sábado, 3 de noviembre de 2007

AMÉRICA LATINA: LAS VISIONES Y POLÍTICAS DE EUROPA


Jose Antonio Sanahuja

AMÉRICA LATINA, EUROPA Y LA CONSTRUCCIÓN DEL "OTRO"

¿Existe América Latina? Desde Europa, ésa es una pregunta retórica. En el imaginario colectivo de una Europa poco proclive a apreciar diferencias a la hora de construir la imagen del "Otro", América Latina se presenta como evidente unidad cultural y (casi) lingüística, y ésos son elementos que aún son importantes para los europeos en la construcción de los estados nacionales y de las identidades individuales y colectivas. Además, en la cultura política europea suele subrayarse lo que une a la región, más que lo que la separa: su historia compartida, desde la Colonia a las repúblicas criollas; la resistencia frente al imperialismo de Estados Unidos, y los problemas comunes de inestabilidad política, caudillismo y populismo, y pobreza y polarización social. Se puede alegar que esta visión, aunque integra hechos reales e interpretaciones históricas ajustadas, también contiene mitos, estereotipos y simplificaciones alimentados por la distancia y el desconocimiento. Igualmente, se podría afirmar que los europeos no siempre saben valorar las fuerzas centrípetas que actúan en América Latina, y en particular el peso de unos nacionalismos distintos a los suyos, ni el papel que éstos tienen en la conformación de la geografía política y las identidades nacionales de la región. Sea mito o realidad, o ambas cosas a la vez, esa visión se ha integrado en los "mapas mentales" de los europeos, que ven a América Latina como unidad histórica y política, con problemas e intereses comunes, y como región abocada a actuar conjuntamente frente al mundo exterior.

Esa visión, sin embargo, no es sólo una construcción europea. Debe mucho a los propios latinoamericanos, pues integra las ideologías y proyectos políticos nacionalistas y antiimperialistas que la región ha proyectado al exterior en dos siglos de historia independiente. En muchos aspectos, el anticolonialismo y el antiimperialismo han contribuido a definir tanto la identidad común de los latinoamericanos como las visiones europeas de América Latina. Pero también han dejado otras huellas. En Europa, el sentimiento antiestadounidense y el rechazo a la política exterior de Washington que impregna la cultura política de la izquierda y de sectores de centro responde, entre otras motivaciones, al rechazo a las intervenciones de los años ochenta en América Central; al apoyo estadounidense a los golpes militares, las dictaduras y los regímenes de "seguridad nacional" de décadas anteriores, y a la solidaridad con las víctimas de las dictaduras, incluyendo líderes, militantes o parlamentarios latinoamericanos que mantenían relaciones con partidos europeos en sus respectivas "internacionales".

Todo esto ha tenido consecuencias políticas directas. Hasta los años ochenta, los gobiernos europeos se habían mantenido alejados de América Latina, pero el riesgo de escalada de la intervención estadounidense en América Central favoreció el acercamiento con la Comunidad Europea, y la concertación política latinoamericana, en la que se originó el Grupo de Rio. A partir de ello, ha surgido una argumentación que explica el papel de Europa en América Latina como un "contrapeso" de Estados Unidos, y la relación entre ambas regiones como búsqueda de "autonomía" o "diversificación". Veinte años después, este argumento sigue vivo, aunque ahora se utiliza para justificar los acuerdos comerciales con Europa, en respuesta al Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), o la defensa del sistema multilateral frente a la política exterior hegemónica de Estados Unidos tras el 11 de septiembre de 2001.

PROMOCIÓN DEL REGIONALISMO: AMÉRICA LATINA COMO "ESPEJO"

La Unión Europea (UE) ha querido ver en América Latina un "espejo" de su experiencia de integración, tanto en el plano económico como político. Una de las diferencias más marcadas entre Europa y los impulsores del "Consenso de Washington" ha sido el apoyo europeo a la integración regional. La racionalidad económica en la que inicialmente se basó ese apoyo dio paso, a principios de los noventa, a un "nuevo regionalismo" que pretende responder a la globalización, a través de la integración económica pero también política, incluida la política exterior. Ello responde a concepciones "posmodernas" o "poswestfalianas" de la soberanía, y a una visión del sistema internacional en la que el poder, que depende en menor medida de la fuerza militar, se ha distribuido entre un número mayor de actores, y se debilita la soberanía estatal por efecto de la globalización. En este escenario, el regionalismo y el multilateralismo constituyen las mejores vías para asegurar la gobernanza del sistema internacional y asegurar la provisión de "bienes públicos globales". Por esas razones, la UE, como global player, está interesada en la formación de grupos regionales fuertes, con capacidad de actuar en la economía y la política internacional, y en una mayor cooperación "interregional" entre dichos grupos.

Sin embargo, existe un marcado contraste entre las aspiraciones europeas de una América Latina que actúe como región, y el limitado alcance de la concertación política latinoamericana. La UE siempre ha buscado un interlocutor "regional" capaz de representar y hablar en nombre de toda América Latina (en este caso no se trata de Kissinger, sino de Bruselas, que busca a "alguien que atienda el teléfono"). A primera vista, a esa demanda respondería el diálogo ministerial UE-Grupo de Rio, iniciado en 1990, y desde 1999 las "cumbres" de jefes de Estado que se celebran cada dos años, con la que se ha creado una "asociación estratégica". Sin embargo, el escaso alcance de la concertación política latinoamericana debilita ese foro. Según un diplomático europeo, "los latinoamericanos no han hecho la tarea, y en lo poco que se ponen de acuerdo, parece que se debe más a la convocatoria de la Cumbre que al interés propio". Ante la falta de una instancia regional capaz de planificar y ejecutar programas, la Comisión privilegia a actores descentralizados -- gobiernos locales, universidades, etc. -- a la hora de diseñar y ejecutar la estrategia de cooperación regional. Más significativo es el rechazo de algunos gobiernos latinoamericanos de ese programa regional, que no controlan, y que desearían ver subsumido a la ayuda bilateral de la UE, para captar así más recursos para sus propios países.

CRISIS E INCERTIDUMBRE EN LA INTEGRACIÓN REGIONAL

A mediados de los noventa, el diseño de una estrategia latinoamericana de la UE que pretendiera ser realista suponía reconocer los nuevos intereses económicos en América Latina; asumir el riesgo para los intereses europeos que planteaba el ALCA; considerar la heterogeneidad de la región y partir del verdadero mapa de la integración del "nuevo regionalismo" latinoamericano. En ese mapa, había distintos agrupamientos subregionales -- la reactivación de la integración centroamericana y andina, y el Mercosur -- , países que optaron por América del Norte -- México -- , o el camino separado seguido por Chile.

Con esas bases, entre 1994 y 1995 el Consejo de la UE aprobó una estrategia que pretendía promover acuerdos recíprocos de libre comercio y diálogo político con los mercados emergentes de México, Chile y el Mercosur, en los que existían mayores intereses económicos y, en el caso de México, el incentivo inmediato de su incorporación al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). En una posición menos favorable quedaban los países centroamericanos y andinos, que no eran atractivos desde el punto de vista económico, y, según la Comisión Europea, no podrían soportar acuerdos de libre comercio. Para estos últimos tan sólo se ofrecía ayuda financiera y preferencias comerciales no recíprocas. Los "Acuerdos de asociación" y las respectivas áreas de libre comercio entre la UE y México (2000) y Chile (2002) son el resultado de esta estrategia. Tienen gran importancia, pues nunca antes se habían hecho tantas concesiones en cuanto al acceso a los respectivos mercados.

Diez años después, las circunstancias son distintas y esa estrategia está en tela de juicio. Inciden factores globales, como el futuro incierto de las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que dificulta la firma de nuevos acuerdos subregionales, y en especial el que se negocia desde hace 10 años entre la UE y el Mercosur; hemisféricos, como el estancamiento del ALCA y la estrategia estadounidense de "ALCA a trozos", con acuerdos comerciales bilaterales con América Central o algunos países andinos; y factores regionales, en particular los magros resultados de 15 años de integración y las incertidumbres respecto a su futuro. Lo que se ha gestado en América Latina es un regionalismo "ligero", que emana de concepciones clásicas de la soberanía, rechaza las instituciones fuertes y la supranacionalidad y cree más eficaz el marco intergubernamental; un regionalismo "disperso" en el que se negocia en muchos frentes a la vez, y "elitista", pues no tiene el apoyo de la población y no existe esa identidad común, por incipiente que sea, que es importante en todo marco regionalista.

Además, no hay proyectos claros ni visiones de consenso. Coexisten posiciones exageradamente escépticas, el optimismo más voluntarista y comportamientos oportunistas. Entre los optimistas, hay quienes confían en el futuro de la Comunidad Sudamericana de Naciones (CSN), o en proyectos con impronta "bolivariana" en el ámbito de la energía y la infraestructura física. También se afirma que el Mercosur puede superar su crisis y dotarse de instituciones supranacionales y normas vinculantes; que reconstruirá la unión aduanera y avanzará hacia un verdadero mercado único, con políticas comunes y mecanismos para afrontar asimetrías y promover la cohesión social. En el caso de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) se llega a afirmar que la negociación con Estados Unidos podría ser el "federador externo". Ante la objeción de que todo esto no es sino retórica y voluntarismo, se aduce que ahora hay posibilidades de éxito debido a la afinidad de los líderes de Brasil, Argentina y Uruguay; al impulso de Venezuela; al estancamiento del ALCA, y a la convergencia del Mercosur y la CAN, que en diez años podría dar lugar a un área de libre comercio sudamericana.

Pero también hay quien ve las cosas con más escepticismo, y llega a hablar abiertamente de "crisis" de la integración. Esa percepción parte de la escasa concreción de las propuestas de la CSN y las dificultades aparecidas en las negociaciones comerciales entre el Mercosur y la CAN, que son la espina dorsal de este proyecto. También se basa en la crisis del Mercosur, cuya unión aduanera se ha ido deteriorando en los últimos años como resultado de medidas unilaterales, la primacía de intereses nacionales y el impacto de crisis financieras; en las dudas sobre el verdadero interés de Brasil en el proceso; a las vicisitudes de la integración centroamericana, cuya reactivación se debe al "catalizador" externo del CAFTA. Asimismo, en la crisis recurrente de la CAN, con una estructura institucional desacreditada, y compromisos y calendarios para establecer la unión aduanera que se incumplen de manera reiterada. En este último grupo, la inestabilidad de Ecuador y Bolivia es también motivo de dudas. Por último, hay que destacar la política estadounidense, que tiene efectos disgregadores al enfrentar a Venezuela y Colombia, y aislar a Venezuela y Bolivia. Esta última cuestión es crucial, pues de estos acuerdos depende el futuro de la Comunidad Andina de Naciones.

LAS DUDAS DE BRUSELAS: ¿QUÉ ES LO QUE QUIEREN LOS LATINOAMERICANOS?

A veces se afirma que la política de la UE "fragmenta" a América Latina, pero de lo señalado anteriormente se deduce que esa política, aunque ha respondido a los intereses europeos, también ha intentado responder a las opciones de los gobiernos latinoamericanos. En ese contexto, el compromiso de la UE con la integración debería estar fuera de duda; además, la expectativa mayoritaria es que la siga apoyando, ya que, si deja de hacerlo, ¿qué otro actor externo lo hará?

Sin embargo, en Bruselas y en algunas capitales europeas parece haber cundido el desánimo y la desorientación respecto a cómo prestar ese apoyo. Hasta ahora, la política de la UE se ha basado en el respaldo a las instituciones de la integración y la constitución de uniones aduaneras, a través de la ayuda financiera y del "incentivo" de los acuerdos de asociación. La desilusión sobre dicha estrategia no debe sorprender. Obviamente, ello presupone que los países latinoamericanos estén comprometidos con sus propios procesos de integración, pero a veces no es así, y si esos procesos se atascan, la política de la UE se ve abocada a esa misma situación. Aunque el estancamiento de las negociaciones UE-Mercosur responde, en primera instancia, a insuficientes ofertas de acceso al mercado, también se debe al hecho de que este grupo es una unión aduanera imperfecta en la que no está garantizada la libre circulación, y algunos de los socios no tienen un compromiso claro. Por otro lado, los países andinos reclaman un acuerdo de asociación similar, pero parecen incapaces de establecer la unión aduanera, en la que la Comisión Europea ya ha invertido varios millones de euros. Algunos líderes de este grupo, como el presidente Alejandro Toledo, de Perú, declaran solemnemente su respaldo a la integración andina, pero acuden presurosos a negociar con Estados Unidos, y al viajar a Europa les falta tiempo para pedir un acuerdo de libre comercio UE-Perú, al margen de la CAN. Venezuela, por su parte, ha solicitado su adhesión como miembro pleno del Mercosur, en una audaz maniobra política que, sin embargo, plantea múltiples dudas desde la perspectiva de la integración económica y de la propia supervivencia de la CAN. Como es lógico, Bruselas se muestra escéptica y a veces perpleja; se pregunta legítimamente qué es lo que quieren los latinoamericanos, se muestra cada vez más exigente, y pone condiciones. En la III Cumbre de Jefes de Estado (Guadalajara, México, 2004) la UE estableció que los acuerdos con la CAN y América Central estarán supeditados a una "evaluación conjunta" de esos procesos de integración. Finalmente, la CSN es aún un proyecto muy incipiente como para comprometer el apoyo de la Unión Europea.

A partir de esta situación, algunos actores han señalado que la UE debería cambiar de estrategia: de una vez por todas se debería asumir que América Latina, como concepto y realidad, "ha fracasado"; certificar la defunción de la integración latinoamericana, y abandonar a su suerte a las instituciones regionales, a favor de una nueva política que en lo comercial remita al marco de la OMC; y en lo político, a una relación bilateral en la que se privilegie a ciertos socios estratégicos o "países ancla", a los que se daría un trato privilegiado como interlocutores políticos, legitimando liderazgos subregionales. Esta estrategia, no obstante, es muy incierta, no resuelve el problema y tendría grandes costos, pues deslegitimaría anteriores actuaciones de la UE y provocaría el rechazo de otros países.

Otros actores, sin embargo, plantean que se puede salir de este atolladero mediante una estrategia de integración ampliada, que no esté supeditada a la evolución de los compromisos comerciales. En esa estrategia se daría más apoyo a la convergencia CAN-Mercosur, que puede ser la base de una entidad económica sudamericana menos ambiciosa en su diseño, pero más factible, al no asumir objetivos tan difíciles como la unión aduanera o la supranacionalidad. A la integración de la infraestructura física; a una agenda de diálogo y cooperación política más amplia que vincule el regionalismo y la gobernanza democrática, la seguridad regional y la prevención de conflictos; a la gestión de otras interdependencias que afectan el desarrollo regional y local, como la cooperación transfronteriza; la gestión común de cuencas hídricas y espacios naturales; las redes regionales de ciudades; el desarrollo de proyectos turísticos; la reducción y mitigación de riesgos ante desastres, y la creación de una identidad y de una cultura integracionista, hasta ahora patrimonio tan sólo de las élites políticas y académicas, mediante programas de cooperación que favorezcan la formación de redes regionales de la sociedad civil.

En suma, América Latina debería ser consciente de que la UE está definiendo sus opciones, y la respuesta va a depender, en buena medida, de que la región defina claramente qué desea ser, cómo quiere ser vista, y qué quiere hacer con su propia integración.

lunes, 29 de octubre de 2007

PETRÓLEO EN VENEZUELA. IMPACTO DEL PROYECTO DE CHÁVEZ





Luis E. Giusti L.

La huella de México

En 1901, cuando en Estados Unidos se produjo el histórico descubrimiento de Spindletop, y en México gobernaba el dictador Porfirio Díaz, se iniciaron en forma organizada actividades de exploración en busca de petróleo en el subsuelo azteca. La campaña exploratoria rindió sus frutos en 1910, con el descubrimiento del fabuloso "Potrero del Llano 4", pozo que produjo al increíble ritmo de 110000 barriles diarios. Durante la Primera Guerra Mundial, México se constituyó en abastecedor crucial de petróleo para Estados Unidos, y ya para 1920 cubría 20% de las necesidades de su vecino del norte, al tiempo que se convertía en el segundo productor en el mundo. Sin embargo, para entonces ya habían pasado varios años del triunfo de la Revolución mexicana, la cual creó un clima de permanente inestabilidad, que alimentaba un creciente antagonismo contra los inversionistas extranjeros, en particular las compañías petroleras. La lucha se planteaba en torno a la validez y estabilidad de los acuerdos firmados y, mucho más importante, en torno a la soberanía y la propiedad del recurso natural. Este último punto tuvo importancia decisiva entre los postulados de la Revolución, ya que se acusaba a Porfirio Díaz de haber alterado la herencia de las Ordenanzas de la Minería de la Nueva España (1854-1856), violando los derechos de propiedad nacional del subsuelo. Al final de esa larga batalla, la nueva Constitución mexicana de 1917 restauraba los derechos de propiedad de la Nación sobre el subsuelo. Con ello, México rescataba su petróleo, pero los resentimientos que quedaron flotando en el ambiente, sumados al temor de las compañías a invertir en ese territorio cargado de incertidumbre, hicieron que la actividad petrolera perdiera impulso. Posteriormente, la situación comenzó a tomar ribetes políticos, enrareciéndose las relaciones entre México y Estados Unidos, y llegándose al borde de la guerra.

