lunes, 1 de septiembre de 2008

¿GUERRA FRÍA EN LOS ANDES?


Farid Kahhat

El primer mandatario que empleó el símil de la Guerra Fría para referirse al statu quo en la región andina fue Alan García, presidente de Perú. Lo hizo durante una visita a Estados Unidos, con el fin de conseguir la ratificación del Congreso de ese país del tratado de libre comercio suscrito entre ambos gobiernos. Luego de la reciente crisis entre Colombia, Ecuador y Venezuela, volvió a emplear la analogía, pero esta vez no fue el único. Este texto pretende explorar los alcances, los límites y las implicaciones de hablar de Guerra Fría en los Andes.

El mundo bipolar atravesó por una “Guerra Fría”, como alternativa a una guerra termonuclear, es decir, un conflicto bélico de un costo absolutamente prohibitivo que se debía evitar a toda costa. Esto implicaba que las diferencias entre las principales potencias se dirimían por medio de conflictos de menor intensidad en la periferia del sistema internacional (v. g. Corea, Vietnam, etc.).

Es muy poco probable que la crisis andina provea un casus belli digno de consideración. Colombia y Venezuela, por ejemplo, mantienen desde hace décadas un diferendo limítrofe que no han intentado resolver mediante el uso de la fuerza. Además, el tipo de adquisiciones militares que realizan ambos países no sugiere que se tengan, el uno al otro, en la línea de mira. El Estado colombiano, por ejemplo, tiene una de las mejores y más grandes flotas de helicópteros de Sudamérica: justo el equipamiento adecuado para combatir el tipo de guerra contrainsurgente en la que está involucrado. Algunas adquisiciones militares de Venezuela podrían sugerir la hipótesis de un conflicto aeronaval (presumiblemente ante un ataque de Estados Unidos, por inverosímil que parezca). Otras podrían llevar a especular sobre la potencal creación de una guardia pretoriana, más preocupada por proteger al régimen que al Estado. En conjunto, sin embargo, no parecen anticipar la posibilidad de un conflicto con alguno de sus vecinos.

Pero en el improbable caso de que se presentara un conflicto armado entre los países involucrados en la crisis de marzo pasado, queda claro que el costo sería muy elevado. Por un lado, porque no habría una superioridad militar evidente de ninguna de las partes. Por ejemplo, la CIA estimaba en 2005 que el gasto de defensa de Colombia equivalía a un 3.4% de su PIB (el nivel más alto de Sudamérica), que el de Venezuela apenas alcanzaba el 1.2% (aunque se suele argumentar que no todas las partidas pertinentes se cuentan en el presupuesto oficial), mientras que la cifra para Ecuador en 2006 era de 2.8%. Según la Red de Seguridad y Defensa de América Latina (Resdal), en términos absolutos eso implicaba en 2006 que el gasto de defensa colombiano era esencialmente igual al gasto combinado de Ecuador y Venezuela. Según la misma fuente, Colombia contaría, además, con un número superior de efectivos en sus fuerzas armadas que los de Ecuador y Venezuela juntos.

Otro factor que haría sumamente oneroso el recurso a la fuerza es el grado de dependencia entre sus economías. Colombia es un importante socio comercial de Ecuador, pero sobre todo de Venezuela (el comercio de Colombia con ambos vecinos suma alrededor de 7 000 millones de dólares). Antes de la crisis, por ejemplo, Colombia abastecía a Venezuela de productos alimenticios, como carne y leche, que escaseaban en los mercados de ese país (con la consiguiente erosión del respaldo social al presidente Chávez). De hecho, la propia crisis diplomática tuvo un costo económico para los tres países, impuesto por los mercados internacionales (por ejemplo, la caída de la bolsa y la devaluación del peso en Colombia, o la caída en la cotización de los bonos del tesoro emitidos por los gobiernos de Ecuador y Venezuela).

