lunes, 8 de septiembre de 2008

LOS TEMAS TRADICIONALES Y LA AGENDA LATINOAMERICANA


David R. Mares

La comunidad interamericana se sorprendió cuando, en marzo pasado, las fuerzas armadas colombianas reconocieron que habían incursionado en territorio ecuatoriano para atacar un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), desde donde habían sufrido una agresión. Ecuador respondió con una denuncia de la violación de su soberanía y trasladó fuerzas fronterizas a la zona del suceso. Venezuela se solidarizó de inmediato con Ecuador y, con gran publicidad, movilizó fuerzas a su frontera con Colombia, además de emitir una declaración de que si los colombianos cruzaban esa frontera, por donde se sospecha que las FARC se abastecen, provocarían la guerra. El gobierno nicaragüense, que se disputa territorio en el Caribe con Colombia, denunció la operación militar y suspendió relaciones con su contraparte colombiana.

Aun cuando la crisis se resolvió una semana después (a pesar de que Ecuador todavía no ha restablecido relaciones diplomáticas con Colombia), tras hacer uso de la diplomacia interamericana, el incidente sirvió para recordar, de manera clara, que la vieja agenda de disputas fronterizas, de incidentes militarizados y del papel de las fuerzas armadas aún no se ha superado en América Latina. Es bueno recordar esta parte de la realidad latinoamericana porque, en el escenario contemporáneo, en el cual el nacionalismo, el populismo y hasta la guerrilla reaparecen, es obvia la necesidad de evitar que se den respuestas similares a las que hace 30 años llevaron a la región a una cadena interminable de golpes militares, guerras civiles, guerras “sucias” y hasta guerras internacionales. Pero aun si no se transita por ese viejo camino, los temas tradicionales podrían obligar a desviar recursos económicos y atención política de los retos del desarrollo económico, la reforma política, la participación social y la seguridad humana, en detrimento del futuro de la región.

Reconocer que aún persisten estos retos tradicionales no implica necesariamente que la comunidad interamericana deba pugnar por su rápida resolución; son temas bastante complicados e involucran intereses legítimos y complejos. No cabe duda de que la región paga altos costos de oportunidad por la existencia de estos temas tradicionales, pero buscar solucionarlos antes de que las partes estén listas podría agudizarlos y provocar aún más crisis. Por lo tanto, la comunidad latinoamericana no sólo debe reconocer la persistencia de estos temas, sino también poner más atención a sus características particulares en los casos pertinentes, para poder distinguir entre las acciones que tienen el potencial de apaciguar las tensiones y las que podrían recrudecerlas.

Disputas interestatales

Hasta ahora, estábamos conscientes de las disputas interestatales en la región, que incluyen migraciones humanas, tráfico de drogas ilícitas y hasta episodios de contaminación ambiental (Argentina ha demandado a Uruguay ante la Corte Internacional de Justicia —CIJ— por el peligro ecológico que, desde su punto de vista, traería la operación de una papelera en la frontera). Pero casi nos habíamos felicitado de que se hubieran desterrado de la región dos tipos de disputas: las que giran en torno a cuestiones fronterizas y las que tienen que ver con choques ideológicos. Desafortunadamente, ahí siguen; pensar que habían desaparecido fue un claro error de percepción.

Las disputas respecto a dónde termina la jurisdicción de un país y comienza la de su vecino pueden abarcar extensiones vastas de territorio (Venezuela reclama dos tercios del territorio reconocido internacionalmente como Guyana), o pueden tratarse sólo de la delimitación precisa de una frontera reconocida en términos generales (Chile se quejó de un mapa oficial argentino en el que parecía que la delimitación de los Hielos Continentales se hubiera hecho ya). El término “frontera” se refiere tanto a divisiones terrestres como marítimas y aéreas (estas últimas también se refieren a las normas que rigen el comportamiento de naves que se encuentran en esos espacios). Todos estos desacuerdos tienen en común que implican cuestiones de soberanía, que tienen valor simbólico y que históricamente han producido conflictos violentos (y en la época contemporánea, siguen produciendo situaciones tensas entre países de la región).

Estas disputas interestatales preocupan por varias razones: su potencial para degenerar en acciones violentas, sus consecuencias negativas para la integración económica regional, la desviación de recursos que implican y su posible uso en las riñas políticas internas para minar los procesos de consolidación democrática. Desde su independencia, América Latina ha logrado resolver una gran cantidad de disputas interestatales de manera pacífica, utilizando negociaciones bilaterales, o bien, la mediación y el arbitraje internacionales.

Estas vías para la resolución de conflictos siguen vigentes. La prueba de ello es que Venezuela y Dominica llegaron a un acuerdo sobre la Isla Aves en 2006; Honduras y Nicaragua aceptaron la resolución de la CIJ sobre su frontera marítima; las disputas entre Nicaragua y Costa Rica, Nicaragua y Colombia, Perú y Chile, y Argentina y Uruguay se encuentran en distintas fases del proceso en el marco de la CIJ, mientras que la Organización de los Estados Americanos (OEA) está promoviendo el entendimiento entre Guatemala y Belice, y la diplomacia bilateral está recuperando fuerza entre Bolivia y Chile.

No obstante, se desarrollan nuevas disputas o se renuevan viejas, aun cuando las relaciones económicas avancen o se consiga resolver un punto del diferendo. Por ejemplo, cuando la CIJ emitió su dictamen sobre el Golfo de Fonseca, en 2003, el hecho de que se ignorara el caso de la Isla Conejo creó una nueva controversia.

Por otra parte, el mar territorial se ha vuelto el nuevo tema en la relación entre Perú y Chile, después de que se puso fin a las cuestiones territoriales bilaterales (aún sigue vigente el problema de que Perú tiene, gracias a un tratado de 1929, poder de veto sobre cualquier resolución territorial que Chile quisiera ofrecer a Bolivia, si ésta tuviera que ver con los territorios conquistados al Perú por Chile en la Guerra del Pacífico, de 1879 a 1883). Los avances tecnológicos y el alza de los precios de los hidrocarburos y demás materias primas, amén del costo de los alimentos, han estimulado el interés sobre el mar.

Los gobiernos lo contemplan como un recurso estratégico, a la vez que los intereses privados lo ven simplemente como un recurso para explotar; ambos puntos de vista provocan controversias entre Colombia y Nicaragua, Venezuela y Trinidad y Tobago, y Venezuela y Guyana, entre otros.

Según los estudiosos en la materia del Departamento de Defensa de Estados Unidos, de la CIA y del independiente International Boundary Research Unit de Reino Unido, además de los documentos de la CIJ, los Estados latinoamericanos participan en 36 disputas fronterizas. Tanto por su prevalencia como porque cada cierto tiempo una de estas disputas se agudiza, la agenda latinoamericana debe tenerlas presentes.

Incidentes militarizados

El uso de la fuerza militar debe concebirse como una herramienta para la política exterior, y no sólo como algo que se utiliza para imponer puntos de vista. A pesar de que América Latina tiene una historia regional bastante mitológica respecto a la paz interestatal, lo cierto es que la región ha sufrido numerosas guerras: en las últimas cuatro décadas hubo tres (en 1969, entre El Salvador y Honduras; en 1982, entre Argentina y Reino Unido; y en 1995, entre Perú y Ecuador) y se desarrolló otro conflicto en el que las fuerzas armadas se movilizaron totalmente y estuvieron a unos minutos de iniciar la guerra (en 1978, entre Argentina y Chile).

En su papel internacional, las fuerzas armadas latinoamericanas se emplean, como en todo el mundo, básicamente para comunicar la importancia del asunto a la otra pare involucrada en un conflicto. Esta comunicación consiste en emitir amenazas verbales, hacer demostraciones de poderío militar y emplear distintos grados de violencia en operativos militares. Por su relación con la violencia potencial, estas demostraciones son más serias que una nota diplomática, y siempre existe la posibilidad de que una respuesta, también militarizada, pueda escalar el nivel de tensión y generar, incluso, una guerra. Por eso, la recurrencia de incidentes militarizados es, en sí, evidencia de que la región aún no ha evolucionado hacia una “zona de paz”, pese a la retórica diplomática y académica.

Desde 2000 y hasta mediados de 2008, se han presentado en la región 25 casos en los que los gobiernos han empleado esta forma de comunicación. Los países involucrados incluyen a Barbados, Belice, Chile, Colombia, Costa Rica, Dominica, Ecuador, El Salvador, Estados Unidos, Guatemala, Guyana, Honduras, Nicaragua, Perú y Venezuela.

Como el uso de la fuerza es un acto racional —lo que significa que, para el gobierno, los beneficios sobrepasan sus costos—, tiene determinantes muy claras. Para un gobierno democrático, sobresalen dos variables: el equilibrio estratégico (entendido en sus partes diplomática y militar) y la disponibilidad del público para aceptar los costos relacionados con el uso de la fuerza para resolver conflictos. Desafortunadamente, la evolución de estas dos determinantes se ha dirigido hacia rumbos que hacen más probables los incidentes militarizados en la región.

