Juan Emilio Cheyre
América Latina ha visto, durante la última década, diferentes iniciativas de modernización o de transformación de las fuerzas armadas y, en particular, de los ejércitos. En estos procesos, nuestros países se han encontrado frente a una redefinición de la función de la defensa y del concepto de seguridad, así como del marco en el que éstos se integran. El cambio también ha influido en el concepto de conflicto: si antes se entendía como una guerra tradicional, hoy la noción de conflicto es distinta, ya que se han ampliado sus causas y sus formas. Esto ha provocado que las fuerzas armadas asumieran el imperativo de adaptar su organización, su doctrina, los procesos de educación y los medios que los conforman, así como sus formas de operar y su cultura organizacional. También debido a este proceso, se han desarrollado nuevas formas de relación con la sociedad civil y nuevos vínculos con el poder político.
El entorno de los procesos de transformación
La modernización y transformación militar que se inició en Europa a partir de la década de los ochenta, paralelamente al fin de la Guerra Fría, se postergó en nuestra región hasta el decenio siguiente. En esto influyeron dos cuestiones: por un lado, el que sólo se pueda hablar del fin de los gobiernos militares en América Latina a partir de los años noventa y, por otro, que la mayoría de los países latinoamericanos está viviendo un proceso de recuperación de la democracia, tras etapas de graves violaciones a los derechos humanos que impactaron enormemente las relaciones cívico-militares y el papel de las fuerzas armadas en la sociedad.
También inciden en esta postergación los cambios que sufrió el sistema internacional. El escenario esperado después de la caída del Muro de Berlín, uno plagado de certezas y de seguridad en el que Estados Unidos ejercería su hegemonía en solitario y demostraría tener una mayor preocupación por la región, no se materializó. Vivimos en un mundo donde la incertidumbre y la seguridad son precarias. La hiperpotencia mundial ha debido centrar sus esfuerzos en enfrentarse a las nuevas amenazas, como el terrorismo internacional, y sus prioridades están muy lejos de América Latina. Así, quizá sin quererlo, se mantuvo el marco conceptual de la Guerra Fría, por lo que nuestros países debieron asumir sus procesos, independientemente del apoyo estadounidense, para generar un sistema de seguridad propio. Asimismo, han influido en los procesos el cambio tecnológico y el avance de la ciencia. Especial mención merece el desarrollo de las telecomunicaciones y la informática, a través de Internet y de otras redes, en las que los militares han sido pioneros.
Otra parte vital de los cambios es que la mayoría de las fuerzas armadas latinoamericanas ha asumido los procesos sociales y culturales vinculados, entre otros temas, a la valoración de los derechos humanos y del medio ambiente. Asimismo, han respondido a las demandas de la sociedad para incorporar la transparencia y la calidad del servicio, la responsabilidad social y la rendición de cuentas, variables que, hasta hace poco, eran exclusivas de las instituciones y de los organismos vinculados al sector privado.
Las fuerzas armadas, por lo tanto, incorporan en sus matrices de análisis las variables detalladas. Por un lado, deben enfrentarse a las amenazas emergentes, como el terrorismo internacional, el narcotráfico —cuando sus organizaciones actúan solas o junto con la guerrilla—, los grupos paramilitares y el crimen organizado, así como la expresión violenta de pueblos desesperanzados. Además, las fuerzas armadas son requeridas por los organismos multilaterales para conformar cuerpos de paz que, a su vez, acuden al llamado de aquellos gobiernos que no han podido superar un conflicto interno grave.
También son convocadas por la comunidad internacional frente a una situación de crisis que pudiera, potencialmente, convertirse en un conflicto mayor. Incluso el papa Benedicto XVI, en su visita a Estados Unidos, habló de la labor fundamental de los ejércitos en este sentido; así, hizo un llamado a las organizaciones internacionales para que prevengan y controlen los conflictos, cuando sea necesario proteger a los ciudadanos y sus derechos, dado que los Estados en muchas ocasiones se ven sobrepasados y, en tal cometido, los ejércitos desempeñan un papel importante.
La hipótesis que guía este artículo es que este conjunto de cambios llevó a las fuerzas armadas de cada país a iniciar procesos de transformación que les permitieran enfrentarse a las nuevas amenazas, adaptarse al escenario internacional actual, atender las demandas de la sociedad y adoptar los avances tecnológicos. Estas iniciativas son más profundas que los procesos de modernización. Por otra parte, cabe aclarar que estos proyectos no son replicables, aunque hayan sido exitosos en otro país, ya que sus características obedecen a las particularidades de cada Estado. No obstante, sí sirven de referencia para aquellos países que están por dar inicio a estas transformaciones fundamentales.
Así, en este artículo se busca, en lo general, situar y definir el concepto de transformación y su aplicación al caso militar. Luego, se describe la génesis del proceso de transformación del Ejército chileno, con un interés particular en explicar la visión que orientó dicho proceso, con el objetivo de aportar mayor claridad sobre su carácter.
Finalmente, se presenta una síntesis del proceso de esta transformación, desde la planificación y la definición de objetivos, pasando por la forma de conducirlo, sus etapas y sus resultados. Se comentan las principales dificultades y se exponen aquellos aspectos que requieren mayor detalle para entender la razón de algunos de los cambios.
La transformación en las fuerzas armadas
En la actualidad, los procesos de transformación alcanzan a la mayoría de las organizaciones. Y dado que existe una extensa bibliografía sobre estos temas, para efectos de este trabajo se pone énfasis en los motivos que los provocan y en el carácter particular del caso militar. En primer lugar, me parece pertinente hacer una breve reflexión con respecto a la mirada teórica sistémica que se trasunta en consideraciones implícitas y explícitas en este artículo, como la referencia al entorno, a la conceptualización de la transformación como proceso y a la importancia del producto final de la transformación o output del proceso, entre otras.
La diferencia entre la modernización y la transformación no es meramente semántica, sino que tiene que ver con el objetivo que se persigue y el impacto que tiene en las personas y en las organizaciones. Por un lado, la primera se refiere a un proceso permanente de mejoramiento, que puede estar dirigido a alcanzar metas específicas o a conseguir determinados niveles de eficiencia, pero, en todo caso, se trata de una acción de carácter permanente. En general, se mantienen la doctrina, la organización y el despliegue, características generales de los medios, de las conductas y de los sistemas. Para una institución u organización dinámica, la modernización es un proceso continuo y normal que, en el fondo, modifica aquello que es necesario para no volverse obsoleta. Mediante la modernización, se busca adecuar a la organización a nuevas tendencias, optimizar los procesos de gestión, incorporar nuevas tecnologías, mejorar la infraestructura e introducir modelos de gestión, entre otros aspectos. Sus efectos pueden ser importantes, pero la institución sigue siendo la misma.
La transformación, por su parte, es un proceso de cambio que se origina al comprobar que el nuevo entorno o las circunstancias del sistema que emerge provocarían que —de mantenerse la estructura de la fuerza, la doctrina y la forma de actuar vigentes— esa institución dejara de cumplir con el fin para el cual existe o el mandato que la constitución y las leyes le imponen. Esa situación exige que se inicie un proceso orientado a producir cambios profundos y amplios que se expresen en una nueva forma de emplear la fuerza en el campo de batalla. Es decir: toda transformación implica un cambio en la doctrina operacional y afecta radicalmente a la institución como globalidad, ya que cambia el paradigma que sostenía la lógica de su actuación. Este proceso exige un cambio cultural que permita a las personas adaptarse a una nueva organización. En este aspecto clave reside el éxito o el fracaso de una transformación. Asimismo, todos los miembros de la organización deben adaptarse a una filosofía nueva que guíe su actuar y a códigos de conducta, a doctrinas y a normas a los cuales no estaban acostumbrados. De hecho, la adopción de una nueva mentalidad y de una nueva forma de trabajo es, quizá, lo más difícil de lograr y, a la vez, es la prueba de que la transformación realmente se realizó.
