Craig A. Deare
El tema de la militarización en América Latina es muy complicado. De manera directa e indirecta, hay muchos factores que configuran la realidad actual de la región; sin embargo, no pretendo profundizar en todos ellos en este ensayo, ya que otras contribuciones en este número se encargan de mostrar los diversos ángulos del debate. Mi propósito es plantear algunas de las causas principales de la militarización y analizar con mayor atención una de ellas: la llamada participación “inconsciente” de Estados Unidos en la coyuntura latinoamericana actual.
La primera década del siglo XXI será recordada, desde el espejo retrovisor del futuro, como un período en el que las tendencias militares retomaron fuerza y trascendencia en América Latina. Si bien las transiciones de gobiernos militares a civiles, que tuvieron lugar a lo largo y ancho de la región, comenzaron en los años ochenta y se vieron fortalecidas durante los años noventa, esto no significó que hubieran desaparecido los problemas de las relaciones cívico-militares, ni mucho menos los principales desafíos de las democracias —los casos de irregularidades han sido muchos y muy graves, como el de Fujimori en Perú, con el autogolpe de Estado; los golpes de Estado consumados o fallidos en Venezuela; y los cambios imprevistos en Ecuador, entre otros—. Tampoco implicó que la calidad de las democracias hubiera alcanzado los niveles deseados, ya que muchos países de la región aún podrían considerarse democracias iliberales, según la categoría de Fareed Zakaria. Sin duda, queda mucho por hacer. No obstante, hasta hace relativamente poco tiempo, existía la percepción generalizada de que los países de la región habían dejado atrás la utilización de las fuerzas armadas para solucionar problemas de gobernabilidad y que, en el futuro, la región se podría considerar como democrática —con mayores controles de las autoridades civiles sobre las fuerzas armadas— y, sobre todo, como no militarizada.
En parte, esta percepción se basaba en la reducción de los gastos de defensa —un promedio bastante menor al 2% del PIB—, sobre todo si se les compara con los de otras regiones del mundo. Otro factor clave que alimentó esta percepción fue la disminución de las famosas “hipótesis de conflicto” entre algunos de los rivales más fuertes en la región. A pesar del conflicto renovado entre Ecuador y Perú, en 1995, la acción diplomática de los países garantes —Brasil, Argentina, Chile y Estados Unidos— para minimizar el conflicto fue rápida y efectiva. En esa época, se instituyeron las Cumbres de las Américas, las Conferencias de los Ministros de Defensa, las reuniones dedicadas a la creación de medidas de confianza mutua y, por primera vez, se establecieron en varios países los Ministerios de Defensa liderados por civiles.
Quizás otro elemento simbólico que alentó la idea de que en América Latina se había reducido la militarización fue la salida de Estados Unidos de la zona del Canal de Panamá en 1997; esta acción permitió la disminución de la presencia militar estadounidense de carácter permanente en la región. Lo cierto es que la imagen que existía al terminar la década de los noventa —la de una región no (o, ciertamente, mucho menos) militarizada, de una región más segura y pacífica— ya no persiste, y es evidente, a estas alturas de 2008, que América Latina está más desintegrada y es menos segura que hace 10 años.
Factores claves de la remilitarización
Tratar el tema de la remilitarización en la región es un tanto peligroso por varias razones —incluido el hecho de que en algunos países no hay evidencia del fenómeno—. Más aún, hay que reconocer que no hay un acuerdo sobre qué es militarización. Para algunos, el término tiene que ver con la potencialización de las fuerzas armadas; para otros, es la utilización de las fuerzas armadas en tareas no tradicionales, como el desarrollo. Otros le llaman militarización al uso de las fuerzas armadas para combatir las amenazas internas de carácter no militar o para realizar misiones que le competen a las policías —como el combate del crimen organizado—. Finalmente, puede llamarse militarización a la existencia de facto, si bien no de jure, de un gobierno militar. Cabe señalar que no se debe confundir militarización con militarismo. El militarismo es la imposición de valores, perspectivas e ideales militares sobre la sociedad civil, lo cual, sin duda, resulta aún más peligroso que la militarización. Desde un punto de vista general, es obvio que sí hay un grado importante de militarización en el hemisferio y esto tiene implicaciones potenciales para las sociedades de la región.
Siempre es difícil generalizar cuando se trata de América Latina, dada su gran heterogeneidad, y el tema específico de la militarización es simplemente otro ejemplo en ese sentido. Obviamente, los países comparten muchas características culturales, sobre todo la herencia y el idioma españoles (con la excepción notable de Brasil). Pero los 18 países latinoamericanos tienen 18 historias distintas —algunas realmente singulares— que no se prestan a una agregación fácil o sencilla. No obstante, dada la sensación de que sí se observa una tendencia a la militarización en muchos aspectos de la agenda regional, vale la pena analizar cuáles son los rasgos principales de esa tendencia.
Es cierto que hay excepciones; quizá la más notable en este caso sea la de Argentina, en donde las políticas de los gobiernos posteriores a la dictadura militar, y sobre todo los de los últimos 10 años, han dejado a las fuerzas armadas con un presupuesto menor al 1% del PIB, “sufriendo vicisitudes debido a factores del pasado y del presente”, como me comentó un colega chileno. Pero, en general, los factores esenciales que han contribuido a que se ponga mayor énfasis en el uso de las fuerzas armadas en la región son los siguientes: las variaciones en el sistema internacional, la actuación de algunos países clave en el hemisferio, los desafíos y las amenazas internas y trasnacionales, las debilidades estructurales en muchos de los países de la región y el papel cambiante de Estados Unidos.
Hay que empezar con el factor que está afectando al mundo entero: las variaciones en el sistema internacional. Aunque no tenga un efecto causal en la cuestión de la militarización, sí desempeña un papel importante, en general. La caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría en la década de los noventa no afectaron en gran medida las realidades de América Latina en ese momento. La declinación relativa del poder de Estados Unidos no se veía con claridad, ni siquiera en 1998; inclusive, el canciller francés Hubert Védrine describía a Estados Unidos como la hyperpuissance y, al mencionar otros países como “potencias influyentes”, se incluía a la misma Francia, a Alemania, a Reino Unido y a Japón —pero no a China—. Una década después, a China se le reconoce como una gran potencia y su influencia crece a una velocidad extraordinaria. India, por su parte, también ha emergido como un actor de gran peso en el sistema internacional. Y la Unión Europea destaca como la mayor entidad económica del mundo, con un PIB que supera al de Estados Unidos. Por otro lado, los avances tecnológicos en la comunicación, el transporte y la informática, entre otros, han acelerado el ritmo de la globalización, en general, y de la economía mundial, en particular. Sin duda, el mundo ha cambiado: Estados Unidos desempeña, a grandes rasgos, un papel menos dominante, y esa realidad también se refleja en la región, ya que se crean condiciones distintas. Además, con la disminución de la presencia estadounidense, se ve una mayor participación de otros actores no tradicionales, sobre todo de China, pero también de Irán y de Rusia.
Los actores regionales desempeñan un papel directo en la militarización. Brasil, durante la gestión del presidente Lula, ha empezado a ejercer un liderazgo, esperado desde siempre pero pocas veces materializado. Por otra parte, en Chile y en Perú se han hecho importantes mejoras en las capacidades militares y se han incrementado los presupuestos de defensa. También habría que reconocer los éxitos de la estrategia de seguridad democrática en Colombia, con el empleo innovador de las fuerzas armadas y otros elementos del gobierno. En contraste, las fuerzas armadas en Centroamérica se redujeron de manera dramática después de los conflictos armados en Guatemala, Nicaragua y El Salvador. Está también el caso de México, donde el presidente Felipe Calderón se ha visto obligado a utilizar las fuerzas armadas para combatir a los narcotraficantes y al crimen organizado, dada la incapacidad y la falta de confianza que se observan en las policías federales, estatales y municipales.
Pero la realidad es que el actor más importante en este escenario es Venezuela, bajo el liderazgo de Hugo Chávez: la adquisición de armas convencionales avanzadas —aviones caza de tercera generación, submarinos convencionales sofisticados y radares y misiles antiaéreos, entre otras— están cambiando el equilibrio del poder regional. Esta compra de equipos no afecta el equilibrio vis a vis Estados Unidos, pero sí afecta el equilibrio con Colombia y con los demás países de la región. Más allá del equipo en sí, son significativas las declaraciones del presidente Chávez sobre cómo utilizaría sus fuerzas armadas en caso de una eventualidad en Bolivia. Con sus acciones, Chávez ha contribuido mucho —y de manera negativa, hay que aclarar— a la militarización de las relaciones en la región.
Es pertinente describir el escenario actual, en particular en lo que concierne a Colombia y a Ecuador, después de las acciones militares que llevó a cabo Colombia, el 1 de marzo de 2008, en contra de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que operaban en territorio ecuatoriano. El punto principal es que un país de la región, al tratar de acabar con un conflicto interno complejo y de larga duración, se encontró con que los gobiernos vecinos estaban apoyando a las fuerzas insurgentes. El gobierno colombiano se quedó solo con respecto a los demás países miembros de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que se rehúsan a calificar a las FARC como un grupo terrorista.
Esto refuerza la percepción de que, en varios aspectos, la región no opera de manera coordinada en los temas de seguridad y defensa. A pesar del “éxito” relativo de la actuación de muchos gobiernos de la región para atender la crisis en Haití, el caso del conflicto entre Colombia y Ecuador subraya la realidad de que, lejos de estar más integrada, la región se ve cada vez más dividida.
Otro elemento importante es el entorno económico actual en América Latina. Hay que reconocer que las transiciones de los países del hemisferio hacia economías de mercado también han tenido consecuencias enormes, y que a ellas puede atribuírseles la inconformidad que reina en muchos sectores sociales latinoamericanos. Se pensaba que con la democracia todo iba a cambiar y que habría armonía interna y externa; se soñaba con economías de mercado en las que todo el mundo iba a tener buenos empleos y salarios dignos.
Pero los desafíos primordiales que enfrentan los países latinoamericanos —que no los únicos— siguen estando asociados con el desarrollo. La mala calidad de las democracias, la naturaleza de los programas económicos, las carencias de los sistemas de justicia y la debilidad del Estado de derecho son todos asuntos que los países de la región aún necesitan resolver. A pesar del crecimiento macroeconómico de muchos países, los índices de pobreza no se han reducido de manera significativa.
Una consecuencia no prevista de instaurar economías de mercado ha sido el adelgazamiento del Estado. Esto ha resultado, en algunos casos, en una falta de presencia del Estado en muchas partes de la región, lo que ha contribuido a que surjan los llamados “espacios no gobernados” y a la ausencia de una “soberanía efectiva”. A su vez, esto ha dejado margen para que otros actores no estatales —insurgentes, narcotraficantes y maras, entre otros— ocupen esos vacíos. Todo esto ha generado una percepción cada vez más compartida de que hay mayor inseguridad, lo que genera importantes dudas sobre la militarización: ¿cuál es, o debe ser, el papel de las fuerzas armadas en la erradicación de la inseguridad y en la defensa de la soberanía estatal? Las respuestas a esta interrogante esencial varían de país a país por muchas razones: fundamentalmente, debido a las constituciones, las leyes y reglamentos, las prácticas y las políticas de cada país.
La ineptitud de los gobiernos civiles para solucionar estos problemas ha tenido como efecto el aumento de las amenazas internas —y, cada vez más, trasnacionales— contra la seguridad de los ciudadanos. El crimen organizado, la violencia generada por las maras y pandillas, y el tráfico de drogas, de personas y de armas de fuego son el resultado no deseado de la incapacidad de los gobiernos para generar un ambiente en el cual florezcan las instituciones de la democracia, en el que la economía genere empleos suficientes para que se produzca la riqueza deseada y que ésta se distribuya de manera más equitativa, y en donde el imperio de la ley predomine y se reduzcan la impunidad y la corrupción.
Estos desafíos del desarrollo no se resuelven con las fuerzas armadas, aunque muchos países estén empleándolas en esas tareas por dos razones fundamentales. Primero, porque no existen otras instituciones más adecuadas o porque no hay confianza en sus habilidades, o bien, porque las amenazas que han florecido superan la capacidad de las fuerzas públicas para acabar con ellas. Contrario a lo que se podría esperar, en muchos casos, los países se están remilitarizando porque las autoridades civiles no han sido capaces de crear mejores condiciones de seguridad. Esta incapacidad para equilibrar eficazmente la dinámica de desarrollo-seguridad es, a mi juicio, el factor determinante de la militarización en América Latina. Y hay que decirlo: la ineficacia de las autoridades civiles puede resultar en un ciclo nuevo de intervenciones militares, no porque así lo quieran los militares, sino por lo que ha ocurrido con frecuencia en la región. Las presiones para que se den los golpes militares han venido de otros integrantes de la sociedad, inconformes con el pasado y con las posibilidades del futuro.
Finalmente, otro elemento que ha favorecido la remilitarización regional es la participación “inconsciente” de Estados Unidos. Desde mi punto de vista, la contribución estadounidense a la militarización de la región no es intencional: es, paradójicamente, resultado de su ausencia civil y de una presencia militar relativamente mayor. Tiene que ver, en parte, con la falta de atención característica de Estados Unidos, interrumpida por períodos de crisis que le obligan a mirar hacia América Latina. Y tiene que ver, también, con una realidad institucional interna de Estados Unidos que expondré a continuación: el legado de la Guerra Fría.
La participación “inconsciente” de Estados Unidos
Aunque ya se mencionó cómo los cambios en el sistema internacional afectan al hemisferio, es difícil ponderar la influencia que éstos han tenido en uno de los actores principales del sistema: Estados Unidos. Estos cambios se pueden ver ahora con mayor claridad que en los años noventa: el despegue económico de otros actores mundiales y todo lo que su crecimiento ha implicado, incluida la competencia por recursos como energía y alimentos; la colaboración entre entidades extremistas para tratar de expulsar a Occidente, en general, y a Estados Unidos, en particular, del Medio Oriente; y los avances tecnológicos en las comunicaciones y la información, entre otros. Para Estados Unidos, una gran potencia cuyo papel fundamental consiste en tratar de mantener cierta estabilidad en el escenario global, estos cambios implican enormes desafíos.
Dejando de lado las cuestiones relacionadas con el poder blando (no porque sean menos importantes, sino por falta de espacio para el resto de estas reflexiones), el número, la naturaleza y el nivel de riesgo que representan las amenazas y los desafíos del resto del mundo a la estabilidad del sistema internacional, y por ende a la seguridad nacional de Estados Unidos, son mucho más complejos de lo que fueron durante la Guerra Fría. Las realidades geopolíticas actuales de Asia del Este, de Medio Oriente, de Asia Central, de gran parte de África y, específicamente, de China, Corea del Norte, Irán, Pakistán y Rusia, entre otros, ocupan la atención diaria del Presidente, del Departamento de Estado, del Departamento de Defensa y de las agencias de inteligencia. Además, el Departamento de Defensa está llevando a cabo operaciones de combate en Iraq y Afganistán, que también requieren atención y tiempo. Asimismo, existen amenazas reales de terrorismo, la posibilidad de proliferación nuclear y países con capacidades militares en expansión, entre otras. En general, estas condiciones ocupan la mayor parte del tiempo de los tomadores de decisiones del país, lo que les deja muy poco para prestar atención a asuntos importantes en el hemisferio occidental. Para los especialistas que estiman que el hemisferio occidental tiene gran importancia estratégica para Estados Unidos, es conveniente recordarles que lo urgente no deja tiempo para lo importante.
Otro factor independiente, pero ligado íntimamente con lo anterior, tiene que ver con los atentados del 11-S. Con esto quiero decir que, aun si esos ataques no se hubiesen producido, de todas maneras Estados Unidos estaría preocupado por los asuntos del resto del mundo: a fin de cuentas, es un actor global. Sin menospreciar la gran influencia que ejerce la burocracia federal estadounidense en el proceso de diseño de políticas y estrategias, las personas que ocupaban los puestos clave en 2001 —el presidente George W. Bush, el vicepresidente Cheney, el secretario de Estado Powell, el secretario de Defensa Rumsfeld, el subsecretario de Defensa Wolfowitz, la asesora de Seguridad Nacional Rice y el director de la CIA Tenet, entre otros— tuvieron una influencia muy significativa y tomaron decisiones que otros quizá no hubiesen tomado. Se puede decir que el gobierno del presidente Bush actuó de manera distinta a como, tal vez, lo hubiera hecho su padre, por ejemplo. La visión del mundo y del papel de Estados Unidos en él, según el gobierno de George W. Bush, contribuyeron a generar una percepción (acertada o no) de que Estados Unidos era un actor poco interesado en escuchar las opiniones o recomendaciones de los demás. En un instante, la posibilidad de tener un gobierno interesado en América Latina —o, por lo menos, en México, aunque el interés se hubiera podido extender hasta incluir el resto del hemisferio— sufrió una herida mortal.
El argumento no es causal: no digo que el 11-S tuviera como resultado automático las decisiones asumidas, pero sí considero que el impacto de los atentados llevó al gobierno a tomar ciertas decisiones —como declarar la “guerra global contra el terrorismo”— que dieron a la política exterior una característica más militar. Al militarizarse la política exterior estadounidense, se prestó mayor atención a buscar soluciones militares y, a la vez, a prestar una atención insuficiente a los otros elementos del poder nacional, como la diplomacia, la inteligencia y las fuerzas de seguridad pública, entre otros. Esto no quiere decir que no se atendieran esas áreas, pues sí hubo avances por esa vía, pero la cara de la política era militar y las prioridades estaban centradas en la guerra global contra el terrorismo. Cualquier conversación en materia de seguridad o de defensa quedaba subsumida en el tema de la guerra contra el terrorismo, incluso en este hemisferio, donde la mayoría de los gobiernos no compartía esa perspectiva. Aun en el caso de los países que tenían experiencia con el terrorismo —como Argentina, Colombia o Perú— la perspectiva partía de una historia distinta.