En medio de aquel escenario, las empresas petroleras redujeron cuantiosamente sus inversiones y operaciones, lo cual condujo a una drástica caída de la producción y México dejó de ser una potencia petrolera. Ese drástico cambio en la situación política mexicana fue lo que desvió la atención hacia Venezuela, que se ubicó en el tope de la lista de lugares prioritarios para explorar petróleo.


El petróleo en Venezuela

En 1914 se descubrió por primera vez petróleo en Venezuela, pero al país no se le atribuían grandes posibilidades. El contraste entre el antagónico México y el amistoso y estable clima político en Venezuela bajo la férrea dictadura de Juan Vicente Gómez fue lo que volcó los esfuerzos petroleros hacia la segunda. Las campañas exploratorias dieron rápidos frutos, y en 1922 se produjo el reventón del pozo "Los Barrosos 2" en el campo Cabimas, el cual, después de 10 días lanzando una gigantesca columna de petróleo a la atmósfera, se tapó con sus propias arenas. Ese episodio atrajo las miradas del mundo entero y marcó el inicio de la era petrolera contemporánea en Venezuela. A partir de ese momento se inició una intensa actividad de exploración y explotación. Para 1929 Venezuela ya era el segundo productor mundial, sólo superado por Estados Unidos; el petróleo representaba casi 80% de los ingresos totales del Estado venezolano. En menos de una década, Venezuela se había convertido en una potencia petrolera.

Sin embargo, el proceso mexicano había marcado las relaciones de las empresas petroleras con los países productores. La desconfianza mutua dominaba en gran medida el espíritu de aquellos tiempos, y aunque las empresas trabajaban armoniosamente y sin tropiezos en territorio venezolano, esa desconfianza hizo que toda su gestión estuviera marcada por un tinte de transitoriedad. Muestra de ello fue que cuando se necesitaron refinerías para procesar los crudos venezolanos, la Lago construyó una en Aruba y Shell otra en Curazao.


Petróleo y modernización

A partir de 1922 el petróleo se convirtió en la gran fuente de las arcas de todos los gobiernos del siglo XX. Por medio del gasto oficial el país fue transitando de una sociedad modesta, con una economía basada en actividades rudimentarias, plagada por enfermedades epidémicas y con la educación como privilegio de pequeños grupos, a un país moderno, urbanizado, cruzado por vías de comunicación, con una población saludable y educada y con una fuerte clase media como piedra angular del futuro desarrollo. Sin embargo, la modernización se apoyó en un modelo centralizado, administrado por una larga sucesión de gobiernos paternalistas. Resulta fácil entender que así fueran las cosas en aquellos tiempos, ya que sólo un gobierno con abundante dinero podía dar a Venezuela el impulso necesario para desprenderse del primitivismo y cambiar su dimensión socioeconómica.

El modelo económico proteccionista de sustitución de importaciones, que a partir de los años sesenta pasó a dominar la escena, consolidó con mayor fuerza el esquema del petro-Estado todopoderoso, dependiente de la renta petrolera y marcado por una relación biunívoca entre "petróleo caro-bonanza" y "petróleo barato-pobreza".

En paralelo, la industria petrolera continuaba creciendo y aumentando su producción. En 1976, como parte de una tendencia que prevaleció en los países exportadores de petróleo, Venezuela nacionalizó su industria de hidrocarburos (o mejor dicho, la estatizó), y fundó su petrolera estatal, Petróleos de Venezuela S.A. (PDVSA). Tal vez los países productores, entre ellos Venezuela, podrían haber continuado sin cambiar el esquema que hasta entonces prevalecía, manteniendo a las petroleras internacionales produciendo en sus territorios y batallando con los precarios márgenes permitidos, mientras los gobiernos cobraban cuantiosas sumas por regalías e impuestos. Pero había muchas presiones y el país era prisionero de su propia historia. Habían transcurrido muchos años de explotación y pobreza. Un punto más importante aún: hubiera sido imposible tener un sistema estable en el largo plazo, basado en un vínculo puramente fiscal entre el país y el petróleo, con el gobierno limitándose a cobrar renta mientras el país en general permanecía ignorante en esa materia. La nacionalización fue un paso necesario.


Petróleos de Venezuela S.A.

En agosto de 1975 fue fundada PDVSA, con miras a convertirse en la casa matriz de la nueva industria petrolera nacionalizada a partir del 1 de enero de 1976. La corporación se estructuró por medio de una ley especial en la que, con gran visión, los legisladores de entonces redactaron disposiciones que la habrían de proteger de las flaquezas y fallas seculares de las empresas estatales. Entre ellas figuraba el mandato de operar como unidad de negocios, evitando la participación directa en programas de índole social. Otras disposiciones de importancia crucial garantizaron condiciones a los trabajadores que aseguraran su continuidad en la empresa.

Hasta 1999, todos los gobiernos nacionales brindaron gran apoyo a PDVSA y respetaron las leyes que la regían. Ello permitió que la empresa se consolidara, mantuviera su autonomía operacional y financiera y condujera sus planes con visión de largo plazo.


Internacionalización

Durante los años setenta los países petroleros disfrutaban de los elevados precios petroleros resultantes de los acontecimientos políticos en Medio Oriente. El embargo petrolero condujo a una interrupción de suministro petrolero de Medio Oriente en 1973, y a una cuadruplicación de los precios del petróleo. Esto tuvo duras consecuencias inmediatas para los refinadores, quienes no sólo vieron desplomarse su rentabilidad, sino también perdieron la garantía del suministro. Venezuela vislumbró entonces la excelente oportunidad de adquirir posiciones internacionales y así consolidar cadenas integradas de producción-procesamiento-mercadeo. Así se inició la política de internacionalización, mediante la cual PDVSA aprovechó la depresión del negocio de refinación para adquirir la propiedad total o parcial de refinerías y sistemas de distribución en el exterior. La primera asociación fue con Veba Oel en Alemania, luego vinieron varias adquisiciones en Estados Unidos, que dieron origen a la actual estructura de Citgo, y posteriormente se fueron sumando otras con Amerada-Hess, Chevron y Phillips, entre otras. Esta política dio a PDVSA una nueva dimensión, la de una empresa multinacional a la manera de las grandes petroleras del mundo.


La apertura petrolera

La ley de nacionalización de la industria petrolera venezolana, promulgada en agosto de 1975, preveía la asociación de PDVSA con entes privados (artículo 5º), bajo dos posibles figuras: convenios operativos y asociaciones. Los convenios operativos se venían utilizando desde los primeros tiempos de vigencia de la ley, para cumplir una multitud de actividades rutinarias. Las asociaciones estratégicas, por su parte, nunca se habían utilizado. Para su implantación debían cumplirse tres condiciones: que fueran por tiempo determinado, que el Estado venezolano asegurara su control y que fueran aprobadas por el Congreso de la República en sesión bicameral.

A principios de la década de 1990, ante la conveniencia de planificar una expansión petrolera destinada a aprovechar las crecientes oportunidades que deparaba el futuro, se planteó el uso del artículo 5º como instrumento para complementar las actividades de PDVSA. El bloque fundamental de la expansión sería acometido por la corporación nacional, reservándose para sí los proyectos más atractivos, tanto por su elevada rentabilidad como por ser menos exigentes en cuanto a necesidades de inversión. Para la apertura se seleccionaron tres segmentos de actividad: asociaciones estratégicas para proyectos integrados en la Faja del Orinoco, convenios de exploración y producción en áreas de alto riesgo, y convenios operativos en campos marginales. En otras palabras, los proyectos más complejos, de mayores inversiones, de menor atractivo y rentabilidad, y los programas de alto riesgo exploratorio. En los nuevos proyectos, además de trasladar el riesgo a las empresas internacionales, Venezuela se beneficiaría de sus capacidades de operación, tecnologías y financiamiento.

De la implantación de la apertura petrolera se derivaron cuatro asociaciones estratégicas en la Faja del Orinoco, 33 convenios operativos y ocho convenios de exploración y producción bajo ganancias compartidas.


Asociaciones en la faja del Orinoco

Conviene mencionar que los crudos de la Faja como tales no tienen acceso al mercado petrolero, excepto en pequeñas cantidades para algunos usos especializados. Es imposible concebir el desarrollo en gran escala de la Faja, pretendiendo que la producción pueda acceder a los mercados tal cual sale de los pozos. Ese crudo ni siquiera tiene cabida en refinerías internacionales que cuentan con unidades de conversión profunda en sus trenes secundarios. Por ello, aunque la existencia de la Faja se conocía desde los años cuarenta, nadie mostraba interés en ella, simplemente porque no era rentable y ni siquiera técnicamente viable. En consecuencia, cuando se planteó la apertura, se determinó que los proyectos debían ser integrados, es decir que debían incluir una planta de mejoramiento. Fue así como a la larga nacieron el parque industrial y la Terminal de Jose, hacia donde fluyen los crudos de la Faja para ser procesados en las plantas de mejoramiento allí construidas, y luego ser embarcados hacia los mercados internacionales. Pero, ¿en qué condiciones económicas se hicieron realidad esos proyectos? En primer lugar debe decirse que, entendiendo las particularidades antes descritas, entre 1990-1991 el Congreso de la República había aprobado una reforma del impuesto sobre la renta para proyectos integrados de crudo extrapesado y de gas natural, fijándoles la tasa industrial de 30% (actualmente 34%), en lugar de la tasa de 67.7% que a la sazón prevalecía para proyectos convencionales de hidrocarburos. Un proyecto integrado típico de la Faja requiere una inversión que puede variar entre 3000 y 5000 millones de dólares, al menos 1500 millones deben invertirse antes de aspirar a tener ingreso alguno, y el proyecto debe enfrentar varios años de flujo negativo de caja. La tasa de impuesto industrial fue crucial para la factibilidad de esos desarrollos, pero en las condiciones de entonces no fue suficiente. Por esa razón se utilizó la provisión legal vigente para la época que facultaba discrecionalmente al Ejecutivo Nacional a reducir la regalía de su nivel básico de 16.67 hasta 1%, cuando así conviniere a los intereses nacionales. Con los precios petroleros de ese tiempo, la reducción de regalías era necesaria para asegurar una tasa interna de retorno del orden de 10%. Los convenios de regalía eran transitorios y la tasa subiría a su nivel máximo una vez recuperada la inversión inicial. Hoy en día los desarrollos en la Faja acumulan una inversión superior a 20000 millones de dólares, producen 600000 barriles diarios y conforman un emporio industrial que, además de los campos de producción y los sistemas de oleoductos, incluye las unidades de mejoramiento del crudo y las terminales de embarque en Jose, frente al Mar Caribe.


Convenios operativos

Los campos para los convenios fueron seleccionados porque no tenían ninguna inversión prevista, sino que se mantendrían en declive hasta su límite económico. A fin de hacer rentables los proyectos fue necesaria la misma provisión de reducción de regalía antes descrita para el caso de la Faja. Pero en estos casos los convenios de regalía se hicieron con PDVSA y no con el operador privado, ya que la corporación nacional mantuvo la propiedad del petróleo producido. El operador se limitaba a recuperar sus costos operativos, recuperar en 20 años sus costos de capital y tener una ganancia razonable. Por diseño, los barriles de los convenios son más costosos que los de PDVSA, ya que la empresa nacional retuvo las mejores áreas y el petróleo de los convenios es el marginal en un ambiente de expansión. Las áreas sometidas a convenios operativos producen actualmente 500000 barriles diarios, cifra que representa un incremento de 400000 barriles diarios. Vale la pena señalar que en las licitaciones correspondientes se recaudaron para Venezuela más de 2.2 millones de dólares en bonos.


Convenios de exploración y producción con ganancias compartidas

Estos convenios de asociación fueron utilizados para abordar proyectos de exploración de alto riesgo. Las 10 áreas para tales proyectos fueron seleccionadas de aquella parte de la cartera de exploración, que por su mayor riesgo geológico y su menor prioridad sólo sería considerada en un horizonte de 15 años o más. El esquema se basó en la exigencia de un programa mínimo para ser cumplido por la empresa finalmente seleccionada. Ese programa fue determinado por PDVSA como aquel que una vez concluido precisara en forma definitiva las posibilidades del área en cuestión. Al despejar el riesgo, el Estado venezolano ya no tendría que gastar en esas áreas. Las empresas seleccionadas asumirían enteramente el riesgo exploratorio y, de no encontrar hidrocarburos, se retirarían sin compensación. En caso de un descubrimiento con potencial comercial (la comercialidad sería determinada por PDVSA), se diseñaría un plan de desarrollo convenido entre los dos socios. El proyecto pagaría regalía, impuesto sobre la renta y un porcentaje adicional denominado "Participación del Estado en las Ganancias". De las 10 áreas ofrecidas, ocho recibieron ofertas y fueron asignadas. El resultado final garantizaba a Venezuela una participación en los beneficios de un eventual descubrimiento, variando entre 85 y 93% en las diferentes áreas. Cabe señalar que, además, se recibieron bonos por 240 millones de dólares. Actualmente se ha cumplido una buena parte de la exploración convenida, y se han dado dos descubrimientos de importancia.


Chávez y el petróleo

Desde el comienzo de su campaña electoral en 1998, Chávez atacó duramente a la industria petrolera nacional, en particular a los procesos de internacionalización y apertura. Sus promesas electorales incluyeron la reversión de la apertura mediante la anulación de todos los contratos correspondientes y la venta de todos los activos de PDVSA en el exterior. También hizo suyos dos viejos dichos de los políticos de la izquierda venezolana, al anunciar que acabaría con las condiciones de "caja negra" y "Estado dentro del Estado" que supuestamente caracterizaban a PDVSA. Finalmente, manifestó su leal adhesión al sistema de cuotas de la OPEP, alegando que Venezuela se había alejado de su hermandad con los productores de Medio Oriente.


Las nuevas realidades petroleras en Venezuela

Una vez en funciones, Chávez mantuvo el discurso contencioso utilizado durante su campaña electoral, pero las realidades circundantes fueron moderando sus acciones en el ámbito petrolero. A manera de ejemplo se pueden citar sus palabras en el primer año de gobierno, durante la puesta en marcha de Petrozuata, el primero de los proyectos integrados de la Faja del Orinoco. Dijo: "Proyectos como éste nos hacen sentir orgullosos de ser venezolanos", pasando por alto de manera conveniente que esa ceremonia coronaba la visión y los esfuerzos de cinco años de la administración anterior, a la cual tanto había criticado.

Sin embargo, dentro de PDVSA se comenzó a sentir la intervención sectaria del mandatario recién llegado. Al tradicional puñado de designaciones directivas de otras administraciones, se sumaron despidos de grupos importantes de la gerencia y se comenzaron a sentir presiones y amenazas políticas en los niveles gerenciales y técnicos. Sin entrar en detalles del proceso subsiguiente, PDVSA despidió a 18 000 trabajadores, se fue convirtiendo en un apéndice político del gobierno nacional y cayó rápidamente en las malas prácticas que han caracterizado secularmente a las empresas estatales de los países en desarrollo. Actualmente, la llamada "nueva PDVSA" no es más una empresa grande y con abundantes reservas, pero mediocre e ineficiente. Vale la pena señalar que la nómina actual contiene mucha más gente que la que tenía en 1999.

A pesar de haber criticado ácidamente los planes de expansión de PDVSA heredados de la administración anterior, desde hace seis años el actual gobierno ha anunciado repetidamente planes de expansión similares, los cuales se posponen por un año cada año. Se plantea un aumento sostenido de la producción para alcanzar 5.5 millones de barriles diarios en los próximos seis años, apoyado en inversiones de 60000 millones de dólares, de los cuales 25000 millones provendrían del sector privado. También se ha venido anunciando y posponiendo la construcción de cuatro refinerías en territorio venezolano, más varias en otros países, y la construcción de múltiples gasoductos, además del inmensamente rezagado proyecto de exportación de gas natural licuado.

Existe una gran brecha entre lo que se pregona y lo que se hace. Tal vez el indicador más importante es la capacidad de producción petrolera, la cual era de 3.5 millones de barriles diarios en febrero 1999, cuando asumió el poder el actual gobierno, mientras que hoy en día es de 2.5 millones de barriles diarios. Pero la disminución de 1.0 millones de barriles diarios no expresa por sí sola la magnitud del colapso, pues las empresas privadas producen 1.0 millones de barriles diarios. Eso quiere decir que PDVSA produce 1.5 millones, o sea que su capacidad ha mermado en 2.0 millones de barriles diarios. Finalmente, conviene mencionar que esta información es bien conocida en el ámbito petrolero internacional, aunque las autoridades venezolanas pregonan que el país produce 3.3 millones de barriles diarios.

Aunque los altos precios petroleros de los cinco años pasados han dado a Venezuela inmensos ingresos por exportaciones, la situación fiscal no es holgada, mientras el gasto sigue en aumento. El resultado ha sido un gran aumento de la deuda pública y varios retiros de las reservas internacionales del Banco Central. Una cuantiosa parte de los gastos fiscales corresponde a una multitud de programas sociales agrupados en buena medida dentro de las llamadas "misiones", y al abundante financiamiento brindado a docenas de países en América Latina y el Caribe, ya sea directamente o mediante entregas de petróleo, todo lo cual genera inmensas presiones económicas al gobierno nacional. Esa situación ha encontrado una conveniente confluencia con el discurso político-populista, para adelantar una campaña de presiones a las petroleras privadas que operan en el país, destinada a cambiar los términos de los contratos vigentes. Aunque el pretexto público fue el de rescatar la "soberanía vulnerada", la "migración" forzada de los convenios operativos a asociaciones con PDVSA permitió a la empresa nacional limpiar las considerables deudas acumuladas por retrasos en los pagos, lograr que las socias paguen por gastos e inversiones y, en definitiva, reducir las presiones financieras sobre PDVSA. El nuevo contrato establece el compromiso de cubrir mensualmente las necesidades financieras en las proporciones de participación. En ese sentido, se sabe oficiosamente que durante el tiempo transcurrido, que ya pasa de un año, PDVSA no ha pagado por sus compromisos y la deuda suma varios miles de millones de dólares.

En los proyectos de la Faja del Orinoco, la regalía se aumentó hace algunos meses hasta 16.67%, poniendo fin a los convenios firmados durante la implantación de la apertura. Conviene destacar que los elevados precios petroleros aumentaron los ingresos de los proyectos mucho más rápido de lo que se anticipaba. En consecuencia, ese cambio era direccionalmente consistente con los contratos, aunque no así el carácter unilateral y contencioso con el que se abordó. En meses recientes, en la misma tónica de los convenios operativos se han anunciado cambios en los términos de las asociaciones estratégicas de la Faja del Orinoco. El gobierno nacional eligió el 1 de mayo para "el rescate de la soberanía nacional" en la Faja. El cambio de fondo sería un aumento de la participación de PDVSA en los cuatro proyectos para llevarlo a 60%, reduciendo así la participación de los socios. Eso implicaría que PDVSA tendría que pagar a los socios el incremento de su participación accionaria, que podría estar en el orden de 4000 a 6000 millones de dólares. Esas cifras se sumarían a las obligaciones atrasadas en los ex convenios operativos.

También se ha anunciado que PDVSA tomará control de todas las operaciones de los mencionados proyectos, las cuales además de los campos, oleoductos y terminales, incluyen las complejas plantas de mejoramiento. PDVSA apenas puede operar sus propias áreas, así es que mal podría hacerse cargo de los proyectos integrados de la Faja. Eso hace presumir que los socios continuarán a cargo de las operaciones, al igual que lo ocurrido con los convenios operativos, a pesar del ruido efectista que difunden las fuentes oficiales.

En cuanto a proyectos nuevos la lista es muy corta. La asignación de un par de áreas en la Plataforma Deltana, la asignación de un pequeño campo de gas, Yucal-Placer, la reciente asignación de varios bloques para exploración en la parte occidental del Golfo de Venezuela, y la asignación (a dedo) de varias áreas para evaluación técnica en la Faja, éstas últimas de dudosa justificación técnica.


La agenda petrolera internacional

En el plano internacional la brecha entre los anuncios y las realidades es más evidente, comenzando por la relación petrolera con Estados Unidos. Desde los primeros tiempos de su gobierno, Chávez ha venido anunciando que suspenderá los suministros petroleros a Estados Unidos. A menudo, los anuncios van acompañados de la amenaza de desviarlos hacia China. Después de ocho años, el volumen tradicional de 1.3-1.4 millones de barriles diarios sigue fluyendo ininterrumpidamente hacia el norte. La explicación es sencilla: el gobierno estadounidense no es propietario de refinerías, terminales ni oleoductos y sólo en contadas ocasiones compra petróleo. El volumen de petróleo exportado por Venezuela a Estados Unidos es el resultado de docenas de contratos con clientes, vigentes durante muchos años, además de los volúmenes enviados a Citgo. Cabe destacar que ese mercado no sólo es el más atractivo, sino que la mayoría de los crudos venezolanos son ácidos y pesados y tienen allí sus nichos refinadores. Sin un plan coordinado de largo plazo, resultaría imposible desviar el petróleo venezolano hacia China, pues la primitiva y obsoleta red de refinación de ese país no podría recibirlo. Cuando Chávez ataca a Colombia y Perú por sus sendos tratados de comercio con Estados Unidos, pasa por alto de manera muy conveniente que Venezuela tiene el tratado comercial más grande de la región con Estados Unidos, con la excepción de México. El año pasado se exportó petróleo a Estados Unidos por 38000 millones de dólares, los cuales se sumaron a los 10000 millones de importaciones desde Estados Unidos.

En cuanto a otras latitudes, se han firmado docenas de cartas de intención con muchos países, entre ellos China, Rusia, Argentina, Brasil e Irán, pero hasta ahora todo permanece en el tintero.

Tal vez el anuncio que mejor expresa la estrategia efectista-política del gobierno venezolano en materia petrolera sea el del gasoducto del sur. Se trataría de una tubería de más de 10000 kilómetros para transportar gas natural de Venezuela a Argentina, cruzando Brasil. Un proyecto "para la integración de los pueblos suramericanos". Pero, en realidad, se trata de un proyecto muy costoso sin justificación económica posible, para transportar un gas que no existe a mercados que tampoco existen. Venezuela no dispone de las reservas de gas libre requeridas (unos 52 billones de pies cúbicos) y los sistemas de distribución en el sur son ineficientes y regulados.

Los únicos proyectos internacionales que se han adelantado con éxito son los convenios destinados a vender petróleo a precio reducido y con condiciones de financiamiento blando a países de la región. La excepción es el proyecto del gasoducto que transportará gas de la Guajira Colombiana hacia el occidente de Venezuela, cuya construcción se encuentra ya muy avanzada.


A manera de resumen

El proyecto petrolero de Chávez se caracteriza por gran confusión, poca acción y mucho ruido. A los ojos de legos y desprevenidos, sus anuncios pueden parecer razonables. Se plantea un aumento sostenido de la producción para alcanzar 5.5 millones de barriles diarios en 2012, apoyado en inversiones de 60000 millones de dólares (de los cuales unos 25000 millones provendrían del sector privado), la construcción de cuatro refinerías en territorio nacional (además de una más en Pernambuco en sociedad con Petrobras, y otra en Nicaragua), nuevos proyectos en la Faja del Orinoco, un gasoducto de 10000 kilómetros de Venezuela a Argentina y muchas otras iniciativas. También desde hace varios años se anuncian nuevos proyectos conjuntos con China, Rusia, India, Argentina y muchos más. Docenas de cartas de intención no han pasado del papel.

En la práctica existe una brecha inmensa entre lo que se dice y lo que se hace. La producción venezolana es de apenas 2.5 millones de barriles diarios, de los cuales 1.5 millones son producidos por PDVSA y el resto por las empresas internacionales socias de PDVSA. Ese nivel de producción indica que la empresa nacional ha perdido 2.0 millones de barriles diarios. Sería imposible aumentar la producción a los niveles anunciados, aun si PDVSA tuviera la capacidad de ejecución, pero mucho menos podría lograrse con la empresa nacional lisiada e incompetente de hoy. PDVSA y toda la estructura institucional de la industria petrolera nacional han sido desarticuladas. Tras ocho años de anuncios no ha ocurrido nada con las tan comentadas refinerías nacionales ni internacionales. La Faja está sometida a un proceso de evaluación de dudosa justificación y de más dudosas posibilidades de ejecución, y el gasoducto del sur es una quimera, para el cual ni siquiera existen las reservas de gas.

Las empresas internacionales navegan aguas cada vez más turbulentas, y son víctimas de frecuentes cambios arbitrarios y unilaterales, lo cual hace presumir que no podrán aumentar su producción.

En síntesis, las cosas no andan nada bien, mientras el gobierno pregona ruidosamente largas listas de éxitos, apoyados en docenas de convenios que no han progresado. El gobierno nacional sostiene que el país produce 3.3 millones de barriles diarios (800000 barriles diarios más de lo que produce), lo cual ha destruido su credibilidad. El escenario más probable es que Venezuela continúe siendo un productor importante, pero prisionero de sus actuales niveles y con muy pocas esperanzas de crecer. No obstante sus cuantiosas reservas petroleras, la comunidad económica internacional, incluidas las empresas petroleras internacionales, ven a Venezuela con mucha cautela, lo cual permite vislumbrar menores inversiones en el futuro.

¿CUÁLES SON LOS INTERESES DE ESTADOS UNIDOS EN LATINOAMÉRICA?


Soeren Kern

En vísperas de su primera visita al exterior (a México) en febrero de 2001, el presidente de EEUU George W. Bush prometía construir un “Siglo de las Américas”. Pero su promesa se desvanecía tras el 11-S, que relegó a Latinoamérica prácticamente al último escalafón de las prioridades de política exterior estadounidense. Desde entonces, el compromiso de Washington hacia Latinoamérica se ha centrado primordialmente en promover la seguridad, el libre comercio y la democracia, una combinación de políticas que en opinión de la Casa Blanca es necesaria para lograr la estabilidad regional a largo plazo. Pero las negociaciones para crear el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), el pacto hemisférico de libre comercio en torno al que ha girado la política estadounidense hacia Latinoamérica durante más de una década, lleva en punto muerto desde febrero de 2004, principalmente por cuestiones relacionadas con las subvenciones agrícolas y los derechos de propiedad intelectual. Aunque algunos países esperaban que la Cumbre de Mar del Plata reavivara las negociaciones del ALCA, la reunión se estancó cuando cinco de los 34 países presentes rechazaron aceptar una propuesta estadounidense de fecha límite para retomar las negociaciones. Mientras que la Casa Blanca sopesa sus opciones a corto plazo en Latinoamérica, adoptará un enfoque más pragmático, abandonando grandes visiones hemisféricas para centrarse en firmar acuerdos comerciales bilaterales y subregionales, de menor envergadura, pero alcanzables. Sin embargo, a falta del incentivo que supone el ALCA para mantener su interés, EEUU prestará aún menos atención a Latinoamérica de lo que lo ha hecho en el pasado.


En busca de una política latinoamericana coherente

En numerosas ocasiones antes y después de las elecciones presidenciales de 2000, el presidente de EEUU, George W. Bush, afirmó que uno de los “compromisos fundamentales” de su administración sería fortalecer las relaciones de EEUU con sus vecinos del Norte y del Sur. “Nuestro futuro no puede separarse del de nuestros vecinos de Canadá y Latinoamérica”, afirmaba. Sin embargo, transcurridos seis años de la presidencia Bush, la región sigue ocupando una posición de poca importancia en su agenda de política exterior.

En realidad, rara ha sido la ocasión en que Latinoamérica ha supuesto una prioridad para la política exterior de EEUU, y no es probable que la situación cambie a corto plazo. Sin embargo, esto no debe sorprender a nadie: ningún país latinoamericano controla las líneas de comunicación por mar de las grandes potencias marítimas, industriales y/o comerciales, y los pensadores geopolíticos norteamericanos que diseñan las grandes estrategias de EEUU han apodado a Sudamérica como el “cuadrisferio de la marginalidad estratégica”. Es más, actualmente solo persiste un gran conflicto en América Latina (la guerra interna en Colombia), lo que la convierte en una de las regiones menos conflictivas del mundo.

La importancia relativa de Latinoamérica para Washington descendió aún más posiciones cuando los atentados del 11-S se consagraron como la amenaza más grave para la seguridad estadounidense y la defensa de la parte continental de Estados Unidos se convirtió en el objetivo prioritario de la política exterior norteamericana. El anterior secretario de Estado, Colin Powell, confirmaba este extremo al anunciar en un discurso pronunciado en febrero de 2004 ante el Congreso que para 2005 la Casa Blanca reduciría el presupuesto de política exterior destinado a Latinoamérica en más de un 10%. Afirmaba que su Administración tenía “mayores prioridades y de carácter más serio” en otros lugares del mundo.

La correspondiente falta de interés y apoyo oficial de alto nivel a Latinoamérica, junto con la imagen de incapacidad de la Administración Bush para promover una política regional coherente, ha tensado las relaciones bilaterales entre Washington y muchas capitales latinoamericanas. En combinación con los mediocres resultados económicos de muchos países sudamericanos, entre otras cuestiones, la imagen, influencia y credibilidad de EEUU en la región se encuentra bajo mínimos.

Este problema lo ha agravado la imagen de confusión que reina en el equipo de política latinoamericana de la Administración Bush, que en sus más altas instancias no ha logrado ofrecer un liderazgo influyente y, en instancias inferiores, parece más bien un diálogo de sordos que no cuenta con el respaldo de sus superiores. De hecho, el principal puesto diplomático de la región, el de secretario de Estado adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental, permaneció vacante hasta finales de julio de 2003, poco antes de que concluyera el primer mandato de Bush.

Tras su reelección en noviembre de 2004, Bush aseguró al presidente mexicano Vicente Fox que durante su segundo mandato EEUU prestaría más atención a Latinoamérica. Desde entonces, otros representantes de la administración han expresado el mismo compromiso, con visitas a la región en 2005 tanto de la secretaria de Estado Condoleezza Rice y de su segundo, Robert Zoellick, como del secretario de Defensa Donald Rumsfeld, éste último en dos ocasiones. Además, en una medida que a juicio de muchos observadores veteranos representa un verdadero esfuerzo para inyectar algo de claridad y coherencia a la política de EEUU, Rice ha reorganizado el equipo de trabajo del Departamento de Estado dedicado a América Latina.

Entre los cambios introducidos, cabe destacar la llegada en octubre de 2005 de Thomas Shannon en sustitución de Robert Noriega (que no mantenía buenas relaciones con el Congreso) como secretario de Estado adjunto de Asuntos del Hemisferio Occidental. Shannon, un diplomático de carrera, mesurado y altamente respetado, posee un notable conocimiento de primera mano sobre la región. Anteriormente había sido responsable del equipo latinoamericano del Consejo Nacional de Seguridad (NSC) como ayudante de Rice, cuando ésta ocupaba el cargo de asesora de Seguridad Nacional. Se trata de un hombre discreto y enemigo de las confrontaciones.

Sin embargo, otros analistas afirman que esta medida no altera en nada el enfoque básico de la Casa Blanca hacia la región. Afirman que cubrir el puesto principal para la región con un diplomático de carrera, en lugar de con un cargo político, solo garantiza la continuidad (y no el cambio), puesto que los diplomáticos de carrera están especializados en aplicar políticas, pero no en crearlas.

De hecho, parece que a quienes más entusiasma esta reorganización es a los activistas cubano-americanos, una influyente comunidad política cuyos votos suelen decidir los resultados de las elecciones presidenciales de EEUU en Florida y que presionan para aumentar la severidad de las sanciones contra el gobierno de Fidel Castro. El cargo de Shannon en el NSC, por ejemplo, ha sido cubierto por Dan Fisk, ex asesor del senador retirado Jesse Helms, participante en la redacción de la ley Helms-Burton de 1996 y defensor a ultranza de tratar a Cuba con dureza.

Además, en julio Rice nombró a Caleb McCarry, influyente asesor durante largo tiempo del congresista Henry Hyde (el influyente presidente del Comité de Relaciones Internacionales de la Cámara de Representantes), como primer coordinador de la transición en Cuba del Departamento de Estado. En un ejemplo magistral de cómo la política interior frecuentemente se entrecruza con la exterior, este cargo de nueva creación fue propuesto por la Comisión estadounidense de Ayuda a una Cuba Libre, que con anterioridad a las elecciones presidenciales de 2004 presentó a Bush un informe de 500 páginas en el que se incluían recomendaciones sobre cómo acelerar la transición de Cuba hacia la democracia y planificaba la respuesta de EEUU ante una Habana poscastrista. De hecho, Cuba acaba de ser recientemente incorporada a una lista de supervisión del Consejo Nacional de Inteligencia como uno de los 25 países en los que la inestabilidad podría llevar a la intervención de EEUU.

Incluso si la administración Bush revitaliza su política latinoamericana, pocos analistas esperan grandes cambios en las principales prioridades de política exterior y estratégica de EEUU: asegurar el libre flujo del suministro energético desde la región andina, contener Cuba, ayudar a Colombia, fomentar el libre comercio y promover la democracia. Esta combinación de políticas relativamente benignas cambiaría, por supuesto, si Venezuela, a la que Rice ha calificado de “influencia desestabilizadora”, lograra provocar una confrontación con Estados Unidos.


¿Cuáles son los intereses de EEUU en Latinoamérica?

El principal interés nacional de EEUU en Latinoamérica es la estabilidad, que se consolida a través de tres líneas de acción principales: la militar, la económica y la política.

Militarmente, el propósito de Washington es impedir el surgimiento de amenazas militares a su territorio en Latinoamérica (ningún país latinoamericano ha supuesto nunca una amenaza para Estados Unidos salvo Cuba, cuando en 1962 invitó a la Unión Soviética a instalar misiles nucleares en la isla). También aspira a impedir que potencias hostiles ganen influencia en la región y aumenten su capacidad para dañar los intereses económicos y políticos de EEUU (esta es la razón por la que EEUU vigila de cerca la creciente presencia china en América Latina). Además, tras el 11-S, los responsables de diseñar la política estadounidense consideran al terrorismo regional, así como el tráfico de drogas y la inmigración ilegal, como una amenaza a la seguridad nacional. De hecho, las cuestiones de seguridad dominan de tal forma la política exterior de EEUU hacia Latinoamérica, que el Pentágono se ha convertido actualmente en uno de los principales interlocutores en la región, y Colombia, Cuba y Venezuela han pasado a ser su principal preocupación militar.

Económicamente, EEUU aspira a promover reformas de libre mercado que mantengan a Latinoamérica abierta al comercio y capital estadounidense. Un objetivo primordial es eliminar las barreras al comercio y promover la inversión con el objeto de crear el suficiente número de puestos de trabajo en Latinoamérica para que los inmigrantes tengan menos incentivos para acceder ilegalmente a Estados Unidos en busca de oportunidades (se calcula que cada año EEUU recibe un millón de inmigrantes ilegales procedentes de América Latina). Basado en la premisa de que el medio más eficaz y rápido para el desarrollo económico (y, por ende, la estabilidad) es el comercio, la piedra angular de la política económica de EEUU respecto a Latinoamérica gira en torno a la consecución de acuerdos bilaterales y regionales de libre comercio.

Políticamente, EEUU aspira a promover reformas democráticas que induzcan a la apertura política y a la implantación del Estado de Derecho. Aunque todos los países de Latinoamérica, con excepción de Cuba, celebran elecciones libres, y la mayoría de los líderes latinoamericanos aspiran a gobernar democracias de tipo occidental, en los países en los que las reformas democráticas son insuficientes han surgido agitadores populistas que han hecho retroceder tanto el nivel de democracia y las reformas de mercado logrados en la última década. La falta de confianza en instituciones fallidas en algunos países ha alimentado el surgimiento de una demagogia anti-estadounidense, anti-globalización y anti-libre mercado. No obstante, una encuesta panlatinoamericana publicada en octubre de 2005 por Latinobarómetro, organización que realiza sondeos de opinión pública con sede en Chile, demuestra que, aunque tan solo la mitad de los latinoamericanos se consideran demócratas convencidos, y solo uno de cada tres se encuentra satisfecho con el funcionamiento de sus democracias en la práctica, cerca del 62% afirman que no apoyarían un golpe de Estado militar bajo ningún concepto. Es más, la encuesta muestra que una clara mayoría cree que la economía de mercado es el único medio para el desarrollo de su país.


Breve historia de las relaciones EEUU-Latinoamérica

EEUU ha abordado Latinoamérica a lo largo del tiempo con varios enfoques estratégicos distintos. Por ejemplo, a principios del siglo XIX el presidente Thomas Jefferson expuso los principios del panamericanismo, que exigían la resolución de los conflictos regionales con medios pacíficos. Poco después, en 1823, Estados Unidos proclamaba con la Doctrina Monroe una nueva política sobre la injerencia de las naciones europeas en los asuntos del Hemisferio Occidental. A pesar de establecer la hegemonía estadounidense, al principio la política gozó de una buena acogida entre los países latinoamericanos porque aparentemente suponía el final de la amenaza europea y porque todos los países del continente americano se unían en la defensa común de la libertad.

Durante los 30 años posteriores a la guerra que en 1898 enfrentó a España con EEUU, se consideraba que los intereses estratégicos de EEUU en Latinoamérica se circunscribían casi exclusivamente al Caribe. De hecho, se solía hacer referencia a la Cuenca del Caribe como el “lago americano”, que Washington debía controlar para impedir el acceso de potencias hostiles a la vulnerable costa sudeste de EEUU continental.

Ya a principios del siglo XX, EEUU comenzó a asumir el papel de policía regional. Ante la preocupación de que una crisis entre la República Dominicana y sus acreedores pudiera desembocar en la invasión del país por parte de alguna potencia europea, en diciembre de 1904 el presidente Theodore Roosevelt emitió lo que se dio en conocer como el “Corolario Roosevelt”, que mantenía que EEUU intervendría como último recurso para garantizar que otros países del Hemisferio Occidental cumplieran sus obligaciones contraídas con acreedores internacionales y no invitasen a “agresiones extranjeras en detrimento del conjunto de las naciones americanas”.

Este enérgico enfoque con el que Roosevelt abordaba Latinoamérica y el Caribe se ha calificado a menudo como una política de Big Stick. Aunque la Doctrina Monroe era fundamentalmente pasiva en el sentido de que pedía a los europeos que no aumentaran su influencia ni recolonizaran ninguna parte del Hemisferio Occidental, en la práctica el “Corolario Roosevelt” era intervencionista en el sentido de que EEUU tendió a usar progresivamente más la fuerza militar para restablecer la estabilidad interna de los países caribeños. A lo largo del tiempo, se ha recurrido al Corolario Roosevelt para justificar las intervenciones de EEUU en la República Dominicana, así como en Cuba, Haití y Nicaragua.

Estados Unidos abandonó la estrategia del “lago americano” a principios de los años 30 como parte de la “Política de buena vecindad” articulada por los presidentes Herbert Hoover y Franklin D. Roosevelt. Los fundamentos de esta política se establecieron en diciembre de 1933, cuando el secretario de Estado Cordell Hull presidía la delegación estadounidense de la Séptima Conferencia Panamericana celebrada en Montevideo, y se granjeó la confianza de los diplomáticos latinoamericanos votando a favor de un acuerdo de no intervención. Este acuerdo fue desarrollado posteriormente en la Conferencia interamericana para el mantenimiento de la paz de Buenos Aires (1936).

Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial supuso un punto de inflexión para la política estadounidense hacia Latinoamérica. A medida que se aproximaba la guerra, Washington se encontró en creciente competencia con Berlín por obtener influencia en la región. Este fue especialmente el caso de Brasil, donde Alemania desplazó a EEUU como primer exportador al país en 1936 y 1937. Poco después del Acuerdo de Munich de septiembre de 1938, Roosevelt declaró que “Estados Unidos tiene que estar preparado para resistir ataques sobre el Hemisferio Occidental, desde el Polo Norte al Polo Sur, es decir, en toda Norteamérica y Sudamérica”.

Sin embargo, esta misión superaba con creces las intenciones de las fuerzas armadas estadounidenses, y aunque algunos estrategas exigían una vuelta al concepto del “lago americano”, gran parte del debate estratégico de 1938 a 1942 giró en torno a dos políticas latinoamericanas enfrentadas: los conceptos de defensa del “cuadrisferio” y del “hemisferio”.

Las fuerzas armadas estadounidenses presionaba a favor del esquema del “cuadrisferio”, que sostenía que las preocupaciones estratégicas estadounidenses en Latinoamérica debían circunscribirse a un perímetro exterior defendible que dividiera la mitad norte del Hemisferio Occidental en dos partes (lo que daría lugar a un “cuadrisferio”). La zona estaría delimitada por una línea que discurría desde Alaska a las Islas Galápagos en el Océano Pacífico, cruzaba Sudamérica hasta la estratégica protuberancia oriental de Brasil en Natal y volvía a subir hacia el Norte hasta Terranova. Según este concepto, EEUU estaría obligado a proteger únicamente a aquellos territorios latinoamericanos que englobaba el perímetro.

Pero Roosevelt de hecho transformó la defensa nacional en defensa continental al insistir que Estados Unidos protegería todo el hemisferio de agresiones procedentes del exterior. Aunque el Departamento de Estado coincidía con los altos mandos del ejército y la marina en el sentido de que Estados Unidos no poseía los recursos militares para defender unilateralmente las Américas, también sostenía que la seguridad era una responsabilidad mutua, y, por ello, presionó para que los países latinoamericanos tuvieran una mayor participación en la defensa militar del continente.

En este contexto, Estados Unidos lograba su objetivo de adoptar una “política exterior hemisférica” en la Octava Conferencia Panamericana de Lima, celebrada en 1938, donde Hull obtenía el consenso unánime en una declaración que “afirmaba la intención de las Repúblicas americanas de ayudarse mutuamente en caso de que cualquiera de ellas se viera atacada, directa o indirectamente”. La Declaración de Lima se convirtió en la piedra angular de las negociaciones posteriores para asegurar la cooperación política, económica y militar de los países latinoamericanos frente a amenazas procedentes de las potencias del Eje.

Una vez concluida la guerra, el proyecto de defensa del hemisferio se plasmó en el Tratado interamericano de asistencia recíproca (el Tratado de Río de 1947), en virtud del cual cualquier ataque armado o amenaza de agresión a cualquier país miembro, por parte tanto de un país miembro como de cualquier otra potencia, se consideraría como un ataque contra todos ellos. Y, en 1948, Roosevelt reunió a 21 naciones del Hemisferio Occidental en lo que hoy se conoce como la Organización de Estados Americanos (OEA).

Sin embargo, durante la Guerra Fría, la cooperación en el hemisferio se vio debilitada por la falta de acuerdo sobre la naturaleza de la amenaza al sistema interamericano. Estados Unidos, ante el miedo de que el Comunismo se propagara en Latinoamérica, promovió soluciones militares a lo que Washington consideraba un problema militar. Aunque en 1961 el presidente John F. Kennedy lanzaba la Alianza para el Progreso, un programa de ayuda de EEUU para Latinoamérica creado principalmente para contrarrestar el atractivo de las políticas revolucionarias –como las adoptadas por Cuba–, el énfasis de EEUU en la seguridad llevó a Washington a ofrecer su apoyo en varias ocasiones a regímenes militares derechistas, que Estados Unidos consideraba más favorables que los gobiernos de izquierda salidos de las urnas. En contraste, muchos países latinoamericanos veían en el avance del Comunismo una respuesta a la pobreza, la desigualdad y la represión política. Su solución preferida pasaba por el desarrollo económico y grandes cantidades de ayuda procedente de EEUU.

Sin embargo, cuando se produjo el colapso de la Unión Soviética, EEUU desplazó la ayuda monetaria que dedicaba a Latinoamérica para dedicarla a la reconstrucción de la Europa del Este. En su lugar, en 1990 el presidente George H.W. Bush proponía una Enterprise of the Americas, tras el final de la Guerra Fría, que abogaba por la creación de una zona de libre comercio que abarcase desde “Anchorage hasta Tierra del Fuego”. Esta idea recibió la cálida acogida de muchos países latinoamericanos.

Basándose en este concepto, el presidente Bill Clinton fue el anfitrión de la primera Cumbre de las Américas celebrada en Miami en diciembre de 1994, con la que se iniciaba el proceso de creación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA). Pero el colapso del peso mexicano solo una semana después de la cumbre marcó el principio del fin del consenso bipartidista en Washington sobre la firma de nuevos acuerdos comerciales con Latinoamérica. Para finales de la década de los noventa, en los pueblos y gobiernos del continente americano crecía la frustración por la incapacidad de las llamadas reformas económicas neoliberales recomendadas por el “Consenso de Washington” en erradicar la pobreza en Latinoamérica y el Caribe.

En febrero de 2001, Bush prometía la creación de un “Siglo de las Américas”. Pero, siete meses más tarde, los supuestos en los que se había basado la política exterior de EEUU durante la década de los noventa cambiaron cuando el 11-S consagraba el terrorismo como la principal amenaza a la seguridad estadounidense. Esta reorientación de la política de EEUU tuvo consecuencias inmediatas para Latinoamérica: como en tiempos de la Guerra Fría, EEUU de nuevo veía a Latinoamérica a través del prisma de la seguridad.

En la actualidad, el Mando Sur (Southcom, con base en Miami), el mando unificado responsable de todas las actividades militares estadounidenses en Latinoamérica y el Caribe, tiene una presencia mayor en la región que cualquier otro elemento del gobierno de EEUU. Con un presupuesto anual de 800 millones de dólares, Southcom (cuya creación respondía a la protección del Canal de Panamá) dispone de un mayor número de personas (1.450) dedicadas a cuestiones relacionadas con Latinoamérica que los departamentos de Comercio, Estado y Tesorería en su conjunto.


Estabilidad y petróleo

Aunque Estados Unidos tiene relaciones de cooperación militar con las fuerzas armadas de la mayoría de los países latinoamericanos y caribeños, Washington solo ha buscado tener relaciones bilaterales de peso con los pocos países de la región que tienen un impacto directo sobre los intereses estratégico-militares de EEUU en su sentido más restringido. Entre estos países figura Colombia, cuya estabilidad es el objetivo prioritario de seguridad para EEUU en América Latina. Los estrategas estadounidenses llevan tiempo temiendo que la inestabilidad en Colombia desborde las fronteras del país y desestabilice a sus vecinos Bolivia, Ecuador, Perú y Venezuela, todos ellos proveedores actuales o futuros de energía a Estados Unidos.

De hecho, debido a la inestabilidad de Oriente Medio, los recursos energéticos de Latinoamérica resultan ahora más estratégicos que nunca para EEUU. Colombia produce más petróleo que algunos de los países del Golfo Pérsico y exporta la mayor parte de su producción a refinerías de Texas y Louisiana. Sin embargo, la vecina Venezuela es el cuarto mayor proveedor de petróleo a EEUU, después de Arabia Saudí, México y Canadá. Además, Colombia, Ecuador y Venezuela comparten la roca madre “La Luna”, que ha generado más petróleo que ninguna otra roca madre del mundo, mientras que el cinturón del Orinoco venezolano contiene la mayor acumulación de hidrocarburos del planeta (270.000 millones de barriles de petróleo recuperable, 10.000 millones más que las reservas totales de Arabia Saudí). Bolivia y Perú, por su parte, poseen grandes depósitos de gas natural.

La pieza central de la política estadounidense hacia Colombia (y la región Andina en su conjunto, receptora de la mayor parte de la ayuda estadounidense al exterior presupuestada para Sudamérica) es la Iniciativa andina anti-drogas (ACI, por sus siglas en inglés). La ACI también es el programa estadounidense que mayor apoyo ofrece al Plan Colombia, un plan de seis años creado por el gobierno colombiano para acabar con los 40 años de conflicto armado del país, eliminar el tráfico de drogas y promover el desarrollo económico y social. Además de los fondos de la ACI, Colombia también se beneficia del programa de Financiación militar extranjera (FMF, por sus siglas en inglés) y la partida del Pentágono destinada a la lucha antidroga. Desde que EEUU comenzara a brindar su apoyo al Plan Colombia durante el gobierno del presidente Bill Clinton en 2000, la ayuda estadounidense a Colombia ha ascendido a 4.500 millones de dólares, lo que convierte al país en el principal receptor de ayuda financiera estadounidense después de Oriente Medio.

Tras el 11-S, los objetivos de Colombia y EEUU han pasado de un enfoque estrictamente antidroga a abrazar la lucha antiterrorista y la protección de infraestructuras. Tras el 11-S, un paquete extra para la lucha antiterrorista que ascendía a 28.900 millones de dólares permitía que la ayuda militar estadounidense se dirigiera contra grupos incluidos en la lista de terroristas del Departamento de Estado, en la que se recogían grupos rebeldes colombianos de izquierdas y paramilitares de derechas. En octubre de 2004, el Congreso aprobaba doblar la presencia de tropas del Pentágono en Colombia, hasta alcanzar los 800 efectivos.

Aunque se han producido avances cuantificables en términos de la seguridad interna de Colombia (por ejemplo, su mercado de valores fue el que mejores resultados obtuvo de todo el mundo en 2004), así como en la erradicación de los cultivos de narcóticos, los opositores al Plan Colombia argumentan que, tras cinco años, no se ha producido ningún efecto sobre el precio, la pureza y la disponibilidad de la cocaína y la heroína en Estados Unidos (cerca del 90% de la cocaína que entra en EEUU tiene su origen o pasa a través de Colombia). Sin embargo, en noviembre de 2005, la Oficina de política nacional para el control de las drogas publicaba nuevos datos que demostraban un descenso significativo en la pureza (así como aumentos en el precio) de la cocaína y la heroína en las calles de EEUU, lo que implica que la Administración Bush cree que su política en Colombia está teniendo consecuencias. De hecho, la Casa Blanca confirmaba su determinación de continuar su política en Colombia cuando le solicitaba al Congreso que continuara apoyando el Plan Colombia más allá de finales de 2005, plazo en el que originalmente debía concluir, con 550 millones de dólares adicionales para 2006.


