miércoles, 17 de septiembre de 2008

EL SIGNIFICADO DEL PANAMERICANISMO


Ezequiel Padilla

Hay pocas pruebas de "buena vecindad" entre naciones en la historia, la cual presenta más bien invasiones, violencia y guerras. Todos los imperios, como el Imperio Romano, se han establecido por conquistas, y todas las grandes naciones han buscado expandir sus fronteras. La doctrina del Buen Vecino, nacida en el continente americano, rompe radicalmente con esa tradición, y la historia ofrece pocas enseñanzas para quienes quisieran ponerla en práctica.

No ha de sorprender que una sincera buena vecindad en América enfrente desconfianza y resentimiento, como ha ocurrido a lo largo de la historia. El relato de la expansión territorial de Estados Unidos contiene episodios de violencia y guerra, y no sólo a expensas de México. Se hicieron conquistas fuera del continente para garantizar la seguridad estratégica. La "Diplomacia del Dólar" y la política del Gran Garrote de Theodore Roosevelt todavía se recuerdan en América, y la memoria ofrece barreras emocionales al avance del panamericanismo. La historia de los pueblos latinos comprende el mismo relato de violencia y guerra entre ellos; y esto también es fuente de resentimiento. Si no pueden superarse todas estas discordias, la unidad americana es imposible.

Por fortuna, también hay una poderosa tendencia hacia la solidaridad que abre una vía. El destino de nuestra comunidad de naciones fue revelado tempranamente por la simpatía sentida en Estados Unidos por la lucha por la libertad de los pueblos de América Latina y por el reconocimiento de Estados Unidos a los nuevos gobiernos independientes en ella. En un gesto notable y conmovedor, el presidente Monroe acogió a un patriota lisiado, Manuel Torres, en junio de 1822, como representante diplomático de la Gran Colombia, el primer reconocimiento a las naciones libres de América Latina. La Doctrina Monroe fue recibida con beneplácito cuando fue proclamada e indudablemente salvó a la región de la avaricia de Europa. El apoyo de Estados Unidos a los liberales mexicanos de la "Reforma" en su lucha contra el Imperio de Maximiliano hizo avanzar a la comunidad en este camino, y la conferencia convocada por Blaine creó el órgano después conocido como la Unión Panamericana y renovó la noble misión de Bolívar, de la cual Henry Clay dijo que abrió "una nueva época en los asuntos humanos".

La idea del panamericanismo es esencialmente hispanoamericana. Empezó con Bolívar en 1826, y antes de que cristalizara en la Conferencia de Washington en 1889 varios congresos plenipotenciarios (en 1847, 1864 y 1877) habían hecho de Lima la sede del movimiento "americanista". En 1856 se había firmado un Tratado Continental en Santiago de Chile, y en 1888-1889 se había reunido en Montevideo un importante Congreso Sudamericano de Derecho Internacional Privado. Estos congresos ocasionales fueron inspirados por el ideal de la defensa colectiva contra agresiones exteriores al continente, y, al mismo tiempo, mostraron que América había emprendido su tarea de desarrollar los principios del derecho internacional. Las Conferencias Panamericanas iniciadas en 1889 han enriquecido el legado del derecho internacional y dado el primer ejemplo de solidaridad continental. Ayudaron a desarrollar un sistema de conciliación y arbitraje para la resolución pacífica de los conflictos internacionales. El sistema americano ha repudiado la idea de que las conquistas crean derecho, proclamado la igualdad jurídica de las naciones, establecido la doctrina de la "no intervención" -- esencialmente del Nuevo Mundo -- y construido un orden internacional siguiendo el principio de "uno para todos y todos para uno". En el proceso, hombres distinguidos han dado sus nombres a nuevas doctrinas legales: Calvo, Drago, Gondra, Espinosa, Bustamante, Estrada. Sus audaces conclusiones respecto de la justicia internacional se han incorporado en un nuevo Derecho Internacional (Law of Nations).

