lunes, 6 de octubre de 2008

COLOMBIA Y ESTADOS UNIDOS: UNA RELACIÓN “ESPECIAL”


Arlene B. Tickner

Desde que, en 2002, Álvaro Uribe asumió la Presidencia, la política exterior colombiana ha gravitado en torno a la conservación de una relación “especial” con el gobierno de George W. Bush, basada en una lucha común contra el narcotráfico y el terrorismo. Este esquema parte del supuesto de que, para Colombia, es rentable cultivar la injerencia estadounidense en los asuntos internos del país y que ésta ha arrojado beneficios tangibles que superan sus potenciales costos. A diferencia de otros países de América Latina, el matrimonio entre Bogotá y Washington no ha suscitado grandes debates ni controversias dentro del país sino que, por el contrario, en general ha sido celebrado por la opinión pública.

A primera vista, Colombia es una de las pocas historias de éxito del gobierno de Bush en materia de política exterior en América Latina e, incluso, en el mundo. El país de hoy no es el mismo del de hace una década, cuando el Plan Colombia aún no había nacido. Según esta lectura, a finales de los años noventa, Colombia estaba al borde de un abismo. La ventaja estratégica adquirida por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la intensificación del conflicto armado, el aumento de la violencia y la expansión de los cultivos de hoja de coca ponían en evidencia la debilidad del Estado colombiano y su incapacidad para combatir los problemas del país. Diez años después, la presencia del Estado en el territorio nacional ha aumentado, la guerrilla ha sido severamente debilitada, los niveles de violencia han bajado, la economía ha crecido y, según fuentes oficiales, el paramilitarismo ha sido desmontado y existen avances cruciales en la lucha contra el narcotráfico. En el caso de la contrainsurgencia, una larga cadena de victorias contra las FARC y otras coincidencias fortuitas, entre ellas la muerte por causas naturales de su máximo líder, Manuel Marulanda, han alimentado la ilusión de que la “guerra contra el terrorismo” puede ganarse por medios militares.

En el plano internacional, el gobierno colombiano ha sido un aliado incondicional de Washington. Fue de los únicos en América Latina que se sumó a la coalición que respaldó la guerra en Iraq; además, ha coincidido con las posiciones estadounidenses en todos los foros hemisféricos sobre seguridad y ha facilitado la presencia de Estados Unidos en Sudamérica, lo cual ha sido importante para contrarrestar el creciente antiamericanismo de sus gobernantes y sociedades, y más aún, la influencia regional de Hugo Chávez.

A raíz de lo anterior, podría pensarse que “más de lo mismo” sería la recomendación más sensata para la era pos-Bush. Sin embargo, en este artículo se plantea el argumento de que existen múltiples vacíos y debilidades en las relaciones entre Colombia y Estados Unidos que sugieren la necesidad de un cambio en sus áreas temáticas y en sus estrategias principales. En particular, el abandono del discurso antiterrorista y la reingeniería de la “guerra contra las drogas” son pasos indispensables para reorientar su curso.

Estados Unidos: una relación “indispensable”

La cercanía de Colombia con Estados Unidos es un rasgo permanente de su política exterior. Además de alinearse sistemáticamente con las políticas estadounidenses, las interacciones del país con el resto del mundo han estado fuertemente mediadas por sus vínculos con Washington. No obstante, la estrategia colombiana de asociación experimentó un cambio significativo durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), el cual heredó un país en crisis y con relaciones severamente deterioradas con la potencia. Para hacerle frente a esta situación, Pastrana difundió ante el mundo una imagen de Colombia equivalente a un Estado al borde del colapso, con capacidad insuficiente para enfrentarse en solitario al narcotráfico y a merced de la intensificación del conflicto armado.

Dado que Estados Unidos se consideraba una fuente indispensable de ayuda económica y militar, el gobierno colombiano no sólo admitió un nivel considerable de injerencia en la concepción del Plan Colombia, sino que también buscó que ese país se involucrara más activamente en la situación interna. El hecho de que el Congreso estadounidense aprobara, en 1999, un paquete inicial de asistencia por alrededor de 1 000 millones de dólares (además de los 330 millones de dólares ya otorgados) para el período 2000-2001 confirmó la sensatez de esta estrategia. Además, la composición de la ayuda parecía satisfacer los intereses colombianos, al destinar un 80% a los rubros militares necesarios para fortalecer la capacidad operativa de la fuerza pública —y su efectividad en la lucha antidrogas—, y solamente un 20% a temas económicos y sociales.

Los ataques terroristas del 11-S y el consecuente viraje en la política exterior de Estados Unidos cambiaron los términos de la interacción bilateral. Además de manifestar su solidaridad incondicional con el país del norte, el gobierno de Pastrana intentó establecer un paralelo entre la guerra que los talibanes habían financiado en Afganistán con dinero del narcotráfico y las actividades de los actores armados en Colombia.

En febrero de 2002, la ruptura del proceso de paz que el Presidente había iniciado con las FARC facilitó la inserción del tema colombiano dentro del nuevo mapa de prioridades de Washington, ya que dio lugar a la identificación de esta guerrilla como un actor terrorista y promovió la idea de que el conflicto de Colombia constituía la mayor amenaza en el hemisferio. Un efecto inmediato de esta estrategia fue la autorización del legislativo estadounidense para que la asistencia militar del Plan Colombia para la lucha antinarcóticos se usara en la nueva “lucha contra el terrorismo”.

Desde sus inicios, la columna vertebral del gobierno de Uribe fue la ejecución de una política de seguridad, cuyos ejes principales incluían la guerra frontal contra los actores armados ilegales y el narcotráfico, y la afirmación reiterada de que, en Colombia, no existía un conflicto armado, sino un escenario de actividades narcoterroristas. A pesar de sus diferencias con el gobierno de Pastrana, su “política de defensa y seguridad democrática” partió del mismo diagnóstico de la situación colombiana, es decir, que la debilidad del Estado y la precariedad de las instituciones democráticas habían creado condiciones permisivas para el crecimiento de los grupos armados y del narcotráfico, y que una condición indispensable para garantizar el Estado de derecho y fortalecer la autoridad democrática era el afianzamiento del control estatal sobre el territorio nacional.

Esta lectura casi idéntica de la crisis colombiana ayudó a mantener un alto grado de continuismo en la relación con Estados Unidos. No obstante, al enmarcar la concepción del conflicto interno dentro de la cruzada mundial antiterrorista, el presidente Uribe propició un mayor compromiso de Washington con el combate contra las FARC. El acercamiento entre los discursos, los objetivos y las estrategias de los dos gobiernos se tradujo en una aplicación más enérgica de la “guerra contra las drogas” en Colombia y en una alineación con Estados Unidos en su “guerra contra el terrorismo” en el ámbito internacional. Ambas posiciones reflejaron la convicción de que Estados Unidos era un aliado indispensable y que la relación “especial” con éste debía cultivarse por todos los medios posibles.

Entre mediados y finales de 2002, el gobierno colombiano levantó toda restricción respecto de la fumigación aérea de los cultivos ilícitos; además de incrementar exponencialmente el área de las zonas fumigadas, la concentración del glifosato utilizado en dichos operativos aumentó. Asimismo, la extradición de nacionales colombianos a Estados Unidos se intensificó. En marzo de 2003, los gobiernos de los dos países dieron a conocer las primeras señales de “éxito” en la guerra contra las drogas cuando reportaron una reducción de 15% en las hectáreas de coca cultivadas durante 2002. La misma tendencia se mantuvo el año siguiente. Con todo, los cultivos de hoja de coca comenzaron a crecer nuevamente en 2004, y llegaron, en 2006, al mismo nivel que habían tenido en 2001: unas 170 000 hectáreas.

En 2003, el inicio del Plan Patriota, la ofensiva militar más grande de la historia colombiana contra los grupos armados, marcó una etapa de mayor intensidad en la cooperación militar entre Colombia y Estados Unidos. Por solicitud del gobierno colombiano, el Comando Sur participó activamente en su diseño y fue protagónico en su ejecución. Asimismo, a comienzos de 2004, George W. Bush solicitó y recibió la autorización del Congreso para ampliar el tope del número de tropas y contratistas estadounidenses (troop cap) que podían estar en Colombia, con el argumento de que la ofensiva militar iniciada contra las FARC requería mayor apoyo estadounidense.

Por otra parte, hubo una inusual participación de Estados Unidos en la negociación con los grupos de las Autodefensas Unidas de Colombia, que inició a mediados de 2004, la cual obedece a sus vínculos con el narcotráfico. Mientras duró el proceso de desarme y reinserción, el presidente Uribe, con el consentimiento del gobierno estadounidense, suspendió todas las solicitudes de extradición que pendían sobre los dirigentes paramilitares a cambio de su promesa de desmovilizar y de no participar en actividades delictivas. Sin embargo, unos días antes de la toma de posesión de Uribe para su segundo período, el 7 de agosto de 2006, la Embajada de Estados Unidos manifestó su preocupación por la falta de avances en la aplicación de la Ley de Justicia y Paz. Días después, y supuestamente para dar mayor legitimidad nacional e internacional a los acuerdos, el Presidente colombiano dio un ultimátum a los líderes paramilitares, seguido por la captura y encarcelación de éstos. El hecho de que catorce dirigentes fueran extraditados a Estados Unidos en mayo de 2008 sugiere la mano oculta de Washington.

Por otra parte, la negociación del tratado de libre comercio (TLC) tuvo como telón de fondo la aceptación de muchos de los imperativos de Estados Unidos, nuevamente con el argumento de que un TLC con ese país era fundamental para la economía nacional. Durante las primeras rondas del proceso, la estrategia del equipo colombiano se basó en el supuesto de que la relación “especial” entre los dos países constituía el punto de partida natural de las negociaciones. Sin embargo, ante la renuencia del equipo estadounidense para vincular seguridad con comercio y negociar con base en otro planteamiento que no fuera el suyo, los representantes colombianos, presionados en gran medida por el mismo presidente Uribe, comenzaron a acoplarse a las exigencias de la potencia. Incluso, el mandatario colombiano anunció públicamente su intención de suscribir el TLC con Estados Unidos a como diera lugar, lo cual debilitó severamente la posición negociadora de Colombia al hacer explícito ante la contraparte su afán por llegar a un acuerdo.

Inconvenientes de la relación “especial”

Entre los gobiernos de Andrés Pastrana y de Álvaro Uribe, la intensificación de la crisis de seguridad en Colombia dio lugar a una reevaluación de lo que constituía un nivel deseable de cercanía con Estados Unidos y de su influencia en el escenario nacional. Con la inserción del tema colombiano en la lucha global contra el terrorismo, se logró que Washington apoyara una estrategia de mano dura y que se involucrara de forma más directa en el conflicto armado. Si bien no se puede desconocer que la progresiva injerencia de Estados Unidos en Colombia obedeció a los nuevos intereses estratégicos creados por los ataques del 11-S y, en particular, al aumento de su perímetro de seguridad más allá de Norteamérica y el Caribe, la “intervención por invitación” fue una iniciativa del gobierno colombiano. En opinión de muchos, la prueba de que ésta ha sido una estrategia exitosa es que, entre 2000 y 2008, Colombia ha recibido alrededor de 6 000 millones de dólares en ayuda militar, económica y social estadounidense, la cual ha posibilitado el éxito de la política de seguridad democrática de Álvaro Uribe. De forma similar, el apoyo brindado por el gobierno de Bush en los conflictos que ha tenido el país con algunos vecinos, especialmente Ecuador, Nicaragua y Venezuela, es indicativo de un alto nivel de solidaridad.

Una de las mayores debilidades de esta estrategia es que no ha resuelto uno de los problemas de fondo de la situación colombiana: la articulación entre el conflicto armado y el narcotráfico. Al contrario, la “guerra contra las drogas” ha sido un fracaso rotundo. Ocho años de fumigaciones aéreas —para un total aproximado de 987 000 héctareas fumigadas— han tenido un efecto nulo sobre los cultivos de hoja de coca, pues éstos se han multiplicado. Los últimos informes antidrogas de Naciones Unidas y del Departamento de Estado sugieren que hay coca en la mayoría de los departamentos de Colombia, lo cual implica una preocupante tendencia de esparcimiento relacionado con el efecto globo. A pesar de las miles de toneladas de cocaína confiscadas, su producción también se ha mantenido estable durante la vigencia del Plan Colombia. Y las centenas de colombianos extraditados no han debilitado a las organizaciones narcotraficantes que operan en el país. Mientras tanto, la demanda mundial de cocaína (y heroína) se ha mantenido estable, así como sus precios y su disponibilidad. Finalmente, y a pesar de que las autoridades de Colombia y de Estados Unidos afirmen lo contrario, los daños que se han ocasionado al patrimonio ecológico nacional de Colombia y a la salud de los habitantes de las zonas fumigadas son incalculables.

La prioridad que le ha asignado Colombia a la relación con Estados Unidos también ha repercutido negativamente en sus relaciones con la vecindad. Además de que la mayoría de los países de la región ha considerado al Plan Colombia como una iniciativa made in USA, en la cual no tienen interés de participar, el énfasis monotemático del gobierno colombiano en la lucha contra el terrorismo ha contrastado con la posición de la mayoría de los países de América del Sur, que han buscado distanciarse de las políticas antiterroristas y de seguridad de Estados Unidos. La brecha entre Bogotá y otras capitales ha aumentado con el giro hacia la izquierda de la mayoría de los gobiernos de la zona. No obstante, el costo más grande se manifiesta en las relaciones colombianas con Venezuela y Ecuador. Además de una larga cadena de tensiones, en el caso ecuatoriano, que gira en torno al conflicto armado y a la lucha antidrogas, así como a sus efectos en ese país, existen profundas diferencias ideológicas y un alto grado de desconfianza entre el presidente Uribe y los presidentes Chávez y Correa. Éstas se han agudizado con hechos como la invitación a que Chávez se desempeñara como mediador con las FARC y su posterior desvinculación del intercambio humanitario, el bombardeo colombiano del campamento de Raúl Reyes en territorio ecuatoriano, y la filtración selectiva y calculada de los hallazgos de los equipos de Reyes para poner al descubierto la complicidad de los dos gobiernos con las FARC.

Finalmente, la invitación a que Estados Unidos tenga una fuerte presencia en Colombia ha significado una enajenación del control colombiano sobre la conducción de la lucha antidrogas y antiterrorista. A pesar de que la fuerza pública ha sufrido un proceso importante de fortalecimiento, éste aún no se ha traducido en la “colombianización” del Plan Colombia, el cual sigue teniendo un grado inusitado e indeseable de intromisión de Estados Unidos. Otra muestra de la dependencia colombiana es que un número considerable de temas neurálgicos de la agenda interna —entre ellos, el narcotráfico, el comercio, el paramilitarismo, la violación a los derechos humanos, y la verdad y la reparación— son debatidos por representantes del gobierno colombiano en la capital estadounidense mucho más que en Colombia misma.

¿Vientos de cambio?

Las tendencias recientes que se han observado en Washington con respecto al TLC y al Plan Colombia sugieren una reducción en la receptividad que tiene el discurso bélico del presidente Uribe y un interés decreciente en preservar la relación “especial” con Colombia. El control demócrata del Congreso desde noviembre de 2006 ha resultado en la congelación del TLC con Colombia, mientras la violencia contra los grupos sindicales colombianos, la mayor del mundo, no sea combatida de forma más enérgica. La ayuda que recibe el país por medio del Plan Colombia también ha comenzado a sufrir leves modificaciones, en particular al poner un mayor énfasis en los programas sociales y humanitarios, y de fortalecimiento de la justicia.

Durante la contienda electoral presidencial en Estados Unidos, y básicamente por haberse convertido en un tema de disputa entre los dos partidos, Colombia ha ocupado un lugar más visible que el de otros países de América Latina. Para el candidato republicano John McCain, quien realizó una visita al país durante julio de 2008, la lucha del presidente Uribe contra el “narcoterrorismo” es un éxito de la política exterior estadounidense y se debe seguir respaldando sin los condicionamientos que han impuesto los demócratas. Además, sus afirmaciones reiteradas de que la revolución bolivariana de Hugo Chávez amenaza la seguridad nacional estadounidense y que se debe premiar a los aliados que apoyan sus objetivos —especialmente el acceso a los mercados y el combate al terrorismo y al narcotráfico— hacen de Colombia un amigo vital. Por su parte, con excepción de un discurso pronunciado ante la comunidad cubanoestadounidense en Miami, en mayo de 2008, en el que fue más conciliador con la política actual en Colombia, Barack Obama ha criticado la cercanía del presidente Uribe con los políticos acusados de tener vínculos con el paramilitarismo, ha argumentado que la consolidación de instituciones legítimas es imperativa, ha condenado la violación a los derechos humanos y ha rechazado el TLC. Además, su voluntad manifiesta de dialogar tanto con gobiernos proestadounidenses como con los de izquierda hace menos importante la alianza colombiana.

Sin duda, la relación Colombia-Estados Unidos ha generado ganancias importantes en el plano del fortalecimiento y de la profesionalización de la fuerza pública, de la lucha contrainsurgente, de la reducción de la violencia y de la consolidación de la presencia del Estado en el territorio nacional. A pesar de eso, la política estadounidense tiene un número considerable de vacíos que sería perentorio examinar en la era pos-Bush. El primero y más importante para el caso colombiano está relacionado con la lucha antidrogas. No deja de ser irónico que el mayor fracaso se haya visto en el tema para el cual se diseñó el Plan Colombia. Reconocer que el problema del narcotráfico es de carácter regional y que se necesita mayor cooperación entre los países de la zona —como se intentó hacer en la Cumbre Regional sobre el problema mundial de las Drogas, Seguridad y Cooperación del Caribe, Centroamérica, Colombia, México y Venezuela, realizada en Cartagena, en agosto de 2008— no es suficiente sin un viraje profundo en la estrategia estadounidense, la cual ha permanecido intacta desde los años ochenta.

Por otro lado, la obsesión del gobierno de Bush con los temas del narcotráfico y de la insurgencia-terrorismo en Colombia lo ha cegado ante otros asuntos igualmente apremiantes. La extradición de catorce jefes paramilitares a Estados Unidos, en donde son requeridos como traficantes, ha entorpecido el proceso de verdad, justicia y reparación que se está realizando en el país. Por su parte, la ola de asesinatos que está azotando algunas zonas de Colombia sugiere que el narcoparamilitarismo no se ha desmantelado con la decisión de extraditar a sus líderes, sino que, por el contrario, ha sufrido un proceso de recomposición.

Mientras que algunos indicadores de violencia, como el número de homicidios y de secuestros, han bajado, otros se han mantenido en niveles alarmantes. Tal es el caso del desplazamiento, que suma ya tres millones de personas. De un millón de colombianos desplazados durante los últimos 5 años, 200 000 lo fueron en 2006, y 250 000, en 2007. Los homicidios de sindicalistas han aumentado en lo que va de 2008, mientras que 89 líderes de los desplazados han sido asesinados durante los últimos 4 años.

