lunes, 6 de octubre de 2008

COLOMBIA Y ESTADOS UNIDOS: UNA RELACIÓN “ESPECIAL”


Arlene B. Tickner

Desde que, en 2002, Álvaro Uribe asumió la Presidencia, la política exterior colombiana ha gravitado en torno a la conservación de una relación “especial” con el gobierno de George W. Bush, basada en una lucha común contra el narcotráfico y el terrorismo. Este esquema parte del supuesto de que, para Colombia, es rentable cultivar la injerencia estadounidense en los asuntos internos del país y que ésta ha arrojado beneficios tangibles que superan sus potenciales costos. A diferencia de otros países de América Latina, el matrimonio entre Bogotá y Washington no ha suscitado grandes debates ni controversias dentro del país sino que, por el contrario, en general ha sido celebrado por la opinión pública.

A primera vista, Colombia es una de las pocas historias de éxito del gobierno de Bush en materia de política exterior en América Latina e, incluso, en el mundo. El país de hoy no es el mismo del de hace una década, cuando el Plan Colombia aún no había nacido. Según esta lectura, a finales de los años noventa, Colombia estaba al borde de un abismo. La ventaja estratégica adquirida por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la intensificación del conflicto armado, el aumento de la violencia y la expansión de los cultivos de hoja de coca ponían en evidencia la debilidad del Estado colombiano y su incapacidad para combatir los problemas del país. Diez años después, la presencia del Estado en el territorio nacional ha aumentado, la guerrilla ha sido severamente debilitada, los niveles de violencia han bajado, la economía ha crecido y, según fuentes oficiales, el paramilitarismo ha sido desmontado y existen avances cruciales en la lucha contra el narcotráfico. En el caso de la contrainsurgencia, una larga cadena de victorias contra las FARC y otras coincidencias fortuitas, entre ellas la muerte por causas naturales de su máximo líder, Manuel Marulanda, han alimentado la ilusión de que la “guerra contra el terrorismo” puede ganarse por medios militares.

En el plano internacional, el gobierno colombiano ha sido un aliado incondicional de Washington. Fue de los únicos en América Latina que se sumó a la coalición que respaldó la guerra en Iraq; además, ha coincidido con las posiciones estadounidenses en todos los foros hemisféricos sobre seguridad y ha facilitado la presencia de Estados Unidos en Sudamérica, lo cual ha sido importante para contrarrestar el creciente antiamericanismo de sus gobernantes y sociedades, y más aún, la influencia regional de Hugo Chávez.

A raíz de lo anterior, podría pensarse que “más de lo mismo” sería la recomendación más sensata para la era pos-Bush. Sin embargo, en este artículo se plantea el argumento de que existen múltiples vacíos y debilidades en las relaciones entre Colombia y Estados Unidos que sugieren la necesidad de un cambio en sus áreas temáticas y en sus estrategias principales. En particular, el abandono del discurso antiterrorista y la reingeniería de la “guerra contra las drogas” son pasos indispensables para reorientar su curso.

Estados Unidos: una relación “indispensable”

La cercanía de Colombia con Estados Unidos es un rasgo permanente de su política exterior. Además de alinearse sistemáticamente con las políticas estadounidenses, las interacciones del país con el resto del mundo han estado fuertemente mediadas por sus vínculos con Washington. No obstante, la estrategia colombiana de asociación experimentó un cambio significativo durante el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002), el cual heredó un país en crisis y con relaciones severamente deterioradas con la potencia. Para hacerle frente a esta situación, Pastrana difundió ante el mundo una imagen de Colombia equivalente a un Estado al borde del colapso, con capacidad insuficiente para enfrentarse en solitario al narcotráfico y a merced de la intensificación del conflicto armado.

Dado que Estados Unidos se consideraba una fuente indispensable de ayuda económica y militar, el gobierno colombiano no sólo admitió un nivel considerable de injerencia en la concepción del Plan Colombia, sino que también buscó que ese país se involucrara más activamente en la situación interna. El hecho de que el Congreso estadounidense aprobara, en 1999, un paquete inicial de asistencia por alrededor de 1 000 millones de dólares (además de los 330 millones de dólares ya otorgados) para el período 2000-2001 confirmó la sensatez de esta estrategia. Además, la composición de la ayuda parecía satisfacer los intereses colombianos, al destinar un 80% a los rubros militares necesarios para fortalecer la capacidad operativa de la fuerza pública —y su efectividad en la lucha antidrogas—, y solamente un 20% a temas económicos y sociales.

Los ataques terroristas del 11-S y el consecuente viraje en la política exterior de Estados Unidos cambiaron los términos de la interacción bilateral. Además de manifestar su solidaridad incondicional con el país del norte, el gobierno de Pastrana intentó establecer un paralelo entre la guerra que los talibanes habían financiado en Afganistán con dinero del narcotráfico y las actividades de los actores armados en Colombia.

En febrero de 2002, la ruptura del proceso de paz que el Presidente había iniciado con las FARC facilitó la inserción del tema colombiano dentro del nuevo mapa de prioridades de Washington, ya que dio lugar a la identificación de esta guerrilla como un actor terrorista y promovió la idea de que el conflicto de Colombia constituía la mayor amenaza en el hemisferio. Un efecto inmediato de esta estrategia fue la autorización del legislativo estadounidense para que la asistencia militar del Plan Colombia para la lucha antinarcóticos se usara en la nueva “lucha contra el terrorismo”.

Desde sus inicios, la columna vertebral del gobierno de Uribe fue la ejecución de una política de seguridad, cuyos ejes principales incluían la guerra frontal contra los actores armados ilegales y el narcotráfico, y la afirmación reiterada de que, en Colombia, no existía un conflicto armado, sino un escenario de actividades narcoterroristas. A pesar de sus diferencias con el gobierno de Pastrana, su “política de defensa y seguridad democrática” partió del mismo diagnóstico de la situación colombiana, es decir, que la debilidad del Estado y la precariedad de las instituciones democráticas habían creado condiciones permisivas para el crecimiento de los grupos armados y del narcotráfico, y que una condición indispensable para garantizar el Estado de derecho y fortalecer la autoridad democrática era el afianzamiento del control estatal sobre el territorio nacional.

Esta lectura casi idéntica de la crisis colombiana ayudó a mantener un alto grado de continuismo en la relación con Estados Unidos. No obstante, al enmarcar la concepción del conflicto interno dentro de la cruzada mundial antiterrorista, el presidente Uribe propició un mayor compromiso de Washington con el combate contra las FARC. El acercamiento entre los discursos, los objetivos y las estrategias de los dos gobiernos se tradujo en una aplicación más enérgica de la “guerra contra las drogas” en Colombia y en una alineación con Estados Unidos en su “guerra contra el terrorismo” en el ámbito internacional. Ambas posiciones reflejaron la convicción de que Estados Unidos era un aliado indispensable y que la relación “especial” con éste debía cultivarse por todos los medios posibles.

Entre mediados y finales de 2002, el gobierno colombiano levantó toda restricción respecto de la fumigación aérea de los cultivos ilícitos; además de incrementar exponencialmente el área de las zonas fumigadas, la concentración del glifosato utilizado en dichos operativos aumentó. Asimismo, la extradición de nacionales colombianos a Estados Unidos se intensificó. En marzo de 2003, los gobiernos de los dos países dieron a conocer las primeras señales de “éxito” en la guerra contra las drogas cuando reportaron una reducción de 15% en las hectáreas de coca cultivadas durante 2002. La misma tendencia se mantuvo el año siguiente. Con todo, los cultivos de hoja de coca comenzaron a crecer nuevamente en 2004, y llegaron, en 2006, al mismo nivel que habían tenido en 2001: unas 170 000 hectáreas.

En 2003, el inicio del Plan Patriota, la ofensiva militar más grande de la historia colombiana contra los grupos armados, marcó una etapa de mayor intensidad en la cooperación militar entre Colombia y Estados Unidos. Por solicitud del gobierno colombiano, el Comando Sur participó activamente en su diseño y fue protagónico en su ejecución. Asimismo, a comienzos de 2004, George W. Bush solicitó y recibió la autorización del Congreso para ampliar el tope del número de tropas y contratistas estadounidenses (troop cap) que podían estar en Colombia, con el argumento de que la ofensiva militar iniciada contra las FARC requería mayor apoyo estadounidense.

Por otra parte, hubo una inusual participación de Estados Unidos en la negociación con los grupos de las Autodefensas Unidas de Colombia, que inició a mediados de 2004, la cual obedece a sus vínculos con el narcotráfico. Mientras duró el proceso de desarme y reinserción, el presidente Uribe, con el consentimiento del gobierno estadounidense, suspendió todas las solicitudes de extradición que pendían sobre los dirigentes paramilitares a cambio de su promesa de desmovilizar y de no participar en actividades delictivas. Sin embargo, unos días antes de la toma de posesión de Uribe para su segundo período, el 7 de agosto de 2006, la Embajada de Estados Unidos manifestó su preocupación por la falta de avances en la aplicación de la Ley de Justicia y Paz. Días después, y supuestamente para dar mayor legitimidad nacional e internacional a los acuerdos, el Presidente colombiano dio un ultimátum a los líderes paramilitares, seguido por la captura y encarcelación de éstos. El hecho de que catorce dirigentes fueran extraditados a Estados Unidos en mayo de 2008 sugiere la mano oculta de Washington.

Por otra parte, la negociación del tratado de libre comercio (TLC) tuvo como telón de fondo la aceptación de muchos de los imperativos de Estados Unidos, nuevamente con el argumento de que un TLC con ese país era fundamental para la economía nacional. Durante las primeras rondas del proceso, la estrategia del equipo colombiano se basó en el supuesto de que la relación “especial” entre los dos países constituía el punto de partida natural de las negociaciones. Sin embargo, ante la renuencia del equipo estadounidense para vincular seguridad con comercio y negociar con base en otro planteamiento que no fuera el suyo, los representantes colombianos, presionados en gran medida por el mismo presidente Uribe, comenzaron a acoplarse a las exigencias de la potencia. Incluso, el mandatario colombiano anunció públicamente su intención de suscribir el TLC con Estados Unidos a como diera lugar, lo cual debilitó severamente la posición negociadora de Colombia al hacer explícito ante la contraparte su afán por llegar a un acuerdo.

Inconvenientes de la relación “especial”

Entre los gobiernos de Andrés Pastrana y de Álvaro Uribe, la intensificación de la crisis de seguridad en Colombia dio lugar a una reevaluación de lo que constituía un nivel deseable de cercanía con Estados Unidos y de su influencia en el escenario nacional. Con la inserción del tema colombiano en la lucha global contra el terrorismo, se logró que Washington apoyara una estrategia de mano dura y que se involucrara de forma más directa en el conflicto armado. Si bien no se puede desconocer que la progresiva injerencia de Estados Unidos en Colombia obedeció a los nuevos intereses estratégicos creados por los ataques del 11-S y, en particular, al aumento de su perímetro de seguridad más allá de Norteamérica y el Caribe, la “intervención por invitación” fue una iniciativa del gobierno colombiano. En opinión de muchos, la prueba de que ésta ha sido una estrategia exitosa es que, entre 2000 y 2008, Colombia ha recibido alrededor de 6 000 millones de dólares en ayuda militar, económica y social estadounidense, la cual ha posibilitado el éxito de la política de seguridad democrática de Álvaro Uribe. De forma similar, el apoyo brindado por el gobierno de Bush en los conflictos que ha tenido el país con algunos vecinos, especialmente Ecuador, Nicaragua y Venezuela, es indicativo de un alto nivel de solidaridad.

Una de las mayores debilidades de esta estrategia es que no ha resuelto uno de los problemas de fondo de la situación colombiana: la articulación entre el conflicto armado y el narcotráfico. Al contrario, la “guerra contra las drogas” ha sido un fracaso rotundo. Ocho años de fumigaciones aéreas —para un total aproximado de 987 000 héctareas fumigadas— han tenido un efecto nulo sobre los cultivos de hoja de coca, pues éstos se han multiplicado. Los últimos informes antidrogas de Naciones Unidas y del Departamento de Estado sugieren que hay coca en la mayoría de los departamentos de Colombia, lo cual implica una preocupante tendencia de esparcimiento relacionado con el efecto globo. A pesar de las miles de toneladas de cocaína confiscadas, su producción también se ha mantenido estable durante la vigencia del Plan Colombia. Y las centenas de colombianos extraditados no han debilitado a las organizaciones narcotraficantes que operan en el país. Mientras tanto, la demanda mundial de cocaína (y heroína) se ha mantenido estable, así como sus precios y su disponibilidad. Finalmente, y a pesar de que las autoridades de Colombia y de Estados Unidos afirmen lo contrario, los daños que se han ocasionado al patrimonio ecológico nacional de Colombia y a la salud de los habitantes de las zonas fumigadas son incalculables.

La prioridad que le ha asignado Colombia a la relación con Estados Unidos también ha repercutido negativamente en sus relaciones con la vecindad. Además de que la mayoría de los países de la región ha considerado al Plan Colombia como una iniciativa made in USA, en la cual no tienen interés de participar, el énfasis monotemático del gobierno colombiano en la lucha contra el terrorismo ha contrastado con la posición de la mayoría de los países de América del Sur, que han buscado distanciarse de las políticas antiterroristas y de seguridad de Estados Unidos. La brecha entre Bogotá y otras capitales ha aumentado con el giro hacia la izquierda de la mayoría de los gobiernos de la zona. No obstante, el costo más grande se manifiesta en las relaciones colombianas con Venezuela y Ecuador. Además de una larga cadena de tensiones, en el caso ecuatoriano, que gira en torno al conflicto armado y a la lucha antidrogas, así como a sus efectos en ese país, existen profundas diferencias ideológicas y un alto grado de desconfianza entre el presidente Uribe y los presidentes Chávez y Correa. Éstas se han agudizado con hechos como la invitación a que Chávez se desempeñara como mediador con las FARC y su posterior desvinculación del intercambio humanitario, el bombardeo colombiano del campamento de Raúl Reyes en territorio ecuatoriano, y la filtración selectiva y calculada de los hallazgos de los equipos de Reyes para poner al descubierto la complicidad de los dos gobiernos con las FARC.

Finalmente, la invitación a que Estados Unidos tenga una fuerte presencia en Colombia ha significado una enajenación del control colombiano sobre la conducción de la lucha antidrogas y antiterrorista. A pesar de que la fuerza pública ha sufrido un proceso importante de fortalecimiento, éste aún no se ha traducido en la “colombianización” del Plan Colombia, el cual sigue teniendo un grado inusitado e indeseable de intromisión de Estados Unidos. Otra muestra de la dependencia colombiana es que un número considerable de temas neurálgicos de la agenda interna —entre ellos, el narcotráfico, el comercio, el paramilitarismo, la violación a los derechos humanos, y la verdad y la reparación— son debatidos por representantes del gobierno colombiano en la capital estadounidense mucho más que en Colombia misma.

¿Vientos de cambio?

Las tendencias recientes que se han observado en Washington con respecto al TLC y al Plan Colombia sugieren una reducción en la receptividad que tiene el discurso bélico del presidente Uribe y un interés decreciente en preservar la relación “especial” con Colombia. El control demócrata del Congreso desde noviembre de 2006 ha resultado en la congelación del TLC con Colombia, mientras la violencia contra los grupos sindicales colombianos, la mayor del mundo, no sea combatida de forma más enérgica. La ayuda que recibe el país por medio del Plan Colombia también ha comenzado a sufrir leves modificaciones, en particular al poner un mayor énfasis en los programas sociales y humanitarios, y de fortalecimiento de la justicia.

Durante la contienda electoral presidencial en Estados Unidos, y básicamente por haberse convertido en un tema de disputa entre los dos partidos, Colombia ha ocupado un lugar más visible que el de otros países de América Latina. Para el candidato republicano John McCain, quien realizó una visita al país durante julio de 2008, la lucha del presidente Uribe contra el “narcoterrorismo” es un éxito de la política exterior estadounidense y se debe seguir respaldando sin los condicionamientos que han impuesto los demócratas. Además, sus afirmaciones reiteradas de que la revolución bolivariana de Hugo Chávez amenaza la seguridad nacional estadounidense y que se debe premiar a los aliados que apoyan sus objetivos —especialmente el acceso a los mercados y el combate al terrorismo y al narcotráfico— hacen de Colombia un amigo vital. Por su parte, con excepción de un discurso pronunciado ante la comunidad cubanoestadounidense en Miami, en mayo de 2008, en el que fue más conciliador con la política actual en Colombia, Barack Obama ha criticado la cercanía del presidente Uribe con los políticos acusados de tener vínculos con el paramilitarismo, ha argumentado que la consolidación de instituciones legítimas es imperativa, ha condenado la violación a los derechos humanos y ha rechazado el TLC. Además, su voluntad manifiesta de dialogar tanto con gobiernos proestadounidenses como con los de izquierda hace menos importante la alianza colombiana.

Sin duda, la relación Colombia-Estados Unidos ha generado ganancias importantes en el plano del fortalecimiento y de la profesionalización de la fuerza pública, de la lucha contrainsurgente, de la reducción de la violencia y de la consolidación de la presencia del Estado en el territorio nacional. A pesar de eso, la política estadounidense tiene un número considerable de vacíos que sería perentorio examinar en la era pos-Bush. El primero y más importante para el caso colombiano está relacionado con la lucha antidrogas. No deja de ser irónico que el mayor fracaso se haya visto en el tema para el cual se diseñó el Plan Colombia. Reconocer que el problema del narcotráfico es de carácter regional y que se necesita mayor cooperación entre los países de la zona —como se intentó hacer en la Cumbre Regional sobre el problema mundial de las Drogas, Seguridad y Cooperación del Caribe, Centroamérica, Colombia, México y Venezuela, realizada en Cartagena, en agosto de 2008— no es suficiente sin un viraje profundo en la estrategia estadounidense, la cual ha permanecido intacta desde los años ochenta.

Por otro lado, la obsesión del gobierno de Bush con los temas del narcotráfico y de la insurgencia-terrorismo en Colombia lo ha cegado ante otros asuntos igualmente apremiantes. La extradición de catorce jefes paramilitares a Estados Unidos, en donde son requeridos como traficantes, ha entorpecido el proceso de verdad, justicia y reparación que se está realizando en el país. Por su parte, la ola de asesinatos que está azotando algunas zonas de Colombia sugiere que el narcoparamilitarismo no se ha desmantelado con la decisión de extraditar a sus líderes, sino que, por el contrario, ha sufrido un proceso de recomposición.

Mientras que algunos indicadores de violencia, como el número de homicidios y de secuestros, han bajado, otros se han mantenido en niveles alarmantes. Tal es el caso del desplazamiento, que suma ya tres millones de personas. De un millón de colombianos desplazados durante los últimos 5 años, 200 000 lo fueron en 2006, y 250 000, en 2007. Los homicidios de sindicalistas han aumentado en lo que va de 2008, mientras que 89 líderes de los desplazados han sido asesinados durante los últimos 4 años.

La institucionalidad democrática en Colombia no sólo no se ha consolidado en años recientes, sino que está en franco deterioro. El escándalo de la parapolítica, consistente en la participación en o el patrocinio por parte de funcionarios públicos de las actividades paramilitares, ha implicado a más de cincuenta congresistas y a igual número de funcionarios locales y regionales. En el caso de los legisladores, 90% pertenece a la bancada del presidente Uribe. El Ejecutivo ha deslegitimado a la Corte Suprema en reiteradas ocasiones, e incluso la ha acusado de estar infiltrada por las FARC. Igualmente, el Presidente ha desconocido la investigación realizada por la Corte sobre la compra de votos para la aprobación de la reelección en el Congreso.

Finalmente, el papel actual de Estados Unidos en América Latina es un factor de división. Aunque la mayoría de los gobiernos de izquierda y centroizquierda de la región no comparte la actitud hostil de Hugo Chávez frente a Washington, su rechazo al unilateralismo estadounidense es casi unánime. Estados Unidos podría ser un socio regional más constructivo al apoyar diversos esquemas de cooperación regional y al abandonar sus esfuerzos por alinear a distintos gobiernos, como el de Colombia, alrededor de su agenda antiterrorista. Si el futuro gobierno de ese país fuera más conciliador, menos agresivo y más pragmático, ayudaría a reducir una de las fuentes principales de polarización que existen actualmente en la región, lo cual favorecería a Colombia, país que ha sido visto como portavoz de sus políticas.

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