II

La Conferencia de Lima de 1938 autorizó reuniones de ministros de Relaciones Exteriores para complementar las conferencias panamericanas. Tales reuniones se sostuvieron en Panamá, La Habana, Rio de Janeiro y Chapultepec en los días más tormentosos de nuestra historia contemporánea. Las decisiones en esas conferencias no se vieron limitadas por fórmulas académicas del derecho internacional. Se adoptaron directas medidas políticas, económicas y militares para encarar el peligro que confrontaba el hemisferio, y los intereses comunes del continente se vieron ampliamente fortalecidos.

Este avance más reciente hacia la solidaridad continental se hizo posible por la Política del Buen Vecino. El continente en conjunto había sido espectador de la tragedia de la Primera Guerra Mundial. Aun cuando algunas naciones latinoamericanas declararon la guerra a los países de Europa Central, o rompieron relaciones con ellos, la actitud prevaleciente de América Latina fue de neutralidad, y sin duda había una secreta simpatía por Alemania. Pero la actitud de los pueblos latinoamericanos en la Segunda Guerra Mundial fue muy diferente. La Política del Buen Vecino había forjado un cambio importante en los corazones de los pueblos latinoamericanos y en su fe en Estados Unidos. El cambio fue el resultado del repudio inequívoco del imperialismo por parte de Estados Unidos, y el entusiasta apoyo de la opinión pública a esta política amistosa.

La fuerza misma de Estados Unidos destacó la sinceridad de aquélla. Su poderío había aumentado enormemente desde la Primera Guerra Mundial. La decisión fue espontánea, libre del más ligero rastro de coerción de parte de cualquier otro país. Estados Unidos respondió a los sentimientos y principios jurídicos latinoamericanos con máxima cordialidad, revocando el Corolario de Roosevelt de 1905 a la Doctrina Monroe, y declarando que la Doctrina tenía el propósito de aplicarse contra Europa y no contra América Latina. La infantería de Marina fue retirada de Nicaragua y Haití, la Enmienda Platt fue abrogada, la doctrina unilateral wilsoniana de "no reconocimiento" abandonada y los principios de la "no intervención" y la igualdad de las naciones afirmada en numerosos documentos y conferencias. En una década Estados Unidos despejó el horizonte.

Cuando las amenazas de una segunda guerra mundial habían empezado a ensombrecer el mundo, la opinión pública en América Latina, por tanto, se desembarazó de sus más serios resentimientos y prejuicios. Las reuniones de consulta de los ministros de Relaciones Exteriores realizadas en Panamá, en 1939, y La Habana, en 1940, habían demostrado una creciente solidaridad en este hemisferio. Ésta llegó a su clímax en la reunión de Rio de Janeiro, en enero de 1942, cinco semanas después de Pearl Harbor, cuando toda América enarboló la bandera de un destino común. Ése fue el periodo romántico de la solidaridad continental. Todos seguían las noticias emitidas desde los frentes de combate, compartían el orgullo en los grandes documentos de hermandad humana formulados durante la lucha, aclamaban los días de victoria como un triunfo para todos. Durante esos cuatro años de guerra las 21 banderas americanas se exhibían juntas, desde las tiendas de la Quinta Avenida a los comercios de las aldeas más remotas de América del Sur.

Pero la aguja de la brújula cambió de rumbo con el final de la guerra, y la unidad americana empezó a fracturarse. ¿Por qué? Porque las 21 naciones americanas olvidaron que la esencia del panamericanismo es la solidaridad económica. La nación más responsable de este error fue Estados Unidos. El 14 de abril de 1939, el presidente Roosevelt había declarado que Estados Unidos estaba preparado para cooperar económicamente con todos los pueblos latinoamericanos, y los países que con tan buena voluntad habían trabajado por un objetivo común durante la guerra esperaban, justificadamente, que compartirían los beneficios de la paz. Pero en 1947, cuando las 21 naciones americanas se reunieron en Rio de Janeiro para firmar un pacto de defensa militar, el problema de la defensa económica y la promesa de una prosperidad común quedaron en el olvido.