El equilibrio estratégico en la región se ha vuelto bastante ambiguo en la última década. Por un lado, la capacidad estadounidense para afectar los equilibrios políticos e, incluso, los militares, ha perdido credibilidad. Esta situación se debe a varios factores: la sobreextensión de sus fuerzas armadas; su comportamiento en la lucha contra el terrorismo, que pone en duda su compromiso con la democracia y con los derechos humanos; su declive económico; y su incapacidad para responder de manera efectiva al reto regional que le representa Hugo Chávez. Lo importante de este punto es que, para bien o para mal, la capacidad estadounidense para contribuir política, económica y hasta militarmente a los procesos de resolución pacífica de conflictos es cuestionable.
Por el lado del equilibrio diplomático, las instituciones interamericanas siguen siendo inadecuadas para desempeñar sus funciones en el campo de la seguridad. Aun cuando la OEA desempeñó un papel importante en el momento de la crisis entre Colombia y Ecuador, le tomó 4 días iniciar el proceso. Pueden pasar muchas cosas en 4 días: un gobierno que busca provocar un incidente puede conseguir algunos beneficios en el corto plazo, antes de tener que responder a la demanda regional para buscar la resolución pacífica. En este caso, se podría argumentar que todos consiguieron sus metas antes de que la OEA pudiera intervenir: Colombia le causó bajas importantes a las FARC y sembró la incertidumbre en, por los menos, Ecuador sobre si esto mismo podría pasar de nuevo; Ecuador le dio una señal a la comunidad americana de que no iba a aceptar una respuesta militar colombiana a su incapacidad para controlar la frontera; y Chávez aprovechó la oportunidad para encumbrarse como el gran defensor de la región frente a Estados Unidos y frente a los gobiernos latinoamericanos dispuestos a poner en marcha la agenda estadounidense.

Otro factor de incertidumbre por el lado diplomático son las nuevas alianzas políticas que se están desarrollando en la región, debido al activismo de Chávez y al boom petrolero que le inunda de recursos. Seguramente, los argentinos no esperan que su relación con Chávez les ayude a presionar al Reino Unido con respecto a las Malvinas. Pero Bolivia y Nicaragua, países débiles que reclaman territorio en poder de sus vecinos, podrían llegar a especular que el escenario regional ha evolucionado hasta ser favorable al cambio que buscan. La esperanza no sería la de ganar una guerra en contra de Chile o Colombia, respectivamente, sino de provocar una crisis que impulsara a la comunidad regional a presionar al país que defiende el statu quo para que compense al revisionista con algo que sea suficiente para resolver la disputa. No hay por qué pensar que los revisionistas territoriales en la región ignoran el triunfo que obtuvo Ecuador frente a Perú, en 1995, al hacer uso, precisamente, de esta estrategia.

Las alianzas con Chávez aumentan la incertidumbre, porque el presidente venezolano da mucha “información” sobre su solidaridad con sus aliados en caso de que sean víctimas de un ataque, pero no se sabe hasta qué punto, en términos económicos o militares, está realmente dispuesto a actuar para defenderlos. Tal desconocimiento podría llevar a que, en el caso pertinente, Colombia o Chile dejaran de resolver un incidente utilizando todo su poderío militar por temor a que se pudiera regionalizar el conflicto. Si Nicaragua o Bolivia intuyeran esa reacción, podrían tener un incentivo para elevar la tensión en la frontera, aun si tuvieran claro que la ayuda de Chávez sería sólo retórica.

El equilibrio militar en la región también ha evolucionado de tal manera que hace más probable que ocurra un incidente militarizado. La modernización de las fuerzas armadas latinoamericanas se estancó en los años ochenta y noventa por la crisis económica que azotó a la región y por la deslegitimación de los militares después de los horrores que trajeron los fallidos intentos por mantener dictaduras basadas en conceptos errados de seguridad nacional. Las fuerzas armadas en la región ahora son más sofisticadas y tienen mayor capacidad ofensiva, lo que podría alimentar la idea de que una victoria militar se podría lograr rápidamente y sin tener que pagar los costos de una movilización larga y costosa.

Las fuerzas armadas latinoamericanas se están modernizando, ya que el crecimiento económico en la región parece estable y los gobiernos no se sienten tan amenazados por los militares. Sin embargo, en este escenario regional, que aún se caracteriza por la existencia de desconfianzas vecinales, el reequipamiento militar puede estimular las dudas y hasta la sospecha sobre las metas que estimulan tal proceso. El año pasado, el gobierno nicaragüense afirmó que no destruiría más de sus misiles SAM-7 hasta que Honduras y El Salvador no se deshicieran de más aviones militares. También se ha dicho, según varias fuentes de información, que la compra chilena de los aviones caza F-16C, de tanques Leopardo y Humvees ha preocupado a Perú, a Argentina y a Bolivia. Los venezolanos, con su gran riqueza petrolera, han destinado más de 4 000 millones de dólares para la compra de aviones caza, helicópteros de ataque, 100 000 fusiles Kalashnikov y municiones. Sus planes para construir una fábrica de fusiles Kalashnikov y sus municiones en Venezuela generan temores de que se pudiera convertir en un suministrador silencioso de las FARC y de otros grupos guerrilleros de la región.

El gobierno venezolano responde a estas acusaciones con el argumento de que necesita este nivel de sofisticación militar para enfrentarse a Estados Unidos, si acaso éste tuviera la intención de eliminar a su rival por el liderazgo en la región con el uso de la fuerza. Pero tal explicación no es del todo convincente. Cuando los aviones ruso-venezolanos sobrevolaron las instalaciones que Chávez nacionalizó en el Orinoco, mientras que las tropas venezolanas las ocupaban, ¿a quién iba dirigido el mensaje? ¿A quién quería demostrarle su poder? La respuesta no puede ser que la demostración iba dirigida a Estados Unidos con la idea de disuadirlo de un potencial ataque a Venezuela; los pilotos venezolanos no pueden aspirar a enfrentarse a los pilotos estadounidenses, que entrenan todos los días e incluso pueden tener experiencia en combate, y pretender ganarles. Así ¿a quiénes estaba tratando de impresionar Chávez? Puede ser que a Colombia, con quien no sólo tiene la cuestión de las FARC, sino también una disputa por la división del Golfo de Venezuela; a Trinidad y Tobago, con quien no se han delimitado las aguas ricas en gas natural; o a Chile, en el caso de que Bolivia provocara un incidente para atraer la atención internacional a la cuestión de su anhelada salida al mar. En este último caso, también inquieta que la ayuda militar venezolana a Bolivia sea tan poco transparente.

Además del equilibrio estratégico, hay que estar conscientes de que la disposición del público para aceptar el empleo de la fuerza con el fin de resolver conflictos está aumentando. El legado de las violaciones masivas de los derechos humanos a cargo de los gobiernos militares en los años setenta y ochenta deslegitimó la idea de que era necesario recurrir a la fuerza para resolver conflictos. Sin embargo, la creciente inseguridad pública en muchos países de la región ha convencido a diversos gobiernos de que había que recurrir otra vez a las fuerzas armadas para que desempeñen labores orientadas a garantizar la seguridad ciudadana. Así, la discusión sobre la seguridad vuelve, paulatinamente, a militarizarse, dando solidez a la idea de que las fuerzas armadas deben usarse para proteger y defender los intereses de la ciudadanía.

Entre aceptar la necesidad de recurrir a las fuerzas armadas en lo interno y admitir que deben usarse para hacer frente a las “amenazas” externas, sólo hay un paso. Por ejemplo, a los 8 días de la incursión colombiana en territorio ecuatoriano, y después de que los Estados americanos habían rechazado la explicación colombiana, el 83% de los colombianos la aprobaba.

El apoyo popular para las operaciones militares se vuelve más preocupante cuando la inestabilidad interna azota al pueblo, un populismo nacionalista caracteriza a la ideología gubernamental y el país tiene percepciones revisionistas respecto de sus relaciones con los países vecinos. Estas 3 condiciones se reúnen en los casos de Nicaragua, Bolivia y Venezuela. Y aunque Ecuador no se disputa territorio con Colombia, el gobierno de Rafael Correa no sólo teme contagiarse del conflicto colombiano, sino que también discrepa de la ofensiva colombiana contra las FARC.

Estos gobiernos nacionalistas y populistas representan una reacción al fracaso del Consenso de Washington, que buscaba privatizar toda la actividad económica y desmantelar al Estado como actor económico, inclusive en el sector social y de salud. Para los fines de este artículo, no importa si tal derrota se debe a que fuera mal instrumentado o equivocado en su diseño mismo; el hecho es que tales fracasos estimularon el incremento dramático del resentimiento de los pobres, precisamente en el momento histórico en el que la democratización les estaba dando un sentido de poder. Su movilización política toma la forma institucional del voto, pero también desborda la capacidad institucional y se lanza a las calles, demandando el fin de la corrupción pública y privada, y el mejoramiento de su situación social y económica. Este poder en las calles ha removido a presidentes en Argentina, Ecuador y Bolivia, ha salvado al presidente Chávez de un golpe cívico-militar y ayudó a crear el clima para que el presidente peruano Alberto Fujimori se viera forzado a dimitir en medio de un escándalo.

Este reconocimiento del poderío político de los pobres ha estimulado el resurgimiento del populismo y del nacionalismo como la mejor manera de enfrentar la globalización, que ahora aparece como la razón detrás del Consenso de Washington. La estrategia nacionalista y populista moviliza al poder político en nombre de la responsabilidad de un gobierno para actuar a favor de los intereses de los más necesitados en su país. Algunos políticos buscan aprovecharse de estos sentimientos para llegar al poder y, una vez que lo logran, se ven en la necesidad de responder efectivamente. Pero resulta que aun con la riqueza energética de algunos países, los problemas de desarrollo social y económico son tan grandes que el gobierno no puede cumplir con las expectativas. En ese momento, los chivos expiatorios pueden resultar útiles, sean éstos empresas o gobiernos del primer mundo, o empresas y gobiernos de la misma América Latina.

