lunes, 2 de marzo de 2009

EL FIN DE LA INVULNERABILIDAD DE LAS FARC


Camilo Echandía Castilla

La guerrilla colombiana, que había logrado extender su influencia a zonas de gran valor estratégico como resultado de la acumulación de recursos económicos y poderío militar, hoy da muestras de debilitamiento. Los grupos alzados en armas han perdido la iniciativa en la confrontación y la Fuerza Pública la ha recuperado. Esta situación, que parece irreversible, es resultado de la acción de las Fuerzas Militares, fortalecidas y mejor preparadas gracias al proceso de modernización iniciado desde 1998 por el gobierno de Andrés Pastrana y profundizado durante la gestión de Álvaro Uribe.

Los grupos guerrilleros fueron afectados no solamente en las áreas centrales del país, a las que habían logrado acceder con mucho esfuerzo, sino también en su retaguardia estratégica. Las tendencias de la confrontación indican que hoy la guerrilla prioriza el control de objetivos de carácter estratégico (corredores de movilidad, áreas con recursos económicos y zonas de repliegue) y que ha dejado de lado la defensa de dominios territoriales estables.

Los movimientos y las formas de operar de las organizaciones armadas, que buscan evitar a toda costa el enfrentamiento directo con las Fuerzas Militares y al mismo tiempo tratan de desgastarlas acudiendo a las tácticas propias de la guerra de guerrillas, revelan el enorme retroceso sufrido en los últimos años. Los últimos golpes –la muerte de Raúl Reyes y la liberación de Ingrid Betancourt– son muestras de esta situación.

Evolución del conflicto armado en Colombia

Lejos de ser lineal, la evolución del conflicto armado se explica a partir de las sucesivas rupturas originadas por los cambios en la conducta de sus Protagonistas (1).

En la década de 1980 se produjo una de las rupturas más importantes, cuando las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), que habían nacido veinte años atrás, comenzaron a cumplir algunos objetivos con un claro carácter estratégico: acumular recursos económicos, extender su presencia a zonas con un elevado valor en el desarrollo de la confrontación y aumentar su influencia en los gobiernos locales (2).

Una perspectiva de largo plazo ayuda a entender la evolución del conflicto. Afines de los 80 se había hecho ostensible el aumento de la presencia territorial y el poder de fuego de los grupos insurgentes. Sus acciones urbanas ya habían adquirido categoría estratégica. En este marco, las Fuerzas Militares mantenían una actitud reactiva y estática, resultado de una profunda incomprensión acerca de las implicaciones de los nuevos planes de las guerrillas para la seguridad interna del país. Para aquel entonces, el ELN exhibía el mayor protagonismo armado, mientras que las FARC aparecían en segundo lugar.

La iniciativa de estos dos grupos, que llegó a su máximo nivel en 1988, cuando el gobierno de Virgilio Barco (1986-1990) presentó su propuesta de paz a las organizaciones armadas, doblaba las acciones de las Fuerzas Militares. La escalada de la confrontación durante el gobierno de César Gaviria (1990-1994) fue una respuesta de las guerrillas agrupadas en la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (CG-SB) a las operaciones militares dirigidas a golpear a las FARC. El incremento de la actividad armada también fue resultado de las ofensivas desatadas durante las negociaciones que se llevaron a cabo en 1992 y en 1994 con el propósito de demostrar poderío guerrillero en pleno cambio de gobierno.

A partir de la ofensiva de las Fuerzas Militares contra el Secretariado de las FARC, en 1990, en el municipio de Uribe, en Meta, la organización aceleró su expansión hacia el centro del país y logró avanzar en el proceso de especialización de sus frentes y en la creación de las columnas móviles. En este lapso, los combates iniciados por las Fuerzas Militares se incrementaron en virtud de la llamada «guerra integral» lanzada por el gobierno tras el fracaso de los diálogos de paz con la CG-SB. La proporción entre los combates iniciados por las Fuerzas Militares y las acciones de la guerrilla, aun cuando siguió siendo desfavorable al Estado, mejoró.

En 1993, en el marco de esta ofensiva militar, los grupos armados recurrieron a la táctica de replegar sus estructuras para impedir su debilitamiento. Durante el gobierno de Ernesto Samper (1994-1998), las FARC, que ya contaban con una mayor capacidad ofensiva derivada de la acumulación de experiencia en la preparación y conducción de ataques, escalaron su accionar con el propósito de dar el salto de la guerra de guerrillas a la guerra de movimientos (3).

En este cuatrienio, el secuestro se convirtió en el medio más utilizado por los grupos armados para conseguir el fortalecimiento estratégico y económico: hubo secuestros masivos de miembros de la Fuerza Pública, secuestros selectivos de dirigentes políticos y secuestros extorsivos con fines económicos. Cabe destacar también que en 1997 las FARC presionaron para lograr la renuncia de candidatos a los concejos y alcaldías.

En el siguiente gobierno, liderado por Andrés Pastrana (1998-2002), las FARC lograron su mayor éxito en los momentos previos al inicio de las conversaciones de paz en la denominada Zona de Distensión (ZD), en el suroriente del país. En noviembre de 1998, Mitú, capital del departamento de Vaupés, fue tomada por asalto en una acción que produjo la muerte de 16 miembros de la Fuerza Pública y el secuestro de otros 61. Es importante destacar que, si bien esta maniobra marcó el logro más significativo de las FARC, el control de Mitú fue recuperado en poco tiempo mediante una importante operación militar, que significó el inicio de una serie de operaciones exitosas contra las FARC, resultado del proceso de transformación militar y la cooperación de Estados Unidos a través del Plan Colombia.

En efecto, desde inicios del gobierno de Pastrana la Fuerza Militar fue sometida a un proceso de profundo cambio en los ámbitos institucional, doctrinario y tecnológico, que se expresó en la profesionalización del Ejército, la adecuación de la doctrina militar a las realidades de la confrontación, la mayor efectividad en el planeamiento y la conducción de las operaciones, la adopción de un concepto operacional proactivo, ofensivo y móvil, y el mejoramiento en inteligencia, tecnología y estructuras de comando, control y comunicaciones. La reforma militar, que dotó al Ejército de nuevas capacidades para enfrentar a los grupos guerrilleros, logró frustrar el objetivo de las FARC de pasar de una guerra de guerrillas a una guerra de movimientos, y consiguió impedir que utilizaran de manera táctica la Zona de Distensión.

A partir de 1999, la Fuerza Pública comenzó a recuperar la iniciativa gracias al incremento en la movilidad y a la mayor capacidad de reacción aérea. Entre 1999 y 2001, los combates por iniciativa de las Fuerzas Militares registraron un crecimiento sostenido que se aceleró de forma significativa desde 2002.

Para compensar su inferioridad militar, las FARC recurrieron a los ataques a poblaciones para destruir los puestos de la policía y debilitar la presencia estatal en las zonas en las que buscaban ampliar su influencia. La localización de los ataques revela el propósito de crear un corredor entre los departamentos del suroriente y la costa del Pacífico en el suroccidente del país. Además de buscar asegurar este corredor, las FARC intentaron ampliar su reconocimiento y su influencia en la gestión local. Al constituirse como poder de facto en estos municipios, pretendieron ganar legitimidad y representatividad política en la negociación con el gobierno. Asimismo, incrementaron los secuestros de dirigentes políticos para presionar por el intercambio de guerrilleros encarcelados.

Al mismo tiempo, mientras el gobierno negociaba con las FARC, los grupos paramilitares, que desde los 80 tenían una fuerte relación con el narcotráfico, comenzaron a adquirir mayor protagonismo. Esto contribuyó en forma significativa a la degradación del conflicto. Las masacres aumentaron y llegaron a su pico máximo en 2001, situación que se explica por la lógica de expansión de los grupos paramilitares con el propósito de controlar los escenarios de producción de coca y las rutas para la exportación de la droga en la costa norte. Asimismo, estos grupos comenzaron a incursionar en las zonas de retaguardia de las
FARC, en el suroriente del país.