Los objetivos económicos del sistema interamericano fueron formulados, de hecho y por primera vez, en Estados Unidos. Cuando nació la Unión Panamericana en Washington se le llamó, significativamente, "Oficina Comercial de las Repúblicas Americanas". La primera conferencia, en 1889, planteó la idea básica de un banco interamericano; nunca se ha materializado, pese a la recurrencia de la propuesta: en la Séptima Conferencia Internacional celebrada en Montevideo en 1933, por ejemplo, la cual recomendaba que la Tercera Conferencia Financiera Panamericana, programada para realizarse en Santiago de Chile, debería apremiar los planes para el establecimiento de un banco central continental. Sin embargo, la Conferencia de Chile no tuvo lugar. El Comité Consultor Económico Financiero Interamericano, creado por la Resolución 13 de la Conferencia de Panamá de 1939, ofreció redactar un acuerdo para el establecimiento de un banco interamericano. De nuevo, nada se hizo.

Desde luego, se han fundado numerosas instituciones para la cooperación económica, pero cuando se pone sobre la mesa la cuestión de construir realmente un sistema económico continental unificado, el espíritu panamericano parece desvanecerse. Una Comisión Interamericana de Desarrollo, creada por la Conferencia de La Habana de 1940, ejecutó muchas actividades durante la guerra, promoviendo diversos acuerdos y convenios para alentar la producción de vitales materias primas estratégicas, asegurando los mercados a los productores y garantizando un precio mínimo por esas materias. Un mercado asegurado y el estímulo de un precio justo son los ideales legítimos para la seguridad económica de América Latina. Brasil, Bolivia y Chile firmaron acuerdos con Estados Unidos. La Convención del Café -- comparable a la Convención del Trigo, de orden mundial, a la que en 1940 se adhirieron 14 países productores -- fue un modelo de lo que puede hacerse. Acarreó una aguda alza de precios y aún ejerce un efecto beneficioso.

Aunque el espacio no me permitirá entregar un plan detallado, Estados Unidos ha desarrollado métodos eficaces que podrían ser útiles para establecer la colaboración económica latinoamericana. Los diversos comités involucrados en ajustar la producción agrícola en todo Estados Unidos pueden servir de ejemplos de cómo puede organizarse un consumo seguro de productos latinoamericanos. En forma similar, pueden establecerse precios mínimos mediante contratos para periodos determinados. Países de una sola cosecha se beneficiarían enormemente de cuotas como las que se están aplicando para el azúcar en este continente y para el trigo en acuerdos mundiales. La Corporación Federal de Excedentes de Productos Agrarios, tan útil en reducir los peligros de crisis económicas mediante la sobreproducción, sirve de ejemplo de un sistema de almacenamiento de cosechas hasta que mejoren las condiciones del mercado.

El objetivo sería tratar al hemisferio completo como una unidad económica, y así rescatar a la economía latinoamericana del dominio de fuerzas económicas ciegas. Con frecuencia, los países latinoamericanos hacen acuerdos comerciales bilaterales con Estados Unidos, pero ello acrecienta la carga del imperialismo, pues naciones divididas y débiles son víctimas probables de sus propias necesidades y de la fuerza de sus compradores, patrocinados por alguna nación poderosa, que con frecuencia controla los monopolios mundiales.

El poderío industrial de Estados Unidos -- al que contribuye América Latina -- está concentrado, pero los productores latinoamericanos están desorganizados. Nada ni nadie los defiende. Están a merced de los mercados extranjeros sobre los que no tienen ni una sombra de control. Ésta es la explicación de sus protestas contra la desigualdad, y de sus exigencias de un trato justo. Ningún plan panamericano será considerado satisfactorio en los países de América Latina a menos que encare constructivamente el problema de los precios justos y los mercados seguros. Los esfuerzos de la Comisión Interamericana para el Desarrollo para regular el comercio han sido fructíferos, pero sus actividades deberían orientarse hacia la unidad económica continental. Elevar el poder de compra de las masas latinoamericanas sería de valor incalculable también para Estados Unidos.

III

La creación del Banco Interamericano haría posible el desarrollo armonioso de los recursos económicos del continente. Esta expansión debe buscarse en tres líneas: primero, con la construcción de grandes obras públicas que la empresa privada no puede acometer, como son el saneamiento, grandes diques y electrificación; segundo, con el incremento de las inversiones de capital privado de Estados Unidos; tercero, con la asistencia a jóvenes nativos capaces mediante préstamos que les darían la oportunidad de tener parte activa en el desarrollo económico de sus países. Estoy pensando no en subvenciones a la educación, sino en ayuda financiera para quienes buscan capitales.

El Banco Interamericano podría financiar las obras públicas mediante préstamos a los gobiernos, manejados de acuerdo con las reglas bancarias acostumbradas a fin de evitar abusos. En el pasado ha habido ejemplos en los que los dólares prestados para obras públicas fueron depositados en bancos extranjeros en cuentas privadas de políticos sin escrúpulos.

El Banco Interamericano también podría ayudar mucho a establecer una base de confianza para las inversiones privadas directas. Tanto Estados Unidos como los países latinoamericanos quieren crear esta atmósfera de confianza, pero la tarea es muy difícil. Ningún país de América Latina está dispuesto a otorgar mayores privilegios a los capitales extranjeros que los que da a los intereses internos o a hacer promesas que sean contrarias a su constitución. Algunos inversionistas buscan aún el tipo de protección que nunca más se dará en ninguna parte del mundo. Por otro lado, algunos países latinoamericanos deberían revisar sus propias prácticas y poner remedio a los abusos. La única base sólida es la aplicación de la regla dorada: si han de prevalecer las relaciones cordiales debe aplicarse ésta en ambos lados, no en la letra sino en el espíritu. Se requiere un buen sentido práctico para canalizar las inversiones en áreas donde el inversionista pueda estar debidamente protegido y donde el desarrollo beneficie a las naciones en cuyos territorios se hagan las inversiones, elevando así sus niveles de vida, garantizando precios justos y dando oportunidades para el empleo permanente. La fuerza de cualquier garantía depende del grado al que Estados Unidos y las naciones latinoamericanas, mediante la consulta constante, estén dispuestos a mantener una atmósfera de confianza y respeto mutuos.

El Banco Interamericano, como lo propuso la Séptima Conferencia Internacional de Estados Americanos en Montevideo, sería una institución autónoma, que realizaría las funciones de un banco continental. Sus principales objetivos serían establecer y promover el crédito interamericano, ayudar a estabilizar la moneda, controlar el tipo de cambio y alentar el comercio. Ello sería estipulado por el gobierno de Estados Unidos. Los estados latinoamericanos se comprometerían a suscribir un importante bloque de participaciones, en proporción con el comercio exterior de cada cual. Las participaciones sólo serían suscritas por los gobiernos participantes.

El Banco Mundial, el Banco de Exportaciones e Importaciones y la Agencia de Seguridad Mutua tienen objetivos comparables, pero una institución de inversiones y de crédito sería indudablemente mucho más eficaz de lo que podrían ser esas instituciones y tendrían una influencia psicológica decisiva. Ninguna de las naciones americanas que tuvieran participaciones y responsabilidad por la administración del banco resentiría su intervención en los préstamos e inversiones y en una supervisión vigilante.

El Banco Interamericano, junto con los bancos nacionales, también podría ejercer el más útil de los efectos en las relaciones interamericanas al abrir una fuente de crédito a la generación más joven de América Latina. A todos les desagrada la humillación de recibir caridad. La cooperación genuina debería despertar los poderes creativos en los hombres y ayudarles a desarrollar iniciativas. Nada podría beneficiar tanto a los jóvenes latinoamericanos como tener disponibles cantidades razonables de crédito -- protegido con todo tipo de garantías -- a interés moderado. El capital estadounidense podría así encontrar una plaza segura y humanitaria, y su empleo ayudaría a resolver la lucha por fondos que, en su forma presente, frustra las mejores y más legítimas aspiraciones de los latinoamericanos. Los pueblos de América piden que se les permita participar equitativamente en los beneficios de la economía hemisférica. Saben que las inversiones y los logros de la tecnología van de la mano con utilidades legítimas para los inversionistas, altos salarios, precios justos y una política comercial ilustrada y recíproca que promueva la industrialización.