Según el analista de políticas de defensa y director del Center for Strategic and Budgetary Assessments, Andrew F. Krepinevich, la transformación no se basa solamente en introducir nuevas tecnologías en la fuerza. También se requieren modificaciones en la forma como se emplea la fuerza, a través de cambios profundos en su doctrina y en su estructura. No se trata de mejorar la eficiencia de los conceptos operacionales de warfighting, sino de desarrollar nuevos conceptos. (Esta idea la expresó Krepinevich ante el Comité de Servicios Armados del Senado de Estados Unidos, el 9 de abril de 2002).
En el caso chileno, transitamos desde un proceso de simple modernización hasta uno de transformación. El Ejército de Chile tuvo éxito en el cumplimento de su misión; de hecho, aunque se encontraba involucrado en el gobierno militar, logró mantener la paz y la soberanía en las dos crisis vecinales más profundas del país en el siglo XX: la crisis de Perú, en 1973, en la que se vivió una tensa situación, y la más grave, con Argentina, en 1978, que estuvo a pocos minutos de desembocar en una guerra, debido a que el gobierno trasandino declaró unilateralmente nulo el fallo de la Reina de Inglaterra sobre un tema fronterizo. La conducción de ambas crisis y su solución pacífica encontraron, en unas fuerzas armadas profesionales y eficientes, la base para defender sus derechos y tener éxito en la disuasión. Por lo tanto, fue este nuevo entorno el que dio origen a la transformación: un mal resultado del Ejército habría hecho imposible su aplicación.
En el caso de las fuerzas armadas y de los ejércitos, por lo general, existen tres modelos en la génesis del proceso de transformación. El primero se basa en la imposición de la transformación desde el poder político, pues el origen de la iniciativa está en las autoridades políticas que definen las exigencias y el objetivo que se pretende lograr. Entonces, las fuerzas armadas inician un proceso fundado en un análisis previo y en criterios definidos desde el mundo civil. Si bien es un modelo que puede aumentar la resistencia al cambio, tiene la ventaja de que ocurre, normalmente, desde una perspectiva y una iniciativa amplias de transformación de todas las instituciones estatales. Eso permite que la función de defensa se alinee con el resto de las políticas de Estado; asimismo, facilita la coordinación con otros organismos gubernamentales y responde mejor a las expectativas del poder político. Todo esto ocurre si, en la realidad, hay una transformación del Estado con una visión global.
En el segundo caso, el análisis del entorno que definirá los lineamientos del proceso lo hacen las fuerzas armadas de forma autónoma, y el poder político no tiene injerencia en las definiciones iniciales y básicas del proceso. Las autoridades civiles se encuentran frente a una redefinición de la defensa que se convierte en un pie forzado para las políticas y para la legislación que se debe emprender.
Por último, está el modelo compartido. En éste, el Estado, la institución y la sociedad discuten previamente sobre las condiciones del proceso y logran un consenso, en el cual todas las partes han podido aportar las definiciones básicas, sus expectativas y los objetivos esperados. De esta forma, se legitima desde el origen una transformación que requiere gran apoyo, puesto que, a pesar de ser positiva para las fuerzas armadas y para los Estados, inevitablemente se enfrentará con dificultades, retrocesos y fallas que podrían constituirse en argumentos en contra del proceso. Éste es el modelo que se aplicó en el caso chileno, cuando las fuerzas armadas percibieron la necesidad de cambio y lo impulsaron: pronto comprendieron que su transformación exigiría consensos, acuerdos y dirección por parte de los poderes Ejecutivo y Legislativo, y que sería preciso tomar en consideración la opinión de la sociedad.
Génesis del proceso de transformación del Ejército Chileno
La transformación en el Ejército de Chile se inició originalmente como un proceso de modernizaciones ante el diagnóstico de la necesidad de cambio en los últimos años de la década de los noventa. Siendo Comandante en Jefe del Ejército, el general Pinochet concibió, desde 1993, la necesidad de un cambio y, aunque no se llegaron a concretar proyectos específicos, sí tuvo el gran mérito de mostrar las tendencias emergentes que el Ejército necesitaba asumir y afrontar. En 1998, el primer esfuerzo serio fue la modernización del sistema educativo del Ejército. En esa misma época, también se produjeron mejoras estructurales, orientadas a racionalizar las unidades existentes en el Ejército para contar con unidades completas.
Como manifiesta el general de división Javier Urbina, en un artículo publicado en el Memorial del Ejército de Chile, “la nueva estructura de las fuerzas, terminada en su mayor parte a fines del 2001, consistió en lo básico, en contar con unidades completas, esto es más que nada a nivel de unidades de combate (Batallones) y fundamentales independientes (Compañías), que estuviesen lo más completas posibles en personal, equipamiento y en infraestructura. De esa forma, se produjo automáticamente una mejora en los procesos de instrucción, entrenamiento, mantenimiento, administración y funcionamiento general de las unidades y de la gestión superior del Ejército”.
El momento de la decisión
En un momento crucial de este proceso gradual, el miércoles 19 de diciembre de 2001, el presidente Ricardo Lagos comunicó oficialmente mi nombramiento como Comandante en Jefe del Ejército (CJE) para el período de mando de marzo de 2002 a marzo de 2006. Aunque había sido testigo y actor de los esfuerzos que llevaron a la planificación y a la puesta en marcha de esta etapa de modernización, sin duda la nueva responsabilidad asignada me daba otra perspectiva del proceso. Tuve la oportunidad de emprender un análisis profundo y enriquecedor con mi equipo de colaboradores; además, tuve un intercambio de ideas y de experiencias con otros comandantes en jefe y con altos oficiales de instituciones armadas extranjeras (de Alemania, Francia, Reino Unido y de algunos países de Asia), donde ya se habían efectuado procesos de transformación.
Fue así como, en marzo de 2002, a una semana de ocupar el cargo, llamé a Consejo de Generales para entregarles un documento denominado “Concepto de Mando del Comandante en Jefe del Ejército. Período 2002-2006”, un documento estratégico que definía la misión, la visión y los objetivos del período de mando que iniciaba. Este documento, redactado en febrero, contenía una propuesta sobre los fundamentos de un cambio, la visión que debía iluminarlo, los objetivos que se pretendían alcanzar y una orientación general de las acciones que asegurarían su logro.
El “Concepto de Mando” definía el lineamiento de una transformación que significaba un verdadero cambio de paradigma y, por lo tanto, necesitaba contar con el apoyo de todo el alto mando. Por ello, decidí que lo discutiéramos y lo debatiéramos todo el tiempo necesario para asegurarnos de que reflejaría una visión compartida que daría sentido al proceso, y no sólo un concepto al cual se adherirían unos pocos y, quizá, sin mayor convicción.
Así, iniciamos un intenso trabajo a través de reuniones sucesivas, que culminaron el 7 y 8 de agosto de 2002, en un Consejo Militar; a partir de ese momento, se oficializó la que sería la verdadera carta de navegación que nos guiaría en los años siguientes para llevar adelante la transformación. No es normal hacerlo así en una institución jerarquizada, pero lo radical del cambio exigía el compromiso absoluto de todos los involucrados. De lo contrario, habría sido una visión unilateral del mando en ejercicio, sin permanencia en el tiempo. En cambio, el debate y el acuerdo dieron al proceso el carácter de un sueño compartido.
Los objetivos del proceso de transformación del Ejército de Chile
Los grandes objetivos que surgían de la visión que orientó la transformación delineada en el Concepto de Mando pueden resumirse en lo siguientes puntos. El primer objetivo era desarrollar un proceso que le asegurara a Chile contar con un Ejército que, desde el nuevo paradigma, le permitiera responder a los requerimientos de un escenario de guerra futuro. Había que hacer del Ejército una institución con una doctrina operacional distinta, que cumpliera con su misión de dar seguridad y paz, manteniendo la soberanía del país y cooperando con la política exterior chilena en el desarrollo de operaciones de paz.