Todo ello implica que, al igual que durante la Guerra Fría, las partes involucradas en la crisis tenían buenas razones para evitar un conflicto armado. Pero, por un lado, están las acusaciones de apoyo venezolano a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), con base en la información hallada en las computadoras de Raúl Reyes. Por otro, están los hechos, como la incursión de un avión militar de Estados Unidos en espacio aéreo venezolano (que ese país admite, pero que define como accidente), amén de la posibilidad, sugerida por el Embajador estadounidense en Colombia, de que la base militar de Manta (en Ecuador) se traslade al departamento colombiano de La Guajira (en la frontera con Venezuela). Todos éstos son posibles indicios de que las partes están recurriendo a métodos propios de las guerras de baja intensidad para minar la posición relativa del adversario.

Ahora bien: la Guerra Fría no fue un proceso uniforme. En su curso, hubo tanto momentos álgidos (la Crisis de los Misiles en Cuba es el ejemplo emblemático), como períodos de distensión. Todo parece indicar que la última vez que se refirió a la Guerra Fría en el escenario andino, el presidente García tenía en mente uno de los períodos de distensión, más específicamente, la proclama de Nikita Kruschev, a mediados de los sesenta, según la cual la rivalidad militar entre los Estados comunistas y los capitalistas sería reemplazada por una “competencia pacífica” entre sistemas. La presunción implícita (y equivocada) era que la mayoría de los países terminaría por emular el sistema comunista cuando éste mostrase un desempeño económico cualitativamente superior al del capitalismo.

Por ejemplo, durante la cumbre entre la Unión Europea y los países de América Latina y el Caribe, celebrada en Lima en mayo pasado, el presidente García sostuvo que ningún país de la región debía aspirar a “imponer su modelo” a otro, y que, en cambio, la mejor promoción que podían hacer de sus modelos era “mostrar resultados”. A diferencia de Kruschev, en este caso la apuesta podría tener mejor fortuna, porque, cuando se compara el proceso venezolano con el viejo populismo latinoamericano, se suele olvidar que el antiguo populismo ofrecía, en efecto, un modelo de desarrollo basado en la industrialización por sustitución de importaciones. El populismo de Chávez, en cambio, tiene como principal sustento el precio internacional del petróleo. Y si con una cotización del petróleo tan elevada como la actual la economía venezolana padece de múltiples carencias (v. g. escasez de víveres, inflación de dos dígitos, déficit fiscal, etc.), no es difícil prever su futuro en caso de que los precios del crudo llegaran a bajar de manera significativa (aunque a la fecha no haya indicio alguno de que eso pueda ocurrir).

La ostensible dependencia de la economía venezolana del precio internacional del petróleo sugiere, a su vez, otro paralelo con el mundo de la Guerra Fría: la estrategia de contención. En el análisis de George Kennan (quien acuñó el término y esbozó por primera vez la estrategia), la necesidad de contener la potencial expansión del sistema soviético se basaba en dos premisas. La primera de ellas era que, a diferencia de lo que finalmente ocurrió, la contención debía ser, en esencia, una estrategia política, y sólo en última instancia, militar.

Esa sugerencia, a su vez, derivaba de la premisa de que el modelo soviético, en tanto sistema económico, albergaba contradicciones internas irresolubles y, con el tiempo, letales. En buena medida, el propósito de la estrategia era lograr que el bloque soviético causara el menor estrago posible antes de que, tarde o temprano, pereciera por implosión.

No veo cómo alguien podría estimar con algún grado de certeza la probabilidad de un cambio político por implosión económica en Venezuela. Lo que sí resulta evidente es la extrema vulnerabilidad de la economía venezolana ante posibles cambios en la economía internacional. Y aunque el gobierno venezolano no puede ejercer mayor control sobre esos cambios, al menos podría dotarse de los medios necesarios para amortiguar su impacto.

Pero a diferencia de Noruega o Chile, países cuya economía también depende, en gran medida, de un producto primario de exportación, el gobierno venezolano no cuenta con un fondo de reserva significativo al que pueda apelar en tiempos de crisis.