Estabilidad y libre comercio

El eje de la agenda interamericana de la Administración Bush gira en torno a la promoción del comercio, que la Casa Blanca considera el medio más eficaz y rápido para lograr el desarrollo económico. Pero los críticos de la política estadounidense señalan que tras dos décadas de liberalización del comercio y desregularización gubernamental no se ha logrado una notable reducción ni en la pobreza ni el desempleo en Latinoamérica. De hecho, en el conjunto de la región nunca se han alcanzado ni de lejos las tasas de crecimiento económico (como mínimo, de entre el 6% y el 10% anual) que en opinión de muchos economistas son necesarias para elevar el nivel de vida. Ante esta situación, muchos gobiernos y votantes están frustrados y se muestran ahora reacios a apoyar la agenda de EEUU para la liberalización del comercio.

Desde que el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) se concibiera hace ya diez años (como acuerdo comercial regional en el que participaban 34 países del Hemisferio Occidental), se han redactado varios borradores del acuerdo, pero ha pasado ya el plazo de enero de 2005 originalmente fijado para su ratificación. Las profundas diferencias que dividen a EEUU y Brasil son las responsables de este impasse, dado que los dos países tienen visiones divergentes sobre el funcionamiento del ALCA. Entre tanto, ambos países se apresuran a mejorar sus respectivas posiciones negociadoras, intentando atraer a nuevos socios latinoamericanos mediante la firma de pactos comerciales subregionales.

Una de las iniciativas brasileñas es la Comunidad Sudamericana de Naciones, una zona continental de libre comercio que aspira a unir dos organizaciones comerciales actualmente en existencia (Mercosur y la Comunidad Andina) y eliminar todas las barreras arancelarias entre sus miembros para el año 2019. Sin embargo, este proyecto ha enojado a México, que por definición queda excluido del grupo. Brasil también ha intentado reducir su dependencia comercial respecto a EEUU buscando nuevos mercados para sus productos, incluidos China y la Unión Europea. Pero las negociaciones sobre el acuerdo de libre comercio UE-Mercosur, en curso desde 1999, permanecen estancadas. Al mismo tiempo, la agresiva diplomacia brasileña también ha contrariado a Argentina, un rival ya desde antiguo.

La Administración Bush, mientras tanto, está decidida a continuar avanzando su agenda comercial en Latinoamérica, independientemente de que Brasil ratifique o no el ALCA. EEUU ha realizado un progreso considerable a la hora de implantar una estrategia gradual diseñada para evitar y rodear a Brasil a través de una red de acuerdos bilaterales, la mayoría de los cuales incluyen las mismas disposiciones de amplio alcance que EEUU aspira a incluir en un ALCA hemisférico. Estados Unidos ha firmado acuerdos comerciales con Chile, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua y la República Dominicana, y está negociando actualmente acuerdos con Panamá, así como con Colombia, Ecuador y Perú.

Los estrategas estadounidenses esperan que estos acuerdos tengan como consecuencia el aislamiento político de Brasil, puesto que los socios comerciales de EEUU probablemente percibirán que es más provechoso suscribir compromisos económicos con EEUU que con Brasil. De hecho, la mayoría de los gobiernos de Latinoamérica siguen adoptando políticas favorables a los intereses económicos estadounidenses, y dado que la economía de EEUU es mucho mayor que cualquiera de las demás de la región, la mayoría de los líderes del hemisferio son favorables a una mayor liberalización del comercio porque saben que, a largo plazo, su prosperidad depende de Washington. “Estamos condenados a ser comerciantes”, afirmaba el ex presidente costarricense Oscar Arias. “Producimos lo que no consumimos y consumimos lo que no producimos”. Ante esta situación, Estados Unidos cree que a Brasil se le está yendo el asunto de las manos y que acabará ratificando el ALCA.

Sin embargo, para EEUU esta carrera es a contrarreloj. Por una parte, la llamada vía rápida, que concede a la Casa Blanca la potestad de aprobar con celeridad acuerdos comerciales sin que sean objeto de enmiendas por parte de un Congreso cada vez más hostil hacia el libre comercio, vence a mediados de 2007. Bush se las ha arreglado para hacer que el Congreso apruebe acuerdos comerciales con Chile y Centroamérica, aunque la dura oposición de lobbies agrícolas, industriales y sindicales implica que en el futuro será más difícil aprobar dichos acuerdos.

No obstante, en muchos países latinoamericanos se está derrumbando el tejido social que sostiene la estabilidad del Estado. Esto ha permitido la irrupción a lo largo de toda la zona de líderes populistas como el presidente de Venezuela Hugo Chávez, elegido por proponer un programa anti-libre mercado y anti-EEUU que aboga por la confrontación, en lugar de la cooperación, con Estados Unidos. Aunque la mayoría de los líderes latinoamericanos son pragmáticos y entienden que sus intereses nacionales dependen de la economía global (aunque deseen una mayor participación en la definición de sus términos y condiciones), hay convocadas más de doce elecciones en la región durante los próximos 18 meses, y sus resultados pueden presagiar un nuevo panorama político claramente hostil al libre comercio.

Si el ALCA acaba en punto muerto, algunos analistas creen que el hemisferio se escindirá en dos grupos: el bloque de países vinculados con Washington que ratifique acuerdos comerciales con Estados Unidos, y un grupo opositor vinculado con Brasilia que no los ratifique. La paradoja reside en que Estados Unidos y Brasil ya poseen sólidos vínculos económicos y políticos, y EEUU es el principal socio comercial de Brasil, tanto en términos de importaciones como de exportaciones. Es más, Brasilia es un interlocutor regional clave de Washington y ambos países cooperan en numerosas cuestiones internacionales. Tanto es así que el 6 de noviembre Bush visitaba Brasil y le solicitaba ayuda al presidente Luiz Inácio “Lula” da Silva para contener a Chávez antes de que desestabilice a toda la región.

Aunque las relaciones EEUU-Latinoamérica no sean tan buenas como lo fueran en otros tiempos, tampoco son aun tan malas como podrían serlo.

Conclusión: El principal interés de EEUU en América Latina es la estabilidad. Pero el desfavorable rendimiento económico de la región –marcada por la distribución de la riqueza menos equitativa del mundo– amenaza con desestabilizarla en su conjunto. Existe consenso en cuanto a la necesidad de restablecer el crecimiento económico para mejorar las condiciones de vida de los latinoamericanos, pero no se logra alcanzar un acuerdo sobre las medidas necesarias para tal fin. Estados Unidos seguirá insistiendo en que el comercio es el mejor medio para crear puestos de trabajo y ofrecerá pactos de libre comercio a aquellos países que estén dispuestos a ratificarlos. Entre tanto, Estados Unidos limitará su enfoque en Latinoamérica a un puñado de prioridades estratégicas fundamentales, mientras que al mismo tiempo esperará que la inestabilidad regional no precipite una gran crisis política para la Casa Blanca.

miércoles, 29 de agosto de 2007

UNA POLÍTICA EXTERIOR DE ESTADOS UNIDOS PARA AMÉRICA LATINA


Ian Vásquez

A través de medidas limitadas pero importantes, Washington puede influir de manera positiva la política económica en América Latina. En momentos en que la región está experimentando inestabilidad política y económica, el surgimiento del neopopulismo, y una reacción contra las reformas de libre mercado que fueron parcialmente implementadas en la década de los noventa, Estados Unidos debería ejercer su influencia al abrir su mercado a los bienes de la región y al alentar reformas de mercado.

Sin embargo, desde la aprobación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica con México y Canadá en 1993, Estados Unidos no ha mostrado dicho liderazgo. En su lugar, Washington prometió crear una zona de libre comercio hemisférica, conocida como el Área de Libre Comercio de las Américas, pero se esforzó muy poco en promover la idea.

El resultado fue desafortunado y una oportunidad ha sido desperdiciada. Los países latinoamericanos que se mostraron ansiosos en formar parte del ALCA se han desilusionado gradualmente por los años de inacción de Estados Unidos, y ahora muchos se han vuelto decididamente en contra de la idea del libre comercio. Peor aún, tal y como lo señala el economista Sebastián Edwards, la promesa de Washington de promover el ALCA tuvo el efecto perverso de detener las reducciones unilaterales a las barreras comerciales en América Latina mientras los países esperaban a negociar reducciones con Estados Unidos, una expectativa que terminó siendo incumplida. Además, desde la crisis del peso mexicano en 1994-95, Washington ha apoyado rescates financieros masivos del Fondo Monetario Internacional, los cuales han promovido un comportamiento irresponsable por parte de inversionistas y autoridades políticas, y que sin duda han incrementado la severidad de las crisis económicas en la región.

El presidente Bush ha enfatizado recientemente al ALCA como una política prioritaria. Sin embargo, el apoyo de esta administración al aumento en los aranceles al acero y a los subsidios agrícolas ha minado la credibilidad de Washington en una región ya de por sí desconfiada de las intenciones norteamericanas. Estados Unidos puede tomar pasos para ganar nuevamente la iniciativa. Para dicho fin, primero debe entender en qué situación se encuentra la región.

América Latina Desde Los Noventa

A principios de los noventa muchos países latinoamericanos, no todos, atestiguaron la introducción de reformas de mercado amplias, especialmente en las áreas de la política monetaria, la liberalización del comercio y de las inversiones, y la privatización de empresas estatales. Países en la región pusieron fin a la hiperinflación, redujeron unilateralmente los aranceles, y eventualmente vendieron más de $150.000 millones en activos estatales. Los resultados iniciales fueron altas tasas de crecimiento y una popularidad difundida de las reformas en aquellos países que las aplicaron en mayor profundidad. El presidente mexicano Salinas fue el presidente saliente más popular en la historia mexicana en 1994 y los presidentes Alberto Fujimori de Perú y Calos Menem de Argentina fueron reelectos por amplios márgenes a mediados de los noventa.

Sin embargo, para finales de la década y comienzos de la siguiente, un número de países había experimentado años de recesión, inestabilidad política, y crisis económica. Incluso los países que únicamente introdujeron reformas tímidas tuvieron dicha experiencia. El FMI brindó rescates financieros a México, Argentina, Brasil y Uruguay; algunos de ellos en más de una oportunidad.

Lo más espectacular fue el colapso de la economía argentina a inicios del 2002. El cese de pagos de deuda y la devaluación enviaron a ese país a una profunda depresión, sembrando dudas en las mentes de muchos argentinos sobre las reformas de mercado. El decepcionante 1.5% de crecimiento per capita de América Latina en los noventas fue mejor que el de la “década perdida” de los ochentas (-0.68%), pero ciertamente no llenó las expectativas y frecuentemente fue acompañado de agitación económica. Es dentro de este contexto de desilusión que los políticos, usando la retórica populista o demagógica, se han hecho del poder en Argentina, Brasil, Venezuela, Perú y otros lugares, vilipendiando al libre mercado como la causa de los problemas de estos países.

Pero culpar al mercado es desesperanzadoramente equivocado. Es importante recordar que el cambio de rumbo hacia el mercado que experimentó la región tuvo lugar por el fracaso de las políticas del pasado, no porque los gobiernos estuvieran comprometidos a los principios del libre mercado. Por ejemplo, el gobernante partido centroizquierdista de México, el partido Peronista en Argentina, y el advenedizo partido de Fujimori, el cual hizo campaña contra las reformas de mercado radicales en Perú, fueron los que introdujeron la liberalización. Para mediados de los noventa, con el éxito de las primeras reformas, los gobiernos perdieron el interés en la liberalización. La agenda incompleta de reformas era extensa y produjo retornos disminuyentes en forma de tasas de crecimiento lentas e indicadores económicos negativos. Por ejemplo, Argentina sufrió de un alto desempleo crónico durante los noventas debido a que nunca reformó sus rígidas leyes laborales. América Latina apenas había empezado a abrazar la libertad económica.

De hecho, un amplio rango de instituciones y políticas nunca fueron reformadas. La profundidad de una vasta economía informal en la mayoría de los países de América Latina comprueba esta realidad. Los ciudadanos de la región han respondido a los altos costos del sistema legal formal y regulatorio simplemente al operar fuera de éste. Han encontrado prohibitivamente caro al sistema formal de regulaciones. Por ejemplo, los derechos de propiedad del pobre en las áreas urbanas y rurales usualmente no son reconocidos o protegidos por el Estado, ya que la titulación de las propiedades es complicada o imposible de realizar. La propiedad privada yace en el corazón de un sistema de mercado, y la ausencia de títulos de propiedad restringe severamente la creación de riqueza. La tramitología burocrática también empuja a la gente al sector informal.

Abrir un pequeño negocio legalmente en América Latina puede costar miles de dólares en licencias y su aprobación toma meses o años—un proceso que cuesta menos y toma días en los países ricos. El Estado de Derecho, otra institución esencial en el funcionamiento de la economía de mercado, es severamente deficiente o no existe del todo en la región. América Latina ha recibido bajas calificaciones tanto en el Estado de Derecho como en la regulación comercial en el Informe sobre Libertad Económica en el Mundo.
Otros sectores, incluyendo la salud, la educación y la seguridad pública, no han visto ninguna reforma aunque han continuado deteriorándose, frecuentemente a pesar de incrementos en el gasto. Dicha situación ha llevado al economista argentino Ricardo López Murphy a quejarse de que los argentinos pagan tasas impositivas a niveles suecos para recibir servicios públicos de calidad africana.

Por lo tanto, en los noventas América Latina se encaminó parcialmente por la senda de la libertad económica, pero tiene un gran trecho por recorrer si quiere mantener un crecimiento sostenido y evitar la agitación financiera. De hecho, la persistente adherencia a las viejas prácticas políticas explica en gran medida las crisis económicas de la región en la década pasada. Por ejemplo, el colapso del peso mexicano fue el resultado de un tipo de cambio manejado por el gobierno y de políticas monetaria y fiscales expansionistas durante un año electoral, prácticas totalmente inconsistentes con la economía de mercado. De igual forma, el cese de pago de la deuda en Argentina se produjo debido al incremento del 90% en el gasto público y en la deuda de 1991 al 2000, superando en mucho el crecimiento del 50% en el Producto Interno Bruto durante ese período.

Chile y México Brindan Las Verdaderas Lecciones Para América Latina

A pesar de dichas decepciones, las lecciones más importantes provenientes de América Latina son prometedoras. Tal y como lo señala Jackson Diehl del Washington Post “las últimas crisis de deuda sirven para subrayar no sólo los fracasos de aquellos países que abrazaron la economía liberal en los noventas, sino el sorprendente éxito de dos naciones que lo hicieron bien: Chile y México.” Estos dos países, y algunas naciones centroamericanas incluyendo a El Salvador y Costa Rica, están destacándose cada vez más del resto de América Latina en términos de desempeño político y económico.

El contraste más dramático lo brinda Chile, país que aplicó y mantuvo el conjunto de políticas liberales más profundas y coherentes por el mayor período de tiempo. El alto crecimiento resultante le ha permitido al país más que duplicar su ingreso per capita en los últimos 15 años y alcanzar logros impresionantes en los indicadores de desarrollo humano. Según el Instituto Libertad y Desarrollo de Santiago, Chile, el crecimiento chileno de cerca del 7% de 1987 a 1998 redujo la tasa de pobreza del 42% a un 22% durante ese período.

México también ha mantenido una estabilidad económica y una tasa de crecimiento notablemente más alta que el promedio regional desde la crisis del peso en 1994-95. Al igual que Chile, ha logrado mucho dentro del contexto de las transferencias democráticas de poder. El crecimiento mexicano ha aumentado el ingreso per capita por arriba de los niveles anteriores a la crisis y lo ha hecho relativamente rápido. La clave para el desempeño de México ha sido el TLC de Norteamérica. El libre comercio con Estados Unidos le ha permitido a México recuperarse de la crisis en un año. Le tomó 6 años a México recuperarse de la crisis económica de 1982, en una época cuando su economía estaba relativamente cerrada.

La divergencia en el desempeño entre los países pro-libre comercio y otras naciones más proteccionistas en el resto de la región se hará más clara en los próximos años, especialmente si el neopopulismo domina en los últimos países. Estados Unidos puede apuntalar ese efecto demostrativo mediante la firma de un tratado de libre comercio con Chile. Un tratado de libre comercio con Chile no solo beneficiaría a Estados Unidos y a Chile, también le enviaría una señal a la región de que Estados Unidos está dispuesto a premiar a los países que implementen políticas de libre mercado. Washington debería hacer lo mismo con El Salvador y otros países latinoamericanos que han liberalizado sus economías y que se encuentran ansiosos de firmar un tratado comercial con Estados Unidos. De hecho, el Congreso norteamericano también debería apoyar los esfuerzos para promover un Área de Libre Comercio de las Américas, aunque cada día se ve más difícil llevar a cabo la iniciativa, dado el panorama político de la región.