La institucionalidad democrática en Colombia no sólo no se ha consolidado en años recientes, sino que está en franco deterioro. El escándalo de la parapolítica, consistente en la participación en o el patrocinio por parte de funcionarios públicos de las actividades paramilitares, ha implicado a más de cincuenta congresistas y a igual número de funcionarios locales y regionales. En el caso de los legisladores, 90% pertenece a la bancada del presidente Uribe. El Ejecutivo ha deslegitimado a la Corte Suprema en reiteradas ocasiones, e incluso la ha acusado de estar infiltrada por las FARC. Igualmente, el Presidente ha desconocido la investigación realizada por la Corte sobre la compra de votos para la aprobación de la reelección en el Congreso.

Finalmente, el papel actual de Estados Unidos en América Latina es un factor de división. Aunque la mayoría de los gobiernos de izquierda y centroizquierda de la región no comparte la actitud hostil de Hugo Chávez frente a Washington, su rechazo al unilateralismo estadounidense es casi unánime. Estados Unidos podría ser un socio regional más constructivo al apoyar diversos esquemas de cooperación regional y al abandonar sus esfuerzos por alinear a distintos gobiernos, como el de Colombia, alrededor de su agenda antiterrorista. Si el futuro gobierno de ese país fuera más conciliador, menos agresivo y más pragmático, ayudaría a reducir una de las fuentes principales de polarización que existen actualmente en la región, lo cual favorecería a Colombia, país que ha sido visto como portavoz de sus políticas.

AMANECER EN AMÉRICA LATINA. LA OPORTUNIDAD DE UN NUEVO COMIENZO


Jorge G. Castañeda

Reparar el lío que heredará del gobierno de Bush no será una tarea sencilla para el próximo gobierno de Estados Unidos. En América Latina, será particularmente difícil. La razón es sencilla, pero paradójica. George W. Bush elevó enormemente las expectativas cuando tomó posesión y anunció que haría de la relación con América Latina, en general, y con México, en particular, una prioridad. Mantuvo su promesa durante siete meses y medio —hasta el 11-S, cuando Estados Unidos, con justa razón, concentró toda su energía y atención en al Qaeda y en Iraq—. Lo que es menos comprensible es que esta situación durara 7 años. Además, debido al descuido del resto del mundo y al empecinado interés en Iraq y en el terrorismo, Bush se ha vuelto menos popular en América Latina que cualquier otro Presidente de Estados Unidos en los últimos tiempos. Esto es aún más paradójico debido a que Bush, de hecho, ha sido menos intervencionista y agresivo con América Latina que cualquier otro Presidente de Estados Unidos en la historia reciente.

Afortunadamente, si el próximo gobierno desea cambiar la imagen de Estados Unidos y su relación con Latinoamérica, tendrá una oportunidad extraordinaria para hacerlo. Como Presidente, cualquiera de los dos candidatos principales, John McCain o Barack Obama, disfrutará de una luna de miel con América Latina (y con el resto del mundo), debido al sombrío legado de su predecesor y a la naturaleza de los problemas más importantes que penden sobre la relación hemisférica. Cuatro desafíos destacan claramente. ¿Qué hacer con la inminente transición o sucesión cubana, que quizá ya esté en curso? ¿Qué hacer con la reforma migratoria, que es el asunto bilateral más importante para muchos países latinoamericanos? ¿Qué hacer con el constante ascenso de las “dos izquierdas” en la región? Y, finalmente, si como parece que sucederá, el tratado de libre comercio entre Estados Unidos y Colombia no recibe la aprobación de un Congreso que va de salida (y particularmente si Obama sigue insistiendo en volver a revisar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte o TLCAN), ¿cómo profundizar, en lugar de debilitar, estos convenios de comercio, aunque sean innegablemente defectuosos, y cumplir a la vez con las promesas de campaña?

El próximo gobierno de Estados Unidos tendrá que hacer frente a estos problemas —y otros, como la lucha contra el narcotráfico—, sin importar la prioridad que les asigne. Tendrá éxito si recuerda que América Latina está viviendo un momento que combina los mejores y los peores aspectos de su historia: tiene un crecimiento sin precedente desde la década de los setenta, es democrática y respetuosa de los derechos humanos como nunca antes, por fin tiene cada vez menos pobreza y desigualdad, pero a su vez está más dividida y polarizada, y tiene más conflictos intestinos e intrarregionales que nunca. Washington puede ayudar enormemente si trabaja para consolidar las tendencias positivas, mientras neutraliza las negativas.

Reconciliarse con La Habana

En Cuba, la salida de escena de Fidel Castro, a medida que se acerca al 50º aniversario de su entrada triunfal a La Habana y a la historia, representa un enorme reto para Washington, para Miami, para Cuba y para toda Latinoamérica. Los asuntos de la isla nunca han sido una cuestión estrictamente cubana, y aunque la evolución del régimen de Castro bajo las riendas de Raúl, el hermano menor de Fidel, es incierto, el predicamento de Washington es bastante claro. Por un lado, Estados Unidos no puede seguir manteniendo las políticas fallidas del último medio siglo, como Obama ha declarado con bastante razón. Exigir una transición democrática total como condición previa para la normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos no es sólo una receta para fracasos futuros, sino que también es definitivamente poco realista e intolerable para América Latina; una gran mayoría de los gobiernos de la región cree acertadamente que Washington debe levantar el embargo de forma unilateral, además de suspender las restricciones impuestas a los viajes y al envío de remesas. Por otro lado, como McCain ha dejado en claro, Washington no puede desechar la cuestión de la democracia y de los derechos humanos en Cuba mientras espera la partida del segundo Castro.

La Realpolitik y el temor a otro éxodo de refugiados cubanos a través del Estrecho de Florida podrían tentar a Washington a buscar una solución “china” o “vietnamita” para su relación con Cuba, es decir, normalizar las relaciones diplomáticas a cambio de reformas económicas, mientras la cuestión del cambio político interno se deja para mucho después. Esto no debe suceder, principalmente por las implicaciones regionales. Durante las últimas décadas, Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y América Latina han construido pacientemente un marco legal regional para defender y promover el gobierno democrático, así como el respeto a los derechos humanos en el hemisferio. Estos valores se han ratificado en convenciones, cartas y tratados de libre comercio, que van desde la Carta Democrática Interamericana y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, amén de los capítulos laborales y ambientales de los tratados de libre comercio, y las cláusulas democráticas de los tratados económicos que firmaron Chile y la UE, y México y la UE. Estos mecanismos no son perfectos y no se han probado realmente. Pero desecharlos con el propósito de garantizar simplemente la estabilidad de Cuba y asegurar una sucesión sin emigración en lugar de una transición democrática, es decir, crear una vez más una “excepción cubana” por razones de pragmatismo puro, no sería digno de los enormes esfuerzos que cada uno de los países del hemisferio ha hecho para profundizar y fortalecer la democracia en las Américas. Cuba debe volver al concierto regional, pero aceptando sus reglas. Permitirle continuar actuando de otro modo debilitaría la democracia y alentaría las tradiciones autoritarias en el hemisferio; asimismo, sentaría las bases para otras excepciones que justificarían su existencia, invocando el precedente cubano.

Sin embargo, Estados Unidos debe cambiar su política hacia Cuba por tres razones: porque la política existente no ha funcionado; porque, después de casi 20 años desde el fin de la Guerra Fría, esa política ha perdido su principal razón de ser; y porque, sin importar cuán lenta y dolorosamente, Cuba está comenzando a salir de su larga noche de angustia. El cambio en la política de Estados Unidos debe combinar los valores y los principios con el realismo y la eficacia, estrategia que, a la larga, conducirá tanto a la normalización de las relaciones con Cuba como al establecimiento de la democracia en la isla. Celebrar elecciones libres y justas podría no ser el problema principal, pero tampoco es algo que deba aplazarse indefinidamente en aras de la estabilidad. Si las elecciones se colocan en la parte alta de la agenda, Washington continuará justo donde comenzó hace medio siglo: con el establecimiento de una precondición que no lleva a ninguna parte. Aunque Washington no puede evadir la cuestión de las elecciones libres y justas en sus discusiones con el liderazgo cubano, es poco realista insistir en que dichas elecciones se lleven a cabo antes que cualquier otra cosa: comercio, turismo y remesas y viajes familiares ilimitados. Las elecciones, en cambio, deben ser parte de un proceso integral de normalización: no pueden ser motivo para romper las negociaciones ni tampoco un tema sin importancia. Las negociaciones entre Washington y La Habana deben establecer exactamente en qué momento del proceso se deben celebrar estas elecciones, con el propósito de que sean la culminación mutuamente aceptada de la diplomacia, no una precondición para iniciarla.

Levantar el embargo, así como las restricciones a los viajes y a las remesas, debe ser una acción unilateral de Estados Unidos. Restablecer las relaciones diplomáticas plenas; atender las reclamaciones de los cubanos que viven en Miami por las propiedades cubanas confiscadas; ayudar a Cuba a reintegrarse al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional, al Banco Interamericano de Desarrollo y a la Organización de los Estados Americanos; y concederle el establecimiento de vínculos económicos totalmente normales con su vecino del otro lado del Estrecho dependería de que La Habana iniciara un proceso cooperativo y totalmente delimitado para resolver todos los asuntos que están sobre la mesa de discusión con Washington y con otros Estados. Las elecciones deben ser uno de los pasos de este proceso, aun cuando no sean el primero o incluso uno de los iniciales.

Países de migrantes

Aunque muchos estadounidenses creen que la inmigración es un problema interno que se debe excluir de cualquier negociación internacional, esa perspectiva no es ni una tradición estadounidense ni la visión que tienen otros países del hemisferio. Estados Unidos negoció su primer acuerdo migratorio en 1907 (el llamado Acuerdo de Caballeros con Japón), mantuvo un controvertido tratado con México durante más de dos décadas (el llamado Programa Bracero, entre 1942 y 1964) y ha entablado conversaciones y negociaciones sobre migración nada más y nada menos que con Fidel Castro desde principios de la década de los sesenta. Asimismo, para un gran número de países latinoamericanos, la inmigración es hoy el asunto más importante de sus agendas con Washington.