El papel del petróleo en su economía es, además, la razón por la cual una potencial expansión del modelo venezolano en América Latina resulta virtualmente imposible: en Venezuela, ese recurso aporta un tercio del PIB, más de la mitad de los ingresos fiscales y unos dos tercios de las exportaciones. A su vez, el petróleo se cotiza hoy al precio más elevado de su historia y, en lo esencial, está bajo el control de una empresa pública: Petróleos de Venezuela (PDVSA). Es decir, el gobierno venezolano obtuvo en su momento un margen de maniobra en materia de política económica que probablemente nunca haya estado al alcance de ningún otro gobierno de América Latina. Por esa razón, Venezuela no representa un “modelo” replicable en otros países de esa región (con la excepción parcial de Bolivia). Y en cuanto a su capacidad para proyectar su poderío en América Latina por medio del empleo de esos recursos, es necesario poner el tema en perspectiva: Venezuela sigue siendo un país exportador de materias primas, cuya economía (que, como se aprecia, atraviesa por serios problemas) representa, a lo sumo, la séptima parte de la economía brasileña.

Otro rasgo de la Guerra Fría que es pertinente señalar para entender la situación en los Andes parece ser el siguiente: representar la política internacional como un proceso bipolar proveía a los contrincantes un escenario de interacción estable y previsible, sin mayores ambigüedades ni matices. La política internacional, sin embargo, parecía estar plagada de ambigüedades y matices, que esa representación simplificada del mundo no era capaz de ponderar, o siquiera percibir. El maniqueísmo propio de la Guerra Fría suele hacerse presente en el análisis conservador (e incluso liberal) sobre la dinámica política en el área andina. Allí, los gobiernos de Bolivia y Ecuador no aparecen como meros aliados del gobierno venezolano, sino como entidades subordinadas a la estrategia de hegemonía regional urdida por Hugo Chávez. La posibilidad de que esos gobiernos sean actores con autonomía política y que tomen decisiones en función de su comprensión de los intereses de sus respectivos Estados no tiene cabida en ese análisis. Desde esa perspectiva, no cabe preguntarse por qué, dado que existiría una ostensible relación de dependencia, los gobiernos de Bolivia y Ecuador no se retiraron de la Comunidad Andina de Naciones (CAN) cuando el gobierno venezolano lo hizo, o por qué no reconocieron a las FARC como “fuerza beligerante” cuando el presidente Chávez hizo un llamado público a que lo hicieran. Por otra parte, cuando se sostiene que la ayuda económica que brinda Venezuela a diversos países de América Latina y el Caribe tiene como propósito comprar voluntades y conciencias, uno tiende a formularse preguntas tan elementales como las siguientes: en primer lugar, ¿el hecho de que Israel, Egipto y Colombia sean los principales receptores de ayuda exterior estadounidense se explica con base en una preocupación por su nivel de desarrollo económico, o se explica, más bien, por consideraciones geopolíticas? En segundo lugar, ¿acaso la ayuda estadounidense logró que países como México y Chile votasen a favor del uso de la fuerza en Iraq cuando fueron parte del Consejo de Seguridad de la ONU en 2003? Por último, al elegir en 2005 al nuevo presidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), los países caribeños que reciben petróleo subsidiado de PDVSA, ¿acaso no votaron por Luis Alberto Moreno (el candidato auspiciado por Estados Unidos), en lugar de votar por José Alejandro Rojas (el candidato de Venezuela)? Tal parece que, al menos en el hemisferio occidental, el comunismo no ha muerto: aún vive en la mente de sus más febriles detractores.

El maniqueísmo de una mentalidad propia de la Guerra Fría también puede hacer que se pierda el rumbo a la hora de definir estrategias de acción. Eso ocurrió, por ejemplo, con buena parte de la oposición política al gobierno de Hugo Chávez, en diciembre de 2005. Persuadida de que un proceso electoral fraguado bajo una “dictadura comunista” (o “populista”, según quién endilgara el calificativo) sólo podía ser una farsa, la mayoría de esa oposición optó por el boicot a las elecciones legislativas. Con esto, le concedió a las fuerzas leales al gobierno de Hugo Chávez el monopolio del Congreso. En cambio, calificar al régimen venezolano como un “autoritarismo competitivo” (como hacen algunos académicos) no es una mera disquisición intelectual: implica que, pese al uso discrecional de los recursos del Estado en favor del gobierno (y en detrimento de la oposición), en ciertas circunstancias, esos regímenes pueden ser derrotados en un proceso electoral (posibilidad que, obviamente, no existe bajo un auténtico régimen comunista, como el cubano). La oposición social, encabezada por el movimiento estudiantil, puso a prueba esa hipótesis en el referéndum de diciembre pasado, con el resultado que ya se conoce.