Independientemente de las negociaciones comerciales, Estados Unidos debería reducir inmediatamente sus barreras a las exportaciones latinoamericanas, especialmente en textiles y productos agrícolas. En un momento en que la credibilidad estadounidense en el área comercial se encuentra en un punto bajo, tal medida restauraría alguna buena voluntad hacia Washington, y podría ayudar a persuadir a los países escépticos a reducir algunas de sus barreras comerciales. Por lo menos, Estados Unidos no podría ser culpado de hipocresía, y el bienestar de los estadounidenses y los latinoamericanos mejoraría. Además, tal política unilateral de reducir las barreras comerciales no entraría en conflicto con la meta de negociar tratados de libre comercio. Tal y como lo señala el académico del Cato Institute, Brink Lindsey, Estados Unidos ha negociado exitosamente acuerdos comerciales que afectan a sectores en la economía norteamericana que prácticamente no se benefician de ningún proteccionismo. Para aquellos países que estén interesados en el libre comercio con Estados Unidos, dichos acuerdos ofrecen la ventaja de “asegurar la permanencia” del libre comercio tanto en casa como en el exterior. De hecho, la certeza provista por los tratados de libre comercio es uno de sus grandes beneficios y explica por qué tienden a dar como resultado un incremento en el comercio y la inversión.

Dolarización

Estados Unidos debería apoyar otra tendencia positiva en el hemisferio: la dolarización. En un esfuerzo por eliminar el riesgo monetario, incluyendo las devaluaciones repentinas y de gran magnitud y otras manifestaciones de políticas monetarias irresponsables, Ecuador y El Salvador se han unido a Panamá como los países que utilizan el dólar estadounidense como su moneda nacional. Ya que la mayoría de los bancos centrales de la región ostentan un pobre historial en mantener el valor de sus monedas, los latinoamericanos ya usan ampliamente el dólar, y éste se ha convertido en la moneda de preferencia en muchos países, incluyendo Cuba. Otras naciones, como Argentina, también podrían querer reemplazar sus monedas por el dólar.


Estados Unidos no debería promover ni desalentar dichas acciones pero debería facilitar la dolarización oficial cuando ésta tome lugar. Eso podría representar compartir el señoriaje del dólar—o la ganancia que se saca de imprimir el dinero—con los países que decidan dolarizar. En ese sentido, Estados Unidos no perdería ni ganaría dinero como resultado de la decisión de otro país de dolarizarse, pero el país que desea tomar esa medida podría hacerlo con mayor facilidad si pudiera ganar el señoriaje de la moneda que utiliza. La dolarización por sí sola no puede resolver los problemas económicos de un país, pero para aquellos países con políticas monetarias pobres, el proceso acabaría con el riesgo monetario, reduciría las tasas de interés y ayudaría a estimular la inversión y el crecimiento.

Es Tiempo Para Una Política Estadounidense
Hacia América Latina Estados Unidos puede jugar un rol estratégico en promover la libertad económica, la estabilidad y el crecimiento en América Latina—algo que no ha hecho durante casi una década.

Esto significa revertir su política actual caracterizada por rescates financieros, medidas proteccionistas y mensajes mixtos para la región. También significa que Washington acabe con su destructiva guerra contra las drogas en la región, la cual va en contraposición con prioridades importantes en la política exterior de Estados Unidos. En países productores de estupefacientes, como Colombia, la guerra contra las drogas está empeorando la corrupción y la violencia, financiando al terrorismo, minando el Estado de Derecho y debilitando las instituciones de la sociedad civil. El impacto de la guerra contra las drogas que dirige Estados Unidos ha sido imperceptible para este país, pero las consecuencias en América Latina riñen con el objetivo declarado de Washington de fomentar los mercados libres.

La retórica a favor del libre comercio debe ir acompañada de acciones políticas consistentes con dicho lenguaje. El Congreso de Estados Unidos debería apoyar la reducción unilateral de las barreras comerciales a los bienes de la región y negociar acuerdos de libre comercio con los países que se muestran dispuestos a ello, empezando por Chile. Estados Unidos resaltaría entonces los éxitos de los países que llevan a cabo reformas en la región al premiarlos sin penalizar a los demás. Los desempeños dispares de los países que abrazan la libertad económica y el resto pueden tener un efecto poderoso en la dirección política que los países latinoamericanos tomarán subsecuentemente.

LA POLÍTICA EXTERIOR DE COLOMBIA A FINALES DEL SIGLO XX


Roberto González

Por tradición, los estudios sobre la historia política regional o nacional colombiana han relegado a un segundo plano los temas internacionales. La tendencia a orientar las investigaciones hacia la historia regional, que alimente la comprensión de la historia nacional, ha inhibido las posibilidades de incursionar en otros ámbitos del saber. Se podría decir que el desinterés por la investigación hacia la historia de la política exterior colombiana es una expresión del rechazo hacia diversos estudios que tradicionalmente se inscribían en tópicos como la historia diplomática, el derecho internacional, la historia de los tratados, con lo cual se relegaban a un segundo plano aspectos como la migración, la integración y la seguridad.

El balance de la investigadora Diana Marcela Rojas dedicado a la producción historiográfica sobre la política internacional de Colombia nos permite corroborar que la producción académica en el país sobre política exterior es bastante precaria. Además, en esta área sobresalen los estudios realizados por investigadores extranjeros.

Ahora bien, una parte importante de estos estudios se orienta al análisis de las relaciones económicas externas, particularmente de la política cafetera. Asimismo, este estudio revela que existe un número apreciable de investigaciones que abarcan el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX y luego la producción desciende notablemente al referirse a los años cincuenta y a la etapa del Frente Nacional. Finalmente, el período de los años ochenta y noventa ha gozado de mayor atención, a lo cual ha contribuido la constitución de institutos dedicados a esta temática.

De otro lado, se asume que el objeto de estudio de los historiadores debe separarse claramente de lo que interesa a los analistas políticos o investigadores en los temas de relaciones internacionales, y por apartarse tanto de éstos, la historiografía colombiana, como ya se ha dicho, ha perdido protagonismo en el análisis de las temáticas internacionales. Se diría que la llamada crisis de la historia, en cuanto a sus métodos y confusión sobre lo que debería ser su verdadero objeto de estudio, ha alimentado este estado de cosas. A nivel latinoamericano, a veces pareciera que el historiador se está limitando a recopilar datos que servirán de materia prima a las ciencias sociales. Al respecto el historiador cubano Sergio Guerra Vilaboy señala que «el abandono casi por completo de alcanzar la historia global, aunque fuera sólo como lejano horizonte, ha dado por resultado una visión caótica del pasado, basada en una reproducción infinita de imágenes, acumulación de datos deshilvanados o anécdotas frívolas, unido a una anarquía metodológica que ha ido distanciando a la historia de las demás ciencias sociales y restringiendo su valor social».

El auge de la narrativa en la historia también ha contribuido a que se produzcan muchos trabajos con muy discutible rigor científico, pues en estos casos se están priorizando los temas de coyuntura, dirigidos a un gran público ávido de información que normalmente no es muy exigente. Ello permite entender cómo a diario se publican estudios sobre la política exterior norteamericana durante la administración del presidente George Bush –en tiempos de elecciones en este país– o se escribe la quinta biografía sobre Osama Ben Laden y la guerra contra Irak. Para el caso colombiano, los temas que más seducen actualmente son los referidos a la reelección presidencial, las biografías de presidentes o ex presidentes e, incluso, los dedicados al conflicto, seguridad, por ejemplo.

En Colombia también encontramos a grupos de historiadores que sólo validan como objeto de su quehacer investigativo los hechos acontecidos en el pasado menos reciente, pues a su parecer, los estudios sobre temáticas de la llamada historia contemporánea e historia inmediata no aportan valor alguno a la historiografía, pues pareciera que éstos, así como los temas de historia internacional, no competen al historiador. Cabría aquí resaltar que la historia de las relaciones internacionales y de política exterior de un país van mucho más allá de la historia diplomática, la historia de los tratados y delimitación fronteriza.

No olvidemos que las dinámicas internacionales son fundamentales para la comprensión del presente. Si nos obstinamos en invalidar lo contemporáneo en aras de seguir investigando temas y períodos considerados claves, bien podría resultar que cuando «aumenta el caudal de información que poseemos sobre un segmento determinado del pasado, disminuye el conocimiento que los especialistas tienen de la totalidad del territorio».

Si tomamos como referente la historia que se hace en Europa y Estados Unidos, con relación a la de América Latina, probablemente hallaremos que sus temas de interés u objetos de estudio no coincidirán siempre, pues no podríamos aplicar «en forma mecánica, a una realidad cualitativamente diferente, modelos, técnicas y géneros historiográficos concebidos para otras latitudes»(Guerra, 2001).

Ante este panorama, el camino debería ser entonces animarnos a descubrir diversas y variadas posibilidades que puedan incluir no sólo a los temáticas de las relaciones internacionales sino incluso también a la historia comparada, por ejemplo. Los recientes trabajos de Medófilo Medina sobre Venezuela y Colombia nos pueden servir de ejemplo en esta novedosa e interesante perspectiva.

Ahora bien, no se trata de asumir –bajo el supuesto de que la política colombiana está en pleno proceso de internacionalización a partir de los últimos veinte años– que conviene incentivar este tipo de estudios por una coyuntura, pues lo que se ha llamado internacionalización de la política en Colombia «no es en realidad una especie de apertura de fronteras hacia lo externo, un redescubrimiento de la arena internacional, sino más bien una intensificación de las interconexiones entre las sociedades, y sobre todo de la conciencia de un proceso que viene de tiempo atrás» (Rojas, 2003).

Es decir, no es a partir de la apertura económica cuando Colombia inicia el proceso de internacionalización del país sino que éste hunde sus raíces desde comienzos del siglo XIX.

Son múltiples los ejemplos que nos ilustran a través de nuestra historia cómo los hechos de la política doméstica han estado directamente asociados con el acontecer mundial, lo cual es obvio e inevitable. Así, por ejemplo, una vez la Nueva Granada se liberó de la metrópoli, se conformaría la Gran Colombia, meta que se proponía integrar a estas jóvenes naciones andinas para aunar esfuerzos ante los propósitos expansionistas de las grandes potencias mundiales.

Asimismo, los planes para la liberación de Cuba y Puerto Rico fueron grandes causas internacionales emprendidas por Simón Bolívar como medio para obtener la emancipación americana definitiva. También las guerras civiles del siglo XIX implicaron costos que rebasaron lo doméstico, como el caso de la pérdida del canal de Panamá, en el amanecer del siglo XX.

La política de industrialización por sustitución de importaciones de igual forma tuvo causas de índole externa, las cuales allanaron el camino a la modernidad, con las lógicas consecuencias que ello supuso. En otra esfera se observa que la marcada influencia de Estados Unidos sobre Colombia ha determinado los lineamientos de las políticas económicas, sociales y de seguridad del país. Basta con recordar la sujeción a la doctrina del Respice Polum, según la cual –desde comienzos del siglo XX– todas nuestras políticas de Estado y decisiones en materia de política internacional deberían estar sujetas a los lineamientos de la estrella polar del Norte.

O los pactos secretos del gobierno de Eduardo Santos con Estados Unidos durante la Segunda Guerra mundial; la solitaria participación colombiana en la guerra de Corea a comienzos de los años cincuenta, o el activo papel de nuestra cancillería en la expulsión Cuba de la OEA, a instancias de la Guerra Fría. La metodología de este trabajo sobre política exterior se orienta bajo los presupuestos de la teoría de la interdependencia de las relaciones internacionales.

La política exterior colombiana a partir de los años setenta

Los estudios tradicionales sobre las relaciones entre Estados Unidos y los países de América Latina –durante los dos últimos siglos– han pretendido demostrar que, dado el interés estratégico que representa la región para Washington, se supone que sus políticas hacia ésta no han tenido grandes variaciones o cambios significativos, lo cual no es del todo cierto. De igual forma, se infiere que la dependencia económica latinoamericana respecto a Estados Unidos implica una plena sujeción a esta potencia en las decisiones de política exterior que deben asumir. Sobre lo primero cabe señalar, como lo anota Van Klaveren, una visión estática de las relaciones internacionales propicia simplificaciones peligrosas alejadas de la realidad. Por lo tanto, «cualquier análisis histórico profundo lleva a concebir las relaciones entre ambos extremos del continente americano como una sucesión de etapas con características propias y marcadamente diversas. Ello no sólo porque la política norteamericana hacia América Latina ha experimentado fuertes variaciones que, en ocasiones, han traído consigo cambios de fondo, sino también porque las respuestas latinoamericanas han tendido a variar en el tiempo»

Respecto a lo segundo, partimos de aceptar que si bien es evidente la dependencia estructural de muchos países del continente –como por ejemplo Colombia– con relación a Estados Unidos, hecho visible en las recientes discusiones con miras a tratados de libre comercio, esto no supone una subordinación automática o una postura incondicional a la política exterior norteamericana, y numerosos momentos del siglo XX avalan esta afirmación. Es así como durante los gobiernos de Lázaro Cárdenas en México, Velasco Alvarado en Perú, Omar Torrijos en Panamá o Salvador Allende en Chile hallamos ejemplos de distanciamientos importantes. Por supuesto, Cuba y Nicaragua durante sus revoluciones marcan rupturas más drásticas.

En resumen, para el caso de las relaciones interamericanas puede ser factible que aun cuando un país del continente tenga unos sólidos vínculos económicos con Estados Unidos –como tradicionalmente los ha tenido por ejemplo México–, pese a ello, pueden darse momentos de posturas distantes o marcados desacuerdos. Lo anterior se evidenció recientemente con la negativa de los gobiernos de Ricardo Lagos en Chile y Vicente Fox en México1 a apoyar –como integrantes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas– la incursión norteamericana sobre Irak, pese a que, para el caso del gobierno chileno, este país estuviera en ese momento a la espera de la ratificación del tratado bilateral de libre comercio con Estados Unidos, suscrito inicialmente en el año 2002.

Una manera de comprender esta vía de relativa autonomía es que frecuentemente estas posiciones permiten aumentar la legitimidad de grupos dirigentes que en otras esferas han favorecido la dependencia estructural de sus países. Es así como en Panamá la oligarquía local ha recurrido a la causa latinoamericana con el propósito de legitimarse internamente o, por ejemplo, la diplomacia mexicana busca a través de una política exterior proactiva –que proclama preservar el legado nacionalista de la revolución de comienzos de siglo– compensar la adopción de políticas conservadoras a nivel interno.

Para el caso colombiano hallamos diversos momentos (durante las décadas de los setenta, ochenta y noventa del siglo XX) en que diferentes gobiernos asumieron posturas de relativa autonomía ante Estados Unidos pese a nuestra larga historia de sujeción a sus intereses. En este trabajo nos proponemos analizar exclusivamente la política exterior colombiana durante el último cuarto de siglo, pues como hemos anotado, éste es un primer resultado que pretende completarse analizando todo el siglo pasado.

El gobierno del presidente Alfonso López Michelsen (1974- 1978) asumió una singular postura hacia Washington a través de los lineamientos del Respice Similia, es decir, mirar a las naciones semejantes a Colombia en niveles de desarrollo y no sólo a la estrella polar del Norte. Se trataba de que en el juego del ajedrez mundial, según sus palabras, dejásemos de ser simples peones de la Guerra Fría. Como presidente, su tarea fue luchar en pro de universalizar nuestra política internacional. Para el mandatario liberal, heredero de Alfonso López Pumarejo, la política exterior estaba determinada
en gran medida por las relaciones económicas.

Es por ello que López Michelsen intentó diseñar una política internacional orientada a procurar la emancipación económica, meta lejana para las huestes liberales.

En el Informe presidencial presentado al Congreso, al final de su mandato –julio 20 de 1978–, expresó que «había tomado ímpetu a lucha para obtener en la mesa de negociación internacional lo que uestras masas desposeídas reclamaban a nivel doméstico, es decir, gualdad de oportunidades y no caridad, y no filantropía. Justicia en as relaciones económicas y no ayudas».

Otra de las importantes metas de este gobierno fue la delimitación e las áreas marinas y submarinas con Costa Rica, Ecuador, aití, República Dominicana. Con base en estas actividades, el residente argumentaba que él había duplicado la superficie de Colombia.

Conviene recordar asimismo el protagonismo de este gobierno en la búsqueda de la suscripción del tratado Carter-Torrijos, a fin de que Panamá pudiera asumir el control del canal interoceánico manejado por Estados Unidos. Asimismo, el restablecimiento de relaciones diplomáticas con Cuba luego de más de una década de ruptura. Todas estas políticas tuvieron como escenario un panorama positivo para nuestras finanzas fruto de la llamada bonanza cafetera, la cual parecía facilitar una mayor independencia económica del país. Para nadie es un secreto que también, paradójicamente, durante esos años la economía tuvo en el narcotráfico un aliado que hizo posible grandes inversiones en la construcción, la industria y el comercio.

La presidencia del liberal Julio César Turbay Ayala ( 1978- 1982) tuvo como característica la búsqueda del retorno al modelo clásico en el manejo de las relaciones exteriores del país, el cual se había venido deteriorando desde finales de los años sesenta. Si bien es cierto que en un comienzo se continuaron algunos propósitos trazados desde el gobierno anterior en materia internacional, como el ampliar la diversificación de las relaciones exteriores del país, esta efímera orientación no tardaría en claudicar para cederle el paso al retorno al Respice Polum, el cual orientaría las decisiones que se tomaron a partir del segundo año de su mandato. Como lo expresara con resignación el presidente Turbay, «es una verdad indiscutible que nos movemos en la órbita en la que los Estados Unidos, la primera superpotencia mundial de Occidente, ejerce su mayor influencia».