En la disputa con las Fuerzas Militares y los paramilitares por el control de posiciones estratégicas, la guerrilla terminó recurriendo a prácticas de terror similares a las de los paramilitares. El incremento de la violencia por parte de la guerrilla se reflejó en la realización cada vez más frecuente de secuestros indiscriminados. Parece lógico interpretar esta conducta como el intento de compensar la pérdida de influencia sobre los escenarios donde antes llevaba a cabo secuestros selectivos precedidos de detalladas labores de inteligencia sobre las víctimas.

La ruptura del proceso de paz entre el gobierno y las FARC, en febrero de 2002, dio paso a una escalada de acciones guerrilleras orientadas a afectar la gobernabilidad local mediante amenazas contra alcaldes y concejos municipales, a los que se forzaba a renunciar. En 2002, 158 de los 1.098 municipios de Colombia se encontraban sin presencia policial por los reiterados ataques a las poblaciones, mientras que 131 alcaldes amenazados se habían visto obligados a salir de sus localidades.

Estos cambios en las operaciones de las FARC y la ofensiva de las Fuerzas Militares se consolidaron durante el primer gobierno de Álvaro Uribe (2002-2006). Durante esta etapa, y en lo que va de su segundo mandato, se produjo un cambio sin precedentes en la dinámica de la confrontación, que se expresó en un aumento de la capacidad de combate de la Fuerza Pública que obligó a la guerrilla a reducir de manera muy significativa su accionar armado, su presencia territorial y los secuestros (4).

A partir de 2003, se produjo un quiebre en las tendencias que desde hacía tiempo caracterizaban la confrontación. Por primera vez, los combates librados por la Fuerza Pública superaron a aquellos lanzados por iniciativa de la guerrilla, que comenzaron a disminuir. Entre 2003 y 2007, el balance de fuerzas ha sido favorable al Estado.

Cambios en la conducta de la guerrilla en medio de la ofensiva militar

La decisión del gobierno de Uribe de combatir sin tregua a los grupos armados ha forzado a estos a retomar los comportamientos propios de la guerra de guerrillas (5), y a optar por el repliegue hacia zonas de refugio, lo cual se ha expresado en el descenso de su operatividad en el ámbito nacional.

Ante la inferioridad militar, las organizaciones guerrilleras han tenido que limitar sus operaciones a copar algunas posiciones estratégicas, para lo cual han recurrido principalmente al minado de los accesos. Esto resulta especialmente costoso para la Fuerza Pública, que registra más víctimas por efecto de las minas que por los contactos armados con los grupos irregulares.

La conducta de la guerrilla se caracteriza cada vez más por la realización de acciones intermitentes a través de pequeñas unidades que utilizan la táctica de golpear y correr. Estas acciones, además de multiplicar los escenarios de las operaciones, dificultan la identificación del enemigo, que en muy pocas ocasiones se presenta como un frente estático. Aplicando el principio de economía de fuerza, las organizaciones armadas buscan reducir al máximo sus bajas y los costos de las operaciones, mientras que la Fuerza Pública ha tenido que redoblar sus esfuerzos para responder a los ataques distribuidos en diferentes sitios del país.

Como ya se señaló, la mayor presión del Ejército, que se expresa en un número creciente de combates librados principalmente contra las FARC, ha forzado a la guerrilla a disminuir sus actividades. La reducción en el accionar de la guerrilla es muy fuerte en la ejecución de actos de sabotaje contra la infraestructura del país, mientras que las acciones dirigidas contra la Fuerza Pública presentan una caída menos brusca. Esto es particularmente interesante pues demuestra que, si bien la guerrilla ha recurrido al sabotaje como una de sus principales armas, realiza este tipo de operaciones solo en momentos de escaladas, lo que revela que la obtención de los recursos necesarios para lograr sus objetivos depende de no impactar en forma grave la economía del país.

Durante 2006, las FARC realizaron «paros armados» en escenarios diferentes de los que abarca el Plan Patriota, continuidad del Plan Colombia orientado a que el Estado recupere el control del sur del país. Estos «paros armados» se realizaron en los departamentos de Chocó, Huila, Putumayo, Nariño y Arauca. Además, las FARC lanzaron ataques contundentes contra la Fuerza Pública en Córdoba y Norte de Santander y emboscadas a unidades militares y de policía en Nariño, Putumayo, Santander, Norte de Santander y Cesar. Esto revela el propósito de las FARC de tratar de diluir el mayor esfuerzo militar desplegado contra su retaguardia estratégica en el suroriente del país. Y, al mismo tiempo, revela que hoy los combates de las Fuerzas Militares determinan la focalización geográfica de la confrontación armada, a diferencia de lo que ocurría en periodos anteriores, cuando los escenarios de la guerra eran dominados por la acción de los grupos alzados en armas.

En esta nueva situación, la Fuerza Pública y la guerrilla van por caminos diferentes. En efecto, mientras que la primera ha priorizado como objetivo principal asegurar el control territorial, para lo cual desplegó a partir de 2004 el Plan Patriota en el suroriente del país, las FARC han renunciado a la defensa del territorio y, en cambio, buscan el control de zonas estratégicas que garanticen su supervivencia, como Cauca y Nariño. Entre 2004 y 2007, los combates por iniciativa de las Fuerzas Militares superaron a los lanzados por la guerrilla en 28 de los 31 departamentos considerados (6). Pero en Cauca, Nariño y Vaupés la capacidad de contención del Ejército es menor al accionar de la guerrilla.

Este cambio en la relación de fuerzas se vio reflejado en la operación que permitió la liberación de Ingrid Betancourt, tres contratistas estadounidenses y 11 integrantes de la Fuerza Pública que permanecían secuestrados por las FARC. No parece exagerado afirmar que esta maniobra, que implicó la infiltración de la organización, ha sido uno de los golpes más contundentes asestados a las FARC en toda su historia, ya que puso en evidencia la vulnerabilidad de una organización que, como ha señalado Pécaut (7), se había caracterizado por sus elevado grado de hermetismo y cohesión.

La muerte de Raúl Reyes, también ocurrida en el primer semestre de 2008, fue otro duro golpe para las FARC, que nunca habían perdido a un miembro del Secretariado a causa de una operación contrainsurgente. Pero aún más importante fue el significado de la operación militar contra el campamento de Reyes, que marcó un fuerte revés para la táctica de las FARC de replegarse a las áreas de frontera como vía para resguardar la integridad de su retaguardia estratégica.

Con respecto al ELN, la reducción de su actividad armada es notoria incluso en la realización de sabotajes contra la infraestructura económica, que era el tipo de acción más recurrente de esta organización. Aunque las operaciones lanzadas por las Fuerzas Militares han sido importantes en el debilitamiento del ELN, la actuación de los grupos paramilitares es un factor que no puede dejarse de lado. Los paramilitares lograron penetrar zonas de elevado valor estratégico para la agrupación guerrillera y golpear a una buena parte de sus estructuras, que se vio forzada a replegarse hacia las zonas montañosas, donde ha tenido que buscar el apoyo de las FARC.

Como resultado de esta decisión, el ELN y las FARC han terminado cohabitando y, en algunos casos, actuando coordinadamente, sobre todo en las regiones más altas de la Serranía de San Lucas (sur del departamento de Bolívar), en la Serranía del Perijá (departamento de Cesar) y en la Sierra Nevada de Santa Marta (costa del Caribe). Por otra parte, en los departamentos de Valle, Cauca y Chocó algunas estructuras del ELN han decidido estrechar vínculos con las FARC o con grupos armados al servicio del narcotráfico, con el fin de garantizar corredores y participar en otras actividades ilegales, lo que les ha permitido en alguna medida actuar con autonomía de la dirección central de la organización.

Pero si bien en ciertas zonas se ha registrado una cooperación, en otros escenarios los enfrentamientos entre el ELN y las FARC están a la orden del día. En el departamento de Arauca, las disputas por el control de los recursos económicos y los corredores que conducen a territorio venezolano han generado cruentos enfrentamientos que han producido muchas bajas en ambas organizaciones. Asimismo, en el departamento de Nariño el ELN –que ha establecido vínculos con grupos al servicio del narcotráfico– se disputa con las FARC el control de corredores estratégicos, cultivos de coca y laboratorios para el procesamiento de la droga (8). Cabe señalar que las alianzas con grupos armados ligados al narcotráfico no han sido ajenas a las FARC. En efecto, en el sur de Bolívar, Urabá, Córdoba, Bajo Cauca antioqueño, sur de Cesar, Meta y Vichada, al menos seis frentes de las FARC han establecido pactos para el manejo de los cultivos de coca, la protección de los laboratorios y la utilización de las rutas para la exportación de droga.

En suma, el incremento y la efectividad de las acciones de las Fuerzas Militares, la pérdida de territorio e iniciativa armada por parte de la guerrilla y la ofensiva en las zonas a las que estos grupos se habían replegado para garantizar la integridad de su retaguardia estratégica son los principales indicadores que muestran el cambio que se ha producido a favor del Estado en el conflicto colombiano.

Conclusión

Entre 2003 y 2007, la confrontación armada experimentó cambios muy importantes. Las Fuerzas Militares combaten a los grupos guerrilleros en zonas en las que tienen su mayor poderío militar y económico, así como en áreas centrales de gran importancia estratégica. La superioridad militar del Estado representa para las guerrillas un impedimento para lograr los objetivos definidos desde los años 80: ganar presencia en zonas estratégicas y extender su accionar a los centros administrativos y políticos más importantes del país.

Como resultado de este cambio en el equilibrio de fuerzas, el conflicto vuelve a expresarse más intensamente en las zonas rurales. Esto ha hecho que en la actualidad los escenarios más afectados por el accionar guerrillero se encuentren apartados de las actividades económicas más dinámicas, localizadas en las áreas llanas integradas a los principales centros de desarrollo nacional. El impacto de la ofensiva militar contra las FARC se expresa en la pérdida de 50% de sus integrantes, el repliegue forzado hacia zonas donde ya no se encuentran a salvo y una ostensible caída en el accionar armado y la capacidad de maniobra, lo cual les ha generado dificultades cada vez mayores para financiar sus operaciones. Todo esto revela un debilitamiento sin antecedentes en la organización guerrillera. En lo concerniente al ELN, el impacto de la ofensiva de las Fuerzas Militares, las continuas deserciones y las disputas con las FARC en los escenarios donde es más fuerte han generado un debilitamiento de la organización que no ha podido ser compensado con las alianzas que recientemente ha sellado con otros grupos armados.

Quedan pocas dudas sobre la superioridad alcanzada por el Estado y el evidente debilitamiento de la guerrilla. La situación actual del conflicto armado en Colombia ha desmitificado la supuesta invulnerabilidad de las FARC, lo que a su vez afectará la moral y la disposición de combate de sus integrantes y tendrá un efecto disuasivo para nuevos reclutamientos.

Notas:

1. En relación con el concepto de rupturas estratégicas y la forma en que se han dado en el contexto del conflicto armado colombiano, v. Eric Lair: «Transformaciones y fluidez de la guerra en Colombia: un enfoque militar» en Gonzalo Sánchez y Eric Lair (eds.): Violencias y estrategias colectivas en la región andina, IFEA / IEPRI / Grupo Editorial Norma, Bogotá, 2004.

2. La expansión territorial de la guerrilla se encuentra estrechamente relacionada con la búsqueda de objetivos estratégicos: recursos mineros, cultivos ilícitos, actividades dinámicas y presencia en zonas con un nivel de urbanización superior al de los municipios donde estuvo inicialmente presente. Ver C. Echandía Castilla: Dos décadas de escalamiento del conflicto armado colombiano, Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2006, cap. 1.

3. En 1996, los ataques se llevaron a cabo el 30 de agosto a la base militar Las Delicias en el departamento de Putumayo y el 7 de septiembre a la base militar de La Carpa en Guaviare. En 1997, la base militar de Patascoy en el departamento de Nariño fue atacada el 21 de diciembre. En 1998, a partir del mes de marzo, fueron atacadas la Brigada Móvil No 3 del Ejército en el caño El Billar (Caquetá), las instalaciones de Policía en Miraflores, Guaviare y las bases militares de Pavarandó (Urabá) y Uribe (Meta).

4. El recurso sistemático al secuestro, que es un símbolo claro de la degradación de la guerrilla, ha sido un medio de presión en el ámbito regional por cuanto su intensificación es la etapa previa a la expansión territorial. En sentido contrario, la actual caída del número de secuestros es una expresión inequívoca del repliegue de las estructuras armadas de la guerrilla. Ver Daniel Pécaut: Las FARC, une guérrilla sans fins?, Éditions Lignes Repéres, París, 2008.

5. La táctica de la guerra de guerrillas falta a las reglas de la conducta militar clásica porque los guerrilleros, que a causa de su inferioridad numérica y armamentística no pueden arriesgarse a una batalla directa y a campo abierto, optan por el aguijonamiento del enemigo, al cual buscan desconcertar y desgastar mediante constantes hostigamientos, ataques por sorpresa y pequeñas emboscadas (ver Peter Waldmann: «Guerra civil: aproximación a un concepto difícil de formular» en Guerra civil, terrorismo y anomia social, Konrad Adenauer Stiftung / Grupo Editorial Norma, Bogotá, 2007, cap. 1). La literatura especializada señala que las tácticas propias de la guerra de guerrillas son apropiadas solo en una fase de transición, mientras se está supeditado al enemigo. En contraste, la decisión militar definitiva que allane el camino hacia el poder tiene que producirse en una batalla directa entre ejércitos regulares, lo cual supone una condición inalcanzable para la guerrilla colombiana en las circunstancias actuales.

6. La ventaja es mayor en Antioquia, Meta, Tolima, Caquetá, Casanare, Cesar, Guajira y Magdalena. Datos del Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario.

7. Ver D. Pécaut: ob. cit.

8. International Crisis Group: «Colombia: ¿Se está avanzando con el ELN?», Boletín informativo sobre América Latina No 16, Bogotá-Bruselas, 11/10/2007, disponible en .

TENDENCIAS DE LA POLARIZACIÓN TERRITORIAL Y DE LAS INEQUIDADES EN COLOMBIA


Luis Armando Galvis y Adolfo Meisel Roca

En el ámbito internacional, se ha observado una regularidad en los ejercicios empíricos basados en los planteamientos de Kuznets, quien postula que existe una relación de U invertida entre las inequidades de un país y su crecimiento económico. De acuerdo con estos planteamientos, a medida que aumentan los niveles de ingreso per cápita, aumentan las desigualdades, y a partir de cierto punto, los mayores incrementos en el ingreso per cápita van acompañados de una reducción en las disparidades. En Colombia, dichas inequidades se han acentuado durante las últimas décadas, y con ello el crecimiento económico y el bienestar de la población se podrían ver afectados, pues las mayores inequidades explican, en parte, por qué las grandes ciudades, como Bogotá, han alcanzado una importancia sin precedente en la economía nacional.

A lo largo del siglo XX, la preponderancia de Bogotá no era evidente, pues Colombia fue uno de los pocos países latinoamericanos cuya red urbana no estuvo dominada por una sola ciudad. En el resto de los países latinoamericanos, con excepción de Brasil y Ecuador, el auge de la industrialización fue un factor que impulsó la consolidación de la ciudad principal como el centro del crecimiento económico y demográfico.

Dicho fenómeno se conoce como primacía urbana y aparece cuando la ciudad principal, que coincide con la capital del país, se sobredimensiona con respecto al tamaño de las demás ciudades y se crea una suerte de dependencia jerárquica del resto de las ciudades de la red urbana. El conjunto de las ciudades empieza a depender económicamente de la ciudad principal, pues en ésta se concentran las fuentes de empleo más importantes, la inversión en infraestructura que fortalece la capacidad para emprender proyectos y establecer empresas nuevas, y la inversión en capital social y cultural proveniente de recursos privados, así como los recursos del gobierno central. De esta manera, las ciudades de mediano tamaño se convierten en expulsoras netas de población hacia la ciudad principal, por ser esta última la que tiene un mercado mayor y, por ende, mayor capacidad para generar empleos.

En Colombia, la primacía urbana no se observó a lo largo del siglo XX, probablemente porque su abrupta topografía ocasionó que la comunicación terrestre fuera relativamente deficiente entre las ciudades intermedias y Bogotá, la ciudad principal por tamaño y por ser la capital del país. Como consecuencia, el patrón de localización de la población en Colombia se caracterizó por presentar varios polos de crecimiento relativamente equilibrados.

Esto generó la aparición de cuatro regiones económicas principales, que están muy ligadas a la topografía del país: a medida que la cordillera de los Andes entra al sur-occidente del país, ésta se ramifica en tres cadenas montañosas que lo dividen en varias regiones diferenciadas en términos físicos y económicos. Es así como se configuran la región central, con Bogotá como el principal centro urbano; la región pacífica, que cuenta con la ciudad de Cali como el principal centro urbano; la región del eje cafetalero, con Medellín, y la costa del Caribe, con Barranquilla como la principal ciudad de la región.

Inicio del Siglo XX

Al inicio del Siglo XX, Bogotá era la única ciudad colombiana cuya población excedía los 50 000 habitantes, pues el resto del país era predominantemente rural y el poblamiento era muy disperso. Uno de los efectos que trajo la industrialización de las siguientes décadas fue que las cuatro ciudades principales —Bogotá, Cali, Medellín y Barranquilla— surgieron como polos de desarrollo relativamente equilibrados. Al respecto, es importante mencionar que Bogotá, según los datos del censo de 1951, representó solamente el 6.2% de la población total del país y, además, sólo el 85% de la población agregada de las tres siguientes ciudades principales. Esto quiere decir que, aunque Bogotá era la ciudad más grande, no estaba sobredimensionada con respecto a las demás ciudades principales. Por eso se dice que la red de ciudades estaba relativamente equilibrada.

Cada una de esas ciudades principales se convirtió en el centro económico e industrial de las regiones más importantes del país que, para ese entonces, estaban relativamente segmentadas. Sólo hacia el final de la primera mitad del siglo XX, dichas regiones empezaron a estar integradas a partir de una red de carreteras y ferrocarriles que se construyeron, en principio, con los recursos obtenidos como indemnización por la pérdida de Panamá en 1903, y con otros recursos provenientes de créditos de organismos internacionales. Estos fondos le permitieron al país experimentar, durante las décadas de 1920 a 1960, una fase sin precedente de inversión en infraestructura. De esta manera, se logró consolidar una malla vial que integró a las principales regiones del país, especialmente las de la zona central.

La región de la costa del Caribe tenía inicialmente una posición privilegiada por contar con el puerto de Barranquilla conectado con el río Magdalena, principal medio de comunicación entre la región y el centro del país. Sin embargo, esa ventaja comparativa se perdió con la preponderancia del transporte terrestre y la pérdida relativa de la importancia del transporte fluvial en el escenario colombiano. A ello se le sumó otro elemento relacionado con Panamá, pues con la apertura del Canal en 1914 se dio paso para que un par de décadas más tarde Barranquilla quedara desplazado como el principal puerto de embarque y se consolidara el puerto de Buenaventura, localizado en el océano Pacífico. Este último, por estar cercano a Cali, otra de las ciudades principales, y por estar mejor conectado con la zona cafetalera (en relación con Barranquilla), pasó a ser un punto importante para las relaciones comerciales del país con el resto del mundo. En efecto, el café, uno de los productos fundamentales en términos del mercado internacional, empezó a exportarse a comienzos de los años treinta, principalmente por el puerto de Buenaventura.

Además de la recomposición de los patrones de transporte y de comercialización de los productos de exportación del país, como consecuencia de la redefinición de la infraestructura vial, con la creciente importancia del café en la economía nacional se consolidó la zona cafetalera como un eje de desarrollo y de bienestar que albergaba una gran proporción de la población del país. Asimismo, se optó por convertir a Colombia en un país industrializado por medio de una política de sustitución de importaciones, que privilegió la economía de la región cafetalera y generó un proceso de concentración de la riqueza en esa zona.

La política de sustitución de importaciones, a su vez, representó una desventaja para zonas como la costa del Caribe. Los bajos impuestos a la importación de productos relacionados con el café, tasas incluso negativas en términos reales, permitieron que la zona cafetalera se consolidara dentro del país como la de mayor desarrollo económico.

El ascenso de la principal metrópoli: Bogotá

El patrón de una red urbana relativamente equilibrada empezó a cambiar desde la década de los cincuenta, cuando Barranquilla, la principal ciudad de la región Caribe, entró en un proceso de estancamiento y declive que dio como resultado que Cali se convirtiera en la tercera ciudad más importante en el país. A partir de allí, el centro demográfico y de actividad económica pasó a ser el triángulo Bogotá-Medellín-Cali. Esta área, por ser el principal eje de la actividad económica, financiera, demográfica e incluso política, ha sido referida frecuentemente como el “triángulo de oro”. En esas tres ciudades, para el año de 1973, se concentraba casi el 20% de la población nacional, y ya para 2005, según los resultados censales, esa participación estaba en el 26.7%. Este cambio fue promovido principalmente por el apresurado crecimiento de Bogotá, pues las otras ciudades principales del triángulo, e incluso Barranquilla, mantuvieron relativamente estable su participación en la población total.

En términos de la movilidad de la población, en dicho triángulo se ha presentado una dinámica poblacional muy importante, pues para 1968 todas las ciudades atraían y no expulsaban población, pero ya para el censo de 1993 o el de 2005, eran expulsoras netas de población, con excepción de Bogotá, que durante todos los períodos censales entre 1973 y 2005 apareció como receptor neto. Llama la atención que, dentro de la dinámica de población, Bogotá es el principal destino migratorio, incluso de la población de las otras ciudades principales que, aunque están sumando población de otras ciudades intermedias, tienen un flujo importante de emigrantes hacia la capital.

Así, el patrón de las cuatro principales regiones relativamente equilibradas ha estado cambiando desde hace un par de décadas, y Bogotá se ha venido consolidando como la gran urbe en el panorama nacional. Por ejemplo, si para 1951 la participación de Bogotá en el agregado de las tres siguientes ciudades fue del 85%, ya para 1973 ese valor era del 96% y, según los datos del último censo de población, al año 2005 ese valor ascendió a 125%. Algunos factores que han favorecido el crecimiento tanto económico como demográfico de Bogotá han sido las economías de aglomeración y la gran influencia del sector público por ser la sede del gobierno central. Otra razón que ha permitido ese ascenso de Bogotá es que se ha consolidado como el gran mercado nacional al estar en el centro del país y ser accesible desde las demás zonas.

Como consecuencia de esos patrones, se confirma que, desde la década de los setenta, Colombia ha entrado en una dinámica similar al modelo de primacía urbana, característico de los países latinoamericanos, pues desde entonces Bogotá ha ganado participación en el total nacional a un ritmo que no han podido igualar las demás ciudades. De esta manera, las principales ciudades siguen teniendo un papel significativo, pero no tanto como Bogotá, que en 2005 albergó un total de 6.7 millones de habitantes que representaron el 16.3% de la población nacional. Esa creciente importancia de la capital en el entorno nacional es más notable si se examina la participación de Bogotá en el PIB nacional: mientras en 1960 Bogotá contribuía con el 14% del PIB, ese porcentaje se incrementó al 24.2% en 1997. Se estima que en 2006 su participación subió al 26%.

Las disparidades económicas regionales

Junto con el fenómeno del ascenso de la importancia de Bogotá en la economía nacional, en Colombia se ha presentado un creciente aumento en las disparidades regionales. Esto se puede apreciar en la concentración del ingreso per cápita en los departamentos de Colombia, que son la primera división político-administrativa del país, y dentro de los cuales se cuenta a Bogotá como uno de sus constituyentes. En el Gráfico 1 se presenta el cálculo del índice de Theil, que pone en evidencia la polarización en la distribución del ingreso. Se han presentado resultados similares, utilizando el PIB per cápita, en varias de las publicaciones del Centro de Estudios Económicos Regionales (CEER) pero, considerando que el ingreso es una variable más diciente del comportamiento de la disponibilidad de riqueza en las regiones, se utilizó ésta en lugar del PIB. Los cálculos se hicieron hasta el año 2000, última fecha para la cual existen datos del ingreso per cápita publicados por el Centro de Estudios Ganaderos y Agrícolas (CEGA).

