lunes, 22 de septiembre de 2008

¡NOS VEMOS EN LA CORTE! EL ARREGLO JUDICIAL DE DISPUTAS EN AMÉRICA LATINA Y SUS IMPLICACIONES PARA EL SISTEMA INTERAMERICANO


Arturo C. Sotomayor Velázquez

Si por conflicto armado se entiende el uso violento de la fuerza militar entre dos o más actores y cuyo resultado genera más de 1 000 muertes durante su transcurso, entonces no cabe duda de que América Latina es una de las regiones más pacíficas del mundo. Según cifras del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), entre 1990 y 2000, la región latinoamericana fue testigo de 4 conflictos armados, cifra mucho menor a los que hubo en África (16), Asia (9), Medio Oriente (9) y Europa (8). Sin embargo, entre los países latinoamericanos existen todavía disputas fronterizas y, si bien pocas veces están dispuestos a enfrentarse en una guerra para dirimir sus diferendos territoriales, lo cierto es que esos conflictos no resueltos provocan serias tensiones diplomáticas y crisis militares. En los últimos años, se han hecho múltiples esfuerzos para evitar una espiral de conflictos regionales. Los países que forman parte de la disputa tienen una variedad de opciones disponibles, incluidas la negociación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo judicial y el recurso a organismos regionales. A pesar de la disponibilidad de todos estos instrumentos, en Latinoamérica se tiende a ignorar a los organismos regionales, a preferir los acuerdos ad hoc y a solicitar arreglos judiciales ante instancias extrarregionales. Tal como sucede con la mayor parte de los matrimonios fracasados en materia de Derecho Civil, los latinoamericanos difícilmente pueden resolver por sí mismos sus conflictos y, en cambio, acuden al juez y a la corte para que decidan su futuro.

Un caso ilustrativo de esta paradoja latinoamericana se dio a principios de 2008, cuando las relaciones entre Ecuador y Colombia se tensaron luego de que las fuerzas militares colombianas bombardearon un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ubicado 1 800 metros dentro del territorio ecuatoriano, en la región selvática de la provincia de Sucumbíos. La Organización de los Estados Americanos (OEA) intentó mediar entre ambos países e incluso se instauró una comisión revisora que investigó los hechos y reconoció que el operativo militar colombiano había violado la soberanía de Ecuador. Sin embargo, a pesar de la violación flagrante del Derecho Internacional Público y de la soberanía de un país miembro, la OEA no condenó explícitamente a Colombia y, en cambio, dejó en manos de los cancilleres las recomendaciones para solucionar la crisis. Frente a la falta de una declaración más dura, el presidente de Ecuador, Rafael Correa, declaró que, sin condena, entonces “habr[ía] que botar a la OEA al tacho de la basura, ya que no servirá para nada”. El incidente no terminó ahí: inmediatamente después de la resolución de la OEA, Ecuador demandó a Colombia ante la Corte Internacional de Justicia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Esta vez, Ecuador acusó a Colombia de causar daños a la salud de los ecuatorianos y al medio ambiente regional por las fumigaciones que el gobierno colombiano realiza desde hace 7 años en la zona fronteriza. Éste es un ejemplo de cómo los países andinos no sólo no pueden resolver las disputas entre sí, sino que, además, han llevado sus casos a instancias judiciales fuera de la región.

Ecuador y Colombia no están solos en esta dinámica. En la última década, un número considerable de países latinoamericanos ha acudido a la Corte para dirimir sus respectivas disputas territoriales, incluidos los países centroamericanos involucrados en diferendos fronterizos, tales como los de El Salvador-Honduras, Nicaragua-Honduras, Nicaragua-Colombia y El Salvador-Honduras-Nicaragua. La Corte no sólo atiende disputas territoriales entre los Estados relativamente pequeños, sino que también ha asumido la jurisdicción sobre los conflictos no territoriales entre países grandes, como la disputa ambiental argentino-uruguaya por la instalación de papeleras europeas en Fray Bentos, en la costa del río Uruguay, frente a la ciudad de Gualeguaychú, en Argentina. Asimismo, en 2003, México demandó a Estados Unidos frente a la Corte de la ONU por violar la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, según la cual los extranjeros arrestados en cualquier país tienen derecho a obtener ayuda de los consulados de sus respectivos Estados, en tanto que las autoridades están obligadas a informar a los reos de ese derecho.

La lista de posibles clientes para la ya muy atareada Corte se incrementa día a día; ahora, Guatemala y Belice están a punto de acudir a ella, luego de un fallido intento de mediación de la OEA. De proseguir esta dinámica, quedarían entonces por resolver varios conflictos, incluidas seis disputas territoriales importantes entre Guyana y Surinam, Guyana y Venezuela, Guayana Francesa y Surinam, Chile y Perú, Chile y Bolivia, y Colombia y Venezuela. Aun con los casos no resueltos, cabe preguntarse por qué los latinoamericanos han mostrado ese renovado interés por la Corte y su arreglo judicial. ¿Qué factores explican que se prefiera a la Corte sobre los demás mecanismos regionales? ¿Por qué la Corte y no otros foros? Para esclarecer esta aparente paradoja, hay una diversidad de perspectivas que se pueden agrupar en legados normativos, desencantos regionales y expectativas globales.

Legados normativos: la tradición jurídica latinoamericana

Históricamente, los países latinoamericanos han mostrado una tendencia a resolver sus conflictos por medios diferentes a la guerra. Incluso, se ha llegado a afirmar que América Latina es excepcional por su renuencia legal a resolver los conflictos a través del combate militar. La preferencia latinoamericana por los enfoques jurídico y legal parece tener una justificación enraizada en una cultura diplomática profundamente normativa y principista. Desde su independencia, los países latinoamericanos han preferido guiarse por normas basadas en el Derecho Internacional Público e incluso han adoptado principios que regulan su comportamiento. Entre los más importantes, se puede citar el de uti possidetis, que equivale a “como [poseías] de acuerdo con el derecho, poseerás”. Derivado del Derecho Romano, este principio autorizaba a la parte beligerante a reclamar el territorio que había adquirido tras una guerra. En el ámbito latinoamericano, el principio fue aplicado durante el siglo XIX para demarcar los territorios emancipados de los imperios español y portugués, tomando como base el año 1810. Así, la frontera entre Brasil y el resto de los países hispanoparlantes fue demarcada por aquello que los portugueses y españoles dejaron después de la era colonial.

Sin embargo, el principio de uti possidetis no resolvió todos los problemas provocados por la emancipación territorial y los procesos de independencia. De tal forma, los latinoamericanos se adhirieron a un cuerpo legal de normas y principios, sofisticados y profundamente formales, cuyo reconocimiento permitió una relativa coexistencia pacífica. La convivencia, la concertación pacífica, la mediación, el arbitraje y los buenos oficios fueron aceptados e internalizados por el sistema interamericano. Entre 1851 y 1922, hubo al menos 14 secesiones e intercambios de territorio pacíficos en Sudamérica; 8 de estos casos fueron resueltos por algún tipo de mediación, negociación o buenos oficios.

La preeminencia de este enfoque en América Latina es resultado, en gran medida, de la difícil historia internacional de la región que, desde su nacimiento, fue disputada por las potencias europeas y, más adelante, por Estados Unidos. Siendo incapaces de defenderse con instrumentos militares, los latinoamericanos utilizaron lo que, en la jerga coloquial, se conoce como el “arma de los débiles”, es decir, el Derecho Internacional Público. Su peso e importancia no radican en la capacidad de castigar a un posible enemigo, sino en el recurso que ofrece para denunciar jurídica, pero también moralmente, a quien viola sus principios.

De tal forma, la política hacia el exterior, incluida aquélla dirigida hacia posibles enemigos, no fue delegada a los militares, sino a las diferentes cancillerías de América Latina, las cuales casualmente estaban repletas de abogados y juristas. Ese predominio del enfoque jurídico persiste hasta nuestros días, y cuando emerge un conflicto entre Estados, son los embajadores quienes intentan echar agua al fuego para evitar que los militares entren en acción. Así pues, en América Latina, la atención de los uniformados ha estado volcada esencialmente hacia lo interno, en tanto que lo externo ha sido materia casi exclusiva de los diplomáticos. Ésta es una situación inversa a lo que sucedió con la formación estatal europea, donde “la guerra hizo a los Estados y los Estados hicieron la guerra”, como decía el recién fallecido Charles Tilly.

En estos términos, la preferencia de América Latina por la Corte parece casi natural. Ningún otro organismo internacional encarna mejor el Derecho Internacional Público que la propia Corte de la ONU, no sólo porque está ahí para defenderlo, sino también porque de ella ha nacido aún más Derecho. Asimismo, los mejores juristas latinoamericanos han servido como jueces o miembros ad hoc. Por ejemplo, Isidro Fabela, Luis Padilla Nervo, Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa y, más recientemente, Bernardo Sepúlveda han sido algunos de los diplomáticos y juristas mexicanos que han servido en calidad de jueces y como miembros ad hoc de la Corte. Todos los países latinoamericanos también han reconocido su jurisdicción desde que ingresaron a la ONU.

Sin embargo, el enfoque principista sólo resuelve una parte del problema. Cierto: la tradición legal y profundamente jurídica puede explicar la predisposición latinoamericana por los arreglos judiciales en materia de disputas estatales, pero lo cierto es que los latinoamericanos cuentan con un conjunto de instituciones regionales y multilaterales a las cuales acudir para hacer valer el Derecho Internacional Público. Por ejemplo, los países en conflicto bien pueden asistir a la OEA y resolver ahí su diferendo sin tener que apelar a la Corte, haciendo uso de los mismos recursos jurídicos, como la mediación y los buenos oficios. A pesar de tener a su disposición foros regionales de resolución de disputas, los latinoamericanos prefieren la Corte por encima de otros mecanismos regionales. ¿Por qué habrán de preferir un foro por encima de otro? ¿Por qué la Corte y no la OEA?

