miércoles, 4 de junio de 2008

LA EXPERIENCIA COLOMBIANA EN LA MIRA DE MÉXICO


Juan Pablo Toro

En los últimos cinco años, los homicidios, secuestros y atentados en Colombia han experimentado un descenso notable en la medida en que las autoridades van alcanzando un mejor control territorial del país, situación que se explica en parte por el aumento sustancial del tamaño de las fuerzas de seguridad y la multimillonaria ayuda militar recibida de Estados Unidos. Los resultados patentes de estos logros son la recuperación cada vez mayor del espacio público para los ciudadanos, el regreso de los inversionistas extranjeros atraídos por las mejores condiciones de seguridad para hacer negocios y el despegue de la economía. Más aún, hoy, ciudades como Bogotá y Medellín se estudian en América Latina como ejemplos de que sí es posible doblegar a la delincuencia cuando las autoridades y la comunidad se deciden a sumar esfuerzos.

Sin embargo, transitar el camino para alcanzar estas mejoras no fue fácil, sobre todo en un país que sigue siendo el mayor productor mundial de cocaína y que arrastra un cruento conflicto armado de más de cuatro décadas. Las batallas libradas han sido arduas y los sacrificios enormes para miles de personas que quieren vivir en paz y tranquilidad. Por eso, cabe preguntarse cómo fue posible que este país andino superara lo que hasta hace tiempo parecía un destino más bien funesto y, en cambio, empezara a dar muestras de una enorme capacidad de recuperación que hoy empieza a observarse con lupa en países de la región sumergidos en olas de violencia criminal.

Éste es el caso de México, que con un producto interno bruto ocho veces mayor que el de Colombia y con 2.5 veces más población es en la actualidad escenario de una intensa disputa entre bandas del crimen organizado por el control de las rutas del tráfico de drogas y el emergente mercado del "narcomenudeo", que se manifiesta con asesinatos, secuestros y decapitaciones. Las cifras rojas han escalado a niveles tan preocupantes que un periódico de circulación nacional se ha dedicado a llevar un conteo de las víctimas de esta violencia, que habrían sumado más de 2000 en 2006. Para intentar revertir este grave panorama, el presidente Felipe Calderón ya ordenó una ofensiva frontal con el despliegue de miles de militares y policías en zonas donde la delincuencia está más desbocada. Pero los resultados definitivos de esta estrategia, aparte de la captura de uno que otro capo importante y el decomiso de abultados cargamentos de cocaína, aún están por verse cuando se cumple un año de las operaciones masivas.

Quizás ya viene siendo hora de extraer lecciones útiles de Colombia para México, que nacen tanto de medidas concretas como de la lectura que hacen los dirigentes de las prioridades del país en medio de situaciones donde los recursos no son abundantes y donde implantar ciertas políticas no será siempre algo popular. Estas lecciones serían: la seguridad es prioritaria; el control territorial debe buscar cerrar los santuarios de impunidad que permiten la proliferación de las mafias, y cultivar una buena relación de cooperación con Estados Unidos ayuda.

La comparación resulta más que pertinente ahora, justo cuando el presidente George W. Bush ha solicitado 500 millones de dólares al Congreso de Estados Unidos para ayudar a México en su lucha contra el crimen organizado, en la llamada "Iniciativa Mérida". Dicha propuesta ha traído a la memoria el Plan Colombia, aunque éste sea una estrategia de combate al narcotráfico y las guerrillas mucho más compleja, por los factores que se atacan militarmente y el monto de la asistencia que desde 2000 ya suma unos 5,000 millones de dólares.

Claro que, antes de entrar en detalles, sería conveniente precisar que no se está afirmando de ningún modo que México se encuentre a las puertas de una "colombianización" -- término de por sí ambiguo -- , por la sencilla razón de que las instituciones y las normas de comportamiento en cada país reflejan su propia idiosincrasia. También existe la variable no menor del conflicto armado en Colombia. En lo que sí empatan las situaciones de ambos países es en la presencia en uno u otro momento de organizaciones ilegales que han pretendido alcanzar un tipo de dominio territorial relativo al disputarle al Estado parte del monopolio de la violencia en zonas donde funciona un tenue imperio de la ley.

Primero la seguridad

Si algo define al gobierno del mandatario colombiano Álvaro Uribe (2002-a la fecha) es el hecho de que en su presidencia el tema de la recuperación de la seguridad se convirtió en la prioridad o, mejor dicho, en el prerrequisito para el cumplimiento efectivo de los derechos y libertades civiles, así como la garantía para la atracción de inversiones extranjeras. Esta doctrina se conoce hoy como la Política de Seguridad Democrática, cuyo objetivo general radica en "reforzar y garantizar el estado de derecho en todo el territorio mediante el fortalecimiento de la autoridad democrática".

En su aplicación, la Política de Seguridad Democrática ha contemplado medidas como el aumento del pie de fuerza pública hasta la creación de unidades especializadas en el combate urbano o en el control de corredores de montaña, por mencionar algunas. Como botón de muestra se puede mencionar el caso de la policía nacional que, según estadísticas del Ministerio de Defensa, pasó de contar con unos 97,300 efectivos en julio de 2002 a 132,800 en marzo de 2007, en un aumento de más de 36 por ciento.

Otra decisión mucho más novedosa y menos obvia en la lucha por recuperar la seguridad fue la creación del impuesto de emergencia por una sola vez para los sectores más pudientes, a quienes de este modo se les pidió su contribución en el esfuerzo nacional de reclutar más policías y soldados. Es cierto que crear impuestos nunca significará una medida popular, pero los sectores más ricos tienen su parte en el tema y no se pueden conformar con comprar seguridad privada.

También se actualizó la ley que permite al Estado expropiar los bienes obtenidos por medios ilícitos a sus propietarios y a su entorno. En vez de los engorrosos procesos judiciales de antaño, ahora basta que se compruebe la existencia de un patrimonio cuya fuente o consolidación no pueda explicarse para que se inicie un proceso de expropiación sumario, donde el interesado sólo tiene un par de meses para presentarse ante las autoridades. Como eso no suele suceder, entonces se entiende que se abandonaron los bienes a favor del Estado. Esta nueva ley de extinción de dominio ha permitido decomisar millones de dólares en efectivo, propiedades y vehículos; luego conviene preguntarse si su administración ha resultado del todo eficaz. No obstante, el supuesto en que se funda esta medida es que empobrecer al narcotráfico es un objetivo básico de la lucha, algo más que recomendable en México, donde un magistrado del Tribunal Agrario ha denunciado que 30% del suelo cultivable parece estar en manos de narcotraficantes.

Otras medidas en la misma línea fueron crear una red de informantes y realizar capturas masivas en zonas de alta presencia de grupos armados de la ley. En ambos casos, la falta de transparencia e información de inteligencia hicieron que esos mecanismos terminaran desprestigiados.