Asimismo, el Ejército tenía que asumir como un imperativo la necesidad de contar con el apoyo ciudadano, como un elemento clave para el éxito del proceso de transformación integral. Era preciso fortalecer el sentimiento de adhesión al Ejército de todos los chilenos y no sólo de aquellos que se hubiesen sentido más cerca del gobierno militar. En otras palabras, se requería salir de aquel período de excepcionalidad y de participación en política, a fin de acercarse a quienes, habiendo sido opositores del gobierno militar —concluido desde hacía 12 años—, todavía sintieran distancia de las instituciones armadas. Dado el contenido político-jurídico de esta iniciativa, decidí que sólo al CJE le correspondía asumir el papel público en este proceso, permitiendo así que los mandos subalternos y la institución en su totalidad dedicaran todo su esfuerzo para materializar el proceso de transformación profesional.
Esta iniciativa estaba asociada también, en su dimensión doctrinaria, con la necesidad de garantizar que todo el personal, incluidos los soldados conscriptos, gozara del respeto pleno de sus derechos y que se erradicara totalmente el maltrato físico, moral o de cualquier naturaleza. Se buscó con especial énfasis que el Ejército fuera percibido como una institución fundamental y propia de todos los chilenos, alejada de las contingencias que pudieran desvirtuar su naturaleza esencialmente obediente, no deliberante, disciplinada y apartidista.
Acciones y decisiones concretas
Con el fin de recuperar la cercanía con todos los chilenos, el Ejército definió una clara posición en los siguientes aspectos fundamentales para alcanzar los objetivos reseñados. Había que establecer la prescindencia política del Ejército, que, pese a estar tratada en la Constitución Política del Estado y en la Ley Orgánica Constitucional de las Fuerzas Armadas, no limita al militar la opción al pensamiento político y el reconocimiento de que existe una función política elevada que debe ser canalizada por los cauces reglamentarios y oficiales. Desde este punto de vista, el Ejército no es ni debe ser contraparte de ningún partido político o sector de la sociedad, sino que pertenece a todos los chilenos, a quienes está llamado a servir por igual.
Asimismo, hubo que adoptar una posición con respecto a la relación del Ejército del año 2002 con el gobierno militar y con el ex presidente Augusto Pinochet. En ese sentido, se especificó y se aplicó con claridad la idea de que al Ejército, en su papel de institución permanente del Estado, no le cabía ser “heredera de un determinado régimen de gobierno, puesto que en un Estado de derecho la institución está sometida a las autoridades políticas y normativas que regulan su accionar y el claro sentido de que la institución se debe a toda la sociedad” (Cfr. “Un desafío de futuro”, artículo publicado en el diario La Tercera, el 5 de enero de 2003). Eso no implicaba negar el pasado, pero sí admitir que esa etapa había terminado.
Fue fundamental, también, aceptar la situación de derechos humanos y las causas pendientes. Encarar este tema constituía otro de los imperativos ineludibles. El gobierno de Chile, por medio de diversas instancias —entre ellas, la Mesa de Diálogo en la que participó el Ejército, que concluyó con el reconocimiento explícito de los excesos cometidos en contra de conciudadanos—, determinó que el camino más adecuado para lograr la reconciliación era la búsqueda de la verdad por parte de los tribunales de justicia.
En ese sentido, hube de hacer un llamado público, como Comandante en Jefe del Ejército, a que las causas y hechos que habían dividido a Chile en el pasado no debían, “nunca más”, volver a repetirse (Cfr. Declaraciones del CJE durante la visita al Regimiento Reforzado Topater, Calama, 13 de junio de 2003). A ello se agregó el reconocimiento de la responsabilidad institucional en las violaciones de los derechos humanos, que planteara en el documento “Ejército de Chile: el fin de una visión” (publicado en el diario La Tercera, durante el mes de noviembre de 2005), así como los reiterados llamados para que, quienes tuvieran información que ayudara a ubicar a detenidos desaparecidos, la proporcionaran a la justicia. Finalmente, la contribución institucional en la satisfacción veraz, rápida y lo más detallada posible de los requerimientos de los tribunales, se sumó a los pasos trascendentales para avanzar hacia la reconciliación nacional.
Para garantizar el adecuado comportamiento del Ejército chileno, de acuerdo con las normas del siglo XXI de respeto a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario, se reforzó y se actualizó su formación en ética y en derechos humanos. Esto implicó un nuevo proceso educativo acucioso, prolongado y de excelencia, que permitiera a toda la institución tener un desempeño profesional ético. Se buscó lograr que la administración racional de la fuerza legítima del Estado se hiciera con responsabilidad social, integrada a la comunidad, de manera participativa y colaborativa con el desarrollo del país, y comprometida con los altos intereses del Estado.
En cuanto a la percepción del Ejército como una institución de todos los chilenos, se puso énfasis en que fuera apreciado y valorado por nuestros conciudadanos —especialmente por aquellos que más nos necesitan o que pudieran haber estado más alejados de nosotros— al vernos junto a ellos, sin hacer distingos, atentos a sus necesidades, apoyándolos en sus carencias, dignos, austeros e irreprochables en nuestras vidas: en suma, un Ejército en el que cada uno de sus integrantes se sintiera partícipe de un proyecto nacional, de una genuina comunidad. Con todo, se trataba de forjar a una institución que fuera respetada, no por la fuerza de su poder, sino por la legitimidad de su aporte a la construcción del Chile que todos anhelamos.
Finalmente, se dio especial valor al concepto de la verdad y la transparencia. Eso implicó reconocer los hechos del ahora y del pasado —por duros que éstos fueran—, poniendo siempre por delante la verdad y el bien superior de Chile, desterrando todo signo de corporativismo en las respuestas que se nos exigían y asumiendo de cara a la sociedad, con absoluta claridad, las debilidades y yerros que, como toda organización humana, pudiésemos tener.
La transformación militar: el tránsito hacia una fuerza militar del Siglo XXI
La transformación del Ejército chileno no fue solamente conceptual. En este sentido, la vertiente principal, y tal vez la menos vistosa, estuvo orientada a configurar una arquitectura, una doctrina, un equipamiento y un entrenamiento que fortalecieran los cimientos de una institución fundamental y permanente de la República, de carácter vocacional y profesional, basada en virtudes, principios y valores que la hacen obediente, disciplinada, no deliberante, apolítica y contribuyente —junto a la Armada y a la Fuerza Aérea— al cometido propio de la función militar. El Ejército, que por años había sido visto por una importante parte de la sociedad como distante e incluso antagónico, debía transitar desde una fase de aceptación o tolerancia social hacia otra de comprensión de su acción profesional, para llegar, finalmente, a ser percibido como una institución volcada al servicio de toda la sociedad chilena, sin distinción, y que le brindara, con eficiencia, el bien de la seguridad y de la defensa nacionales.
El proceso requirió una planificación que comenzó por definir conceptualmente el campo de batalla, ya que este escenario sería el elemento integrador de la visión institucional, en la cual convergen dos rutas: la estrategia de desarrollo y de gestión, y las capacidades y la doctrina, como elementos esenciales. Por otra parte, esta definición sería fundamental en el momento de tomar decisiones sobre el uso de recursos financieros asociados a la adquisición de tecnologías en sistemas de armas y equipos, que requerirían las fuerzas, con visión en el campo de batalla futuro.
Objetivos y proyectos
El proceso de transformación se llevó adelante con base en cuatro grandes proyectos: a) la planificación de la gestión estratégica institucional, b) la actualización y el desarrollo de su doctrina operacional, c) la actualización del sistema educacional y d) la adquisición de tecnologías a través de sistemas de armas y equipos. A partir de estas iniciativas, el Ejército transitó desde la tradicional estructura jerárquica hacia una organización horizontal funcional, interrelacionada mediante actividades clave con capacidad de gestión. De una organización cuya funcionalidad radicaba en la autoridad, se cambió a una basada en procesos.
Así, la nueva estructura se basa en los siguientes conceptos. Para empezar, se debe obtener un producto denominado “la fuerza” (el medio para cumplir con la misión). Este producto medible consiste en una capacidad operativa que otorga la certeza de dar seguridad y defensa a Chile. En segundo lugar, se debe tener un mando único representado por el Comandante en Jefe del Ejército, que pasó de estar al mando directo de quince órganos, para centrarse en cuatro funciones esenciales, a saber: la planificación, orientada a desarrollar los planes relativos a todas las tareas de tipo ejecutivo y que cuenta con la asesoría del Estado Mayor General del Ejército; la preparación de la fuerza, que busca materializar la capacitación, la educación y el entrenamiento del personal, así como proveer al Ejército de una doctrina adecuada; el apoyo de la fuerza, es decir, la tarea de dotar a la institución de todo tipo de recursos para que pueda cumplir con sus cometidos; y la acción de la fuerza que, bajo un mando de coordinación, reúne a todas las divisiones y brigadas que agrupan a las unidades operativas empleadas para cumplir las tareas y las misiones del Ejército de Chile.
Con el fin de echar a andar esta nueva organización —que significó modificar compartimentos estancos para pasar a una interrelación absoluta—, fue necesario instrumentar modernos sistemas de tecnología, de transmisión de información y de redes de mando, y, sobre todo, exigió un gran esfuerzo —que aún continúa— para transitar hacia una nueva cultura organizacional. Este cambio cultural se concretó en la actuación y, fundamentalmente, en el proceso de toma de decisiones de sus mandos. Se ha caracterizado por aceptar la existencia de la incertidumbre, de la inseguridad y de la ausencia de escenarios absolutamente predecibles para, desde esa perspectiva, generar una capacidad individual de definir, ejecutar y responsabilizarse por acciones de respuesta inmediata, orientadas a un objetivo común, pero de contenido necesariamente diverso.
Para poder enfrentarse a la incertidumbre, resultaba imperativo incorporar la creatividad y la iniciativa, dentro de un marco que otorgara la mayor libertad posible, limitada por las necesarias regulaciones, y que permitiera un proceso controlado que no desnaturalizara la función militar. Desde esta perspectiva, no resultan antagónicos los conceptos de disciplina y de libertad, valores con los que deben conducirse los miembros de la institución. En efecto, la disciplina constituye para un cuerpo armado el sustento sin el cual es inviable su existencia. Asimismo, la libertad, en su vertiente de independencia intelectual, hace posible la existencia de un Ejército dinámico y con iniciativa, gracias a la acción de los agentes promotores del cambio, líderes del proceso, que son los niveles de mando superior, pero también desde los niveles subalternos, orientados por los primeros.
La transformación de los vínculos del Ejército con la sociedad y con el mundo
Más allá de la transformación interna, el Ejército inició también una transformación de sus relaciones con el entorno. De este modo, en la interacción con las otras instituciones de las fuerzas armadas, hubo un cambio que se caracterizó por privilegiar una acción conjunta y coordinada a través de la Junta de Comandantes en Jefe, mediante una efectiva acción interoperativa e interinstitucional. Otro elemento significativo fue la evolución de su acción internacional: el Ejército chileno se propuso, como un gran objetivo de largo plazo, contribuir con los propósitos de la política de defensa y exterior del país, en su carácter de fuerza terrestre, en el marco del sistema internacional y político estratégico actual, para las tareas de disuasión y cooperación, en coordinación con la Armada y la Fuerza Aérea.
La acción internacional del Ejército ha estado orientada a satisfacer intereses institucionales, a contribuir a la estabilidad internacional, a cooperar con la política exterior, a coadyuvar en la disuasión y a participar activamente en los procesos de integración, cooperación y complementación regional, cuando la política exterior chilena lo defina, con la autorización de los poderes del Estado involucrados en estas decisiones. Como ejemplo, cito el caso de la creación de las fuerzas conjuntas “Cruz del Sur” con Argentina.
Esta nueva tarea institucional, coherente con las políticas nacionales, ha planteado cinco retos para el Ejército. El primero consistió en ocupar espacios centrales en el proceso de toma de decisiones de la seguridad internacional y en determinados niveles intermedios, para brindar asesoría sobre el empleo eficiente de las fuerzas. El segundo fue el posicionamiento y la ampliación, desde comienzos de este nuevo siglo, de la cobertura de los agregados militares en el extranjero, en sintonía con los actuales intereses nacionales, y potenciando el conocimiento tecnológico, la cooperación militar y una visión presencial de áreas en el mundo especialmente significativas por su posición geográfica, estratégica y geopolítica. El tercer reto consistió en el aumento explosivo de las demandas de Naciones Unidas para el desarrollo de las operaciones regidas por los capítulos VI y VII de operaciones de paz, las cuales han obligado a la institución a desarrollar nuevas destrezas y capacidades para colaborar en el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, en un marco de cooperación multilateral como política de Estado. El cuarto reto surgió de la necesidad de desempeñar un papel activo en el ámbito de las políticas de cooperación internacional, de orden mundial, regional y vecinal, a través de la materialización de medidas de confianza mutua y de fomento de la cooperación. El quinto reto se desprende de la necesidad de compartir conocimientos y experiencias. En esta materia, existen dos dimensiones diferentes: una que nos lleva a buscar los conocimientos en donde se puedan identificar capacidades no desarrolladas y otra dimensión que consiste en ofrecer, a quienes así lo requieran, formación en los temas en los que el Ejército de Chile posea experiencia o fortalezas.
Conclusiones
Este artículo ha buscado mostrar la experiencia chilena de un Ejército que inició un proceso de transformación, proceso que aún está por concluir. Sólo con el paso del tiempo se podrá comprobar si esta transformación logró plenamente sus objetivos. Sin embargo, diversas investigaciones han recogido datos al respecto. Por ejemplo, en relación con la percepción de la ciudadanía sobre las fuerzas armadas, entre el 80% y el 85% de la población califica con nota de 6 ó 7 (en Chile la nota máxima es 7) al Ejército en la defensa de la soberanía, en la preservación de la paz y en la ayuda ante catástrofes: es decir, en sus tareas vitales. Asimismo, el 70% apoya su participación en misiones de paz.
Estimo que estos indicadores demuestran la plena coincidencia con la función que la Constitución le asigna al Ejército. Es decir, la sociedad ve que el Ejército está cumpliendo cabalmente con la tarea que tiene que cumplir y no con otra. De allí el apoyo que ha conseguido por la seguridad y la confianza que brinda a la población. Otro antecedente revelador es que el 72% de los padres apoyaría a un hijo que quisiera incorporarse al Ejército y sólo un 9% se opondría. Creo que es un indicador que habla por sí solo. En 2006, por primera vez, luego de un crecimiento progresivo, la cuota de soldados para el servicio militar se completó con un 100% de voluntarios. Ésta es una cifra que pocos países en el mundo pueden exhibir.
A mi juicio, esta información, que refleja la opinión de la ciudadanía, muestra una de las razones de la exitosa transformación del Ejército de Chile, así como la recuperación de su legitimidad y del papel que le corresponde dentro de nuestra democracia. Todo lo anterior está fundamentado en la necesidad de adecuarse, manteniendo sus valores y tradiciones, a las características del mundo del siglo XXI.
Finalmente, es necesario reiterar que, en general, en todo el mundo y desde luego en la región, las fuerzas armadas han tenido que enfrentar procesos de naturaleza parecida. Sin duda, no hay un modelo único. Las especificidades y los requerimientos de cada Estado marcan las características de la forma como ellos se transforman. De allí que lo expuesto sea un caso de análisis, con base en la experiencia que nos correspondió vivir en Chile, con su tradición, su cultura, su ordenamiento jurídico y su historia que, sin ser modelo, puede ser una buena referencia para otros, inmersos en procesos similares.