Esto evidenciaba que el propósito de esta nueva etapa sería propender por unas relaciones más cordiales y estrechas con la Casa Blanca.

Indudablemente, la experiencia de haber sido canciller durante el gobierno de Lleras Camargo y luego embajador en Londres y Washington daban a Turbay un singular perfil para el hábil manejo de las relaciones del país. Una de las primeras metas en ese campo fue defender la bandera de los derechos humanos ante la guerra civil nicaragüense, país en donde la sociedad civil se alzaba en armas contra un régimen cruel –nos referimos a la dictadura de los Somoza–, el cual no entraba en reparos para mantenerse en el poder, aun a costa de masacrar a poblaciones indefensas. El pronunciamiento de los presidentes de Colombia y Venezuela ante la onu –septiembre de 1979– cuestionando al régimen somocista por la flagrante violación de los derechos humanos, sería una temprana manifestación de una importante bandera del gobierno presidido por Turbay.

Por supuesto, el activismo colombiano tenía grandes limitaciones, las cuales se harían evidentes con la negativa de la administración colombiana a solidarizarse con México y Costa Rica, países que habían roto sus relaciones diplomáticas con el gobierno de Anastasio Somoza e instaban a Colombia para que siguiera su ejemplo.

La política dual del presidente Turbay (defensa de los derechos humanos en la arena internacional y utilización de la represión como medio para sofocar la violencia interna en el país) tiene sus explicaciones. El que se tomase como estandarte de la política exterior la bandera de los derechos humanos durante su primer año de gobierno, coincidía con la principal preocupación de Estados Unidos y de muchísimos estados en ese momento, lo cual no significaba que necesariamente por ello éstos se respetasen en Colombia. Se podría afirmar, más bien, de acuerdo con Carlos Nasi, que para sus fines el gobierno Turbay halló en la dictadura nicaragüense una mina de oro porque éste era uno de los centros donde se concentraba la atención mundial y nadie podía permanecer indiferente ante lo que allí sucedía. De esta forma, hábilmente se ganaba prestigio internacional apoyando a quienes censuraban a la dictadura somocista, acallando parcialmente las críticas internas sobre las sistemáticas violaciones de derechos humanos en Colombia.

Paralelamente, se desviaba la atención internacional hacia el caso nicaragüense, con lo cual se ocultaba de paso lo que aquí sucedía y se coincidía, como ya lo dijimos, con la principal preocupación del gobierno de Carter: abrir camino hacia unas buenas relaciones hacia el futuro. En resumen, el caso nicaragüense representaba ante todo una guerra a la mano, donde se podrían desplazar geográficamente (a Nicaragua) y personalmente (a Somoza) las responsabilidades sobre violaciones de derechos humanos. Era allí donde se violaban los citados derechos, y no en Colombia, donde regía la norma.

En cierta medida, el gobierno colombiano seguiría también los pasos de Estados Unidos, pues la administración Carter también asumía una postura dual cuando apoyaba a varias dictaduras en el continente y censuraba a otras. En nuestro caso se apoyaba una causa internacional –la de los derechos humanos– pese a que a nivel doméstico éstos se irrespetaban. Un típico ejemplo de posiciones ambivalentes lo encontramos en la política exterior mexicana durante el último siglo, con avanzadas propuestas y decisiones en la arena internacional, mientras simultáneamente se persiste en una rigidez constante bajo las toldas del sempiterno Partido Revolucionario Institucional, PRI.

Retornando al caso colombiano, cabe señalar que con la caída de la dictadura en Nicaragua (julio de 1979) se extinguiría el referente sobre el cual el gobierno liberal colombiano desviaba las acusaciones que recibía del exterior. Al mismo tiempo, la dramática situación de los derechos humanos en el país había trascendido tanto, que al gobierno no le quedó otra salida sino reorientar su estrategia de política exterior. Se iniciaría en este momento la homogeneización de los frentes políticos y externos del gobierno en mención.

A medida que la administración Turbay iba adquiriendo el respaldo norteamericano para cristalizar proyectos de inversión internos o de defensa nacional, el gobierno colombiano se interesaría por afianzar la alianza con Estados Unidos. Esto se explica si observamos cómo el país fue pasando de la colaboración –durante el gobierno de Carter– a la alianza incondicional, a partir del ascenso de Ronal Reagan al poder. Tan es así que a finales de 1981 el grado de complementariedad entre las políticas exteriores de Turbay y Reagan era tal que James Bell, funcionario adscrito al Departamento de Estado norteamericano, declararía que «independientemente de quién fuera el próximo presidente de Colombia (el liberal Alfonso López Michelsen o el conservador Belisario Betancur), las relaciones entre Estados Unidos y Colombia sólo podrían deteriorarse, ya que sería imposible mantener el grado de cooperación logrado durante el gobierno de Turbay» (Bagley, 1982). (Las negrillas no son del texto).

La concreción de metas fue posible gracias a la confluencia de intereses entre los gobiernos en estudio. El primero –nos referimos al de Reagan– empeñado en recuperar el liderazgo internacional perdido por su antecesor, a quien se responsabilizaba de haber cedido el control de los intereses norteamericanos sobre el Canal de Panamá, la caída de Mohamed Reza Pahlevi, Sha de Irán, aliado incondicional de Estados Unidos, y el derrocamiento de la dictadura somocista en Nicaragua. El segundo –nos referimos al de Turbay– interesado en recuperar la imagen exterior del país, deteriorada por el narcotráfico y obsesionado por ocupar un lugar importante en el Caribe e interesado en combatir eficazmente la insurgencia interna, para lo cual contaba con el apoyo irrestricto de Washington.

La evidente alianza incondicional entre estos dos gobiernos se evidenciaría en acciones como el rechazo colombiano a la Declaración franco-mexicana, que recomendaba una negociación entre a guerrilla y el gobierno salvadoreño; la participación del país en calidad de observador en las elecciones salvadoreñas de 1982 (con o cual se daba legitimidad aun régimen dictatorial); el solitario espaldo a Inglaterra, Estados Unidos y Chile –bajo la dictadura de Augusto Pinochet– en la guerra de las Malvinas,3 el envío de tropas colombianas al Sinaí y la ruptura de relaciones diplomáticas con el gobierno de Cuba –las cuales recién habían sido reestablecidas por su antecesor–.

En el gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), al menos durante sus primeros dos años, hallamos un segundo momento reciente de una administración que intentó desligarse del alineamiento automático con Washington. La novedosa propuesta de incorporar a Colombia en el grupo de los No Alineados (Noal), la búsqueda de salidas multilaterales a problemas latinoamericanos como la deuda externa y el conflicto centroamericano, fueron audaces políticas que allanaron el camino para que nuestro país lograse un reconocido liderazgo internacional. Es así como de aliados muy cercanos a Estados Unidos pasamos a ser sus críticos; de insolidarios con Argentina en su guerra, pasamos a apoyarlos en este nuevo período; del distanciamiento y fricción con Nicaragua y una pasiva política en la región pasamos al acercamiento y búsqueda de salidas conjuntas como la crisis centroamericana y de unas tensas relaciones con La Habana pasaríamos a un momento de distensión e histórico acercamiento.

Estas nuevas orientaciones partían de admitir que era más ventajoso para el país una novedosa estrategia en política exterior, más autónoma respecto a Washington. Según Bagley y Tokatlián, el presidente Betancur, en contraste con su antecesor, suponía que tenía poco que perder en materia de cooperación económica con estados Unidos si seguía una política exterior más independiente en la región. Incluso, señalan que mediante la consolidación de una mayor independencia nacional era más probable que Estados Unidos prestase mayor atención a los intereses colombianos (Bagley, 1982).

En efecto, siguiendo estos lineamientos, Betancur optó desde un comienzo por buscar la reestructuración general de nuestras relaciones internacionales enfatizando en reforzar la posición negociadora de Colombia en asuntos regionales, lo cual se concretaba con el concurso del país en diversos organismos subregionales hemisféricos y multilaterales.

En el asunto de la deuda externa latinoamericana hizo posible la convergencia de intereses entre Colombia y Cuba durante la administración de Betancur. En múltiples eventos, realizados en la cepal, oea, Cartagena y La Habana, el gobierno de Colombia trabajó activamente en aras de coordinar una salida a la crisis ocasionada por la deuda. Así, por ejemplo, en la visita del presidente Reagan al país, durante el primer año del gobierno conservador, el presidente colombiano solicitó que las deudas latinoamericanas fuesen renegociadas, para lograr con esto que los pagos que se debían realizar por este concepto se fijaran en un porcentaje previamente preestablecido sobre los ingresos recibidos del rubro de exportaciones. Igualmente, se pidió que tanto Estados Unidos como los diversos organismos internacionales de asistencia adoptasen una posición más decidida para encontrar soluciones a la crisis financiera de América Latina.

En correspondencia con su política de generar consensos y emprender acciones multilaterales para resolver problemáticas comunes a la región, la diplomacia colombiana intentó gestionar acuerdos que facilitasen el diálogo con las partes interesadas.

Es oportuno señalar que a nivel interno Betancur estaba empeñado en procurar el diálogo y cese de las hostilidades de los grupos armados. En consonancia con esta meta, las relaciones con Cuba se constituyeron en una parte esencial de su política exterior y se cimentaron en dos propósitos bien definidos: la pacificación en Centroamérica, el proceso de paz en Colombia y el asunto de la deuda externa. Si se pregonaba la tolerancia, el diálogo como fórmula para superar la crisis política regional y el conflicto interno colombiano, era ajustado a esta política el que también se tuviese un criterio menos ortodoxo y más amplio para con países que bien tenían posibilidades de cooperar con nuestra nación en asuntos tan claves como la búsqueda de la paz.

Para Fernando Cepeda Ulloa, la inserción de Colombia en los Noal fue «una manera indirecta de reanudar en la práctica las relaciones con Fidel Castro» (Cepeda, 1986). Las frecuentes comunicaciones telefónicas entre el presidente Betancur y Castro; las periódicas visitas al país de voceros cubanos; el apresurado envío del canciller colombiano a Cuba para aliviar los efectos negativos –luego de la controvertida visita del mandatario colombiano a Estados Unidos–; la acogida que tuvo en el país la conferencia sobre la deuda externa, organizada en La Habana, a donde se enviaría una numerosa delegación; todo en conjunto evidenciaría la nueva dinámica de las relaciones.

Merece destacarse que el accionar y liderazgo de Betancur en asuntos de política internacional permitieron disipar las dudas sobre su nivel de compromiso con la agenda de paz, e hicieron posible que dicho mandatario ganase credibilidad interna, lo cual era un objetivo del gobierno. Este contexto favorecería la firma de los acuerdos de paz por las farc en marzo de 1984. A juicio del comandante del Estado Mayor de ese grupo guerrillero, Manuel Marulanda Vélez, «El nuevo tratamiento en las relaciones internacionales de Colombia con Centroamérica nos parecía justo, nos parecía un paso positivo. No influyó en la decisión de firmar los acuerdos de paz pero sí lo tuvimos en cuenta».

En contraste con lo anterior, luego de un primer año exitoso, al cumplirse el segundo de la administración Betancur, las novedosas acciones en materia internacional comenzaron a mostrar menos éxitos. Los fundamentos de la orientación estratégica de la política, el distanciamiento con respecto a Washington, empezaron a erosionarse como consecuencia de situaciones internas en asuntos como el narcotráfico, el sector externo de la economía y el proceso de paz con los alzados en armas. Lo anterior se hace evidente si observamos el replanteamiento de Colombia respecto a la extradición –en respuesta al asesinato del ministro Lara Bonilla– y en relación con la deuda externa. Se relegaron a un segundo plano las originales propuestas, y el multilateralismo en el tratamiento de este tema para pasar a negociar como antaño, de manera bilateral, como efectivamente se hizo, un acuerdo de monitoría con el Fondo Monetario Internacional.

Al parecer, los recursos disponibles y la relativa estabilidad presentada inicialmente eran cosa del pasado. Ahora, en contraste, existían dificultades en las relaciones económicas externas, lo cual se manifestaba, por ejemplo, en un aumento del endeudamiento externo, expansión del déficit comercial, caída drástica de las reservas internacionales.

Después de la visita del presidente Betancur a Estados Unidos en 1985, las reacciones internas no se hicieron esperar. Carlos Lleras Restrepo, Alfonso López Michelsen y Alfredo Vázquez Carrizosa, por ejemplo, criticaron severamente los compromisos que adquirió Betancur con el fmi, dado que éstos comprometían la autonomía económica del país. Incluso las centrales obreras expresaron sus cuestionamientos al acuerdo de monitoreo porque, según ellos –en lo cual no estaban errados–, seguir orientaciones de este organismo lesionaba y empobrecía a las clases populares del país.

En resumen, cabe señalar, como lo afirmase el ex canciller Alfredo Vázquez Carrizosa, había mucho de espectacularidad e improvisación en algunas acciones internacionales que emprendía el presidente colombiano. Es así como «a menudo la agenda era tan apretada de tiempo que en tan estrecho límite un jefe de Estado no podría dialogar ni enterarse de los puntos de vista de nadie». El analista cita como ejemplo de este tipo de situaciones el periplo de cuatro días iniciado en octubre 5 de 1983. En ese lapso, «el mandatario colombiano estuvo en las Naciones Unidas, en el Vaticano, en la Comunidad Económica Europea y en la Corte de los reyes de España en Madrid»

El gobierno del liberal Virgilio Barco (1986-1990) se caracterizó por un esfuerzo sistemático y programático de ampliación de las relaciones exteriores de Colombia, sin consideraciones ideológicas y de menos presupuestos de la Guerra Fría. Esta administración no tuvo limitaciones por razones políticas, dado que la ruptura de la paridad y el planteamiento del esquema gobierno-oposición permitía el respaldo de un gabinete totalmente liberal. A su vez, en este período se propugnó por un muy específico objetivo de diversificación e impulso de los vínculos económicos y comerciales con todas las naciones y bloques regionales, lo cual se facilitó por la reforma a la Cancillería. Para algunos, esta administración se podría definir como un gobierno modernizador en la medida que se consideraba que la mayor autonomía para el manejo de las relaciones internacionales se determinaba en principio por elementos económicos y no políticos.

Mencionemos brevemente algunos cambios en materia de política exterior, que sin constituir una ruptura con respecto al gobierno anterior significaron un nuevo estilo y una orientación de ciertas metas y estrategias. De esta forma, se desentroamericanizó la política internacional, para abrir nuevas fuentes hacia el Pacífico; se tuvo un especial cuidado en el discurso con respecto a Estados Unidos; se atenuó la beligerancia frente a las instituciones internacionales de crédito, con un manejo conservador de la economía, entre otros aspectos. Simultáneamente, se mantuvo la presencia del país en el grupo de los No Alineados, y se siguió asumiendo que era más conveniente para la nación, ante el agravamiento de la situación de orden público, acudir al activismo internacional y a la autonomía diplomática frente a Estados Unidos que volver al alineamiento automático con este país.

Barco puso especial énfasis en las relaciones con la Cuenca del Pacífico. Como lo manifestase el mandatario colombiano, «Colombia debe prepararse para responder a la nueva realidad. Debe servir, junto con otros países latinoamericanos, de puente con el nuevo mundo, como algunos han denominado a la comunidad del Pacífico, con el viejo mundo, del Atlántico. Inexplicablemente hemos vivido a espaldas al Pacífico. Ha llegado la hora de corregir este error histórico para beneficio de toda Colombia».

Asimismo planteó, incluso desde su posesión, que la política exterior del país era mantener relaciones amistosas con todos los países, dentro del respeto mutuo a la dignidad, independencia y soberanía. A su vez, el no alineamiento era considerado como «un elemento de equilibrio en el sistema internacional y de apertura al diálogo entre los países industrializados y los países en desarrollo».

En relación con la política económica, el presidente Barco optó por mejorar las relaciones con Estados Unidos y los organismos financieros internacionales y, simultáneamente, adelantar el proceso de normalización de los vínculos con la banca mundial. Todas estas acciones lo alejaban de la posibilidad del logro de mayor autonomía, a cambio de distensionar las relaciones con Washington. Lo anterior no supuso, por supuesto, incondicionalidad ni entrega, pues en diversos episodios, como las votaciones en las Naciones Unidas, nuestro país no coincidió con Estados Unidos.

La política de Barco se podría inscribir, más bien, en la denominada cooperación selectiva, pues, como observaremos posteriormente, en asuntos de índole política hubo no pocas fricciones. Tokatlián ha expresado al respecto: «Lo sugestivo de las relaciones colombo – estadounidenses durante el gobierno de Barco fue que el disenso político no impidió el consenso económico».