Esto es cierto no sólo para México. Aunque el vecino del sur de Estados Unidos recibe la mayor cantidad de remesas de los expatriados que viven del otro lado de la frontera que cualquier otro país de América Latina (alrededor de 25 000 millones de dólares al año), a pesar de que envía más migrantes documentados e indocumentados a Estados Unidos que cualquier otro país (alrededor de 500 000 al año) y tiene el mayor número de nacionales que viven en el norte (probablemente unos quince millones), no es en modo alguno el único país del hemisferio para el que la migración es un asunto crucial. En el Caribe, Cuba (incluso ahora, sin considerar el futuro), Haití, Jamaica y la República Dominicana tienen una proporción igualmente alta de ciudadanos que viven en Estados Unidos y dependen en la misma medida de las remesas. Lo mismo sucede con la mayor parte de Centroamérica: El Salvador tiene la mayor proporción de ciudadanos que viven fuera de su país que cualquier otro Estado de América Latina (más del 20%, en comparación con el 12% de México) y las remesas son, con mucho, su fuente más importante de divisas. Tampoco Sudamérica está exenta de esta tendencia. El 18% de los ecuatorianos reside en el extranjero, y un número cada vez mayor de colombianos, paraguayos, peruanos y venezolanos vive en Estados Unidos.

Estos países se han visto afectados profundamente por el clima antimigratorio que prevalece en Estados Unidos y se beneficiarían de manera muy importante con el tipo de reforma migratoria integral que han apoyado McCain y Obama. La lamentable decisión del gobierno de Bush de construir muros a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos, de hacer redadas en los lugares de trabajo y en las viviendas, de detener y deportar a los extranjeros indocumentados, y, más reciente y trágicamente, de iniciar procesos penales contra los trabajadores con documentos falsos o robados, para posteriormente sentenciarlos a varios meses de prisión antes de deportarlos, se considera en Latinoamérica como una ofensa hipócrita y maliciosa contra las sociedades y los gobiernos que albergan algunos de los sentimientos más favorables del mundo hacia Estados Unidos. Estos actos se perciben, de manera correcta, como futiles, repugnantes e injustos y, aún peor, producen un creciente sentimiento antiestadounidense en muchos países. Además, favorecen involuntariamente a la facción “antiimperialista” de la izquierda latinoamericana.

El tema es mucho más doloroso y decepcionante, ya que la mayoría de los ministros de exteriores latinoamericanos sabe perfectamente que estas posiciones son estrictamente resultado del clima político. La Casa Blanca necesitaba, naturalmente, reforzar los capítulos sobre seguridad y cumplimiento de la ley de las dos propuestas de reforma migratoria (el proyecto de ley McCain-Kennedy, presentado en 2005, y la Grand Bargain de 2007) con el fin de conseguir su aprobación, pero, una vez que fueron derrotadas, las concesiones a la derecha se mantuvieron y se pusieron en práctica, mientras se esfumaba la esencia de las reformas. América Latina se encontró frente a lo peor de ambos mundos. Se considera que éste es un agravio aún mayor debido a la desaceleración de la economía estadounidense, que está arrastrando a muchas economías latinoamericanas.

Definir y aprobar una reforma migratoria integral no es física cuántica; expresamente, requiere una esencia inteligente y una política habilidosa. Los elementos sustantivos necesarios son bien conocidos: tomar medidas de seguridad más estrictas en la frontera, pero también incluir puertas en los muros que se están construyendo actualmente; legalizar, con multas y condiciones sensatas y expeditas, a los quince millones o más de extranjeros que actualmente viven ilegalmente en Estados Unidos; establecer lo que Obama ha llamado un “programa de trabajadores migratorios” y que McCain ha denominado un “programa de trabajadores temporales”, que permita que un número suficiente de extranjeros (probablemente serán latinoamericanos en su mayoría, y entre ellos, principalmente mexicanos) cubra las crecientes necesidades de la economía y de la sociedad estadounidenses, con mecanismos tanto para las visitas regulares al país de origen como para la obtención de la residencia permanente en Estados Unidos. Todas las propuestas que grupos de expertos, comisiones y legisladores han puesto sobre la mesa durante los últimos 10 años dicen esencialmente lo mismo. Las sutilezas incluirían la secuencia, el monto de las multas impuestas y los requerimientos exactos para la legalización y los mecanismos para la posible obtención de la ciudadanía.

El segundo componente incluye la voluntad y el tiempo políticos. Al principio, Bush lo tenía claro: su voluntad para negociar un acuerdo migratorio con México a inicios de su período era probablemente la única manera de lograrlo. Cuando se echó atrás, primero debido al 11-S, luego por la guerra con Iraq, despúes debido a las elecciones de 2004 y, finalmente, por esperar que el Senado produjera su propio proyecto de ley, resultó ser un desastre: para cuando se votaron ambas iniciativas, Bush ya no pudo cumplirle a la facción conservadora de su propio partido, lo que condenó a ambos.

Probablemente, la única manera de que el próximo Presidente tenga éxito en este asunto sea moviéndose rápidamente. Postergarlo permitiría que el grupo de cabildeo conservador de los programas de entrevistas se prepare y luche, con el fin de intimidar a los miembros del Congreso para que cedan, con la amenaza de ponerlos en la lista negra para las siguientes elecciones. Posponer la acción también enviaría un mensaje un tanto extraño al resto del hemisferio: evadir un tema en el que ambos candidatos han asumido una posición tan firme y positiva se traduciría automáticamente como un insulto a los latinoamericanos, lo cual haría que la cooperación en estos asuntos fuera excesivamente difícil si el nuevo gobierno decidiera volver a tratar el tema migratorio más adelante.

El componente final de una propuesta migratoria viable y decidida incluye la cooperación latinoamericana y un serio esfuerzo estadounidense para conseguirla. En la región, los países de origen —que ahora son democracias debido, en parte, a las políticas estadounidenses— pueden ayudar a restringir la inmigración ilegal con estrategias valerosas y propias de estadistas, si pueden mostrarle a su electorado que están obteniendo algo a cambio. Además de la reforma migratoria estadounidense, se debe incluir el tipo de respaldo intensivo al desarrollo que Robert Pastor describe en un artículo de este mismo número y que la UE ofrece a sus nuevos miembros. Ese respaldo estaría en el mejor interés de Estados Unidos y no sería un sacrificio impuesto a Washington por los artistas de la estafa del sur de la frontera. Ayudaría a desarrollar la infraestructura, la educación, el Estado de derecho y la seguridad en México, en el Caribe y en Centroamérica, en un esfuerzo por estimular los índices de crecimiento y el aumento de empleos que, con el tiempo —aunque no de la noche a la mañana—, reducirán la migración a un nivel más acorde con las necesidades de Estados Unidos.

El futuro de las dos izquierdas

Se ha escrito mucho sobre el ascenso de la izquierda en América Latina durante la última década. De hecho, hay dos izquierdas en la región: una izquierda moderna, democrática, globalizada y orientada al mercado, en Brasil, en Chile, en Uruguay y en algunas partes de Centroamérica y, hasta cierto punto, en Perú; y una izquierda retrógrada, populista, autoritaria, estatista y antiestadounidense, en Bolivia, en Cuba, en Ecuador, en El Salvador, en México, en Nicaragua y en Venezuela y, en menor grado, en Argentina, en Colombia y en Paraguay. (Se ha argumentado que las raíces de esta división son históricas: la izquierda moderada y reformista surgió, paradójicamente, de un pasado revolucionario, mientras que la izquierda radical tiene su origen en un pasado populista, nacionalista y no revolucionario). Algunas de estas “izquierdas” están en el poder; algunas otras, estuvieron a punto de alcanzarlo, y quizá aún puedan hacerlo. Durante los últimos 2 años, se ha vuelto cada vez más evidente que la izquierda “moderna” o “blanda”, en definitiva, está gobernando bastante bien: Luiz Inácio Lula da Silva fue reelegido en Brasil, al igual que Leonel Fernández en República Dominicana; en Uruguay, Daniel Astori probablemente sucederá a su compañero del Frente Amplio, Tabaré Vázquez, así como lo hará en Panamá el sucesor seleccionado por Martín Torrijos, y, aunque Michelle Bachelet ha decepcionado a muchos en Chile con sus ocasionales posiciones autodestructivas, sólo contrasta con sus predecesores de la izquierda reformista, uno de los cuales, Ricardo Lagos, parece listo para postularse (y ganar) otra vez. Por otro lado, la otra izquierda —representada por Raúl Castro en Cuba, Hugo Chávez en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, Fernando Lugo en Paraguay, Evo Morales en Bolivia y Daniel Ortega en Nicaragua— ha demostrado ser más extremista y errática de lo que se esperaba. No es coincidencia que la izquierda “blanda” gobierne países carentes, en gran medida, de migración a Estados Unidos y que la izquierda “dura” esté presente precisamente en donde la migración es crucial: México, El Salvador, Nicaragua, Ecuador, Bolivia.

Allí radica el dilema para el próximo Presidente de Estados Unidos: cómo lidiar con la clara escisión entre ambas izquierdas, de modo que se mejoren las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, que se fortalezca la izquierda moderna y se debilite la izquierda retrógrada sin recurrir a las fallidas políticas intervencionistas del pasado. Incluso con el historial de no injerencia en la región que tiene Bush (con la posible, pero no demostrada, excepción de haber intervenido en el fallido intento de golpe de Estado contra Chávez en abril de 2002), Estados Unidos es más impopular en Latinoamérica que cualquier gobierno reciente de ese país. (Vale la pena recordar que, con excepción de Jimmy Carter, todos los presidentes de Estados Unidos desde Dwight Eisenhower, incluido Bill Clinton, han interferido en los asuntos internos de alguno de los países de la región).