Aquí se revela un aspecto de la integración económica regional que pocos analistas o políticos previeron. La dependencia de un país latinoamericano de otro en la misma región conlleva más oportunidades para fomentar el resentimiento popular en contra de sus vecinos latinoamericanos. Sólo hay que viajar por Perú o por Bolivia para darse cuenta de que la inversión del sector privado chileno no ha llevado a un mejor entendimiento entre ellos. Y la confianza que los chilenos tenían sobre sus vecinos argentinos seguramente ha disminuido, ya que el gobierno populista de ese país violó un tratado para abastecer a Chile de gas natural, con un alto costo para los chilenos.

Entre los aspectos que más preocupan del resurgimiento del populismo nacionalista en la región es su uso del simbolismo militar. Las fuerzas armadas son una institución que, por su naturaleza, debe representar a la nación. La historia latinoamericana ha demostrado que esa institución bien puede usarse en contra del pueblo, y específicamente en contra de esas clases bajas que apoyan el populismo nacionalista, pero eso no implica que los militares tengan que ser vistos como enemigos. Tanto los gobernantes populistas como sus partidarios buscan reformar las fuerzas armadas para que puedan servir al pueblo.

Que las fuerzas armadas y el pueblo estén juntos es bueno en sí. Pero cuando Chávez y el presidente boliviano Evo Morales despachan a los militares para ocupar físicamente las propiedades que están nacionalizando, están remitiendo mensajes positivos a sus seguidores sobre el uso de la fuerza militar para defender los intereses del pueblo. El espectáculo de las tropas bolivianas apoderándose de instalaciones que habían pertenecido a la empresa estatal petrolera brasileña Petrobras es revelador, ya que se hubiera podido pensar que Morales no hubiera querido causarle problemas internos al gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, quien también es un miembro de la izquierda política y cuyo país depende de la importación de gas boliviano. Pero es obvio que, para el gobierno de Morales, el nacionalismo está por encima de la ideología. Si la meta sólo fuera conseguir un mejor precio para las exportaciones de gas natural, se hubieran podido utilizar mecanismos distintos a la nacionalización; y si la meta era la nacionalización, podía haberse logrado sin hacer un uso tal y tan público de las fuerzas armadas. Pero Bolivia no es la única que busca enfrentarse a los intereses brasileños. El gobierno de Correa en Ecuador tiene su propio pleito con Petrobras, y ha sido difícil concretar acciones específicas entre la petrolera venezolana PDVSA y Petrobras, a pesar de la retórica entre Chávez y Lula.

Los bolivianos están dispuestos a pagar costos económicos significativos para defender lo que ven como intereses nacionales. A pesar de ser un país pobre, con necesidades de inversión en su sector energético, y teniendo a su lado a Chile, país con una economía fuerte que requiere y puede pagar por las importaciones de gas, Bolivia no le vende. Los bolivianos que tumbaron a dos presidentes con manifestaciones callejeras y que apoyan al gobierno de Morales insisten en que Chile les otorgue una salida soberana al mar antes de venderle gas; o sea, prefieren que el gas se quede en el suelo, a vendérselo al país que les quitó territorio en una guerra hace siglo y medio (la Guerra del Pacífico, de 1879 a 1883).

Esta combinación entre nacionalización de la industria gasífera y el rechazo a suministrar gas a mercados obvios (incluidos el mexicano y el estadounidense), porque el gasoducto tendría que atravesar territorio chileno, desincentiva la inversión a tal grado que Bolivia no tiene gas suficiente para cumplir sus contratos con Argentina, a donde sí quieren exportar. Lo que es importante subrayar en esta discusión sobre las acciones de los gobiernos populistas y nacionalistas es que, claramente, los ciudadanos que apoyan a tales gobiernos están dispuestos a pagar altos costos para solucionar las injusticias a las que históricamente han sido expuestos.

El control civil y el papel de los ejércitos

Históricamente, la injerencia de las fuerzas armadas latinoamericanas en la política ha sido problemática. Sabemos que una democracia estable requiere el control civil sobre los militares. La continuidad de los temas tradicionales de disputas interestatales y su militarización dificultan ese control civil, mientras los civiles no desarrollen sus capacidades en esos asuntos. Los burócratas civiles han dado los mejores pasos, tomando cursos en la materia en los colegios militares y en algunos programas especializados en cuestiones de seguridad nacional en las universidades. Pero los políticos, en quienes tiene que recaer el peso de adoptar y poner en marcha el control civil, se están quedando atrás. Esta falta de conocimiento de la materia no es tanto culpa de los políticos, ya que en esta época democrática tienen que especializarse en lo que preocupa a los electores en sus distritos electorales. Y ahí está el meollo del asunto: los ciudadanos se encuentran con preocupaciones mayores en las cuestiones económicas cotidianas, en la corrupción política y en la seguridad personal. Entonces, es difícil imponer el control civil sobre las fuerzas armadas cuando los políticos, que supuestamente deben estar vigilando a los militares, dependen de ellos para conseguir y evaluar la información que les permite ejercer ese control efectivamente.

La consecución de ese objetivo se hace aún más problemática a medida que el gobierno depende de las fuerzas armadas para gobernar. El uso de las fuerzas armadas para reforzar, o inclusive reemplazar, a la policía en sus tareas internas genera costos en términos de derechos civiles y humanos; pero esas medidas pueden recibir el apoyo de los sectores de la sociedad que se ven directamente afectados, en función de los grados de violencia que se presenten. Y también suelen recibir el respaldo de aquellos sectores que no se han visto directamente afectados todavía, pero que temen serlo en el futuro próximo si el Estado no puede controlar a los “criminales”.

Cuando el gobierno tiene que llamar a las fuerzas armadas para ayudar a poner orden, está admitiendo su propia incapacidad. Esto puede reforzar la percepción pública de que el gobierno es ineficiente y corrupto, y que sólo trabaja para beneficiar a los propios políticos.

Las encuestas públicas evidencian la existencia de ese sentimiento en muchos países latinoamericanos. Esas encuestas también suelen indicar que las fuerzas armadas y la Iglesia católica son las instituciones en las que más confía el público.

Ya que los militares gozan de la percepción popular de que son eficientes y de que tienen la capacidad para manejar crisis, el sistema político está frente a un reto importante, ya que parece incapaz de hacer frente exitosamente a los problemas internos del crimen, el terrorismo y la corrupción. No hay que olvidarse de las experiencias de las democracias en los años sesenta y setenta, cuando los gobiernos buscaron apoyarse en la fuerza militar del Estado para enfrentar a los retos internos. Cuando el gobierno civil demuestra que no puede gobernar sin recurrir a los militares, tanto la sociedad como los propios militares empiezan a desconfiar de la democracia. Con la creciente inquietud respecto a la gobernabilidad de varios países latinoamericanos, no puede ser alentador que los militares desempeñen un papel tan importante sin que el control civil se haya consolidado.

Consideraciones finales

Cuando se echa un vistazo a América Latina, tanto desde dentro como desde fuera de la región, se tiende a ver una zona democrática, preocupada por lograr un desarrollo económico que pueda aliviar la pobreza y avanzar en la protección de los derechos humanos. Casi desaparecidos, excepto en momentos de crisis como la ocurrida en las fronteras colombianas durante marzo de este año, están los viejos temas de las disputas territoriales, de los incidentes militarizados, del control civil y del papel de las fuerzas armadas. No obstante, el estado de las relaciones internacionales de la región resulta no ser tan benévolo como se quisiera.

Nos olvidamos de estos temas a costos potencialmente altos. Los temas tradicionales cobran más importancia cuando el nacionalismo se vincula al populismo, precisamente en los países que gozan de recursos energéticos y tienen interés en mejorar su situación internacional. Además, la nueva capacidad colombiana para enfrentarse a las FARC desplaza a sus miembros hacia los territorios de Venezuela, Ecuador y Panamá, lo que da lugar a nuevas ocasiones de conflicto entre los gobiernos, que difieren en cómo reaccionar frente a esta realidad.

Los temas tradicionales persisten en la realidad latinoamericana. Es hora de volver a incorporarlos a la agenda de la región. Su complejidad y sus vínculos con la política interna y con las cuestiones de soberanía hacen que sean sumamente difíciles de enfrentar. Es obvio que los intentos de la década pasada para tratar de convencer de que estos viejos temas no tenían lugar en la nueva América Latina fracasaron. Pero esa dificultad indica que es menester enfrentarse a sus manifestaciones caso por caso, realizando la labor diplomática de entender sus circunstancias, buscar los puntos en donde pueda haber intereses comunes, dejar que duerman los casos que persisten pero no incitan a la violencia, e insistir en el fracaso de cualquier intento por alterar el statu quo con el uso de la fuerza.

FRONTERAS CALIENTES


Claudio Fuentes

En enero de 2008, el gobierno de Perú interpuso una demanda en contra de Chile en la Corte Internacional de Justicia de La Haya, lo que dio inicio a un litigio que se prolongará por al menos 5 años, en un contencioso sobre la definición de la frontera marítima. A comienzos de marzo del mismo año, la Cancillería colombiana envió una nota de excusas a Ecuador por el ingreso a territorio ecuatoriano de helicópteros colombianos con personal de las fuerzas armadas: un serio incidente de vulneración de la soberanía nacional. Pocos días después, el Presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, decidió romper relaciones con Colombia y decidió denunciar la incursión de fuerzas armadas colombianas en las aguas territoriales nicaragüenses.

En poco menos de dos meses, los diferendos en zonas de frontera y las trasgresiones al principio de soberanía coparon la agenda noticiosa y nos recordaron que, en América Latina, las disputas tradicionales no nos han abandonado. La superposición de la seguridad tradicional y las nuevas amenazas está marcando a nuestros países, y esto tenderá a incrementarse en la medida que las actividades transfronterizas se hacen cada día más comunes. La combinación de relaciones de interdependencia compleja con débiles instrumentos estatales para proteger las zonas limítrofes plantea un escenario preocupante para la región. Si a eso se agrega la inclusión de las fuerzas armadas para controlar conflictos internos, las perspectivas para el fortalecimiento del Estado de derecho son poco halagüeñas. Se requiere una acción regional concertada para reducir las amenazas transnacionales que están erosionando la institucionalidad democrática.

Es bien sabido que, en los últimos 30 años, se ha producido una progresiva apertura económica, política, social y cultural en el hemisferio. La apertura es visible en el incremento moderado, aunque constante, del intercambio de bienes y servicios entre los países y desde la región hacia el resto del mundo, en el explosivo aumento de las migraciones y de las inversiones intrarregionales, en la significativa variación en los niveles de tránsito de personas, y en el surgimiento de una serie de acuerdos bilaterales y multilaterales de carácter económico y político entre los países de la región. Esta creciente interdependencia “positiva” ha venido acompañada de procesos similares de interdependencia “negativa”, incluido el aumento del tráfico de armas livianas, del tráfico ilícito de drogas, de las actividades vinculadas al crimen organizado trasnacional, del lavado de dinero y del tráfico de personas, entre otros.

Todo esto ha hecho que el control de los límites fronterizos adquiera mayor importancia. En algunos casos, tales fenómenos han desencadenado procesos de facilitación de mecanismos orientados a estimular más integración. Entre Argentina y Chile, por ejemplo, se estableció una serie de acuerdos bilaterales para facilitar el tránsito de personas y de bienes y servicios entre ambos países —lo que llevó a crear nuevos pasos fronterizos, a establecer sistemas de control de frontera únicos y a reducir los tiempos de espera—. En otros casos, se han generado procesos inversos de incremento de las restricciones, dada la cada vez mayor presencia de actividades ilícitas en áreas fronterizas.

La dificultad principal reside en que se superpone una agenda de seguridad tradicional —es decir, relaciones con diferendos limítrofes pendientes—, con amenazas no tradicionales. La combinación de esas dos agendas establece un escenario poco promisorio para avanzar en forma consistente en la reducción de potenciales conflictos. En este artículo, se sostiene que la resolución de los diferendos limítrofes es un elemento necesario, aunque no suficiente, para avanzar concertadamente hacia la solución de los desafíos emergentes. Los efectos no esperados de una situación como la descrita aluden a una mayor intervención de los militares en la seguridad interna, un incremento de su autonomía y una reducción de las capacidades civiles de control de las instituciones armadas.

La región más pacífica del mundo

Estadísticamente, América Latina y el Caribe se ha convertido en una de las regiones más pacíficas del planeta —esto es, donde hay menos conflictos armados derivados de conflictos territoriales o guerras civiles—. Durante el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, se hizo presente una serie de conflictos interestatales derivados de pugnas por delimitaciones territoriales y por el acceso a recursos económicos considerados estratégicos. Entre las situaciones de conflicto o disputas interestatales más importantes en el siglo XX, destacan el diferendo entre Honduras y Nicaragua (1957), y el de El Salvador y Honduras (1969); las tensiones e intervenciones de Estados Unidos en Cuba, Granada, Panamá y Haití; el diferendo entre Argentina y Chile (1978); el conflicto de las Malvinas entre Argentina y Reino Unido (1982); y los repetidos episodios de tensión y conflicto entre Perú y Ecuador.

De acuerdo con el Heidelberg Institute for International Conflict Research (2006), los principales conflictos recientes latentes e inactivos en la región son entre Honduras y Nicaragua (diferendo marítimo); Guatemala y Belice (demarcación terrestre); El Salvador, Honduras y Nicaragua (acceso al Golfo); Perú y Ecuador (diferendo terrestre); Chile y Perú (demanda marítima); Bolivia y Chile (demanda por acceso al mar); Argentina y Chile (reivindicaciones en Antártica); Guyana y Surinam (demarcación terrestre); Colombia y Venezuela (demarcación del Golfo); y entre Colombia y Nicaragua (delimitación marítima). A esta lista podrían agregarse diferendos no territoriales, como los derivados por problemas de acceso a o uso de aguas entre México y Guatemala, Nicaragua y Costa Rica, Argentina y Uruguay, y Bolivia y Chile. Asimismo, en esta categoría podrían incluirse los problemas asociados a la frontera entre Colombia y Ecuador, derivados del tráfico ilícito de drogas y de la acción de la guerrilla y del Ejército colombianos.

Vale hacer notar que, pese a que se mantiene un número relativamente alto de diferendos latentes, la cantidad de enfrentamientos interestatales y de guerras civiles ha tendido a disminuir hacia fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI. Los dos factores centrales que podrían explicar el bajo número de enfrentamientos en un escenario de conflictos latentes son la existencia de mecanismos políticos de prevención de conflictos y el proceso de democratización.

En efecto, históricamente, en la región se han desarrollado y articulado diversos instrumentos políticos e institucionales (por ejemplo, el Grupo de Contadora, grupos de países amigos, la Organización de los Estados Americanos —OEA— o el Grupo de Río), que en el pasado y en la coyuntura actual han intercedido en los conflictos internos o interestatales. Dichas instancias han generado condiciones para el diálogo entre las partes y han permitido establecer procesos de verificación y seguimiento de posibles acuerdos.

Otro de los factores significativos ha sido la democratización generalizada en la región, que ha posibilitado la apertura de canales de comunicación entre los países, más allá de los gobiernos, y ha permitido fortalecer los espacios de diálogo y de prevención de conflictos en la sociedad civil. Si existe una recurrencia histórica en el sistema internacional, es ésa que las democracias no entran en conflicto entre sí. Los mecanismos causales que explican esta “ley” se vinculan a la generación de espacios de cooperación que es posible establecer en diferentes niveles del espacio político y social en los ámbitos nacional, regional e incluso local. Asimismo, los procesos de toma de decisiones políticas entre sistemas democráticos ayudan a evitar una rápida escalada en momentos de tensión. De esta forma, la creación de instrumentos políticos adecuados, así como la existencia de democracias, genera condiciones óptimas para reducir el escalamiento de potenciales tensiones, y parece ser que éste es el caso del hemisferio.

Sin embargo, también resulta pertinente preguntarse por qué no terminan de resolverse los conflictos pendientes entre los países de la región. La quincena de conflictos latentes de carácter territorial o marítimo persisten en la agenda de los gobiernos, sin que se vislumbren acciones concretas para eliminarlos. Una explicación histórica y cercana al realismo teórico alude a la presencia permanente de visiones geopolíticas tradicionales en los distintos países. Al haber demandas territoriales insatisfechas, los países mantendrían visiones enfrentadas o competitivas, lo que daría paso a la estructuración de fuerzas armadas basadas en la definición de hipótesis de conflicto con países vecinos. Asimismo, se darían lógicas de competencia estratégica entre algunos países de la región, lo que inhibiría una mayor cooperación.

No obstante, la explicación anterior es insuficiente pues, como se verá más adelante, algunos países han modificado los paradigmas tradicionales de enfrentamiento para dar paso a procesos sinérgicos de integración. Reconociendo que, entre algunos países, existen lógicas competitivas y hasta de enfrentamiento, es necesario señalar otros dos factores. En primer lugar, cabe considerar la existencia de lógicas institucionales internas que manifiestan recurrentemente intereses pro statu quo. Algunos actores más tradicionales en el ámbito nacional ven la conveniencia de evitar el avance en espacios de cooperación. La bandera del nacionalismo es atractiva, particularmente cuando los gobiernos tienen bajos niveles de popularidad.

En segundo lugar, también existen tendencias globales que, indirectamente, ayudan a mantener el statu quo. Por ejemplo, la presencia de fuertes incentivos en el mercado internacional de armamentos convencionales contribuye a que los países de la región mantengan stocks de armas que inhiben la cooperación e incrementan la desconfianza. Si a eso se le agrega que, en muchos casos, las fuerzas armadas mantienen importantes espacios de autonomía para resolver asuntos referidos a la compra de armas, las posibilidades de promover una transformación estratégica en las relaciones entre los países se reduce significativamente.

De esta forma, aunque América Latina y el Caribe sea una región con bajos niveles de conflicto, tampoco se han dado pasos significativos —salvo honrosas excepciones— hacia la superación bilateral o colectiva de los diferendos y conflictos tradicionales entre países. Distintas condiciones globales e internas han inhibido las posibilidades de que se establezca una nueva correlación de intereses para dar un salto cualitativo en materia de seguridad tradicional.

El círculo vicioso de la desconfianza

Romper el círculo vicioso de la desconfianza es particularmente difícil. En primer término, los Estados tienden a condicionar el avance de cualquier tema bilateral a la resolución previa de los conflictos territoriales. Los avances potenciales en asuntos económicos, comerciales, culturales o políticos quedan subordinados al estado de los temas limítrofes. Si un país decide colocar en lo más alto de sus prioridades cuestiones referidas a demandas territoriales, otras agendas tienden a paralizarse e incluso a revertirse. Esto sucede hoy entre Chile y Perú, ya que la demanda interpuesta por este último país frente a la Corte Internacional de Justicia de La Haya ha dificultado, postergado y hasta condicionado otros asuntos de interés mutuo.

Una segunda cuestión se refiere a la utilización político-electoral de los temas de seguridad tradicional. Por tratarse de asuntos que unifican a la población en torno a una sola bandera (lo “nacional”), resultan tentadores para gobiernos que muestran escaso apoyo popular o se hacen presentes en momentos electorales en los que diferentes candidatos presidenciales pueden llegar a enarbolar banderas del nacionalismo. La política exterior, y especialmente las reivindicaciones territoriales, pueden llegar a convertirse en elementos de cohesión interna, lo que es particularmente preocupante cuando la amenaza del uso de la fuerza se transforma en una alternativa viable.

Un tercer elemento consiste en la retroalimentación de los sentimientos nacionalistas a través de los medios de comunicación. En la medida que existe una lógica competitiva y de rivalidad entre los países, y que tales asuntos son centrales en las agendas internas, es muy probable que la prensa sensacionalista enarbole la causa del nacionalismo y fomente visiones radicales sobre las relaciones vecinales. Una relación basada en estereotipos y prejuicios impide que la diversidad propia de un sistema democrático pueda expresarse en los asuntos bilaterales. Los medios de comunicación optan por informar sobre las posiciones más encontradas, animando con ello los prejuicios entre los pueblos.

Estos tres elementos, que generalmente emergen en forma simultánea, contribuyen a producir un círculo vicioso de desconfianza. En el ámbito político, se privilegian los asuntos que unen a la “nación”, y se adoptan posiciones que condicionan y subordinan el resto de los temas. En el aspecto social, se fortalecen las percepciones negativas por encima de las positivas con respecto al país rival.

Resulta interesante constatar que hay casos en los que aquel círculo vicioso de la desconfianza dio paso a un círculo virtuoso de confianza. Una de las experiencias más exitosas está en los avances significativos en la relación bilateral entre Argentina y Chile desde que ambos países recuperaron la democracia. Lo anterior puede ilustrarse en la siguiente imagen: en diciembre de 1978, los dos países estaban preparados para iniciar un conflicto bélico por una disputa sobre tres islas ubicadas en el Canal del Beagle. Treinta años después, están organizando la primera fuerza binacional conjunta para participar en operaciones de paz. ¿Qué sucedió para permitir este cambio radical en el curso de los acontecimientos bilaterales?

En ambos lados de la cordillera de los Andes, la decisión de los gobiernos democráticos de resolver definitivamente los diferendos limítrofes pendientes fue un paso clave que desencadenó una serie de acciones posteriores que han transformado la relación bilateral. Luego de verificarse la transición a la democracia en Chile, los gobiernos del presidente chileno Patricio Aylwin (1990-1994) y del presidente argentino Carlos Menem (1989-1999) establecieron un acuerdo político para resolver, en un plazo breve, las disputas fronterizas. En 22 de los 24 puntos de conflicto identificados, se llegó a un acuerdo de delimitación. Un punto fue sometido a arbitraje (Laguna del Desierto) y otro quedó pendiente de demarcación (Campos de Hielo).

A la vez que avanzaron en la resolución definitiva del tema limítrofe, ambos países impulsaron una nutrida agenda de cooperación que incluyó acuerdos para facilitar el tránsito de personas, bienes y servicios, el turismo, la explotación de recursos en zonas de frontera, el comercio, la seguridad interior, y la energía, entre otros. Hacia fines de la década de los noventa, Argentina se convertió en el principal destino de las inversiones de Chile, y este último país se volvió en un socio significativo al completarse el sistema interconectado de gas natural que permitiría satisfacer la creciente demanda de gas proveniente de Argentina. Otra iniciativa interesante fue la creación de una comisión binacional que revisó y modificó los textos escolares, con el fin de promover visiones compartidas de la historia bilateral y destacar los aspectos de acuerdo y cooperación por encima de los de enfrentamiento.

La relación bilateral se institucionalizó por medio de una serie de reuniones periódicas de los Ministros de Relaciones Exteriores y Defensa, en lo que se denominó el “2 + 2”. Asimismo, hacia mediados de la década de los noventa, se instaló la Comisión Permanente de Seguridad (Comperseg), que estableció una agenda de trabajo permanente para el sector de la defensa.

Este último mecanismo ha sido sustancial para el buen funcionamiento de la relación. A partir de reuniones periódicas y con agenda preestablecida, los gobiernos promovieron diversos instrumentos para fortalecer la confianza, incluida una metodología común para medir gastos de la defensa, el desarrollo de ejercicios conjuntos por parte de las fuerzas armadas, el intercambio académico, la reparación de naves militares argentinas en astilleros chilenos, la concertación bilateral para promover posiciones comunes en foros internacionales y, más recientemente, el establecimiento de una fuerza militar binacional denominada “Cruz del Sur” para participar en operaciones de paz.

Esta iniciativa se caracteriza por ser la primera de su tipo en América Latina y porque tanto los Ministerios de Defensa como las fuerzas armadas tuvieron que establecer un mando, una doctrina y planes operativos conjuntos. Aunque está en su fase de planificación, se espera que a comienzos de 2009 pueda contarse con una brigada conjunta para operar en escenarios propuestos por Naciones Unidas.

Los países que hace 30 años organizaban su defensa a partir de hipótesis de conflicto en contra del otro, hoy avanzan en forma consistente hacia una cooperación más intensa e, incluso, hacia una integración más profunda. Así, el rompimiento del círculo de desconfianza se explica a partir de tres factores complementarios. Primero, por el liderazgo de las autoridades políticas democráticas que visualizaron y persistieron en darse una oportunidad para avanzar en acuerdos que transformaron las relaciones bilaterales al comienzo de la década de los noventa. Segundo, por la temprana institucionalización de los espacios de diálogo y cooperación que han permitido transformar iniciativas generales en políticas más o menos estandarizadas, y que han ido más allá del paso transitorio de autoridades gubernamentales de uno u otro país. Lo anterior pudo evidenciarse muy claramente a partir de 2003, cuando Argentina, como resultado de una reducción en su capacidad de producción de gas natural y de un aumento de la demanda local, decidió disminuir los envíos hacia Chile, lo que ocasionó un distanciamiento en la relación bilateral. Eso no implicó que, por ejemplo, se viesen afectadas las relaciones entre las fuerzas armadas o en el sector de la defensa. Por el contrario, tanto las reuniones como los temas de la agenda bilateral en el plano de la seguridad se mantuvieron con particular regularidad.

Sin duda, un tercer factor que explica esta transformación se refiere al contenido sustantivo de los acuerdos alcanzados por ambos países. Desde el primer instante, existió la convicción de que, si no se resolvían los problemas limítrofes pendientes (la agenda tradicional de seguridad), la agenda bilateral estaría contaminada por suspicacias y desconfianzas sobre las intenciones reales del país vecino. Argentina y Chile requerían establecer clara y decididamente que no tenían pretensiones territoriales, y la definición de dichos límites cobraba una importancia crucial. Pero la agenda que intentaba resolver los asuntos de la seguridad tradicional fue seguida, casi simultáneamente, por acuerdos de alcance amplio en una serie de aspectos estratégicos para ambos actores, como la explotación de recursos en zonas de frontera, la dinamización del comercio y la transformación de los textos educativos. La confianza mutua es política, pero también social, y de ahí el interés por transformar las visiones enfrentadas predominantes en los textos escolares y en la percepción ciudadana respecto del otro.

La superposición de agendas de seguridad

El caso recién descrito es inusual en la región. La secuencia de liderazgos comprometidos con la paz, el desarrollo de una institucionalidad bilateral y el avance de agendas complejas no es una norma en las relaciones internacionales. Por lo general, se encuentran situaciones que combinan viejas rencillas entre Estados con nuevas amenazas a la seguridad. El caso de Colombia y Venezuela muestra un escenario donde, simultáneamente, se presenta la mayoría de los fenómenos descritos con anterioridad: falta de consenso entre ambos Estados sobre la frontera, uso político de las rivalidades para unificar a la nación en contra de un enemigo común y gran sensibilidad en las fronteras, producto de la actividad combinada y simultánea del tráfico ilícito de drogas, la guerrilla, el tránsito de personas y otras manifestaciones de un conflicto que ya cumplió 50 años.

En la frontera sur de Colombia, se da una situación quizás más compleja, dado que, aunque no existe una disputa territorial entre Colombia y Ecuador, la guerrilla ejerce el control sobre un segmento importante del territorio limítrofe con Ecuador. En la parte fronteriza ecuatoriana, se desarrolla una serie de actividades para proveer de servicios a los insurgentes y, además, es difícil establecer mecanismos que aseguren la vigencia del Estado de derecho. El tráfico ilícito de armas, de personas y drogas; la prostitución infantil; y otras actividades ilícitas son fáciles de documentar en estas zonas.

Entre Centroamérica y México, las zonas de frontera se han transformado en espacios donde la actividad ilícita ha desplazado al Estado en las comunidades locales. Algunas notas periodísticas recientes permiten ilustrar la complejidad de la situación. Las autoridades de la ciudad fronteriza de Tijuana, en la frontera de México con Estados Unidos, recomendaron a la población de aquella ciudad no salir a las calles durante el fin de semana por el aumento en los niveles de violencia entre los carteles de narcotraficantes, reconociendo que se tenía una verdadera “guerra en las calles” que hasta esa fecha había provocado 15 muertos y 8 heridos (Prensa Latina, 28 de abril de 2008). En la zona del Petén, en Guatemala, en la frontera con México, se informaba que una banda de narcotraficantes había transmitido mensajes por radios clandestinas con el objetivo de reclutar a ex uniformados de élite de las fuerzas armadas guatemaltecas para transportar mercancía en aquella área fronteriza, lo que confirmó el uso, ahora en Guatemala, de las mismas técnicas de reclutamiento utilizadas por los carteles mexicanos (Notimex, 24 de abril de 2008). Entre tanto, a mediados de marzo, se informaba en Panamá que se había detectado la actividad de, al menos, 97 pandillas que reunían a poco más de 1 000 personas entre 13 y 25 años, ligadas a las actividades del narcotráfico y a crímenes por encargo. Dieciséis de estas bandas operaban en la frontera con Costa Rica (AFP, 18 de marzo de 2008).

En la triple frontera compartida por Paraguay, Brasil y Argentina existe lo que se ha denominado un territorio “sin ley”. En esta zona se comercian objetos robados, armas y drogas ilícitas; hay una gran producción de marihuana, y se han documentado el lavado de dinero y las actividades de coordinación de grupos terroristas.

Historias como éstas podrían multiplicarse en muchas zonas de América Latina y el Caribe, pero el trasfondo sigue siendo el mismo: las fronteras son porosas, se observa un incremento sustantivo de las actividades ilegales y, por lo demás, la protección del Estado de derecho es muy débil. Las dificultades geográficas, combinadas con una gran penetración del crimen organizado y el narcotráfico en las diversas instituciones del Estado, han generado desincentivos para que los principales actores nacionales encaren este tipo de problemas.

Lo anterior plantea una interrogante sobre el papel que le corresponde a las fuerzas armadas en un escenario internacional y nacional como el descrito. Los conflictos de la agenda tradicional de seguridad parecen contenidos y, cada vez que han emergido, se han resuelto predominantemente por vías diplomáticas. Como ya se dijo, no se tiene una agenda proactiva por parte de los gobiernos de la región para saldar los diferendos limítrofes y, con el tiempo, eliminar un juego de suma cero basado en hipótesis de conflicto entre pares de países. A este statu quo dominante en materia de seguridad tradicional se superponen las nuevas amenazas ya referidas. Como respuesta, en la mayor parte de los países latinoamericanos se ha evidenciado una ampliación de facto (y, en algunos casos, de jure) del papel de las fuerzas armadas. A las funciones tradicionales de defensa del país contra amenazas externas se agrega, formal o informalmente, la de proteger a la población de catástrofes naturales y de amenazas internas (entiéndase crimen organizado y narcotráfico). El papel subsidiario de las fuerzas armadas en cuestiones de seguridad interna se convierte en su actividad principal en gran parte de los países centroamericanos, en México, en la región andina y Brasil, y, por el momento, se excluyen de este proceso los casos de Argentina, Chile, Costa Rica, Panamá y Uruguay.

¿Representa, en verdad, un inconveniente que las fuerzas armadas intervengan en una situación de seguridad interna cuando los efectivos policiales se ven sobrepasados y cuando las autoridades que gozan del monopolio legítimo de la fuerza se enfrentan a verdaderos ejércitos urbanos? En teoría, la respuesta deberá apuntar a que los institutos armados subsidiariamente tendrían la obligación de responder al poder político, que seguramente requeriría de su concurso para reestablecer el Estado de derecho en situaciones críticas. Sin embargo, el problema se presenta cuando el poder político no cuenta con las capacidades técnicas —y, a veces, tampoco políticas— para dirigir a las instituciones armadas. En la mayor parte de América Latina y el Caribe, las capacidades de liderazgo civil efectivo sobre las fuerzas armadas son muy bajas, no existe una institucionalidad adecuada que permita orientar las acciones en materia de política de defensa y tampoco se tienen los mecanismos necesarios de control legislativo y de otros poderes del Estado para que los uniformados rindan cuentas de sus acciones.

Se produce, entonces, un marcado y notorio desequilibrio entre la precariedad civil de conducción del sector de la defensa, acompañado de un alto nivel de autonomía militar para instrumentar las decisiones de los altos mandos. En estas condiciones, la incorporación de los uniformados al escenario interno tiende a consolidarlos aún más como actores centrales del proceso decisorio, sin que existan mecanismos de control político sobre ellos. Lo que ideal y teóricamente era un apoyo específico de las fuerzas armadas para restablecer el orden en algún barrio “capturado” por los narcotraficantes o las pandillas, se transforma en una actividad permanente y constante de los uniformados, en detrimento del Estado de derecho y del fortalecimiento de la actividad policial. Los militares se convierten en policías sin “policializarse”, esto es, sin adquirir una sensibilidad y una doctrina civil para su acción en las calles. La intervención subsidiaria y excepcional se transforma en norma, pero en una norma no regulada por parámetros o estándares necesarios en un régimen democrático.

La urgencia de una agenda de paz

Parece paradójico que, en tiempos de mayor globalización e interdependencia, resurjan las banderas del nacionalismo y se revivan los conflictos fronterizos. Pese a que la única opción para salir del subdesarrollo requiere una mayor cooperación, diversos gobiernos de la región mantienen sus reivindicaciones históricas de corte territorial, inhibiendo cualquier posibilidad de favorecer el acercamiento y la confianza. Pero a esta agenda tradicional se sobrepone una nueva agenda de amenazas no tradicionales que sensibiliza aún más a los gobiernos y plantea serios desafíos a la comunidad latinoamericana. Las difíciles fronteras se transforman en espacios “sin ley”, abiertas a los influjos de esta interdependencia negativa, que implica fuertes exigencias para los gobiernos y para los sistemas políticos de la región.

¿Qué resulta recomendable en este escenario? En primer lugar, y tal como se indica en el Reporte del Sector de Seguridad de América Latina y el Caribe (FLACSO-Chile, 2007), urge una iniciativa para robustecer al Estado en los países del continente, con el fin de aclarar y diferenciar adecuadamente las funciones militares y policiales, promover reformas institucionales en los Ministerios de Seguridad Pública y de Defensa, potenciar la acción de los Congresos como instancias de control de la política pública y proveer de instrumentos al Estado para el cabal control del territorio nacional. En el ámbito específico de la defensa, se requiere una iniciativa comprometida y seria para reformar los Ministerios de Defensa, estableciendo capacidades financieras, legales y de recursos humanos en temas de planificación y gestión del sector.

Desde el punto de vista de la seguridad pública, es necesario que los países de la región lleguen a acuerdos para generar estándares comunes en materia de estadística criminal, promuevan acuerdos para la regulación de zonas de frontera, desarrollen mecanismos efectivos de transferencia de información y datos entre los países del continente, y favorezcan el diálogo efectivo entre los países productores y receptores de armas livianas. En el plano de la defensa y en el ámbito internacional, es imprescindible fortalecer los instrumentos como el que desarrolló la Comisión de Seguridad Hemisférica de la OEA para la consolidación de la confianza mutua. No existen estándares comunes para el registro y la sistematización de tales acciones, y tampoco se observan iniciativas específicas para seguir buenas prácticas en escenarios de conflicto potencial. Asimismo, se debería avanzar en temas que tienen relación con los nudos centrales de los sistemas de seguridad, es decir, avanzar en una metodología común para la medición de gastos militares, promover la limitación y la eventual eliminación de stocks de armas, y desarrollar iniciativas pertinentes para la desmilitarización de zonas de frontera.

Paradójicamente, los procesos de globalización se expresan con mayor fuerza y crudeza en los espacios alejados de los grandes centros urbanos y donde el alcance del Estado parece más débil y precario. La agenda, por lo tanto, es amplia y variada; los acontecimientos empalman los temas tradicionales de seguridad con las nuevas amenazas, y las capacidades institucionales para responder a estos desafíos parecen ser heterogéneas a lo largo y ancho de la región.

MIGRACIONES INTERNACIONALES EN AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE: OPORTUNIDADES, DESAFÍOS Y DILEMAS


Andrés Solimano

En años recientes, el tema de las migraciones internacionales y las remesas de los migrantes ha venido a ocupar un lugar de preeminencia en la agenda de política pública en América Latina y el Caribe. A pesar de las variadas restricciones a la inmigración en países receptores, la región latinoamericana es un "exportador neto" de trabajadores, profesionales y empresarios a países desarrollados; además, hay flujos migratorios cada vez mayores entre diferentes países de la región, con distintos niveles de ingreso, de oportunidades y de grado de desarrollo económico. Actualmente, hay cerca de 26 millones de latinoamericanos viviendo fuera de sus países de origen. De éstos, 22.5 millones se encuentran en países fuera de la región (migración sur-norte) y alrededor de 3.5 millones viven en otros países latinoamericanos (migración sur-sur).

Históricamente, América Latina no siempre ha sido un exportador neto de personas al resto del mundo. Entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo xx, varios países de América Latina (principalmente Argentina, así como Uruguay, Brasil, Chile, Venezuela y México) fueron un imán para los migrantes de otras partes del mundo y, sobre todo, para personas provenientes del sur de Europa, principalmente españoles e italianos, amén de aquellos provenientes del este y del norte de Europa. Entonces, el movimiento de personas se complementaba con los flujos de capital hacia la región, e Inglaterra era la fuente más importante de recursos financieros externos. Así, capital y trabajo se movían del norte al sur.

Esta realidad contrasta con las últimas décadas del siglo XX e inicios del siglo XXI en varios países de América Latina (incluida, por cierto, Argentina), período en el que la conjunción de crisis económicas recurrentes, la inestabilidad política y la reversión de las brechas de desarrollo que alguna vez fueron favorables para algunos países de Latinoamérica hacían que las personas y el capital intentaran dejar la región. Sin embargo, desde 2003, la región ha acelerado su ritmo de crecimiento económico -- impulsado, en parte, por los altos precios de los productos básicos y de los bienes agrícolas primarios -- , lo que puede moderar, si se mantiene esta tendencia, los incentivos para emigrar. Lo anterior depende, en gran medida, de que la región pueda embarcarse en una senda de desarrollo sostenido que cree buenas oportunidades para todos sus ciudadanos, invirtiendo los excedentes de la bonanza económica actual en la formación y en la modernización de su capital humano y de su capital físico, así como en la renovación de las instituciones y la reducción de la pobreza y de la desigualdad para enfrentar los nuevos desafíos del desarrollo, la competitividad y la globalización.

La aceleración de la migración internacional desde América Latina observada en los últimos 25 años -- un fenómeno también global en el mismo período -- coincide con un ritmo de crecimiento económico de la región apenas moderado y claramente volátil. Como consecuencia de esto, muchos países vieron aumentar sus brechas de desarrollo. En algunos países, sin embargo, éstas se redujeron, como en el caso de Chile, que experimentó una aceleración más sostenida del crecimiento económico en este período. Las brechas de desarrollo, las oportunidades económicas y las diferencias de salarios reales entre distintos países crean poderosos incentivos para la migración internacional, tanto del sur al norte (en este caso, por la diferencia entre el ingreso promedio por habitante de la región y el de países como Estados Unidos, España, Canadá y otros que son destinos preferentes para los emigrantes latinoamericanos) como dentro del mismo sur, aunque en estos flujos también influye la cercanía geográfica (las fronteras comunes), cultural y lingüística entre el país de origen y el de destino.

La situación social de América Latina también crea incentivos para que las personas emigren en busca de mejores ingresos y oportunidades laborales en el extranjero. En efecto, la proporción de personas bajo la línea de pobreza es cercana al 37% de la población total (más de 200 millones de personas). Además, la región latinoamericana sigue siendo un continente de alta desigualdad en la distribución del ingreso. Un indicador, como el coeficiente de Gini (va del cero al uno, y mientras más cercano esté al uno implica más desigualdad), excede el valor de 0.5 en varios países de la región (el promedio de los miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos [OCDE] es cercano a 0.35). En el mercado laboral, la situación de desempleo crónico, subempleo e informalidad, que históricamente ha caracterizado a América Latina, no se revirtió en lo fundamental en los últimos 25 años.

Así, en general, la migración latinoamericana refleja una combinación de "presiones de salida" por condiciones internas de un esquivo desarrollo económico y social en muchas economías de la región, y de condiciones internacionales más favorables al movimiento de capital, de bienes y de personas en un mundo más interconectado y con menores costos de información y de transporte. También, las significativas desigualdades globales (en salarios reales y en niveles de desarrollo) entre los países que se observan en la actualidad inducen a la migración internacional hacia los países más ricos y prósperos.

A pesar del costo humano de dejar los países de origen por falta de oportunidades económicas y de enfrentarse a condiciones inicialmente difíciles de tipo migratorio y de inserción en los países de destino, las migraciones generan varios beneficios: brindan oportunidades de mejoramiento económico para los inmigrantes y sus familias, lo que ha llevado a un aumento significativo de los flujos de remesas para la región, que en la actualidad superan los 60 000 millones de dólares anualmente. La migración puede dar un impulso al capital humano de la región, pues éste se ha vuelto internacionalmente más móvil y expuesto a otras realidades más competitivas y desarrolladas. De esto se beneficiarán los países de origen con la inmigración de retorno y el contacto de los migrantes (profesionales, empresarios en el extranjero, trabajadores) con sus países de origen. Por otra parte, también hay tendencias preocupantes, como las emigraciones de profesionales, en especial del sector salud, que en el caso de algunas economías del Caribe alcanza proporciones muy altas. También preocupan las tendencias antiinmigración en países desarrollados, las que son poco compatibles con un orden económico global genuinamente abierto y libre.

Antecedentes históricos

Durante la "primera ola de la globalización" -- que los historiadores económicos sitúan entre c 1870 y 1913 -- el ingreso per cápita promedio de los países del sur y norte de Europa, la "periferia" de esa región (Italia, España, Portugal, Noruega y Suecia), era levemente superior al promedio de las principales economías de América Latina (Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México, Perú, Uruguay y Venezuela). Sin embargo, Argentina, Chile y Uruguay registraban los ingresos por habitante más altos y éstos superaban, en 1913, a los de Italia, España y Portugal, principales países fuente de inmigrantes a estos países del sur (Cuadro 1). En contraste, los países más ricos del "nuevo mundo", como Australia, Canadá, Nueva Zelandia y Estados Unidos, tenían, en 1913, un ingreso por habitante que era más del doble del ingreso de los habitantes de la periferia europea, lo que naturalmente atrajo a muchos inmigrantes de esa región hacia los países ricos. Así, la primera ola de la globalización de fines del siglo XIX se caracterizó no sólo por flujos de comercio y de capital cada vez mayores, sino también por movimientos masivos de personas entre el "viejo mundo" (Europa) y el "nuevo mundo" (Norteamérica, Sudamérica y Australia). Es interesante notar que, a mediados del siglo XX, las brechas de ingreso per cápita aún seguían siendo favorables a países como Argentina, Chile, Uruguay y Venezuela, cuyo ingreso per cápita excedía al de Italia y España; además, Venezuela, en 1950, tenía un ingreso por habitante superior al de Suecia (Cuadro 1). Esta situación cambió en la segunda mitad del siglo XX y, en especial, a partir de la década de 1970, cuando el ingreso per cápita de España y de Italia, principales países de origen de los inmigrantes europeos que llegaban a Sudamérica, superaba ya al de Argentina, el país más rico de América Latina. Como consecuencia de lo anterior, los incentivos económicos para emigrar en escalas significativas desde Europa hacia la región latinoamericana prácticamente desaparecieron. Por el contrario, España e Italia se convirtieron en prósperas economías integradas al resto de Europa, para luego transformarse, en las décadas de 1990 y principios de la de 2000, en países de destino de emigrantes de América Latina, en especial, de argentinos, ecuatorianos, colombianos y de otros países afectados por crisis económicas y políticas recurrentes.

Características recientes de la migración latinoamericana y del caribe

A comienzos de la primera década de este siglo, la mayoría de los países de América Latina y el Caribe tenía más emigrantes (aproximadamente 3.8% de la población) que inmigrantes (1% de la población). Los países latinoamericanos con un alto stock de emigración son El Salvador (cerca del 15% de su población), seguido por Nicaragua, México y República Dominicana, con niveles de emigración cercanos al 10% de su población. En contraste, los países de inmigración neta positiva (mayor proporción de inmigrantes que emigrantes) son Costa Rica, Venezuela y Argentina. Se observan flujos de migración intrarregional cada vez mayores desde Perú y Ecuador hacia Chile, de Bolivia y Paraguay a Argentina, de Haití a República Dominicana, de Nicaragua a Costa Rica, y de varios países centroamericanos a México.

En el Caribe, la tasa promedio de emigración de los cinco países con mayor proporción de emigrantes alcanza el 39.5% de la población, cifra muy superior a la de los cinco países que tienen más población emigrada en América Latina. Los principales países de destino extrarregional de los emigrantes de América Latina y del Caribe son Estados Unidos, España, Canadá y el Reino Unido (Gráfico 1).

México es el principal país fuente de emigrantes latinoamericanos a Estados Unidos y representa la mayor proporción de los extranjeros residentes en este país, una tendencia que, además, ha aumentado con el tiempo. España, desde la segunda mitad de la década de los noventa, ha sido un receptor de cada vez más inmigrantes de América Latina, en particular personas provenientes de países que sufrieron turbulencias económicas y financieras a fines de esa década e inicios de los 2000 (Ecuador, Argentina, Colombia).

La evidencia empírica muestra que los emigrantes de América Latina comparten tres características sociodemográficas principales: i) una elevada participación de la emigración femenina; ii) la concentración de los flujos migratorios en las edades laboralmente más productivas de los inmigrantes y emigrantes; y iii) el mayor nivel de escolaridad que ostentan los emigrantes respecto de sus compatriotas que no emigran.

De acuerdo con estudios recientes, la migración femenina es un fenómeno que ha venido en aumento en los últimos años e incluso, en varios países, ha llegado a superar numéricamente la migración masculina. En referencia a la edad de los emigrantes en los países de destino, se tiene que, en general, el rango con mayor frecuencia relativa va desde los 20 hasta los 50 años, es decir, los emigrantes en edad de trabajar son los que van a aumentar la fuerza de trabajo de los países receptores.