Asimismo, el presidente colombiano no cesa de pedir diariamente esfuerzos a la población y a la fuerza pública en la lucha por recuperar la seguridad. Y justo por esto sus detractores lo acusan de encontrarse demasiado enfocado en el tema, dejando de lado otros problemas como el desempleo. Pero los niveles de popularidad sostenidos en el tiempo mayores de 65% -- inéditos en la historia reciente de Colombia -- y una reelección ganada parecen decir que la política sí puede detonar un cambio.

A diferencia de Uribe, que llegó al poder con un amplio respaldo para tomar cartas en el asunto de la seguridad, Calderón alcanzó la jefatura de Estado tras ganar una elección muy reñida, aunque eso no significó un obstáculo para que sus primeras medidas de gobierno fueran enviar miles de uniformados a las zonas más afectadas por la violencia y extraditar a un grupo importante de acusados a Estados Unidos. También en el Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012, que sirve de bitácora de los gobiernos mexicanos, la seguridad nacional se relacionó directamente con la amenaza del crimen organizado y el narcotráfico.

El número de policías también se ha identificado como un tema crucial en México (véase Contra el crimen. ¿Por qué 1661 corporaciones de policía no bastan?, García Luna, 2006), pero el asunto se vuelve un poco más complejo. Aún quedan por definirse asuntos como el tipo de estructura de policía que se requiere y el diseño de mecanismos de control interno. Hasta ahora el gobierno de Calderón ha dado muestras de querer potenciar los cuerpos federales. Todas estas decisiones sin duda han dado una señal de autoridad del gobierno mexicano, pero todavía se echan de menos medidas complementarias como las que han dado resultado en Colombia.

Control territorial

En el caso de Colombia, la estrategia de recuperación territorial comenzó en zonas de violencia extrema y donde había infiltración en las estructuras del poder político local, ya fuera por cooptación o coerción. Para ello se enviaron contingentes de policía a ocupar poblados donde no tenía presencia la fuerza pública y se destinaron más agentes a los lugares que presentaban mayores riesgos. Además, se reforzaron las instalaciones policiales para resistir ataques de las guerrillas y se amplió la flota de helicópteros para ganar movilidad.

También se prosiguió con el desmantelamiento de las grandes organizaciones criminales, algo en que el Estado colombiano ha resultado bastante exitoso -- desde el cártel de Medellín al cártel del Norte del Valle en la actualidad -- . Es cierto que no se han logrado eliminar todos los actores delictivos de peso, pero el hecho de atomizar la cadena de producción y distribución de droga sirvió para que las organizaciones de origen netamente criminal, y en consecuencia más pequeñas, sólo puedan tener acceso a un menor nivel de poder político y económico, muy distinto de lo que sucedía en décadas pasadas. Conviene recordar que en Colombia, entre mediados de la década de los ochenta y principios de los noventa, los cárteles de la droga -- con Pablo Escobar a la cabeza -- lanzaron una guerra contra el Estado nacional en rechazo a la política de extradiciones hacia Estados Unidos, que incluyó atentados con explosivos en centros comerciales y asesinatos de ministros, jueces, periodistas y policías.

En el caso de México, a partir de que Estados Unidos cerró el corredor del Caribe en la década de los años ochenta, los cárteles locales lograron desarrollar un enorme poder económico criminal en la medida en que asumieron las principales rutas del trasiego de cocaína procedente de Colombia. Pero en vez de lanzarse a luchar contra el Estado nacional, su objetivo fueron los gobiernos locales, donde al parecer es más factible y efectivo hacerse de cierto dominio territorial a través de la penetración y el desafío a los cuerpos de policías municipales dispersos por todo el país.

Una estrategia de recuperación territorial, fundamental hoy para México, tendría que apuntar a romper las dinámicas criminales que operan en esos espacios locales donde el imperio de la ley brilla por su ausencia. En principio, podría pensarse en el envío temporal de fuerzas no procedentes de las mismas zonas para evitar su contaminación con esas dinámicas. Así puede entenderse la decisión de crear el Cuerpo de Fuerzas de Apoyo Federal con 1800 efectivos destinados a respaldar a gobiernos estatales y municipales en la restauración del orden. Pero el dilema reside en lo que viene después y cómo consolidar los avances de seguridad. Entonces, el tema de la presencia definitiva se vuelve decisivo.

La relación con Estados Unidos

Mucho se hablado del Plan Colombia en México, pero la mayor parte de las veces para advertir sobre los riesgos de militarizar las relaciones con Estados Unidos y de lo que algunos consideran como un fracaso a la hora de detener el flujo de drogas, como si de eso se tratara todo. Esta iniciativa, que surgió durante el gobierno de Andrés Pastrana en Colombia (1998-2002), en efecto era mucho más ambiciosa y tenía como propósito acabar con las posibles causas de la violencia y generar las condiciones para la consolidación de la paz.

Pero el objetivo de intensificar la lucha contra el narcotráfico convenció al gobierno de Bill Clinton entonces en el poder y al Congreso de Estados Unidos de realizar el desembolso inicial de 1,300 millones de dólares en 2000-2001, de los que casi 1,000 fueron para financiar los esfuerzos antidrogas en el sur de Colombia, potenciar a la policía nacional y mejorar los programas de interceptación de cargamentos de cocaína. En términos materiales, esto significó la entrega a las fuerzas armadas y de policía de decenas de helicópteros, la instalación de nuevos radares y la llegada de instructores militares estadounidenses, quienes comenzaron a adiestrar en tácticas avanzadas de combate y asalto a tres batallones antinarcóticos del ejército con unos 2,250 hombres. Desde entonces, la cooperación de Estados Unidos prosigue, aunque en menor escala.

Existen varias maneras de evaluar los resultados del Plan Colombia. Una, la del vaso medio lleno, que apuntaría a incautaciones de cocaína, destrucción de laboratorios y extradiciones. En este punto los resultados pueden ser impresionantes si se toma, por ejemplo, el decomiso récord total de 170 toneladas del alcaloide en todo 2005. La otra forma de evaluar el plan, la del vaso medio vacío, sería por su impacto en la producción y siembra de cultivos. Un informe de la Casa Blanca de junio de 2007, por ejemplo, indicó que el número de hectáreas dedicadas al cultivo de la hoja de coca fue de unas 157,200 en 2006, cerca de 13,000 más que en 2005. La Organización de las Naciones Unidas, por el contrario, sostiene que las hectáreas existentes en diciembre de 2006 tras las campañas de erradicación ascendían a 78,000, 8% menos que en 2005.

Ahora bien, si se quisiera una visión global podría afirmarse que de forma coincidente con el Plan Colombia este país se ha vuelto más seguro. Hoy, gracias a la ayuda de Estados Unidos, hay tropas mejor adiestradas, más equipos para movilizarlas y una mayor vigilancia electrónica. Claro que los problemas subsisten en Colombia y no son pocos, pero la asistencia recibida ha sido útil para realizar cambios. Actualmente, se dice que la opción de ayuda para México no contaría con un componente militar ni agentes en el terreno, sino que se traduciría sólo en la entrega de equipos, como aviones, helicópteros, computadoras e instrumentos de detección de armas, explosivos y droga. Esta alternativa, que si bien no tiene el alcance del Plan Colombia, por lo visto podría ayudar a empezar a cambiar el curso de la marea si observamos lo que pasó en el país andino.

A la larga, hay que entender que no existen soluciones ni estándares perfectos cuando cada país se lanza a la tarea de recuperar la seguridad. ¿O alguien las tiene? Lo que existen son algunos ejemplos que vale la pena mirar, sobre todo cuando provienen de quien menos podría esperarse.

EL PLAN COLOMBIA. CONSECUENCIAS NO DESEADAS


Adam Isacson

Hace casi ocho años, el gobierno de Clinton y la mayoría republicana del Congreso estadounidense diseñaron un paquete de ayuda equivalente a 1,300 millones de dólares para Colombia y sus vecinos. Esta partida especial fue el pago inicial de un compromiso multianual, militar en su mayor parte, con el "Plan Colombia", marco para nuevas inversiones del gobierno colombiano y apoyo de donadores extranjeros.

El Plan Colombia ha sido controvertido desde su aprobación y hasta la fecha. Los desacuerdos sobre si la política elegida funcionó o no difícilmente podrían ser más enconados. Para verlos, no es necesario ir más allá del informe que acompaña a la versión 2008 de la ley de financiación de ayuda exterior de la Cámara de Representantes.

El informe lo escribió, casi en su totalidad, la nueva mayoría del Partido Demócrata, cuyos miembros han criticado al Plan Colombia desde su introducción. "La meta permanente de que Colombia reduzca el cultivo, el procesamiento y la distribución [de drogas] no ha funcionado y la narcoeconomía sigue creciendo, debilitando aún más el tejido social colombiano", dice literalmente el texto. "El Comité hace notar que éste es ya el octavo año de un plan plurianual cambiante. Este programa no está funcionando."

Con una opinión contraria, los miembros republicanos del comité pintaron una imagen más optimista. "La ayuda estadounidense ha sido la responsable directa de llevar estabilidad a Colombia. Cuando inició el Plan Colombia, el país estaba desgarrado por la guerra civil. Los ciudadanos colombianos no podían viajar libremente dentro de sus fronteras. Desde que entró en vigor, el índice de secuestros ha caído 75%, el producto interno bruto ha pasado de incrementos de 1.5 a 7% anual, y han aumentado las exportaciones estadounidenses a Colombia."

¿Dónde radica la verdad? ¿Fue el Plan Colombia un éxito, y acaso un modelo potencial para las actividades estadounidenses en Irak y Afganistán, como han dado a entender algunos funcionarios del gobierno de Bush? ¿O fue una forma mal dirigida de tirar el dinero que fracasó en la consecución de sus principales objetivos explícitos?

La verdad reside en algún lugar entre estas dos visiones pero, en el espectro que va del éxito al fracaso, está más cerca del fracaso. Como estrategia contra el narcotráfico, el Plan Colombia ha sido una gran decepción. Como estrategia de seguridad, la asistencia estadounidense ha contribuido modestamente a algunas de las recientes mejoras en medidas contra la violencia, pero estos logros pueden considerarse, sobre todo, resultado de los esfuerzos de la propia Colombia. Por último, el tema de los derechos humanos sigue siendo preocupante.

Los avances sólo serán sustentables si el Plan Colombia -- y la asistencia estadounidense que lo mantiene -- abandona su enfoque esencialmente centrado en lo militar. El éxito dependerá de que se haga mucho más en dos aspectos. Primero, las instituciones civiles del Estado colombiano deben cerrar filas y tener presencia por primera vez en vastas áreas de las que históricamente han estado ausentes. Segundo, y quizá más importante, Colombia necesita facultar a quienes trabajan -- dentro y fuera del Estado, y con frecuencia en un clima de alto riesgo -- para terminar con la desafortunada tradición de impunidad que prevalece en el país frente a crímenes que van de la corrupción al narcotráfico y las violaciones a los derechos humanos.

El término "Plan Colombia" se refiere a un paquete de nueva inversión militar y social equivalente a 7,500 millones de dólares para seis años que se creó a finales de 1999. Frente a una situación de inseguridad cada vez peor y con gran presión de Estados Unidos para planear una estrategia, Bogotá se comprometió a contribuir con 4,000 millones de dólares para este "plan para la paz, la prosperidad y el fortalecimiento del Estado". El resto debía provenir de donantes extranjeros. Buena parte de los Estados donantes europeos, incómodos con el gran componente militar del paquete y descontentos por haber sido marginados de su diseño, decidieron no participar en él, lo que dejó a Estados Unidos prácticamente como único proveedor de fondos extranjeros.

Entre 2000 y 2007, Washington aportó ayuda a Bogotá por alrededor de 5,400 millones de dólares. Colombia es el quinto receptor de asistencia estadounidense, sólo después de Irak, Israel, Afganistán y Egipto. Más de 80% de este total -- 4,400 millones de dólares -- ha servido para apoyar a las fuerzas armadas y la policía colombianas.

De esta asistencia en materia de seguridad, buena parte se ha destinado para que Colombia deje de ser la fuente de más de 80% de la cocaína, y de aproximadamente la mitad de la heroína, que se vende en Estados Unidos. Desde 1999 Washington ha entregado a Bogotá más de 90 helicópteros, adiestrado a más de 60,000 policías, soldados, marinos y miembros de la fuerza aérea y ha ayudado a desplegar varias unidades móviles, entre ellas una brigada antinarcóticos de 2,300 miembros de las fuerzas armadas colombianas. Un programa de fumigación aérea de herbicidas ha rociado más de 800,000 hectáreas de territorio colombiano -- equivalente a casi 15 hectáreas por hora, noche y día, durante los últimos ocho años -- en un esfuerzo por detener el cultivo de la coca, la planta de la que se extrae la cocaína.