Desencantos regionales: la mediación de disputas en el sistema interamericano

La opción regional es una de las varias alternativas disponibles para resolver controversias y disputas. De hecho, la propia Carta de la ONU, en su artículo 8, contempla la acción regional para asistir en el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, siempre y cuando esos marcos regionales sean compatibles con los fines de las Naciones Unidas. La perspectiva regional ofrece diferentes ventajas. Primero, las organizaciones regionales pueden contribuir a dividir la paz (o a hacerla divisible), aislando los conflictos y previniendo la globalización de problemas que son de carácter estrictamente local.

Segundo, los mecanismos regionales son más sensibles y, por tanto, están más atentos a las necesidades del área que sus contrapartes globales, pues conocen tanto la realidad como los problemas de la región mejor que cualquier otro actor externo. Tercero, su naturaleza local y la cercanía geográfica permiten que se intervenga más rápidamente cuando suceden crisis. Cuarto, su presencia facilita la intervención de vecinos dentro de la región, al ofrecer un foro local que incentiva no sólo los buenos oficios de terceros, sino también la asistencia y la presión diplomáticas para resolver conflictos entre países adyacentes.

Una mirada a la región confirma que América Latina tiene organismos regionales en abundancia y, por ende, está suficientemente institucionalizada, al menos formalmente. Sobre todas las instituciones regionales, destaca por su importancia el sistema interamericano, cuyo eje es la OEA. Fundada en 1948, es el organismo regional más antiguo del mundo y es heredera de una tradición longeva de pensamiento panamericano.

El marco legal de la OEA está basado en tres tratados principales y un fondo, con diferentes atributos, que permiten la resolución de disputas entre sus miembros. El primero de ellos es la propia Carta de la OEA, denominada también Carta de Bogotá, la cual fija los principios que regulan a la organización, incluidos los de no intervención, la autodeterminación, el Derecho Internacional Público como norma de conducta y la resolución pacífica de controversias. Asimismo, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR o Tratado de Río) también ofrece a su Consejo la posibilidad de tomar medidas para mantener la paz regional en caso de que surjan conflictos entre dos o más Estados de la región. El Tratado Americano de Soluciones Pacíficas, conocido como el Pacto de Bogotá, es otro instrumento legal que desempeña un papel fundamental dentro del sistema, pues en él se encuentran delineados, de manera muy específica, los mecanismos que habrán de operar para resolver las disputas, entre ellos los buenos oficios, la mediación, la investigación, la conciliación y el arbitraje judicial. El Pacto cubre todas las posibles variantes de disputas con excepción de las internas, pues es fiel al principio de no intervención. Finalmente, la OEA posee el Fondo de Paz, creado en 2000 por una iniciativa canadiense e impulsado por el embajador Luigi Einaudi, Secretario General interino de la Organización. Su misión consiste en suministrar recursos y asistencia para ayudar a los países a resolver de manera pacífica sus disputas territoriales, e incluye los gastos de litigio y el pago de despachos de abogados.

Así, formalmente existe un marco de referencia interamericano para dirimir diferencias y solucionar querellas entre países. No obstante, la actividad de la OEA en materia de resolución de controversias ha sido inconstante y su éxito al resolver las disputas, sobre todo las territoriales, es cuestionable. Históricamente, son múltiples los casos que ha atendido la OEA. Su mayor auge se dio entre los años 1948 y 1965, cuando se llegaron a invocar los buenos oficios de la OEA en más de 30 instancias. Curiosamente, el organismo regional atendió casi exclusivamente conflictos estatales entre países centroamericanos y caribeños. Entre los casos más notables de esta época están las disputas entre Costa Rica y Nicaragua por agresión territorial, presentadas en dos ocasiones distintas, en 1948 y en 1955, así como la mediación entre Honduras y Nicaragua por un litigio territorial en 1957.

A partir de la década de los sesenta y hasta inicios de los noventa, la actividad de la OEA decreció sustancialmente en materia de resolución de disputas. Tres sucesos mermaron el desempeño de la organización regional: la suspensión de Cuba del seno de la OEA, la polarización ideológica del hemisferio provocada por la crisis de los misiles soviéticos en la isla y la intervención militar estadounidense en República Dominicana en 1965. Casi todos los análisis históricos disponibles parecen coincidir en que lo sucedido en 1965 fue lo que más afectó la percepción general del organismo y erosionó su legitimidad como actor regional. En concreto, la OEA respaldó la intervención militar que Estados Unidos encabezó para impedir que Juan Bosch, político progresista y afín al socialismo, reasumiera el poder en la República Dominicana. La intervención encabezada por Washington, pero con bandera de la OEA, fue apoyada por la mayor parte de las dictaduras de la región, incluidas las de Brasil, Honduras, Nicaragua y Paraguay.

A pesar de que han pasado más de 40 años desde aquel episodio, lo cierto es que la OEA no ha logrado deshacerse de una mal ganada reputación que cuestiona su legitimidad como organismo regional de resolución de disputas. En efecto, persiste en la Organización una crisis de legitimidad que no ha sido superada con el fin de la Guerra Fría. Concretamente, la OEA carece de tres requisitos fundamentales para ser reconocida como mediador legítimo. Primero, existe un serio déficit de imparcialidad, no sólo por la influencia que puede ejercer Estados Unidos en el organismo, sino por la injerencia que pueden tener otros países del área. De alguna forma, aquello que antes era considerado como su fortaleza —su conocimiento regional—, pronto devino en su mayor debilidad. Al ser local y del área, la Organización tiene demasiados intereses en la región y hace que sus miembros, sobre todo los más fuertes, sesguen su misión, haciéndola imparcial y poco objetiva. Por ejemplo, Bolivia y Perú jamás aceptarían la mediación de la OEA en sus respectivas disputas territoriales con Chile, no en tanto su Secretario General sea chileno.

Segundo, a pesar de la formalidad y rigidez de sus tratados y acuerdos, sus procedimientos son constantemente ignorados. Los países miembros pueden acudir en principio a la OEA, pero en el transcurso terminan utilizando procedimientos informales y mecanismos ad hoc que no están ni inspirados en la Carta ni en los tratados de la OEA. Por ejemplo, en 1994, Ecuador y Perú se enfrentaron por la posesión de un territorio de 348 kilómetros cuadrados, ubicado en la región fronteriza alrededor de la cuenca del río Cenepa, en la región amazónica sudamericana. Formalmente, el conflicto violaba la Carta de la OEA y debió haber llamado la atención del TIAR, en tanto que su resolución probablemente competía al Pacto de Bogotá. En su lugar, la mediación cayó en manos de un grupo ad hoc que antecede a la fundación de la OEA, denominado Grupo de Países Garantes del Protocolo de Río de Janeiro, formado por Argentina, Brasil, Chile y Estados Unidos. Su gestión fue exitosa, ya que logró el cese de las hostilidades, la desmilitarización del área y la reconciliación diplomática. Pero el proceso no se guió de acuerdo con los mecanismos formales de resolución de disputas del sistema interamericano, a pesar de que, teóricamente, la OEA tenía jurisdicción sobre el caso. La informalidad con la que proceden los latinoamericanos revela que quizá aprecian más la flexibilidad de los mecanismos ad hoc que la rigidez de los procedimientos formales de la OEA.

Tercero, un requisito fundamental para que los Estados miembros perciban a un organismo internacional como legítimo es que éste genere beneficios tangibles. En concreto, los países que llevan sus querellas frente a un tercero esperan que éste no sólo medie, sino que, además, resuelva la disputa. El beneficio material y tangible, por lo tanto, depende de que el organismo solucione en buenos términos el conflicto entre las partes. Sin embargo, el expediente de la OEA indica que ésta presta sus oficios, media entre las partes, pero no logra resolver la disputa.

Por ejemplo, Belice y Guatemala sostienen un conflicto centenario, en el que Guatemala reclama más de 12 200 kilómetros cuadrados del territorio beliceño, que corresponde a más de la mitad de su extensión total. En septiembre de 2005, estos países firmaron en la OEA un acuerdo marco de negociación y medidas de fomento de confianza, con el fin de mantener buenas relaciones bilaterales mientras encontraban una resolución definitiva de su diferendo territorial. Por primera vez, la OEA apoyó a este proceso por medio de su Fondo de Paz, prestando no sólo asistencia técnica, sino también recursos monetarios para financiar el litigio. Casi 2 años después de la firma del acuerdo, la OEA sugirió que Guatemala debía renunciar a las reclamaciones y, a cambio, recibir una salida al mar. Sin embargo, el gobierno guatemalteco dijo que la propuesta era inaceptable y con ello puso fin a la intervención del organismo regional. Si bien Belice posee los argumentos jurídicos que le dan la razón en la disputa con su vecino, Guatemala no percibió los beneficios concretos que podían derivarse de la solución propuesta por la OEA. El país no obtenía concesión territorial alguna, no salía beneficiado por la delimitación fronteriza terrestre y se le confería un corredor limitado de acceso al mar con derechos de navegación restringidos.

Este último se extendía por 2 millas a ambos lados de la línea de equidistancia que dividía los mares territoriales de Belice y Honduras, y se le asignaba una ambigua e indeterminada zona marítima, en la cual Belice y Honduras habrían tenido derecho a proporciones razonables de captura de peces y a la exploración y explotación de recursos naturales en el fondo o en el subsuelo marítimo. En concreto, los beneficios tangibles de la propuesta hecha por la OEA no fueron bien percibidos por una de las partes, con lo cual el intento de resolución regional fracasó, a pesar de los recursos y de la buena voluntad. A esto hay que agregar el hecho de que la OEA carece de autoridad para obligar a los países a acatar sus decisiones, en virtud de que es una institución que no tiene “dientes” para imponer sus resoluciones.

Paradójicamente, el fracaso de la instancia regional plantea la posibilidad de que las partes en conflicto lleven sus casos a una corte internacional o a un tribunal de arbitraje lejos de la región, como de hecho está por suceder en el caso Guatemala-Belice. Sin duda, un factor de peso que erosiona la labor de la OEA es la disponibilidad de otros foros adonde los países puedan llevar sus disputas. La posibilidad de acudir ante mecanismos ad hoc o globales, como la Corte de la ONU, disminuye los incentivos para que los Estados acaten las recomendaciones de la OEA. Si una sugerencia del organismo regional es percibida como injusta o inaceptable por un Estado, éste siempre tiene la posibilidad de acudir a otras instancias, pasando por alto los foros regionales apropiados. De tal forma, aunque uno de los mandatos clave de la OEA sea propiciar la resolución de conflictos entre sus miembros, su gestión es complicada por los legados históricos, por el hecho de estar influida por la misma dinámica regional que propicia las disputas, por su déficit de legitimidad y por la abundante disponibilidad de foros alternos.