En el manejo de la deuda externa Barco fue sumamente cauteloso. Su experiencia como antiguo miembro de la junta directiva del Banco Mundial permeaban su visión frente a las instituciones internacionales de crédito, por lo cual el país estuvo interesado en aparecer como buen deudor. Tanto así que incluso algunas veces se dejaron de lado algunos proyectos internos con tal de cumplir obligaciones contraídas por este concepto.
La política exterior tuvo en Julio Londoño Paredes a un canciller con una amplia trayectoria en asuntos internacionales. Desde 1987 se concretó el propósito de diversificar las relaciones internacionales del país en aras de universalizar sus vínculos globales. Siguiendo estas metas se establecieron relaciones diplomáticas con 27 países africanos (Angola, Benin, Botswana, Camerún, Mozambique, Somalia, Uganda y Zimbabwe, entre otros), 10 naciones asiáticas y 4 estados de Oceanía.

Por otra parte, para Colombia era evidente la importancia y trascendencia no sólo de Asia y África. Interesaba también la Unión Europea y sus relaciones con el país y el resto del continente. Como lo señaló Barco, «la nueva realidad europea generará oportunidades y desafíos para América Latina. El reto que nos plantea la unidad europea es el de alcanzar crecientes niveles de integración política en Latinoamérica. Debemos ir como una sola América Latina al encuentro de una Europa unida (...) La plena unidad europea es un espacio de oportunidades para la cooperación internacional y para el desarrollo del Tercer Mundo que debe aprovechar Colombia».

La relativa independencia colombiana en política internacional le granjeó no pocos problemas al gobierno de Barco. Así, por ejemplo, a raíz de la votación del Consejo de Seguridad –enero de 1989– de un proyecto de resolución relativo a la acción militar norteamericana en el Mediterráneo para derribar dos aviones libios, al cual se opusieron Colombia y otros países No Alineados, en Bogotá la prensa liberal y conservadora se lanzó contra el presidente Barco, acusándole de haberse colocado del lado de «un país que ha promovido el terrorismo y de haberle dado la espalda a los países que compraban las exportaciones colombianas». Iguales ataques recibió por el voto de Colombia en cuestiones como la independencia de Namibia, sobre los territorios árabes ocupados por Israel, la invasión de Estados Unidos a Panamá y varios hechos internacionales más.

En suma, para el gobierno de Barco una tarea fundamental fue, como ya anotamos, la universalización de las relaciones internacionales del país, manteniendo una neutralidad para alejarnos de tomar partido en el conflicto Este-Oeste. El criterio económico, basado en las necesidades de la nación, hizo posible que pudiéramos establecer vínculos con regímenes autoritarios como el de Corea, socialismos como en China o jóvenes democracias como Filipinas.

Por otra parte, como se sabe, la política exterior de Barco mantuvo algunos elementos de continuidad con el gobierno anterior. Un elemento de ésta se basó en la búsqueda de una mayor capacidad negociadora y el logro del consenso para definir asuntos de interés latinoamericano. Se mantuvo el no alineamiento, el interés por la unidad latinoamericana y la preocupación por la búsqueda del reintegro cubano a la OEA y su vinculación a los organismos subregionales.

El inicio de la administración de César Gaviria (1990-1994) coincidiría con la finalización de la llamada Guerra Fría. Este nuevo panorama propiciaba cambios en el tipo de relaciones entre las grandes potencias y también entre el ex bloque socialista y el resto del mundo. Ya desde su discurso de posesión Gaviria había manifestado que Colombia debería «ajustarse a las nuevas realidades de la política internacional»6. Este nuevo escenario posibilitaba un acercamiento entre países tradicionalmente distantes en sus relaciones.

La ampliación y diversificación de nuestros intercambios con un sinnúmero de países, políticas acordes con la apertura del Estado colombiano y la internacionalización de nuestra economía, así como la búsqueda del fortalecimiento de la capacidad negociadora del continente, fueron propósitos relevantes en la política internacional de Gaviria.

Gaviria hizo posible la continuidad en las políticas internacional iniciada por su predecesor. Observando el equipo de colaboradores que acompañaron al mandatario colombiano para su gestión de gobierno, se nota que éste estuvo conformado por muchos funcionarios que también habían participado en el gabinete anterior7. Inclusive se mantuvo un discurso muy similar, con particular énfasis en los asuntos económicos en lo referente a la internacionalización del país, mayor apertura hacia el mundo exterior, la necesidad de modernización y la continuación de la defensa del derecho internacional.

Para el caso de los vínculos con Cuba, después de un largo período de recuperación de la confianza mutua –ocurrido a través de los ochenta– finalmente en octubre de 1991 se restablecieron las relaciones consulares entre Colombia y la Isla. Se acordó también formalizar el comercio bilateral y la deuda que tenía Cuba con nuestro país se pagase con el 50% de los costos de compras colombianas.

Dicha decisión fue posible pese a la oposición de diversos sectores tradicionales de la opinión pública, la prensa, el Ejército, los gremios y algunos líderes de los partidos Conservador y Liberal. No obstante las críticas, el gobierno continuaba con su empeño de mantener una relativa autonomía en el escenario internacional, así como la «maximización del poder negociador nacional y la diversificación no ideologizada de las relaciones internacionales».

Nuestras metas y las del gobierno cubano se aproximaban, pues éste también se interesaba en ampliar sus vínculos e influencia en el Caribe, después que durante décadas asumimos una visión andina de la política exterior del país. Además, en contraste con lo que decían los críticos al acercamiento con La Habana, el Centro Nacional de Consultoría de Colombia pudo establecer, a través de una encuesta divulgada en mayo de 1991, que el 58% de los colombianos se mostraban a favor del reinicio de relaciones diplomáticas con Cuba.

Dos legados en el ámbito internacional del gobierno Gaviria fueron la inclusión de Colombia en la Asociación de Estados del Caribe, AEC –constituida en julio de 1994– y la obtención de la presidencia colombiana del grupo de los países No Alineados. Es así como en Cartagena de Indias 25 estados independientes de la región, en calidad de miembros plenos y 12 estados como miembros asociados, firmaron la creación de la AEC con el objetivo de promover la conformación de una zona de libre comercio entre los países de la región, concretar políticas frente a terceros e impulsar la cooperación funcional en diversas áreas. Esta organización se constituyó en la primera en su género que incluye en su seno a la mayor parte de territorios dependientes del área, exceptuando a Puerto Rico y las Islas Vírgenes estadounidenses, pues como allí participa Cuba no lo hace Estados Unidos ni sus protectorados. Respecto a la presidencia de los Noal, ésta sería presidida por el candidato que eligieran los colombianos en 1994.

El gobierno del liberal Ernesto Samper (1994-1998) tuvo desde sus inicios grandes tropiezos y dificultades por el escándalo suscitado alrededor de los fondos para su campaña y su relación con el narcotráfico, lo que daría lugar al famoso Proceso 8.000 y a unas tormentosas relaciones con Estados Unidos.

Desde 1995, cuando Samper asumió la presidencia del movimiento de los No Alineados, se suponía que esta oportunidad podría traer grandes beneficios, opciones y problemas que, dependiendo de cómo fuesen sorteados, el contexto internacional y las acciones de los demás miembros pudiera resultar fructífera o no para el país.

Pese a que la finalización del conflicto Este-Oeste generó una discusión sobre la utilidad o el sentido de este movimiento, surgido al calor del enfrentamiento bipolar, lo cierto es que la administración anterior (la de Gaviria) resolvió asumir el reto de buscar la presidencia de este organismo para Colombia, sin mayores consultas ni análisis sereno (como es lo tradicional en la toma de decisiones de la política exterior colombiana) sobre los verdaderos costos, exigencias y oportunidades que esta meta acarrearía a nuestra nación.

De esta forma, «el país se vio embarcado en la mayor responsabilidad de su historia sin que la decisión hubiera sido previamente debatida por nadie y sin que ningún sector de la sociedad, ni el mismo gobierno, supiera con claridad las consecuencias, sus costos o beneficios, desde luego, sin plan ni estrategia premeditada para rentabilizar a favor de los intereses nacionales» (Ramírez, 1997). Esta circunstancia inhibió las posibilidades para que se hubiese podido construir un verdadero consenso político, y un compromiso por parte de la sociedad, a fin de favorecer la ampliación de las metas inscritas en esta nueva agenda internacional. Además, el estigma que ha acompañado al movimiento desde su fundación contribuyó a su rechazo por parte de los círculos conservadores de la sociedad colombiana y la comunidad internacional.

Al iniciarse el gobierno de Samper, éste parecía tener un panorama de amplias posibilidades para intensificar los propósitos de universalización y diversificación de nuestras relaciones exteriores. Más aun, por la histórica y afortunada coincidencia de que nuestro país presidiera simultáneamente dos organismos que agrupan tal cantidad de naciones como la oea y los No Alineados. Sin embargo, desde el comienzo de su mandato esta administración, preocupada por el creciente deterioro de sus relaciones con Estados Unidos, luego de conocerse las denuncias sobre filtración de dineros del narcotráfico en su campaña presidencial, estudió las conveniencias o las inconveniencias que le traería a su gobierno y a sus vínculos con Washington el presidir dicho organismo internacional. Incluso se llegó a pensar en la posibilidad de renunciar a dicha designación, pero el análisis de las consecuencias que este compromiso había traído para Indonesia –anterior presidente de los Noal– los llevó a la conclusión de que en vez de agrietar las relaciones con Estados Unidos podría, más bien, significar un buen medio y una buena oportunidad para mediar a favor de Washington ante los miembros más radicales del movimiento.

Se pensó incluso que el aumento de la influencia internacional del país al presidir los No Alineados se iba a convertir en una fortaleza para ganar terreno en las relaciones con Estados Unidos. En contraste, los desajustes estructurales del régimen liberal, la vulnerabilidad de un gobierno cuestionado por corrupción, no garante del respeto a los derechos humanos en el conflicto interno, e identificado con la influencia del narcotráfico, contribuyeron a desdibujar el activismo político en los Noal, y en nada distensionaron las relaciones con la Casa Blanca. A lo mucho que se llegó con este país fue a la llamada cooperación fragmentada, que en este caso se ilustraba en un buen nivel de entendimiento entre el Ejército y la policía colombiana con la administración norteamericana y una muy difícil relación entre los gobiernos, tanto así que al presidente Samper le quitaron la visa de ingreso a este país.

En resumen, lo cierto es que propósitos como la integración latinoamericana, o el logro de un mayor protagonismo a nivel internacional se vieron empañados y aplazados como consecuencia de las dificultades entre el gobierno y la Casa Blanca, entre otras cosas, porque ellas ocuparon la agenda y la atención del país.

La administración del conservador Andrés Pastrana (1998- 2002) tuvo como eje central la búsqueda de la paz con los grupos alzados en armas –en lo cual se involucró a la comunidad internacional– y la creación e implementación del llamado Plan Colombia. Bien sabemos, esta iniciativa fue el resultado de la convergencia de intereses estratégicos entre el gobierno norteamericano del presidente Bill Clinton y su homólogo Andrés Pastrana. El primero, interesado en reformular su estrategia política ante un gobierno que parecía excesivamente laxo en las negociaciones con la guerrilla –luego del asesinato de tres indigenistas norteamericanos en Colombia a manos de las FARC–, y el segundo, obsesionado con la estrategia de recuperar los lazos con un histórico socio internacional.

Los antecedentes de los compromisos que adquiriría el gobierno Pastrana con la Casa Blanca se evidenciarían en la visita de nuestro mandatario a Washington en octubre de 1998. En dicha visita los presidentes de los dos países suscribirían la llamada Alianza contra las drogas ilícitas, la cual sería el eje de las relaciones bilaterales durante su cuatrienio. A través de este convenio Pastrana se comprometería a reducir el consumo de drogas a través de programas de prevención; a aumentar la eficiencia de las entidades nacionales dedicadas a la lucha contra el narcotráfico; a liderar acciones para desmantelar a las organizaciones de narcotráfico y arrestar a sus principales cabecillas; a utilizar la extradición como método de lucha; a continuar con los esfuerzos conjuntos para erradicar los cultivos ilícitos; a mejorar la capacidad operativa de las Fuerzas Militares y la Policía, a perseguir el lavado de activos, el tráfico de armas y actividades ligadas al narcotráfico.

La postura de Washington se expresaría a través de la visita de Thomas Pickering, el tercer funcionario en importancia del Departamento de Estado norteamericano, realizada en agosto de 1999, evento en que Pickering transmitió la preocupación de la Casa Blanca ante el manejo de la zona de despeje y los abusos allí cometidos.

Como condición para continuar apoyando a Colombia en todos los aspectos de interés para nuestro país, Estados Unidos proponía que en este país suramericano se diseñara un plan coherente para la lucha contra el narcotráfico. El gobierno colombiano aceptó sin ningún reparo, y de allí se redactaría lo que hoy conocemos como el Plan Colombia.

Es pertinente anotar que incluso antes del citado Plan ya nuestro país se había convertido –desde los años noventa– en el mayor receptor de ayuda militar norteamericana del continente. Esto se ilustra al observar que el monto total recibido por Colombia superó a la suma enviada al resto de América Latina y el Caribe juntos. Incluso en 1999 nuestro país aparecía como el mayor beneficiado de ayuda militar y policiva de Washington, desplazando incluso a Turquía (Chomsky, 2000). Todo lo anterior guardaba correspondencia con la nueva prioridad en materia de política exterior norteamericana, pues una vez culminada la Guerra Fría se orientaría en la lucha contra el narcotráfico, y Colombia jugaría un importante papel en este escenario. Como bien lo anotara el presidente norteamericano Bill Clinton en 1995, Colombia era el epicentro mundial del narcotráfico, y por tanto «representaba una amenaza extraordinaria a la seguridad nacional de los Estados Unidos.

Con el inicio de la administración Pastrana, las relaciones de nuestro país con Estados Unidos se normalizarían luego del tormentoso período por el cual éstas atravesaron durante el presiente saliente, Ernesto Samper. Para algunos ex funcionarios del gobierno Pastrana, la estrecha relación de Colombia con Estados Unidos durante el mandato se constituiría en «el logro del más alto nivel de cooperación económica, política, militar y social» del país.

Por supuesto, no todos coinciden con que ello haya sido un logro positivo por sus consecuencias en el aumento de la dependencia colombiana a Washington. De otra parte, la comunidad internacional ha tenido sus reparos al Plan Colombia por su carácter belicista y porque es una forma de intervención en nuestro país. Lo anterior se observa en la declaración del Parlamento Europeo de febrero de 2001, en la que se señaló expresamente el respaldo al proceso de paz y, en general, a la solución concertada del conflicto, el reconocimiento de las dimensiones sociales y políticas del mismo, «cuyo trasfondo es la exclusión política, social, económica y cultural, así como la consecuente necesidad de realizar transformaciones económicas y sociales que cambien la distribución de la riqueza y la actual situación de la cuestión agraria; la crítica al Plan Colombia porque no concertado y porque contradice los principios de la cooperación para la paz que sigue Europa y la insistencia en que la intervención de la Unión Europea siga una estrategia propia no militarista, que conjugue neutralidad, transparencia, participación de la sociedad y compromiso de las partes en la mesa de negociación; la preocupación por la crisis de Derechos Humanos y dih, entre otros aspectos».

No es parte de este trabajo analizar los pormenores del fallido proceso de paz ni lo errático de las estrategias del gobierno Pastrana en esta materia. Más bien, finalmente si podríamos añadir que durante esta administración se cerraron muchísimas nuevas puertas a los colombianos en el exterior, tanto así que periodistas como Roberto García Peña llegó a llamar a nuestro pasaporte «el pasaporte paria» dado que numerosos países –incluyendo España– implementaron la visa a nuestros coterráneos interesados en salir del país. De nada valieron los múltiples viajes presidenciales al exterior durante
este gobierno.

Conclusiones

Se observa cómo la influencia de la política exterior norteamericana ha estado presente y ha marcado los derroteros de la política internacional del país, no obstante diversos momentos de altibajos o enfriamiento en el nivel de las relaciones bilaterales.

Asimismo, una mirada a la política exterior colombiana durante las últimas décadas del siglo pasado nos permite corroborar cómo el diálogo fluido entre las diferentes ciencias y las relaciones internacionales seguirá estando al orden del día como una necesidad apremiante para los cientistas sociales dedicados a su estudio.

El reto debería ser entonces que se busquen nuevos temas y nuevas miradas a las diversas problemáticas de la historia nacional que incluyen tópicos como la inserción y relación del país a un mundo cada vez más globalizado e interdependiente.

Nuestro trabajo pretende ser una primera aproximación a una investigación en curso sobre la teoría y práctica de la política exterior colombiana en la que hemos de incluir un estudio sobre la política internacional del actual presidente Álvaro Uribe y un análisis de la llamada securitization como fundamento de las políticas de Estado en esta materia. De igual forma, se explorará el papel de la comunidad internacional en la búsqueda de salidas al conflicto colombiano, lo cual estará mediatizado por el tipo de relaciones que se mantengan con los Estados Unidos.