A mediados de 2002, durante los primeros meses de la "guerra global contra el terrorismo", un cambio en la ley de ayuda extranjera de Estados Unidos permitió a Colombia solicitar a ese país asistencia antinarcóticos para misiones no relacionadas con las drogas, como la lucha contra las guerrillas y los paramilitares. A esta acción siguieron de inmediato nuevos programas de ayuda militar estadounidense no relacionados con las drogas: un esfuerzo para proteger un oleoducto que pertenece parcialmente a una compañía estadounidense, la construcción de puestos de vigilancia policiaca en áreas rurales y apoyo logístico y estratégico para el "Plan Patriota", una ofensiva militar plurianual de gran escala en los territorios controlados por la guerrilla en el sur de Colombia. Un "límite de tropas" ordenado por el Congreso restringe la presencia estadounidense en Colombia a un máximo de 600 militares y 800 contratistas con ciudadanía estadounidense, aunque las compañías contratadas para ejecutar los programas militares que se mantienen con fondos estadounidenses -- 16 de ellas en 2006, que comparten 309 millones 600 mil de dólares en contratos -- emplean asimismo un número adicional y desconocido de ciudadanos no estadounidenses.

El restante 20% de asistencia estadounidense se ha destinado a prioridades no militares. Medidas de desarrollo alternativo han buscado disuadir a quienes cultivan la coca creando oportunidades económicas lícitas, a menudo por medio de programas de sustitución de cultivos. Los programas de reforma judicial se han orientado a conseguir que el vapuleado sistema de justicia colombiano opere en forma más rápida y eficiente. Los programas humanitarios han proporcionado ayuda de emergencia a la población colombiana desplazada en su país que, en número, es la tercera en el mundo después de las de Sudán e Irak. Pero estos programas -- que equivalen a cerca de 135 millones de dólares por año en asistencia -- se han visto opacados por los 600 millones de dólares anuales que se destinan al compromiso militar y policiaco.

¿Por qué escogió Estados Unidos un enfoque tan poco equilibrado que favorecía tanto a las fuerzas armadas por encima de otras necesidades de gobernabilidad? Una razón es política: incluso si hubiera querido, el gobierno de Clinton no habría podido convencer a un Congreso de mayoría republicana -- cuyos líderes habían pedido, desde mediados de los noventa, más helicópteros y aviones de fumigación -- para que apoyara un paquete de lo que terminó por conocerse como ayuda económica y social "blanda". Mientras tanto, los funcionarios del Departamento de Defensa, apoyados por el general Barry McCaffrey, el "zar de las drogas" de la Casa Blanca y ex jefe del Comando Sur, dejaron en claro su deseo de ayudar a las fuerzas armadas de Colombia, que recibieron escaso apoyo durante los años noventa, a estabilizar el país y recuperar los territorios controlados por la guerrilla. Estos funcionarios, sin embargo, dieron pocas pistas sobre cómo, una vez que dichos territorios fueran recuperados por medios militares, Estados Unidos ayudaría a Colombia a gobernarlos.

Más de siete años después, se tienen suficientes resultados mensurables como para realizar una primera evaluación. A estas alturas, queda en claro que el Plan Colombia ha fracasado totalmente en el cumplimiento de su meta principal y explícita: reducir la oferta de drogas colombianas disponible en Estados Unidos.

Cuando el Congreso estadounidense aprobó el Plan Colombia en 2000, pidió al gobierno de Clinton que le entregara un informe en el que se explicaran cuáles eran los criterios para medir el éxito del paquete de ayuda. Este informe decía: "La meta del Plan Colombia del presidente [Andrés] Pastrana (octubre 1999) es reducir el cultivo, el procesamiento y la distribución de drogas de Colombia en 50% en un plazo de seis años".

Esto no ocurrió. Por el contrario, el sistema satelital estadounidense detectó más plantíos de coca en Colombia en 2006 (157,000 hectáreas) que en 2000, año en que inició el Plan Colombia (136,000 hectáreas). El personal de interdicción estadounidense ha detectado que no existe reducción alguna en la cantidad de cocaína que sale del territorio colombiano. Peor aún, el precio de la cocaína en las calles estadounidenses ha bajado desde que empezó el Plan (aproximadamente 119 dólares por gramo, frente a 136 en 1999) mientras que los niveles de pureza han aumentado, lo que indica que la oferta satisface la demanda como en sus mejores tiempos. (Un informe de inteligencia de septiembre de 2007 que comentaba una reciente subida pronunciada en los precios estadounidenses de la cocaína hace un reconocimiento a México por el aumento en los controles, haciendo notar que la cantidad de cocaína que sale de los Andes ha aumentado.)

El fracaso del Plan Colombia como estrategia antinarcóticos es resultado directo de su naturaleza poco equilibrada. Si bien se aceleró la erradicación forzada de los cultivos de coca, los esfuerzos para proporcionar alternativas se rezagaron mucho y las iniciativas para llevar la presencia real del Estado a la Colombia rural resultaron casi inexistentes. Los productores de coca, muchos de ellos campesinos con parcelas pequeñas que sobreviven con ingresos escasos en territorios no controlados por el Estado, siguieron considerando el cultivo de la coca como una de las pocas opciones viables, incluso después de que sus plantíos se hubieran rociado varias veces con herbicidas. La fumigación se convirtió entonces en poco más que en la pérdida de algunas cosechas y en la razón para buscar nuevas formas de producirla sin ser detectados.

Si bien el Plan Colombia demostró su ineficacia para combatir el comercio de drogas, logró en cambio realizar contribuciones modestas a la reciente reducción en el número de asesinatos, secuestros, actos de sabotaje y otras medidas violentas. La provisión de tantos helicópteros mejoró la capacidad de las fuerzas de seguridad de Colombia para responder rápidamente a los ataques y secuestros de la guerrilla. Un pequeño programa para llevar policías a municipalidades remotas ha permitido llevar al menos cierta presencia del Estado en áreas donde antes no existía. El "Plan Patriota" no obtuvo victorias contundentes, pero sin duda logró mantener a los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) fuera de su zona de control en un territorio que prácticamente se les había cedido.

Sin embargo, casi toda la ayuda militar y policiaca de Estados Unidos no consideraba como una prioridad central la seguridad del pueblo colombiano. Buena parte de la ayuda estadounidense estaba encaminada a reducir el flujo de drogas a Estados Unidos, misión que no tuvo éxito. Al día de hoy, las autoridades colombianas se quejan de que el Departamento de Estado estadounidense veta con frecuencia sus solicitudes de usar los helicópteros que les entregaron en misiones no relacionadas con las drogas. Conforme el gobierno de Colombia ha mejorado la seguridad de sus ciudadanos, lo cierto es que lo ha hecho con sus propios recursos, con el pequeño componente de la ayuda estadounidense no relacionada con las drogas como contribución marginal.

Estos avances en materia de seguridad pueden sobredimensionarse en sí mismos. Durante los últimos años Colombia ha conseguido que la mayoría de las estadísticas de seguridad vuelvan al punto en el que estaban a mediados de los noventa, periodo en el que los índices de violencia del país todavía se consideraban alarmantes. En las ciudades y en las carreteras principales las condiciones de seguridad han mejorado mucho, como resultado de la transformación del ejército colombiano en una fuerza más móvil y menos atada a sus cuarteles. Fuera de las ciudades y los caminos principales, sobre todo en las zonas consideradas estratégicas para el comercio de drogas, las condiciones de seguridad son al menos tan malas como hace cinco o más años.

Si bien resulta difícil estimar qué tanto se ha debilitado a las FARC, se sabe que ningún miembro de su directiva de siete hombres, y un solo miembro de los 25 que conforman su Estado Mayor, ha sido capturado o asesinado, y que la frecuencia de sus ataques -- aunque no su magnitud -- no se ha reducido. Mientras tanto, el esfuerzo para desmovilizar a grupos paramilitares que ha contribuido a las reducciones cada vez mayores de la violencia se enfrenta a retos enormes, al igual que la dificultad de reintegrar a decenas de miles de ex combatientes, la formación de nuevas milicias en muchas regiones y el poder que mantienen los ricos e influyentes jefes paramilitares .

En el frente de los derechos humanos, los resultados del Plan Colombia no son del todo positivos. Los esfuerzos para profesionalizar a las fuerzas de seguridad colombianas y hacer de los derechos humanos un componente importante de su adiestramiento han dado algunos frutos, toda vez que los informes de abusos en general, incluyendo la colaboración con paramilitares, han disminuido. Esos abusos, no obstante, siguen siendo frecuentes y difíciles de castigar. Una investigación reciente a cargo de numerosas organizaciones no gubernamentales colombianas de derechos humanos encontró más de 900 casos de "ejecuciones extrajudiciales" -- asesinatos deliberados de civiles a manos de los militares -- desde 2002. En muchos casos, las víctimas fueron presentadas más tarde como guerrilleros muertos en combate.

Éste es uno de una larga y perturbadora lista de escándalos que han golpeado a las fuerzas armadas desde principios de 2006. La lista incluye, entre otras cosas: acusaciones de tortura en contra de los reclutas; colaboración con los narcotraficantes para masacrar a una unidad antidrogas de la policía; plantar bombas en autos en Bogotá y así obtener el crédito por desactivarlas; ejercer presión sobre los paramilitares para que entreguen cadáveres que luego podrían presentarse como guerrilleros muertos, y vender a los narcotraficantes información clasificada sobre la posición de unidades navales de Estados Unidos y Colombia. Los esfuerzos para investigar y castigar estos delitos avanzan con lentitud, y a veces con riesgos para el personal encargado de la investigación. Estos casos permiten concluir que, si bien los derechos humanos en general se respetan más que en 2000, los años desde que se puso en práctica el Plan Colombia no han provocado un cambio generacional en el respeto que guardan las fuerzas de seguridad por los derechos humanos.

Siete años y 5,400 millones de dólares más tarde, se habría podido esperar más de la contribución estadounidense al Plan Colombia que los pobres resultados en el combate a las drogas, la modesta contribución a la seguridad y una muy leve mejoría en materia de derechos humanos. El decepcionante resultado puede atribuirse a dos "errores fatales" en el diseño del Plan: no atender la debilidad institucional del Estado colombiano, y la falta de preocupación sobre la galopante impunidad.

En la teoría, pareciera que el Plan Colombia pretendía llenar el vacío casi total en materia de presencia del Estado en el que viven demasiados colombianos, tanto en áreas rurales aisladas como en los cinturones de miseria de las principales ciudades. El subtítulo del documento del Plan Colombia de 1999 menciona al final el "fortalecimiento del Estado". En la práctica, empero, la contribución estadounidense al Plan terminó por fortalecer a una sola porción del Estado colombiano: la uniformada. En buena parte del territorio de Colombia, la gente casi no conoce a su gobierno; gracias al Plan Colombia, sin embargo, quizá ahora lo conocen como la patrulla militar o el avión de fumigación que pasa esporádicamente. En vastas porciones del territorio colombiano, donde operan libremente grupos armados y la economía de la coca aún es una tentación para los campesinos, todavía hace falta una presencia real del Estado que proporcione servicios públicos tales como: seguridad personal, caminos, agua limpia, educación, garantía de derechos de propiedad y -- a falta de un mejor término -- ciudadanía.

En Bogotá, al menos, existe un reconocimiento cada vez mayor de que se necesita gobernabilidad de carácter civil. Bogotá ha diseñado un plan de inversión prácticamente sin contenido militar que ahora se denomina "Plan Colombia 2" o "Fase de Consolidación del Plan Colombia". Los funcionarios han manifestado claramente su intención de dejar de lado la fumigación masiva; los oficiales del Ministerio de Defensa admiten abiertamente en conversaciones informales que el programa de fumigación con demasiada frecuencia se enajena a una población cuyo apoyo es esencial. Con un apoyo estadounidense modesto, el Ministerio de Defensa de Colombia ha elaborado un plan de varias etapas, el "Centro de Coordinación de Acción Integral" (CCAI) para introducir a agencias no militares del Estado en zonas que han recuperado recientemente las fuerzas de seguridad. Queda por verse si el CCAI podrá de hecho mejorar la gobernanza civil, o si se convertirá en poco más que una colección de programas militarizados de acción cívica.

Limitarse a fortalecer el Estado en áreas donde no existe no es suficiente. Si los representantes gubernamentales en zonas "recuperadas" maltratan a la población con impunidad, pueden hacer más mal que bien. La conducta abusiva o depredadora que queda sin castigo sólo conseguirá postergar la meta de la "consolidación" del Estado.

Reducir la impunidad es el mayor reto que enfrenta Colombia. En la búsqueda de soluciones para los males del país, todos los caminos llevan a su sistema de justicia. Esto es cierto si se trata de indemnizar a las víctimas de masacres, de devolver tierras robadas por fuerzas paramilitares, de derrotar a los principales narcotraficantes que se han infiltrado en el Estado, de hacer de la corrupción oficial un negocio más peligroso, o de reducir la posibilidad de futuras violaciones militares a los derechos humanos por medio del castigo expedito.

En fechas recientes, se han registrado algunos avances en contra de la impunidad. En el marco de un escándalo cada vez mayor, docenas de políticos están ahora sometidos a investigación oficial por colaborar con grupos paramilitares. Durante la segunda mitad de 2007, sentencias esperadas durante mucho tiempo fueron expedidas en algunos casos de abusos en materia de derechos humanos a manos de los militares. Pero estas ganancias han sido provisionales, y pueden revertirse fácilmente si se presentan amenazas o falta de voluntad política suficiente para llegar a las últimas consecuencias.

La debilidad del sistema judicial colombiano permite que continúe la impunidad. Si bien han ayudado el adiestramiento y la asistencia técnica que financia Estados Unidos, lo que más necesitan ahora los jueces, fiscales, investigadores y testigos es seguridad, a fin de que puedan enfrentarse a poderosos y despiadados criminales sin temor a perder sus vidas o las de sus familiares. El sistema judicial necesita más personal para reducir el número ridículamente alto de casos pendientes. Necesita tecnología, desde bases de datos hasta laboratorios de criminalística, estudios de ADN e investigación forense. Además, necesita transporte para llegar a escenas del crimen en localidades remotas, entre ellas cientos de fosas comunes conocidas que aún esperan el escrutinio oficial.