América Latina ha visto, durante la última década, diferentes iniciativas de modernización o de transformación de las fuerzas armadas y, en particular, de los ejércitos. En estos procesos, nuestros países se han encontrado frente a una redefinición de la función de la defensa y del concepto de seguridad, así como del marco en el que éstos se integran. El cambio también ha influido en el concepto de conflicto: si antes se entendía como una guerra tradicional, hoy la noción de conflicto es distinta, ya que se han ampliado sus causas y sus formas. Esto ha provocado que las fuerzas armadas asumieran el imperativo de adaptar su organización, su doctrina, los procesos de educación y los medios que los conforman, así como sus formas de operar y su cultura organizacional. También debido a este proceso, se han desarrollado nuevas formas de relación con la sociedad civil y nuevos vínculos con el poder político.
El entorno de los procesos de transformación
La modernización y transformación militar que se inició en Europa a partir de la década de los ochenta, paralelamente al fin de la Guerra Fría, se postergó en nuestra región hasta el decenio siguiente. En esto influyeron dos cuestiones: por un lado, el que sólo se pueda hablar del fin de los gobiernos militares en América Latina a partir de los años noventa y, por otro, que la mayoría de los países latinoamericanos está viviendo un proceso de recuperación de la democracia, tras etapas de graves violaciones a los derechos humanos que impactaron enormemente las relaciones cívico-militares y el papel de las fuerzas armadas en la sociedad.
También inciden en esta postergación los cambios que sufrió el sistema internacional. El escenario esperado después de la caída del Muro de Berlín, uno plagado de certezas y de seguridad en el que Estados Unidos ejercería su hegemonía en solitario y demostraría tener una mayor preocupación por la región, no se materializó. Vivimos en un mundo donde la incertidumbre y la seguridad son precarias. La hiperpotencia mundial ha debido centrar sus esfuerzos en enfrentarse a las nuevas amenazas, como el terrorismo internacional, y sus prioridades están muy lejos de América Latina. Así, quizá sin quererlo, se mantuvo el marco conceptual de la Guerra Fría, por lo que nuestros países debieron asumir sus procesos, independientemente del apoyo estadounidense, para generar un sistema de seguridad propio. Asimismo, han influido en los procesos el cambio tecnológico y el avance de la ciencia. Especial mención merece el desarrollo de las telecomunicaciones y la informática, a través de Internet y de otras redes, en las que los militares han sido pioneros.
Otra parte vital de los cambios es que la mayoría de las fuerzas armadas latinoamericanas ha asumido los procesos sociales y culturales vinculados, entre otros temas, a la valoración de los derechos humanos y del medio ambiente. Asimismo, han respondido a las demandas de la sociedad para incorporar la transparencia y la calidad del servicio, la responsabilidad social y la rendición de cuentas, variables que, hasta hace poco, eran exclusivas de las instituciones y de los organismos vinculados al sector privado.
Las fuerzas armadas, por lo tanto, incorporan en sus matrices de análisis las variables detalladas. Por un lado, deben enfrentarse a las amenazas emergentes, como el terrorismo internacional, el narcotráfico —cuando sus organizaciones actúan solas o junto con la guerrilla—, los grupos paramilitares y el crimen organizado, así como la expresión violenta de pueblos desesperanzados. Además, las fuerzas armadas son requeridas por los organismos multilaterales para conformar cuerpos de paz que, a su vez, acuden al llamado de aquellos gobiernos que no han podido superar un conflicto interno grave.
También son convocadas por la comunidad internacional frente a una situación de crisis que pudiera, potencialmente, convertirse en un conflicto mayor. Incluso el papa Benedicto XVI, en su visita a Estados Unidos, habló de la labor fundamental de los ejércitos en este sentido; así, hizo un llamado a las organizaciones internacionales para que prevengan y controlen los conflictos, cuando sea necesario proteger a los ciudadanos y sus derechos, dado que los Estados en muchas ocasiones se ven sobrepasados y, en tal cometido, los ejércitos desempeñan un papel importante.
La hipótesis que guía este artículo es que este conjunto de cambios llevó a las fuerzas armadas de cada país a iniciar procesos de transformación que les permitieran enfrentarse a las nuevas amenazas, adaptarse al escenario internacional actual, atender las demandas de la sociedad y adoptar los avances tecnológicos. Estas iniciativas son más profundas que los procesos de modernización. Por otra parte, cabe aclarar que estos proyectos no son replicables, aunque hayan sido exitosos en otro país, ya que sus características obedecen a las particularidades de cada Estado. No obstante, sí sirven de referencia para aquellos países que están por dar inicio a estas transformaciones fundamentales.
Así, en este artículo se busca, en lo general, situar y definir el concepto de transformación y su aplicación al caso militar. Luego, se describe la génesis del proceso de transformación del Ejército chileno, con un interés particular en explicar la visión que orientó dicho proceso, con el objetivo de aportar mayor claridad sobre su carácter.
Finalmente, se presenta una síntesis del proceso de esta transformación, desde la planificación y la definición de objetivos, pasando por la forma de conducirlo, sus etapas y sus resultados. Se comentan las principales dificultades y se exponen aquellos aspectos que requieren mayor detalle para entender la razón de algunos de los cambios.
La transformación en las fuerzas armadas
En la actualidad, los procesos de transformación alcanzan a la mayoría de las organizaciones. Y dado que existe una extensa bibliografía sobre estos temas, para efectos de este trabajo se pone énfasis en los motivos que los provocan y en el carácter particular del caso militar. En primer lugar, me parece pertinente hacer una breve reflexión con respecto a la mirada teórica sistémica que se trasunta en consideraciones implícitas y explícitas en este artículo, como la referencia al entorno, a la conceptualización de la transformación como proceso y a la importancia del producto final de la transformación o output del proceso, entre otras.
La diferencia entre la modernización y la transformación no es meramente semántica, sino que tiene que ver con el objetivo que se persigue y el impacto que tiene en las personas y en las organizaciones. Por un lado, la primera se refiere a un proceso permanente de mejoramiento, que puede estar dirigido a alcanzar metas específicas o a conseguir determinados niveles de eficiencia, pero, en todo caso, se trata de una acción de carácter permanente. En general, se mantienen la doctrina, la organización y el despliegue, características generales de los medios, de las conductas y de los sistemas. Para una institución u organización dinámica, la modernización es un proceso continuo y normal que, en el fondo, modifica aquello que es necesario para no volverse obsoleta. Mediante la modernización, se busca adecuar a la organización a nuevas tendencias, optimizar los procesos de gestión, incorporar nuevas tecnologías, mejorar la infraestructura e introducir modelos de gestión, entre otros aspectos. Sus efectos pueden ser importantes, pero la institución sigue siendo la misma.
La transformación, por su parte, es un proceso de cambio que se origina al comprobar que el nuevo entorno o las circunstancias del sistema que emerge provocarían que —de mantenerse la estructura de la fuerza, la doctrina y la forma de actuar vigentes— esa institución dejara de cumplir con el fin para el cual existe o el mandato que la constitución y las leyes le imponen. Esa situación exige que se inicie un proceso orientado a producir cambios profundos y amplios que se expresen en una nueva forma de emplear la fuerza en el campo de batalla. Es decir: toda transformación implica un cambio en la doctrina operacional y afecta radicalmente a la institución como globalidad, ya que cambia el paradigma que sostenía la lógica de su actuación. Este proceso exige un cambio cultural que permita a las personas adaptarse a una nueva organización. En este aspecto clave reside el éxito o el fracaso de una transformación. Asimismo, todos los miembros de la organización deben adaptarse a una filosofía nueva que guíe su actuar y a códigos de conducta, a doctrinas y a normas a los cuales no estaban acostumbrados. De hecho, la adopción de una nueva mentalidad y de una nueva forma de trabajo es, quizá, lo más difícil de lograr y, a la vez, es la prueba de que la transformación realmente se realizó.
Según el analista de políticas de defensa y director del Center for Strategic and Budgetary Assessments, Andrew F. Krepinevich, la transformación no se basa solamente en introducir nuevas tecnologías en la fuerza. También se requieren modificaciones en la forma como se emplea la fuerza, a través de cambios profundos en su doctrina y en su estructura. No se trata de mejorar la eficiencia de los conceptos operacionales de warfighting, sino de desarrollar nuevos conceptos. (Esta idea la expresó Krepinevich ante el Comité de Servicios Armados del Senado de Estados Unidos, el 9 de abril de 2002).
En el caso chileno, transitamos desde un proceso de simple modernización hasta uno de transformación. El Ejército de Chile tuvo éxito en el cumplimento de su misión; de hecho, aunque se encontraba involucrado en el gobierno militar, logró mantener la paz y la soberanía en las dos crisis vecinales más profundas del país en el siglo XX: la crisis de Perú, en 1973, en la que se vivió una tensa situación, y la más grave, con Argentina, en 1978, que estuvo a pocos minutos de desembocar en una guerra, debido a que el gobierno trasandino declaró unilateralmente nulo el fallo de la Reina de Inglaterra sobre un tema fronterizo. La conducción de ambas crisis y su solución pacífica encontraron, en unas fuerzas armadas profesionales y eficientes, la base para defender sus derechos y tener éxito en la disuasión. Por lo tanto, fue este nuevo entorno el que dio origen a la transformación: un mal resultado del Ejército habría hecho imposible su aplicación.
En el caso de las fuerzas armadas y de los ejércitos, por lo general, existen tres modelos en la génesis del proceso de transformación. El primero se basa en la imposición de la transformación desde el poder político, pues el origen de la iniciativa está en las autoridades políticas que definen las exigencias y el objetivo que se pretende lograr. Entonces, las fuerzas armadas inician un proceso fundado en un análisis previo y en criterios definidos desde el mundo civil. Si bien es un modelo que puede aumentar la resistencia al cambio, tiene la ventaja de que ocurre, normalmente, desde una perspectiva y una iniciativa amplias de transformación de todas las instituciones estatales. Eso permite que la función de defensa se alinee con el resto de las políticas de Estado; asimismo, facilita la coordinación con otros organismos gubernamentales y responde mejor a las expectativas del poder político. Todo esto ocurre si, en la realidad, hay una transformación del Estado con una visión global.
En el segundo caso, el análisis del entorno que definirá los lineamientos del proceso lo hacen las fuerzas armadas de forma autónoma, y el poder político no tiene injerencia en las definiciones iniciales y básicas del proceso. Las autoridades civiles se encuentran frente a una redefinición de la defensa que se convierte en un pie forzado para las políticas y para la legislación que se debe emprender.
Por último, está el modelo compartido. En éste, el Estado, la institución y la sociedad discuten previamente sobre las condiciones del proceso y logran un consenso, en el cual todas las partes han podido aportar las definiciones básicas, sus expectativas y los objetivos esperados. De esta forma, se legitima desde el origen una transformación que requiere gran apoyo, puesto que, a pesar de ser positiva para las fuerzas armadas y para los Estados, inevitablemente se enfrentará con dificultades, retrocesos y fallas que podrían constituirse en argumentos en contra del proceso. Éste es el modelo que se aplicó en el caso chileno, cuando las fuerzas armadas percibieron la necesidad de cambio y lo impulsaron: pronto comprendieron que su transformación exigiría consensos, acuerdos y dirección por parte de los poderes Ejecutivo y Legislativo, y que sería preciso tomar en consideración la opinión de la sociedad.
Génesis del proceso de transformación del Ejército Chileno
La transformación en el Ejército de Chile se inició originalmente como un proceso de modernizaciones ante el diagnóstico de la necesidad de cambio en los últimos años de la década de los noventa. Siendo Comandante en Jefe del Ejército, el general Pinochet concibió, desde 1993, la necesidad de un cambio y, aunque no se llegaron a concretar proyectos específicos, sí tuvo el gran mérito de mostrar las tendencias emergentes que el Ejército necesitaba asumir y afrontar. En 1998, el primer esfuerzo serio fue la modernización del sistema educativo del Ejército. En esa misma época, también se produjeron mejoras estructurales, orientadas a racionalizar las unidades existentes en el Ejército para contar con unidades completas.
Como manifiesta el general de división Javier Urbina, en un artículo publicado en el Memorial del Ejército de Chile, “la nueva estructura de las fuerzas, terminada en su mayor parte a fines del 2001, consistió en lo básico, en contar con unidades completas, esto es más que nada a nivel de unidades de combate (Batallones) y fundamentales independientes (Compañías), que estuviesen lo más completas posibles en personal, equipamiento y en infraestructura. De esa forma, se produjo automáticamente una mejora en los procesos de instrucción, entrenamiento, mantenimiento, administración y funcionamiento general de las unidades y de la gestión superior del Ejército”.
El momento de la decisión
En un momento crucial de este proceso gradual, el miércoles 19 de diciembre de 2001, el presidente Ricardo Lagos comunicó oficialmente mi nombramiento como Comandante en Jefe del Ejército (CJE) para el período de mando de marzo de 2002 a marzo de 2006. Aunque había sido testigo y actor de los esfuerzos que llevaron a la planificación y a la puesta en marcha de esta etapa de modernización, sin duda la nueva responsabilidad asignada me daba otra perspectiva del proceso. Tuve la oportunidad de emprender un análisis profundo y enriquecedor con mi equipo de colaboradores; además, tuve un intercambio de ideas y de experiencias con otros comandantes en jefe y con altos oficiales de instituciones armadas extranjeras (de Alemania, Francia, Reino Unido y de algunos países de Asia), donde ya se habían efectuado procesos de transformación.
Fue así como, en marzo de 2002, a una semana de ocupar el cargo, llamé a Consejo de Generales para entregarles un documento denominado “Concepto de Mando del Comandante en Jefe del Ejército. Período 2002-2006”, un documento estratégico que definía la misión, la visión y los objetivos del período de mando que iniciaba. Este documento, redactado en febrero, contenía una propuesta sobre los fundamentos de un cambio, la visión que debía iluminarlo, los objetivos que se pretendían alcanzar y una orientación general de las acciones que asegurarían su logro.
El “Concepto de Mando” definía el lineamiento de una transformación que significaba un verdadero cambio de paradigma y, por lo tanto, necesitaba contar con el apoyo de todo el alto mando. Por ello, decidí que lo discutiéramos y lo debatiéramos todo el tiempo necesario para asegurarnos de que reflejaría una visión compartida que daría sentido al proceso, y no sólo un concepto al cual se adherirían unos pocos y, quizá, sin mayor convicción.
Así, iniciamos un intenso trabajo a través de reuniones sucesivas, que culminaron el 7 y 8 de agosto de 2002, en un Consejo Militar; a partir de ese momento, se oficializó la que sería la verdadera carta de navegación que nos guiaría en los años siguientes para llevar adelante la transformación. No es normal hacerlo así en una institución jerarquizada, pero lo radical del cambio exigía el compromiso absoluto de todos los involucrados. De lo contrario, habría sido una visión unilateral del mando en ejercicio, sin permanencia en el tiempo. En cambio, el debate y el acuerdo dieron al proceso el carácter de un sueño compartido.
Los objetivos del proceso de transformación del Ejército de Chile
Los grandes objetivos que surgían de la visión que orientó la transformación delineada en el Concepto de Mando pueden resumirse en lo siguientes puntos. El primer objetivo era desarrollar un proceso que le asegurara a Chile contar con un Ejército que, desde el nuevo paradigma, le permitiera responder a los requerimientos de un escenario de guerra futuro. Había que hacer del Ejército una institución con una doctrina operacional distinta, que cumpliera con su misión de dar seguridad y paz, manteniendo la soberanía del país y cooperando con la política exterior chilena en el desarrollo de operaciones de paz.
Asimismo, el Ejército tenía que asumir como un imperativo la necesidad de contar con el apoyo ciudadano, como un elemento clave para el éxito del proceso de transformación integral. Era preciso fortalecer el sentimiento de adhesión al Ejército de todos los chilenos y no sólo de aquellos que se hubiesen sentido más cerca del gobierno militar. En otras palabras, se requería salir de aquel período de excepcionalidad y de participación en política, a fin de acercarse a quienes, habiendo sido opositores del gobierno militar —concluido desde hacía 12 años—, todavía sintieran distancia de las instituciones armadas. Dado el contenido político-jurídico de esta iniciativa, decidí que sólo al CJE le correspondía asumir el papel público en este proceso, permitiendo así que los mandos subalternos y la institución en su totalidad dedicaran todo su esfuerzo para materializar el proceso de transformación profesional.
Esta iniciativa estaba asociada también, en su dimensión doctrinaria, con la necesidad de garantizar que todo el personal, incluidos los soldados conscriptos, gozara del respeto pleno de sus derechos y que se erradicara totalmente el maltrato físico, moral o de cualquier naturaleza. Se buscó con especial énfasis que el Ejército fuera percibido como una institución fundamental y propia de todos los chilenos, alejada de las contingencias que pudieran desvirtuar su naturaleza esencialmente obediente, no deliberante, disciplinada y apartidista.
Acciones y decisiones concretas
Con el fin de recuperar la cercanía con todos los chilenos, el Ejército definió una clara posición en los siguientes aspectos fundamentales para alcanzar los objetivos reseñados. Había que establecer la prescindencia política del Ejército, que, pese a estar tratada en la Constitución Política del Estado y en la Ley Orgánica Constitucional de las Fuerzas Armadas, no limita al militar la opción al pensamiento político y el reconocimiento de que existe una función política elevada que debe ser canalizada por los cauces reglamentarios y oficiales. Desde este punto de vista, el Ejército no es ni debe ser contraparte de ningún partido político o sector de la sociedad, sino que pertenece a todos los chilenos, a quienes está llamado a servir por igual.
Asimismo, hubo que adoptar una posición con respecto a la relación del Ejército del año 2002 con el gobierno militar y con el ex presidente Augusto Pinochet. En ese sentido, se especificó y se aplicó con claridad la idea de que al Ejército, en su papel de institución permanente del Estado, no le cabía ser “heredera de un determinado régimen de gobierno, puesto que en un Estado de derecho la institución está sometida a las autoridades políticas y normativas que regulan su accionar y el claro sentido de que la institución se debe a toda la sociedad” (Cfr. “Un desafío de futuro”, artículo publicado en el diario La Tercera, el 5 de enero de 2003). Eso no implicaba negar el pasado, pero sí admitir que esa etapa había terminado.
Fue fundamental, también, aceptar la situación de derechos humanos y las causas pendientes. Encarar este tema constituía otro de los imperativos ineludibles. El gobierno de Chile, por medio de diversas instancias —entre ellas, la Mesa de Diálogo en la que participó el Ejército, que concluyó con el reconocimiento explícito de los excesos cometidos en contra de conciudadanos—, determinó que el camino más adecuado para lograr la reconciliación era la búsqueda de la verdad por parte de los tribunales de justicia.
En ese sentido, hube de hacer un llamado público, como Comandante en Jefe del Ejército, a que las causas y hechos que habían dividido a Chile en el pasado no debían, “nunca más”, volver a repetirse (Cfr. Declaraciones del CJE durante la visita al Regimiento Reforzado Topater, Calama, 13 de junio de 2003). A ello se agregó el reconocimiento de la responsabilidad institucional en las violaciones de los derechos humanos, que planteara en el documento “Ejército de Chile: el fin de una visión” (publicado en el diario La Tercera, durante el mes de noviembre de 2005), así como los reiterados llamados para que, quienes tuvieran información que ayudara a ubicar a detenidos desaparecidos, la proporcionaran a la justicia. Finalmente, la contribución institucional en la satisfacción veraz, rápida y lo más detallada posible de los requerimientos de los tribunales, se sumó a los pasos trascendentales para avanzar hacia la reconciliación nacional.
Para garantizar el adecuado comportamiento del Ejército chileno, de acuerdo con las normas del siglo XXI de respeto a los derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario, se reforzó y se actualizó su formación en ética y en derechos humanos. Esto implicó un nuevo proceso educativo acucioso, prolongado y de excelencia, que permitiera a toda la institución tener un desempeño profesional ético. Se buscó lograr que la administración racional de la fuerza legítima del Estado se hiciera con responsabilidad social, integrada a la comunidad, de manera participativa y colaborativa con el desarrollo del país, y comprometida con los altos intereses del Estado.
En cuanto a la percepción del Ejército como una institución de todos los chilenos, se puso énfasis en que fuera apreciado y valorado por nuestros conciudadanos —especialmente por aquellos que más nos necesitan o que pudieran haber estado más alejados de nosotros— al vernos junto a ellos, sin hacer distingos, atentos a sus necesidades, apoyándolos en sus carencias, dignos, austeros e irreprochables en nuestras vidas: en suma, un Ejército en el que cada uno de sus integrantes se sintiera partícipe de un proyecto nacional, de una genuina comunidad. Con todo, se trataba de forjar a una institución que fuera respetada, no por la fuerza de su poder, sino por la legitimidad de su aporte a la construcción del Chile que todos anhelamos.
Finalmente, se dio especial valor al concepto de la verdad y la transparencia. Eso implicó reconocer los hechos del ahora y del pasado —por duros que éstos fueran—, poniendo siempre por delante la verdad y el bien superior de Chile, desterrando todo signo de corporativismo en las respuestas que se nos exigían y asumiendo de cara a la sociedad, con absoluta claridad, las debilidades y yerros que, como toda organización humana, pudiésemos tener.
La transformación militar: el tránsito hacia una fuerza militar del Siglo XXI
La transformación del Ejército chileno no fue solamente conceptual. En este sentido, la vertiente principal, y tal vez la menos vistosa, estuvo orientada a configurar una arquitectura, una doctrina, un equipamiento y un entrenamiento que fortalecieran los cimientos de una institución fundamental y permanente de la República, de carácter vocacional y profesional, basada en virtudes, principios y valores que la hacen obediente, disciplinada, no deliberante, apolítica y contribuyente —junto a la Armada y a la Fuerza Aérea— al cometido propio de la función militar. El Ejército, que por años había sido visto por una importante parte de la sociedad como distante e incluso antagónico, debía transitar desde una fase de aceptación o tolerancia social hacia otra de comprensión de su acción profesional, para llegar, finalmente, a ser percibido como una institución volcada al servicio de toda la sociedad chilena, sin distinción, y que le brindara, con eficiencia, el bien de la seguridad y de la defensa nacionales.
El proceso requirió una planificación que comenzó por definir conceptualmente el campo de batalla, ya que este escenario sería el elemento integrador de la visión institucional, en la cual convergen dos rutas: la estrategia de desarrollo y de gestión, y las capacidades y la doctrina, como elementos esenciales. Por otra parte, esta definición sería fundamental en el momento de tomar decisiones sobre el uso de recursos financieros asociados a la adquisición de tecnologías en sistemas de armas y equipos, que requerirían las fuerzas, con visión en el campo de batalla futuro.
Objetivos y proyectos
El proceso de transformación se llevó adelante con base en cuatro grandes proyectos: a) la planificación de la gestión estratégica institucional, b) la actualización y el desarrollo de su doctrina operacional, c) la actualización del sistema educacional y d) la adquisición de tecnologías a través de sistemas de armas y equipos. A partir de estas iniciativas, el Ejército transitó desde la tradicional estructura jerárquica hacia una organización horizontal funcional, interrelacionada mediante actividades clave con capacidad de gestión. De una organización cuya funcionalidad radicaba en la autoridad, se cambió a una basada en procesos.