El pueblo estadounidense comparte estos ideales. La explotación de los débiles ya no es permitida en Estados Unidos. Su abolición, correspondientemente, señala el final de la explotación colonial. La Resolución novena de la Conferencia Interamericana para el Mantenimiento de la Paz y la Seguridad Continental, celebrada en Rio de Janeiro en 1947, propuso un acuerdo básico de colaboración económica. El propósito de este acuerdo era promover la cooperación técnica y financiera, garantías para las inversiones, un nivel de vida más alto e industrialización. Fue aprobado por la Conferencia de Bogotá de 1948. Pero en la trágica atmósfera de violencia y revolución de Bogotá, los esfuerzos por realizar más acciones tuvieron el destino de esfuerzos similares durante más de un siglo: la cuestión se transfirió a otra conferencia, convocada para darse en Buenos Aires. Ésta no tuvo lugar. Ahora se están haciendo los preparativos para una conferencia en Caracas, y el Consejo Económico y Social Interamericano de Washington está solicitando a los estados americanos que brinden información referente a recursos, materias primas, transporte y las necesidades de capital y asistencia técnica.

Junto con la cuestión de la defensa común, la Conferencia de Caracas sin duda buscará encontrar una solución práctica a los problemas de la cooperación económica hemisférica. Lo hará así porque América Latina enfrenta la urgente obligación de defender sus recursos. La herencia de las generaciones futuras está gravemente amenazada. La sensación de peligro es aguda en América Latina, y las perspectivas son sombrías. La población está creciendo a un ritmo acelerado en un territorio rápidamente desgastado por la erosión. En productos primarios se enfrenta una competencia cada vez más poderosa de África. Muchos de los países con economías de monocultivo están amenazados de muerte. Así como la quinina y el caucho fueron trasplantados a las junglas de Malasia, Birmania e Indonesia, ahora en África se están cultivando intensivamente fibras de madera dura, copra, cacao, azúcar, maní, café, algodón y otros 20 productos agrícolas de menor importancia. Países europeos han utilizado la ayuda del Plan Marshall para desarrollar estos productos; su producción resultante, incluso de minerales como estaño y cobre, está usurpando la porción de empresas latinoamericanas similares en los mercados mundiales.

Además, la tecnología moderna está conspirando contra productos del Nuevo Mundo al sustituir las fibras con materiales sintéticos. El estado mexicano de Yucatán, otrora próspero por el cultivo del henequén, ahora padece una severa crisis porque esta fibra se está vendiendo a precios más bajos en África y porque puede ser remplazado con materiales sintéticos. El algodón corre el riesgo de declinar, si no es que desaparecer, como materia prima para textiles en unos cuantos años; las masas del mundo pueden hoy portar ropa hecha de sustancias químicas sintéticas. El cobre, que se usa en especial en la industria eléctrica, está siendo sustituido con éxito por aleaciones de aluminio. Incluso el petróleo puede ser remplazado como combustible por energía atómica cuando ésta sea utilizada para fines comerciales, en un futuro cercano o lejano. América Latina ha mirado con estoicismo cómo se desvanece su riqueza. Pero los estadistas latinoamericanos serán juzgados responsables por la historia si no aprovechan este momento decisivo para asegurar el futuro. Ninguna acusación podría ser tan seria como la de que hayan abandonado la tierra al agotamiento.

IV

Estados Unidos tiene ante sí un dilema: abandonar a América Latina a su suerte y aceptar el triunfo que resulta de las doctrinas extremistas en ella, o valerse de todos los medios materiales y morales a su alcance para organizar una comunidad económica. La vía del aislamiento es peligrosa para Estados Unidos. Abre la puerta a la defección de América Latina en una hora de peligro, con la consiguiente interrupción de los abastos de materias primas, y el sabotaje, la traición y el espionaje. El costo de fuerzas para guardar la seguridad de un hemisferio hostil sería mayor que el costo de la participación cordial en una asociación justa. No debería olvidarse que uno de los aspectos de la contienda mundial del presente es que los imperios y las grandes naciones buscan la oportunidad de desarrollar los países atrasados del mundo. Rusia, bajo la tiranía, está concentrando sus esfuerzos en la conquista de Asia. Los imperios europeos se han apoderado de África con sus sistemas de colonialismo. El sistema panamericano debe desarrollar a América con la solidaridad hemisférica.

