lunes, 1 de septiembre de 2008

BIOGRAFIA: ALVARO URIBE VELEZ


1. Representante antioqueño del Partido Liberal

Primogénito de los cinco hijos del matrimonio formado por el terrateniente y ganadero antioqueño Álvaro Uribe Sierra y la concejala Laura Vélez Escobar, activa militante en la causa del derecho de las mujeres colombianas al sufragio, su infancia discurrió a caballo entre Medellín y la hacienda que la familia poseía en Salgar, municipio de la subregión Suroeste de Antioquia. Los Uribe se instalaron definitivamente en la capital departamental, Medellín, cuando el muchacho tenía diez años. Sus hermanos menores eran Santiago, María Isabel, María Teresa y Jaime Alberto.

Álvaro se educó en escuelas regidas por las congregaciones Jesuita y Benedictina, y luego en el Instituto Jorge Robledo, una casa de estudios que tradicionalmente ha formado a los vástagos de las clases pudientes medellinenses, donde en 1970 obtuvo el título de bachiller con excelentes calificaciones. Su rendimiento académico era tan bueno que en los cursos quinto y sexto quedó eximido de realizar los exámenes finales. Decidido por la profesión de abogado, se matriculó en la Universidad de Antioquia, donde estuvo activo en las Juventudes Liberales, la rama juvenil del Partido Liberal Colombiano (PL), retornado al Ejecutivo nacional en 1974 de la mano de Alfonso López Michelsen, y tuvo como profesor al jurista de ideas izquierdistas Carlos Gaviria Díaz, futuro magistrado de la Corte Constitucional así como político opositor al Gobierno del ahora estudiante de leyes.

En 1977 Uribe se licenció con honores en las disciplinas de Derecho y Ciencias Políticas y se cualificó para ejercer la abogacía; en lugar de ello, arrancó una brillante y precoz carrera en el servicio público con un pie en los cenáculos políticos del liberalismo. Ya en 1976 estrenó el puesto de jefe de Bienes de Empresas Públicas de Medellín (EPM), hoy el operador de servicios públicos integrales más importante de Colombia, y en 1977, una vez graduado, entró en la administración gubernamental como secretario general del Ministerio de Trabajo, labor que desempeñó hasta agosto de 1978, cuando se produjo el relevo presidencial de López Michelsen por su correligionario Julio César Turbay Ayala. Poco después, Uribe contrajo matrimonio con Lina Moreno, paisana antioqueña y luego profesora de Filosofía, con la que iba a tener dos hijos varones, Tomás y Jerónimo, nacidos en 1981 y 1983, respectivamente.

En marzo de 1980 Turbay le recuperó para el Gobierno como director del Departamento de Aeronáutica Civil, pero en agosto de 1982 cesó en este puesto para posesionarse, con sólo 30 años, de la alcaldía de Medellín, su primer cargo electo en la lista del PL. En los apenas cinco meses que gobernó la ciudad, Uribe impulsó importantes obras de acondicionamiento urbano y dotó de más medios a las fuerzas del orden, pero no faltó quien sospechó la contribución en los proyectos cívicos del Ayuntamiento de los poderosos clanes locales del narcotráfico, que iniciaban una etapa de auge extraordinario y no desperdiciaban la oportunidad de ganar respetabilidad social al tiempo que lavaban el dinero fruto de sus negocios criminales.

Estos supuestos y tempranos vínculos del círculo del joven Uribe con el narcotráfico dibujan la primera faceta controvertida o turbia de la carrera política del futuro aspirante presidencial. Así, según el periodista de El Espectador Fernando Garavito (luego amenazado de muerte por paramilitares y obligado a exiliarse en Estados Unidos) y el investigador Fabio Castillo, autor del libro publicado en 1987 Los jinetes de la cocaína, Uribe, en su etapa al frente de la Aeronáutica Civil, favoreció al cártel de Medellín, concediendo a sus pilotos licencias de vuelo que se emplearon para trasladar en avionetas los cargamentos de droga con una fachada de legalidad.

Siempre según estas informaciones, esgrimidas por los mismos detractores políticos que también le han acusado de connivencias con el paramilitarismo de extrema derecha, Uribe prolongó los compadreos de su padre con las organizaciones de los capos Fabio Ochoa Vásquez y Pablo Escobar Gaviria después de que don Álvaro fuera asesinado el 14 de junio de 1983 en su finca de Las Guacharacas cuando intentaba defenderse de un intento de secuestro por un comando de la guerrilla marxista Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).

Al entierro del conocido hacendado, propietario de unas 25 grandes fincas agropecuarias administradas por la sociedad Inversiones Uribe Vélez pero últimamente acosado por las deudas, asistió el entonces presidente de la República, Belisario Betancur Cuartas, del Partido Social Conservador (PSC). Durante las exequias, el huérfano declaró a la prensa que el Ejército precisaba de más medios para ganarle la partida a las diversas guerrillas entonces activas en su desafío al Estado, la mayoría de las cuales profesaban ideologías de extrema izquierda, a la sazón estudiadas -aunque no compartidas- por él por puro interés intelectual. Fabio Castillo sugiere que la agresión contra Álvaro Uribe Sierra estuvo ligada a sus andanzas en los ámbitos del narcotráfico y la contrainsurgencia paraestatal.

Se asegura que este dramático suceso fue un revulsivo para las convicciones de Uribe, que se deshizo de la mayoría del patrimonio rural, que como primogénito le tocó en herencia, para concentrarse en su carrera política en el seno del PL. En 1984 regresó al Ayuntamiento de Medellín como mandatario de una concejalía y al año siguiente fundó junto con su primo y correligionario Mario de Jesús Uribe Escobar, diputado a la Asamblea de Antioquia, un movimiento regional denominado Sector Democrático, el cual, dos décadas más tarde, iba a dar lugar al Partido Colombia Democrática, con Mario Uribe al frente.

En las elecciones legislativas del 9 de marzo de 1986 el edil ganó el escaño de senador, mandato que renovó por otro cuatrienio el 11 de marzo de 1990. En estas dos legislaturas, correspondientes a las presidencias de los liberales Virgilio Barco Vargas y César Gaviria Trujillo, Uribe participó en la elaboración y ponencia de varias leyes de alcance social, y en particular fue el promotor de la Ley 50/1990, profunda reforma del mercado de trabajo que concitó un fuerte rechazo de los sindicatos. Fue asimismo presidente de la Comisión Séptima.

Sus propuestas de regusto neoliberal en el ámbito socioeconómico, sus presuntas simpatías por las organizaciones de paramilitares, en auge y responsables de algunas de las peores violaciones de los Derechos Humanos en el contexto de una violencia general con múltiples rostros que causaba miles de muertes al año, y su misma personalidad disidente y perfilada, combinando las formas calmosas con las opiniones vehementes, fueron otras tantas razones que le aparejaron a Uribe numerosos enemigos, una inquina que iba a manifestarse en los varios intentos de asesinato registrados en los años siguientes. Uno de los primeros atentados que sufrió el senador se produjo a comienzos de la década de los noventa, cuando salió indemne de la bomba que los terroristas hicieron detonar en la habitación del hotel en que se alojaba.

La fama de Uribe de liberal díscolo se remonta a algunos encontronazos que tuvo con el ex ministro y pronto presidente Ernesto Samper Pizano en 1993, cuando éste le pidió que contribuyera a su campaña presidencial no defendiendo el proyecto de ley que integraba al sector privado en el sistema de la Seguridad Social y que disgustaba a los sindicatos. Por otro lado, aquel mismo año terminó un posgrado en Administración y Gerencia, y siguió un curso sobre Negociación de Conflictos, ambos impartidos por la Universidad de Harvard. En sus ocho años en la Cámara alta del Congreso, Uribe fue distinguido como Senador Estrella en 1990, Senador de Mejores Iniciativas, por los medios de comunicación, y Mejor Senador en 1993.

2. Gobernador departamental y supuestos vínculos con el paramilitarismo

El 30 de octubre de 1994 Uribe plantó un nuevo jalón en su carrera al ser elegido en las urnas gobernador del departamento de Antioquia, con mandato desde el 2 de enero de 1995 hasta el 31 de diciembre de 1997. Su contrincante fue el conservador Alfonso Núñez Lapeira, al que derrotó por sólo 418 votos. Su gestión se caracterizó por la dotación de miles de plazas escolares y de formación profesional a campesinos y jornaleros con baja cualificación, el desarrollo de los bancos cooperativos y de crédito agrario, la conexión de muchos municipios a la red telefónica y la pavimentación de carreteras. Podando vigorosamente la nómina de funcionarios y el parque móvil departamental, el Gobierno de Antioquia obtuvo un ahorro que invirtió en el Servicio Seccional de salud, considerado el de mayor cobertura del país.

Pero también en esta ocasión menudearon las críticas a su gestión pública. Desde organizaciones pro Derechos Humanos y partidos políticos de izquierda, tanto de Colombia como del extranjero, no hubieron dudas de que la puesta en práctica por Uribe en Antioquia del modelo de "Estado Comunitario", cuya principal característica consistía en la participación ciudadana en la ejecución de las decisiones del Gobierno que más directamente le atañían, incluyó una estrategia de rearme e implicación de la población civil en la lucha contra la subversión guerrillera de las FARC y del menos fuerte Ejército de Liberación Nacional (ELN).

Así, el programa, auspiciado por la Universidad de Harvard, de capacitación de 82.000 personas en la Negociación Pacífica de Conflictos y la subsiguiente implantación en el medio rural de las Cooperativas o Asociaciones de Seguridad Privada Convivir -creadas por el Ministerio de Defensa en febrero de 1994 y útiles a los dispositivos de inteligencia del Ejército-, fueron denunciados desde aquellos ámbitos por servir de instrumentos a terratenientes en sus acciones abusivas contra comunidades campesinas y, sobre todo, por dar cobertura a los desmanes de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), constituidas oficialmente el 18 de abril de 1997 por varias agrupaciones paramilitares operativas en Córdoba, Urabá, los Llanos Orientales, el Magdalena Medio y otros puntos del país, que durante la gobernación de Uribe usaron Antioquia para extender su radio de acción. Eso, si no participaron los propios cooperativistas en algunas acciones criminales contra paisanos sospechosos de simpatizar y colaborar con las guerrillas.

En añadidura, a Uribe se le relacionaba con altos oficiales del Ejército expedientados por su connivencia con las AUC, responsables de masacres y atrocidades sin cuento. Sobre este particular, está documentado que Uribe pronunció un discurso de desagravio al general Rito Alejo del Río luego de que la justicia nacional le acusara de fomentar el paramilitarismo en Urabá –según organismos defensores de los Derechos Humanos, en los tres años de gobernación de Uribe sólo en esta región norteña se cometieron 33 masacres con un saldo de 223 muertos- y de que el Gobierno de Estados Unidos le retirara el visado por estar involucrado en violaciones humanitarias.

Uribe, en entrevistas concedidas a los medios, intentó dejar zanjadas todas estas imputaciones (que, dicho sea de paso, nunca han dado pie a una denuncia ante los tribunales, seguramente por no poder aportarse pruebas válidas ante un juez), negando lo que pudiera concernirle personalmente así como la naturaleza paramilitar o criminal de las asociaciones Convivir, a las que definió como unas organizaciones de particulares que cooperaban con la Fuerza Pública, vigilando e informando, en las tareas de seguridad.

Algún medio de comunicación recordó que siendo gobernador, Uribe, paradójicamente, ofreció una zona desmilitarizada a las guerrillas para facilitar eventuales diálogos de paz y hasta creó una comisión facilitadora con miembros de las FARC y los paramilitares comandados por Carlos Castaño Gil, principal artífice de las AUC y faccioso con un historial en extremo sanguinario. Esta iniciativa, que en su momento provocó una fuerte polémica nacional y que puede interpretarse como la otra parte de una estrategia del palo y la zanahoria con los rebeldes, fue oportunamente ignorada por sus estrategas de campaña para las elecciones de 2002.

El caso fue que cuando dejó la gobernación de Antioquia, Uribe disfrutaba de una base de apoyos entre los latifundistas ultraconservadores del departamento que le iba a resultar muy útil en futuras lides políticas. Ahora bien, tampoco aparecía entonces como un mero valedor de los intereses oligárquicos, teniendo en cuenta que en el Gobierno antioqueño consultó y repartió responsabilidades a tecnócratas, empresarios, políticos liberales y conservadores, ex combatientes reinsertados de las disueltas guerrillas Movimiento 19 de Abril (M-19) y Ejército Popular de Liberación (EPL), y dirigentes indígenas. Los que habían trabajado a sus órdenes resaltaban en él una rara amalgama de rigidez prusiana, autoritaria y no exenta de irascibilidad, y de capacidad para el diálogo y la delegación de poder.

3. Candidato liberal independiente en las presidenciales de 2002

Liberado de las funciones públicas el último día de 1997, Uribe aprovechó para ampliar su bagaje académico y en 1998, año en que alcanzó la Presidencia de la República el conservador Andrés Pastrana Arango en sustitución de Samper, obtuvo una beca Simón Bolívar del British Council de Bogotá y fue nombrado senior associate member del Saint Anthony’s College de la Universidad de Oxford. En 2000 abandonó su despacho de docente en Oxford para sumarse a la campaña del candidato del PL para las presidenciales de 2002, Horacio Serpa Uribe, ministro del Interior con Samper, que ya lo había intentado en 1998 frente a Pastrana.

Sin embargo, Uribe no tardó en discrepar con Serpa a propósito de la manera en que Pastrana estaba manejando el proceso de paz con las FARC, iniciado oficialmente el 7 de enero de 1999, y de la postura oficial del PL ante tan delicada empresa. Serpa sostenía la necesidad de negociar con la potente guerrilla liderada por el comandante Manuel Marulanda Vélez, alias Tirofijo, sobre la base de la llamada Zona de Distensión del Caguán, un área de 42.000 km² en el departamento de Caquetá que fue evacuada por el Ejército y entregada a la guerrilla el 7 de noviembre de 1998; Uribe, no sólo consideraba esta cesión previa una claudicación intolerable del Estado, sino que apostaba por someter a los subversivos al imperio de la ley. Pero las divergencias tenían un trasfondo más profundo: Uribe representaba bien los sectores más a la derecha del liberalismo, en tanto que Serpa encarnaba la tendencia socialdemócrata del partido.

El ex gobernador decidió entonces lanzar su propia candidatura presidencial, que necesariamente había de financiar y promocionar al margen del aparato del PL. Algunos comentaristas indicaron posteriormente que a finales de 2000 su intención habría sido presentarse, no a las elecciones de 2002, sino a las de 2006, ya que él mismo entendía que tenía nulas posibilidades frente a Serpa y más bien pocas frente a la independiente Noemí Sanín Posada de Rubio, popular ex ministra de Exteriores con Gaviria.

Ahora bien, el desarrollo negativo del proceso de paz en las condiciones pactadas por Pastrana, que arruinó la credibilidad del presidente y dificultó la argumentación de quienes, como Serpa, insistían en ser pacientes y no caer en el desaliento, brindó un caldo de cultivo para las tesis de Uribe. A lo largo de 2001, el político medellinense divulgó sus análisis de la situación del país y sus propuestas de cambio de rumbo, con una franqueza y una contundencia gratas a los cada vez más numerosos colombianos hastiados de escuchar pronósticos irreales sobre la paz y la recuperación económica, según discurría el acontecer diario saturado de malas noticias en todos los ámbitos.

Por ejemplo, Uribe se descolgó de los demás candidatos cuando dijo no oponerse a que tropas extranjeras combatieran el narcotráfico, inquietante derivación del Plan Colombia apalabrado por Pastrana y Bill Clinton, por el que Estados Unidos se comprometía a realizar inversiones millonarias en Colombia a cambio de su implicación en la destrucción de la producción cocalera. Posteriormente, Uribe se ratificó en la necesidad de desarrollar el apartado militar de dicho plan y de aceptar la logística y la asesoría estadounidenses, pero sin necesidad de que tropas de ese país asistieran al Ejército colombiano en las operaciones de combate. También, propuso extender al conjunto del país las controvertidas Asociaciones Convivir de Antioquia, cambiar el servicio militar obligatorio por uno docente e igualmente obligatorio para inculcar valores cívicos y patrióticos y de paso reducir el analfabetismo, y se distanció del duopolio tradicional del PL y el Partido Conservador Colombiano (PCC, la vieja denominación del PSC, ahora recuperada).

Uribe se presentó como un hombre "con cuatro obsesiones", a saber: "la derrota de la politiquería, la derrota de la corrupción, la derrota y la superación de la violencia, y el compromiso con la inversión social". Rechazaba que se le etiquetara de derechista y autoritario, y, trazando la cuadratura del círculo ideológico, se definía a si mismo como "un demócrata con sentido de la autoridad y un capitalista con vocación social", ajeno al "Estado clientelista" imperante en Colombia.

La belicosidad y la precisión de sus opiniones a propósito del fenómeno insurgente-terrorista se tornaban esquivez y ambigüedad cuando se le preguntaba sobre si seguía perteneciendo al PL o si era un político independiente. Explicaba que no tenía ambages en tomar para su proyecto una u otra visión de cada partido en un ejercicio de pragmatismo y que su postulación era "liberal, disidente y multipartidista". Sus detractores de la izquierda sostenían que cumplimentaba el proyecto político de las clases dominantes y el gran capital, los intereses de Estados Unidos y la cultura de la militarización a ultranza en la lucha contrainsurgente, aunque con una imagen moderna y tecnificada.

Al despuntar 2002, Uribe ya adelantaba a Serpa en las preferencias preelectorales, pero el colapso definitivo del proceso de paz el 21 de febrero le catapultó a la condición de muy probable ganador de la primera vuelta. En efecto, el fracaso total de la estrategia de Pastrana apoyada por Serpa pareció dar la razón al aspirante alternativo en su tesis de que con las FARC, empeñadas en desairar a sus interlocutores con provocaciones constantes y responsables de una escalada de agresiones indiscriminadas a la sociedad civil, no cabía el diálogo formal en estos momentos, ya que carecían de honorabilidad y estaban envalentonadas por las concesiones del Estado.

Además, los ataques del 11 de septiembre de 2001 de Al Qaeda contra Estados Unidos crearon un estado de opinión internacional receptivo a su valoración de que en Colombia no había ni una guerra ni un conflicto interno, sino "un terrorismo a cargo de grupos armados contra el resto de la sociedad", problema que exigía soluciones expeditivas. Por de pronto, la decisión de Pastrana de recuperar manu militari la Zona de Distensión de Caquetá constituyó, no sólo el reconocimiento de lo insostenible del actual estado de cosas, sino la adopción antes de terminar el mandato de una medida popular que Uribe venía propugnando desde que se lanzó a la lid presidencial.

En la recta final de la campaña, todos los contrincantes de Uribe se apresuraron a asumir el discurso de mano dura contra los grupos violentos, verdugos de más de 2.000 civiles sólo en 2001 (guerrillas y autodefensas se repartían la autoría de los asesinatos a partes iguales), mudanza que le perfiló como el candidato que siempre había sostenido lo mismo y no había intentado satisfacer a propios y extraños. Este forzar a los demás a que le tomaran como la referencia y no al contrario fue considerado por algunos comentaristas como un rasgo nato de liderazgo.

Factor añadido a su aura de ganador fue el haberse convertido en el blanco de numerosos intentos de asesinato, el último en plena campaña, el 14 de abril, cuando una carga de dinamita estalló al paso de su vehículo blindado en una céntrica calle de Barranquilla. El candidato salió ileso de este acto terrorista que, se sospechó, había sido obra de las FARC, pero dos personas resultaron muertas. En la misma ciudad, capital del departamento del Atlántico, Uribe había sido objeto de otro atentado a finales de 2001 mediante una carga explosiva adosada a un burro. Y en septiembre anterior la Policía había desbaratado un plan de las FARC para asesinarle en su sede política de Bogotá mediante la detonación con teléfonos celulares de dos bombas ocultas en sendas biblias.

Tras el atentado de abril, Uribe terminó la campaña con medidas de seguridad extremas y puso fin a las comparecencias en espacios abiertos. La prensa local se preguntó entonces sobre si sólo eras las FARC las interesadas en verle muerto, y recordaron el trágico final de Luis Carlos Galán Sarmiento, el precandidato del PL para las elecciones de 1990, candidato frustrado en 1982 y adalid de la facción Nuevo Liberalismo, comprometido en la lucha contra el narcotráfico, la corrupción y la ineficacia de las instituciones, quien fue asesinado el 18 de agosto de 1989 por sicarios del cártel de Medellín.

Pero Uribe no procedía de esa corriente política del PL, y las comparaciones (que nadie hacía, por otro lado) resultaban aún más peregrinas con el histórico liberal de izquierda Jorge Eliezer Gaitán, asesinado por fuerzas derechistas en 1948, magnicidio que desencadenó el tristemente célebre Bogotazo y más tarde una época muy cruenta de enfrentamientos sectarios, conocida como La Violencia. Lo único que compartían las tres figuras era haber pertenecido al PL y haber ganado muchos enemigos por sus demandas de transformaciones.

No obstante las supuestas aprensiones que su proyecto político pudiera suscitar en determinados círculos tradicionales del poder, en los meses previos a las elecciones presidenciales del 26 de mayo de 2002 Uribe fue ganando adhesiones y declaraciones de apoyo, como las del ex presidente López Michelsen y el general retirado de la Policía Rosso José Serrano, prestigiado por haber desmantelado el cártel de la droga de Cali y debilitado al de Medellín.

Por su parte, las AUC, que integraban a unos 8.000 contraguerrilleros, dieron a entender, sin citarle, que era su candidato, si bien Uribe insistía en que cuando hablaba de erradicar la violencia no hacía distingos entre los grupos que la protagonizaban y que rechazaba cualquier apoyo proveniente del paramilitarismo o el narcotráfico. Por contra, las FARC y sectores izquierdistas denunciaron que su propuesta de un cuerpo de paz civil perseguía legitimar y regularizar las relaciones entre las instituciones del Estado y los escuadrones derechistas.

El mayor golpe de efecto vino del PCC, donde muchos opinaban que con Uribe el pensamiento verdadero del partido, más allá de la estrategia coyuntural de Pastrana, estaba excelentemente representado; efectivamente, el 12 de marzo, dos días después del varapalo sufrido en las elecciones al Congreso a manos del PL, el candidato oficial, Juan Camilo Restrepo Salazar, ex ministro de Hacienda, que apenas llegaba al 2% de intención de voto, anunció su retirada, con lo que el partido del jefe del Estado se quedó sin representante en la lid presidencial por primera vez en su historia.

El 1 de abril Uribe inscribió su candidatura con el aval de un millón de firmas y el respaldo del movimiento cívico Primero Colombia, articulado para la ocasión. Aunque no disponía de facción propia en el Congreso, contaba con las adhesiones directas de 55 de los 102 senadores elegidos el 10 de marzo en las listas del PL, el PCC y un ramillete de formaciones menores, algunas de nuevo cuño y carácter testimonial, y con ideologías dispares, cuales eran Cambio Radical, Equipo Colombia, Colombia Siempre, Somos Colombia, Conservatismo Independiente, el Movimiento de Salvación Nacional y el Movimiento de Integración Popular (Mipol).

Cumpliendo los mejores pronósticos, el 26 de mayo Uribe se alzó con la victoria sin necesidad de acudir a una segunda vuelta con el 53,1% de los sufragios, seguido de Serpa con el 31,8%, el sindicalista Luis Eduardo Garzón -novedoso representante de la izquierda democrática-, por el Frente Social y Político, con el 6,2%, Sanín, por su Sí Colombia, con el 5,8% y la ex senadora Íngrid Betancourt Pulecio, quien se hallaba secuestrada por las FARC desde el 23 de febrero -crudo testimonio del alcance de la crisis de la seguridad en el país sudamericano-, por el Partido Verde Oxígeno, con el 0,5%. La abstención fue bastante alta, el 53,6%, cinco puntos más que en 1998, y en parte se la achacó al clima de intimidación y amenazas imperante en diversos puntos del país.

Perseverante, perfeccionista, maniático del trabajo y del ahorro, con un aspecto sutil, entre ascético e intelectual, y que no aparentaba los 50 años cumplidos el 4 de julio, Uribe era para unos el futuro Alberto Fujimori de Colombia y para otros el Clark Kent de disimulada musculatura política que el país necesitaba. En su prolijo programa de Gobierno, encabezado por el lema mano firme y corazón grande, este estadista de complicado encasillamiento y facetas enigmáticas ofrecía un "Gobierno serio, eficaz y honrado", pero "no milagroso", incompatible con "la demagogia y el populismo", y aseguraba que se haría "moler para cumplirle al país".

Tres eran los terrenos en que ofrecía cambios y soluciones, que de ejecutarse le asegurarían una apretadísima y altamente complicada agenda de Gobierno. En el primero y más acuciante, el de la violencia y la inseguridad, formulaba el concepto de "seguridad democrática", que pasaba por movilizar a un millón de voluntarios en tareas de resistencia civil, asistencia humanitaria y auxilio a las fuerzas del orden, lo que él denominaba "una especie de cascos azules a la colombiana", que incluso podrían contar con el aval de la ONU como fuerzas de paz.

Este esfuerzo, proseguía, se haría simultáneamente al desarrollo del Plan Colombia (1.300 millones de dólares comprometidos por Estados Unidos) con hincapié en su apartado militar, a la promulgación de un estatuto antiterrorista que facilitara la persecución de los delincuentes, y a la duplicación en el plazo de dos años de los efectivos de combate del Ejército, hasta alcanzar los 100.000 soldados -momento en que la institución castrense podría profesionalizarse-, y de la Policía, hasta los 200.000 agentes.

En segundo lugar, proponía una reforma política de alcance, con la creación de un Congreso unicameral de 150 miembros, la eliminación del Consejo Superior de la Judicatura y la vía libre a los departamentos para que se fusionaran y formaran regiones a las que se dotaría de Gobierno y Parlamento autónomos. El objetivo de estos profundos cambios era siempre el mismo: limitar la burocracia, mejorar la administración y reducir drásticamente los gastos suntuarios y los privilegios de los servidores públicos.

Las mismas vocaciones de ahorro y de distanciamiento de los intereses de los grandes grupos corporativos presidían su enfoque de la recuperación de la economía, que sólo creció un 1,5% en 2001. Entre críticas al modelo neoliberal "porque abandona lo social a la suerte del mercado" y al "cuento" de las privatizaciones que esgrimían "los politiqueros", Uribe apostaba por dotar más recursos al rico tejido productivo de cooperativas, microempresas y demás asociaciones laborales, prometía préstamos blandos, exenciones tributarias y el mantenimiento de créditos a los productores agropecuarios, y anunciaba una severa penalización de la evasión fiscal.

Ahora bien, los observadores daban por hecho que Uribe continuaría y, más aún, potenciaría el diálogo con el FMI, el Banco Mundial y otros organismos multilaterales de crédito para reestructurar la deuda externa, que ya alcanzaba los 40.000 millones de dólares, y para financiar sus proyectos de "revolución educativa" y de creación de empleo, cuando la tasa de paro ascendía al 25% en todo el país y hasta el 45% en el campo. En añadidura, hablaba de "erradicar la miseria" (más de la mitad de los 42 millones de colombianos era pobre en mayor o menor grado) y de potenciar el sistema de la Seguridad Social en su noción de servicio público, pero descargando al Estado de responsabilidades y endosando a "entidades sin ánimo de lucro" la prestación del régimen subsidiado de salud.

El presidente electo, primer mandatario, a todos los efectos, no del PL o del PCC desde que estas dos formaciones históricas pusieran fin a la guerra de facciones e iniciaran la alternancia pacífica en el poder en 1904, reiteró su oferta a las FARC de retornar a la mesa de negociación con la mediación internacional y un horizonte de reinserción en la sociedad civil, pero sin Zona de Distensión y con una tregua previa en firme.

La pretensión de Uribe era ganarle a la organización de Marulanda también la batalla militar, ya que la política y propagandística parecía haberla perdido irremisiblemente la guerrilla tras los sucesos el 11 de septiembre de 2001, y quebrar su empecinamiento en doblegar al Estado antes de retomar el diálogo, objetivo más que complicado en tanto no se cercenara su poderío financiero, que tenía como pilares el negocio de la droga y toda una industria del secuestro (para el cobro de gravosos rescates y la extorsión de voluntades, aunque los rebeldes también terminaban asesinando caprichosamente a muchas de sus víctimas, luego el móvil económico o el chantaje político no estaban siempre claros), y que le había permitido incrementar su fuerza de combate hasta los 17.000 hombres, y no se desplazaran al teatro de operaciones nuevos y sofisticados sistemas de armamento y de seguimiento proporcionados por Estados Unidos.

Entre los analistas, una pregunta era recurrente: cómo iba a costear Uribe su ambiciosa cruzada de ley y orden, llegándose a la conclusión de que sólo gracias a una cooperación internacional de decidido carácter político y concertada, ayudando a Colombia a reprogramar los pagos de su deuda y negando las pretensiones de legitimidad de las guerrillas (es decir, presionándolas en firme, como se había hecho, por ejemplo, con la UNITA de Angola), podría el Gobierno someter a éstas. Achicarlas, en capacidades y pretensiones, antes de retomar la vía dialogada, que no rendirlas incondicionalmente, ya que su aplastamiento militar parecía estar fuera del alcance del Estado en estos momentos.

Por otro lado, organizaciones sociales y humanitarias expresaron sus temores a que el propósito de Uribe de involucrar masivamente a la sociedad civil en el esfuerzo contrainsurgente librado por los órganos de seguridad agravara un estado de violencia asfixiante en extensas áreas del interior rural y campestre que sólo su naturaleza multiforme y caótica impedía denominar con unanimidad de guerra civil, y amparara groseras violaciones de los Derechos Humanos perpetradas por grupos de poder fácticos, con el consiguiente retroceso de los valores democráticos.

Antes de tomar posesión del cargo, Uribe, convertido en una especie de presidente de facto gracias al eclipse de Pastrana, salió fortalecido por la inclusión, el 12 de junio, de las FARC por la Unión Europea en su lista negra de grupos terroristas, y por el anuncio, el 20 de julio, de la "disolución" de las AUC (que había precedido a la guerrilla en la calificación de terrorista por la UE) por boca de Carlos Castaño. Acontecimiento más publicitario que sustancial o verdadero declive del frente paramilitar como consecuencia del acoso gubernamental e internacional sufrido en el último año, el tono posibilista de Castaño supuso el primer éxito de Uribe siendo aún presidente electo.

Empero, la violencia arreció en la ceremonia de transmisión de poderes el 7 de agosto, a la que asistieron los cinco ex presidentes colombianos vivos y varios titulares del subcontinente. Pese al descomunal cordón de seguridad militar, las FARC mataron a 17 personas en Bogotá con el lanzamiento mediante morteros de granadas de dinamita y hasta alcanzaron con estos artefactos caseros el palacio del Congreso minutos antes de iniciarse la investidura.

En el discurso inaugural, Uribe sintetizó sus ambiciosas propuestas de cambios y reformas a todos los niveles, pero omitiendo alharacas y triunfalismos: en lugar de una "victoria" contra la violencia habló de una mera "contención", y en vez de "milagros" anunció "voluntad política" para sacar adelante el recorte generalizado de "gastos y números". Partiendo del ineludible cese de las hostilidades, el mandatario ofreció a las FARC un "diálogo útil" con el auspicio de la ONU.

4. La Política de Seguridad Democrática y la desmovilización de las autodefensas

El debut presidencial de Uribe aconteció en unas circunstancias especialmente difíciles. El 11 de agosto, la intensificación de los ataques de las FARC le empujó a declarar el estado de conmoción interior o de excepción por un período de 90 días prorrogable.

Al facultar al Ejecutivo para adoptar medidas extraordinarias por decreto y asumir funciones legislativas, la excepcionalidad constitucional reforzó los temores en sectores de la sociedad civil a un debilitamiento del equilibrio institucional y al menoscabo de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos. Así, en septiembre, el Gobierno estableció en los departamentos de Arauca, Bolívar y Sucre dos Zonas Especiales de Rehabilitación y Consolidación –que posteriormente fueron declaradas inconstitucionales por la Corte-, donde las autoridades competentes estaban habilitadas para realizar detenciones de sospechosos sin orden judicial, interceptar las comunicaciones privadas y restringir los movimientos de las personas.

Sin embargo, el grueso de la opinión pública acogió de buen talante la aplicación del nuevo impuesto sobre las fortunas para financiar el esfuerzo de guerra y la puesta en marcha, con la creación de las primeras redes de cooperantes e informadores civiles, de la Política de Defensa y Seguridad Democrática (PSD), cuyo documento marco fue presentado por el presidente y la ministra de Defensa, Marta Lucía Ramírez de Rincón, en el departamento de Putumayo el 29 de junio de 2003.

En su exhaustivo articulado, la PSD diagnosticaba los tipos de amenazas que infligían las diversas "organizaciones armadas ilegales" activas en Colombia, a saber, el terrorismo, el homicidio, el secuestro y la extorsión (en 2002, las FARC, el ELN, las AUC y otros grupos menores habían capturado a más de 2.000 personas, entre ellas un centenar largo de funcionarios públicos y cargos políticos electos), el narcotráfico, el tráfico de armas y las finanzas ilícitas. En consecuencia, fijaba seis "líneas de acción".

Éstas eran: la coordinación de todas las actuaciones del Estado a través del Consejo de Seguridad y Defensa Nacional y la Junta de Inteligencia Conjunta; el fortalecimiento del sistema judicial y las instituciones armadas y de seguridad (Fuerzas Militares, Policía, aparato de inteligencia); la recuperación y consolidación del control del territorio nacional que había estado o seguía en manos de guerrilleros y autodefensas, así como la eliminación del negocio de las drogas ilícitas y la desarticulación de las finanzas de las organizaciones narco-terroristas; la protección de las personas y las infraestructuras; la promoción de la "cooperación voluntaria y patriótica de los ciudadanos en cumplimiento de sus deberes constitucionales y en aplicación del principio de solidaridad que exige el moderno Estado social de derecho", a través de redes de cooperantes y programas de recompensas, más el refuerzo de la cooperación internacional en este terreno; y por último, la comunicación a la población de las políticas y acciones del Estado.

Uribe puntualizó que la PSD no pretendía otra cosa que garantizar la vigencia del Estado de derecho y fortalecer la "autoridad democrática" en todo el territorio nacional, lo que suponía un radical distanciamiento de las doctrinas de seguridad nacional "profesadas por regímenes autoritarios, partidarios de la hegemonía ideológica y la exclusión política", tan en boga en América Latina en las décadas de los setenta y ochenta del siglo XX, cuando más que finalizar la violencia se pretendió exterminar el comunismo y otras opciones políticas de izquierda o progresistas. Más aún, la PSD contenía una verdadera "hoja de ruta" o "carta de navegación" que fijaba las condiciones para el desarme y la desmovilización de guerrilleros y paramilitares. Optimista, el Gobierno se concedió a sí mismo un plazo máximo de año y medio para debilitar a los ilegales antes de abordar eventuales procesos particulares de paz. El estímulo de las deserciones iba a ser la táctica más empleada por las autoridades.

El marco asimétrico de la PSD, que otorgaba en todo momento la primacía al Estado y negaba a los facciosos en armas la posibilidad de negociar en pie de igualdad, fue despreciado por las FARC, acogido con cautela por el ELN y asumido, según hicieron constar a mediados de octubre, por unas autodefensas sumidas en una crisis de identidad por las divisiones internas, la participación de algunos de sus dirigentes en actividades no contraguerrilleras (narcotráfico, extorsión) y la menor condescendencia del Ejército frente a sus terribles desafueros; más aún, los soldados ya estaban combatiendo en firme a los ultraderechistas, e infligiéndoles cuantiosas bajas. La desmovilización de los paramilitares fue, por tanto, el primer proceso gestionado por el Ejecutivo con la PSD en la mano; su conclusión positiva, sin embargo, estuvo trufada de polémicas y puntos oscuros.

El 29 de noviembre de 2002, a rebufo de los feroces combates librados por las Fuerzas Militares y las guerrillas en la Comuna 13 de Medellín (la denominada Operación Orión, desencadenada el 16 de octubre) y como culminación de la "fase de acercamiento" discurrida en las últimas semanas, Carlos Castaño y Salvatore Mancuso Gómez, máximos jefes de las AUC, notificaron el comienzo por su grupo el 1 de diciembre de una tregua indefinida. El Bloque Central Bolívar y la Alianza Oriente, siguientes organizaciones paramilitares en importancia, adoptaron igual paso días después. Satisfecho el principal e innegociable prerrequisito, el cese de las hostilidades, Uribe movió pieza el 23 de diciembre creando una Comisión Exploratoria de Paz para canalizar los contactos y a cuyo frente puso al Alto Comisionado para la Paz, Luis Carlos Restrepo Ramírez.

Las conversaciones formales con las AUC arrancaron el 22 de enero de 2003 y el 15 de julio siguiente alumbraron en Santa Fe de Ralito, área rural del municipio de Tierralta del departamento de Córdoba y base de operaciones de Mancuso, un Acuerdo para contribuir a la paz en Colombia que daba por finiquitada la "fase exploratoria" y daba luz verde a una etapa de negociación oficial. Los signatarios asumían una serie de compromisos: los paramilitares, la desmovilización gradual de sus aproximadamente 10.000 hombres desde finales del año en curso hasta el 31 de diciembre 2005 a más tardar; el Estado, la facilitación de dicho proceso estableciendo "zonas de concentración" con garantías jurídicas temporales y adelantando los mecanismos de reinserción de los ex combatientes en la sociedad civil. La verificación del proceso correría a cargo de la OEA.

La misteriosa desaparición de Carlos Castaño a mediados de abril, entre insistentes rumores de graves disensiones internas y luego de retirarle sus pares el rol interlocutor en las negociaciones con el Gobierno (posteriormente se supo que Castaño había sido asesinado por orden de su propio hermano, Vicente, refractario a la desmovilización, por haberse mostrado dispuesto a negociar con las autoridades antidroga de Estados Unidos, que le incriminaban en el tráfico de cocaína, y a apartar a la organización del negocio de los narcóticos), no impidió a las AUC suscribir el 13 de mayo de 2004 el Acuerdo de Fátima para la creación de la Zona de Ubicación de Tierralta.

El 1 de julio de 2004, arriesgado a última hora por el breve secuestro del ex senador José Eduardo Gnecco Cerchar, principiaron en la zona de ubicación centrada en Santa Fe de Ralito el proceso de concentración de las autodefensas y el diálogo oficial sobre el desarme, la reinserción subsidiada, la sustitución de los cultivos de coca y los aspectos judiciales. El 25 de noviembre, con casi un año de retraso sobre el calendario esbozado en el Acuerdo de Santa Fe de Ralito, depusieron las armas los 452 integrantes del Bloque Bananero de las AUC. El 10 de diciembre les siguieron Mancuso, el comandante Camilo del Bloque Catatumbo y los 1.585 hombres a sus órdenes

En los meses siguientes, nuevos contingentes de paramilitares renunciaron a la violencia, pero en sectores de la opinión pública cundió la sensación de que quienes eran responsables de terribles violaciones de los Derechos Humanos podrían no responder de sus crímenes ante la justicia, recibiendo impunidad a cambio de la paz. El oscurantismo, la confusión y el trasiego de versiones y enmiendas precedieron la aprobación por el Congreso el 22 de junio de 2005 del marco jurídico del proceso de desmovilización de los paramilitares, la Ley de Justicia y Paz, que establecía penas máximas de cinco a ocho años de privación de libertad para los acusados de delitos graves, confesados en "versión libre" por los propios desmovilizados como requisito para recibir los beneficios legales o que el Estado pudiera probar a posteriori, y que protegía contra la apertura de procesos de extradición a Estados Unidos, excluidos aquellos que ya estuvieran en curso.

La Ley de Justicia y Paz fue criticada desde la ONU, por políticos de distintas tendencias y con más énfasis por las ONG defensoras de los Derechos Humanos y las propias víctimas: les parecía demasiado indulgente con los paras, que recibían un estatus de delincuentes políticos y que además se hacían acreedores de retribuciones económicas, hasta el punto de recordarles una "amnistía encubierta". Sus partidarios del oficialismo, por el contrario, destacaron la salvaguardia de los principios de justicia y reparación, y de manera más o menos explícita indicaron que si el rigor penal hubiese sido mayor, las autodefensas no habrían aceptado reinsertarse.

El propio Uribe reconoció que la Ley tenía lagunas y no era modélica –llegó a calificar de "injustas" algunas de sus previsiones-, pero tales eran, opinaba, "los costes de la paz". Ahora bien, el presidente negó de plano que se hubiese prometido a Mancuso y los otros jefes "salvarles" de la extradición a Estados Unidos, y recordó que la Constitución colombiana excluía figuras como la amnistía o el indulto para los autores de delitos atroces y homicidios cometidos fuera del combate.

5. El desafío de las FARC: entre la guerra sin cuartel y el Acuerdo Humanitario

Mientras tendía la mano a las AUC y las demás agrupaciones paramilitares, Uribe descargaba todo el peso de la fuerza armada del Estado en la principal organización guerrillera, las FARC, y en los emporios de la criminalidad común. Su apuesta era por la firmeza: si la guerrilla, que seguía considerándose a sí misma una insurgencia armada sustentada en un ideario marxista y autolegitimada como parte beligerante de un conflicto interno y con estatus político pero que en la práctica venía comportándose como una organización básicamente criminal y narco-terrorista, no quería acogerse al marco de paz condicionado que le ofrecía el Estado, éste se encargaría de desnivelar la relación de fuerzas hasta obligarla a claudicar.

La exigencia de la entrega a los guerrilleros de una zona desmilitarizada, a tenor de la experiencia de la Zona de Distensión concedida por Pastrana, fue rechazada por un mandatario que llegó a calificar a las FARC de "caterva de bandidos". En cuanto a la lucha contra el narco, ésta no admitía, opinaba, ningún tipo de diálogo o negociación.

Durante el primer cuatrienio presidencial, la hemorragia de bajas ocasionada a las FARC entre muertos, prisioneros (en enero de 2004 cayó Simón Trinidad, de verdadero nombre Ricardo Palmera Pineda, el dirigente de mayor rango capturado hasta entonces), desertores y rendidos a las autoridades por propia voluntad (el más destacado, el comandante Rafael Rojas Zúñiga, entregado en abril de 2003) no hizo mella aparente en sus capacidades; lejos de tambalearse, la guerrilla golpeó una y otra vez con saña, cometiendo actos de crueldad extrema en los que se adivinaba el afán de venganza, si no el sadismo.

Los atentados con coches bomba perpetrados en Bogotá y Neiva el 7 y el 14 de febrero de 2003, en los que perecieron 53 personas, indicaron la intención de las FARC de extender la violencia a las ciudades y prologaron un sangriento rosario de inhumanidades: las ejecuciones a sangre fría en Urrao, Antioquia, de Guillermo Gaviria Correa, gobernador del departamento, Gilberto Echeverry Mejía, ex gobernador y ex ministro de Defensa, y ocho oficiales y suboficiales compañeros de cautiverio desde hacía un año, en respuesta a un intento de rescate por las fuerzas de seguridad (5 de mayo de 2003); la matanza de 34 campesinos cocaleros en La Gabarra, Tibú, Norte de Santander (15 de junio de 2004); el asesinato de ocho concejales mientras almorzaban en un restaurante e Rivera, Huila (27 de febrero de 2006); o el asesinato, en un aparente intento de secuestro, de Liliana Gaviria, hermana del ex presidente de la República, ex secretario general de la OEA y actual director nacional del PL, César Gaviria, a la sazón uno de los más duros fustigadores políticos de Uribe (27 de abril de 2006).

Además, los guerrilleros tendieron letales emboscadas a columnas de soldados y policías, matando a muchas decenas de uniformados. En añadidura, el 17 de agosto de 2003 los subversivos intentaron derribar el helicóptero que transportaba al presidente en dirección a la localidad antioqueña de Granada mediante ráfagas de ametralladora disparadas desde las montañas.

Los continuos golpes de las FARC obligaron al presidente y sus colaboradores a moderar el optimismo de sus declaraciones y arrojaron serias dudas sobre la efectividad del denominado Plan Patriota, la más ambiciosa operación militar montada contra la guerrilla, cuya segunda y principal fase arrancó en enero de 2004 en los parajes selváticos de los departamentos sureños de Guaviare, Meta, Caquetá y Putumayo: 20.000 soldados, asistidos por unos 800 "asesores" militares estadounidenses (y por un número indeterminado de mercenarios y contratistas de seguridad), intentaron dar un golpe mortal a las FARC decapitando su Estado Mayor, pero fracasaron en este objetivo estratégico.

La sorprendente resistencia de las FARC, pese a la sensible disminución de sus efectivos, a los embates de las Fuerzas Militares perjudicaron menos que los asesinatos en retaguardia de personal civil a su merced la búsqueda del tan traído y llevado Acuerdo Humanitario, expresión genérica para referirse al intercambio de guerrilleros presos por los llamados canjeables, o secuestrados de alto nivel, por su perfil político o su nacionalidad extranjera. La opinión pública debatía dividida tan delicado asunto, ya que el dilema enfrentaba la posibilidad de salvar la vida de los secuestrados y el pactar con los terroristas.

Durante la mayor parte de su primer mandato, Uribe se mantuvo aferrado a las condiciones de partida: las guerrillas debían poner en libertad a todos sus cautivos ("no puede haber secuestrados de primera y de segunda"), y de ninguna manera obtendrían la desmilitarización de zona alguna.

Sin embargo, en septiembre de 2005, con su proyecto reeleccionista a punto de recibir la luz verde legal, el mandatario, a través del comisionado Restrepo, presentó a la guerrilla una propuesta de diálogo para hablar de la liberación de los 56 políticos -Betancourt entre ellos-, soldados y policías, así como los tres estadounidenses que mantenía secuestrados. El encuentro podría tener lugar en Pradera, Valle del Cauca, con las debidas garantías de seguridad. En diciembre siguiente, Uribe confirmó la revisión de los postulados esgrimidos hasta entonces notificando su aceptación de una propuesta conjunta de España, Francia y Suiza para retirar al Ejército de El Retiro, poblado del municipio vallecaucano de Florida. Ningún guerrillero armado podría permanecer allí tampoco.

La concesión de Uribe a las FARC era notable, ya que ofrecía la desmilitarización de hecho y bajo supervisión internacional de dos áreas que eran precisamente las reclamadas por la guerrilla para negociar el canje de los rehenes por unos cuantos cientos de sus combatientes presos. El intercambio humanitario parecía cercano, pero a principios de enero de 2006 la guerrilla informó que rechazaba dialogar con el Estado porque Uribe sólo pretendía "explotar electoralmente" la iniciativa.

El estadista reiteró su disposición a alcanzar el Acuerdo Humanitario durante la campaña de las elecciones presidenciales del 28 de mayo, pero tras su arrolladora victoria en las urnas la frialdad y el escepticismo se apoderaron de sus pronunciamientos. Las FARC no presentaron los "hechos irreversibles de paz" que el presidente les exigía como preámbulo de cualquier negociación. El tono posibilista terminó el 19 de octubre de 2006 con motivo del atentado con coche bomba contra un supervigilado complejo militar de Bogotá, que, aunque no causó víctimas mortales (sí una veintena de heridos), airó al presidente.

La reacción de Uribe fue fulminante: revocó la autorización que había dado a los mediadores para buscar el Acuerdo Humanitario y al día siguiente acudió al lugar del siniestro, las instalaciones de la Universidad Militar Nueva Granda y Escuela Superior de Guerra, para pronunciar un áspero discurso en el que afirmó con rotundidad: "Hoy, el único camino que queda es del rescate militar y policivo de los secuestrados". Y, a modo de autocrítica, se lamentó en los siguientes términos: "Veo que ese lenguaje moderado crea confusión en la ciudadanía (…) desorienta a la Fuerza Pública (…) y lo peor, no atrae a los terroristas hacia la paz. Simplemente, les agranda su ambición terrorista".

La intransigencia radical de las FARC no se contagió a la otra organización guerrillera, el ELN, cuya capacidad de hacer daño al Estado era mucho menor. Los contactos, tímidos y erráticos, adquirieron visos de seriedad en junio de 2004, cuando el vicepresidente de la República, Francisco Santos Calderón, se reunió con el portavoz del grupo, Francisco Galán, encarcelado desde 1992, para sondear la disposición de los elenos a cesar las hostilidades, liberar a los rehenes y renunciar a la violencia a cambio de un reconocimiento político por el Estado. En septiembre de 2005 Galán fue puesto en libertad con carácter temporal para que pudiese ejercer la interlocución con el Gobierno y el 16 de diciembre del mismo año arrancó en La Habana la fase exploratoria de las conversaciones de paz; el comisionado Restrepo y el jefe militar de la guerrilla, Antonio García, encabezaron las respectivas delegaciones.

6. Consolidación del uribismo, reelección en 2006 y el escándalo de la parapolítica

Uno de los aspectos más llamativos de la presidencia de Uribe ha sido la preservación en todo momento de unas altísimas cotas de popularidad, ventaja que le permitió imponer su proyecto de reelección presidencial en 2006, rompiendo la arraigada tradición democrática del único mandato no renovable, y, antes de eso, construir una plataforma política transversal, un oficialismo puramente personalista y ceñido a la compleción del proyecto de un hombre, que ha sepultado la histórica hegemonía bipartidista y su manifestación gubernamental por turnos: el rodillo uribista relegó al PL a un segundo plano en las menguadas bancadas opositoras y convirtió al PCC en un mero satélite sin oferta propia.

Desde el primer día de su mandato, Uribe consiguió transmitir a la mayoría del electorado una imagen positiva de estadista íntegro, pleno de convicciones y entregado sin desmayo a la consecución de los objetivos patrióticos trazados en su política de seguridad democrática. El político antioqueño se presentaba como un hombre de acción y de hechos: hechos realizados, como el goteo de desmovilizaciones de paramilitares y la sensible mejora de las estadísticas de inseguridad y criminalidad en las ciudades, o bien pendientes de realizar, fundamentalmente la derrota de las FARC y la liberación de sus cautivos, pero cuya mera prosecución desde la Casa de Nariño bastaba a su inquilino para protegerse del disfavor popular.

En Uribe casi todo era sui géneris: promocionaba los éxitos propios y dejaba que el personal bajo su mando reportara a bombo y platillo una interminable lista de atentados frustrados y de detenciones de presuntos terroristas (que en algunos casos resultaron ser "falsos positivos"), pero sin dejar de advertir contra la caída en la autocomplacencia y el triunfalismo; era sobrio, dosificaba las subidas al atril y rehuía los baños de masas, lo que en ocasiones dificultaba las acusaciones de instrumentación demagógica.

Pero la oposición del PL y el izquierdista Polo Democrático Alternativo (PDA) no tenía dudas: tras su retórica y abnegación patrióticas, Uribe era un autoritario imbuido de soberbia que apenas podía disimular su vocación caudillista y mesiánica. Los sectores más a la izquierda y otros activos en la defensa de los Derechos Humanos denunciaron la incongruencia que a su entender encerraba la permanente apología del Estado de derecho y la democracia representativa por una persona que en su etapa en la política de Antioquia habría tenido vínculos inconfesables con figuras del paramilitarismo y el narcotráfico.

Esta realidad de fondo permitió al presidente sobreponerse con inusitada rapidez a dos reveses encajados en 2003. El primero vino el 30 de abril, cuando la Corte Constitucional, argumentando defectos en su trámite en el Senado, derogó la segunda prórroga por 90 días del estado de conmoción interior decretado en agosto del año anterior, a la cual le quedaban pocos días para expirar. Entre otras cosas, el auto adverso supuso la inmediata anulación de las Zonas Especiales de Rehabilitación y Consolidación.

Mucha más repercusión tuvo el fracaso presidencial en el referéndum múltiple del 25 de octubre, cuando el Gobierno, bajo el lema de Contra la politiquería y la corrupción, sometió al electorado una reforma política y tributaria que entre otros cambios habría supuesto la reducción de los escaños del Congreso (la propuesta electoral del Congreso unicameral se quedó en el tintero), el recorte de las remuneraciones de los congresistas, la inhabilitación política de los reos de fraude al Estado, el refuerzo de las atribuciones de la Contraloría General de la República, la congelación por dos años de los salarios de los funcionarios y la eliminación de los regímenes fiscales especiales.

Pese a atribuirle las encuestas un 75% de apoyo popular, Uribe no consiguió movilizar a más del 25% de los electores, produciéndose una abstención masiva que arruinó la consulta. Sólo la primera pregunta, la relativa a la "muerte política" de los funcionarios corruptos, alcanzó el umbral de participación y escapó de la invalidación. Eso sí, los que votaron, se pronunciaron abrumadoramente por el sí en las 15 preguntas, cuyo farragoso articulado sin duda disuadió a muchos electores.

Uribe, que no había dejado de repetir que la aprobación de los puntos era imprescindible para el éxito de su política de seguridad, encajó con dificultad un varapalo que no esperaba. El PCC mostró signos de replantearse su apoyo al Ejecutivo. El malestar en el oficialismo se aclaró con las prontas dimisiones de los ministros de Interior y Justicia, Fernando Londoño Hoyos, en la cuerda floja después de que la Superintendencia de Sociedades le impusiera una sanción por la transferencia irregular de un paquete de acciones empresarial, y de Defensa, Marta Lucía Ramírez, la máxima vocera del PSD después del propio Uribe, entre especulaciones sobre su desacuerdo con el alto mando castrense por cuestiones presupuestarias y de contratación de personal. Dos economistas de la más clara línea uribista, Sabas Pretelt de la Vega y Jorge Alberto Uribe Echavarría –sin parentesco con el presidente-, tomaron el relevo a los cesantes.

Repuesto del traspiés del referéndum y en apariencia inmune a los ecos de las protestas de los sectores laborales perjudicados por la reforma de las pensiones, que de todas maneras se estaba ejecutando por la vía parlamentaria, y contrarios también al Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos, Uribe, de manera sutil pero inequívoca, lanzó el debate sobre una ambición personal, la reelección consecutiva en la Presidencia, posibilidad nunca realizada en Colombia que iba a requerir la modificación de varios artículos de la Constitución de 1991 –la cual prohibía la reelección presidencial mediata, mientas que la reelección inmediata ya estaba prohibida en la Carta Magna de 1886- y que tenía garantizadas abundantes dosis de controversia y rechazo social. El jefe del Estado colombiano aspiraba a prolongar su mandato hasta 2010 al considerar que cuatro años no eran suficientes para completar su labor en la lucha contra el terrorismo y el narcotráfico, así como las reformas económicas.

La perspectiva del segundo mandato se hizo más patente en marzo de 2004, cuando la Comisión Primera del Senado dio luz verde a la ardua serie de debates parlamentarios que la enmienda constitucional precisaba. A partir de este momento, el presidente empezó a mencionar el tema implícitamente en sus alocuciones. La maquinaria del ya universalmente conocido como uribismo se empleó a fondo para magnificar la mayoría propresidencial en el Congreso y asegurar el resultado de las votaciones decisivas, actuación que para la oposición alcanzó dimensiones de escándalo por el trasiego de influencias y favores a cambio de votos.

Las instituciones republicanas satisficieron los deseos de Uribe en cuatro actos: el 22 de octubre de 2004 la Comisión Primera de la Cámara de Representantes, por 24 votos contra 9, aprobó el proyecto de reforma constitucional; el 1 de diciembre del mismo año, el plenario de la Cámara hizo lo propio con cada uno de los cinco artículos constitucionales enmendados, por un promedio de 115 votos a favor y 15 en contra, facultando al presidente y al ministro de Justicia para firmar el Acto Legislativo 02 y darle vigencia el 27 de diciembre; el 19 de octubre de 2005, la Corte Constitucional, zanjando una prolongada incertidumbre, avaló la exequibilidad o constitucionalidad de la norma; y por último, el 11 de noviembre siguiente, la Corte se pronunció en favor también de la Ley Estatutaria de Garantías Electorales, instrumento legal complementario al Acto Legislativo 02 de 2004.

La sentencia del 11 de noviembre fue la señal que Uribe estaba aguardando para lanzar oficialmente su candidatura reeleccionista en los comicios de 2006. El 28 de noviembre el mandatario se dirigió a la nación para anunciar su voluntad de postularse de nuevo y posibilitar así que "nuestra patria consolide la seguridad democrática, cumpla las metas sociales de erradicación de pobreza y destierre definitivamente la corrupción".

Uribe arrancó la campaña electoral cómodamente recostado en un conglomerado de siete partidos propresidenciales de centro y derecha, a saber: el PCC, Cambio Radical, Alas Equipo Colombia, Convergencia Ciudadana, Colombia Democrática, Colombia Viva y, en especial, el Partido Social de Unidad Nacional (PSUN), usualmente llamado Partido de la U, una formación que empezó a tomar forma en mayo de 2005 bajo el impulso principal del ex senador liberal Juan Manuel Santos Calderón, primo del vicepresidente Francisco Santos Calderón y hombre de confianza de Uribe, quien le encomendó esta empresa.

Numerosos congresistas en activo, ex miembros del Gobierno y dirigentes retirados del PL y el PCC se unieron a la iniciativa y el 31 de agosto de 2005 el Partido de la U se constituyó formalmente con la adhesión inicial de 17 senadores y 27 representantes. En cuanto al propio Uribe, no se afilió a una colectividad de la que era artífice intelectual y técnicamente mantuvo la condición de hombre sin partido, aunque en las elecciones presidenciales, para cumplir la ley, se dejaría postular de nuevo por la asociación Primero Colombia

De entre los partidos que aceptaban la etiqueta de uribistas, el PSUN alardeaba de ser el más uribista de todos, y aunque su plataforma era más corporativa que ideológica, los perfiles y trayectorias de algunos de sus miembros más notorios indicaban unos planteamientos derechistas. Esta sensación se reforzó y adquirió tintes de alarma en enero de 2006, coincidiendo con una de las etapas más intensas de la desmovilización de las autodefensas (que incrementó los desarmados hasta casi los 20.000 desde el comienzo del proceso), cuando el Partido de la U y Cambio Radical expulsaron de sus filas a varios legisladores y candidatos al Congreso al descubrir que mantenían vínculos con el paramilitarismo.

