lunes, 8 de septiembre de 2008

FRONTERAS CALIENTES


Claudio Fuentes

En enero de 2008, el gobierno de Perú interpuso una demanda en contra de Chile en la Corte Internacional de Justicia de La Haya, lo que dio inicio a un litigio que se prolongará por al menos 5 años, en un contencioso sobre la definición de la frontera marítima. A comienzos de marzo del mismo año, la Cancillería colombiana envió una nota de excusas a Ecuador por el ingreso a territorio ecuatoriano de helicópteros colombianos con personal de las fuerzas armadas: un serio incidente de vulneración de la soberanía nacional. Pocos días después, el Presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, decidió romper relaciones con Colombia y decidió denunciar la incursión de fuerzas armadas colombianas en las aguas territoriales nicaragüenses.

En poco menos de dos meses, los diferendos en zonas de frontera y las trasgresiones al principio de soberanía coparon la agenda noticiosa y nos recordaron que, en América Latina, las disputas tradicionales no nos han abandonado. La superposición de la seguridad tradicional y las nuevas amenazas está marcando a nuestros países, y esto tenderá a incrementarse en la medida que las actividades transfronterizas se hacen cada día más comunes. La combinación de relaciones de interdependencia compleja con débiles instrumentos estatales para proteger las zonas limítrofes plantea un escenario preocupante para la región. Si a eso se agrega la inclusión de las fuerzas armadas para controlar conflictos internos, las perspectivas para el fortalecimiento del Estado de derecho son poco halagüeñas. Se requiere una acción regional concertada para reducir las amenazas transnacionales que están erosionando la institucionalidad democrática.

Es bien sabido que, en los últimos 30 años, se ha producido una progresiva apertura económica, política, social y cultural en el hemisferio. La apertura es visible en el incremento moderado, aunque constante, del intercambio de bienes y servicios entre los países y desde la región hacia el resto del mundo, en el explosivo aumento de las migraciones y de las inversiones intrarregionales, en la significativa variación en los niveles de tránsito de personas, y en el surgimiento de una serie de acuerdos bilaterales y multilaterales de carácter económico y político entre los países de la región. Esta creciente interdependencia “positiva” ha venido acompañada de procesos similares de interdependencia “negativa”, incluido el aumento del tráfico de armas livianas, del tráfico ilícito de drogas, de las actividades vinculadas al crimen organizado trasnacional, del lavado de dinero y del tráfico de personas, entre otros.

Todo esto ha hecho que el control de los límites fronterizos adquiera mayor importancia. En algunos casos, tales fenómenos han desencadenado procesos de facilitación de mecanismos orientados a estimular más integración. Entre Argentina y Chile, por ejemplo, se estableció una serie de acuerdos bilaterales para facilitar el tránsito de personas y de bienes y servicios entre ambos países —lo que llevó a crear nuevos pasos fronterizos, a establecer sistemas de control de frontera únicos y a reducir los tiempos de espera—. En otros casos, se han generado procesos inversos de incremento de las restricciones, dada la cada vez mayor presencia de actividades ilícitas en áreas fronterizas.

La dificultad principal reside en que se superpone una agenda de seguridad tradicional —es decir, relaciones con diferendos limítrofes pendientes—, con amenazas no tradicionales. La combinación de esas dos agendas establece un escenario poco promisorio para avanzar en forma consistente en la reducción de potenciales conflictos. En este artículo, se sostiene que la resolución de los diferendos limítrofes es un elemento necesario, aunque no suficiente, para avanzar concertadamente hacia la solución de los desafíos emergentes. Los efectos no esperados de una situación como la descrita aluden a una mayor intervención de los militares en la seguridad interna, un incremento de su autonomía y una reducción de las capacidades civiles de control de las instituciones armadas.

La región más pacífica del mundo

Estadísticamente, América Latina y el Caribe se ha convertido en una de las regiones más pacíficas del planeta —esto es, donde hay menos conflictos armados derivados de conflictos territoriales o guerras civiles—. Durante el siglo XIX y hasta mediados del siglo XX, se hizo presente una serie de conflictos interestatales derivados de pugnas por delimitaciones territoriales y por el acceso a recursos económicos considerados estratégicos. Entre las situaciones de conflicto o disputas interestatales más importantes en el siglo XX, destacan el diferendo entre Honduras y Nicaragua (1957), y el de El Salvador y Honduras (1969); las tensiones e intervenciones de Estados Unidos en Cuba, Granada, Panamá y Haití; el diferendo entre Argentina y Chile (1978); el conflicto de las Malvinas entre Argentina y Reino Unido (1982); y los repetidos episodios de tensión y conflicto entre Perú y Ecuador.

De acuerdo con el Heidelberg Institute for International Conflict Research (2006), los principales conflictos recientes latentes e inactivos en la región son entre Honduras y Nicaragua (diferendo marítimo); Guatemala y Belice (demarcación terrestre); El Salvador, Honduras y Nicaragua (acceso al Golfo); Perú y Ecuador (diferendo terrestre); Chile y Perú (demanda marítima); Bolivia y Chile (demanda por acceso al mar); Argentina y Chile (reivindicaciones en Antártica); Guyana y Surinam (demarcación terrestre); Colombia y Venezuela (demarcación del Golfo); y entre Colombia y Nicaragua (delimitación marítima). A esta lista podrían agregarse diferendos no territoriales, como los derivados por problemas de acceso a o uso de aguas entre México y Guatemala, Nicaragua y Costa Rica, Argentina y Uruguay, y Bolivia y Chile. Asimismo, en esta categoría podrían incluirse los problemas asociados a la frontera entre Colombia y Ecuador, derivados del tráfico ilícito de drogas y de la acción de la guerrilla y del Ejército colombianos.

Vale hacer notar que, pese a que se mantiene un número relativamente alto de diferendos latentes, la cantidad de enfrentamientos interestatales y de guerras civiles ha tendido a disminuir hacia fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI. Los dos factores centrales que podrían explicar el bajo número de enfrentamientos en un escenario de conflictos latentes son la existencia de mecanismos políticos de prevención de conflictos y el proceso de democratización.

En efecto, históricamente, en la región se han desarrollado y articulado diversos instrumentos políticos e institucionales (por ejemplo, el Grupo de Contadora, grupos de países amigos, la Organización de los Estados Americanos —OEA— o el Grupo de Río), que en el pasado y en la coyuntura actual han intercedido en los conflictos internos o interestatales. Dichas instancias han generado condiciones para el diálogo entre las partes y han permitido establecer procesos de verificación y seguimiento de posibles acuerdos.

Otro de los factores significativos ha sido la democratización generalizada en la región, que ha posibilitado la apertura de canales de comunicación entre los países, más allá de los gobiernos, y ha permitido fortalecer los espacios de diálogo y de prevención de conflictos en la sociedad civil. Si existe una recurrencia histórica en el sistema internacional, es ésa que las democracias no entran en conflicto entre sí. Los mecanismos causales que explican esta “ley” se vinculan a la generación de espacios de cooperación que es posible establecer en diferentes niveles del espacio político y social en los ámbitos nacional, regional e incluso local. Asimismo, los procesos de toma de decisiones políticas entre sistemas democráticos ayudan a evitar una rápida escalada en momentos de tensión. De esta forma, la creación de instrumentos políticos adecuados, así como la existencia de democracias, genera condiciones óptimas para reducir el escalamiento de potenciales tensiones, y parece ser que éste es el caso del hemisferio.

Sin embargo, también resulta pertinente preguntarse por qué no terminan de resolverse los conflictos pendientes entre los países de la región. La quincena de conflictos latentes de carácter territorial o marítimo persisten en la agenda de los gobiernos, sin que se vislumbren acciones concretas para eliminarlos. Una explicación histórica y cercana al realismo teórico alude a la presencia permanente de visiones geopolíticas tradicionales en los distintos países. Al haber demandas territoriales insatisfechas, los países mantendrían visiones enfrentadas o competitivas, lo que daría paso a la estructuración de fuerzas armadas basadas en la definición de hipótesis de conflicto con países vecinos. Asimismo, se darían lógicas de competencia estratégica entre algunos países de la región, lo que inhibiría una mayor cooperación.

No obstante, la explicación anterior es insuficiente pues, como se verá más adelante, algunos países han modificado los paradigmas tradicionales de enfrentamiento para dar paso a procesos sinérgicos de integración. Reconociendo que, entre algunos países, existen lógicas competitivas y hasta de enfrentamiento, es necesario señalar otros dos factores. En primer lugar, cabe considerar la existencia de lógicas institucionales internas que manifiestan recurrentemente intereses pro statu quo. Algunos actores más tradicionales en el ámbito nacional ven la conveniencia de evitar el avance en espacios de cooperación. La bandera del nacionalismo es atractiva, particularmente cuando los gobiernos tienen bajos niveles de popularidad.

En segundo lugar, también existen tendencias globales que, indirectamente, ayudan a mantener el statu quo. Por ejemplo, la presencia de fuertes incentivos en el mercado internacional de armamentos convencionales contribuye a que los países de la región mantengan stocks de armas que inhiben la cooperación e incrementan la desconfianza. Si a eso se le agrega que, en muchos casos, las fuerzas armadas mantienen importantes espacios de autonomía para resolver asuntos referidos a la compra de armas, las posibilidades de promover una transformación estratégica en las relaciones entre los países se reduce significativamente.

De esta forma, aunque América Latina y el Caribe sea una región con bajos niveles de conflicto, tampoco se han dado pasos significativos —salvo honrosas excepciones— hacia la superación bilateral o colectiva de los diferendos y conflictos tradicionales entre países. Distintas condiciones globales e internas han inhibido las posibilidades de que se establezca una nueva correlación de intereses para dar un salto cualitativo en materia de seguridad tradicional.

El círculo vicioso de la desconfianza

Romper el círculo vicioso de la desconfianza es particularmente difícil. En primer término, los Estados tienden a condicionar el avance de cualquier tema bilateral a la resolución previa de los conflictos territoriales. Los avances potenciales en asuntos económicos, comerciales, culturales o políticos quedan subordinados al estado de los temas limítrofes. Si un país decide colocar en lo más alto de sus prioridades cuestiones referidas a demandas territoriales, otras agendas tienden a paralizarse e incluso a revertirse. Esto sucede hoy entre Chile y Perú, ya que la demanda interpuesta por este último país frente a la Corte Internacional de Justicia de La Haya ha dificultado, postergado y hasta condicionado otros asuntos de interés mutuo.

Una segunda cuestión se refiere a la utilización político-electoral de los temas de seguridad tradicional. Por tratarse de asuntos que unifican a la población en torno a una sola bandera (lo “nacional”), resultan tentadores para gobiernos que muestran escaso apoyo popular o se hacen presentes en momentos electorales en los que diferentes candidatos presidenciales pueden llegar a enarbolar banderas del nacionalismo. La política exterior, y especialmente las reivindicaciones territoriales, pueden llegar a convertirse en elementos de cohesión interna, lo que es particularmente preocupante cuando la amenaza del uso de la fuerza se transforma en una alternativa viable.

Un tercer elemento consiste en la retroalimentación de los sentimientos nacionalistas a través de los medios de comunicación. En la medida que existe una lógica competitiva y de rivalidad entre los países, y que tales asuntos son centrales en las agendas internas, es muy probable que la prensa sensacionalista enarbole la causa del nacionalismo y fomente visiones radicales sobre las relaciones vecinales. Una relación basada en estereotipos y prejuicios impide que la diversidad propia de un sistema democrático pueda expresarse en los asuntos bilaterales. Los medios de comunicación optan por informar sobre las posiciones más encontradas, animando con ello los prejuicios entre los pueblos.

Estos tres elementos, que generalmente emergen en forma simultánea, contribuyen a producir un círculo vicioso de desconfianza. En el ámbito político, se privilegian los asuntos que unen a la “nación”, y se adoptan posiciones que condicionan y subordinan el resto de los temas. En el aspecto social, se fortalecen las percepciones negativas por encima de las positivas con respecto al país rival.

Resulta interesante constatar que hay casos en los que aquel círculo vicioso de la desconfianza dio paso a un círculo virtuoso de confianza. Una de las experiencias más exitosas está en los avances significativos en la relación bilateral entre Argentina y Chile desde que ambos países recuperaron la democracia. Lo anterior puede ilustrarse en la siguiente imagen: en diciembre de 1978, los dos países estaban preparados para iniciar un conflicto bélico por una disputa sobre tres islas ubicadas en el Canal del Beagle. Treinta años después, están organizando la primera fuerza binacional conjunta para participar en operaciones de paz. ¿Qué sucedió para permitir este cambio radical en el curso de los acontecimientos bilaterales?

En ambos lados de la cordillera de los Andes, la decisión de los gobiernos democráticos de resolver definitivamente los diferendos limítrofes pendientes fue un paso clave que desencadenó una serie de acciones posteriores que han transformado la relación bilateral. Luego de verificarse la transición a la democracia en Chile, los gobiernos del presidente chileno Patricio Aylwin (1990-1994) y del presidente argentino Carlos Menem (1989-1999) establecieron un acuerdo político para resolver, en un plazo breve, las disputas fronterizas. En 22 de los 24 puntos de conflicto identificados, se llegó a un acuerdo de delimitación. Un punto fue sometido a arbitraje (Laguna del Desierto) y otro quedó pendiente de demarcación (Campos de Hielo).