Expectativas globales: la opción de la corte

Ahora bien, la opción de la Corte como foro de resolución de disputas merece ser aclarada y calificada. Al igual que la OEA, la Corte ha tenido períodos de relativa inactividad, sobre todo entre 1965 y 1985, después de la debacle de un caso controvertido no resuelto y vinculado con África Sudoccidental. Sin embargo, gradualmente, en los ochenta y noventa, comenzó a retomar varios casos, la mayoría de ellos relacionados con disputas territoriales y marítimas, aunque pronto asumió casos sobre temas diversos.

Concretamente, el caso de Nicaragua contra Estados Unidos, en 1986, renovó el interés latinoamericano por la Corte. Su fallo final favoreció la posición nicaragüense, la cual cuestionaba a Washington por apoyar actividades militares y paramilitares en y en contra de Nicaragua. El caso sentó un precedente, quizá no legal, aunque sí práctico, que modificó la percepción que hasta entonces se tenía de este órgano judicial de Naciones Unidas. Tres factores motivan el interés latinoamericano a favor de este foro.

Primero, la Corte es percibida como un actor imparcial que, al ser global, tiene pocos conflictos de interés en la región. En ella hay 15 jueces, todos provenientes de diferentes países y seleccionados con base en méritos profesionales, sin referencia a cuotas nacionales. La costumbre dicta, igualmente, que en caso de existir un conflicto de interés de parte de uno de los jueces o que sea nacional de una de las partes en conflicto, éste conserva su derecho de asiento, pero no puede participar en la resolución. Para subsanar este hueco, se permite el nombramiento de jueces ad hoc, si así lo desean los países en disputa. Segundo, sus procedimientos son igualmente percibidos como legítimos por la consistencia de sus fallos. Las decisiones son exclusivamente vinculantes para las partes que han sometido voluntariamente sus casos a la Corte. Esto no significa, sin embargo, la ausencia de precedentes legales. Si bien sus jueces no se guiarán por otros casos para resolver una disputa, usualmente sus decisiones son muy consistentes y rara vez se distancian de sentencias anteriores. Esta práctica contribuye a otorgarle certidumbre al proceso y disminuye el factor sorpresa que usualmente desincentiva a los Estados a resolver sus querellas mediante arreglos judiciales. Tercero, los fallos de la Corte suelen ser percibidos como ecuánimes. Recientemente, en 2007, un fallo de la Corte fijó la frontera marítima entre Nicaragua y Honduras. Específicamente, se otorgó a Honduras la soberanía de cuatro islas en el Caribe sobre las que mantenía un litigio con Nicaragua, pero se rechazó su reclamación de que la frontera marítima entre los dos países está en el paralelo 15 y, en cambio, trazó una nueva línea divisoria. Con esa decisión, la Corte le dio parcialmente la razón tanto a Honduras como a Nicaragua, que reclamaba la frontera hasta el paralelo 17. De esta manera, ambos países quedaron satisfechos y compartieron los beneficios. De ahí que, al enterarse del dictamen, el presidente hondureño, Manuel Zelaya, declaró: “Se equivocaron nuestros adversarios: el fallo de La Haya ha unido a Centroamérica”. Finalmente, la Corte es una institución cuya legitimidad también está respaldada por un grado de autoridad. A diferencia de los organismos regionales, los fallos y las decisiones de la Corte son reconocidos como si representaran la perspectiva de toda la comunidad internacional. Sus acciones y pronunciamientos representan el sentimiento colectivo de todos los Estados miembros, y violarlos o ignorarlos tiene repercusiones, no sólo porque el no acatamiento de una decisión puede llamar la atención del Consejo de Seguridad de la ONU, sino porque, además, trae consigo consecuencias para el prestigio y buen nombre de cualquier Estado. En otras palabras, la Corte sí tiene “dientes”.

A estos factores asociados con la forma y la operación de la Corte, hay que añadir otras variables que han incidido en la preferencia latinoamericana por los arreglos judiciales. Uno de ellos es el efecto emulación que parece guiar el comportamiento de varios países.

Ya sea por medio de socialización o por difusión de normas, los Estados siguen la tendencia y la práctica de otros. Una vez que dos partes en disputa llevan su caso a la Corte, los demás se sienten tentados a seguir el mismo patrón, y con ello desencadenan una tendencia que, con el tiempo, favorece a La Haya. En ese sentido, no es extraño que Belice y Guatemala opten por el camino de la Corte después de haberlo intentado con la OEA, pues la mayor parte de sus vecinos ha seguido el mismo patrón.

Finalmente, las motivaciones estatales inciden también en las preferencias. La Corte suele tardarse años en dictar fallos, sin tomar en cuenta que existe el recurso de revisión y apelación que puede retrasar aún más el tiempo de resolución. Esto significa que los países pueden estar dispuestos a ir a la Corte sin la intención de resolver su disputa y con el mero objetivo de ganar tiempo para aventajar posiciones. Con esta premisa, el arreglo judicial sería meramente una excusa para engañar e intimidar con la amenaza de ir a la Corte.

Hasta ahora, no hay forma de demostrar si esta hipótesis es cierta, ya que la tendencia latinoamericana de acudir a la Corte es relativamente reciente, y gran parte de las sentencias serán resueltas en los próximos años. El caso de Nicaragua contra Honduras parece sugerir que los países buscan solucionar de buena fe sus disputas cuando apelan al órgano judicial de la ONU, aunque habrá que esperar para comprobar si el resto de los Estados se comportará de la misma forma.

Conclusiones

De este análisis se desprenden buenas y malas noticias. La buena noticia es que, como nunca antes, América Latina, en general, y Centroamérica, en particular, han mostrado un renovado interés por resolver sus disputas mediante arreglos judiciales en instituciones internacionales. El hecho de que muchos países latinoamericanos estén dispuestos a someterse a un arbitraje internacional frente a un tercero refleja un cambio de actitud digno de celebración. Esta tendencia tendrá implicaciones sobre la manera como, hasta ahora, se ha reflexionado sobre los límites, las fronteras y el conflicto estatal en general. Asimismo, el papel que hasta ahora ha desempeñado la Corte ofrece una salida jurídica a los múltiples problemas regionales, ya que permite la despolitización y la desmilitarización de varias disputas entre vecinos al convertirlas en materia legal para juristas, lejos de las manos de los caprichosos políticos y estrategas militares. Los hallazgos de este análisis también traen buenas nuevas para el sistema de Naciones Unidas, pues demuestran la utilidad de sus órganos y de sus procedimientos.

Sin embargo, esta tendencia implica que el uso de organismos regionales para la solución de disputas será menos frecuente y plantea un serio problema de mandato para instituciones como la OEA. Si bien el principio de complementariedad establece la coexistencia entre instituciones globales y regionales, en la práctica, la ONU y la OEA se complementan muy poco o nada. Cierto es que se amplía el abanico de foros que los países tienen a su disposición; más instituciones significa también mejores alternativas de cooperación. Pero la ganancia para una organización es la pérdida para otra, pues el éxito de la Corte sólo se logra a costa del uso relativo de las instituciones regionales y puede llevar a la atrofia institucional de éstas. Quizá la OEA esté condenada a servir exclusivamente en la consolidación de los procesos de democratización en América Latina, dejando así a foros como la Corte la resolución de disputas, pero eso significa que el propósito para el cual fue creada debe modificarse o, de lo contrario, como dice el presidente Correa, “habrá que botar a la OEA al tacho de la basura”.

EL FIN DE LOS ALIMENTOS BARATOS: UNA MIRADA DESDE LOS PAÍSES PRODUCTORES


Martín Lousteau

Excepto el breve período de la década de 1970, la segunda mitad del siglo XX estuvo caracterizada por alimentos baratos. Con la subida producida desde 2006 en los precios internacionales de los alimentos (profundizada a partir del segundo semestre de 2007), esta etapa parece haber finalizado. El nuevo escenario de precios ha generado, en los últimos meses, protestas y conflictos sociales y políticos en países con niveles de desarrollo muy disímiles. Egipto, Camerún, Burkina Faso, Pakistán, Indonesia, Marruecos, México, Haití ?con la caída del primer ministro?, Costa de Marfil, Argentina e Italia son sólo algunos ejemplos.

La subida de los precios internacionales de los alimentos y el petróleo representa, en términos agregados, una oportunidad para aquellos países exportadores netos de dichos productos; y un grave riesgo en materia de seguridad alimentaria (desnutrición, hambrunas, etc.) para los países subdesarrollados importadores netos (conjuntamente con posibles desequilibrios de la balanza de pagos).

También es importante tener en cuenta la situación dentro de los países a priori “beneficiados”. En aquellos con bajo nivel de desarrollo y alto porcentaje de personas viviendo en zonas rurales, con una agricultura básica de pequeñas explotaciones y escasa tecnificación, la nueva configuración de precios relativos tenderá a mejorar la situación de dichos productores. Esto eventualmente permitirá compensar el aumento de la pobreza en la población marginal urbana. Pero cuanto mayor sea el nivel de concentración en la tenencia de la tierra, con la consiguiente tecnificación agrícola y comercial, y más elevada la densidad poblacional urbana, más riesgos conlleva el nuevo escenario de aumento en los niveles de pobreza y empeoramiento en la distribución de la renta.

La primera parte de este trabajo analiza los factores que explican el alza en los precios de los commodities (con énfasis en los alimentarios). Posteriormente, se describen las consecuencias del nuevo escenario en el interior de los países productores de alimentos; repasando cuáles son las herramientas disponibles para mitigar los efectos en términos de pobreza y desigualdad en sus economías.

¿Por qué suben los precios de los alimentos?