El maniqueísmo descrito es, además, el mismo que, al evaluar las virtudes y los defectos de los distintos regímenes políticos en la región andina, incurre en un doble estándar de proporciones bíblicas: mientras la paja en el ojo ajeno constituye un pecado capital, la viga en el propio se desestima como peccata minuta. Por ejemplo, cuando se acusa a Hugo Chávez de pretender perpetuarse en el poder, habría que concederle, cuando menos, que ha hecho alarde público de su voraz apetito político de manera estentórea. Entre tanto, los partidarios de Álvaro Uribe recolectan firmas para propiciar una reforma constitucional que le permita una segunda reelección, mientras que el propio interesado mantiene un pudoroso silencio en la materia. Y cuando se acusa al venezolano de encabezar un régimen autoritario (calificativo que el suscrito ha empleado antes en este ensayo), se suele olvidar que, en Colombia, el estatus de la democracia representativa necesita, cuando menos, cuidados intensivos. En primer lugar, 32 congresistas, casi todos pertenecientes a la mayoría oficialista, están presos por sus vínculos con la “parapolítica” (y un número similar está sujeto a investigación por la misma razón). En segundo lugar, hay varios ex congresistas detenidos por una causa que investiga presuntos sobornos que el gobierno les habría ofrecido a cambio de su voto en favor de una reforma constitucional, lo que permitió la primera reelección del presidente Uribe. En tercer lugar, un informe relativamente reciente de Human Rights Watch concluye lo siguiente: “Con un total acumulado de más de 3.7 millones de desplazados, Colombia continúa teniendo la más grande crisis de desplazados internos del mundo, sólo después de Sudán”. Por último, la mayoría demócrata en el Congreso de Estados Unidos alega como una razón para no ratificar el tratado de libre comercio con Colombia el que, pese al acuerdo de desmovilización, hay segmentos del movimiento paramilitar que continúan en actividad, asesinando cada año a docenas de dirigentes sindicales (cosa que reconoció el gobierno de Colombia, al privar a varios de sus líderes de los beneficios penitenciarios que les había otorgado, para luego extraditarlos a Estados Unidos).

En cuanto a la política hemisférica, tal como ocurría durante la Guerra Fría, no pocos gobiernos de la región tienden a juzgar problemas como la crisis andina con base en su política de alianzas, y no en función de la naturaleza de los hechos. En otras palabras, lo importante es la identidad política de los actores y no la naturaleza de sus actos. ¿O alguien puede imaginar un escenario en el cual el gobierno de Estados Unidos esté dispuesto a apoyar a la Venezuela de Chávez por encima de la Colombia de Uribe (que también podría hacerse extensivo, en la otra orilla, a gobiernos como el de Nicaragua)?

Finalmente, habría que recordar que el maniqueísmo prevaleciente durante la Guerra Fría cumplió con dos objetivos adicionales. Por un lado, azuzaba al fantasma de una amenaza exterior con el fin de cohesionar el frente interno, soslayando los problemas internos o culpando de ellos a la acción disociadora del enemigo externo y sus agentes locales (no es casual que tanto Rafael Correa como Álvaro Uribe obtuvieran niveles de aprobación superiores al 80% durante la crisis). Al arroparse con la bandera, el gobierno, a su vez, tendía un manto de sospecha sobre sus opositores, cuyas críticas dejaban de ser la expresión de discrepancias legítimas en una democracia, para convertirse en posibles actos de alta traición (v. g. desde las audiencias del Comité de Actividades Antiamericanas que presidiera Joseph McCarthy, hasta la calificación, por parte del presidente García, de una carta enviada al Parlamento Europeo por una ONG de Derechos Humanos como un caso de “traición a la patria”).