Los años posteriores a 2001 han sido, en términos generales, de una gran distracción de los asuntos de América Latina. De la noche a la mañana, el lente principal (por no decir el único) a través del cual se vio al mundo exterior fue el de la seguridad nacional y el de la guerra contra el terrorismo. Hay que añadir que, en gran medida, ocurrió lo mismo en el ámbito interno, con una preocupación singular: se hizo el esfuerzo organizacional más extenso desde la Segunda Guerra Mundial, al crear el Departamento de Seguridad Nacional y trasladar a más de 180 000 empleados federales de 22 agencias distintas a esta nueva entidad. Se cambiaron leyes para dar mayor autoridad para investigar asuntos internos; se modificaron normas que habían establecido barreras entre la CIA y el FBI, prohibiendo la mezcla de inteligencia externa con investigaciones internas; se creó un nivel burocrático adicional de inteligencia, el Director de Inteligencia Nacional, que pretendía “mejorar” el esfuerzo de inteligencia; se modificó el Departamento de Defensa al crear el Comando Norte para tratar los temas internacionales con Canadá y México; y se estableció la oficina del Secretario de Defensa Adjunto para Defensa Interna. Es difícil sobreestimar el impacto que tuvo el 11-S en el gobierno federal estadounidense y su preocupación (por no decir obsesión) con la guerra global contra el terrorismo.
Desde finales de 2001 y principios de 2002, la burocracia estadounidense se ha modificado en los márgenes para reforzar las respuestas militares a una variedad de problemas y desafíos. Esto se debe, creo, a una reacción excesiva frente a los asuntos de Afganistán y de Iraq. Es decir, en términos muy básicos, los mayores problemas de Afganistán y de Iraq posteriores al conflicto no son de naturaleza militar; son, más bien, desafíos de desarrollo. Pero el gobierno, viendo la situación a través del lente del terrorismo, adoptó una política que afectó la manera como actúa en el exterior.
Para 2005, con base en las lecciones aprendidas, el presidente Bush emitió una Directiva Presidencial de Seguridad Nacional para operaciones de estabilidad, en la cual se definen las políticas y los procedimientos para gestionar los esfuerzos interinstitucionales relacionados con la reconstrucción y la estabilización de países en crisis, dando al Departamento de Estado la responsabilidad (pero no el presupuesto) de liderar las operaciones. Por su parte, el Departamento de Defensa adoptó una directiva interna que fija los lineamientos, establece las políticas y asigna las responsabilidades para el apoyo militar en operaciones de “estabilidad, seguridad, transición y reconstrucción”. Más aún, el secretario Rumsfeld decidió que las operaciones de estabilidad eran “misiones militares principales”, con la misma importancia que las operaciones de combate. Este cambio tenía como propósito transformar, en gran medida, la naturaleza de la institución: sin duda, era una maniobra un tanto arriesgada.
Aunque, a primera vista, estas políticas se pueden entender y explicar, el problema primordial es que, en vez de limitar esta perspectiva a países con realidades como Afganistán e Iraq, esas políticas distorsionaron al resto del sistema. El Departamento de Defensa, en vez de concentrarse en sus misiones prioritarias y esenciales, ha modificado su acción al centrarse en misiones secundarias, en gran medida —creo yo— porque es la crisis de jour. Lo tremendamente irónico de todo esto es que el gobierno estadounidense haga lo mismo que muchos otros gobiernos de Latinoamérica han hecho: emplea a las fuerzas armadas en tareas que no le corresponden porque no tiene otras instituciones disponibles para realizarlas.
Si bien es cierto que América Latina aún padece un desarrollo deficiente, la región está mucho más avanzada que Afganistán e Iraq. Las soluciones de largo plazo en esos dos países tienen que ver con el progreso político, económico, social, de justicia, etc. Pero las debilidades son tan profundas que se requiere una presencia militar en las calles y en los campos para estabilizar la situación. Actualmente, las fuerzas armadas estadounidenses, junto con los aliados que las acompañan, son las únicas entidades capaces de proveer los servicios de economía, de justicia y de infraestructura, entre otros. Las otras agencias federales estadounidenses no están estructuradas, capacitadas o dotadas para apoyar de manera más adecuada. Así, aunque las otras agencias —de Agricultura, de Comercio, de Desarrollo Internacional, etc.— deberían estar en la vanguardia, no lo pueden hacer. Por eso, el Comando Central, uno de los 5 comandos regionales de Estados Unidos —6 si se toma en cuenta el Comando Africano, el cual será un comando independiente a partir de octubre de este año—, encargado de la región que incluye a Afganistán y a Iraq (y también a Pakistán y a Irán), es el actor principal.
De manera semejante, los comandos regionales con responsabilidades en el hemisferio occidental —el Comando Norte y el Comando Sur— están desempeñando un papel de mayor envergadura en la región. En vez de que el Departamento de Estado —responsable de la política exterior y del esfuerzo diplomático— esté encabezando la interacción con América Latina, muchas veces es el Comando Sur, con su comandante actual, el almirante James Stavridis, quien asume el liderazgo de la relación. La situación en América del Norte es distinta por varias razones: primero, porque el comando es nuevo, pues fue creado en 2002 como consecuencia del 11-S; segundo, porque su misión primordial es la defensa interna del país y no las relaciones exteriores; tercero, porque la relación de México con Estados Unidos, sobre todo en temas de defensa, es mucho más delicada; y, finalmente, porque la relación bilateral Canadá-Estados Unidos es una de las más estrechas y fue establecida mucho antes de la creación del nuevo comando.
La relación del Comando Sur con la región es mucho más pertinente para este análisis. Todos los países de América Latina, salvo México, han tenido una relación militar con el Comando Sur durante estos años; es un actor reconocido y, en general, las relaciones militares con todos los países de la región son positivas, salvo algunas excepciones. En su afán por ser más efectivo en sus misiones y más eficiente con sus limitados recursos, el Comando Sur está liderando la tarea de integrar las acciones de varias agencias estadounidenses, incluidos los Departamentos de Estado, Justicia, Energía y Seguridad Nacional, así como la CIA, el FBI, la DEA y USAID. A primera vista, esto parece ser bastante razonable, dado que muchos de los desafíos de la región son multidimensionales y trasnacionales, y su solución requiere un esfuerzo interinstitucional. El problema no es lo que se está realizando, sino la entidad que está liderando la “batalla”.
Ésta no es una crítica al Comando Sur ni mucho menos a su comandante, el almirante Stavridis, quien está actuando como lo hacen los militares con visión: piensa en nuevas y mejores formas de solucionar los problemas. Si se analizan las declaraciones del almirante Stavridis, él reconoce que el papel de los militares debe ser limitado y que otras agencias deben liderar el esfuerzo. Pero esas otras entidades son incapaces de hacerlo, dada la estructura burocrática actual de Estados Unidos y, por eso, el Comando Sur ha tomado la delantera. La crítica se dirige, más bien, al aparato burocrático estadounidense que no ha sido capaz de reorganizarse para hacerle frente a las amenazas y desafíos del siglo XXI que, en muchos casos —sobre todo en esta región—, no son de carácter militar. En vez de encargar a una entidad civil la tarea de pensar estratégica e integralmente sobre las necesidades de la región y encabezar una campaña para ayudar en cuestiones de desarrollo (que obviamente tendría elementos de seguridad y de defensa para apoyar las acciones estadounidenses), se tiene a una entidad militar realizándola. Esto refleja una falta de visión tanto del Poder Ejecutivo como del Legislativo; ninguno de los dos ha sido capaz de visualizar una reorganización fundamental del sistema.
Y es precisamente aquí donde nace la tendencia a la militarización —o por lo menos la apariencia de militarizar— de los desafíos de la región. Como decía Abraham Maslow: “si la única herramienta que se tiene es un martillo, todo problema se ve como un clavo”. Una vez más, cabe subrayar que, aunque sí hay problemas y amenazas de índole militar, éstas representan una fracción menor de los problemas de América Latina. Las acciones, las adquisiciones y las declaraciones del presidente Chávez son la gran excepción, y Estados Unidos tiene que estar pendiente de esa realidad.
Segundo, una de las preocupaciones importantes en el ambiente democrático en la era posterior a los regímenes autoritarios ha sido cómo imponer un control civil capacitado sobre las fuerzas armadas. Es bien conocida la brecha histórica entre las fuerzas armadas y los dirigentes políticos de la región; ha costado tiempo y empeño incrementar la cantidad de civiles con conocimientos y destrezas para gestionar el sector de la defensa. Tener como la entidad líder en la región a una organización militar, que pareciera dirigir otras agencias civiles, no ayuda a construir la imagen de la subordinación de las fuerzas armadas a autoridades civiles. El Comando Sur está reestructurándose internamente para ser más efectivo, y entre los cambios se ha incluido a un civil de gran experiencia y jerarquía como el número dos de la organización. Ese paso es positivo e importante, pero no cambia la esencia de la organización, que no deja de ser una entidad militar que responde a las directrices del Pentágono. Esto es pertinente, dada la historia de Estados Unidos en América Latina. Aunque hay países que no ven con recelo la actuación del gobierno estadounidense en el continente, hay otros para los cuales la idea de la presencia militar de ese país es muy chocante; entre ellos, México está a la cabeza.
Finalmente, el asunto más importante no es que el Comando Sur esté haciendo todo lo posible para contribuir a mejorar la situación de seguridad y defensa de la región. Qué bueno que al menos una organización del gobierno estadounidense esté interesada y participe en asuntos de importancia en la región, y, sin duda, hay que mantener capacidades militares efectivas para emplearlas donde y cuando sea necesario. Sin embargo, lo más importante es que los otros actores federales, que deberían asumir la responsabilidad primaria de participar en la región, como el Departamento de Estado, de Justicia y, sobre todo, USAID, no han recibido los recursos para rectificar la situación. Un cambio sustantivo consistiría en crear una organización civil para atender las necesidades primordiales de Latinoamérica que, como he apuntado, no son de naturaleza militar.
Aquí se presentan unos cuantos datos para subrayar esta falta de equilibrio: para 2007, el presupuesto del Departamento de Defensa representó el 20% del gasto federal, es decir, 4% del PIB. Históricamente, ésta no es una cifra alta. Cuando más bajo cayó fue en 1999, y entonces equivalía al 16% del gasto federal (3% del PIB); pero, durante la Guerra Fría —1947 a 1989—, su promedio fue de 41% del gasto federal, o sea, 7.4% del PIB. Es pertinente la comparación de estos gastos con el presupuesto para “relaciones exteriores”. Aunque sí se gastaron sumas importantes al principio de la Guerra Fría —vale la pena recordar el Plan Marshall—, con un promedio de 15% del gasto federal entre 1947 y 1950, en los últimos 20 años, el promedio ha sido de apenas 1% del gasto federal.
Esas cifras indican claramente el escaso énfasis en los asuntos diplomáticos. Aunque la mayor parte de este gasto esté destinada a otras partes del mundo, sin duda los datos demuestran qué tan desequilibrada está la cartera de relaciones exteriores. Y, para ser claro, no sugiero que se reduzca el presupuesto del Comando Sur, que representa menos del 1% del gasto de defensa; inclusive, creo que debería aumentarse. Pero hay que incrementar de manera significativa los presupuestos de las otras agencias civiles y, más importantes aún, organizarlos de una manera más coherente para atender a la región.
La buena noticia en todo esto es que se ha reconocido que el sistema federal requiere una actualización. En términos generales, el aparato burocrático para la seguridad nacional de Estados Unidos —que equivale al aparato para la seguridad externa de ese país— es más o menos el mismo que se estableció después de la Segunda Guerra Mundial. Sí ha habido ajustes y modificaciones durante los últimos 60 años, incluidas las reformas posteriores al 11-S. Sin embargo, las realidades del siglo XXI son absolutamente distintas a las de los años cincuenta y sesenta. Reconociendo que aún hay amenazas estatales potenciales, como China, Corea del Norte, Irán y Rusia, y la realidad es que hay muchas otras amenazas y desafíos con mayor probabilidad de conflicto, y éstos existen, en gran medida, en el hemisferio occidental. Entonces ¿cómo modificar el sistema de seguridad nacional para hacer frente a esas amenazas y desafíos, y cómo hacerlo en coordinación y con la colaboración de los países socios y estratégicos de América Latina?
Actualmente, hay una gran iniciativa en marcha, denominada Proyecto de la Reforma de Seguridad Nacional, cuya meta es transformar el sistema antiguo por uno capaz de reaccionar eficazmente a las realidades del siglo XXI. Lo encabeza Jim Locher, asesor del ex congresista Jim Nichols en los ochenta, autor principal de la Ley Goldwater-Nichols de 1986 —la que reestructuró las fuerzas armadas estadounidenses para que operaran de manera conjunta—. La meta de Locher y su equipo es crear una nueva Ley de Seguridad Nacional para el siglo XXI. Esperemos que el proyecto identifique soluciones estructurales para las carencias actuales que afectan de manera negativa a la militarización de América Latina.
Cabe hacer una reflexión final con respecto a la forma como el gobierno estadounidense se relaciona con el resto del continente. Aunque parezca obvio, hay que subrayar la importancia crucial de adoptar una política exterior que sea percibida como mucho menos unilateral en el futuro. Todos los reajustes internos y burocráticos son necesarios, pero serán insuficientes si no van acompañados de una diplomacia más dispuesta a consultar y a colaborar con terceros. Al menos por ahora, todo parece indicar que los candidatos presidenciales, Barack Obama y John McCain, reconocen esta necesidad y han integrado en sus discursos de campaña la necesidad de cambiar las prácticas del gobierno del presidente George W. Bush.
Consideraciones finales
En estas páginas, el análisis ha incluido diferentes temas y se ha señalado que el papel que desempeñan las fuerzas armadas de Estados Unidos —a pesar de sus buenas intenciones— no ha sido tan positivo como se podría desear. Este análisis crítico ha pretendido mostrar algunas carencias que se podrían corregir para mejorar las relaciones con los países de América Latina.
Mis conclusiones son tres. Primero: los cambios recientes en el sistema internacional no son temporales; por el contrario, van a acelerarse. Los efectos que hemos visto son apenas el comienzo de una serie de transformaciones a las cuales todos los países del hemisferio van a tener que adaptarse, y los pueblos de América Latina tienen que aceptar las realidades del mundo globalizado. Les guste o no, les parezca justo o no, quiéranlo o no, el mundo es como es. Ningún país externo a la región —ni China, ni Estados Unidos, ni India, ni Rusia— es capaz de solucionar los problemas internos de los países del hemisferio. Sí podrán ayudar, aconsejar y recomendar, pero las decisiones difíciles les corresponden a los pueblos, por medio de sus gobiernos, y hay que tomarlas con decisión y con acierto. Si no, el futuro será muy semejante al pasado.
Segundo: en términos generales, hace falta reequilibrar la política exterior de Estados Unidos, incluida la adopción de una estrategia más multilateralista. Inclusive si el país siguiera en su condición de “hiperpotencia”, que supuestamente tenía al finalizar la última década del siglo XX, la tendencia a buscar soluciones militares para cualquier problema tiene que modificarse drásticamente. Todo el mundo sabe que si todas las demás opciones fracasan, existe la opción militar; no hace falta insistir tanto en esto, pues ya se conocen los costos de esas estrategias. También, es muy importante reestructurar el sistema de seguridad nacional de Estados Unidos. Las instituciones, las metodologías, las organizaciones y las capacidades creadas y desarrolladas para enfrentar las amenazas de la Guerra Fría ya no se acoplan a las realidades del mundo actual. En mi opinión, éste es el momento en el que el país se tiene que concentrar en su propio vecindario. Puede ser que el dinamismo de Asia incremente su importancia relativa en el mundo globalizado, pero eso no tiene que condenar al hemisferio occidental en general, ni a América Latina en particular, a tener que aceptar las sobras. Representa una oportunidad para tomar ventaja de todo lo que une a los países vecinos, minimizar lo que les separa y sumar esfuerzos para encarar el futuro.
Finalmente, la cuestión de la militarización actual está en el centro del debate porque hay dificultades no resueltas en la mayoría de los países de la región. Los espacios abiertos con la salida de los gobiernos militares, en muchos casos, no se han aprovechado con la llegada al poder de los gobiernos civiles. Las encuestas indican que la mayoría de las poblaciones de la región aceptaría un gobierno autoritario si fuese capaz de conseguir la estabilidad económica, y esto subraya la debilidad general de las democracias. Muchos de los países aún tienen sistemas democráticos ineptos, con partidos políticos débiles, con instituciones frágiles y dirigentes corruptos. Esta realidad conduce a los gobiernos incapaces a buscar soluciones eficaces para sus pueblos: en muchos casos, las únicas instituciones competentes —o por lo menos existentes— son las fuerzas armadas. El problema de fondo no son las fuerzas armadas en sí; son los gobiernos que no han resuelto los asuntos prioritarios de su población y es importante reconocer la diferencia.
El tema de la militarización en América Latina es muy complicado. De manera directa e indirecta, hay muchos factores que configuran la realidad actual de la región; sin embargo, no pretendo profundizar en todos ellos en este ensayo, ya que otras contribuciones en este número se encargan de mostrar los diversos ángulos del debate. Mi propósito es plantear algunas de las causas principales de la militarización y analizar con mayor atención una de ellas: la llamada participación “inconsciente” de Estados Unidos en la coyuntura latinoamericana actual.
La primera década del siglo XXI será recordada, desde el espejo retrovisor del futuro, como un período en el que las tendencias militares retomaron fuerza y trascendencia en América Latina. Si bien las transiciones de gobiernos militares a civiles, que tuvieron lugar a lo largo y ancho de la región, comenzaron en los años ochenta y se vieron fortalecidas durante los años noventa, esto no significó que hubieran desaparecido los problemas de las relaciones cívico-militares, ni mucho menos los principales desafíos de las democracias —los casos de irregularidades han sido muchos y muy graves, como el de Fujimori en Perú, con el autogolpe de Estado; los golpes de Estado consumados o fallidos en Venezuela; y los cambios imprevistos en Ecuador, entre otros—. Tampoco implicó que la calidad de las democracias hubiera alcanzado los niveles deseados, ya que muchos países de la región aún podrían considerarse democracias iliberales, según la categoría de Fareed Zakaria. Sin duda, queda mucho por hacer. No obstante, hasta hace relativamente poco tiempo, existía la percepción generalizada de que los países de la región habían dejado atrás la utilización de las fuerzas armadas para solucionar problemas de gobernabilidad y que, en el futuro, la región se podría considerar como democrática —con mayores controles de las autoridades civiles sobre las fuerzas armadas— y, sobre todo, como no militarizada.
En parte, esta percepción se basaba en la reducción de los gastos de defensa —un promedio bastante menor al 2% del PIB—, sobre todo si se les compara con los de otras regiones del mundo. Otro factor clave que alimentó esta percepción fue la disminución de las famosas “hipótesis de conflicto” entre algunos de los rivales más fuertes en la región. A pesar del conflicto renovado entre Ecuador y Perú, en 1995, la acción diplomática de los países garantes —Brasil, Argentina, Chile y Estados Unidos— para minimizar el conflicto fue rápida y efectiva. En esa época, se instituyeron las Cumbres de las Américas, las Conferencias de los Ministros de Defensa, las reuniones dedicadas a la creación de medidas de confianza mutua y, por primera vez, se establecieron en varios países los Ministerios de Defensa liderados por civiles.
Quizás otro elemento simbólico que alentó la idea de que en América Latina se había reducido la militarización fue la salida de Estados Unidos de la zona del Canal de Panamá en 1997; esta acción permitió la disminución de la presencia militar estadounidense de carácter permanente en la región. Lo cierto es que la imagen que existía al terminar la década de los noventa —la de una región no (o, ciertamente, mucho menos) militarizada, de una región más segura y pacífica— ya no persiste, y es evidente, a estas alturas de 2008, que América Latina está más desintegrada y es menos segura que hace 10 años.
Factores claves de la remilitarización
Tratar el tema de la remilitarización en la región es un tanto peligroso por varias razones —incluido el hecho de que en algunos países no hay evidencia del fenómeno—. Más aún, hay que reconocer que no hay un acuerdo sobre qué es militarización. Para algunos, el término tiene que ver con la potencialización de las fuerzas armadas; para otros, es la utilización de las fuerzas armadas en tareas no tradicionales, como el desarrollo. Otros le llaman militarización al uso de las fuerzas armadas para combatir las amenazas internas de carácter no militar o para realizar misiones que le competen a las policías —como el combate del crimen organizado—. Finalmente, puede llamarse militarización a la existencia de facto, si bien no de jure, de un gobierno militar. Cabe señalar que no se debe confundir militarización con militarismo. El militarismo es la imposición de valores, perspectivas e ideales militares sobre la sociedad civil, lo cual, sin duda, resulta aún más peligroso que la militarización. Desde un punto de vista general, es obvio que sí hay un grado importante de militarización en el hemisferio y esto tiene implicaciones potenciales para las sociedades de la región.
Siempre es difícil generalizar cuando se trata de América Latina, dada su gran heterogeneidad, y el tema específico de la militarización es simplemente otro ejemplo en ese sentido. Obviamente, los países comparten muchas características culturales, sobre todo la herencia y el idioma españoles (con la excepción notable de Brasil). Pero los 18 países latinoamericanos tienen 18 historias distintas —algunas realmente singulares— que no se prestan a una agregación fácil o sencilla. No obstante, dada la sensación de que sí se observa una tendencia a la militarización en muchos aspectos de la agenda regional, vale la pena analizar cuáles son los rasgos principales de esa tendencia.
Es cierto que hay excepciones; quizá la más notable en este caso sea la de Argentina, en donde las políticas de los gobiernos posteriores a la dictadura militar, y sobre todo los de los últimos 10 años, han dejado a las fuerzas armadas con un presupuesto menor al 1% del PIB, “sufriendo vicisitudes debido a factores del pasado y del presente”, como me comentó un colega chileno. Pero, en general, los factores esenciales que han contribuido a que se ponga mayor énfasis en el uso de las fuerzas armadas en la región son los siguientes: las variaciones en el sistema internacional, la actuación de algunos países clave en el hemisferio, los desafíos y las amenazas internas y trasnacionales, las debilidades estructurales en muchos de los países de la región y el papel cambiante de Estados Unidos.
Hay que empezar con el factor que está afectando al mundo entero: las variaciones en el sistema internacional. Aunque no tenga un efecto causal en la cuestión de la militarización, sí desempeña un papel importante, en general. La caída del Muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría en la década de los noventa no afectaron en gran medida las realidades de América Latina en ese momento. La declinación relativa del poder de Estados Unidos no se veía con claridad, ni siquiera en 1998; inclusive, el canciller francés Hubert Védrine describía a Estados Unidos como la hyperpuissance y, al mencionar otros países como “potencias influyentes”, se incluía a la misma Francia, a Alemania, a Reino Unido y a Japón —pero no a China—. Una década después, a China se le reconoce como una gran potencia y su influencia crece a una velocidad extraordinaria. India, por su parte, también ha emergido como un actor de gran peso en el sistema internacional. Y la Unión Europea destaca como la mayor entidad económica del mundo, con un PIB que supera al de Estados Unidos. Por otro lado, los avances tecnológicos en la comunicación, el transporte y la informática, entre otros, han acelerado el ritmo de la globalización, en general, y de la economía mundial, en particular. Sin duda, el mundo ha cambiado: Estados Unidos desempeña, a grandes rasgos, un papel menos dominante, y esa realidad también se refleja en la región, ya que se crean condiciones distintas. Además, con la disminución de la presencia estadounidense, se ve una mayor participación de otros actores no tradicionales, sobre todo de China, pero también de Irán y de Rusia.
Los actores regionales desempeñan un papel directo en la militarización. Brasil, durante la gestión del presidente Lula, ha empezado a ejercer un liderazgo, esperado desde siempre pero pocas veces materializado. Por otra parte, en Chile y en Perú se han hecho importantes mejoras en las capacidades militares y se han incrementado los presupuestos de defensa. También habría que reconocer los éxitos de la estrategia de seguridad democrática en Colombia, con el empleo innovador de las fuerzas armadas y otros elementos del gobierno. En contraste, las fuerzas armadas en Centroamérica se redujeron de manera dramática después de los conflictos armados en Guatemala, Nicaragua y El Salvador. Está también el caso de México, donde el presidente Felipe Calderón se ha visto obligado a utilizar las fuerzas armadas para combatir a los narcotraficantes y al crimen organizado, dada la incapacidad y la falta de confianza que se observan en las policías federales, estatales y municipales.
Pero la realidad es que el actor más importante en este escenario es Venezuela, bajo el liderazgo de Hugo Chávez: la adquisición de armas convencionales avanzadas —aviones caza de tercera generación, submarinos convencionales sofisticados y radares y misiles antiaéreos, entre otras— están cambiando el equilibrio del poder regional. Esta compra de equipos no afecta el equilibrio vis a vis Estados Unidos, pero sí afecta el equilibrio con Colombia y con los demás países de la región. Más allá del equipo en sí, son significativas las declaraciones del presidente Chávez sobre cómo utilizaría sus fuerzas armadas en caso de una eventualidad en Bolivia. Con sus acciones, Chávez ha contribuido mucho —y de manera negativa, hay que aclarar— a la militarización de las relaciones en la región.
Es pertinente describir el escenario actual, en particular en lo que concierne a Colombia y a Ecuador, después de las acciones militares que llevó a cabo Colombia, el 1 de marzo de 2008, en contra de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) que operaban en territorio ecuatoriano. El punto principal es que un país de la región, al tratar de acabar con un conflicto interno complejo y de larga duración, se encontró con que los gobiernos vecinos estaban apoyando a las fuerzas insurgentes. El gobierno colombiano se quedó solo con respecto a los demás países miembros de la Organización de los Estados Americanos (OEA), que se rehúsan a calificar a las FARC como un grupo terrorista.
Esto refuerza la percepción de que, en varios aspectos, la región no opera de manera coordinada en los temas de seguridad y defensa. A pesar del “éxito” relativo de la actuación de muchos gobiernos de la región para atender la crisis en Haití, el caso del conflicto entre Colombia y Ecuador subraya la realidad de que, lejos de estar más integrada, la región se ve cada vez más dividida.
Otro elemento importante es el entorno económico actual en América Latina. Hay que reconocer que las transiciones de los países del hemisferio hacia economías de mercado también han tenido consecuencias enormes, y que a ellas puede atribuírseles la inconformidad que reina en muchos sectores sociales latinoamericanos. Se pensaba que con la democracia todo iba a cambiar y que habría armonía interna y externa; se soñaba con economías de mercado en las que todo el mundo iba a tener buenos empleos y salarios dignos.
Pero los desafíos primordiales que enfrentan los países latinoamericanos —que no los únicos— siguen estando asociados con el desarrollo. La mala calidad de las democracias, la naturaleza de los programas económicos, las carencias de los sistemas de justicia y la debilidad del Estado de derecho son todos asuntos que los países de la región aún necesitan resolver. A pesar del crecimiento macroeconómico de muchos países, los índices de pobreza no se han reducido de manera significativa.
Una consecuencia no prevista de instaurar economías de mercado ha sido el adelgazamiento del Estado. Esto ha resultado, en algunos casos, en una falta de presencia del Estado en muchas partes de la región, lo que ha contribuido a que surjan los llamados “espacios no gobernados” y a la ausencia de una “soberanía efectiva”. A su vez, esto ha dejado margen para que otros actores no estatales —insurgentes, narcotraficantes y maras, entre otros— ocupen esos vacíos. Todo esto ha generado una percepción cada vez más compartida de que hay mayor inseguridad, lo que genera importantes dudas sobre la militarización: ¿cuál es, o debe ser, el papel de las fuerzas armadas en la erradicación de la inseguridad y en la defensa de la soberanía estatal? Las respuestas a esta interrogante esencial varían de país a país por muchas razones: fundamentalmente, debido a las constituciones, las leyes y reglamentos, las prácticas y las políticas de cada país.
La ineptitud de los gobiernos civiles para solucionar estos problemas ha tenido como efecto el aumento de las amenazas internas —y, cada vez más, trasnacionales— contra la seguridad de los ciudadanos. El crimen organizado, la violencia generada por las maras y pandillas, y el tráfico de drogas, de personas y de armas de fuego son el resultado no deseado de la incapacidad de los gobiernos para generar un ambiente en el cual florezcan las instituciones de la democracia, en el que la economía genere empleos suficientes para que se produzca la riqueza deseada y que ésta se distribuya de manera más equitativa, y en donde el imperio de la ley predomine y se reduzcan la impunidad y la corrupción.
Estos desafíos del desarrollo no se resuelven con las fuerzas armadas, aunque muchos países estén empleándolas en esas tareas por dos razones fundamentales. Primero, porque no existen otras instituciones más adecuadas o porque no hay confianza en sus habilidades, o bien, porque las amenazas que han florecido superan la capacidad de las fuerzas públicas para acabar con ellas. Contrario a lo que se podría esperar, en muchos casos, los países se están remilitarizando porque las autoridades civiles no han sido capaces de crear mejores condiciones de seguridad. Esta incapacidad para equilibrar eficazmente la dinámica de desarrollo-seguridad es, a mi juicio, el factor determinante de la militarización en América Latina. Y hay que decirlo: la ineficacia de las autoridades civiles puede resultar en un ciclo nuevo de intervenciones militares, no porque así lo quieran los militares, sino por lo que ha ocurrido con frecuencia en la región. Las presiones para que se den los golpes militares han venido de otros integrantes de la sociedad, inconformes con el pasado y con las posibilidades del futuro.
Finalmente, otro elemento que ha favorecido la remilitarización regional es la participación “inconsciente” de Estados Unidos. Desde mi punto de vista, la contribución estadounidense a la militarización de la región no es intencional: es, paradójicamente, resultado de su ausencia civil y de una presencia militar relativamente mayor. Tiene que ver, en parte, con la falta de atención característica de Estados Unidos, interrumpida por períodos de crisis que le obligan a mirar hacia América Latina. Y tiene que ver, también, con una realidad institucional interna de Estados Unidos que expondré a continuación: el legado de la Guerra Fría.
La participación “inconsciente” de Estados Unidos
Aunque ya se mencionó cómo los cambios en el sistema internacional afectan al hemisferio, es difícil ponderar la influencia que éstos han tenido en uno de los actores principales del sistema: Estados Unidos. Estos cambios se pueden ver ahora con mayor claridad que en los años noventa: el despegue económico de otros actores mundiales y todo lo que su crecimiento ha implicado, incluida la competencia por recursos como energía y alimentos; la colaboración entre entidades extremistas para tratar de expulsar a Occidente, en general, y a Estados Unidos, en particular, del Medio Oriente; y los avances tecnológicos en las comunicaciones y la información, entre otros. Para Estados Unidos, una gran potencia cuyo papel fundamental consiste en tratar de mantener cierta estabilidad en el escenario global, estos cambios implican enormes desafíos.
Dejando de lado las cuestiones relacionadas con el poder blando (no porque sean menos importantes, sino por falta de espacio para el resto de estas reflexiones), el número, la naturaleza y el nivel de riesgo que representan las amenazas y los desafíos del resto del mundo a la estabilidad del sistema internacional, y por ende a la seguridad nacional de Estados Unidos, son mucho más complejos de lo que fueron durante la Guerra Fría. Las realidades geopolíticas actuales de Asia del Este, de Medio Oriente, de Asia Central, de gran parte de África y, específicamente, de China, Corea del Norte, Irán, Pakistán y Rusia, entre otros, ocupan la atención diaria del Presidente, del Departamento de Estado, del Departamento de Defensa y de las agencias de inteligencia. Además, el Departamento de Defensa está llevando a cabo operaciones de combate en Iraq y Afganistán, que también requieren atención y tiempo. Asimismo, existen amenazas reales de terrorismo, la posibilidad de proliferación nuclear y países con capacidades militares en expansión, entre otras. En general, estas condiciones ocupan la mayor parte del tiempo de los tomadores de decisiones del país, lo que les deja muy poco para prestar atención a asuntos importantes en el hemisferio occidental. Para los especialistas que estiman que el hemisferio occidental tiene gran importancia estratégica para Estados Unidos, es conveniente recordarles que lo urgente no deja tiempo para lo importante.
Otro factor independiente, pero ligado íntimamente con lo anterior, tiene que ver con los atentados del 11-S. Con esto quiero decir que, aun si esos ataques no se hubiesen producido, de todas maneras Estados Unidos estaría preocupado por los asuntos del resto del mundo: a fin de cuentas, es un actor global. Sin menospreciar la gran influencia que ejerce la burocracia federal estadounidense en el proceso de diseño de políticas y estrategias, las personas que ocupaban los puestos clave en 2001 —el presidente George W. Bush, el vicepresidente Cheney, el secretario de Estado Powell, el secretario de Defensa Rumsfeld, el subsecretario de Defensa Wolfowitz, la asesora de Seguridad Nacional Rice y el director de la CIA Tenet, entre otros— tuvieron una influencia muy significativa y tomaron decisiones que otros quizá no hubiesen tomado. Se puede decir que el gobierno del presidente Bush actuó de manera distinta a como, tal vez, lo hubiera hecho su padre, por ejemplo. La visión del mundo y del papel de Estados Unidos en él, según el gobierno de George W. Bush, contribuyeron a generar una percepción (acertada o no) de que Estados Unidos era un actor poco interesado en escuchar las opiniones o recomendaciones de los demás. En un instante, la posibilidad de tener un gobierno interesado en América Latina —o, por lo menos, en México, aunque el interés se hubiera podido extender hasta incluir el resto del hemisferio— sufrió una herida mortal.
El argumento no es causal: no digo que el 11-S tuviera como resultado automático las decisiones asumidas, pero sí considero que el impacto de los atentados llevó al gobierno a tomar ciertas decisiones —como declarar la “guerra global contra el terrorismo”— que dieron a la política exterior una característica más militar. Al militarizarse la política exterior estadounidense, se prestó mayor atención a buscar soluciones militares y, a la vez, a prestar una atención insuficiente a los otros elementos del poder nacional, como la diplomacia, la inteligencia y las fuerzas de seguridad pública, entre otros. Esto no quiere decir que no se atendieran esas áreas, pues sí hubo avances por esa vía, pero la cara de la política era militar y las prioridades estaban centradas en la guerra global contra el terrorismo. Cualquier conversación en materia de seguridad o de defensa quedaba subsumida en el tema de la guerra contra el terrorismo, incluso en este hemisferio, donde la mayoría de los gobiernos no compartía esa perspectiva. Aun en el caso de los países que tenían experiencia con el terrorismo —como Argentina, Colombia o Perú— la perspectiva partía de una historia distinta.
Los años posteriores a 2001 han sido, en términos generales, de una gran distracción de los asuntos de América Latina. De la noche a la mañana, el lente principal (por no decir el único) a través del cual se vio al mundo exterior fue el de la seguridad nacional y el de la guerra contra el terrorismo. Hay que añadir que, en gran medida, ocurrió lo mismo en el ámbito interno, con una preocupación singular: se hizo el esfuerzo organizacional más extenso desde la Segunda Guerra Mundial, al crear el Departamento de Seguridad Nacional y trasladar a más de 180 000 empleados federales de 22 agencias distintas a esta nueva entidad. Se cambiaron leyes para dar mayor autoridad para investigar asuntos internos; se modificaron normas que habían establecido barreras entre la CIA y el FBI, prohibiendo la mezcla de inteligencia externa con investigaciones internas; se creó un nivel burocrático adicional de inteligencia, el Director de Inteligencia Nacional, que pretendía “mejorar” el esfuerzo de inteligencia; se modificó el Departamento de Defensa al crear el Comando Norte para tratar los temas internacionales con Canadá y México; y se estableció la oficina del Secretario de Defensa Adjunto para Defensa Interna. Es difícil sobreestimar el impacto que tuvo el 11-S en el gobierno federal estadounidense y su preocupación (por no decir obsesión) con la guerra global contra el terrorismo.
Desde finales de 2001 y principios de 2002, la burocracia estadounidense se ha modificado en los márgenes para reforzar las respuestas militares a una variedad de problemas y desafíos. Esto se debe, creo, a una reacción excesiva frente a los asuntos de Afganistán y de Iraq. Es decir, en términos muy básicos, los mayores problemas de Afganistán y de Iraq posteriores al conflicto no son de naturaleza militar; son, más bien, desafíos de desarrollo. Pero el gobierno, viendo la situación a través del lente del terrorismo, adoptó una política que afectó la manera como actúa en el exterior.
Para 2005, con base en las lecciones aprendidas, el presidente Bush emitió una Directiva Presidencial de Seguridad Nacional para operaciones de estabilidad, en la cual se definen las políticas y los procedimientos para gestionar los esfuerzos interinstitucionales relacionados con la reconstrucción y la estabilización de países en crisis, dando al Departamento de Estado la responsabilidad (pero no el presupuesto) de liderar las operaciones. Por su parte, el Departamento de Defensa adoptó una directiva interna que fija los lineamientos, establece las políticas y asigna las responsabilidades para el apoyo militar en operaciones de “estabilidad, seguridad, transición y reconstrucción”. Más aún, el secretario Rumsfeld decidió que las operaciones de estabilidad eran “misiones militares principales”, con la misma importancia que las operaciones de combate. Este cambio tenía como propósito transformar, en gran medida, la naturaleza de la institución: sin duda, era una maniobra un tanto arriesgada.
Aunque, a primera vista, estas políticas se pueden entender y explicar, el problema primordial es que, en vez de limitar esta perspectiva a países con realidades como Afganistán e Iraq, esas políticas distorsionaron al resto del sistema. El Departamento de Defensa, en vez de concentrarse en sus misiones prioritarias y esenciales, ha modificado su acción al centrarse en misiones secundarias, en gran medida —creo yo— porque es la crisis de jour. Lo tremendamente irónico de todo esto es que el gobierno estadounidense haga lo mismo que muchos otros gobiernos de Latinoamérica han hecho: emplea a las fuerzas armadas en tareas que no le corresponden porque no tiene otras instituciones disponibles para realizarlas.
Si bien es cierto que América Latina aún padece un desarrollo deficiente, la región está mucho más avanzada que Afganistán e Iraq. Las soluciones de largo plazo en esos dos países tienen que ver con el progreso político, económico, social, de justicia, etc. Pero las debilidades son tan profundas que se requiere una presencia militar en las calles y en los campos para estabilizar la situación. Actualmente, las fuerzas armadas estadounidenses, junto con los aliados que las acompañan, son las únicas entidades capaces de proveer los servicios de economía, de justicia y de infraestructura, entre otros. Las otras agencias federales estadounidenses no están estructuradas, capacitadas o dotadas para apoyar de manera más adecuada. Así, aunque las otras agencias —de Agricultura, de Comercio, de Desarrollo Internacional, etc.— deberían estar en la vanguardia, no lo pueden hacer. Por eso, el Comando Central, uno de los 5 comandos regionales de Estados Unidos —6 si se toma en cuenta el Comando Africano, el cual será un comando independiente a partir de octubre de este año—, encargado de la región que incluye a Afganistán y a Iraq (y también a Pakistán y a Irán), es el actor principal.
De manera semejante, los comandos regionales con responsabilidades en el hemisferio occidental —el Comando Norte y el Comando Sur— están desempeñando un papel de mayor envergadura en la región. En vez de que el Departamento de Estado —responsable de la política exterior y del esfuerzo diplomático— esté encabezando la interacción con América Latina, muchas veces es el Comando Sur, con su comandante actual, el almirante James Stavridis, quien asume el liderazgo de la relación. La situación en América del Norte es distinta por varias razones: primero, porque el comando es nuevo, pues fue creado en 2002 como consecuencia del 11-S; segundo, porque su misión primordial es la defensa interna del país y no las relaciones exteriores; tercero, porque la relación de México con Estados Unidos, sobre todo en temas de defensa, es mucho más delicada; y, finalmente, porque la relación bilateral Canadá-Estados Unidos es una de las más estrechas y fue establecida mucho antes de la creación del nuevo comando.
La relación del Comando Sur con la región es mucho más pertinente para este análisis. Todos los países de América Latina, salvo México, han tenido una relación militar con el Comando Sur durante estos años; es un actor reconocido y, en general, las relaciones militares con todos los países de la región son positivas, salvo algunas excepciones. En su afán por ser más efectivo en sus misiones y más eficiente con sus limitados recursos, el Comando Sur está liderando la tarea de integrar las acciones de varias agencias estadounidenses, incluidos los Departamentos de Estado, Justicia, Energía y Seguridad Nacional, así como la CIA, el FBI, la DEA y USAID. A primera vista, esto parece ser bastante razonable, dado que muchos de los desafíos de la región son multidimensionales y trasnacionales, y su solución requiere un esfuerzo interinstitucional. El problema no es lo que se está realizando, sino la entidad que está liderando la “batalla”.
Ésta no es una crítica al Comando Sur ni mucho menos a su comandante, el almirante Stavridis, quien está actuando como lo hacen los militares con visión: piensa en nuevas y mejores formas de solucionar los problemas. Si se analizan las declaraciones del almirante Stavridis, él reconoce que el papel de los militares debe ser limitado y que otras agencias deben liderar el esfuerzo. Pero esas otras entidades son incapaces de hacerlo, dada la estructura burocrática actual de Estados Unidos y, por eso, el Comando Sur ha tomado la delantera. La crítica se dirige, más bien, al aparato burocrático estadounidense que no ha sido capaz de reorganizarse para hacerle frente a las amenazas y desafíos del siglo XXI que, en muchos casos —sobre todo en esta región—, no son de carácter militar. En vez de encargar a una entidad civil la tarea de pensar estratégica e integralmente sobre las necesidades de la región y encabezar una campaña para ayudar en cuestiones de desarrollo (que obviamente tendría elementos de seguridad y de defensa para apoyar las acciones estadounidenses), se tiene a una entidad militar realizándola. Esto refleja una falta de visión tanto del Poder Ejecutivo como del Legislativo; ninguno de los dos ha sido capaz de visualizar una reorganización fundamental del sistema.
Y es precisamente aquí donde nace la tendencia a la militarización —o por lo menos la apariencia de militarizar— de los desafíos de la región. Como decía Abraham Maslow: “si la única herramienta que se tiene es un martillo, todo problema se ve como un clavo”. Una vez más, cabe subrayar que, aunque sí hay problemas y amenazas de índole militar, éstas representan una fracción menor de los problemas de América Latina. Las acciones, las adquisiciones y las declaraciones del presidente Chávez son la gran excepción, y Estados Unidos tiene que estar pendiente de esa realidad.