Diversas causas explican el alza de los precios internacionales de los alimentos. La primera en orden de motivos tradicionales, pero hoy quizá la menos relevante desde el punto de vista estructural, es la depreciación del dólar desde 2002, al existir una correlación negativa entre el valor de la divisa estadounidense y el precio de los commodities. Si bien parte del aumento puede deberse a ello, midiendo el precio de los alimentos en otras monedas apreciadas respecto al dólar (como el euro) las subidas también han sido significativas. Por eso hay que atender a otros factores más profundos.

Existen aspectos explicativos relacionados con elementos coyunturales, como la sequía en Australia y las bajas cosechas en Ucrania y la UE, el descenso de los stocks mundiales de granos, y las restricciones a las exportaciones implementadas recientemente por distintos países (Argentina, Camboya, China, Egipto, Etiopía, la India, Kazajistán, Pakistán, Rusia y Vietnam). Estos son factores explicativos de una incidencia muy baja, ya que en el primer caso la menor producción se compensó con aumentos en otras regiones, y porque el descenso de los stocks y las restricciones a la exportación son el resultado y no la causa de la subida en los precios. Adicionalmente, de tratarse de elementos cuyo poder explicativo fuera alto y con posibilidades de reversión a nivel agregado, el problema que enfrentamos dejaría de serlo.

Uno de los principales motivos estructurales está relacionado con el incremento del ingreso y la demanda globales. El crecimiento económico de países como China y la India ha modificado su estructura productiva y social: las migraciones hacia las ciudades, el aumento del ingreso y la reducción de la pobreza han diversificado la dieta alimentaria de cientos de millones de personas, que pasan de consumir proteína vegetal a proteína animal. Asimismo, el desarrollo de sus industrias ha elevado la demanda de materias primas y energía, presionando los precios al alza.

El incremento del precio del petróleo y sus derivados eleva los costes de la producción agrícola, a través de mayores precios de fertilizantes y el combustible para la producción y transporte de los alimentos. Sin embargo, este efecto directo en el precio del petróleo no parece ser el más relevante. Como ha estimado D. Mitchell para EEUU, dicha subida explica apenas un 15%–20% del incremento del precio de los alimentos. Por otro lado, el efecto indirecto, a través del incentivo a la producción de biocombustibles, merece un análisis más cuidadoso.

Varios países han establecido en los últimos años objetivos de utilización de biocombustibles, mediante la implementación de incentivos fiscales y subsidios, combinados con altos aranceles a la importación. Como ha señalado el Banco Mundial, la UE ha establecido para 2010 una meta del 5,75% de biocombustibles, de modo que entre 2001 y 2007 la producción de biodiesel (principalmente a partir de aceite de soja y girasol) se multiplicó por seis. En EEUU, en 2005, se determinó un objetivo de utilización de 28.400 millones de litros de combustibles renovables para transporte en 2012 (incrementando a finales de 2007 la meta de etanol a partir de maíz a 56.800 millones de litros para 2022). Otros países de magnitud, como Brasil, China, la India y Tailandia tienen metas explícitas de utilización de biocombustibles.

Estas políticas, impulsadas por el alza del petróleo, han incentivado la producción de biocombustibles. Entre 2004 y 2007, un 70% del aumento en la producción mundial de maíz ?de 55 millones de toneladas? fue absorbido por el incremento en la demanda de biocombustibles sólo en EEUU, provocando un descenso en los stocks mundiales de maíz. Su utilización en la producción de biocombustibles (81 millones de toneladas en EEUU, más 5 millones en Canada, China y la UE) representa el 25% de la producción maicera de EEUU y el 11% mundial.

Se genera así una tendencia a un súbito cambio en los patrones geográficos de producción. En EEUU se sustituyeron otros cultivos (como la soja) en favor del maíz. El estímulo a los biocombustibles también ha reducido las áreas destinadas al trigo en Argentina, Canadá, la UE, Kazajistán, Rusia y Ucrania para aumentar la producción de oleaginosas para la obtención de biodiesel (el trigo y las oleaginosas crecen en condiciones climáticas y tierras similares). Tomando a los ocho mayores exportadores de trigo, mientras que el área cultivada decreció un 1% entre 2001 y 2007, la de colza y girasol se expandió un 36%.

Pero no toda la producción de biocombustibles tiene el mismo efecto sobre la sustitución de otros cultivos. Al hablar de biocombustibles aludimos al etanol (obtenido de la caña de azúcar, la remolacha o el maíz) y al biodiesel (a partir de aceites vegetales ?como soja, girasol, colza, lino, etc.? o grasas animales). El impacto asociado a la producción de biocombustible a partir del maíz o la soja, en países de clima templado y alta utilización de tierras fértiles, difiere respecto al producido a partir de cultivos de alto contenido energético, en países tropicales y subutilización de tierras. El etanol en Brasil se produce a partir de la caña de azúcar (con una eficiencia energética aproximadamente seis veces mayor que el maíz), y el incremento en la producción de etanol no ha tenido el “efecto colateral” de sustituir otros cultivos. Sin embargo, el efecto global en la disponibilidad y el precio de las principales fuentes de alimento continúa dependiendo de lo que ocurre en las zonas más fértiles.

Es saludable investigar en los biocombustibles para sustituir combustibles fósiles no renovables, con innovaciones tecnológicas que permitan en el futuro cercano obtener de forma económicamente eficiente combustibles a partir de la biomasa contenida en productos no alimenticios que no compitan directamente con la producción de alimentos. Pero resulta casi inevitable que surja una presión para que los países desarrollados replanteen sus objetivos de exigencia de utilización de biocombustibles, ya que el objetivo de seguridad energética comienza a afectar la seguridad alimentaria de otros países, con los consiguientes riesgos políticos y sociales.

La combinación de incentivos a los biocombustibles y altos precios del petróleo (que vuelve rentable la producción de combustibles a partir de alimentos), junto a los efectos ya mencionados, ha aumentado los vasos comunicantes entre los mercados alimentarios y energéticos. Es la primera vez que esta relación entre fuentes energéticas ?una para la vida o el capital humano y otra para las máquinas o el capital físico? queda tan de manifiesto, y las consecuencias de este renovado vínculo deben ser seguidas muy de cerca.

La tendencia reciente de los precios agrícolas sumada a las especulaciones acerca del precio de la energía y su interrelación con el coste de la comida, ha incentivado en los últimos tiempos la toma de posiciones financieras ?particularmente en los mercados de futuros de alimentos? por inversores institucionales. Sin embargo, el debate acerca del peso del componente “especulativo” en el alza de los precios de los alimentos no está claro. Resulta difícil cuantificar adecuadamente su magnitud, al tratarse de mercados de productos perecederos donde la transacción subyacente tiene lugar a un precio determinado por la oferta y la demanda y con un seguimiento razonable de stocks mundiales. Ello pareciera indicar que el impacto especulativo debiera estar limitado al corto plazo ya que los precios deberían convalidarse posteriormente. Sin embargo, en ese corto plazo podría existir una traslación del precio futuro al precio spot.

En momentos en los cuales el tema de los alimentos se ha posicionado en las instancias multilaterales, vale la pena mencionar también el efecto combinado que cierto desinterés en las últimas décadas de los organismos multilaterales para financiar proyectos agrícolas (el Banco Mundial redujo el porcentaje de los préstamos anuales destinados a la agricultura del 30% en 1980 al 12% en 2007) y las políticas de subsidios y precios sostén en los países centrales ?con el consecuente impacto sobre los precios internacionales? han tenido sobre los incentivos a la producción agrícola.

El nuevo contexto en los países productores de alimentos

El alza de los commodities ha incrementado los índices de precios mundiales. En una muestra de cinco países de América del Sur (Brasil, Colombia, Chile, Perú y Uruguay) la inflación promedio en los precios de alimentos se triplicó en 2007 respecto a 2006 (del 3,7% al 10,7%), aunque dicho traspaso no ha sido de la misma magnitud en todos los países del mundo. Esto se debe, en primer lugar, a que la proporción del ingreso total destinada a alimentos es sustancialmente mayor en los países en desarrollo: en Argentina ?que sigue siendo uno de los países con menor desigualdad de Latinoamérica? el 20% más pobre de la población destina en promedio un 49% de su ingreso a alimentos y bebidas. En segundo lugar, la incidencia del alza de las materias primas en los precios de los alimentos es menor en los países más desarrollados, ya que el nivel de procesamiento de los alimentos consumidos es mayor (provocando que el peso de la subida en la materia prima se diluya en relación a los otros costes de elaboración, como los salarios, el empaquetado, la publicidad, etc.). De esta forma, el efecto sobre los precios de los alimentos ?y sobre la pobreza y la desigualdad? será mayor en los países con menor nivel de desarrollo relativo.

La subida de precios internacionales incrementa el ingreso de los vendedores netos de alimentos (venden más de lo que consumen). De esta forma, el efecto neto sobre la pobreza dependerá de si las ganancias asociadas al alza de los precios más que compensan el incremento de la pobreza de los sectores urbanos compradores netos de alimentos. Según las estimaciones de M. Ivanic y W. Martin, que analizan los efectos para países de bajos ingresos con un alto porcentaje de población rural ?Bolivia, Madagascar, Malawi, Nicaragua, Pakistán, Perú, Vietnam y Zambia?, el impacto general de unos mayores precios de los alimentos es un incremento en los niveles de pobreza, dado que la mayoría de los pobres son compradores netos. En el caso de países productores de alimentos con menor población rural y alta concentración en la propiedad de la tierra, el impacto de la subida de los precios sobre la pobreza y la desigualdad sería esperable que fuera aún más pronunciado. Así, lo que puede ser una muy buena noticia para algunos ?se trate ya de grupos de personas o de países? se transforma en un gran inconveniente para muchos otros.

La aptitud de distintas respuestas de política económica

Desde los ámbitos multilaterales, todas las recomendaciones de política señalan la necesidad de que las medidas parciales de los países no lleven a un equilibrio general subóptimo. Se prescriben las recetas más habituales, como: (a) reducción de impuestos a los alimentos (aranceles de importación, IVA, etc.); (b) transferencia en efectivo a los sectores más vulnerables; (c) programas de efectivo por trabajo; y (d) programas de alimentación escolar. Teóricamente, se trata de recomendaciones acertadas. El riesgo es que si el mundo se queda sólo con esas herramientas y surgen problemas no previstos, la reacción será recurrir a instrumentos menos estudiados y urgentes. Ningún gobernante responsable se quedará de brazos cruzados o se limitará a lo técnicamente recomendable para el equilibrio general mientras contempla tensiones sociales o políticas. Por ello, la cuestión debe ser contemplada con mayor profundidad.

Existen diversos inconvenientes prácticos para implementar las recomendaciones de política más tradicionales. El primero y más claro es que exige un mayor y sustancial esfuerzo fiscal, en países con dificultades estructurales para elevar su recaudación y cuando la coyuntura financiera internacional debería motivar un comportamiento más prudente sobre las erogaciones. En un marco de crisis global, con la desaceleración del ritmo de crecimiento mundial y el impacto que los mayores precios del petróleo generan sobre la cuenta corriente en aquellos países que no son autosuficientes en materia energética, las dificultades de financiamiento constituyen un obstáculo no menor.

Adicionalmente, existen cuestiones vinculadas a la eficacia en la cobertura de los programas sociales. Dado que es esperable que en países de bajos ingresos la debilidad institucional genere complicaciones en la implementación y administración de los programas, se corre el riesgo de que con una focalización que reduzca los costes no se logre llegar de forma efectiva a la totalidad de la población vulnerable.

Si estos inconvenientes ?el difícilmente financiable coste fiscal o la baja efectividad? tornan inviables las soluciones canónicas, la emergencia degradará la calidad de las soluciones. Ya son varios los países productores que ante la subida de los precios internacionales y su impacto local han implementado medidas restrictivas a las exportaciones a fin de asegurar el abastecimiento interno (cierre o limitación de las exportaciones) o contener las presiones inflacionarias domésticas (mediante la implementación de improvisados derechos de exportación). El mundo pasará así de intentar fallidamente la mejor solución a otras claramente subóptimas, sin la posibilidad de analizar otras instancias.

Si bien pueden perseguir objetivos similares, existen diferencias sustanciales entre limitar o cerrar exportaciones o gravar las ventas externas. Pese a que ambas apuntan a contener los precios internos, el impacto es directo en el caso de los derechos de exportación pero indirecto en las restricciones a las ventas, ya que opera primero a través del efecto en cantidades. Ello hace que pueda demorar un poco más de tiempo y que sea difícil calibrarla. Adicionalmente, se hace más complicada la regulación tendiente a mantener el equilibrio deseado.

Segundo, si bien ambas importan una redistribución de los productores a los consumidores, las restricciones constituyen una redistribución general y no focalizada en los sectores más vulnerables. Adicionalmente, las limitaciones a las ventas externas imposibilitan el establecimiento de mecanismos que discriminen el tipo de producción ?por ejemplo en áreas marginales que comienzan a ser explotadas por los elevados precios externos? reduciendo aquellas producciones que requieren de incentivos en cuanto a su precio neto para ser llevadas a cabo.

Los derechos de exportación constituyen una política que no conlleva estas dificultades, que debe ser distinguida de las restricciones y que, en vista del contexto internacional y las posibles y desordenadas reacciones locales, merece ser estudiada en mayor detalle. El impacto en la pobreza y la distribución de la renta es sustancial. Un arancel a las exportaciones tiene un impacto inmediato y fácilmente cuantificable en los precios internos. Por otro lado, mediante la captación de una porción de rentas extraordinarias (debidas al contexto internacional de precios) provee recursos fiscales a los gobiernos para financiar programas que mitiguen el efecto de los mayores precios sobre la población más vulnerable. En el caso argentino, la implementación de derechos de exportación desde la mega crisis de 2002 ?explicada por la megadevaluación y luego por los extraordinarios precios internacionales? permitió fortalecer las cuentas fiscales, aportando el 2,5% del PIB en promedio cada año, en un contexto de fuerte crecimiento de los ingresos tributarios y consolidar un superávit promedio superior al 3% del PIB en el quinquenio 2003–2007 (la participación de este impuesto sobre el total de los recursos tributarios se mantuvo en torno al 10,5%).

La generación de recursos por vía del impuesto a un grupo de bienes primarios exportados permite atender la situación del ingreso de áreas marginales a la producción de esos mismos bienes por la vía de un subsidio o compensación, por ejemplo, por flete hasta puertos de salida o de otra índole que torne nulo el impacto de la retención en esas zonas y por ende no afecte el incentivo marginal a producir.

Finalmente, si la alícuota del derecho es decreciente en función del nivel de elaboración del producto, funcionan como un incentivo a la agregación de valor a los productos básicos y de compensación de las estructuras de aranceles de importación vigentes en los países importadores (con el consecuente impacto sobre la generación de empleo y los salarios), a la vez que permite sostener de forma genuina un tipo de cambio competitivo, evitando la apreciación nominal asociada a la denominada “enfermedad holandesa”. En términos de la dinámica de crecimiento y empleo, con su efecto en la pobreza, y de agregado de valor con su impacto en la desigualdad, no son éstos impactos desdeñables.

De acuerdo a las estimaciones de Díaz Bonilla, la eliminación de los derechos de exportación generaría un incremento en la desigualdad en la distribución del ingreso y la pobreza, con efectos sobre el empleo debido a la especialización productiva en sectores menos trabajo–intensivos y una precarización, en términos de valor agregado, de la canasta exportadora. Las limitaciones que los instrumentos comúnmente más aceptados pueden evidenciar dentro del actual contexto justifican el surgimiento de otros más heterodoxos, como los derechos de exportación. Sin embargo, es preciso analizar algunos aspectos de su potencial aplicación en detalle.

Su implementación, que tenderá a extenderse a más países si el contexto de precios elevados perdura, debe ser cautelosa. Primero, debe evitarse que una herramienta de fácil recaudación afecte la disciplina fiscal y se torne un sustituto de una gestión responsable y sustentable de las erogaciones. Segundo, debe contemplarse adecuadamente que, si bien se está introduciendo una distorsión, no esté tergiversando las señales de precios emanadas del contexto internacional e inducen a mayor producción. El objetivo es que la producción crezca a un ritmo mayor al consumo interno, que lo hace levemente por encima del crecimiento vegetativo a medida que el país se desarrolla. Si ello se logra, el excedente exportable es mayor cada año. Así, podrán rebajarse periódicamente los derechos, compensando por efecto de las cantidades la pérdida fiscal debida a la menor tasa y manteniendo las transferencias a los sectores vulnerables. Esto implica que en la medida en que aumente el crecimiento de la producción interna de alimentos (incrementando el saldo exportable) y el desarrollo económico permita una apreciación progresiva del tipo de cambio real, los derechos de exportación deberían seguir un sendero decreciente. Están claros los efectos nocivos de caer en un círculo vicioso en lugar de en el virtuoso descrito.

Respecto a la disciplina fiscal, existen dos riesgos. Uno es la pretensión, que puede ir in crescendo, de financiar con estos instrumentos otros programas sin relación directa. El segundo, asociado con el primero o que lo podría agravar, es actuar como si estos ingresos fiscales extraordinarios fueran permanentes. Si el esquema de impuestos a las exportaciones y subsidios a los estratos más expuestos a los precios de los alimentos y a compensaciones de zonas marginales se torna superavitario, la prudencia en el actual escenario mundial reclama que se utilice para constituir fondos de reserva. Esto es particularmente relevante si, debido no sólo a los crecientes precios sino a su elevada volatilidad, se opta por la implementación de un esquema de derechos de exportación móviles que acompañe a la evolución de los precios internacionales (calibrado en función de la evolución de los costes de producción del sector) que permita desacoplar los precios internos y brindar los incentivos de una manera más estructural, como un contrato de más largo plazo que no deberá ser arbitrariamente modificado.

Conclusión

El incremento de precio de los commodities agrícolas ha puesto al mundo frente a desafíos de magnitudes que hacía mucho tiempo no enfrentaba. Los riesgos son múltiples. Los más inmediatos y graves son los consiguientes aumentos en la desnutrición, las potenciales hambrunas y una mayor pobreza, dando por tierra con las mejoras globales de la última década. Lo anterior podría generar tensiones sociales e inestabilidad política en distintos puntos del planeta, existiendo varios indicios. Finalmente, enfrentados a esos escenarios, las repuestas de política económica de algunos gobiernos podrían incluir elementos que lleven a un equilibrio general subóptimo, agravando la situación global. Esto último no debería extrañar, ya que la reacción racional de cualquier dirigente ante la gravedad de los problemas enfrentados será privilegiar el bienestar interno inmediato, poniendo en un segundo plano los efectos secundarios (internacionales y de largo plazo). Por ello, al realizar recomendaciones de política económica, resulta imprescindible concentrarse en aquellas que, más allá de su solidez teórica, resulten no sólo practicables sino también consistentes con la situación financiera mundial y los resguardos que todos los países, en especial los menos desarrollados, deben tener. El riesgo de no contemplar estos elementos radica en que la potencial reacción ante el fracaso de las recetas tradicionales consista en medidas que empeoren indubitablemente el panorama general. Adoptar una perspectiva más realista a priori puede llevar a revisar los diagnósticos habituales sobre algunos instrumentos específicos, como los impuestos a la exportación a aplicarse en los países emergentes productores de alimentos y con desigualdad de ingresos.

LA TRANSFORMACIÓN DEL EJÉRCITO CHILENO: UN CASO DE ANÁLISIS PARA AMÉRICA LATINA


Juan Emilio Cheyre

América Latina ha visto, durante la última década, diferentes iniciativas de modernización o de transformación de las fuerzas armadas y, en particular, de los ejércitos. En estos procesos, nuestros países se han encontrado frente a una redefinición de la función de la defensa y del concepto de seguridad, así como del marco en el que éstos se integran. El cambio también ha influido en el concepto de conflicto: si antes se entendía como una guerra tradicional, hoy la noción de conflicto es distinta, ya que se han ampliado sus causas y sus formas. Esto ha provocado que las fuerzas armadas asumieran el imperativo de adaptar su organización, su doctrina, los procesos de educación y los medios que los conforman, así como sus formas de operar y su cultura organizacional. También debido a este proceso, se han desarrollado nuevas formas de relación con la sociedad civil y nuevos vínculos con el poder político.