No será fácil para McCain ni para Obama reparar el daño que se le ha hecho a América Latina: los pasos más efectivos serían retirarse de Iraq y volver a respetar el multilateralismo. Los siguientes pasos, estrictamente orientados a Latinoamérica, son obvios, aunque de difícil consecución. Requieren que se fortalezca a los gobiernos de la izquierda moderna, del centro o de la centroderecha amenazados por la izquierda retrógrada y, al mismo tiempo, dejarle en claro a ésta que tendría que pagar un costo significativo si no sigue las reglas —es decir, si viola los principios de la democracia, del respeto a los derechos humanos y del Estado de derecho—.

Afortunadamente, las condiciones para reparar el daño son propicias. Desafortunadamente, hoy los países del hemisferio occidental están muy divididos entre sí y también dentro sí. Al mismo tiempo, sin embargo, nunca antes le había ido tan bien a Latinoamérica en lo político, en lo económico e incluso en lo social, pues el crecimiento económico y la democracia representativa están ayudando a muchos países a reducir la pobreza y a eliminar la desigualdad, el flagelo tradicional de la región. Una de las explicaciones para esta contradicción surge de la batalla ideológica y geopolítica que se está llevando a cabo en América Latina y lo que podría significar esta lucha para los temas de interés particular para Washington: petróleo, armas, guerrillas y drogas. El conflicto podría intensificarse fácilmente y ocasionar una crisis grave en las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica, especialmente a medida que el dominio de Chávez se hace más precario en su país y sus políticas se hacen cada vez más extremistas en el exterior, en especial porque nadie parece estar dispuesto a hacerle frente en el continente americano.

Hay una asimetría fundamental entre las dos izquierdas y, de manera más general, entre los gobiernos (de izquierda o de derecha) de la región que suscriben la ortodoxia macroeconómica, la democracia representativa y que mantienen un modus vivendi con Washington, por un lado, y los de la izquierda “aventurera” (como la ha denominado el Ministro de Asuntos Estratégicos de Brasil, Roberto Mangabeira Unger), por el otro. Los primeros son tímidos y precavidos en extremo; no es coincidencia que fuera el rey Juan Carlos I de España, y no un líder latinoamericano, quien finalmente perdiera la paciencia con Chávez (y exclamara “¡¿Por qué no te callas?!”, durante la Cumbre Iberoamericana que se llevó a cabo en noviembre de 2007 en Chile). Estos regímenes no sienten la urgencia de “exportar” su “modelo” y parece preocuparles que se les acuse de hacer alarde de sus virtudes. Brasil, es cierto, intenta aumentar su influencia en la región y en el mundo, pero esto es más por motivos geopolíticos que por razones ideológicas. En contraste, el otro bando tiene una estrategia de exportación y los medios para implantarla. La izquierda retrógrada actualmente puede materializar una versión del viejo sueño del Che Guevara: ya no “dos, tres, muchos Vietnams”, sino “dos, tres, muchas Venezuelas”, ganando el poder por medio del voto, conservándolo y concentrándolo mediante cambios constitucionales y la creación de milicias armadas y partidos monolíticos. Todo esto se puede financiar con fondos provenientes de la compañía petrolera estatal de Venezuela, PDVSA, con la puesta en marcha de políticas sociales que resultan equivocadas en el largo plazo, pero que en el corto plazo son seductoras, especialmente cuando las llevan a cabo médicos, maestros e instructores cubanos, y están respaldadas, en teoría y cada vez más en la práctica, por armas enviadas desde Rusia a Caracas.

La izquierda dura también ofrece una narrativa convincente, pero equivocada: la persistencia de la pobreza y de la desigualdad se le puede atribuir a la recurrente agresión o negligencia de Estados Unidos, a la venalidad del sector privado y a la corrupción e incompetencia de los gobiernos anteriores y de las élites arraigadas. La alternativa bolivariana es la solución. Los servicios de educación y de salud se llevan a los sectores más pobres de la sociedad mediante misiones y cuadros de militantes cubanos. Tienen abundantes fondos a su disposición, ya sea a través de las compañías nacionalizadas de recursos naturales y servicios públicos (el petróleo en Venezuela, el gas y las telecomunicaciones en Bolivia, las telecomunicaciones y el petróleo en Ecuador) o aplicando impuestos o aranceles más altos a las empresas nacionales o extranjeras (aranceles a las exportaciones de frijol de soya en Argentina, impuestos más altos a la electricidad que Paraguay aplica a las presas de Itaipú y Yacyretá). Las reducciones de precios, los subsidios y los controles se imponen —con amenazas de expropiación— a los productos de consumo masivo (gasolina, materiales de construcción, harina, pan, bebidas). Esta narrativa presenta un diagnóstico y aparentemente una solución fáciles. El mensaje funciona; es falso, pero verosímil. Mientras tanto, el otro bando sigue siendo reacio a expresar su propio argumento en contra, si es que tiene alguno que presentar.

Otra razón por la que ningún gobierno capaz de oponerse a Cuba o a Venezuela —Colombia, Costa Rica, México, Perú, quizá Chile— desea hacerlo es porque a todos les aterra la idea de que Washington los deje en la estacada. En México, el presidente Felipe Calderón podría haberse abstenido de la desafortunada reconciliación con Chávez si hubiese sentido que la Casa Blanca lo respaldaría en caso de un enfrentamiento ideológico. El presidente Álvaro Uribe de Colombia podría haber aprovechado la mina de evidencias comprometedoras descubiertas en las computadoras incautadas a los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o FARC, y acusado a Chávez de ayudar e inducir el terrorismo en Latinoamérica, pero también se abstuvo, pues dudaba de la determinación de Washington. En Perú, el presidente Alan García podría haber clausurado las Casas del ALBA chavistas establecidas en su país y expulsado a los activistas venezolanos, pero sin aliados que lo apoyaran, prefirió evitar un choque con Chávez.

Washington tampoco ha estado dispuesto a proporcionar otro tipo de ayuda a sus amigos de la región, quienes podrían utilizar su respaldo para enfrentarse políticamente con La Habana y con Caracas. En este aspecto, destacan tres ejemplos: la Iniciativa Mérida para México, el mantenimiento de los aranceles sobre las importaciones de etanol (medida aplicable principalmente a Brasil), que se incluyó en la versión de 2008 del proyecto de ley agrícola, y el tratado de libre comercio con Colombia.

En el primer caso, Calderón se arriesgó al romper con la posición anacrónica de México de no solicitar ni recibir ayuda de gran escala de Estados Unidos para la lucha contra el narcotráfico. En teoría, le prometieron mucho dinero, muy rápidamente y sin condiciones —relativas a los derechos humanos o a la lucha contra la corrupción—, en una reunión cumbre con Bush que se llevó a cabo en marzo de 2007 en Mérida, México. Esta promesa se convirtió posteriormente en un paquete de 1 400 millones de dólares en 3 años, con ciertas condiciones ocultas; a su vez, esta promesa fue transformada por el Congreso de Estados Unidos en una asignación de un solo año de 400 millones de dólares en tecnología de baja calidad (nada de helicópteros Black Hawk), con cuatro condiciones importantes (y sensatas) sobre derechos humanos y sobre la lucha contra la corrupción. Calderón se encontraba en una situación particularmente incómoda: debía rechazar el apoyo de Estados Unidos y, por ende, menoscabar su compromiso con iniciar una guerra sin restricciones contra los cárteles de la droga, o aceptar lo que la élite política mexicana tradicional, de la cual Calderón es un miembro distinguido, consideraba condiciones humillantes e inaceptables. Al final, se llegó a un acuerdo, uno que salvaba la dignidad de todos pero que no satisfizo a nadie. O Bush engañó a Calderón o los asesores de este último engañaron a su jefe, pero en cualquier caso, el atribulado Presidente de México fue puesto en una situación embarazosa y se vio forzado a recurrir a la obsoleta retórica nacionalista para recuperar el equilibrio. En todo caso, el incidente obligó a Calderón a ser aún más cauteloso si de iniciar una batalla ideológica contra Chávez y contra Fidel y Raúl Castro se tratara.

Un desliz similar sucedió con Lula, quien ha tomado medidas extraordinariamente audaces para acercarse a Estados Unidos, en especial por tratarse de un antiguo líder sindical de izquierda. Ha recibido a Bush en su país en dos ocasiones, lo visitó en Campo David y firmó un acuerdo de cooperación en materia de biocombustibles con Washington. Lula sabía que Bush no podría anular de inmediato el arancel de 54 centavos de dólar por galón a las importaciones de etanol a Estados Unidos, pero creyó que Bush seguramente intentaría eliminarlo en 2008, cuando se debatiera la ratificación del proyecto de ley agrícola de 2001. Como principal productor de etanol elaborado a partir de la caña de azúcar, Brasil está dispuesto a entrar al mercado energético más grande del mundo, pero los aranceles hacen que el etanol brasileño no sea competitivo en ese mercado tan protegido. Una vez más, un líder latinoamericano que asumió riesgos importantes al tratar de establecer una relación funcional con Washington se vio defraudado por su interlocutor estadounidense, quien simplemente no fue capaz de cumplir.

Con amigos como ésos…

El tratado de libre comercio con Colombia se encuentra en la misma categoría. Bush innegablemente luchó por él, y Uribe lo promovió personalmente en Washington, pero a lo sumo será aprobado a fines de año por un Congreso que va de salida y aun esa posibilidad es remota. Estrictamente hablando, este desafortunado resultado no es culpa de la Casa Blanca. No obstante, cuando el gobierno de Bush finalmente trató de forzar un voto, descubrió que no tenía el poder político para cumplirle a su partido, menos aún a los miembros del Congreso del otro lado del pasillo. Esto contrasta marcadamente con la ocasión en que Clinton presionó para que se aprobara el TLCAN, el cual fue ratificado principalmente con votos republicanos.