Segundo, una de las preocupaciones importantes en el ambiente democrático en la era posterior a los regímenes autoritarios ha sido cómo imponer un control civil capacitado sobre las fuerzas armadas. Es bien conocida la brecha histórica entre las fuerzas armadas y los dirigentes políticos de la región; ha costado tiempo y empeño incrementar la cantidad de civiles con conocimientos y destrezas para gestionar el sector de la defensa. Tener como la entidad líder en la región a una organización militar, que pareciera dirigir otras agencias civiles, no ayuda a construir la imagen de la subordinación de las fuerzas armadas a autoridades civiles. El Comando Sur está reestructurándose internamente para ser más efectivo, y entre los cambios se ha incluido a un civil de gran experiencia y jerarquía como el número dos de la organización. Ese paso es positivo e importante, pero no cambia la esencia de la organización, que no deja de ser una entidad militar que responde a las directrices del Pentágono. Esto es pertinente, dada la historia de Estados Unidos en América Latina. Aunque hay países que no ven con recelo la actuación del gobierno estadounidense en el continente, hay otros para los cuales la idea de la presencia militar de ese país es muy chocante; entre ellos, México está a la cabeza.
Finalmente, el asunto más importante no es que el Comando Sur esté haciendo todo lo posible para contribuir a mejorar la situación de seguridad y defensa de la región. Qué bueno que al menos una organización del gobierno estadounidense esté interesada y participe en asuntos de importancia en la región, y, sin duda, hay que mantener capacidades militares efectivas para emplearlas donde y cuando sea necesario. Sin embargo, lo más importante es que los otros actores federales, que deberían asumir la responsabilidad primaria de participar en la región, como el Departamento de Estado, de Justicia y, sobre todo, USAID, no han recibido los recursos para rectificar la situación. Un cambio sustantivo consistiría en crear una organización civil para atender las necesidades primordiales de Latinoamérica que, como he apuntado, no son de naturaleza militar.
Aquí se presentan unos cuantos datos para subrayar esta falta de equilibrio: para 2007, el presupuesto del Departamento de Defensa representó el 20% del gasto federal, es decir, 4% del PIB. Históricamente, ésta no es una cifra alta. Cuando más bajo cayó fue en 1999, y entonces equivalía al 16% del gasto federal (3% del PIB); pero, durante la Guerra Fría —1947 a 1989—, su promedio fue de 41% del gasto federal, o sea, 7.4% del PIB. Es pertinente la comparación de estos gastos con el presupuesto para “relaciones exteriores”. Aunque sí se gastaron sumas importantes al principio de la Guerra Fría —vale la pena recordar el Plan Marshall—, con un promedio de 15% del gasto federal entre 1947 y 1950, en los últimos 20 años, el promedio ha sido de apenas 1% del gasto federal.
Esas cifras indican claramente el escaso énfasis en los asuntos diplomáticos. Aunque la mayor parte de este gasto esté destinada a otras partes del mundo, sin duda los datos demuestran qué tan desequilibrada está la cartera de relaciones exteriores. Y, para ser claro, no sugiero que se reduzca el presupuesto del Comando Sur, que representa menos del 1% del gasto de defensa; inclusive, creo que debería aumentarse. Pero hay que incrementar de manera significativa los presupuestos de las otras agencias civiles y, más importantes aún, organizarlos de una manera más coherente para atender a la región.
La buena noticia en todo esto es que se ha reconocido que el sistema federal requiere una actualización. En términos generales, el aparato burocrático para la seguridad nacional de Estados Unidos —que equivale al aparato para la seguridad externa de ese país— es más o menos el mismo que se estableció después de la Segunda Guerra Mundial. Sí ha habido ajustes y modificaciones durante los últimos 60 años, incluidas las reformas posteriores al 11-S. Sin embargo, las realidades del siglo XXI son absolutamente distintas a las de los años cincuenta y sesenta. Reconociendo que aún hay amenazas estatales potenciales, como China, Corea del Norte, Irán y Rusia, y la realidad es que hay muchas otras amenazas y desafíos con mayor probabilidad de conflicto, y éstos existen, en gran medida, en el hemisferio occidental. Entonces ¿cómo modificar el sistema de seguridad nacional para hacer frente a esas amenazas y desafíos, y cómo hacerlo en coordinación y con la colaboración de los países socios y estratégicos de América Latina?
Actualmente, hay una gran iniciativa en marcha, denominada Proyecto de la Reforma de Seguridad Nacional, cuya meta es transformar el sistema antiguo por uno capaz de reaccionar eficazmente a las realidades del siglo XXI. Lo encabeza Jim Locher, asesor del ex congresista Jim Nichols en los ochenta, autor principal de la Ley Goldwater-Nichols de 1986 —la que reestructuró las fuerzas armadas estadounidenses para que operaran de manera conjunta—. La meta de Locher y su equipo es crear una nueva Ley de Seguridad Nacional para el siglo XXI. Esperemos que el proyecto identifique soluciones estructurales para las carencias actuales que afectan de manera negativa a la militarización de América Latina.
Cabe hacer una reflexión final con respecto a la forma como el gobierno estadounidense se relaciona con el resto del continente. Aunque parezca obvio, hay que subrayar la importancia crucial de adoptar una política exterior que sea percibida como mucho menos unilateral en el futuro. Todos los reajustes internos y burocráticos son necesarios, pero serán insuficientes si no van acompañados de una diplomacia más dispuesta a consultar y a colaborar con terceros. Al menos por ahora, todo parece indicar que los candidatos presidenciales, Barack Obama y John McCain, reconocen esta necesidad y han integrado en sus discursos de campaña la necesidad de cambiar las prácticas del gobierno del presidente George W. Bush.
Consideraciones finales
En estas páginas, el análisis ha incluido diferentes temas y se ha señalado que el papel que desempeñan las fuerzas armadas de Estados Unidos —a pesar de sus buenas intenciones— no ha sido tan positivo como se podría desear. Este análisis crítico ha pretendido mostrar algunas carencias que se podrían corregir para mejorar las relaciones con los países de América Latina.
Mis conclusiones son tres. Primero: los cambios recientes en el sistema internacional no son temporales; por el contrario, van a acelerarse. Los efectos que hemos visto son apenas el comienzo de una serie de transformaciones a las cuales todos los países del hemisferio van a tener que adaptarse, y los pueblos de América Latina tienen que aceptar las realidades del mundo globalizado. Les guste o no, les parezca justo o no, quiéranlo o no, el mundo es como es. Ningún país externo a la región —ni China, ni Estados Unidos, ni India, ni Rusia— es capaz de solucionar los problemas internos de los países del hemisferio. Sí podrán ayudar, aconsejar y recomendar, pero las decisiones difíciles les corresponden a los pueblos, por medio de sus gobiernos, y hay que tomarlas con decisión y con acierto. Si no, el futuro será muy semejante al pasado.
Segundo: en términos generales, hace falta reequilibrar la política exterior de Estados Unidos, incluida la adopción de una estrategia más multilateralista. Inclusive si el país siguiera en su condición de “hiperpotencia”, que supuestamente tenía al finalizar la última década del siglo XX, la tendencia a buscar soluciones militares para cualquier problema tiene que modificarse drásticamente. Todo el mundo sabe que si todas las demás opciones fracasan, existe la opción militar; no hace falta insistir tanto en esto, pues ya se conocen los costos de esas estrategias. También, es muy importante reestructurar el sistema de seguridad nacional de Estados Unidos. Las instituciones, las metodologías, las organizaciones y las capacidades creadas y desarrolladas para enfrentar las amenazas de la Guerra Fría ya no se acoplan a las realidades del mundo actual. En mi opinión, éste es el momento en el que el país se tiene que concentrar en su propio vecindario. Puede ser que el dinamismo de Asia incremente su importancia relativa en el mundo globalizado, pero eso no tiene que condenar al hemisferio occidental en general, ni a América Latina en particular, a tener que aceptar las sobras. Representa una oportunidad para tomar ventaja de todo lo que une a los países vecinos, minimizar lo que les separa y sumar esfuerzos para encarar el futuro.
Finalmente, la cuestión de la militarización actual está en el centro del debate porque hay dificultades no resueltas en la mayoría de los países de la región. Los espacios abiertos con la salida de los gobiernos militares, en muchos casos, no se han aprovechado con la llegada al poder de los gobiernos civiles. Las encuestas indican que la mayoría de las poblaciones de la región aceptaría un gobierno autoritario si fuese capaz de conseguir la estabilidad económica, y esto subraya la debilidad general de las democracias. Muchos de los países aún tienen sistemas democráticos ineptos, con partidos políticos débiles, con instituciones frágiles y dirigentes corruptos. Esta realidad conduce a los gobiernos incapaces a buscar soluciones eficaces para sus pueblos: en muchos casos, las únicas instituciones competentes —o por lo menos existentes— son las fuerzas armadas. El problema de fondo no son las fuerzas armadas en sí; son los gobiernos que no han resuelto los asuntos prioritarios de su población y es importante reconocer la diferencia.
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