El entorno de los procesos de transformación

La modernización y transformación militar que se inició en Europa a partir de la década de los ochenta, paralelamente al fin de la Guerra Fría, se postergó en nuestra región hasta el decenio siguiente. En esto influyeron dos cuestiones: por un lado, el que sólo se pueda hablar del fin de los gobiernos militares en América Latina a partir de los años noventa y, por otro, que la mayoría de los países latinoamericanos está viviendo un proceso de recuperación de la democracia, tras etapas de graves violaciones a los derechos humanos que impactaron enormemente las relaciones cívico-militares y el papel de las fuerzas armadas en la sociedad.

También inciden en esta postergación los cambios que sufrió el sistema internacional. El escenario esperado después de la caída del Muro de Berlín, uno plagado de certezas y de seguridad en el que Estados Unidos ejercería su hegemonía en solitario y demostraría tener una mayor preocupación por la región, no se materializó. Vivimos en un mundo donde la incertidumbre y la seguridad son precarias. La hiperpotencia mundial ha debido centrar sus esfuerzos en enfrentarse a las nuevas amenazas, como el terrorismo internacional, y sus prioridades están muy lejos de América Latina. Así, quizá sin quererlo, se mantuvo el marco conceptual de la Guerra Fría, por lo que nuestros países debieron asumir sus procesos, independientemente del apoyo estadounidense, para generar un sistema de seguridad propio. Asimismo, han influido en los procesos el cambio tecnológico y el avance de la ciencia. Especial mención merece el desarrollo de las telecomunicaciones y la informática, a través de Internet y de otras redes, en las que los militares han sido pioneros.

Otra parte vital de los cambios es que la mayoría de las fuerzas armadas latinoamericanas ha asumido los procesos sociales y culturales vinculados, entre otros temas, a la valoración de los derechos humanos y del medio ambiente. Asimismo, han respondido a las demandas de la sociedad para incorporar la transparencia y la calidad del servicio, la responsabilidad social y la rendición de cuentas, variables que, hasta hace poco, eran exclusivas de las instituciones y de los organismos vinculados al sector privado.


Las fuerzas armadas, por lo tanto, incorporan en sus matrices de análisis las variables detalladas. Por un lado, deben enfrentarse a las amenazas emergentes, como el terrorismo internacional, el narcotráfico —cuando sus organizaciones actúan solas o junto con la guerrilla—, los grupos paramilitares y el crimen organizado, así como la expresión violenta de pueblos desesperanzados. Además, las fuerzas armadas son requeridas por los organismos multilaterales para conformar cuerpos de paz que, a su vez, acuden al llamado de aquellos gobiernos que no han podido superar un conflicto interno grave.

También son convocadas por la comunidad internacional frente a una situación de crisis que pudiera, potencialmente, convertirse en un conflicto mayor. Incluso el papa Benedicto XVI, en su visita a Estados Unidos, habló de la labor fundamental de los ejércitos en este sentido; así, hizo un llamado a las organizaciones internacionales para que prevengan y controlen los conflictos, cuando sea necesario proteger a los ciudadanos y sus derechos, dado que los Estados en muchas ocasiones se ven sobrepasados y, en tal cometido, los ejércitos desempeñan un papel importante.

La hipótesis que guía este artículo es que este conjunto de cambios llevó a las fuerzas armadas de cada país a iniciar procesos de transformación que les permitieran enfrentarse a las nuevas amenazas, adaptarse al escenario internacional actual, atender las demandas de la sociedad y adoptar los avances tecnológicos. Estas iniciativas son más profundas que los procesos de modernización. Por otra parte, cabe aclarar que estos proyectos no son replicables, aunque hayan sido exitosos en otro país, ya que sus características obedecen a las particularidades de cada Estado. No obstante, sí sirven de referencia para aquellos países que están por dar inicio a estas transformaciones fundamentales.

Así, en este artículo se busca, en lo general, situar y definir el concepto de transformación y su aplicación al caso militar. Luego, se describe la génesis del proceso de transformación del Ejército chileno, con un interés particular en explicar la visión que orientó dicho proceso, con el objetivo de aportar mayor claridad sobre su carácter.

Finalmente, se presenta una síntesis del proceso de esta transformación, desde la planificación y la definición de objetivos, pasando por la forma de conducirlo, sus etapas y sus resultados. Se comentan las principales dificultades y se exponen aquellos aspectos que requieren mayor detalle para entender la razón de algunos de los cambios.

La transformación en las fuerzas armadas

En la actualidad, los procesos de transformación alcanzan a la mayoría de las organizaciones. Y dado que existe una extensa bibliografía sobre estos temas, para efectos de este trabajo se pone énfasis en los motivos que los provocan y en el carácter particular del caso militar. En primer lugar, me parece pertinente hacer una breve reflexión con respecto a la mirada teórica sistémica que se trasunta en consideraciones implícitas y explícitas en este artículo, como la referencia al entorno, a la conceptualización de la transformación como proceso y a la importancia del producto final de la transformación o output del proceso, entre otras.


La diferencia entre la modernización y la transformación no es meramente semántica, sino que tiene que ver con el objetivo que se persigue y el impacto que tiene en las personas y en las organizaciones. Por un lado, la primera se refiere a un proceso permanente de mejoramiento, que puede estar dirigido a alcanzar metas específicas o a conseguir determinados niveles de eficiencia, pero, en todo caso, se trata de una acción de carácter permanente. En general, se mantienen la doctrina, la organización y el despliegue, características generales de los medios, de las conductas y de los sistemas. Para una institución u organización dinámica, la modernización es un proceso continuo y normal que, en el fondo, modifica aquello que es necesario para no volverse obsoleta. Mediante la modernización, se busca adecuar a la organización a nuevas tendencias, optimizar los procesos de gestión, incorporar nuevas tecnologías, mejorar la infraestructura e introducir modelos de gestión, entre otros aspectos. Sus efectos pueden ser importantes, pero la institución sigue siendo la misma.

La transformación, por su parte, es un proceso de cambio que se origina al comprobar que el nuevo entorno o las circunstancias del sistema que emerge provocarían que —de mantenerse la estructura de la fuerza, la doctrina y la forma de actuar vigentes— esa institución dejara de cumplir con el fin para el cual existe o el mandato que la constitución y las leyes le imponen. Esa situación exige que se inicie un proceso orientado a producir cambios profundos y amplios que se expresen en una nueva forma de emplear la fuerza en el campo de batalla. Es decir: toda transformación implica un cambio en la doctrina operacional y afecta radicalmente a la institución como globalidad, ya que cambia el paradigma que sostenía la lógica de su actuación. Este proceso exige un cambio cultural que permita a las personas adaptarse a una nueva organización. En este aspecto clave reside el éxito o el fracaso de una transformación. Asimismo, todos los miembros de la organización deben adaptarse a una filosofía nueva que guíe su actuar y a códigos de conducta, a doctrinas y a normas a los cuales no estaban acostumbrados. De hecho, la adopción de una nueva mentalidad y de una nueva forma de trabajo es, quizá, lo más difícil de lograr y, a la vez, es la prueba de que la transformación realmente se realizó.

Según el analista de políticas de defensa y director del Center for Strategic and Budgetary Assessments, Andrew F. Krepinevich, la transformación no se basa solamente en introducir nuevas tecnologías en la fuerza. También se requieren modificaciones en la forma como se emplea la fuerza, a través de cambios profundos en su doctrina y en su estructura. No se trata de mejorar la eficiencia de los conceptos operacionales de warfighting, sino de desarrollar nuevos conceptos. (Esta idea la expresó Krepinevich ante el Comité de Servicios Armados del Senado de Estados Unidos, el 9 de abril de 2002).

En el caso chileno, transitamos desde un proceso de simple modernización hasta uno de transformación. El Ejército de Chile tuvo éxito en el cumplimento de su misión; de hecho, aunque se encontraba involucrado en el gobierno militar, logró mantener la paz y la soberanía en las dos crisis vecinales más profundas del país en el siglo XX: la crisis de Perú, en 1973, en la que se vivió una tensa situación, y la más grave, con Argentina, en 1978, que estuvo a pocos minutos de desembocar en una guerra, debido a que el gobierno trasandino declaró unilateralmente nulo el fallo de la Reina de Inglaterra sobre un tema fronterizo. La conducción de ambas crisis y su solución pacífica encontraron, en unas fuerzas armadas profesionales y eficientes, la base para defender sus derechos y tener éxito en la disuasión. Por lo tanto, fue este nuevo entorno el que dio origen a la transformación: un mal resultado del Ejército habría hecho imposible su aplicación.

En el caso de las fuerzas armadas y de los ejércitos, por lo general, existen tres modelos en la génesis del proceso de transformación. El primero se basa en la imposición de la transformación desde el poder político, pues el origen de la iniciativa está en las autoridades políticas que definen las exigencias y el objetivo que se pretende lograr. Entonces, las fuerzas armadas inician un proceso fundado en un análisis previo y en criterios definidos desde el mundo civil. Si bien es un modelo que puede aumentar la resistencia al cambio, tiene la ventaja de que ocurre, normalmente, desde una perspectiva y una iniciativa amplias de transformación de todas las instituciones estatales. Eso permite que la función de defensa se alinee con el resto de las políticas de Estado; asimismo, facilita la coordinación con otros organismos gubernamentales y responde mejor a las expectativas del poder político. Todo esto ocurre si, en la realidad, hay una transformación del Estado con una visión global.

En el segundo caso, el análisis del entorno que definirá los lineamientos del proceso lo hacen las fuerzas armadas de forma autónoma, y el poder político no tiene injerencia en las definiciones iniciales y básicas del proceso. Las autoridades civiles se encuentran frente a una redefinición de la defensa que se convierte en un pie forzado para las políticas y para la legislación que se debe emprender.

Por último, está el modelo compartido. En éste, el Estado, la institución y la sociedad discuten previamente sobre las condiciones del proceso y logran un consenso, en el cual todas las partes han podido aportar las definiciones básicas, sus expectativas y los objetivos esperados. De esta forma, se legitima desde el origen una transformación que requiere gran apoyo, puesto que, a pesar de ser positiva para las fuerzas armadas y para los Estados, inevitablemente se enfrentará con dificultades, retrocesos y fallas que podrían constituirse en argumentos en contra del proceso. Éste es el modelo que se aplicó en el caso chileno, cuando las fuerzas armadas percibieron la necesidad de cambio y lo impulsaron: pronto comprendieron que su transformación exigiría consensos, acuerdos y dirección por parte de los poderes Ejecutivo y Legislativo, y que sería preciso tomar en consideración la opinión de la sociedad.