Una de las razones de esta diferencia reside en el momento elegido. La derrota del tratado de libre comercio con Colombia llegó casi al final del gobierno de Bush; la victoria para Clinton tuvo lugar al final del primer año de su primer período. Pero otra razón, la principal, tiene que ver con las prioridades. Clinton hizo del TLCAN una preocupación primordial; Bush no, porque durante la mayor parte de su mandato sólo ha habido una prioridad en política exterior: Iraq. Además, a la postre, Bush no estaba dispuesto a convencer a Uribe ni a aceptar que la preocupación por los derechos humanos en Colombia, expresada principalmente por los demócratas y las organizaciones no gubernamentales, eran reales y sinceras, incluso a pesar de que algunas acusaciones específicas estaban equivocadas. Bush y Uribe simplemente no lo entendieron. Como resultado, el Congreso propinó una inmerecida bofetada al, por demás muy exitoso, Presidente de Colombia, y una involuntaria palmada en la espalda a su vecino venezolano. ¿Qué mejor prueba podría ofrecer Chávez de la perfidia de Estados Unidos que la traición a su mejor amigo en el hemisferio? No es de extrañar que Uribe se muestre reacio a recurrir a las instituciones regionales o internacionales para lidiar con las FARC. Si Washington lo apoyara en ese asunto con tanto descuido como en el tema del comercio, tal intento sería, por supuesto, insensato.

El tema del libre comercio con Colombia conduce a una discusión más amplia sobre el comercio, el cuarto problema con el que tendrá que lidiar el próximo gobierno. Si McCain resulta elegido en noviembre, el TLCAN, el Tratado de Libre Comercio Estados Unidos-Centroamérica o CAFTA, y los acuerdos de libre comercio firmados con Chile y Perú probablemente no sufrirán revisión o modificación alguna. Pero dada la posibilidad de que los demócratas mantengan la mayoría en el Congreso, incluso McCain tendría que modificar el tratado con Colombia para que pueda aprobarse. Entonces, aumentaría la presión para incluir disposiciones laborales y ambientales en los otros acuerdos. Y si la recesión de Estados Unidos continúa y los estadounidenses siguen culpando —equivocadamente— a los acuerdos comerciales del creciente desempleo, de la caída de los salarios y de la enorme desigualdad, aumentará la oposición en su contra. En lugar de esperar a que la presión aumente, el próximo Presidente haría bien en evitarla con una ambiciosa agenda para reformar el libre comercio que beneficiaría a todos.

Washington puede aprender algunas lecciones de las prácticas de la UE. Primero, se deben agregar a los tratados cláusulas claras y explícitas sobre los derechos humanos y la democracia, como apéndices más que como nuevos capítulos, similares a las cláusulas de los tratados de libre comercio de México y Chile con la UE. Segundo, se deben incluir cláusulas más específicas sobre aspectos laborales, ambientales, de género y de derechos indígenas, así como disposiciones antimonopolio, regulatorias y de reformas judiciales, tanto por principio como por conveniencia política. Sin ellas, estos tratados se convertirán, más que nunca y en el corto plazo, en el blanco de las organizaciones no gubernamentales y de la oposición política y popular. Aunque en años recientes ha habido enormes mejoras en América Latina en la mayoría de estos temas, aún queda una enorme agenda, particularmente con respecto al desmantelamiento o regulación de los grandes monopolios —públicos, privados, comerciales y sindicales— que afectan a casi todos los países de la región, comenzando por los más grandes: Brasil y México.

Tercero, y quizás el punto más importante, los tratados deben incluir disposiciones progresistas y audaces para el establecimiento de fondos para infraestructura y “cohesión social”, ya que éstos pueden marcar la diferencia entre resultados mediocres y un verdadero éxito en el libre comercio. Los defensores del libre comercio deben considerar la petición de Obama de volver a analizar los acuerdos comerciales no como un error, sino como una oportunidad para mejorarlos y profundizarlos; los partidarios de McCain deben ver la incorporación de todas las enmiendas antes mencionadas no como tonterías liberales, europeas y populistas, sino como una forma de reducir la brecha entre la promesa que ofrecían los tratados y los resultados que realmente han producido. Mejorar la infraestructura, la educación y el Estado de derecho en México y Centroamérica, así como mejorar los esfuerzos de lucha contra el narcotráfico y respetar las leyes laborales y los derechos humanos en Colombia y Perú, está en el mejor interés de Estados Unidos. Los tratados de libre comercio pueden impulsar, más que perjudicar, estos esfuerzos.

Una oportunidad única

El próximo presidente de Estados Unidos tiene la oportunidad única de actualizar una relación que está lista para ser transformada sustancialmente por primera vez desde el establecimiento de la Política del Buen Vecino de Franklin Roosevelt (la Alianza para el Progreso de John F. Kennedy fue una buena idea, pero nada más). Actualmente, América Latina está creciendo a un ritmo más acelerado que en cualquier otro momento desde los años setenta, ha consolidado y profundizado sus raíces democráticas como nunca antes y está más dispuesta que nunca a desempeñar un papel responsable en el escenario mundial. Estados Unidos necesita mucho de la región, a medida que la resistencia a su hegemonía mundial surge por doquier y con mayor virulencia que en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial.

Quizá lo más importante sea que, a partir del próximo año, Washington estará gobernado por un Presidente —ya sea McCain u Obama— con los mejores atributos en una generación para lidiar con el mejor grupo de líderes latinoamericanos democráticos, progresistas y modernistas, desde Calderón y Bachelet hasta Torrijos y Lula, pasando por Fernández y Uribe. Si todos juntos hacen frente a estos cuatro retos principales, podrían dejar una huella aún mayor en las relaciones hemisféricas que cualquier otro grupo de líderes en muchas generaciones.

EL PRÓXIMO GOBIERNO ESTADOUNIDENSE Y LA “AMÉRICA LATINA DEL SUR”


Luis Maira

Si hubiera que explicar, desde los países del sur de América Latina, cómo han sido las relaciones con Estados Unidos, habría que decir que se pueden distinguir tres momentos muy claros. El primero equivale a la etapa de la primera expansión imperial estadounidense, la cual priorizó, sobre todo, la presencia de Estados Unidos en México, América Central y el Caribe, y comprende desde la guerra contra España de 1898 hasta el lanzamiento de la Política del Buen Vecino del presidente Franklin Delano Roosevelt, en 1933. A partir de ese momento, los gobiernos de Washington formalizaron la idea de tener principios comunes para los veinte países latinoamericanos, a lo que se agregó, desde los años sesenta, el quehacer hacia los Estados que forman la Comunidad del Caribe (Caricom). Finalmente, el período vigente al día de hoy dio inicio con los atentados del 11-S, que, un año después, llevaron a Estados Unidos a formular una nueva doctrina de seguridad. Junto a las ideas de la lucha global contra el terrorismo y de las intervenciones preventivas, en Washington se planteó la necesidad de recategorizar las diversas regiones del mundo, en función de las amenazas hacia Estados Unidos provenientes de las organizaciones islamistas radicales, capaces de volver a actuar en su propio territorio.

En esta tercera etapa de los vínculos hemisféricos, Estados Unidos restableció la distinción entre una “América Latina del Norte” y una “América Latina del Sur”, separadas por el Canal de Panamá, sólo que esta vez el criterio se estableció en función de la distinta magnitud de los riesgos que, en el Departamento de Estado y en el Consejo de Seguridad Nacional, se cree que existen entre ambos espacios. La consecuencia es que, al igual que en los tiempos en que Estados Unidos era una importante potencia regional y sólo comenzaba a desempeñarse como un actor global —a principios del siglo XX—, se recurre otra vez a la idea de un “perímetro geopolítico”, esta vez para defenderse de algunas asociaciones que considera amenazantes para el núcleo central de su seguridad interna: el quehacer creciente de los cárteles del narcotráfico mexicano, las peligrosas actividades de las maras centroamericanas que cuentan con caminos propios de conexión entre El Salvador, Honduras y Guatemala con el sur de Estados Unidos, principalmente California, y, también, el riesgo de una situación de crisis en países caribeños como Haití o Cuba, que pudieran originar oleadas migratorias de gran magnitud con destino a Florida o a los estados del Golfo de México.

Muy distinta es la percepción de lo que ocurre en el extenso territorio de América del Sur, donde hay una sola situación equivalente a las ya descritas: la que se plantea en Colombia, con las actividades entrecruzadas de las viejas guerrillas —las FARC y el ELN—, con las todavía significativas operaciones del narcotráfico que, según los tomadores de decisiones de Washington, podrían, en cualquier momento, establecer una alianza catastrófica con al Qaeda u otros grupos musulmanes radicales. Esto es lo que ha llevado a más de un analista en Estados Unidos a sugerir que, por una ficción útil para el proceso de toma de decisiones, se incluya a Colombia en el bloque de países de la “América Latina del Norte” y se reserve un trato menos prioritario en el espacio sudamericano a los otros once Estados del subcontinente.

La “no política” de Estados Unidos y el viraje sudamericano hacia la izquierda

Naturalmente, la prioridad estadounidense en la parte baja del hemisferio se ha visto muy disminuida y ésta es, quizá, el área en la que con mayor propiedad se puede hablar de una “no política” de Estados Unidos, así como de un considerable abandono de su actividad diplomática. El correlato de esta merma en la presencia estadounidense ha sido el surgimiento de un conjunto de gobiernos de centro e izquierda, que hoy están presentes en once de los doce países de América del Sur. De nuevo, sólo Colombia, bajo el fuerte liderazgo de Álvaro Uribe, es una expresión conservadora que se contrapone a dicha tendencia, lo que se ha traducido en el Plan Colombia y en la activa presencia de asesores militares estadounidenses para derrotar a los narcotraficantes y a las FARC.