Así, la nueva estructura se basa en los siguientes conceptos. Para empezar, se debe obtener un producto denominado “la fuerza” (el medio para cumplir con la misión). Este producto medible consiste en una capacidad operativa que otorga la certeza de dar seguridad y defensa a Chile. En segundo lugar, se debe tener un mando único representado por el Comandante en Jefe del Ejército, que pasó de estar al mando directo de quince órganos, para centrarse en cuatro funciones esenciales, a saber: la planificación, orientada a desarrollar los planes relativos a todas las tareas de tipo ejecutivo y que cuenta con la asesoría del Estado Mayor General del Ejército; la preparación de la fuerza, que busca materializar la capacitación, la educación y el entrenamiento del personal, así como proveer al Ejército de una doctrina adecuada; el apoyo de la fuerza, es decir, la tarea de dotar a la institución de todo tipo de recursos para que pueda cumplir con sus cometidos; y la acción de la fuerza que, bajo un mando de coordinación, reúne a todas las divisiones y brigadas que agrupan a las unidades operativas empleadas para cumplir las tareas y las misiones del Ejército de Chile.
Con el fin de echar a andar esta nueva organización —que significó modificar compartimentos estancos para pasar a una interrelación absoluta—, fue necesario instrumentar modernos sistemas de tecnología, de transmisión de información y de redes de mando, y, sobre todo, exigió un gran esfuerzo —que aún continúa— para transitar hacia una nueva cultura organizacional. Este cambio cultural se concretó en la actuación y, fundamentalmente, en el proceso de toma de decisiones de sus mandos. Se ha caracterizado por aceptar la existencia de la incertidumbre, de la inseguridad y de la ausencia de escenarios absolutamente predecibles para, desde esa perspectiva, generar una capacidad individual de definir, ejecutar y responsabilizarse por acciones de respuesta inmediata, orientadas a un objetivo común, pero de contenido necesariamente diverso.
Para poder enfrentarse a la incertidumbre, resultaba imperativo incorporar la creatividad y la iniciativa, dentro de un marco que otorgara la mayor libertad posible, limitada por las necesarias regulaciones, y que permitiera un proceso controlado que no desnaturalizara la función militar. Desde esta perspectiva, no resultan antagónicos los conceptos de disciplina y de libertad, valores con los que deben conducirse los miembros de la institución. En efecto, la disciplina constituye para un cuerpo armado el sustento sin el cual es inviable su existencia. Asimismo, la libertad, en su vertiente de independencia intelectual, hace posible la existencia de un Ejército dinámico y con iniciativa, gracias a la acción de los agentes promotores del cambio, líderes del proceso, que son los niveles de mando superior, pero también desde los niveles subalternos, orientados por los primeros.
La transformación de los vínculos del Ejército con la sociedad y con el mundo
Más allá de la transformación interna, el Ejército inició también una transformación de sus relaciones con el entorno. De este modo, en la interacción con las otras instituciones de las fuerzas armadas, hubo un cambio que se caracterizó por privilegiar una acción conjunta y coordinada a través de la Junta de Comandantes en Jefe, mediante una efectiva acción interoperativa e interinstitucional. Otro elemento significativo fue la evolución de su acción internacional: el Ejército chileno se propuso, como un gran objetivo de largo plazo, contribuir con los propósitos de la política de defensa y exterior del país, en su carácter de fuerza terrestre, en el marco del sistema internacional y político estratégico actual, para las tareas de disuasión y cooperación, en coordinación con la Armada y la Fuerza Aérea.
La acción internacional del Ejército ha estado orientada a satisfacer intereses institucionales, a contribuir a la estabilidad internacional, a cooperar con la política exterior, a coadyuvar en la disuasión y a participar activamente en los procesos de integración, cooperación y complementación regional, cuando la política exterior chilena lo defina, con la autorización de los poderes del Estado involucrados en estas decisiones. Como ejemplo, cito el caso de la creación de las fuerzas conjuntas “Cruz del Sur” con Argentina.
Esta nueva tarea institucional, coherente con las políticas nacionales, ha planteado cinco retos para el Ejército. El primero consistió en ocupar espacios centrales en el proceso de toma de decisiones de la seguridad internacional y en determinados niveles intermedios, para brindar asesoría sobre el empleo eficiente de las fuerzas. El segundo fue el posicionamiento y la ampliación, desde comienzos de este nuevo siglo, de la cobertura de los agregados militares en el extranjero, en sintonía con los actuales intereses nacionales, y potenciando el conocimiento tecnológico, la cooperación militar y una visión presencial de áreas en el mundo especialmente significativas por su posición geográfica, estratégica y geopolítica. El tercer reto consistió en el aumento explosivo de las demandas de Naciones Unidas para el desarrollo de las operaciones regidas por los capítulos VI y VII de operaciones de paz, las cuales han obligado a la institución a desarrollar nuevas destrezas y capacidades para colaborar en el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, en un marco de cooperación multilateral como política de Estado. El cuarto reto surgió de la necesidad de desempeñar un papel activo en el ámbito de las políticas de cooperación internacional, de orden mundial, regional y vecinal, a través de la materialización de medidas de confianza mutua y de fomento de la cooperación. El quinto reto se desprende de la necesidad de compartir conocimientos y experiencias. En esta materia, existen dos dimensiones diferentes: una que nos lleva a buscar los conocimientos en donde se puedan identificar capacidades no desarrolladas y otra dimensión que consiste en ofrecer, a quienes así lo requieran, formación en los temas en los que el Ejército de Chile posea experiencia o fortalezas.
Conclusiones
Este artículo ha buscado mostrar la experiencia chilena de un Ejército que inició un proceso de transformación, proceso que aún está por concluir. Sólo con el paso del tiempo se podrá comprobar si esta transformación logró plenamente sus objetivos. Sin embargo, diversas investigaciones han recogido datos al respecto. Por ejemplo, en relación con la percepción de la ciudadanía sobre las fuerzas armadas, entre el 80% y el 85% de la población califica con nota de 6 ó 7 (en Chile la nota máxima es 7) al Ejército en la defensa de la soberanía, en la preservación de la paz y en la ayuda ante catástrofes: es decir, en sus tareas vitales. Asimismo, el 70% apoya su participación en misiones de paz.
Estimo que estos indicadores demuestran la plena coincidencia con la función que la Constitución le asigna al Ejército. Es decir, la sociedad ve que el Ejército está cumpliendo cabalmente con la tarea que tiene que cumplir y no con otra. De allí el apoyo que ha conseguido por la seguridad y la confianza que brinda a la población. Otro antecedente revelador es que el 72% de los padres apoyaría a un hijo que quisiera incorporarse al Ejército y sólo un 9% se opondría. Creo que es un indicador que habla por sí solo. En 2006, por primera vez, luego de un crecimiento progresivo, la cuota de soldados para el servicio militar se completó con un 100% de voluntarios. Ésta es una cifra que pocos países en el mundo pueden exhibir.
A mi juicio, esta información, que refleja la opinión de la ciudadanía, muestra una de las razones de la exitosa transformación del Ejército de Chile, así como la recuperación de su legitimidad y del papel que le corresponde dentro de nuestra democracia. Todo lo anterior está fundamentado en la necesidad de adecuarse, manteniendo sus valores y tradiciones, a las características del mundo del siglo XXI.
Finalmente, es necesario reiterar que, en general, en todo el mundo y desde luego en la región, las fuerzas armadas han tenido que enfrentar procesos de naturaleza parecida. Sin duda, no hay un modelo único. Las especificidades y los requerimientos de cada Estado marcan las características de la forma como ellos se transforman. De allí que lo expuesto sea un caso de análisis, con base en la experiencia que nos correspondió vivir en Chile, con su tradición, su cultura, su ordenamiento jurídico y su historia que, sin ser modelo, puede ser una buena referencia para otros, inmersos en procesos similares.
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