El nivel educacional de los migrantes es una variable importante, ya que denota el capital humano de las personas provenientes de América Latina y el Caribe. El Cuadro 2 muestra las tasas de emigración de personas con educación terciaria (como porcentaje de la fuerza de trabajo correspondiente) desde "las Américas" (Norte, Centro, Caribe y Sur) hacia los países de la OCDE. La evidencia muestra (segunda columna del cuadro) que las tasas de emigración de personas con educación terciaria más alta se encuentran en el Caribe (43%), seguida por la emigración desde Centroamérica (17%) y Sudamérica (5%). La emigración calificada adquiere niveles muy altos en varias economías del Caribe, con tasas de emigración de personas con educación terciaria en el rango de entre 60% y 90%, seguidas por Venezuela (ver Cuadro 3). La participación de los trabajadores calificados (con educación terciaria), con respecto a los residentes y al stock de migrantes, es más alta para Sudamérica y Norteamérica, sugiriendo que (relativamente) los emigrantes de estos países son de un nivel educativo más alto, con respecto a los nativos de su país de origen y a los inmigrantes en el país de destino.

Si se analiza a los países en lo individual, se observan diferencias notorias entre los años promedio de educación de los emigrantes respecto de sus compatriotas que no emigran, así como entre los inmigrantes y los nacionales en los países de destino. Para Argentina, se observa que alrededor del 80% de sus emigrantes radicados en Estados Unidos tiene estudios secundarios, mientras que el mismo porcentaje de emigrantes argentinos tiene estudios superiores completos en España. En Chile, por su parte, el 71% de los que emigran tiene, cuando mucho, estudios secundarios y el 24% posee educación técnica, universitaria o de posgrado. La emigración mexicana es, en general, de menor nivel de educación relativo, pero la del Caribe tiene, generalmente, estudios universitarios. En Ecuador, mientras que el 80% de los radicados en Estados Unidos tiene, a lo sumo, educación secundaria, el 65% de los ecuatorianos residentes en Chile tiene título universitario. En contraste, los emigrantes ecuatorianos a España, Italia y Venezuela tienen menores niveles educacionales. En República Dominicana, también se reporta una salida de personas con un nivel de educación más alto que los nacionales que no emigran.

Sin embargo, a pesar de que se aprecia cierta predominancia de emigrantes calificados con educación terciaria en los países desarrollados, América Latina no es una fuente importante de profesionales en los mercados internacionales de trabajo en sectores de tecnologías de la información, lo que evidencia el rezago de recursos humanos de la región en esta importante área estratégica. En efecto, el Cuadro 4 muestra que América del Sur recibe sólo un pequeño porcentaje (cerca de 6.5%) del total de las visas H-1B otorgadas por Estados Unidos (en 2002) a profesionales y a personal especializado proveniente de otros países. En contraste, Asia recibe el 65% de estas visas H-1B. Esta diferencia se hace aún más acentuada en las visas para profesionales y expertos en el sector de tecnologías de la información y en ciencias de la computación en el que América Latina sólo obtiene el 2% de estas visas (frente a 83% para profesionales provenientes de Asia).

Beneficios y dilemas de la migración

La evidencia indica que los emigrantes, generalmente, ganan económicamente al trasladarse a países cuyos salarios, productividad e ingreso per cápita son superiores a los que se encuentran en los países de origen. De hecho, ésta es una motivación fundamental de la migración internacional. Sin embargo, estos efectos positivos se moderan si se considera que muchas veces los inmigrantes (en especial aquéllos con un menor nivel de calificación) pueden ganar menos que los trabajadores nativos con calificación equivalente, aunque estos niveles de remuneración probablemente serán más altos que los que obtendrían en sus países de origen. En cierta medida, el inmigrante que considera su ingreso relativo tiene dos referentes: el del nativo del país receptor y el del nacional o compatriota del país de origen. También la precariedad del estatus legal de muchos inmigrantes afecta su grado de estabilidad en el empleo y sus derechos laborales y políticos en los países de destino.

Las economías de origen y destino experimentan varios efectos asociados a la migración internacional. Los países receptores o de destino se benefician de la inmigración a través del efecto de moderación de los costos laborales y de los precios de bienes y servicios que se asocia al aumento de la oferta laboral provista por los inmigrantes. Las empresas y los consumidores generalmente ganan con la inmigración en los países receptores. También, en el caso de inmigrantes altamente calificados, científicos y empresarios, se recibe gente con capital humano, conocimientos e impulso innovador y productivo. Sin embargo, la inmigración también encuentra resistencias en los países receptores porque esta población se percibe como una que busca quitar puestos de trabajo a los nacionales, aunque es claro que muchos trabajos (de menor calificación requerida) ya no desean realizarlos los nativos. Otra objeción es que los inmigrantes y sus familias usan servicios públicos (educación, salud, transporte), con la consiguiente carga fiscal para el país receptor; no obstante, muchos inmigrantes pagan impuestos y generan, directa o indirectamente, recursos para el fisco de los países de destino.

El economista George Borjas realizó un estudio sobre el efecto de la migración internacional (proveniente de distintos países del mundo y no sólo de Latinoamérica) sobre los mercados laborales de Estados Unidos. En este estudio se encuentra una disminución de 3.2% del salario real por hora asociado a un aumento del empleo total de fuerza de trabajo masculina de 11%, debido a la inmigración total hacia Estados Unidos que tuvo lugar entre 1980 y 2000. Este efecto de la migración sobre el salario real en el país de destino depende crucialmente del nivel educativo del inmigrante: la reducción salarial asociada a la migración es más alta para los trabajadores nativos sin educación secundaria completa; en cambio, para trabajadores con alguna educación terciaria, el salario real prácticamente no se afecta.

En los países de origen, los efectos de la emigración y la inmigración son de variada naturaleza: un país puede verse afectado en su capacidad productiva, en la estabilidad de su clase media y en su recaudación fiscal si una proporción significativa de profesionales calificados, de científicos o de personal del sector de la salud emigra, como ocurre en el Caribe, principalmente. La emigración de empresarios es preocupante, ya que éstos son agentes de creación de riqueza y de empleos. Sin embargo, en la medida que las condiciones internas sean favorables, estas personas retornarán a sus países o mantendrán contactos económicos con ellos, lo que incluso puede traer beneficios al país de origen por medio de la transferencia de conocimientos, de tecnologías y de capital fresco. Un beneficio adicional de la migración para los países de origen es la recepción de remesas enviadas por los emigrantes. Aparte del crecimiento vertiginoso que han experimentado -- del que ya se ha hecho mención -- estos flujos constituyen una fuente adicional de ingresos para las familias receptoras y ayudan a financiar gastos de consumo, educación, salud y vivienda. Un inmigrante latinoamericano en Estados Unidos envía a su país de origen entre 200 y 300 dólares mensuales (cifra por encima del salario mínimo mensual en algunas economías latinoamericanas). En términos de montos absolutos, los principales países receptores de remesas son México, Brasil y Colombia, pero, en términos relativos (como proporción del PIB o de la población), entre los receptores de remesas más importantes se encuentran Haití, Jamaica, Nicaragua, El Salvador, Ecuador y otros. Desde el punto de vista macroeconómico, las remesas fortalecen las balanzas de pagos de los países receptores, y son un complemento al ahorro nacional y una fuente de financiamiento de la inversión, generalmente para proyectos de escala pequeña. Sin embargo, los países que reciben una alta proporción de sus ingresos externos por concepto de remesas pueden ver apreciado su tipo de cambio real. Además, está el riesgo de caer en una "cultura de la dependencia" de las remesas, en la que "exportando gente" se busca financiar el desarrollo interno.

Reflexiones finales

En general, las personas migran al extranjero en busca de mejores oportunidades económicas para ellos, mejor educación y salud para sus hijos, y una mayor capacidad de ahorro para el futuro. Esto refleja que las economías de origen no son capaces de ofrecer los empleos de calidad y bien pagados que se necesitan, y las personas buscan estas oportunidades en otros países. En el último cuarto de siglo, a pesar de las reformas económicas adoptadas, el ritmo de crecimiento económico de América Latina y el Caribe, salvo algunas excepciones y más allá de las bonanzas cíclicas, no permitió cerrar las brechas de desarrollo existentes con países más avanzados. El aumento de la migración intrarregional también indica diferencias significativas en los niveles de vida y las oportunidades entre países de la región. Además de la tradicional atracción de Estados Unidos por su mayor nivel de vida y de oportunidades, en la última década irrumpió con fuerza España como destino importante de la migración latinoamericana, debido a su prosperidad económica y a su cercanía histórica y cultural con América Latina. Lamentablemente, las presiones antiinmigración en estos países dificultan el proceso de reasignación internacional de personas.

Una agenda de política pública con respecto a la migración debe considerar una responsabilidad compartida entre países de origen y destino. Los primeros deben ofrecer a sus ciudadanos condiciones económicas, sociales y políticas atractivas para reducir las presiones económicas que motivan la emigración. Por su parte, los países receptores de inmigrantes, ya sea en el norte o en el sur, deben reconocer el aporte económico y social que hacen los inmigrantes y mantener políticas migratorias abiertas, garantizar los derechos legales de los inmigrantes, ampliar la protección social y fomentar su integración a la sociedad que los recibe. Éste es un imperativo para lograr una globalización genuina y más equitativa en la que no sólo los bienes y el capital sean libres de moverse a través de las fronteras nacionales, sino también las personas.