En este auge de los gobiernos progresistas sudamericanos, fue determinante el triunfo del presidente Lula en Brasil, en octubre de 2002. Esto, por un lado, ubicó en una nueva circunstancia a regímenes previos con una fuerte retórica antiimperialista, como el de Hugo Chávez en Venezuela, iniciado en 1998, o el gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia en Chile —una coalición de la Democracia Cristiana con tres fuerzas socialistas—, en el poder desde marzo de 1990. A éstos se sumaron poco después el régimen neoperonista de Néstor Kirchner en Argentina, en abril de 2003; el izquierdista Frente Amplio de Uruguay, en octubre de 2004; el del Movimiento al Socialismo y su Coalición Indígena en Bolivia, dirigido por Evo Morales, en diciembre de 2005; el Movimiento Acuerdo País del presidente Rafael Correa en Ecuador, en noviembre de 2006; y, finalmente, en abril de 2008, el gobierno de la Alianza Patriótica por el Cambio en Paraguay que encabeza el ex obispo Fernando Lugo. Para tener un cuadro completo, hay que sumar a este conjunto al gobierno peruano de Alan García y el APRA, la primera fuerza de la región en afiliarse a la Internacional Socialista, que volvió al poder en julio de 2006, y los dos gobiernos de la misma orientación, aunque distantes de la tradición latinoamericana, que rigen en Guyana y Surinam en la parte norte del subcontinente.

Las iniciativas sudamericanas

La existencia de estos regímenes políticos relativamente cercanos, aunque no todos afines, ha dado un nuevo impulso al proceso de integración en América del Sur. En diciembre de 2004, los doce Jefes de Estado ratificaron en una reunión en Cuzco, Perú, la creación de una Comunidad Sudamericana de Naciones que, en un posterior encuentro en Isla Margarita, Venezuela, en abril de 2007, se proyectó como Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur). Aunque esta entidad apenas está dando sus primeros pasos, puede asumir importantes tareas para las estrategias nacionales de desarrollo de este grupo de países en áreas como la infraestructura y la conectividad, la coordinación energética, la lucha contra la pobreza y la desigualdad, los esfuerzos por la inclusión social y por situar a la educación, la ciencia y la tecnología en el marco de la sociedad del conocimiento, ofreciendo nuevas oportunidades a las comunidades científicas de sus países. Es temprano aún para establecer si estas interesantes potencialidades podrán volverse realidad y si estos países podrán constituir una región económica significativa en un mundo como el actual, pero ésta es la primera vez que tal posibilidad se plantea de una forma concreta en el área.

En América del Sur se ha vivido, igualmente, un momento de recuperación económica desde comienzos de 2003, luego del fuerte impacto de crisis regionales, como las del “efecto tequila” en 1995, la devaluación brasileña del real en 1998, o la tremenda crisis argentina que estalló en diciembre de 2001, la cual llevó al default de los compromisos internacionales del país y a sorprendentes episodios de intervención de los ahorros de los ciudadanos. Entre tanto, los países del Cono Sur habían experimentado también el impacto de crisis globales, como la asiática de 1997 o la rusa, poco tiempo después.

Pero, a partir de 2003, la tendencia cambió, y en los 5 años siguientes se ha vivido el ciclo económico más positivo de los últimos 40 años, con tasas de crecimiento regional promedio superiores al 4.5%. Esto ha ido acompañado de una notable mejora en los términos de intercambio y de un aumento generalizado en el precio de las commodities que exporta la subregión. Los países de América del Sur tienen, en consecuencia, buenos indicadores macroeconómicos actualmente: reservas internacionales crecidas, un aumento en la recaudación tributaria, paridades cambiarias estables y un incremento generalizado en el valor de las exportaciones. Esto ha ido acompañado de una reducción, también significativa, de los indicadores de pobreza: los 221 millones de personas pobres que existían a finales de 2002 han decrecido a 194 millones en 2006; es más significativo aún que la indigencia ha caído de 99 a 71 millones de personas en el mismo lapso.

Cómo hemos cambiado

La elección presidencial estadounidense de 2008 encuentra así a los países de América del Sur en un cuadro de mayor autonomía internacional relativa y de mayor solvencia. Esto se ve acompañado por expectativas optimistas respecto al futuro económico: unos, por ser productores significativos de energéticos; otros, por contar con importantes superficies agrícolas en un momento de alza del valor de los alimentos; los restantes, por sus significativos depósitos minerales. En consecuencia, prácticamente todos los países sudamericanos apuestan a un futuro inmediato favorable. El impacto que tienen Estados Unidos y su gobierno ha disminuido relativamente, porque también se verifica una diversificación de los vínculos económicos y comerciales de estos países con otros actores internacionales, en particular China y las economías emergentes en la región Asia-Pacífico.

A lo anterior, hay que sumar una percepción bastante negativa del gobierno del presidente George W. Bush en la mayoría de los países sudamericanos. Con su punto más bajo en Argentina, donde sólo el 8% de la población tiene una opinión favorable del actual gobierno en Washington, la tendencia general nunca sobrepasa un 30% de apoyo de la opinión pública. Hay una percepción generalizada de la declinación de la hegemonía estadounidense y se asume una pérdida de su liderazgo, particularmente a partir de la invasión de Iraq en 2003.

También se percibe una reducción del interés estadounidense por tener una política sistemática con los países de América del Sur, pero esto normalmente no es materia de recriminaciones o críticas. Se considera que una relación pragmática con el gobierno de Estados Unidos es una buena manera de proteger los intereses nacionales más profundos de cada uno de estos países. Una excepción en esta tendencia la constituyen la Venezuela bolivariana del presidente Hugo Chávez y el régimen de Evo Morales en Bolivia. Pero, atención: Chávez sigue proveyendo oportunamente el 15% del petróleo que consume Estados Unidos, y todavía en 2006 mantenía un intercambio comercial de más de 30 000 millones de dólares con ese país.

Algunas tensiones se registran también con los gobiernos del presidente Correa en Ecuador y Cristina Fernández en Argentina, aunque en estos últimos casos se trata de situaciones más puntuales que no incluyen un discurso antiimperialista o manifestaciones sistemáticas de críticas a la sociedad estadounidense y a sus patrones de funcionamiento. El resto de los países ha buscado y conseguido una relación normal de la que son buenos ejemplos los regímenes de Lula en Brasil, Tabaré Vázquez en Uruguay, Michelle Bachelet en Chile y Alan García en Perú. En términos comparativos, se puede sostener que ahora se percibe a Estados Unidos como un actor menos importante en esta subregión, pero también ha disminuido la retórica que impugna su comportamiento.

La menor significación que se asigna en los países de América del Sur a las relaciones con Estados Unidos, vis a vis lo que ocurría tres o cuatro décadas atrás, no significa que sus gobiernos hayan perdido conciencia de la gran centralidad que el gobierno de Washington tiene en los asuntos mundiales. El paso de la Guerra Fría a la Posguerra Fría se vio como el momento de mayor acumulación de capacidades hegemónicas que un país había logrado en toda la historia contemporánea. Se asumió que el mundo se hacía unipolar en las esferas militares y de comunicación, y que no existía ninguna otra potencia del planeta que pudiera desafiar la primacía estadounidense. También se percibió apropiadamente que la existencia uniforme de economías de mercado abría una competencia multipolar en la esfera económica, bien reflejada en los acuerdos de Maastricht que establecieron la Unión Europea y en los variados entendimientos del bloque de países de Asia-Pacífico.

La percepción que se ha corregido recientemente se refiere al uso de las capacidades —diplomáticas y militares— de Estados Unidos, a raíz de los errores cometidos por el gobierno de Bush en Afganistán e Iraq, y a la pérdida de consenso interno que esto ha acarreado. En esta misma mirada, pesan también las enormes dificultades económicas acumuladas en estos años en materia de déficit comercial y los inquietantes signos de recesión por la crisis de las instituciones hipotecarias.

¿Republicano o demócrata?

A la luz de esos datos, se considera que cualquier candidatura republicana tiene plomo en el ala por la continuidad que implica respecto del gobierno de Bush. Y, aunque se advierte que John McCain representa una posición y un estilo interno diferentes de los del actual Presidente, se tiende a pensar que sus opciones de triunfo no son considerables.

En medio de un mayor interés relativo por los posibles contenidos del nuevo gobierno que llegará a la Casa Blanca el 20 de enero de 2009, es evidente una actitud de mayor simpatía por el candidato demócrata Barack Obama. Las visiones más teóricas de los intelectuales y políticos sudamericanos aprecian especialmente las exigencias del Senador de Illinois por un nuevo estilo de hacer política y su propuesta de cambios sustantivos en la política interna y exterior de Estados Unidos. Desde las campañas de los presidentes John Kennedy y Ronald Reagan, ambos con pretensiones refundacionales y planteamientos programáticos muy renovados —pese a sus orientaciones tan distintas—, no se vivía un clima así en la subregión. La diferencia radica en que, en los casos anteriores, se apostaba también por una importante reformulación de la política estadounidense hacia América Latina, algo que actualmente no ocurre.

De McCain se consideran muy significativas sus opciones iniciales, es decir, las visitas a Colombia y México: el primero, un aliado estrecho de los dirigentes republicanos, y el segundo, un país con peso y agenda propia por el impacto de los 21 millones de ciudadanos de origen mexicano que viven en Estados Unidos y por los complejos problemas de la agenda en asuntos como el narcotráfico y la migración indocumentada. De Obama se tiene una idea más cercana por los contactos con sus principales asesores en política hacia la región —como Riordan Roett y Arturo Valenzuela—, pero también se tiene en cuenta que el primer candidato de color importante de la historia estadounidense nunca ha visitado América Latina y que ni siquiera le son familiares los datos y las referencias de los líderes principales o de la economía de los distintos países. En estas condiciones, nadie espera un giro demasiado drástico en la política de desinterés hacia América del Sur que ha seguido el gobierno de Bush en sus dos mandatos.

Algo de adrenalina se levantó ante los primeros anuncios de la reactivación de la IV Flota naval de Estados Unidos; en particular, los círculos más críticos frente a Washington subrayaron como alarmante la idea de que los barcos de esta flota pudieran circular no sólo por “las aguas azules de los océanos, sino también por las aguas marrones de los grandes ríos interiores”. Esto disparó una serie de aprehensiones que predecían un abrupto final del descuido por parte de los países ubicados debajo del Canal de Panamá. Pero luego, los contactos mantenidos por Thomas Shannon, el Secretario de Estado Adjunto para Asuntos Latinoamericanos, en Buenos Aires y La Paz, permitieron relativizar las preocupaciones iniciales en la medida que éste descartó cualquier intromisión de Washington en la región y sólo asoció la actividad de la flota reorganizada con una mayor cooperación en las ofensivas contra el narcotráfico y en programas de inclusión social que, en todo caso, deberían ser previamente acordados y establecidos. Mucho más importante como respuesta en este campo ha resultado la bien acogida propuesta brasileña de crear un Consejo Sudamericano de Defensa.

Somos pocos y nos conocemos mucho

También es importante subrayar que en América del Sur se sabe ahora bastante más acerca del proceso estadounidense de toma de decisiones hacia América Latina y sus frecuentes cambios. Estos aprendizajes incluyen a la mayoría de las Cancillerías, todas las cuales han alcanzado grados de organización y capacidad de seguimiento muy superiores a las que existían en el pasado. Hace 40 años, sólo Itamaraty tenía una mirada sofisticada de la política de Estados Unidos; hoy por el contrario, la mayoría de los países sudamericanos ha alcanzado un buen nivel de seguimiento del decision-making process estadounidense. Lo que más costó, pero ya está incorporado, fue asumir el carácter marginal de América del Sur en el conjunto de los intereses estadounidenses en el mundo.

Es cierto que la subregión, con una enorme extensión de 17.5 millones de kilómetros cuadrados, alberga una gran cantidad de recursos estratégicos: biodiversidad, agua dulce, petróleo y gas, cobre, hierro y minerales estratégicos, junto a una extensa superficie agroalimentaria en expansión. Todo esto es importante para las visiones geopolíticas y la actividad empresarial de Estados Unidos. Pero también resulta importante que, hasta ahora, no se advierte en el quehacer del Departamento de Estado, de la Oficina Ejecutiva de la Casa Blanca o de los ministerios económicos más importantes un cambio de mirada hacia la subregión sudamericana que corrija las perspectivas tradicionales. Es probable que esto pueda ocurrir en el curso del próximo gobierno estadounidense, pero nada garantiza el surgimiento de este nuevo enfoque.

Desde la perspectiva de una América del Sur poco importante para Estados Unidos, se perciben correctamente algunos de los elementos básicos de la formulación de la política exterior de Estados Unidos en la subregión. Ahora se entiende que sólo en pocos momentos los titulares de la Casa Blanca han proclamado políticas sistemáticas dirigidas hacia los países del hemisferio. Las más importantes han sido la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy, como respuesta a los retos de la Revolución cubana y la búsqueda de un cambio democrático anticipatorio; la política de derechos humanos del presidente Carter, para corregir los excesos de la identificación estadounidense con las dictaduras militares de seguridad nacional; y el proyecto de Iniciativa para las Américas del presidente George Bush, padre, en los años iniciales de la Posguerra Fría. Esta iniciativa se proponía establecer un gran bloque de libre comercio desde Alaska hasta Tierra del Fuego, buscando una asociación, más económica que política, con sus vecinos del sur, con base en una apertura de los enormes mercados internos de Estados Unidos a la producción proveniente de estos países.

En todas las demás épocas, han prevalecido enfoques rutinarios que privilegian las relaciones bilaterales de Washington con cada uno de los veinte países latinoamericanos con base en los temas propios de esta relación, con programas de cooperación y ayuda que han sido declinantes y fundados en determinaciones adoptadas por funcionarios del nivel medio o bajo del Departamento de Estado, usualmente el Country Director, que maneja el escritorio correspondiente a cada uno de estos países. En algunas pocas ocasiones, los contenidos bilaterales se han complementado con enfoques subregionales para tener un planteamiento más ordenado hacia Centroamérica, los Estados del Caribe, los países andinos o los del Mercosur. En casi todos los casos, también, los dos países principales —México y Brasil— han sido objeto de un tratamiento diferenciado.

En los años de la Guerra Fría, los países sudamericanos aprendieron también que esta regla sólo se quebraba, en términos desfavorables, cuando se planteaba en algún país un cuadro de crisis que normalmente era el resultado del acceso al poder de un gobierno radical, el cual tomaba medidas que, en mayor o menor grado, afectaban a los intereses estadounidenses, en particular a las inversiones extranjeras radicadas en áreas importantes. Entonces, Estados Unidos establecía la lógica del test case, y centralizaba y endurecía su política para afectar al régimen que consideraba hostil y al que habitualmente conceptualizaba como comunista o filocomunista. Tal fue la situación que llevó a la desestabilización del gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala, en 1954; del de Francisco Camaño en República Dominicana, en 1965; del de Salvador Allende en Chile, en 1973; o a las ofensivas contra los gobiernos de Michael Manley en Jamaica o Forbes Burham en Guyana, luego de la nacionalización de las empresas que explotaban los minerales de bauxita. Cada una de estas situaciones volvió a situar las decisiones cerca de la Casa Blanca y del manejo del Consejero de Seguridad Nacional del Presidente. Este grado alto de prioridad se mantuvo hasta la desestabilización de los regímenes que amenazaban el interés estadounidense. En cada uno de esos casos, el manejo de rutina reemplazó luego a la atención temporal brindada en un período de crisis, y las cosas volvieron a su cauce normal.

También quienes formulan las políticas de los países de América del Sur hacia Estados Unidos saben que es necesario distinguir, al principio de un nuevo gobierno, entre el contingente de los funcionarios de carrera del Departamento de Estado y el pequeño círculo de los colaboradores políticos que incorpora un nuevo Presidente. Esto es más importante cuando se trata de un gobierno que tiene la intención de introducir transformaciones importantes en el quehacer frente a la región o a un subconjunto de países. En esos casos, se produce un desacuerdo significativo, puesto que la burocracia profesional aplica visiones comunes que combinan los enfoques conservador y liberal, mientras los colaboradores políticos actúan en el extremo de alguna de estas dos visiones. Normalmente, estos desajustes se resuelven, en un plazo relativamente corto, a favor de las doctrinas y posiciones de los funcionarios de carrera, y llevan al alejamiento de los defensores de las visiones heterodoxas.

Tal cosa ocurrió primero con Richard Goodwin y Teodoro Moscoso, los principales impulsores de la Alianza para el Progreso, y más tarde con Patricia Derian, Mark Schneider o el Embajador en la ONU, Andrew Young, promotores del diseño de defensa de los derechos humanos en América del Sur. En ambos casos, se devolvió al encargado de la política de América Latina el manejo completo de un enfoque más rutinario y convencional. Por lo mismo, en América del Sur se ve con relativo escepticismo la designación de encargados cercanos al Presidente, pero distantes del parecer del gobierno y de sus enfoques burocráticos. La importancia de las agendas con las que cada nuevo gobierno llega a la Casa Blanca es relativa, y la experiencia enseña que muchos de sus contenidos se ajustan con relativa rapidez para acomodarlas al estilo middle of the road que prevalece entre los diplomáticos con mayor trayectoria y experiencia. Las agendas de Estados Unidos hacia los países de América del Sur incluyen un enjambre de temas, son bastante cambiantes y tienden a estabilizarse en un esquema de moderación y continuismo.

Todos estos criterios se tendrán en cuenta a la hora de medir el trabajo hemisférico del nuevo gobierno. En la mayoría de los países, está garantizada la buena relación, tanto con un gobierno de Obama como con uno de McCain. Brasil, por ejemplo, ya logró establecer un esquema de cooperación con Estados Unidos y un firme apoyo para su política de producción de etanol como un componente que puede resolver muchas de las complejidades energéticas de la región. Chile, luego de la suscripción del Tratado de Libre Comercio de 2004, ha acomodado una buena convivencia con el gobierno estadounidense, que se afianza con su política de diversificación de los vínculos comerciales, también muy fuertes con Europa y la región Asia-Pacífico. Uruguay tendrá que definir, en un proceso internamente complejo, si avanza hacia un entendimiento en materia de libre comercio con Washington, en el supuesto de que el Frente Amplio consiga un segundo mandato, desde principios de 2010. Perú buscará aplicar el recientemente sancionado TLC con Estados Unidos, y Colombia mantendrá su alianza preferente, intentando sacar en el Congreso la aprobación a su acuerdo, hasta ahora pendiente, en este mismo tema. Por su parte, los países más enfrentados con Estados Unidos —Venezuela, Bolivia y Ecuador— tendrán que examinar si hay condiciones para avanzar a una negociación que normalice los vínculos actuales y corrija los conflictos con el titular de la Casa Blanca.

Pero ahora las agendas bilaterales son previsibles y carecen de dramatismo. Al revés de lo que ocurría en otros tiempos, los vínculos entre el gobierno de Washington y América del Sur se dan en un escenario más diversificado y con más oportunidades para todos y, por lo mismo, con menos tensión. Y esto marcará el tono y la intensidad de la relación, sin importar si el próximo gobierno estadounidense es demócrata o republicano.