El olvido de América Latina por parte de Estados Unidos ha acarreado resultados lamentables; la confusión creada por las actividades del presidente Perón en Argentina es un ejemplo elocuente. Los intereses económicos en conflicto de Estados Unidos y Argentina han dado lugar a incontables dificultades en toda la historia panamericana. Para resolverlas, el presidente Perón parece haber adoptado una política dirigida a dividir a los estados americanos en dos partes: Estados Unidos y América Latina. Para esta última propone una "tercera posición" que significa la renuncia a la causa del mundo libre: en la práctica, el alejamiento respecto de Estados Unidos.

Salvo por el poderío y los sacrificios de Estados Unidos en la lucha global, hoy el mundo entero estaría sometido al terror del régimen soviético. Visto en esta luz, el "latinoamericanismo", como lo proclama el presidente Perón, puede no significar la fraternidad de los pueblos de América Latina. Podría significar un sistema débil y truncado en lugar de un sistema interamericano fuerte. Entonces su resultado final no será unir a los pueblos latinos, sino desordenar la acción de la Organización de los Estados Americanos. La llamada "unificación" latinoamericana que una falsa escuela de pensamiento está defendiendo en estos momentos, cuando dos ideologías sostienen una pelea a muerte, significa que un arma política forjada en Moscú está siendo blandida, deliberadamente o sin darse cuenta, por quienes tratan de destruir la unidad de las Américas a expensas de los pueblos libres del mundo. Pone en peligro a todo el hemisferio, y a toda la humanidad.

Todas estas dificultades desaparecerán cuando América Latina y Estados Unidos traten en conjunto sus problemas con un verdadero espíritu de panamericanismo, con claridad de perspectiva y pureza de intención.

V

Todo lo que he analizado parece estar lleno de dificultades; pero donde hay voluntad hay un camino. El primer paso debería ser una campaña para apelar al sentido común de los pueblos latinoamericanos. La raíz de los grandes males de América Latina es la pobreza. Y ésta no surge de alguna incapacidad congénita ni de una inferioridad racial; procede de la falta de inversiones. ¿Qué son las inversiones? ¿Qué es una empresa? Éstas representan la capacidad del hombre de conquistar la naturaleza. Sin la empresa, sin las inversiones, sin capitales, no puede hacerse nada; ésa es la razón por la que la fuerza de una nación se refleja en sus inversiones. El capital con el que se funda un negocio no está constituido, como podrían imaginar mentes primitivas, por dinero circulante, ni siquiera por créditos y arreglos financieros. El capital es la acumulación de los ahorros de generaciones. Cuando decimos que necesitamos inversiones de Estados Unidos, las mentes rencorosas piensan en una caricatura con el rótulo "Wall Street". Ellas no se dan cuenta de que las "reservas" son los recursos acumulados de inteligencia, orden y disposición al sacrificio: los ahorros de las multitudes de personas diseminadas en el gran continente norteamericano. Este capital representa miles de millones de horas de trabajo transformadas en fuerzas que son un sagrado legado y el origen de civilización. Tal capital también representa luchas por hacer realidad los reclamos de la gente por una mejor vida y la conquista de talentos inventivos, todo ello implícito en la tecnología que ha puesto en las manos del hombre el poder de elevarse sobre la pobreza y la miseria. Toda esta riqueza, este cúmulo de logros, este vasto poder para la liberación humana, están resumidos en las palabras mágicas: Empresa, Capital, Inversión. Es este crecimiento el que Estados Unidos, motivado por el idealismo y el nuevo espíritu americano de ayudar a otras naciones a que se ayuden a sí mismas, puede usar para capacitar a los pueblos latinoamericanos a redimirse no sólo de la opresión del hombre, sino de la naturaleza, de la pobreza destructora de las almas.