El escándalo de la parapolítica, la criatura civil e institucional del fenómeno paramilitar, asomaba en el horizonte, pero ahora mismo lo que le tocaba a Uribe era recibir un apabullante respaldo popular en las urnas, como no se recordaba en la centenaria democracia colombiana. El 12 de marzo, en las legislativas, el bloque uribista acaparó en torno al 60% de los votos y metió 93 representantes y 70 senadores en el Congreso, proporcionando al Ejecutivo una confortable mayoría absoluta.

El PL fue la lista más votada para la Cámara, pero en el Senado el PSUN le superó. Haber sacado tres diputados más así como dos senadores menos que un partido que no tenía ni un año de vida y que encima acogía a sólo una parte del uribismo constituyó un fracaso sin paliativos y una humillación para la histórica formación que mantenían a flote César Gaviria y Horacio Serpa. La adopción de un programa de corte socialdemócrata con hincapié en el gasto social no salvó al PL del revés. En cuanto al PDA de Carlos Gaviria y Antonio Navarro Wolff, que representaba la izquierda sin matices, con 14 representantes y 10 senadores, tuvo un debut electoral discreto.

Con estos resultados, apenas quedó margen para la duda sobre lo que iba a suceder en la elección presidencial del 28 de mayo. Todos los sondeos concedían a Uribe la victoria en la primera vuelta, como mínimo con un 55% de los votos y más que duplicando la intención de voto de su perseguidor mejor situado, el polista Gaviria, enfrentado en las urnas con su antiguo alumno universitario. Lo que sucedió fue que Uribe se proclamó presidente para el período 2006-2010 con el 62,2 % de los votos, traducido en papeletas, 7.360.000, millón y medio más que en 2002. Gaviria aguantó el huracán uribista con el 22% y Serpa quedó barrido con el 11,8%. La participación fue del 45,1%, luego algo inferior a la de 2002.

El 7 de agosto de 2006 Uribe tomaba posesión de su segundo y –entonces, con la Constitución en la mano, no había motivos para dudar de lo contrario- último mandato cuatrienal, en presencia de once colegas latinoamericanos. Se hicieron notar las ausencias de cinco dirigentes del llamado eje de izquierda sudamericano: el venezolano Hugo Chávez (con el que las relaciones eran intermitentemente tormentosas), el brasileño Luiz Inácio Lula da Silva, el boliviano Evo Morales, el argentino Néstor Kirchner y el uruguayo Tabaré Vázquez.

En su discurso, Uribe se comprometió a imprimir a su política un giro social para atender el enorme problema de la pobreza, que seguía castigando a la mitad de colombianos pese a las buenas cifras del crecimiento económico y que era el resultado de uno de los sistemas de distribución de la riqueza menos equitativos del continente, y reiteró la oferta de paz a las guerrillas sobre la base de la PSD y a cambio de "hechos irreversibles".

El mandatario no mencionó el balance del proceso de desmovilización de las autodefensas, que según el Gobierno había conseguido el desarme de 30.000 violentos y que permitía hablar de su disolución orgánica. Proceso que, sin embargo, amenazó con descarrilar antes de completarse a finales de año, cuando el colectivo de 59 comandantes paracas recluidos en centros especiales declaró rotos los tratos con el Gobierno por su reciente traslado a un penal de máxima seguridad en el metropolitano de Medellín, medida que según ellos violaba los compromisos acordados, y en protesta por la decisión de la Corte Constitucional, en su sentencia de exequibilidad parcial emitida en mayo, de anular varios puntos polémicos de la Ley de Justicia y Paz, en particular el artículo que equiparaba al paramilitarismo con la sedición, un delito político. Al perder la condición de sediciosos, estos jefes quedaban expuestos a una "inseguridad jurídica" en relación con las extradiciones, que permanecían en suspenso por orden presidencial.

Uribe respondió que el Gobierno no consideraba roto el proceso de paz, pero advirtió que aquellos mandos de las AUC que no acataran escrupulosamente las condiciones del Estado y volvieran a delinquir –se sabía con seguridad que varios de los apresados seguían ordenando la comisión de asesinatos- perderían los beneficios de la Ley de Justicia y Paz, y si tenían procesos de extradición en suspenso, éstos se activarían de nuevo.

A la crisis del proceso de paz con los paramilitares se encadenó la crisis política, de vastas proporciones y estrechamente ligada a la anterior como las dos caras de una misma moneda, que desató el escándalo de la parapolítica, también conocido como Paragate. La conmoción empezó en noviembre de 2006, cuando la Corte Suprema de Justicia (CSJ) abrió una investigación indagatoria a decenas de legisladores departamentales y nacionales por sus presuntos nexos con el paramilitarismo y el narcotráfico.

Las sospechas judiciales apuntaban a una situación de extrema gravedad: varios responsables políticos se habrían conchabado con los grupos paramilitares para obtener de éstos, por medio de la intimidación y la violencia ejercidas contra la población civil en las áreas que controlaban, respaldos electorales necesarios para alcanzar puestos de representación popular en los diversos escalones de la organización del Estado; a cambio, una vez llegados a los cargos, estos políticos y funcionarios habrían desviado dineros para financiar a los escuadrones ilegales, así como colaborado en sus crímenes facilitándoles información y decidiendo con ellos a quiénes había que matar o secuestrar.

Los interrogatorios judiciales dieron pie a decenas de arrestos y encarcelamientos por sospechas fundadas de actuaciones delictivas. Entre los primeros detenidos y procesados penalmente estuvo el senador Álvaro Araújo Castro, miembro de Alas Equipo Colombia y hermano de la canciller María Consuelo Araújo, la cual, en un duro golpe para Uribe, que apostó por sostenerla hasta el último momento pero que no pudo esquivar las presiones estadounidenses, presentó la dimisión el 19 de febrero de 2007.

La sangría política se prolongó durante todo 2007 y la primera mitad de 2008, con explosivas repercusiones en el debate público. En abril de 2007 el Paragate alcanzó a Mario Uribe, el jefe de Colombia Democrática y el primo del presidente, quien fue ligado por Salvatore Mancuso, preso en la cárcel de máxima seguridad de Itagüí, a su persona: según éste, el senador se había reunido "una o dos veces" con él para tratar posibles apoyos políticos de las AUC en municipios cordobeses.

El ventilador puesto en marcha por el mandamás de las AUC, quien se había jactado de que el "35% del Congreso" estaba bajo el control de su organización y que ahora se despachó a gusto sobre la existencia de un "paramilitarismo de Estado orquestado por los poderes económicos" cuyo esclarecimiento en nombre de la "verdad" exigía la asunción de "responsabilidades" por los políticos y empresarios involucrados, salpicó también al vicepresidente Francisco Santos, quien le había "sugerido" la creación de un frente contraguerrillero en Bogotá, y al ministro de Defensa, organizador del Partido de la U y hermano del anterior, Juan Manuel Santos, quien le había pedido a él y a Carlos Castaño "ayuda para tumbar" al entonces presidente Ernesto Samper, en la cuerda floja por el escándalo de la financiación de su campaña presidencial por el cártel de Cali.

La cascada de investigaciones e imputaciones sobre personal de su entorno más cercano puso a prueba el aplomo y la frialdad de un presidente que vio amenazados su logro más cacareado, la desmovilización de las autodefensas, y el conjunto de su legado político. El PDA, con la satisfacción moral que le producía ser el único partido importante que se mantenía intacto en la tormenta de la parapolítica, arremetió contra "la dictadura populista" de un hombre que encima había permitido la "infiltración" del narco-paramilitarismo en la alta política y las instituciones de la República.

Además, no era cierto que el paramilitarismo propiamente dicho hubiera abandonado la escena, ya que si bien era cierto que las AUC ya no actuaban a campo abierto, nuevos grupos clandestinos y sin ningún interés por someterse a la Ley de Justicia y Paz habían hecho su aparición para tomarles un siniestro relevo; el más notorio, las Águilas Negras, dedicado sin tapujos al gangsterismo y el narcotráfico, cuyo probable jefe era Vicente Castaño, convertido en fugitivo de la justicia.

Uribe insistió en defender la honorabilidad de sus subalternos y en expresar su total respeto y confianza en la acción de la justicia. La irritación presidencial se manifestó especialmente cuando, al fragor del escándalo, resurgieron las viejas acusaciones de connivencias familiares, en particular de su hermano Santiago, y de él mismo con el narcotráfico y el paramilitarismo (presuntos usos por los paras de las haciendas Las Guacharacas y La Carolina, y de un helicóptero de la Gobernación de Antioquia para perpetrar sus fechorías), y sobre los abusos y violaciones de las cooperativas Convivir.

El 20 abril de 2007, en una inusual rueda de prensa televisada en la Casa de Nariño, el mandatario acusó a sus detractores del PDA de liderar una campaña de "calumnias" y "mentiras" que buscaba "bloquear la confianza internacional en nuestro país" y torpedear la firma del TLC con Estados Unidos. Las graves consecuencias de estas "acusaciones miserables" ya se estaban haciendo sentir: hacía apenas unas horas, aseguró, el ex vicepresidente estadounidense Al Gore había cancelado un encuentro con él en Miami tras conocer lo que del estadista colombiano se decía en su país.

Un año después, sin embargo, Uribe seguía sin dar una respuesta satisfactoria a la cuestión fundamental: la de que cómo era posible que cerca de la cuarta parte de los 268 congresistas de la nación, incluida su presidenta, Nancy Patricia Gutiérrez Castañeda, de Cambio Radical, y el presidente del Partido de la U, el senador Carlos Armando García Orjuela, tuvieran abiertas diligencias judiciales en su contra. García Orjuela, acusado por la Sala Penal de la CSJ de haber tenido alianzas políticas con el desaparecido Bloque Tolima de las AUC, fue capturado por la Policía en julio de 2008.

En ese momento, sólo congresistas elegidos para la legislatura de 2006-2010 estaban detenidos o bajo orden de captura 34, de los cuales 23 eran representantes y 11 senadores: seis pertenecían al PL y el resto al bloque uribista. Ninguno de los siete partidos propresidenciales quedó indemne, llevándose la palma en cuanto a número de arrestos Cambio Radical y el PCC. La lista de investigados, procesados y encarcelados se alargaba desmesuradamente por la inclusión de antiguos congresistas, gobernadores, alcaldes, concejales y otros funcionarios.

Abril de 2008 fue un mes particularmente infausto para Uribe. Primero, la ex representante Yidis Medina Padilla destapó que en 2004 había aceptado votar a favor de la reforma constitucional que permitió la reelección presidencial a cambio de una promesa de gratificaciones económicas y políticas, soborno que según ella le había sido ofrecido por, entre otros, Uribe en persona. El presidente lo negó rotundamente.

Días después, el 22, Uribe recibió como un mazazo la peripecia de su primo Mario, investigado por la CSJ desde el mes septiembre: nada más enterarse de la orden de detención emitida en su contra por la Fiscalía General, se dio a la fuga y tomó refugió en la Embajada de Costa Rica en Bogotá; allí solicitó el asilo político, pero éste le fue denegado, optando entonces por entregarse a la justicia. Al día siguiente, el mandatario, en una entrevista a Radio Caracol, confesó su "profundo dolor" por la puesta de su primo a disposición judicial, indicó que no descartaba disolver un Congreso con la credibilidad minada para adelantar las elecciones generales o convocar una Asamblea Constituyente y, chocantemente, reveló que un paramilitar convicto por crímenes pretendía implicarlo en una masacre de 19 campesinos cometida por las AUC en una aldea antioqueña en octubre de 1997, cuando él era gobernador.

