión europea quería fijar el desarrollo sostenible como un concepto transversal presente en la agenda global de las cumbres euro-latinoamericanas; por el otro, los países latinoamericanos le dieron una lectura mas concreta, que relacionaba directamente la funcionalidad del desarrollo sostenible con el avance social. En este sentido, vemos como la Declaración de Lima no ha logrado conciliar estos diferentes enfoques, pese a que trata de aparentar una coincidencia conceptual, que, sin embargo, no logra plasmarse en iniciativas concretas mas allá del acuerdo para la creación de un programa medioambiental conjunto, denominado EUrocLima. El EUrocLima debiera servir para aportar a los países de América Latina mayores conocimientos en la materia, un dialogo bi-regional estructurado y la coordinación de acciones en este campo. Allí es donde también se abre una puerta de entrada para relanzar la participación de todos los países de América Latina y el Caribe en las políticas de investigación e innovación tecnológica, que hasta la fecha han sido mayoritariamente desarrolladas en el marco de la cooperación bilateral entre Chile, Brasil y México por un lado y los programas generales de la UE para el fortalecimiento de las redes académicas por el otro.

“Prioridades de la UE/Potenciales de América Latina-Caribe” en materia de desarrollo sostenible

Con la aprobación de los documentos de estrategia nacional (DEN) y de la estrategia regional en 2007 por la UE, la Unión ha dado un primer paso para definir las prioridades de su programación regional en el marco del período fiscal 2007-2013. Con estas definiciones la UE ha dado un giro en su enfoque hacia América Latina, dejando atrás el énfasis en la consolidación y la modernización del Estado y de las estructuras de la gestión pública, para lanzar como nuevas dimensiones centrales de su cooperación las cuestiones de competitividad, cohesión social y reducción de la pobreza.

En el marco de la reunión presidencial en la Cumbre de Lima quedó consumado el nuevo compromiso de la UE con Brasil, a quien se le había dado la preferencia de ser considerado contraparte estratégica de la UE en la Cumbre bilateral con Brasil celebrada en Lisboa el 4 de julio de 2007. Esta decisión, que de alguna manera vino a contracorriente del enfoque interregional de la propia UE, había generado en un primer momento inquietudes en otros países latinoamericanos, como Argentina, especialmente por el interés europeo en impulsar una mayor cooperación entre Brasil y el espacio europeo en materia de biocombustibles. Esta situación, que inicialmente suponía una cierta complicación para los demás miembros del MERCOSUR, no ha tenido ningún impacto en la Cumbre de Lima. En realidad, Brasil debió poner todo su empeño diplomático para que su interés en la promoción del bioetanol fuera respetado por los demás participantes. Si bien inicialmente los biocombustibles fueron vistos como una alternativa viable para conseguir la seguridad energética, en las últimas semanas han comenzado a surgir críticas europeas y latinoamericanas respecto a la sostenibilidad de la producción de biocombustibles y su compatibilidad con distintas normas sociales y medioambientales.

Desde esta perspectiva quedó planteado el tema de la seguridad alimentaria, que dominaba los debates en las ocho mesas de trabajo en las que se organizó la participación de los presidentes y jefes de gobierno. Allí se debatió la propuesta venezolana de establecer un fondo para activar la producción de alimentos y promover la producción de fertilizantes y la de facilitar maquinaria para la agricultura en base a un porcentaje sobre el valor de las exportaciones de petróleo. Esta última idea encontró un eco limitado, ya que en la UE no existía un formato de correspondencia para hacer viable esta iniciativa. La propuesta brasileña de inducir un diálogo especializado sobre la transferencia de conocimientos en materia de bioenergía no se profundizó, sino que fue transferida a la próxima reunión de la Conferencia ministerial sobre medioambiente entre América Latina y Caribe/UE, que se había constituido por primera vez en el transcurso de este año y fue toda una innovación en el proceso euro-latinoamericano. Por medio de este instrumento podría darse viabilidad al interés en buscar acuerdos sobre el uso de energías renovables como un elemento complementario a la hora de reducir los efectos nocivos sobre el clima por el consumo tradicional de hidrocarburos. El interés europeo por impulsar las energías renovables, como la geotérmica, la eólica o la solar, central en el enfoque del plan de acción de Bali, fue considerado el punto de partida en la acción conjunta de ambas partes. Reconciliar las prioridades europeas con las potenciales latinoamericanas fue uno de los elementos clave para hacer visible la cooperación y la creación de posturas comunes euro-latinoamericanas en el marco bi-regional y global.

Innovación de instrumentos e implementación

La Cumbre de Lima resultó ejemplar en cuanto a la preparación de los contenidos de la reunión presidencial. Con mucha antelación el gobierno peruano se impuso la tarea de inducir el debate con reuniones sectoriales anteriores, lo cual permitió que las partes se esforzaran por lograr una mayor confluencia y convergencia de posiciones ya antes del encuentro en la capital peruana. Hay que señalar que no sólo el dialogo político institucionalizado en los formatos parlamentarios, ejecutivos y de la sociedad civil ha demostrado ser un instrumento eficiente para adelantar sistemas de cooperación, sino que los diálogos sectoriales también tienen una repercusión semejante. En esta materia se han ido reuniendo responsables en cuestiones de medioambiente, drogas e inmigración y se esta visualizando que este formato podría permitir superar la poca productividad imperante en estas Cumbres, con su multilateralismo ad hoc. De esta manera, se ha logrado desarrollar una mayor continuidad en los períodos entre las cumbres, aunque sigue abierto el tema de la supervisión de la implementación de los acuerdos logrados en las reuniones presidenciales. La propuesta del anfitrión peruano Alan García por encomendar la vigilancia sobre los acuerdos logrados en Lima a las secretarías pro tempore en Madrid y Buenos Aires hasta la celebración de la próxima cumbre en España, parece ser una sugerencia oportuna, aunque no cumple con la expectativa de generar un formato institucional más flexible.

Los demás formatos tradicionales de los diálogos subregionales y bilaterales celebrados en Lima en el contexto de la Cumbre demostraron el interés de los países latinoamericanos por finalizar las negociaciones comerciales con Centroamérica y el área andina en 2009, respetando las diferencias internas y las capacidades respectivas de estas naciones. Es en esta perspectiva que se visualiza la creciente heterogeneidad de los países latinoamericanos, que solamente con dificultades puedan lograr esquemas de reciprocidad en las negociaciones comerciales. Desde esta perspectiva parece darse una inclinación a negociar tratados de libre comercio (TLC) de carácter híbrido, más próximos al patrón del DR-CAFTA de EEUU, que funciona bajo el esquema de un “acuerdo techo” para una serie de TLC individuales con los diferentes países. Este esquema rompería el concepto tradicional de la UE de obligar a sus contrapartes latinoamericanas a negociar en grupo y transmitir por esta vía su propia experiencia integracionista.

En materia de diálogo político habrá que esperar a ver qué elementos innovadores puede aportar el dialogo político estructurado sobre cohesión social y políticas públicas acordado con Brasil en un memorando de entendimiento de abril de 2008. Especial mención merece el acuerdo de la Cumbre de Lima de considerar la creación de una Fundación América Latina/Caribe-UE, surgido de una propuesta emanada del Encuentro parlamentario euro-latinoamericano (EuroLat) celebrado en Lima el 1 de mayo. La fundación podría tener un papel central en la relación euro-latinoamericana y convertirse en el lugar central del debate bi-regional. Así se llenaría el vacío en la coordinación de los diferentes enfoques gubernamentales, parlamentarios, de la sociedad civil y del mundo académico. Además, se podría superar la aversión de la Comisión Europea a apoyar instancias permanentes y limitarse a la creación de redes como patrón único de las relaciones euro-latinoamericanas. Las bases de la Fundación Euro-Latinoamericana deben determinarse en una reunión de altos funcionarios en 2009. Habrá que esperar que desde allí emane un impulso organizador para los diferentes niveles de diálogo y pensamiento euro-latinoamericanos, se dé expresión a la comunidad de voluntades y se generen nuevas coincidencias de valores. En este sentido, la relación euro-latinoamericana replica la experiencia alcanzada en la relación entre la UE y sus contrapartes en el sureste asiático (ASEM), que ha producido buenos resultados.

Un impulso importante: la iniciativa parlamentaria – EuroLat

En comparación con la Declaración de Lima, que reúne 57 puntos de acuerdos en 17 páginas, resulta refrescante y de mayor contenido político con una visión a largo plazo el mensaje que la segunda sesión plenaria de la Asamblea de Parlamentarios Euro-latinoamericanos (EuroLat) dirigió el 1 de mayo a la cumbre presidencial en Lima. Los señalamientos de esta comunicación ubican oportunamente la relación euro-latinoamericana en el tema de las asimetrías, las cuales se pretende reflejar en un concepto de solidaridad y complementariedad. Al mismo tiempo, propone una asociación interregional global, que podría –junto con una profundización de la cooperación en materia de paz y seguridad– dar un nuevo enfoque a la cooperación birregional.

Este comunicado señala en forma concisa y oportuna los próximos pasos a dar para concentrar y fortalecer los mecanismos institucionales y de cooperación entre las partes, comenzando, por ejemplo, con un centro de prevención birregional de conflictos y un centro de monitoreo de la migración. Estas recomendaciones apuntan con claridad hacia las posibilidades reales de cooperación, y podrían ser parte de un esquema en cuanto a su alcance institucional en materia de cooperación. Ahí se demuestra la virtud de una cooperación y un dialogo que no se ve obligado a cubrir todas las áreas con la repetición de las diferentes iniciativas globales, que no dejan o permiten vislumbrar la especificidad de la cooperación euro-latinoamericana. En ese sentido, la acción interparlamentaria parece dar más frutos que la diplomacia de cumbres, que no logra despegarse de sus tradiciones y de la ineludible reseña de todos los sucesos internacionales. De ahí podría deducirse la necesidad de lograr una mayor confluencia entre la iniciativa parlamentaria y las dinámicas ejecutivas para aprovecharse mutuamente de las virtudes de cada uno de los procesos.

La pre- y post-cumbre

Ante las invectivas dirigidas antes de la Cumbre de Lima por el presidente venezolano Hugo Chávez a la canciller alemana Angela Merkel había grandes preocupaciones por la conflictividad que podría manifestarse en Perú. Sin embargo, al encontrarse en Lima los protagonistas del conflicto, se dejaron de lado las anteriores confrontaciones verbales. De nuevo el presidente venezolano demostró ser más forma que sustancia en su acción internacional, recurriendo a provocaciones como estilo de su política exterior.
De mayor impacto resultó la confrontación entre los presidentes Hugo Chávez y Rafael Correa con su colega colombiano Álvaro Uribe debido a las declaraciones sobre la autenticidad de los documentos encontrados en los ordenadores de Raúl Reyes, el número dos de las FARC, acribillado en la incursión colombiana en territorio ecuatoriano. Esta situación de enfrentamiento está dificultando no sólo el proceso de la integración andina sino también dañando las instituciones de la nueva integración como Unasur, el Banco del Sur y PetroAmérica. Esta relación necesitará en el futuro un mayor tratamiento de los líderes sudamericanos, ya que tiene todos los elementos para complicar el entendimiento entre los países del área. Ahí la UE no tiene ningún papel que jugar, pero fue visible en los contactos mantenidos entre el presidente del gobierno español, Rodríguez Zapatero, y el presidente venezolano que hicieron que los niveles de confrontación pudieran regresar a sus cauces para facilitar procesos más oportunos de entendimiento. El talante provocador de Hugo Chávez será, sin embargo, garante de nuevas confrontaciones, que podrían entorpecer la acción de la asociación euro-latinoamericana. Por lo tanto, parece vital que la UE, en su política con América Latina y el Caribe, asuma seriamente el planteamiento de la asimetría y se empeñe en diseñar conceptos más flexibles para responder a la mayor heterogeneidad en el subcontinente, más allá de su tradicional confesionario interregional.

Conclusiones

La Cumbre de Lima podría marcar, más allá de las intenciones de los políticos participantes, un punto de inflexión para la relación euro-latinoamericana: no ha habido antes una insistencia tan articulada por parte latinoamericana en el tema de las asimetrías, no solamente entre las subregiones latinoamericanas y la UE sino también hacia dentro en las mismas subregiones. La insistencia en negociar en un diseño más individual el TLC con los países de la CAN por parte de Colombia y Perú ha dejado claro que la idea europea del interregionalismo está llegando a sus límites de productividad en la relación euro-latinoamericana. Ahora habrá que iniciar el debate sobre hasta dónde el patrón interregional puede mantenerse vigente en el diálogo político y la cooperación, mientras que la UE se tendrá que abrir a un tratamiento más individual en la parte de las negociaciones comerciales. Las diferentes velocidades se avecinan como un tema de debate inevitable en las futuras reuniones birregionales.