Sin embargo, América Latina no sería la única beneficiaria de tal esfuerzo. Es el mejor mercado de Estados Unidos. Como señaló recientemente el The Wall Street Journal, los países latinoamericanos compran la mitad de los automóviles que exporta Estados Unidos, 40% de las exportaciones de productos químicos, la mitad de los productos médicos, 40% de la maquinaria industrial y 34% de la maquinaria agrícola. Y todavía más importantes (como indica ese diario) son las exportaciones de América Latina a Estados Unidos. Para este país son vitales: 100% de las necesidades de vanadio, 95% del cristal de cuarzo, 60% del cobre, más de la mitad de antimonio, berilio, bismuto y plomo, sin contar el petróleo de Venezuela, el manganeso de Brasil, el azúcar, el café, el cacao y cerca de 20 productos secundarios más. Y todo esto ocurre en una América fragmentada en compartimentos económicos, con salarios miserables y un desempleo permanente en grandes sectores. Considerar el futuro posible de un continente unificado pone a prueba la imaginación.

El problema moral de la libertad es tan importante como el problema económico de la prosperidad. La idea de asistencia mutua contra la agresión -- la idea de la seguridad colectiva -- se desprende naturalmente de un sistema de solidaridad real. En el presente, a pesar del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca firmado en Rio de Janeiro en 1947, Estados Unidos ha encontrado una marcada falta de respuesta en sus esfuerzos en este campo. Esta resistencia se debe en parte a la injusticia social en que viven las masas; es una protesta contra las tiranías nacionales y las dictaduras nacionales que las explotan y oprimen. La incapacidad del sistema panamericano para defender los derechos democráticos de los pueblos causa que tal resentimiento se extienda a éste. El sistema interamericano parece indiferente a las usurpaciones, las violaciones flagrantes a la voluntad popular y el despojo a los que están sometidas poblaciones indefensas. Por tanto, la gente se pregunta si es un cómplice de estas fuerzas. La única respuesta convincente es la creación de una organización panamericana que pueda dar voz a las protestas justas y sacar a la luz la opinión pública para referirse a los abusos cometidos contra sus derechos democráticos.

La Conferencia de Caracas tendrá una oportunidad de resolver los dos problemas más importantes de las Américas: la solidaridad económica y la solidaridad democrática. No pueden ser resueltos en forma unilateral. Si Estados Unidos intentara resolverlos solo, el resultado sería un regreso a la intervención. Ni Argentina ni Brasil ni Estados Unidos ni México ni cualquier otro país en forma aislada pueden dirigir el futuro del continente. Debemos guiarnos por las brillantes palabras de Bolívar en 1823; "Concentrar el poder de este gran cuerpo político exige el ejercicio de una autoridad, cuyo solo nombre deberá poner fin a nuestras disputas. Tal autoridad respetada puede existir sólo en una asamblea de plenipotenciarios designados por cada una de nuestras Repúblicas". Pero la unanimidad en tal órgano sería indiscutiblemente imposible, y la insistencia en ella crearía obstáculos insuperables. El dogma de la unanimidad es la desgracia de nuestros tiempos; hace de un recalcitrante alguien más importante que todos los demás juntos. El sistema panamericano está plagado de reservas y disidencia; la mayoría de sus resoluciones no ha sido ratificada por todos los gobiernos. Pero podemos emprender un inicio sin acuerdo unánime. El progreso alcanzado no se ha logrado mediante la palabra escrita, mucho menos por consentimiento unánime; lo que ha avanzado es la fuerza moral de los principios. Además, ésta es la forma en que se hacen los más grandes avances históricos. Las causas humanas importantes siempre empiezan en las mentes de los profetas; los hombres de genio. Paso a paso se abren vías, pero sólo después de prolongadas luchas logran las ideas de una minoría ganar aprobación universal. Así, se abrirá el camino a un panamericanismo que salve a las masas de la pobreza secular, de la desnutrición y de la ruina; quienes tiren hacia atrás sentirán su aislamiento, y siempre encontrarán la puerta abierta para la cooperación útil.

Encaramos la formidable tarea de ganar la guerra por la libertad. Esto no significa sólo el triunfo de las armas: la victoria sería algo más humano, más noble. Ganar esta guerra es construir un mundo de justicia: de hogares felices, de los cuales se han expulsado los salarios de esclavos, el desempleo y el temor. Tal es la empresa que las dos Américas unidas deben realizar.

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