El segundo objetivo político que se perseguía al dividir el mundo en dos polos opuestos e irreconciliables era el de disciplinar a los miembros de la propia alianza. Por eso, algunos Estados diseñaron estrategias para aliviar la presión que ejercían sobre ellos las tenazas de un mundo bipolar. En Europa Oriental fueron procesos efímeros, como la Primavera de Praga, y en Europa Occidental, proyectos de más largo aliento, como la Ostpolitik del gobierno alemán (por no mencionar a los movimientos de la sociedad civil, como el pacifismo). En el entonces denominado “Tercer Mundo”, la iniciativa fundamental fue la creación del Movimiento de Países No Alineados. Era un movimiento basado en dos premisas: la primera, que la prioridad de sus integrantes (la mayoría de los cuales había adquirido la independencia recientemente) era la construcción del Estado-nación y el desarrollo económico. La segunda, que los intentos por parte de las superpotencias de dirimir sus diferencias por medio de guerras (fueran de baja intensidad o convencionales) libradas en la periferia del sistema internacional constituía el principal obstáculo para el logro de ese objetivo. Por ello, era fundamental mantenerse al margen del enfrentamiento bipolar y preservar la autonomía política.

Salvando las diferencias de magnitud, podría establecerse un paralelo entre ese escenario y el que configuró en Sudamérica la entrada en vigor del Plan Colombia en 2000. Desde entonces, los vecinos de ese país (Brasil, Ecuador, Perú y Venezuela) expresaron, en diversas ocasiones y en distintos tonos, su preocupación por la posibilidad de que dicho plan tuviera como efecto el trasvase hacia su territorio de los problemas de narcotráfico y de violencia política que padecía Colombia (los que, a su vez, podían potenciar sus problemas internos en esos frentes). El Plan Colombia suscitaba, además, otros temores.

En el caso de los gobiernos de Brasil y Venezuela, se temía la presencia militar de Estados Unidos en regiones contiguas a sus fronteras (no en vano, el gobierno de Brasil instrumentó luego el denominado Plan Cobra, para resguardar su frontera con Colombia). En el caso de los gobiernos de Ecuador y Perú, se temía que Estados Unidos buscara extender hacia su territorio la estrategia antinarcóticos empleada en suelo colombiano (por ejemplo, la fumigación con herbicidas de los cultivos de coca). Lo ocurrido en la VI Conferencia de Ministros de Defensa de las Américas, en 2004, no hizo sino exacerbar esas susceptibilidades. En aquella ocasión, el ministro colombiano Jorge Uribe, secundado por su homólogo estadounidense Donald Rumsfeld, sostuvo que “el problema de la violencia en Colombia no es de Colombia, es un problema de la humanidad; creo que llegaremos algún día a requerir una fuerza multinacional que actúe en América del Sur”.

La acción armada del gobierno colombiano contra objetivos de las FARC en territorio ecuatoriano (empleando para ello equipamiento e inteligencia proporcionados por Estados Unidos) parece demostrar que esos temores no eran infundados. Más aún, la reserva en solitario de Estados Unidos al documento final acordado en la Comisión Permanente de la Organización de los Estados Americanos (OEA) suscita una sospecha adicional: que el propósito de la posición estadounidense no era tanto el de respaldar la acción de Colombia (que no objetó el documento final), sino legitimar la estrategia de llevar a cabo acciones militares de carácter preventivo (y de manera unilateral) allí donde se presuma que existe una amenaza terrorista.

Por ende, no es casualidad que el ámbito en el cual se logró un détente temporal en la crisis andina fuera el Grupo de Río: el único foro político exclusivo de América Latina que existe hoy en día. Tampoco es casual que, en mayo pasado, durante la cumbre de la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), Brasil propusiera formalmente la creación de un Consejo Sudamericano de Defensa, una organización concebida como una alternativa, más que como un complemento, del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), legado supérstite de la Guerra Fría en el que, como tal, se mantiene la incontestada primacía de Estados Unidos.

No hay comentarios: