lunes, 2 de marzo de 2009

ENERGÍA PARA EL HEMISFERIO OCCIDENTAL: OTRA MIRADA AL PANORAMA ENERGÉTICO LATINOAMERICANO ANTE LA V CUMBRE DE LAS AMÉRICAS


Paul Isbell

El panorama energético en las Américas: oferta, demanda e Infraestructura

El hemisferio occidental es, en general, autosuficiente en materia de energía. Esto no significa, sin embargo, que la seguridad energética no plantee un serio desafío político para el continente. La integración energética, tanto en términos de infraestructuras como institucionales, sigue estando relativamente poco desarrollada (sobre todo si se tienen en cuenta las perspectivas de la futura demanda de energía), en tanto que la oferta de fuentes de energía tradicionales de la región está distribuida de forma muy desigual. EEUU y el Cono Sur son los centros de un consumo fuerte y en aumento, y de una mayor dependencia externa; mientras que Canadá, el Golfo de México y la zona Andina son los principales focos de producción de hidrocarburos y de exportación neta. Entretanto, menos del 1% de la demanda energética primaria del continente americano se satisface con fuentes de energía renovable clásicas (es decir, eólica, solar y las diversas formas de energía del mar, frente a la energía nuclear, la hidroelectricidad y la biomasa, las otras fuentes “convencionales” poco contaminantes). Los combustibles fósiles tradicionales siguen dominando (más del 80%) la mezcla energética primaria del continente y lo seguirán haciendo durante mucho tiempo si no se transforman de manera radical las perspectivas energéticas de la región.

Existe un gran potencial de aumento de la oferta energética, sobre todo en el campo de los llamados hidrocarburos “no convencionales” y “difíciles” –como las arenas asfálticas canadienses y el petróleo ultra pesado venezolano, que sumados (unos 500.000 millones de barriles) podrían equivaler a la producción de dos Arabias Saudíes– así como las numerosas fuentes potenciales de petróleo y gas de la región tanto cerca de la costa como en aguas muy profundas (especialmente en Brasil y México, pero también potencialmente en EEUU, Caribe y las zonas andinas). El aumento de la oferta se enfrenta a obstáculos inmensos –incluyendo el nacionalismo energético y los costes al alza de los insumos técnicos y materiales, dos factores con un impacto negativa en las inversiones–, mientras que la demanda de energía primaria va a seguir creciendo –algo menos en Norteamérica (un 0,6% anual hasta 2030) pero de forma significativa en Latinoamérica (2%)–. Sin embargo, a pesar del aparente potencial energético de la región, el continente será cada vez más dependiente de los hidrocarburos importados del Golfo Pérsico –y más vulnerable a los impactos desestabilizadores de los cambios climáticos causados por los combustibles fósiles– a no ser que la dinámica actual cambie drásticamente.

Por otro lado, tanto la cantidad como la calidad de las infraestructuras energéticas (incluyendo centrales eléctricas, redes de transmisión y redes de distribución de electricidad, gasoductos y oleoductos, refinerías y terminales de exportación e importación de gas licuado) son insuficientes en casi toda la región, mientras que casi una cuarta parte de la población latinoamericana no tiene acceso a la electricidad. El escenario de referencia de la Agencia Internacional de la Energía (AIE) (o “situación de normalidad”) prevé que se triplique la generación de electricidad y se duplique la capacidad –lo que exigiría una inversión ingente (más de un billón de dólares sólo en el sector de la electricidad)– para satisfacer la demanda en Latinoamérica en los 25 años que median entre 2005 y 2030. Incluso en Norteamérica, el aumento de la demanda está poniendo a prueba un anticuado sistema de infraestructura energética. Las carencias de las infraestructuras son en sí mismas lo bastante importantes como para restringir la demanda en muchos lugares de la región, por no hablar de las limitaciones que supone para la utilización de las energías renovables, sobre todo de formas centralizadas de energía eólica y solar (por ejemplo, parques de energía eólica y solar), en todo el continente. La AIE estima que Latinoamérica tendrá que invertir al menos el equivalente del 1,5% de su PIB hasta 2030 –un 50% más que la inversión media requerida en el resto del mundo– para ampliar su oferta e infraestructura si quiere satisfacer la demanda energética en una supuesta “situación de normalidad”.

Nacionalismo energético y pragmatismo de mercado

Otra característica del panorama energético actual de la región ha sido el retorno del nacionalismo energético, que ejerce una influencia notable sobre las políticas energéticas de muchos de los productores de petróleo y de gas de la región. En tanto que muchas economías emergentes de Asia aprovecharon con éxito la globalización económica de los últimos 20 años –y, como resultado de su crecimiento económico, contribuyeron al aumento de la demanda de energía que ha sido responsable en parte de la reciente subida de los precios –, varios productores de gas y petróleo en vías de desarrollo de Latinoamérica (en particular, Venezuela, Bolivia, Ecuador y Argentina) se han vuelto muy escépticos –incluso resentidos– respecto a la globalización. Estas economías han permanecido –por las razones que sean, para bien o para mal– al margen de la economía globalizada. Uno de los resultados de esto ha sido que se han hecho más dependientes de las exportaciones de petróleo y gas, al mismo tiempo que el Estado ha pasado a dominar cada vez más sus sectores energéticos. Aunque los precios han caído recientemente, y se encuentran ahora al 30% de sus máximos históricos alcanzados hace unos seis meses, los ingresos masivos que tales precios históricamente altos representaban se han combinado con un creciente resentimiento hacia la globalización de tinte liberal para producir el potente cóctel político del nacionalismo energético.

El resultado final de esta situación ha sido el incremento de las restricciones a la exploración y producción del sector extranjero y el sector privado (en forma de condiciones fiscales y de acceso más rigurosas para las empresas internacionales de gas y petróleo) en las provincias latinoamericanas poseedoras de hidrocarburos, además de un estancamiento de la inversión upstream (exploración y producción de hidrocarburos) y de los niveles de producción de petróleo y de gas. Ahora que los precios del petróleo han caído tan drásticamente como subieron en su momento, las empresas nacionales de petróleo se enfrentan a presiones financieras más duras que les obligan a escatimar aún más sus inversiones. Incluso con precios altos, el nacionalismo energético perjudica el nivel de la inversión upstream; con precios bajos, el efecto del nacionalismo energético en la inversión upstream es potencialmente letal. El impacto puede verse en la evolución de los niveles de producción: tanto Venezuela como Argentina están produciendo aproximadamente un 25% menos de petróleo que en sus respectivos momentos de máxima producción hace unos 10 años.

Al mismo tiempo, otros países de la región, entre ellos Brasil, Chile, Perú y Colombia, han mantenido políticas energéticas más pragmáticas que, sin renunciar o negar un papel legítimo al Estado, han permanecido más abiertas, transparentes, basadas en reglas y orientadas al mercado. Tales políticas no solo reconocen la realidad de la integración económica global –incluso en el ámbito de la energía– sino que la aceptan como una fuerza positiva y constructiva. Estas políticas pragmáticas, basadas en reglas y orientadas al mercado expresan una posición política y económica más abierta, transparente y flexible, que revela a su vez que estos países están superando el tradicional punto muerto ideológico de la región entre los “buenos revolucionarios” y los “defensores del libre mercado”, para forjar lo que Javier Santiso ha denominado una nueva “economía política de lo posible” en Latinoamérica.

Sin embargo, otros países, como México, siguen paralizados entre estas dos ideologías, incapaces de superar por el momento su resistencia interna que, guiada por intereses particulares, se opone a la reforma del sector energético, aunque aceptan la economía liberal y la globalización en otros asuntos que no sean los energéticos. Por su parte, las naciones de Centroamérica y el Caribe, al ser las más pobres y dependientes de la importación energética de la región (con la destacable excepción de Trinidad y Tobago), siguen siendo las más vulnerables a la volatilidad de los precios y las peor equipadas, institucional y económicamente, para hacer frente a los desafíos de la energía y del cambio climático.

El ejemplo brasileño

Si Venezuela es en estos momentos el líder regional de los nacionalistas energéticos y de los escépticos de la globalización –un grupo que el presidente Hugo Chávez ha intentado articular en la llamada formación “Alba”–, Brasil es el arquetipo del nuevo pragmatismo energético. Brasil es el único país del continente que ha reducido significativamente no solo su dependencia excesiva de las fuentes externas de combustibles fósiles, sino la dependencia misma de estos combustibles. Desde la crisis energética de los 70, Brasil ha mantenido un apoyo estratégico continuado a su industria del etanol procedente de la caña de azúcar, la mayor del mundo en la actualidad. Como resultado, Brasil se ha convertido en el mayor productor y exportador del mundo de biocombustibles, los cuales cubren más del 25% de las necesidades energéticas del transporte brasileño. Brasil ha aprovechado también el enorme potencial de la energía hidroeléctrica (que proporciona hasta el 80% del suministro eléctrico nacional), convirtiéndolo en uno de los pocos países del mundo, junto con Francia (cuya energía nuclear representa el 80% del mix eléctrico), que han desplazado el dominio de los combustibles fósiles en la mezcla eléctrica con una fuente de energía baja en dióxido de carbono.

Por otra parte, Petrobras se ha convertido en una compañía petrolera de talla mundial, al descubrir unos 50.000 millones de barriles de crudo (junto con grandes cantidades de gas) en sus aguas territoriales, haciéndose un hueco como uno de los líderes mundiales en perforaciones en aguas muy profundas. Con todo ello, Brasil es uno de los pocos países que ha conseguido en los últimos tiempos pasar de depender de la importación de petróleo a autoabastecerse (al tiempo que mantiene la posibilidad real de convertirse en un exportador neto de petróleo en un futuro no muy lejano). Por último, Brasil ha logrado estas importantes mejoras en sus perspectivas energéticas manteniendo un modelo de energía pragmático, basado en reglas y orientado al mercado. Este modelo se caracteriza además por estar guiado en gran medida por el gobierno, quien mantiene la dirección estratégica de la política energética nacional sin caer en la tentación de nacionalizar el sector de la energía ni cerrar la puerta a la inversión privada y extranjera o confiscar los ingresos del sector. El sector de los hidrocarburos se mantiene liberal y abierto, mientras el Estado ostenta solo una participación minoritaria –aunque importante (40%)– en Petrobras, la empresa petrolera nacional brasileña, y no se inmiscuye en las decisiones de inversión de la empresa.

El creciente liderazgo regional de Brasil podría resultar también muy útil al esfuerzo que se está realizando en el continente para expandir el uso de los biocombustibles. No obstante, dadas las persistentes deficiencias en el liderazgo regional de Brasil, estos esfuerzos pueden requerir una mayor colaboración de la región con EEUU. Un ejemplo interesante y constructivo de esta colaboración es la recientemente creada Asociación para Biocombustibles EEUU-Brasil (US-Brazil Biofuels Partnership). Sin embargo, Brasil debería tratar de ampliar también su revolución energética más allá del etanol procedente de la caña de azúcar para producir una segunda generación de biocombustibles basados en la celulosa. Incluso debería ir más allá de los propios biocombustibles e incluir las energías renovables como la energía eólica, la solar, la geotérmica o la energía procedente del océano. Con ello, reduciría la excesiva dependencia del país –y de la región– respecto a la energía hidroeléctrica, moderaría la creciente demanda de gas y evitaría una futura carrera desesperada por el carbón. Además de provocar efectos secundarios culturales y locales controvertidos, la energía hidroeléctrica es mucho más vulnerable a los impactos del cambio climático que el resto de las fuentes de energía renovable “clásicas”.

Pero el mayor desafío energético de Brasil será evitar la tentación de seguir a tantos otros productores de petróleo y de gas por el camino del nacionalismo energético, sobre todo cuando los precios del petróleo vuelvan a subir en futuro (lo que harán con toda probabilidad), en un intento peligroso y desesperado del Estado de monopolizar las rentas nacionales procedentes de los hidrocarburos. Hasta ahora el pragmatismo del presidente Lula en la política económica, en general, y en la política energética, en particular, apunta a que Brasil seguirá dando ejemplo de realismo a otros países de la región. Pero, importantes descubrimientos de crudo en las cuencas de Santos y Campos, junto con la escalada de los precios el pasado verano hasta alcanzar los 145 dólares/barril, han provocado la demanda por parte de ciertos círculos brasileños para que se cambie de forma importante la legislación nacional sobre hidrocarburos, un giro que podría socavar la revolución que se está produciendo hoy en día en la producción de gas y petróleo en Brasil. Estas demandas tienen pocas probabilidades de prosperar en el actual contexto de precios bajos. Sin embargo, en caso de que los precios volviesen a subir de forma importante en el futuro, el gobierno brasileño se vería muy presionado no sólo a endurecer las condiciones fiscales relativas a la producción de crudo sino también a limitar el acceso del sector extranjero y el privado al petróleo y el gas, e incluso a hacerse con el control total de Petrobras. Si bien los mayores impuestos y los royalties podrían ser apropiados mientras los precios estaban por encima de los 100 dólares/barril, el monopolio estatal del sector de los hidrocarburos eliminaría su posibilidad, a largo plazo, de convertirse en un exportador neto importante.

Un contexto cambiante: de la crisis energética a la crisis económica

En los cinco años transcurridos entre 2002 y 2007, los precios mundiales del petróleo se triplicaron; durante 2008 los precios del petróleo se duplicaron de nuevo, llegando a rozar los 150 dólares/barril en julio. Desde entonces los precios cayeron hasta los 35 dólares/barril en diciembre y subieron de nuevo en enero de 2009 a casi 50 dólares/barril. Aún así, este precio del petróleo casi duplicaba la media a largo plazo en términos reales, aunque representaba solo el 30% de los niveles máximos de julio de 2008, y seguía por debajo del umbral de 60 dólares/barril, que muchos grandes productores de petróleo, como Venezuela, utilizan como su precio de referencia a la hora de elaborar su presupuesto nacional.

La volatilidad de los precios ha supuesto un vertiginoso cambio de contexto. Durante una gran parte de esta década, el mundo vivió en un contexto caracterizado por un rápido crecimiento económico y por subidas de los precios de la energía, los alimentos y otras materias primas. Aunque este crecimiento fue beneficioso en general, y contribuyó a generar niveles de riqueza sin precedentes, el encarecimiento de los precios de la energía y los alimentos perjudicó en última instancia a los pobres (anulando los efectos “antipobreza” del crecimiento), amenazó la viabilidad del crecimiento sostenible libre de inflación (en especial en los países importadores netos) y generó una sensación de crisis en el campo de la energía y los alimentos. Mientras tanto, estas dinámicas implicaron grandes transferencias de rentas y riqueza de los consumidores a los productores de energía y materias primas –tanto naciones-Estado como empresas– dando lugar a la reaparición del nacionalismo energético, la elaboración de ambiciosos programas de gasto social, la articulación de desafíos en materia de política exterior con EEUU por parte de algunos productores de petróleo y gas (como Rusia, Irán y Venezuela), y la aparición de la competencia geopolítica entre EEUU, Europa, China y la India por causa de las limitaciones (políticas e incluso geológicas) de la oferta de petróleo y gas.

En seis meses escasos, sin embargo, todo esto ha cambiado, al alterarse abruptamente el contexto mundial. La nueva situación se define por una crisis financiera de alcance mundial, recesión económica, crecimiento ralentizado de la demanda de energía y caída en picado de los precios de la energía y de las materias primas. Dada la creciente apertura de las economías latinoamericanas y su integración progresiva, no solo con EEUU y Europa, sino también con los mercados emergentes asiáticos, el “final de la dependencia” y la “desvinculación” económica que tantos observadores habían percibido en los últimos tiempos en Latinoamérica ha demostrado ser una ilusión. Las economías de toda América (del Norte, Central y del Sur) se están viendo muy afectadas por la crisis financiera y económica. Como resultado, los precios de la energía han vuelto a caer. Aparte del problema que esto representa normalmente (es decir, la bajada de las inversiones en fuentes de energía tradicionales, como el petróleo y el gas, pero también en fuentes alternativas poco contaminantes, como las energías renovables), la actual recesión y el colapso de los precios de la energía ha provocado la congelación de las inversiones en nuevas empresas energéticas y la pérdida de posiciones de la seguridad energética y del cambio climático en las listas de prioridades políticas de las agendas nacionales.

Es más, a medida que los precios más bajos se traducen en fuertes presiones presupuestarias en las economías de los países productores, las subvenciones políticas internacionales de las importaciones energéticas a los países más pobres (por ejemplo, los subsidios que Venezuela aporta a Centroamérica y el Caribe a través de Petrocaribe) se hacen más difíciles de mantener. Esto conlleva implicaciones tanto positivas (menor influencia de unos países sobre otros entre países latinoamericanos) como negativas (aumento de la vulnerabilidad económica de los más pobres y crecimiento de la pobreza energética).

En la actualidad, la elite política norteamericana está debatiendo qué tipo de iniciativas incluir en el paquete de estímulo económica que el nuevo presidente, Barack Obama, desea convertir en ley una vez asumida la presidencia. Algunos políticos están presionando para que se incluya la inversión en eficiencia energética y energías renovables, en tanto que otros se resisten a la inclusión de asuntos políticos tan importantes como la transformación energética o la reforma del sistema sanitario, por considerarlos incompatibles con la recuperación económica. Este debate refleja una lucha más amplia en todo el mundo sobre la necesidad de priorizar o no las políticas sobre energía y cambio climático. La impresión generalizada es que ambos asuntos supondrían una subida de los costes para los consumidores, las empresas y las economías nacionales, en el contexto de la crisis económica mundial.

No obstante, mientras que el desafío del cambio climático y la necesidad de reducir el consumo de combustibles fósiles a escala global se ponían de manifiesto en el período de fuerte demanda y subida de los precios, en el nuevo escenario de recesión y colapso de los precios se muestran con mayor evidencia todavía. Aunque casi todo lo demás ha cambiado con la brusca transformación del contexto mundial, donde se ha pasado de la crisis energética a la crisis económica, la necesidad urgente de transformar la economía energética mundial y de luchar contra el cambio climático sigue siendo fundamental.

Potencial para la colaboración energética regional –hemisférica o transatlántica–

Puesto que la dependencia no ha desaparecido y que la interdependencia es, hoy en día, el marco que define la economía mundial, un enfoque continental en los temas de la energía –aunque no sea ideal como marco global, multilateral– es sin duda mejor que las estrategias nacionales no coordinadas, competitivas o posiblemente incompatibles.

En este sentido, la iniciativa propuesta por Barck Obama, Asociación por la Energía de las Américas (Energy Partnership for the Americas), será sin duda bien acogida, y podría encajar fácilmente con los aspectos energéticos del Borrador de la Declaración de la V Cumbre de las Américas que se celebrará en abril en Trinidad y Tobago. Un renovado empuje hacia una mayor colaboración interregional en asuntos de energía podría ser un antídoto contra a la reciente ola de nacionalismos energéticos, y supondría un mecanismo lógico que podrían utilizar las economías más pequeñas y dependientes de la importación en aras de aumentar su seguridad energética.

La gran cuestión es qué tipo de contenido específico debería o podría incluirse en semejante iniciativa. Un par de áreas parecen al menos prometedoras. La primera sería el ámbito de la promoción de las energías renovables. Aunque la Asociación EEUU-Brasil sobre Biocombustibles es demasiado reciente para ofrecer resultados tangibles, sí que ofrece un modelo para otras colaboraciones. Todo el hemisferio necesita un nuevo empuje en la puesta en marcha de las energías renovables –tanto en el ámbito del transporte como de la generación de electricidad– y Brasil y EEUU podrían proporcionar el estímulo colectivo necesario para llevar a cabo tal esfuerzo. Podría considerarse incluso la unión de esfuerzos con el espacio iberoamericano, invitando a España –uno de los líderes mundiales en energía eólica y solar, y un líder europeo en biocombustibles– a participar en una asociación de energías renovables más amplia.

Un área donde sería lógico concentrar estos esfuerzos es Centroamérica y el Caribe. Esta subregión es la más pobre y vulnerable de Latinoamérica, tanto por su dependencia externa como por la volatilidad de sus precios, por lo que se beneficiaría especialmente de cualquier intento de integración o sustitución de los combustibles fósiles por renovables en la mezcla energética primaria. En cualquier caso, por difícil que resulte imaginar una colaboración hemisférica en material de energía en términos concretos, y diseñarla de un modo factible, el esfuerzo merecería la pena.

Conclusión

Debería ponerse un énfasis mucho mayor en la colaboración y la integración energética a nivel regional, basándose en principios de mercado abiertos, transparentes y guiados por reglas. También se debería ser más explícito a la hora de promocionar la mayor integración física y la armonización de las normas en materia energética, partiendo de los esfuerzos actuales, como por ejemplo el sistema eléctrico SIEPAC en Centroamérica y los esfuerzos de regulación, coordinación y armonización de la Asociación Iberoamericana de Entidades Reguladoras de Energía (ARIAE), que trabaja en colaboración con la Comisión Nacional de Energía (CNE) española.

Es verdad que muchos productores de petróleo y gas –como Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina– pondrán trabas a la hora de colaborar en estas iniciativas, sobre todo si se basan en principios de apertura, transparencia y respeto a las normas del mercado. Ahora bien, si tomamos como ejemplo el Tratado de la Carta de Energía de Europa y Eurasia, la oposición de unos pocos países no tiene por qué condenar al fracaso la cooperación regional. Siempre y cuando EEUU y Brasil se comprometan a colaborar y llevar el liderazgo conjuntamente, una iniciativa energética del hemisferio tendría bastantes posibilidades de éxito. Es más, siempre cabe la posibilidad –sobre todo en un contexto de precios bajos– de que algunos productores cambien sus políticas energéticas en el futuro, una vez que la lógica económica que sustenta el nacionalismo energético comience a resquebrajarse.

Si la mayoría de los países de la región se comprometen en una Nueva Asociación Hemisférica para la Seguridad Energética, es posible que el nacionalismo energético pueda ser contenido –máxime en un entorno de precios relativamente moderados–. En ese caso, habría esperanzas para una integración energética regional más racional y una transformación más rápida de las economías energéticas latinoamericanas. En este sentido, toda la región debería apoyar de forma más explicita a la Asociación EEUU-Brasil sobre Biocombustibles e incluso al acuerdo para una nueva Asociación por la Energía Renovable España-EEUU, que abarque no solo las economías de España y EEUU sino también las de la región latinoamericana e incluso otras.

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