Se observa que, en Colombia, las unidades territoriales con mayor PIB per cápita del país han ido ganando cada vez mayor participación. A su vez, las más pobres están contribuyendo con una menor fracción del PIB. Eso ha traído como resultado una serie de desequilibrios espaciales en la distribución de la riqueza en el país, pues las zonas más empobrecidas están localizadas en la periferia, principalmente a lo largo de la costa del océano Pacífico y del mar Caribe. Dentro de esta zona costera, por ejemplo, a pesar de que sólo contribuyen con el 30% de la población nacional, se concentra cerca del 50% de la población con necesidades básicas insatisfechas (NBI). Se esperaría que si la pobreza está distribuida por igual, los territorios que aportan el 30% de la población participen igualmente con un 30% de las personas en condición de pobreza.

Además, en la Costa Pacífica (definida como la suma de los departamentos de Chocó, Nariño y Cauca, junto con el municipio de Buenaventura), el porcentaje de personas con NBI es del 47.9%, en la Costa Caribe es del 45.4%, mientras que en Bogotá ese porcentaje fue del 9.16% en 2005. Si se agregan los departamentos a los que pertenecen las ciudades del denominado “triángulo de oro”, se observa que el índice de NBI en 2005 llega sólo al 15%: una tercera parte de lo observado en las regiones del Pacífico y del Caribe.

De acuerdo con estos resultados, se observa que en Colombia el fenómeno de la pobreza tiene un claro referente espacial: la riqueza se acumula en el centro del país y la pobreza en la periferia. Este resultado se exacerba porque, incluso dentro de los departamentos, es decir, en el nivel municipal, se encuentran desigualdades que también están asociadas con un fenómeno espacial. Hay, por ejemplo, una gran correlación positiva entre la distancia al municipio que es capital del departamento y el porcentaje de personas sin dotación de servicios públicos básicos.

En conclusión, en Colombia, el fenómeno de la pobreza y de las desigualdades está presente en los ámbitos interdepartamental, intradepartamental y regional. Desafortunadamente, las políticas del gobierno nacional no han estado encaminadas a reducir esas disparidades. De hecho, en los últimos planes de desarrollo, no se ha formulado una política dirigida a la reducción de las disparidades económicas regionales.

El papel del gobierno central

Con la política de descentralización que se fortaleció con la Constitución Política de 1991, e incluso antes de ella, se establecieron transferencias o participaciones en el presupuesto nacional y de los fondos provenientes de la explotación de los recursos naturales, de los cuales una parte debía asignarse a las municipalidades de donde se extraían dichos recursos. Además, un porcentaje se debía repartir entre las demás municipalidades y departamentos, siguiendo un conjunto de criterios, como la participación en la población, entre otros.

Con tales políticas se esperaba que, al transferir recursos desde las zonas con gran riqueza por su dotación natural de recursos, se diera un impulso al fortalecimiento del capital humano y a la reducción de los desequilibrios en los ingresos disponibles en las administraciones públicas locales en desventaja. Los recursos se destinarían inicialmente a financiar gastos de educación y salud. Sólo con la última reforma de 2007 se incluyó el saneamiento básico como uno de los sectores en los que se invertirían las transferencias. Lo paradójico de esas medidas es que precisamente la mala dotación de servicios básicos, como agua y alcantarillado, es una fuente de transmisión de enfermedades que a la larga afectan el nivel de salud; esto, a su vez, afecta las capacidades del individuo para aprovechar la educación recibida.

No obstante lo anterior, se observa que en Colombia los clusters de municipios donde hay un gran monto per cápita del sistema nacional de participaciones y de regalías no coinciden con los clusters de pobreza. En el Mapa 2 se presenta una estimación de los clusters espaciales de pobreza y de asignación de transferencias. Los clusters fueron detectados con base en los indicadores locales de asociación espacial, LISA (por sus siglas en inglés), empleando el software GeoDa. Las áreas con sombreado más oscuro son los municipios con altos valores de la variable en cuestión que están rodeados significativamente por municipios con valores igualmente altos, denominados clusters alto-alto. En consecuencia, los clusters bajo-bajo corresponden a municipios con bajos niveles en la variable medida, rodeados de municipios cuyo valor es, de la misma manera, bajo.

A partir de este análisis, se esperaría es que los clusters alto-alto en términos del NBI se correspondieran con áreas de transferencias per cápita altas o clusters alto-alto en términos de dichos recursos. Ésta no es la situación observada y, de hecho, en el panel (a) del Mapa 2 se aprecia que hay una gran fracción de municipios con un alto nivel de NBI que, a su vez, están rodeados de municipios en la misma condición y sin un nivel de transferencias del gobierno nacional que corresponda con esa situación de pobreza (están localizados en clusters de bajos montos de transferencias, representados por las áreas gris claro). Esto sucede en la parte sur de los departamentos de la Costa Caribe y en algunos municipios en la Costa Pacífica, así como en varios municipios en el oriente del país. Resultados similares se encuentran para el índice de NBI para 1993, especialmente en la Costa Caribe.

El “Efecto San Mateo” y sus implicaciones en Colombia

Parecería que las políticas del gobierno nacional en Colombia siguen muy de cerca la parábola de San Mateo (25,29): “Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aún lo que tiene le será quitado”.

Es claro que los ingresos fiscales per cápita (ingresos propios más transferencias del gobierno nacional) están sesgados hacia las zonas menos necesitadas, pues su nivel de ingreso per cápita está por encima del promedio. Esto se hace evidente al examinar la relación del PIB per cápita departamental con los ingresos totales per cápita, sumando lo que se recibe por transferencias y lo que se genera localmente. En el Gráfico 2, se presenta dicha relación y se muestra que ésta es positiva, resultado de una política claramente regresiva, pues los municipios que tienen mayor riqueza per cápita están recibiendo una mayor porción de esos recursos.

Sin duda, es prioritario definir una política regional que tenga en cuenta los elementos de equidad, siguiendo el ejemplo de algunos países desarrollados que son más equitativos, como Suecia, y no el de países en desarrollo y relativamente pobres, que presentan altos niveles de desigualdad. Por ejemplo, el último informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) calcula el índice de Gini —que varía entre 0 y 1, siendo 1 el mayor nivel de concentración del ingreso— y señala que, en el ranking mundial de desigualdades en la distribución del ingreso, a Colombia (con un coeficiente de Gini de 0.586) sólo lo superan Haití (0.592), Bolivia (0.601), Botsuana (0.605), la República Centroafricana (0.613), Sierra Leona (0.629), Lesoto (0.632) y Namibia (0.743).

Las políticas económicas y sociales deben buscar la reducción de las brechas en la distribución del ingreso que, como se ha discutido antes, tienen un componente regional bastante marcado. Es decir, se requiere un compromiso del gobierno nacional que se plasme en los planes de desarrollo venideros, que tenga en cuenta esas desigualdades e identifique sus causas para que se propongan estrategias encaminadas a su reducción.

En Colombia, tal vez por la convicción de que el mercado será el ente que se encargue de lograr los equilibrios en la distribución del ingreso, no se han formulado políticas claras al respecto. Sin embargo, se observa que para los segmentos de la mano de obra con mayores diferenciales en sus ingresos, como la mano de obra no calificada, éstos no tienden a igualarse con el tiempo. Esto sí suele suceder con segmentos más calificados de mano de obra. Una explicación sería porque los grupos de población más calificados, o que probablemente pueden asumir los costos de la migración, se trasladan hacia los lugares donde el nivel de ingreso es más alto. Este fenómeno tiene, además, un elemento que introduce una mayor brecha en la generación de ingresos entre los territorios del país: si quienes están migrando son, en su mayoría, las personas más calificadas, y migran hacia las zonas donde hay mejores oportunidades de ingresos laborales, esa migración está provocando que las zonas más deprimidas pierdan capital humano que podría ser benéfico para el desarrollo de la zona, y se deja atrás a la porción de la mano de obra no calificada que sólo puede acceder a trabajos de muy baja remuneración.

Ese fenómeno migratorio en Colombia se ha caracterizado por concentrar como principales destinos, por orden de importancia, a Bogotá, Cundinamarca, Valle, Antioquia y Atlántico, hacia donde se dirigió más del 50% de la migración ocurrida entre 1988 y 1993, según el censo de 1993 y entre los años 2000 y 2005, según el censo de 2005. Ahora bien, éstos son precisamente los departamentos que más riqueza concentran en el país, pero el gran flujo migratorio de ese período aún no parece reflejarse en la igualación de los ingresos regionales.

Por otro lado, se suponía que la mayor apertura económica del país a comienzos de la década de 1990 iba a ayudar a reducir las disparidades regionales. El mecanismo que iba a actuar era la localización de empresas en las zonas aledañas a los puertos y a las costas del país. Esto debía generar empleos y riqueza en esas zonas, las más deprimidas en la historia reciente de Colombia. Sin embargo, ha ocurrido todo lo contrario: la mayor concentración de empresas en Bogotá y en otras zonas con una riqueza relativamente alta, así como la mayor generación de productos en dichas zonas, ha acrecentado las disparidades. Este resultado se podía prever, según los planteamientos de la llamada “nueva geografía económica” (NGE): de acuerdo con Paul Krugman, se esperaría que las economías de escala y los costos de transporte llevaran a que la concentración de la actividad económica se presentara en el centro y no en la periferia.

Es claro que el mercado no va a solucionar los problemas en la distribución del ingreso territorial. Si el gobierno central actúa según la lógica de San Mateo, lo que se observará en el país en los próximos años será una fragmentación entre zonas pobres y estancadas sin ninguna posibilidad de romper el círculo de la pobreza, y zonas prósperas y en auge. La suerte de Colombia la llevará a convertirse en un país cada vez más polarizado en los aspectos económicos y seguramente también en lo político; será quizá un país cuyas regiones querrán convertirse en autónomas para poder definir su propio destino.

ENERGÍA PARA EL HEMISFERIO OCCIDENTAL: OTRA MIRADA AL PANORAMA ENERGÉTICO LATINOAMERICANO ANTE LA V CUMBRE DE LAS AMÉRICAS


Paul Isbell

El panorama energético en las Américas: oferta, demanda e Infraestructura

El hemisferio occidental es, en general, autosuficiente en materia de energía. Esto no significa, sin embargo, que la seguridad energética no plantee un serio desafío político para el continente. La integración energética, tanto en términos de infraestructuras como institucionales, sigue estando relativamente poco desarrollada (sobre todo si se tienen en cuenta las perspectivas de la futura demanda de energía), en tanto que la oferta de fuentes de energía tradicionales de la región está distribuida de forma muy desigual. EEUU y el Cono Sur son los centros de un consumo fuerte y en aumento, y de una mayor dependencia externa; mientras que Canadá, el Golfo de México y la zona Andina son los principales focos de producción de hidrocarburos y de exportación neta. Entretanto, menos del 1% de la demanda energética primaria del continente americano se satisface con fuentes de energía renovable clásicas (es decir, eólica, solar y las diversas formas de energía del mar, frente a la energía nuclear, la hidroelectricidad y la biomasa, las otras fuentes “convencionales” poco contaminantes). Los combustibles fósiles tradicionales siguen dominando (más del 80%) la mezcla energética primaria del continente y lo seguirán haciendo durante mucho tiempo si no se transforman de manera radical las perspectivas energéticas de la región.

Existe un gran potencial de aumento de la oferta energética, sobre todo en el campo de los llamados hidrocarburos “no convencionales” y “difíciles” –como las arenas asfálticas canadienses y el petróleo ultra pesado venezolano, que sumados (unos 500.000 millones de barriles) podrían equivaler a la producción de dos Arabias Saudíes– así como las numerosas fuentes potenciales de petróleo y gas de la región tanto cerca de la costa como en aguas muy profundas (especialmente en Brasil y México, pero también potencialmente en EEUU, Caribe y las zonas andinas). El aumento de la oferta se enfrenta a obstáculos inmensos –incluyendo el nacionalismo energético y los costes al alza de los insumos técnicos y materiales, dos factores con un impacto negativa en las inversiones–, mientras que la demanda de energía primaria va a seguir creciendo –algo menos en Norteamérica (un 0,6% anual hasta 2030) pero de forma significativa en Latinoamérica (2%)–. Sin embargo, a pesar del aparente potencial energético de la región, el continente será cada vez más dependiente de los hidrocarburos importados del Golfo Pérsico –y más vulnerable a los impactos desestabilizadores de los cambios climáticos causados por los combustibles fósiles– a no ser que la dinámica actual cambie drásticamente.

Por otro lado, tanto la cantidad como la calidad de las infraestructuras energéticas (incluyendo centrales eléctricas, redes de transmisión y redes de distribución de electricidad, gasoductos y oleoductos, refinerías y terminales de exportación e importación de gas licuado) son insuficientes en casi toda la región, mientras que casi una cuarta parte de la población latinoamericana no tiene acceso a la electricidad. El escenario de referencia de la Agencia Internacional de la Energía (AIE) (o “situación de normalidad”) prevé que se triplique la generación de electricidad y se duplique la capacidad –lo que exigiría una inversión ingente (más de un billón de dólares sólo en el sector de la electricidad)– para satisfacer la demanda en Latinoamérica en los 25 años que median entre 2005 y 2030. Incluso en Norteamérica, el aumento de la demanda está poniendo a prueba un anticuado sistema de infraestructura energética. Las carencias de las infraestructuras son en sí mismas lo bastante importantes como para restringir la demanda en muchos lugares de la región, por no hablar de las limitaciones que supone para la utilización de las energías renovables, sobre todo de formas centralizadas de energía eólica y solar (por ejemplo, parques de energía eólica y solar), en todo el continente. La AIE estima que Latinoamérica tendrá que invertir al menos el equivalente del 1,5% de su PIB hasta 2030 –un 50% más que la inversión media requerida en el resto del mundo– para ampliar su oferta e infraestructura si quiere satisfacer la demanda energética en una supuesta “situación de normalidad”.

Nacionalismo energético y pragmatismo de mercado

Otra característica del panorama energético actual de la región ha sido el retorno del nacionalismo energético, que ejerce una influencia notable sobre las políticas energéticas de muchos de los productores de petróleo y de gas de la región. En tanto que muchas economías emergentes de Asia aprovecharon con éxito la globalización económica de los últimos 20 años –y, como resultado de su crecimiento económico, contribuyeron al aumento de la demanda de energía que ha sido responsable en parte de la reciente subida de los precios –, varios productores de gas y petróleo en vías de desarrollo de Latinoamérica (en particular, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina) se han vuelto muy escépticos –incluso resentidos– respecto a la globalización. Estas economías han permanecido –por las razones que sean, para bien o para mal– al margen de la economía globalizada. Uno de los resultados de esto ha sido que se han hecho más dependientes de las exportaciones de petróleo y gas, al mismo tiempo que el Estado ha pasado a dominar cada vez más sus sectores energéticos. Aunque los precios han caído recientemente, y se encuentran ahora al 30% de sus máximos históricos alcanzados hace unos seis meses, los ingresos masivos que tales precios históricamente altos representaban se han combinado con un creciente resentimiento hacia la globalización de tinte liberal para producir el potente cóctel político del nacionalismo energético.

El resultado final de esta situación ha sido el incremento de las restricciones a la exploración y producción del sector extranjero y el sector privado (en forma de condiciones fiscales y de acceso más rigurosas para las empresas internacionales de gas y petróleo) en las provincias latinoamericanas poseedoras de hidrocarburos, además de un estancamiento de la inversión upstream (exploración y producción de hidrocarburos) y de los niveles de producción de petróleo y de gas. Ahora que los precios del petróleo han caído tan drásticamente como subieron en su momento, las empresas nacionales de petróleo se enfrentan a presiones financieras más duras que les obligan a escatimar aún más sus inversiones. Incluso con precios altos, el nacionalismo energético perjudica el nivel de la inversión upstream; con precios bajos, el efecto del nacionalismo energético en la inversión upstream es potencialmente letal. El impacto puede verse en la evolución de los niveles de producción: tanto Venezuela como Argentina están produciendo aproximadamente un 25% menos de petróleo que en sus respectivos momentos de máxima producción hace unos 10 años.

Al mismo tiempo, otros países de la región, entre ellos Brasil, Chile, Perú y Colombia, han mantenido políticas energéticas más pragmáticas que, sin renunciar o negar un papel legítimo al Estado, han permanecido más abiertas, transparentes, basadas en reglas y orientadas al mercado. Tales políticas no solo reconocen la realidad de la integración económica global –incluso en el ámbito de la energía– sino que la aceptan como una fuerza positiva y constructiva. Estas políticas pragmáticas, basadas en reglas y orientadas al mercado expresan una posición política y económica más abierta, transparente y flexible, que revela a su vez que estos países están superando el tradicional punto muerto ideológico de la región entre los “buenos revolucionarios” y los “defensores del libre mercado”, para forjar lo que Javier Santiso ha denominado una nueva “economía política de lo posible” en Latinoamérica.

Sin embargo, otros países, como México, siguen paralizados entre estas dos ideologías, incapaces de superar por el momento su resistencia interna que, guiada por intereses particulares, se opone a la reforma del sector energético, aunque aceptan la economía liberal y la globalización en otros asuntos que no sean los energéticos. Por su parte, las naciones de Centroamérica y el Caribe, al ser las más pobres y dependientes de la importación energética de la región (con la destacable excepción de Trinidad y Tobago), siguen siendo las más vulnerables a la volatilidad de los precios y las peor equipadas, institucional y económicamente, para hacer frente a los desafíos de la energía y del cambio climático.

El ejemplo brasileño

Si Venezuela es en estos momentos el líder regional de los nacionalistas energéticos y de los escépticos de la globalización –un grupo que el presidente Hugo Chávez ha intentado articular en la llamada formación “Alba”–, Brasil es el arquetipo del nuevo pragmatismo energético. Brasil es el único país del continente que ha reducido significativamente no solo su dependencia excesiva de las fuentes externas de combustibles fósiles, sino la dependencia misma de estos combustibles. Desde la crisis energética de los 70, Brasil ha mantenido un apoyo estratégico continuado a su industria del etanol procedente de la caña de azúcar, la mayor del mundo en la actualidad. Como resultado, Brasil se ha convertido en el mayor productor y exportador del mundo de biocombustibles, los cuales cubren más del 25% de las necesidades energéticas del transporte brasileño. Brasil ha aprovechado también el enorme potencial de la energía hidroeléctrica (que proporciona hasta el 80% del suministro eléctrico nacional), convirtiéndolo en uno de los pocos países del mundo, junto con Francia (cuya energía nuclear representa el 80% del mix eléctrico), que han desplazado el dominio de los combustibles fósiles en la mezcla eléctrica con una fuente de energía baja en dióxido de carbono.

Por otra parte, Petrobras se ha convertido en una compañía petrolera de talla mundial, al descubrir unos 50.000 millones de barriles de crudo (junto con grandes cantidades de gas) en sus aguas territoriales, haciéndose un hueco como uno de los líderes mundiales en perforaciones en aguas muy profundas. Con todo ello, Brasil es uno de los pocos países que ha conseguido en los últimos tiempos pasar de depender de la importación de petróleo a autoabastecerse (al tiempo que mantiene la posibilidad real de convertirse en un exportador neto de petróleo en un futuro no muy lejano). Por último, Brasil ha logrado estas importantes mejoras en sus perspectivas energéticas manteniendo un modelo de energía pragmático, basado en reglas y orientado al mercado. Este modelo se caracteriza además por estar guiado en gran medida por el gobierno, quien mantiene la dirección estratégica de la política energética nacional sin caer en la tentación de nacionalizar el sector de la energía ni cerrar la puerta a la inversión privada y extranjera o confiscar los ingresos del sector. El sector de los hidrocarburos se mantiene liberal y abierto, mientras el Estado ostenta solo una participación minoritaria –aunque importante (40%)– en Petrobras, la empresa petrolera nacional brasileña, y no se inmiscuye en las decisiones de inversión de la empresa.

El creciente liderazgo regional de Brasil podría resultar también muy útil al esfuerzo que se está realizando en el continente para expandir el uso de los biocombustibles. No obstante, dadas las persistentes deficiencias en el liderazgo regional de Brasil, estos esfuerzos pueden requerir una mayor colaboración de la región con EEUU. Un ejemplo interesante y constructivo de esta colaboración es la recientemente creada Asociación para Biocombustibles EEUU-Brasil (US-Brazil Biofuels Partnership). Sin embargo, Brasil debería tratar de ampliar también su revolución energética más allá del etanol procedente de la caña de azúcar para producir una segunda generación de biocombustibles basados en la celulosa. Incluso debería ir más allá de los propios biocombustibles e incluir las energías renovables como la energía eólica, la solar, la geotérmica o la energía procedente del océano. Con ello, reduciría la excesiva dependencia del país –y de la región– respecto a la energía hidroeléctrica, moderaría la creciente demanda de gas y evitaría una futura carrera desesperada por el carbón. Además de provocar efectos secundarios culturales y locales controvertidos, la energía hidroeléctrica es mucho más vulnerable a los impactos del cambio climático que el resto de las fuentes de energía renovable “clásicas”.

Pero el mayor desafío energético de Brasil será evitar la tentación de seguir a tantos otros productores de petróleo y de gas por el camino del nacionalismo energético, sobre todo cuando los precios del petróleo vuelvan a subir en futuro (lo que harán con toda probabilidad), en un intento peligroso y desesperado del Estado de monopolizar las rentas nacionales procedentes de los hidrocarburos. Hasta ahora el pragmatismo del presidente Lula en la política económica, en general, y en la política energética, en particular, apunta a que Brasil seguirá dando ejemplo de realismo a otros países de la región. Pero, importantes descubrimientos de crudo en las cuencas de Santos y Campos, junto con la escalada de los precios el pasado verano hasta alcanzar los 145 dólares/barril, han provocado la demanda por parte de ciertos círculos brasileños para que se cambie de forma importante la legislación nacional sobre hidrocarburos, un giro que podría socavar la revolución que se está produciendo hoy en día en la producción de gas y petróleo en Brasil. Estas demandas tienen pocas probabilidades de prosperar en el actual contexto de precios bajos. Sin embargo, en caso de que los precios volviesen a subir de forma importante en el futuro, el gobierno brasileño se vería muy presionado no sólo a endurecer las condiciones fiscales relativas a la producción de crudo sino también a limitar el acceso del sector extranjero y el privado al petróleo y el gas, e incluso a hacerse con el control total de Petrobras. Si bien los mayores impuestos y los royalties podrían ser apropiados mientras los precios estaban por encima de los 100 dólares/barril, el monopolio estatal del sector de los hidrocarburos eliminaría su posibilidad, a largo plazo, de convertirse en un exportador neto importante.

Un contexto cambiante: de la crisis energética a la crisis económica

En los cinco años transcurridos entre 2002 y 2007, los precios mundiales del petróleo se triplicaron; durante 2008 los precios del petróleo se duplicaron de nuevo, llegando a rozar los 150 dólares/barril en julio. Desde entonces los precios cayeron hasta los 35 dólares/barril en diciembre y subieron de nuevo en enero de 2009 a casi 50 dólares/barril. Aún así, este precio del petróleo casi duplicaba la media a largo plazo en términos reales, aunque representaba solo el 30% de los niveles máximos de julio de 2008, y seguía por debajo del umbral de 60 dólares/barril, que muchos grandes productores de petróleo, como Venezuela, utilizan como su precio de referencia a la hora de elaborar su presupuesto nacional.

La volatilidad de los precios ha supuesto un vertiginoso cambio de contexto. Durante una gran parte de esta década, el mundo vivió en un contexto caracterizado por un rápido crecimiento económico y por subidas de los precios de la energía, los alimentos y otras materias primas. Aunque este crecimiento fue beneficioso en general, y contribuyó a generar niveles de riqueza sin precedentes, el encarecimiento de los precios de la energía y los alimentos perjudicó en última instancia a los pobres (anulando los efectos “antipobreza” del crecimiento), amenazó la viabilidad del crecimiento sostenible libre de inflación (en especial en los países importadores netos) y generó una sensación de crisis en el campo de la energía y los alimentos. Mientras tanto, estas dinámicas implicaron grandes transferencias de rentas y riqueza de los consumidores a los productores de energía y materias primas –tanto naciones-Estado como empresas– dando lugar a la reaparición del nacionalismo energético, la elaboración de ambiciosos programas de gasto social, la articulación de desafíos en materia de política exterior con EEUU por parte de algunos productores de petróleo y gas (como Rusia, Irán y Venezuela), y la aparición de la competencia geopolítica entre EEUU, Europa, China y la India por causa de las limitaciones (políticas e incluso geológicas) de la oferta de petróleo y gas.

En seis meses escasos, sin embargo, todo esto ha cambiado, al alterarse abruptamente el contexto mundial. La nueva situación se define por una crisis financiera de alcance mundial, recesión económica, crecimiento ralentizado de la demanda de energía y caída en picado de los precios de la energía y de las materias primas. Dada la creciente apertura de las economías latinoamericanas y su integración progresiva, no solo con EEUU y Europa, sino también con los mercados emergentes asiáticos, el “final de la dependencia” y la “desvinculación” económica que tantos observadores habían percibido en los últimos tiempos en Latinoamérica ha demostrado ser una ilusión. Las economías de toda América (del Norte, Central y del Sur) se están viendo muy afectadas por la crisis financiera y económica. Como resultado, los precios de la energía han vuelto a caer. Aparte del problema que esto representa normalmente (es decir, la bajada de las inversiones en fuentes de energía tradicionales, como el petróleo y el gas, pero también en fuentes alternativas poco contaminantes, como las energías renovables), la actual recesión y el colapso de los precios de la energía ha provocado la congelación de las inversiones en nuevas empresas energéticas y la pérdida de posiciones de la seguridad energética y del cambio climático en las listas de prioridades políticas de las agendas nacionales.

Es más, a medida que los precios más bajos se traducen en fuertes presiones presupuestarias en las economías de los países productores, las subvenciones políticas internacionales de las importaciones energéticas a los países más pobres (por ejemplo, los subsidios que Venezuela aporta a Centroamérica y el Caribe a través de Petrocaribe) se hacen más difíciles de mantener. Esto conlleva implicaciones tanto positivas (menor influencia de unos países sobre otros entre países latinoamericanos) como negativas (aumento de la vulnerabilidad económica de los más pobres y crecimiento de la pobreza energética).

En la actualidad, la elite política norteamericana está debatiendo qué tipo de iniciativas incluir en el paquete de estímulo económica que el nuevo presidente, Barack Obama, desea convertir en ley una vez asumida la presidencia. Algunos políticos están presionando para que se incluya la inversión en eficiencia energética y energías renovables, en tanto que otros se resisten a la inclusión de asuntos políticos tan importantes como la transformación energética o la reforma del sistema sanitario, por considerarlos incompatibles con la recuperación económica. Este debate refleja una lucha más amplia en todo el mundo sobre la necesidad de priorizar o no las políticas sobre energía y cambio climático. La impresión generalizada es que ambos asuntos supondrían una subida de los costes para los consumidores, las empresas y las economías nacionales, en el contexto de la crisis económica mundial.

No obstante, mientras que el desafío del cambio climático y la necesidad de reducir el consumo de combustibles fósiles a escala global se ponían de manifiesto en el período de fuerte demanda y subida de los precios, en el nuevo escenario de recesión y colapso de los precios se muestran con mayor evidencia todavía. Aunque casi todo lo demás ha cambiado con la brusca transformación del contexto mundial, donde se ha pasado de la crisis energética a la crisis económica, la necesidad urgente de transformar la economía energética mundial y de luchar contra el cambio climático sigue siendo fundamental.

Potencial para la colaboración energética regional –hemisférica o transatlántica–

Puesto que la dependencia no ha desaparecido y que la interdependencia es, hoy en día, el marco que define la economía mundial, un enfoque continental en los temas de la energía –aunque no sea ideal como marco global, multilateral– es sin duda mejor que las estrategias nacionales no coordinadas, competitivas o posiblemente incompatibles.

En este sentido, la iniciativa propuesta por Barck Obama, Asociación por la Energía de las Américas (Energy Partnership for the Americas), será sin duda bien acogida, y podría encajar fácilmente con los aspectos energéticos del Borrador de la Declaración de la V Cumbre de las Américas que se celebrará en abril en Trinidad y Tobago. Un renovado empuje hacia una mayor colaboración interregional en asuntos de energía podría ser un antídoto contra a la reciente ola de nacionalismos energéticos, y supondría un mecanismo lógico que podrían utilizar las economías más pequeñas y dependientes de la importación en aras de aumentar su seguridad energética.

La gran cuestión es qué tipo de contenido específico debería o podría incluirse en semejante iniciativa. Un par de áreas parecen al menos prometedoras. La primera sería el ámbito de la promoción de las energías renovables. Aunque la Asociación EEUU-Brasil sobre Biocombustibles es demasiado reciente para ofrecer resultados tangibles, sí que ofrece un modelo para otras colaboraciones. Todo el hemisferio necesita un nuevo empuje en la puesta en marcha de las energías renovables –tanto en el ámbito del transporte como de la generación de electricidad– y Brasil y EEUU podrían proporcionar el estímulo colectivo necesario para llevar a cabo tal esfuerzo. Podría considerarse incluso la unión de esfuerzos con el espacio iberoamericano, invitando a España –uno de los líderes mundiales en energía eólica y solar, y un líder europeo en biocombustibles– a participar en una asociación de energías renovables más amplia.

Un área donde sería lógico concentrar estos esfuerzos es Centroamérica y el Caribe. Esta subregión es la más pobre y vulnerable de Latinoamérica, tanto por su dependencia externa como por la volatilidad de sus precios, por lo que se beneficiaría especialmente de cualquier intento de integración o sustitución de los combustibles fósiles por renovables en la mezcla energética primaria. En cualquier caso, por difícil que resulte imaginar una colaboración hemisférica en material de energía en términos concretos, y diseñarla de un modo factible, el esfuerzo merecería la pena.

Conclusión

Debería ponerse un énfasis mucho mayor en la colaboración y la integración energética a nivel regional, basándose en principios de mercado abiertos, transparentes y guiados por reglas. También se debería ser más explícito a la hora de promocionar la mayor integración física y la armonización de las normas en materia energética, partiendo de los esfuerzos actuales, como por ejemplo el sistema eléctrico SIEPAC en Centroamérica y los esfuerzos de regulación, coordinación y armonización de la Asociación Iberoamericana de Entidades Reguladoras de Energía (ARIAE), que trabaja en colaboración con la Comisión Nacional de Energía (CNE) española.

Es verdad que muchos productores de petróleo y gas –como Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina– pondrán trabas a la hora de colaborar en estas iniciativas, sobre todo si se basan en principios de apertura, transparencia y respeto a las normas del mercado. Ahora bien, si tomamos como ejemplo el Tratado de la Carta de Energía de Europa y Eurasia, la oposición de unos pocos países no tiene por qué condenar al fracaso la cooperación regional. Siempre y cuando EEUU y Brasil se comprometan a colaborar y llevar el liderazgo conjuntamente, una iniciativa energética del hemisferio tendría bastantes posibilidades de éxito. Es más, siempre cabe la posibilidad –sobre todo en un contexto de precios bajos– de que algunos productores cambien sus políticas energéticas en el futuro, una vez que la lógica económica que sustenta el nacionalismo energético comience a resquebrajarse.

Si la mayoría de los países de la región se comprometen en una Nueva Asociación Hemisférica para la Seguridad Energética, es posible que el nacionalismo energético pueda ser contenido –máxime en un entorno de precios relativamente moderados–. En ese caso, habría esperanzas para una integración energética regional más racional y una transformación más rápida de las economías energéticas latinoamericanas. En este sentido, toda la región debería apoyar de forma más explicita a la Asociación EEUU-Brasil sobre Biocombustibles e incluso al acuerdo para una nueva Asociación por la Energía Renovable España-EEUU, que abarque no solo las economías de España y EEUU sino también las de la región latinoamericana e incluso otras.