Washington reconoce cada vez más que su política hacia Colombia necesita cambiar, y de forma tal que pueda atender mejor la debilidad del Estado y la impunidad. No obstante, este reconocimiento no ha provenido de la rama ejecutiva del gobierno estadounidense. A pesar de conversaciones en Bogotá sobre un enfoque nuevo y menos militar, en febrero de 2007 el gobierno de Bush solicitó al Congreso un paquete de ayuda para 2008 que, de nuevo, constaba de asistencia militar y policiaca en un 80 por ciento.

Alterar esta petición para incluir de manera más adecuada las lecciones aprendidas del Plan Colombia quedó en manos de la nueva mayoría demócrata del Congreso. El subcomité de apropiaciones de la Cámara de Representantes que redactó las líneas citadas al inicio de este texto optó por cortar la asistencia militar en una cuarta parte, el equivalente a 160 millones de dólares, dando un duro golpe al fallido programa de fumigación; buena parte de este ahorro irá a iniciativas de gobernanza rural y fortalecimiento judicial. El Senado se movió de forma análoga, aunque con más cautela, al cortar la llamada ayuda "dura" en aproximadamente 90 millones de dólares, y traspasando una parte considerable de estos ahorros a las mismas prioridades. El nuevo Congreso, mientras tanto, está fortaleciendo las condiciones sobre la ayuda que requerirá mayores acciones para terminar con la impunidad que beneficia a los militares que cometen violaciones a los derechos humanos.

Al momento de enviar este artículo a la imprenta, estos cambios significativos en la ayuda estadounidense son sometidos a un comité conjunto de la Cámara de Representantes y el Senado, que intenta reconciliar las diferencias entre las iniciativas de ley de ambas cámaras. Si bien constituyen un paso importante en la intención de ayudar a Colombia para que fortalezca su Estado y reduzca la impunidad, se necesita seguir en esa dirección; incluso con estas mejoras, la iniciativa de 2008 sigue siendo un paquete sobre todo militar, e incluye cuantiosos fondos para programas que no han funcionado.

Por último, cabe recordar que un paquete de ayuda formulado correctamente resulta sólo de utilidad marginal si Estados Unidos no pone orden en su propia casa. Los 700 millones de dólares que se envían a Colombia cada año palidecen en comparación con los miles de millones que los adictos estadounidenses gastan en drogas producidas en Colombia, dinero que en gran parte se dirige al sur para llenar las arcas de los grupos armados ilegales de ese país. Estados Unidos necesita con urgencia cortar ese flujo de ingresos mediante la reducción de la demanda interna de drogas; aumentar el acceso de la población de adictos al tratamiento adecuado parece la mejor alternativa para lograrlo. Una reducción pronunciada en la demanda estadounidense constituiría el mejor paquete de ayuda que Colombia podría recibir de Estados Unidos.

LA AGENDA LATINOAMERICANA DEL PRÓXIMO PRESIDENTE DE ESTADOS UNIDOS


Peter Hakim

América Latina no será una prioridad de política exterior para el próximo presidente de Estados Unidos. No será un frente central en la guerra contra el terrorismo. Más allá del añejo conflicto en Colombia, Latinoamérica es una región en paz, en su mayor parte libre de combates armados dentro o entre sus países. Tampoco se espera que América Latina ofrezca las grandes oportunidades económicas de países con rápido crecimiento, como China e India. El tráfico de drogas y la migración indocumentada son temas importantes, pero son problemas viejos y contenciosos que, en gran medida, han alejado a Estados Unidos de la región. El reto para el nuevo gobierno será encontrar la manera de conducir una política constructiva y de cooperación hacia Latinoamérica, aunque la región siga siendo una prioridad relativamente menor, y la influencia de Estados Unidos en la región sea débil.

La política hacia el hemisferio occidental ha sido, en gran parte, derivativa o residual. Es resultado de una combinación de la amplia agenda internacional de Washington, de los poderosos intereses nacionales y de las demandas de la política nacional y local. Las decisiones de política pública rara vez responden a los intereses concretos de Estados Unidos en Latinoamérica o a las necesidades de la región. Los elementos centrales de los acuerdos de libre comercio con América Latina, por ejemplo, surgen como resultado de la presión de diversos grupos de interés (productores agrícolas, compañías farmacéuticas, activistas ambientales, sindicatos y otros). Debido a que implica sentimientos políticos profundos, la política migratoria ha sido conducida, casi de manera exclusiva, como un asunto interno. Los tomadores de decisiones estadounidenses ignoran, en gran parte, las consecuencias de sus leyes migratorias sobre otros países o en la relación de éstos con Washington. Las agencias nacionales y locales encargadas del cumplimiento de la ley en Estados Unidos controlan las estrategias para combatir el tráfico de narcóticos. La posición con respecto a Cuba responde, fundamentalmente, a las demandas de la política cubano-estadounidense.

No obstante, el próximo presidente puede hacer la diferencia, si está preparado para demostrar su liderazgo y hacer frente a los intereses políticos y económicos internos que ahora marcan la pauta de la política estadounidense hacia el hemisferio occidental. Ya ha ocurrido en el pasado. La Alianza para el Progreso (el programa de desarrollo económico que impulsó el presidente John F. Kennedy en 1961, tras la llegada al poder de Fidel Castro en Cuba) y el Tratado del Canal de Panamá de 1977 no surgieron a partir de consideraciones políticas internas ni fueron residuales -- tampoco lo fueron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), las iniciativas del primer presidente Bush (1989-1993) sobre la reducción de la deuda y el comercio regional o el paquete de rescate financiero para México impulsado por el presidente Bill Clinton en 1995 -- . Todos hacían frente a problemas reales en América Latina y servían a los intereses genuinos de Estados Unidos en la región.

Primero lo primero

¿Qué políticas servirían mejor a los intereses de Estados Unidos en América Latina? ¿Qué tendrá que hacer el próximo presidente de Estados Unidos para restaurar la influencia y la posición de su país en América Latina, y reestablecer la cooperación con los gobiernos de la región?

La primera tarea de Washington será demostrar un renovado respeto por las reglas e instituciones internacionales. Ése debe ser el punto de partida para reparar las relaciones de Estados Unidos con América Latina. Estados Unidos no puede aparecer como arrogante u opresivo en asuntos regionales o globales. No puede adjudicarse el derecho de invadir otros países anticipadamente o de tomar decisiones unilaterales en contra del consenso de otros países. Estados Unidos debe seguir las reglas que quiere que los demás sigan. No puede ser una voz autorizada en temas de derechos humanos cuando condona la tortura y les niega a los prisioneros un juicio justo. No puede ser un defensor fidedigno de la democracia cuando interfiere en las elecciones de otros Estados. Las políticas de Washington, viendo por los intereses estadounidenses, deben estar más relacionadas con las propias necesidades latinoamericanas -- conseguir un crecimiento más rápido y estable, reducir de forma sostenida la pobreza y la desigualdad, moderar las tensiones sociales y políticas, y avanzar en contra de una ola de crimen y violencia que aparenta no tener fin -- .

Cooperación económica fortalecida

Lo que más quieren y necesitan los países latinoamericanos de Washington es mayor acceso a los mercados, a capitales de inversión y a nuevas tecnologías. Por eso, la mayoría ha buscado obtener preferencias comerciales o acuerdos de libre comercio con Estados Unidos -- y la razón por la cual el principal tema en la agenda latinoamericana del próximo presidente deberá ser el desarrollo de una nueva estrategia de integración económica regional -- . El Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) -- que incluye a 34 países y estaba proyectada para 2005 -- ha quedado ampliamente desacreditada. Hasta este momento, no hay una alternativa, un marco de trabajo o un objetivo claro para impulsar la cooperación económica en el hemisferio.

El reto más difícil para la Casa Blanca consistirá en diseñar una estrategia bipartidista de política comercial regional (e internacional). Para que Estados Unidos desempeñe un papel de liderazgo en la formación de una estrategia económica coherente en el hemisferio, los demócratas y los republicanos en el Congreso tendrán que resolver sus marcadas diferencias sobre asuntos comerciales. Los congresistas demócratas más importantes y la Casa Blanca pudieron llegar a un consenso en el complejo tema de los derechos laborales en los acuerdos comerciales, por lo que deberían ser capaces de avanzar en otros temas igualmente controvertidos. Particularmente, tendrán que ponerse de acuerdo sobre las medidas compensatorias para los trabajadores estadounidenses, producto de las dislocaciones de la expansión comercial y de los cambios tecnológicos. Asimismo, tendrán que renovar la autoridad de la Casa Blanca para negociar acuerdos comerciales, la cual ha expirado.

Relaciones con Brasil

Washington tendrá que colaborar sistemáticamente con Brasil en la búsqueda de mayor cooperación económica en el hemisferio, principalmente, porque lo que paralizó las negociaciones del ALCA fue la incapacidad de Brasil y de Estados Unidos para llegar a un acuerdo. Ninguna propuesta económica o de comercio hemisférico puede prosperar sin el apoyo de ambos países.

Brasil es también un socio crucial para Estados Unidos en otros temas. Sin duda, las relaciones interamericanas actuales giran en torno a Brasil y a Estados Unidos. Cuando estos dos países encuentran bases comunes para la cooperación, prácticamente todos los demás se unen. Cuando no lo consiguen, el hemisferio generalmente permanece dividido. Las buenas relaciones con Brasil son vitales para mantener la credibilidad de Washington en la región y para permitir que los dos países vean por sus intereses. Además, tienen un efecto secundario muy bienvenido, pues ayudan a reducir la influencia de Hugo Chávez.

Washington y Brasilia no son siempre socios naturales. Tienen posiciones contrarias sobre varios temas importantes, aunque con frecuencia encuentren formas de cooperar. En respuesta al llamado de Washington, Brasil aceptó comandar las operaciones de mantenimiento de la paz de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Haití, y su reciente acuerdo para cooperar en el desarrollo de biocombustibles ha añadido una dimensión con gran potencial en la relación bilateral (en particular, si Estados Unidos reduce su altísima tarifa sobre el etanol brasileño). Sin embargo, los dos países terminaron en bandos opuestos en las recientes y cruciales negociaciones de la Ronda de Doha de la Organización Mundial del Comercio (OMC) -- las cuales han alcanzado un punto muerto tras la imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre la reducción de los subsidios agrícolas y la reducción de las tarifas de importación sobre artículos manufacturados -- y no están de acuerdo en la manera de responder al reto que representa Hugo Chávez.

El próximo gobierno deberá sostener una relación constructiva con Brasil para lograr el avance de su agenda en la región (y más allá). Eso requerirá que Estados Unidos acepte que Brasil tiene una política exterior independiente y que ponga en perspectiva las diferencias entre los dos países.

México y la migración

Ningún país en el mundo tiene relaciones tan variadas y vastas con Estados Unidos como México. Los elementos rutinarios y del día con día de la relación requieren la atención permanente tanto de Washington como de la Ciudad de México. Sin embargo, a México, al igual que a Brasil, debe consultársele regularmente sobre asuntos regionales y mundiales, ya que también es un país importante en el escenario internacional, con amplios intereses globales. En el largo plazo, el principal reto será encontrar la forma de manejar la irrevocable y continua integración económica y demográfica entre Estados Unidos y México, a la cual se resisten muchos en ambos países.

A pesar de que muchos temas -- energía, comercio, seguridad, narcotráfico y violencia -- están presentes en la relación México-Estados Unidos, la migración es el tema central. Este asunto, más que cualquier otro, determinará la calidad de las relaciones bilaterales por muchos años. La forma en que Washington trate el tema migratorio también es crítica para muchos otros países latinoamericanos -- y tiene un gran impacto en las relaciones de Estados Unidos con el resto de la región -- .

Los intensos, y en ocasiones virulentos, debates del año pasado sobre la reforma migratoria y su contundente rechazo en el Senado hacen difícil pensar en un cambio constructivo en el futuro cercano. No obstante, la migración estará seguramente en la agenda del próximo presidente. La pregunta es si es posible diseñar una propuesta que, por un lado, pueda obtener el apoyo del público estadounidense y la aprobación del Congreso y, por otro, sea vista con buenos ojos en América Latina. México y otros países no estarán satisfechos con una legislación que no incluya un programa de trabajadores temporales de alcance razonable y un camino para que los 12 millones de migrantes que han entrado a Estados Unidos de manera indocumentada puedan tener un estatus legal (y, con el tiempo, la ciudadanía). La aprobación de nuevas leyes en Estados Unidos que se consideren excesivamente severas contra los migrantes indocumentados será ofensiva para América Latina y tendrá como consecuencia que cualquier tipo de cooperación en el corto plazo entre Estados Unidos y la región en temas migratorios sea prácticamente imposible. Al mismo tiempo, dificultará las relaciones en otros frentes.

El reto más importante

La agenda social -- reducir la pobreza, disminuir la desigualdad en la distribución del ingreso, terminar con la discriminación racial y étnica y mejorar los servicios públicos -- es el principal reto para Latinoamérica. Dicha agenda proporciona al nuevo gobierno estadounidense su mejor oportunidad para demostrar que Estados Unidos da una renovada importancia a la región y para generar un grado de aprobación considerable. Se necesitarán compromisos financieros adicionales, pero lo más importante que debe hacer Washington es reconfigurar sus programas y sus políticas actuales para que éstos se relacionen de manera más directa con las necesidades sociales latinoamericanas.

Los acuerdos de libre comercio impulsados por Estados Unidos, por ejemplo, están fomentando las exportaciones y la inversión, generando un crecimiento más acelerado y creando empleos -- esenciales para eliminar la pobreza y la desigualdad -- . Pero se necesitan políticas complementarias para asegurarse de que los beneficios del comercio alcancen a los grupos excluidos y compensen a los que pierden con él. Estados Unidos debe estar preocupado por la distribución de los beneficios, producto de los acuerdos de libre comercio que negocia. De manera similar, al transferir los fondos antidroga de la erradicación de los cultivos al desarrollo y a la creación de empleos en las regiones donde se cultiva la coca, Washington podría, al mismo tiempo, convertir a la guerra contra las drogas en una guerra contra la pobreza. Washington puede demostrar su preocupación por mejorar los estándares de vida de los pobres en América Latina, al asegurarse de que todos sus programas y políticas hacia la región tengan fuertes dimensiones sociales.

Otras iniciativas deseables

Hay otros cambios que pueden ayudar a alinear las políticas de Estados Unidos con los intereses y objetivos de América Latina y que, al mismo tiempo, permitan avanzar en la agenda estadounidense:

El próximo presidente de Estados Unidos asumirá el cargo medio siglo después de la llegada al poder de Fidel Castro en Cuba. Prácticamente todos los países latinoamericanos recibirían de buena manera una decisión de Washington de desmantelar la red de restricciones que ahora impone a la isla y de unirse con otros gobiernos del continente para trabajar por la reintegración exitosa de Cuba a los asuntos hemisféricos.

También es tiempo de que Estados Unidos trabaje con sus socios latinoamericanos para definir una nueva estrategia multilateral para el combate a las drogas y a las actividades criminales asociadas con el tráfico de estupefacientes. El enfoque actual es inflexible y no responde a las circunstancias nacionales específicas; está demasiado centrado en la erradicación de cultivos y en la interdicción de drogas. Washington también podría hacer más por responder al llamado latinoamericano para que Estados Unidos reduzca su demanda de drogas, elimine el flujo de armas que generan violencia en la región e invierta más en programas alternativos de desarrollo. La iniciativa anticrimen que el gobierno de Bush propuso recientemente a México contiene muchos de los elementos de una perspectiva nueva y potencialmente productiva.

Cualquier problema que Hugo Chávez represente para Estados Unidos será menor si Washington participa directamente con la región y si sus políticas están alineadas con los intereses latinoamericanos. Pero Estados Unidos también debe instrumentar una política consistente hacia Chávez, dirigida a minimizar su capacidad de perturbar los asuntos hemisféricos y a apoyar la democracia en Venezuela (solamente por medios constitucionales). No debe esperar que los otros gobiernos latinoamericanos se unan a las iniciativas anti-Chávez.

Washington debe hacer todo lo posible por mantenerse involucrado con países como Bolivia y Ecuador, que se han aliado con Venezuela. Los esfuerzos por aislar o castigar a estos países serán contraproducentes: los llevarán más cerca de Chávez y los alejarán de los otros países latinoamericanos.

No se puede esperar que el próximo presidente avance en todos estos frentes políticos de manera simultánea, pero debe sentar el tono y la dirección correctos, y avanzar en temas centrales de estilo y sustancia. Unas cuantas líneas sobre América Latina en su discurso de toma de posesión serían un buen inicio. El presidente puede sugerir que Estados Unidos está listo para unirse a los países latinoamericanos en un esfuerzo común para afontar sus problemas -- y que Washington necesita su opinión y su ayuda para encarar los retos hemisféricos e internacionales -- . Puede, incluso, resaltar la importancia de restaurar la confianza y el respeto mutuos en las relaciones interamericanas y recalcar la importancia que tiene el éxito económico y político de América Latina para los intereses estadounidenses.

El presidente tendrá la oportunidad de reforzar ese mensaje más adelante, en 2009, cuando los Jefes de Estado del hemisferio occidental se reúnan en Trinidad y Tobago para la quinta Cumbre de las Américas (la primera fue en 1994). Los otros 33 líderes estarán calibrando al nuevo presidente y escucharán cuidadosamente las propuestas que exponga para tratar los temas interamericanos. Con la participación de todos los países del hemisferio (excepto Cuba), los preparativos de la cumbre serán el momento adecuado para comenzar a revigorizar la cooperación regional y restaurar la confianza en las instituciones multilaterales del hemisferio.

Al nuevo gobierno le será difícil avanzar en dos áreas críticas: la reforma de las leyes migratorias estadounidenses y el desarrollo de nuevas estrategias para el comercio y la cooperación económica en el hemisferio. El cambio en las políticas en cualquiera de estos temas encontrará la resistencia de poderosos grupos de interés nacionales y los temores del público estadounidense sobre la migración y el comercio. Aun así, incluso un avance modesto en estos temas ayudará a mejorar la disposición de América Latina y sentará las bases para realizar cambios adicionales.

Washington debería ser capaz de ir más allá en otros temas -- como asistir a América Latina para el manejo de su agenda social y para hacer frente a la ola de violencia, o cambiar el énfasis de sus estrategias antidroga -- . La política hacia Cuba debe revisarse.

Si no se pueden llevar a cabo cambios en las políticas, Washington tendrá que reducir sus expectativas en Latinoamérica y conformarse con una agenda más limitada y menos ambiciosa para el hemisferio. La influencia estadounidense sobre los acontecimientos políticos y económicos en la región seguirá erosionándose -- junto con la voluntad de los gobiernos latinoamericanos para aceptar el liderazgo de Washington o apoyar sus políticas -- . La propia agenda latinoamericana diferirá más y más de la de Washington y se desvanecerán las oportunidades para construir un hemisferio integrado económicamente o para fomentar la cooperación política.

La mayoría de los latinoamericanos está esperando con optimismo la llegada de un nuevo gobierno a Washington. Quieren que las relaciones con Estados Unidos mejoren, pero hoy miran con cautela y desconfianza a ese país. Necesitarán percibir que el nuevo presidente modera su política hacia el Medio Oriente y el resto del mundo. En la región, querrán ver cambios de actitud y de estrategia que demuestren que Washington está listo para reestablecer una asociación sostenida y respetuosa con América Latina -- dispuesta a romper con los viejos hábitos y patrones, a escuchar la opinión de la región y a recurrir a métodos multilaterales y cooperativos -- . El nuevo presidente encontrará que los latinoamericanos están listos para trabajar con un gobierno estadounidense que, a su vez, esté dispuesto a trabajar con ellos.