Génesis del proceso de transformación del Ejército Chileno

La transformación en el Ejército de Chile se inició originalmente como un proceso de modernizaciones ante el diagnóstico de la necesidad de cambio en los últimos años de la década de los noventa. Siendo Comandante en Jefe del Ejército, el general Pinochet concibió, desde 1993, la necesidad de un cambio y, aunque no se llegaron a concretar proyectos específicos, sí tuvo el gran mérito de mostrar las tendencias emergentes que el Ejército necesitaba asumir y afrontar. En 1998, el primer esfuerzo serio fue la modernización del sistema educativo del Ejército. En esa misma época, también se produjeron mejoras estructurales, orientadas a racionalizar las unidades existentes en el Ejército para contar con unidades completas.

Como manifiesta el general de división Javier Urbina, en un artículo publicado en el Memorial del Ejército de Chile, “la nueva estructura de las fuerzas, terminada en su mayor parte a fines del 2001, consistió en lo básico, en contar con unidades completas, esto es más que nada a nivel de unidades de combate (Batallones) y fundamentales independientes (Compañías), que estuviesen lo más completas posibles en personal, equipamiento y en infraestructura. De esa forma, se produjo automáticamente una mejora en los procesos de instrucción, entrenamiento, mantenimiento, administración y funcionamiento general de las unidades y de la gestión superior del Ejército”.

El momento de la decisión

En un momento crucial de este proceso gradual, el miércoles 19 de diciembre de 2001, el presidente Ricardo Lagos comunicó oficialmente mi nombramiento como Comandante en Jefe del Ejército (CJE) para el período de mando de marzo de 2002 a marzo de 2006. Aunque había sido testigo y actor de los esfuerzos que llevaron a la planificación y a la puesta en marcha de esta etapa de modernización, sin duda la nueva responsabilidad asignada me daba otra perspectiva del proceso. Tuve la oportunidad de emprender un análisis profundo y enriquecedor con mi equipo de colaboradores; además, tuve un intercambio de ideas y de experiencias con otros comandantes en jefe y con altos oficiales de instituciones armadas extranjeras (de Alemania, Francia, Reino Unido y de algunos países de Asia), donde ya se habían efectuado procesos de transformación.

Fue así como, en marzo de 2002, a una semana de ocupar el cargo, llamé a Consejo de Generales para entregarles un documento denominado “Concepto de Mando del Comandante en Jefe del Ejército. Período 2002-2006”, un documento estratégico que definía la misión, la visión y los objetivos del período de mando que iniciaba. Este documento, redactado en febrero, contenía una propuesta sobre los fundamentos de un cambio, la visión que debía iluminarlo, los objetivos que se pretendían alcanzar y una orientación general de las acciones que asegurarían su logro.

El “Concepto de Mando” definía el lineamiento de una transformación que significaba un verdadero cambio de paradigma y, por lo tanto, necesitaba contar con el apoyo de todo el alto mando. Por ello, decidí que lo discutiéramos y lo debatiéramos todo el tiempo necesario para asegurarnos de que reflejaría una visión compartida que daría sentido al proceso, y no sólo un concepto al cual se adherirían unos pocos y, quizá, sin mayor convicción.

Así, iniciamos un intenso trabajo a través de reuniones sucesivas, que culminaron el 7 y 8 de agosto de 2002, en un Consejo Militar; a partir de ese momento, se oficializó la que sería la verdadera carta de navegación que nos guiaría en los años siguientes para llevar adelante la transformación. No es normal hacerlo así en una institución jerarquizada, pero lo radical del cambio exigía el compromiso absoluto de todos los involucrados. De lo contrario, habría sido una visión unilateral del mando en ejercicio, sin permanencia en el tiempo. En cambio, el debate y el acuerdo dieron al proceso el carácter de un sueño compartido.

Los objetivos del proceso de transformación del Ejército de Chile

Los grandes objetivos que surgían de la visión que orientó la transformación delineada en el Concepto de Mando pueden resumirse en lo siguientes puntos. El primer objetivo era desarrollar un proceso que le asegurara a Chile contar con un Ejército que, desde el nuevo paradigma, le permitiera responder a los requerimientos de un escenario de guerra futuro. Había que hacer del Ejército una institución con una doctrina operacional distinta, que cumpliera con su misión de dar seguridad y paz, manteniendo la soberanía del país y cooperando con la política exterior chilena en el desarrollo de operaciones de paz.

Asimismo, el Ejército tenía que asumir como un imperativo la necesidad de contar con el apoyo ciudadano, como un elemento clave para el éxito del proceso de transformación integral. Era preciso fortalecer el sentimiento de adhesión al Ejército de todos los chilenos y no sólo de aquellos que se hubiesen sentido más cerca del gobierno militar. En otras palabras, se requería salir de aquel período de excepcionalidad y de participación en política, a fin de acercarse a quienes, habiendo sido opositores del gobierno militar —concluido desde hacía 12 años—, todavía sintieran distancia de las instituciones armadas. Dado el contenido político-jurídico de esta iniciativa, decidí que sólo al CJE le correspondía asumir el papel público en este proceso, permitiendo así que los mandos subalternos y la institución en su totalidad dedicaran todo su esfuerzo para materializar el proceso de transformación profesional.

Esta iniciativa estaba asociada también, en su dimensión doctrinaria, con la necesidad de garantizar que todo el personal, incluidos los soldados conscriptos, gozara del respeto pleno de sus derechos y que se erradicara totalmente el maltrato físico, moral o de cualquier naturaleza. Se buscó con especial énfasis que el Ejército fuera percibido como una institución fundamental y propia de todos los chilenos, alejada de las contingencias que pudieran desvirtuar su naturaleza esencialmente obediente, no deliberante, disciplinada y apartidista.

Acciones y decisiones concretas

Con el fin de recuperar la cercanía con todos los chilenos, el Ejército definió una clara posición en los siguientes aspectos fundamentales para alcanzar los objetivos reseñados. Había que establecer la prescindencia política del Ejército, que, pese a estar tratada en la Constitución Política del Estado y en la Ley Orgánica Constitucional de las Fuerzas Armadas, no limita al militar la opción al pensamiento político y el reconocimiento de que existe una función política elevada que debe ser canalizada por los cauces reglamentarios y oficiales. Desde este punto de vista, el Ejército no es ni debe ser contraparte de ningún partido político o sector de la sociedad, sino que pertenece a todos los chilenos, a quienes está llamado a servir por igual.

Asimismo, hubo que adoptar una posición con respecto a la relación del Ejército del año 2002 con el gobierno militar y con el ex presidente Augusto Pinochet. En ese sentido, se especificó y se aplicó con claridad la idea de que al Ejército, en su papel de institución permanente del Estado, no le cabía ser “heredera de un determinado régimen de gobierno, puesto que en un Estado de derecho la institución está sometida a las autoridades políticas y normativas que regulan su accionar y el claro sentido de que la institución se debe a toda la sociedad” (Cfr. “Un desafío de futuro”, artículo publicado en el diario La Tercera, el 5 de enero de 2003). Eso no implicaba negar el pasado, pero sí admitir que esa etapa había terminado.

Fue fundamental, también, aceptar la situación de derechos humanos y las causas pendientes. Encarar este tema constituía otro de los imperativos ineludibles. El gobierno de Chile, por medio de diversas instancias —entre ellas, la Mesa de Diálogo en la que participó el Ejército, que concluyó con el reconocimiento explícito de los excesos cometidos en contra de conciudadanos—, determinó que el camino más adecuado para lograr la reconciliación era la búsqueda de la verdad por parte de los tribunales de justicia.

En ese sentido, hube de hacer un llamado público, como Comandante en Jefe del Ejército, a que las causas y hechos que habían dividido a Chile en el pasado no debían, “nunca más”, volver a repetirse (Cfr. Declaraciones del CJE durante la visita al Regimiento Reforzado Topater, Calama, 13 de junio de 2003). A ello se agregó el reconocimiento de la responsabilidad institucional en las violaciones de los derechos humanos, que planteara en el documento “Ejército de Chile: el fin de una visión” (publicado en el diario La Tercera, durante el mes de noviembre de 2005), así como los reiterados llamados para que, quienes tuvieran información que ayudara a ubicar a detenidos desaparecidos, la proporcionaran a la justicia. Finalmente, la contribución institucional en la satisfacción veraz, rápida y lo más detallada posible de los requerimientos de los tribunales, se sumó a los pasos trascendentales para avanzar hacia la reconciliación nacional.

Para garantizar el adecuado comportamiento del Ejército chileno, de acuerdo con las normas del siglo XXI de respeto a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario, se reforzó y se actualizó su formación en ética y en derechos humanos. Esto implicó un nuevo proceso educativo acucioso, prolongado y de excelencia, que permitiera a toda la institución tener un desempeño profesional ético. Se buscó lograr que la administración racional de la fuerza legítima del Estado se hiciera con responsabilidad social, integrada a la comunidad, de manera participativa y colaborativa con el desarrollo del país, y comprometida con los altos intereses del Estado.

En cuanto a la percepción del Ejército como una institución de todos los chilenos, se puso énfasis en que fuera apreciado y valorado por nuestros conciudadanos —especialmente por aquellos que más nos necesitan o que pudieran haber estado más alejados de nosotros— al vernos junto a ellos, sin hacer distingos, atentos a sus necesidades, apoyándolos en sus carencias, dignos, austeros e irreprochables en nuestras vidas: en suma, un Ejército en el que cada uno de sus integrantes se sintiera partícipe de un proyecto nacional, de una genuina comunidad. Con todo, se trataba de forjar a una institución que fuera respetada, no por la fuerza de su poder, sino por la legitimidad de su aporte a la construcción del Chile que todos anhelamos.