El reo en cuestión se llamaba Francisco Enrique Villalba Hernández y en, efecto, los medios difundieron un testimonio suyo realizado a la Fiscalía en enero según el cual el entonces regidor departamental había participado en una reunión en La Caucana, municipio de Tarazá, donde se estudió una operación de rescate de secuestrados en manos de las guerrillas, operación que desembocó en la citada masacre. Cuando Villalba y sus hombres regresaron con los liberados, el gobernador Uribe les felicitó. Villalba añadía que a esta reunión asistieron Santiago Uribe, Carlos Castaño, Mancuso, el general Carlos Alberto Ospina Ovalle –futuro comandante general de las Fuerzas Militares, entre 2004 y 2007-, el entonces director de la Policía Nacional, general Rosso José Serrano Cadena, y otros altos mandos militares y policiales.

Uribe desmintió todo, pero además se tomó la molestia de afirmar que podía demostrar la falsedad del testimonio del paramilitar, con datos como las bitácoras de vuelo del helicóptero en el cual se desplazaba, que probaban que ni había estado en la reunión mencionada ni visitado nunca La Caucana. La credibilidad del presidente quedó vindicada tres meses después, en julio de 2008, al salir Villalba a retractarse, a través de una carta dirigida personalmente a los hermanos Uribe, en la que les pedía "perdón por haber mancillado su nombre y ponerlo en la palestra pública".

Tras los explosivos acontecimientos de abril, Uribe contraatacó con dos decisiones muy relevantes: la primera, intentó desinflar la imagen de un presidente, de una manera o de otra, acosado por el pasado y el presente de las AUC y sus largos tentáculos; la segunda, buscó reafirmar su iniciativa ejecutiva frente a quienes cuestionaban su legitimidad como gobernante.

Así, el 13 de mayo Colombia extraditó por sorpresa a 14 jefes paramilitares a Estados Unidos, cuya justicia les reclamaba por narcotráfico, lavado de dinero y financiación del terrorismo. Entre los entregados a los agentes de la DEA, que los subieron esposados a un avión con destino a Miami, estaban Mancuso, Rodrigo Tovar Pupo, alias Jorge 40, Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna y Francisco Javier Zuluaga Lindo, alias Gordolindo. El presidente justificó el final de la suspensión de sus extradiciones porque los prisioneros habían incumplido los compromisos asumidos en el proceso de paz. La decisión presidencial recibió múltiples lecturas.

Por una parte, Uribe demostraba con hechos la sinceridad de sus palabras cuando negaba que se hubiese pactado secretamente la impunidad de los desmovilizados. Por otro lado, se hacían notar las presiones de Estados Unidos y la urgencia de Bogotá por remover obstáculos a la ratificación del TLC por el Congreso del país norteamericano. Voces de la oposición hablaron de constatación del "fracaso" del proceso de paz con las AUC, mientras que las víctimas, en lo que fueron respaldadas por las ONG, exigieron que las extradiciones no fueran la excusa para dejar de realizar juicios en casa por crímenes de lesa humanidad; si los capitostes de las autodefensas escapaban del alcance de la justicia colombiana, opinaban, eso equivaldría a otorgarles impunidad por los delito más atroces.

El siguiente aldabonazo lo dio Uribe a finales de junio, con su furibunda respuesta a la Sala Penal de la CSJ por su petición, contenida en el fallo que condenaba a Yidis Medina a 47 meses de prisión domiciliaria por un delito de cohecho, de que la Corte Constitucional revisara la reforma constitucional de 2005 que posibilitó la reelección presidencial ante la comisión de una "manifiesta desviación de poder". El presidente acusó al alto tribunal de "abuso de poder" y "usurpación de competencias", y, para zanjar el enfrentamiento, anunció su intención de encargar al Congreso la convocatoria "con la mayor celeridad" de un proyecto de referéndum para que los colombianos decidieran si las elecciones de 2006 debían repetirse o no.
Sucediera lo que sucediera, y sin tener que esperar a 2010, Uribe, con seis años de presidencia ininterrumpida, ya se había convertido en el jefe de Estado colombiano más duradero desde la independencia de España en 1831: ni el dictador Gustavo Rojas Pinilla, aupado en el golpe de Estado militar de 1953, consiguió superar el acostumbrado período de cuatro años.

¿GUERRA FRÍA EN LOS ANDES?


Farid Kahhat

El primer mandatario que empleó el símil de la Guerra Fría para referirse al statu quo en la región andina fue Alan García, presidente de Perú. Lo hizo durante una visita a Estados Unidos, con el fin de conseguir la ratificación del Congreso de ese país del tratado de libre comercio suscrito entre ambos gobiernos. Luego de la reciente crisis entre Colombia, Ecuador y Venezuela, volvió a emplear la analogía, pero esta vez no fue el único. Este texto pretende explorar los alcances, los límites y las implicaciones de hablar de Guerra Fría en los Andes.

El mundo bipolar atravesó por una “Guerra Fría”, como alternativa a una guerra termonuclear, es decir, un conflicto bélico de un costo absolutamente prohibitivo que se debía evitar a toda costa. Esto implicaba que las diferencias entre las principales potencias se dirimían por medio de conflictos de menor intensidad en la periferia del sistema internacional (v. g. Corea, Vietnam, etc.).

Es muy poco probable que la crisis andina provea un casus belli digno de consideración. Colombia y Venezuela, por ejemplo, mantienen desde hace décadas un diferendo limítrofe que no han intentado resolver mediante el uso de la fuerza. Además, el tipo de adquisiciones militares que realizan ambos países no sugiere que se tengan, el uno al otro, en la línea de mira. El Estado colombiano, por ejemplo, tiene una de las mejores y más grandes flotas de helicópteros de Sudamérica: justo el equipamiento adecuado para combatir el tipo de guerra contrainsurgente en la que está involucrado. Algunas adquisiciones militares de Venezuela podrían sugerir la hipótesis de un conflicto aeronaval (presumiblemente ante un ataque de Estados Unidos, por inverosímil que parezca). Otras podrían llevar a especular sobre la potencal creación de una guardia pretoriana, más preocupada por proteger al régimen que al Estado. En conjunto, sin embargo, no parecen anticipar la posibilidad de un conflicto con alguno de sus vecinos.

Pero en el improbable caso de que se presentara un conflicto armado entre los países involucrados en la crisis de marzo pasado, queda claro que el costo sería muy elevado. Por un lado, porque no habría una superioridad militar evidente de ninguna de las partes. Por ejemplo, la CIA estimaba en 2005 que el gasto de defensa de Colombia equivalía a un 3.4% de su PIB (el nivel más alto de Sudamérica), que el de Venezuela apenas alcanzaba el 1.2% (aunque se suele argumentar que no todas las partidas pertinentes se cuentan en el presupuesto oficial), mientras que la cifra para Ecuador en 2006 era de 2.8%. Según la Red de Seguridad y Defensa de América Latina (Resdal), en términos absolutos eso implicaba en 2006 que el gasto de defensa colombiano era esencialmente igual al gasto combinado de Ecuador y Venezuela. Según la misma fuente, Colombia contaría, además, con un número superior de efectivos en sus fuerzas armadas que los de Ecuador y Venezuela juntos.

Otro factor que haría sumamente oneroso el recurso a la fuerza es el grado de dependencia entre sus economías. Colombia es un importante socio comercial de Ecuador, pero sobre todo de Venezuela (el comercio de Colombia con ambos vecinos suma alrededor de 7 000 millones de dólares). Antes de la crisis, por ejemplo, Colombia abastecía a Venezuela de productos alimenticios, como carne y leche, que escaseaban en los mercados de ese país (con la consiguiente erosión del respaldo social al presidente Chávez). De hecho, la propia crisis diplomática tuvo un costo económico para los tres países, impuesto por los mercados internacionales (por ejemplo, la caída de la bolsa y la devaluación del peso en Colombia, o la caída en la cotización de los bonos del tesoro emitidos por los gobiernos de Ecuador y Venezuela).

Todo ello implica que, al igual que durante la Guerra Fría, las partes involucradas en la crisis tenían buenas razones para evitar un conflicto armado. Pero, por un lado, están las acusaciones de apoyo venezolano a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), con base en la información hallada en las computadoras de Raúl Reyes. Por otro, están los hechos, como la incursión de un avión militar de Estados Unidos en espacio aéreo venezolano (que ese país admite, pero que define como accidente), amén de la posibilidad, sugerida por el Embajador estadounidense en Colombia, de que la base militar de Manta (en Ecuador) se traslade al departamento colombiano de La Guajira (en la frontera con Venezuela). Todos éstos son posibles indicios de que las partes están recurriendo a métodos propios de las guerras de baja intensidad para minar la posición relativa del adversario.

Ahora bien: la Guerra Fría no fue un proceso uniforme. En su curso, hubo tanto momentos álgidos (la Crisis de los Misiles en Cuba es el ejemplo emblemático), como períodos de distensión. Todo parece indicar que la última vez que se refirió a la Guerra Fría en el escenario andino, el presidente García tenía en mente uno de los períodos de distensión, más específicamente, la proclama de Nikita Kruschev, a mediados de los sesenta, según la cual la rivalidad militar entre los Estados comunistas y los capitalistas sería reemplazada por una “competencia pacífica” entre sistemas. La presunción implícita (y equivocada) era que la mayoría de los países terminaría por emular el sistema comunista cuando éste mostrase un desempeño económico cualitativamente superior al del capitalismo.

Por ejemplo, durante la cumbre entre la Unión Europea y los países de América Latina y el Caribe, celebrada en Lima en mayo pasado, el presidente García sostuvo que ningún país de la región debía aspirar a “imponer su modelo” a otro, y que, en cambio, la mejor promoción que podían hacer de sus modelos era “mostrar resultados”. A diferencia de Kruschev, en este caso la apuesta podría tener mejor fortuna, porque, cuando se compara el proceso venezolano con el viejo populismo latinoamericano, se suele olvidar que el antiguo populismo ofrecía, en efecto, un modelo de desarrollo basado en la industrialización por sustitución de importaciones. El populismo de Chávez, en cambio, tiene como principal sustento el precio internacional del petróleo. Y si con una cotización del petróleo tan elevada como la actual la economía venezolana padece de múltiples carencias (v. g. escasez de víveres, inflación de dos dígitos, déficit fiscal, etc.), no es difícil prever su futuro en caso de que los precios del crudo llegaran a bajar de manera significativa (aunque a la fecha no haya indicio alguno de que eso pueda ocurrir).

La ostensible dependencia de la economía venezolana del precio internacional del petróleo sugiere, a su vez, otro paralelo con el mundo de la Guerra Fría: la estrategia de contención. En el análisis de George Kennan (quien acuñó el término y esbozó por primera vez la estrategia), la necesidad de contener la potencial expansión del sistema soviético se basaba en dos premisas. La primera de ellas era que, a diferencia de lo que finalmente ocurrió, la contención debía ser, en esencia, una estrategia política, y sólo en última instancia, militar.

Esa sugerencia, a su vez, derivaba de la premisa de que el modelo soviético, en tanto sistema económico, albergaba contradicciones internas irresolubles y, con el tiempo, letales. En buena medida, el propósito de la estrategia era lograr que el bloque soviético causara el menor estrago posible antes de que, tarde o temprano, pereciera por implosión.

No veo cómo alguien podría estimar con algún grado de certeza la probabilidad de un cambio político por implosión económica en Venezuela. Lo que sí resulta evidente es la extrema vulnerabilidad de la economía venezolana ante posibles cambios en la economía internacional. Y aunque el gobierno venezolano no puede ejercer mayor control sobre esos cambios, al menos podría dotarse de los medios necesarios para amortiguar su impacto.

Pero a diferencia de Noruega o Chile, países cuya economía también depende, en gran medida, de un producto primario de exportación, el gobierno venezolano no cuenta con un fondo de reserva significativo al que pueda apelar en tiempos de crisis.

El papel del petróleo en su economía es, además, la razón por la cual una potencial expansión del modelo venezolano en América Latina resulta virtualmente imposible: en Venezuela, ese recurso aporta un tercio del PIB, más de la mitad de los ingresos fiscales y unos dos tercios de las exportaciones. A su vez, el petróleo se cotiza hoy al precio más elevado de su historia y, en lo esencial, está bajo el control de una empresa pública: Petróleos de Venezuela (PDVSA). Es decir, el gobierno venezolano obtuvo en su momento un margen de maniobra en materia de política económica que probablemente nunca haya estado al alcance de ningún otro gobierno de América Latina. Por esa razón, Venezuela no representa un “modelo” replicable en otros países de esa región (con la excepción parcial de Bolivia). Y en cuanto a su capacidad para proyectar su poderío en América Latina por medio del empleo de esos recursos, es necesario poner el tema en perspectiva: Venezuela sigue siendo un país exportador de materias primas, cuya economía (que, como se aprecia, atraviesa por serios problemas) representa, a lo sumo, la séptima parte de la economía brasileña.

Otro rasgo de la Guerra Fría que es pertinente señalar para entender la situación en los Andes parece ser el siguiente: representar la política internacional como un proceso bipolar proveía a los contrincantes un escenario de interacción estable y previsible, sin mayores ambigüedades ni matices. La política internacional, sin embargo, parecía estar plagada de ambigüedades y matices, que esa representación simplificada del mundo no era capaz de ponderar, o siquiera percibir. El maniqueísmo propio de la Guerra Fría suele hacerse presente en el análisis conservador (e incluso liberal) sobre la dinámica política en el área andina. Allí, los gobiernos de Bolivia y Ecuador no aparecen como meros aliados del gobierno venezolano, sino como entidades subordinadas a la estrategia de hegemonía regional urdida por Hugo Chávez. La posibilidad de que esos gobiernos sean actores con autonomía política y que tomen decisiones en función de su comprensión de los intereses de sus respectivos Estados no tiene cabida en ese análisis. Desde esa perspectiva, no cabe preguntarse por qué, dado que existiría una ostensible relación de dependencia, los gobiernos de Bolivia y Ecuador no se retiraron de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) cuando el gobierno venezolano lo hizo, o por qué no reconocieron a las FARC como “fuerza beligerante” cuando el presidente Chávez hizo un llamado público a que lo hicieran. Por otra parte, cuando se sostiene que la ayuda económica que brinda Venezuela a diversos países de América Latina y el Caribe tiene como propósito comprar voluntades y conciencias, uno tiende a formularse preguntas tan elementales como las siguientes: en primer lugar, ¿el hecho de que Israel, Egipto y Colombia sean los principales receptores de ayuda exterior estadounidense se explica con base en una preocupación por su nivel de desarrollo económico, o se explica, más bien, por consideraciones geopolíticas? En segundo lugar, ¿acaso la ayuda estadounidense logró que países como México y Chile votasen a favor del uso de la fuerza en Iraq cuando fueron parte del Consejo de Seguridad de la ONU en 2003? Por último, al elegir en 2005 al nuevo presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), los países caribeños que reciben petróleo subsidiado de PDVSA, ¿acaso no votaron por Luis Alberto Moreno (el candidato auspiciado por Estados Unidos), en lugar de votar por José Alejandro Rojas (el candidato de Venezuela)? Tal parece que, al menos en el hemisferio occidental, el comunismo no ha muerto: aún vive en la mente de sus más febriles detractores.

El maniqueísmo de una mentalidad propia de la Guerra Fría también puede hacer que se pierda el rumbo a la hora de definir estrategias de acción. Eso ocurrió, por ejemplo, con buena parte de la oposición política al gobierno de Hugo Chávez, en diciembre de 2005. Persuadida de que un proceso electoral fraguado bajo una “dictadura comunista” (o “populista”, según quién endilgara el calificativo) sólo podía ser una farsa, la mayoría de esa oposición optó por el boicot a las elecciones legislativas. Con esto, le concedió a las fuerzas leales al gobierno de Hugo Chávez el monopolio del Congreso. En cambio, calificar al régimen venezolano como un “autoritarismo competitivo” (como hacen algunos académicos) no es una mera disquisición intelectual: implica que, pese al uso discrecional de los recursos del Estado en favor del gobierno (y en detrimento de la oposición), en ciertas circunstancias, esos regímenes pueden ser derrotados en un proceso electoral (posibilidad que, obviamente, no existe bajo un auténtico régimen comunista, como el cubano). La oposición social, encabezada por el movimiento estudiantil, puso a prueba esa hipótesis en el referéndum de diciembre pasado, con el resultado que ya se conoce.

El maniqueísmo descrito es, además, el mismo que, al evaluar las virtudes y los defectos de los distintos regímenes políticos en la región andina, incurre en un doble estándar de proporciones bíblicas: mientras la paja en el ojo ajeno constituye un pecado capital, la viga en el propio se desestima como peccata minuta. Por ejemplo, cuando se acusa a Hugo Chávez de pretender perpetuarse en el poder, habría que concederle, cuando menos, que ha hecho alarde público de su voraz apetito político de manera estentórea. Entre tanto, los partidarios de Álvaro Uribe recolectan firmas para propiciar una reforma constitucional que le permita una segunda reelección, mientras que el propio interesado mantiene un pudoroso silencio en la materia. Y cuando se acusa al venezolano de encabezar un régimen autoritario (calificativo que el suscrito ha empleado antes en este ensayo), se suele olvidar que, en Colombia, el estatus de la democracia representativa necesita, cuando menos, cuidados intensivos. En primer lugar, 32 congresistas, casi todos pertenecientes a la mayoría oficialista, están presos por sus vínculos con la “parapolítica” (y un número similar está sujeto a investigación por la misma razón). En segundo lugar, hay varios ex congresistas detenidos por una causa que investiga presuntos sobornos que el gobierno les habría ofrecido a cambio de su voto en favor de una reforma constitucional, lo que permitió la primera reelección del presidente Uribe. En tercer lugar, un informe relativamente reciente de Human Rights Watch concluye lo siguiente: “Con un total acumulado de más de 3.7 millones de desplazados, Colombia continúa teniendo la más grande crisis de desplazados internos del mundo, sólo después de Sudán”. Por último, la mayoría demócrata en el Congreso de Estados Unidos alega como una razón para no ratificar el tratado de libre comercio con Colombia el que, pese al acuerdo de desmovilización, hay segmentos del movimiento paramilitar que continúan en actividad, asesinando cada año a docenas de dirigentes sindicales (cosa que reconoció el gobierno de Colombia, al privar a varios de sus líderes de los beneficios penitenciarios que les había otorgado, para luego extraditarlos a Estados Unidos).

En cuanto a la política hemisférica, tal como ocurría durante la Guerra Fría, no pocos gobiernos de la región tienden a juzgar problemas como la crisis andina con base en su política de alianzas, y no en función de la naturaleza de los hechos. En otras palabras, lo importante es la identidad política de los actores y no la naturaleza de sus actos. ¿O alguien puede imaginar un escenario en el cual el gobierno de Estados Unidos esté dispuesto a apoyar a la Venezuela de Chávez por encima de la Colombia de Uribe (que también podría hacerse extensivo, en la otra orilla, a gobiernos como el de Nicaragua)?

Finalmente, habría que recordar que el maniqueísmo prevaleciente durante la Guerra Fría cumplió con dos objetivos adicionales. Por un lado, azuzaba al fantasma de una amenaza exterior con el fin de cohesionar el frente interno, soslayando los problemas internos o culpando de ellos a la acción disociadora del enemigo externo y sus agentes locales (no es casual que tanto Rafael Correa como Álvaro Uribe obtuvieran niveles de aprobación superiores al 80% durante la crisis). Al arroparse con la bandera, el gobierno, a su vez, tendía un manto de sospecha sobre sus opositores, cuyas críticas dejaban de ser la expresión de discrepancias legítimas en una democracia, para convertirse en posibles actos de alta traición (v. g. desde las audiencias del Comité de Actividades Antiamericanas que presidiera Joseph McCarthy, hasta la calificación, por parte del presidente García, de una carta enviada al Parlamento Europeo por una ONG de Derechos Humanos como un caso de “traición a la patria”).

El segundo objetivo político que se perseguía al dividir el mundo en dos polos opuestos e irreconciliables era el de disciplinar a los miembros de la propia alianza. Por eso, algunos Estados diseñaron estrategias para aliviar la presión que ejercían sobre ellos las tenazas de un mundo bipolar. En Europa Oriental fueron procesos efímeros, como la Primavera de Praga, y en Europa Occidental, proyectos de más largo aliento, como la Ostpolitik del gobierno alemán (por no mencionar a los movimientos de la sociedad civil, como el pacifismo). En el entonces denominado “Tercer Mundo”, la iniciativa fundamental fue la creación del Movimiento de Países No Alineados. Era un movimiento basado en dos premisas: la primera, que la prioridad de sus integrantes (la mayoría de los cuales había adquirido la independencia recientemente) era la construcción del Estado-nación y el desarrollo económico. La segunda, que los intentos por parte de las superpotencias de dirimir sus diferencias por medio de guerras (fueran de baja intensidad o convencionales) libradas en la periferia del sistema internacional constituía el principal obstáculo para el logro de ese objetivo. Por ello, era fundamental mantenerse al margen del enfrentamiento bipolar y preservar la autonomía política.

Salvando las diferencias de magnitud, podría establecerse un paralelo entre ese escenario y el que configuró en Sudamérica la entrada en vigor del Plan Colombia en 2000. Desde entonces, los vecinos de ese país (Brasil, Ecuador, Perú y Venezuela) expresaron, en diversas ocasiones y en distintos tonos, su preocupación por la posibilidad de que dicho plan tuviera como efecto el trasvase hacia su territorio de los problemas de narcotráfico y de violencia política que padecía Colombia (los que, a su vez, podían potenciar sus problemas internos en esos frentes). El Plan Colombia suscitaba, además, otros temores.

En el caso de los gobiernos de Brasil y Venezuela, se temía la presencia militar de Estados Unidos en regiones contiguas a sus fronteras (no en vano, el gobierno de Brasil instrumentó luego el denominado Plan Cobra, para resguardar su frontera con Colombia). En el caso de los gobiernos de Ecuador y Perú, se temía que Estados Unidos buscara extender hacia su territorio la estrategia antinarcóticos empleada en suelo colombiano (por ejemplo, la fumigación con herbicidas de los cultivos de coca). Lo ocurrido en la VI Conferencia de Ministros de Defensa de las Américas, en 2004, no hizo sino exacerbar esas susceptibilidades. En aquella ocasión, el ministro colombiano Jorge Uribe, secundado por su homólogo estadounidense Donald Rumsfeld, sostuvo que “el problema de la violencia en Colombia no es de Colombia, es un problema de la humanidad; creo que llegaremos algún día a requerir una fuerza multinacional que actúe en América del Sur”.

La acción armada del gobierno colombiano contra objetivos de las FARC en territorio ecuatoriano (empleando para ello equipamiento e inteligencia proporcionados por Estados Unidos) parece demostrar que esos temores no eran infundados. Más aún, la reserva en solitario de Estados Unidos al documento final acordado en la Comisión Permanente de la Organización de los Estados Americanos (OEA) suscita una sospecha adicional: que el propósito de la posición estadounidense no era tanto el de respaldar la acción de Colombia (que no objetó el documento final), sino legitimar la estrategia de llevar a cabo acciones militares de carácter preventivo (y de manera unilateral) allí donde se presuma que existe una amenaza terrorista.

Por ende, no es casualidad que el ámbito en el cual se logró un détente temporal en la crisis andina fuera el Grupo de Río: el único foro político exclusivo de América Latina que existe hoy en día. Tampoco es casual que, en mayo pasado, durante la cumbre de la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), Brasil propusiera formalmente la creación de un Consejo Sudamericano de Defensa, una organización concebida como una alternativa, más que como un complemento, del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), legado supérstite de la Guerra Fría en el que, como tal, se mantiene la incontestada primacía de Estados Unidos.