Finalmente, se dio especial valor al concepto de la verdad y la transparencia. Eso implicó reconocer los hechos del ahora y del pasado —por duros que éstos fueran—, poniendo siempre por delante la verdad y el bien superior de Chile, desterrando todo signo de corporativismo en las respuestas que se nos exigían y asumiendo de cara a la sociedad, con absoluta claridad, las debilidades y yerros que, como toda organización humana, pudiésemos tener.

La transformación militar: el tránsito hacia una fuerza militar del Siglo XXI

La transformación del Ejército chileno no fue solamente conceptual. En este sentido, la vertiente principal, y tal vez la menos vistosa, estuvo orientada a configurar una arquitectura, una doctrina, un equipamiento y un entrenamiento que fortalecieran los cimientos de una institución fundamental y permanente de la República, de carácter vocacional y profesional, basada en virtudes, principios y valores que la hacen obediente, disciplinada, no deliberante, apolítica y contribuyente —junto a la Armada y a la Fuerza Aérea— al cometido propio de la función militar. El Ejército, que por años había sido visto por una importante parte de la sociedad como distante e incluso antagónico, debía transitar desde una fase de aceptación o tolerancia social hacia otra de comprensión de su acción profesional, para llegar, finalmente, a ser percibido como una institución volcada al servicio de toda la sociedad chilena, sin distinción, y que le brindara, con eficiencia, el bien de la seguridad y de la defensa nacionales.

El proceso requirió una planificación que comenzó por definir conceptualmente el campo de batalla, ya que este escenario sería el elemento integrador de la visión institucional, en la cual convergen dos rutas: la estrategia de desarrollo y de gestión, y las capacidades y la doctrina, como elementos esenciales. Por otra parte, esta definición sería fundamental en el momento de tomar decisiones sobre el uso de recursos financieros asociados a la adquisición de tecnologías en sistemas de armas y equipos, que requerirían las fuerzas, con visión en el campo de batalla futuro.

Objetivos y proyectos

El proceso de transformación se llevó adelante con base en cuatro grandes proyectos: a) la planificación de la gestión estratégica institucional, b) la actualización y el desarrollo de su doctrina operacional, c) la actualización del sistema educacional y d) la adquisición de tecnologías a través de sistemas de armas y equipos. A partir de estas iniciativas, el Ejército transitó desde la tradicional estructura jerárquica hacia una organización horizontal funcional, interrelacionada mediante actividades clave con capacidad de gestión. De una organización cuya funcionalidad radicaba en la autoridad, se cambió a una basada en procesos.

Así, la nueva estructura se basa en los siguientes conceptos. Para empezar, se debe obtener un producto denominado “la fuerza” (el medio para cumplir con la misión). Este producto medible consiste en una capacidad operativa que otorga la certeza de dar seguridad y defensa a Chile. En segundo lugar, se debe tener un mando único representado por el Comandante en Jefe del Ejército, que pasó de estar al mando directo de quince órganos, para centrarse en cuatro funciones esenciales, a saber: la planificación, orientada a desarrollar los planes relativos a todas las tareas de tipo ejecutivo y que cuenta con la asesoría del Estado Mayor General del Ejército; la preparación de la fuerza, que busca materializar la capacitación, la educación y el entrenamiento del personal, así como proveer al Ejército de una doctrina adecuada; el apoyo de la fuerza, es decir, la tarea de dotar a la institución de todo tipo de recursos para que pueda cumplir con sus cometidos; y la acción de la fuerza que, bajo un mando de coordinación, reúne a todas las divisiones y brigadas que agrupan a las unidades operativas empleadas para cumplir las tareas y las misiones del Ejército de Chile.

Con el fin de echar a andar esta nueva organización —que significó modificar compartimentos estancos para pasar a una interrelación absoluta—, fue necesario instrumentar modernos sistemas de tecnología, de transmisión de información y de redes de mando, y, sobre todo, exigió un gran esfuerzo —que aún continúa— para transitar hacia una nueva cultura organizacional. Este cambio cultural se concretó en la actuación y, fundamentalmente, en el proceso de toma de decisiones de sus mandos. Se ha caracterizado por aceptar la existencia de la incertidumbre, de la inseguridad y de la ausencia de escenarios absolutamente predecibles para, desde esa perspectiva, generar una capacidad individual de definir, ejecutar y responsabilizarse por acciones de respuesta inmediata, orientadas a un objetivo común, pero de contenido necesariamente diverso.

Para poder enfrentarse a la incertidumbre, resultaba imperativo incorporar la creatividad y la iniciativa, dentro de un marco que otorgara la mayor libertad posible, limitada por las necesarias regulaciones, y que permitiera un proceso controlado que no desnaturalizara la función militar. Desde esta perspectiva, no resultan antagónicos los conceptos de disciplina y de libertad, valores con los que deben conducirse los miembros de la institución. En efecto, la disciplina constituye para un cuerpo armado el sustento sin el cual es inviable su existencia. Asimismo, la libertad, en su vertiente de independencia intelectual, hace posible la existencia de un Ejército dinámico y con iniciativa, gracias a la acción de los agentes promotores del cambio, líderes del proceso, que son los niveles de mando superior, pero también desde los niveles subalternos, orientados por los primeros.

La transformación de los vínculos del Ejército con la sociedad y con el mundo

Más allá de la transformación interna, el Ejército inició también una transformación de sus relaciones con el entorno. De este modo, en la interacción con las otras instituciones de las fuerzas armadas, hubo un cambio que se caracterizó por privilegiar una acción conjunta y coordinada a través de la Junta de Comandantes en Jefe, mediante una efectiva acción interoperativa e interinstitucional. Otro elemento significativo fue la evolución de su acción internacional: el Ejército chileno se propuso, como un gran objetivo de largo plazo, contribuir con los propósitos de la política de defensa y exterior del país, en su carácter de fuerza terrestre, en el marco del sistema internacional y político estratégico actual, para las tareas de disuasión y cooperación, en coordinación con la Armada y la Fuerza Aérea.

La acción internacional del Ejército ha estado orientada a satisfacer intereses institucionales, a contribuir a la estabilidad internacional, a cooperar con la política exterior, a coadyuvar en la disuasión y a participar activamente en los procesos de integración, cooperación y complementación regional, cuando la política exterior chilena lo defina, con la autorización de los poderes del Estado involucrados en estas decisiones. Como ejemplo, cito el caso de la creación de las fuerzas conjuntas “Cruz del Sur” con Argentina.

Esta nueva tarea institucional, coherente con las políticas nacionales, ha planteado cinco retos para el Ejército. El primero consistió en ocupar espacios centrales en el proceso de toma de decisiones de la seguridad internacional y en determinados niveles intermedios, para brindar asesoría sobre el empleo eficiente de las fuerzas. El segundo fue el posicionamiento y la ampliación, desde comienzos de este nuevo siglo, de la cobertura de los agregados militares en el extranjero, en sintonía con los actuales intereses nacionales, y potenciando el conocimiento tecnológico, la cooperación militar y una visión presencial de áreas en el mundo especialmente significativas por su posición geográfica, estratégica y geopolítica. El tercer reto consistió en el aumento explosivo de las demandas de Naciones Unidas para el desarrollo de las operaciones regidas por los capítulos VI y VII de operaciones de paz, las cuales han obligado a la institución a desarrollar nuevas destrezas y capacidades para colaborar en el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, en un marco de cooperación multilateral como política de Estado. El cuarto reto surgió de la necesidad de desempeñar un papel activo en el ámbito de las políticas de cooperación internacional, de orden mundial, regional y vecinal, a través de la materialización de medidas de confianza mutua y de fomento de la cooperación. El quinto reto se desprende de la necesidad de compartir conocimientos y experiencias. En esta materia, existen dos dimensiones diferentes: una que nos lleva a buscar los conocimientos en donde se puedan identificar capacidades no desarrolladas y otra dimensión que consiste en ofrecer, a quienes así lo requieran, formación en los temas en los que el Ejército de Chile posea experiencia o fortalezas.

Conclusiones

Este artículo ha buscado mostrar la experiencia chilena de un Ejército que inició un proceso de transformación, proceso que aún está por concluir. Sólo con el paso del tiempo se podrá comprobar si esta transformación logró plenamente sus objetivos. Sin embargo, diversas investigaciones han recogido datos al respecto. Por ejemplo, en relación con la percepción de la ciudadanía sobre las fuerzas armadas, entre el 80% y el 85% de la población califica con nota de 6 ó 7 (en Chile la nota máxima es 7) al Ejército en la defensa de la soberanía, en la preservación de la paz y en la ayuda ante catástrofes: es decir, en sus tareas vitales. Asimismo, el 70% apoya su participación en misiones de paz.

Estimo que estos indicadores demuestran la plena coincidencia con la función que la Constitución le asigna al Ejército. Es decir, la sociedad ve que el Ejército está cumpliendo cabalmente con la tarea que tiene que cumplir y no con otra. De allí el apoyo que ha conseguido por la seguridad y la confianza que brinda a la población. Otro antecedente revelador es que el 72% de los padres apoyaría a un hijo que quisiera incorporarse al Ejército y sólo un 9% se opondría. Creo que es un indicador que habla por sí solo. En 2006, por primera vez, luego de un crecimiento progresivo, la cuota de soldados para el servicio militar se completó con un 100% de voluntarios. Ésta es una cifra que pocos países en el mundo pueden exhibir.

A mi juicio, esta información, que refleja la opinión de la ciudadanía, muestra una de las razones de la exitosa transformación del Ejército de Chile, así como la recuperación de su legitimidad y del papel que le corresponde dentro de nuestra democracia. Todo lo anterior está fundamentado en la necesidad de adecuarse, manteniendo sus valores y tradiciones, a las características del mundo del siglo XXI.

Finalmente, es necesario reiterar que, en general, en todo el mundo y desde luego en la región, las fuerzas armadas han tenido que enfrentar procesos de naturaleza parecida. Sin duda, no hay un modelo único. Las especificidades y los requerimientos de cada Estado marcan las características de la forma como ellos se transforman. De allí que lo expuesto sea un caso de análisis, con base en la experiencia que nos correspondió vivir en Chile, con su tradición, su cultura, su ordenamiento jurídico y su historia que, sin ser modelo, puede ser una buena referencia para otros, inmersos en procesos similares.