A la vez que avanzaron en la resolución definitiva del tema limítrofe, ambos países impulsaron una nutrida agenda de cooperación que incluyó acuerdos para facilitar el tránsito de personas, bienes y servicios, el turismo, la explotación de recursos en zonas de frontera, el comercio, la seguridad interior, y la energía, entre otros. Hacia fines de la década de los noventa, Argentina se convertió en el principal destino de las inversiones de Chile, y este último país se volvió en un socio significativo al completarse el sistema interconectado de gas natural que permitiría satisfacer la creciente demanda de gas proveniente de Argentina. Otra iniciativa interesante fue la creación de una comisión binacional que revisó y modificó los textos escolares, con el fin de promover visiones compartidas de la historia bilateral y destacar los aspectos de acuerdo y cooperación por encima de los de enfrentamiento.

La relación bilateral se institucionalizó por medio de una serie de reuniones periódicas de los Ministros de Relaciones Exteriores y Defensa, en lo que se denominó el “2 + 2”. Asimismo, hacia mediados de la década de los noventa, se instaló la Comisión Permanente de Seguridad (Comperseg), que estableció una agenda de trabajo permanente para el sector de la defensa.

Este último mecanismo ha sido sustancial para el buen funcionamiento de la relación. A partir de reuniones periódicas y con agenda preestablecida, los gobiernos promovieron diversos instrumentos para fortalecer la confianza, incluida una metodología común para medir gastos de la defensa, el desarrollo de ejercicios conjuntos por parte de las fuerzas armadas, el intercambio académico, la reparación de naves militares argentinas en astilleros chilenos, la concertación bilateral para promover posiciones comunes en foros internacionales y, más recientemente, el establecimiento de una fuerza militar binacional denominada “Cruz del Sur” para participar en operaciones de paz.

Esta iniciativa se caracteriza por ser la primera de su tipo en América Latina y porque tanto los Ministerios de Defensa como las fuerzas armadas tuvieron que establecer un mando, una doctrina y planes operativos conjuntos. Aunque está en su fase de planificación, se espera que a comienzos de 2009 pueda contarse con una brigada conjunta para operar en escenarios propuestos por Naciones Unidas.

Los países que hace 30 años organizaban su defensa a partir de hipótesis de conflicto en contra del otro, hoy avanzan en forma consistente hacia una cooperación más intensa e, incluso, hacia una integración más profunda. Así, el rompimiento del círculo de desconfianza se explica a partir de tres factores complementarios. Primero, por el liderazgo de las autoridades políticas democráticas que visualizaron y persistieron en darse una oportunidad para avanzar en acuerdos que transformaron las relaciones bilaterales al comienzo de la década de los noventa. Segundo, por la temprana institucionalización de los espacios de diálogo y cooperación que han permitido transformar iniciativas generales en políticas más o menos estandarizadas, y que han ido más allá del paso transitorio de autoridades gubernamentales de uno u otro país. Lo anterior pudo evidenciarse muy claramente a partir de 2003, cuando Argentina, como resultado de una reducción en su capacidad de producción de gas natural y de un aumento de la demanda local, decidió disminuir los envíos hacia Chile, lo que ocasionó un distanciamiento en la relación bilateral. Eso no implicó que, por ejemplo, se viesen afectadas las relaciones entre las fuerzas armadas o en el sector de la defensa. Por el contrario, tanto las reuniones como los temas de la agenda bilateral en el plano de la seguridad se mantuvieron con particular regularidad.

Sin duda, un tercer factor que explica esta transformación se refiere al contenido sustantivo de los acuerdos alcanzados por ambos países. Desde el primer instante, existió la convicción de que, si no se resolvían los problemas limítrofes pendientes (la agenda tradicional de seguridad), la agenda bilateral estaría contaminada por suspicacias y desconfianzas sobre las intenciones reales del país vecino. Argentina y Chile requerían establecer clara y decididamente que no tenían pretensiones territoriales, y la definición de dichos límites cobraba una importancia crucial. Pero la agenda que intentaba resolver los asuntos de la seguridad tradicional fue seguida, casi simultáneamente, por acuerdos de alcance amplio en una serie de aspectos estratégicos para ambos actores, como la explotación de recursos en zonas de frontera, la dinamización del comercio y la transformación de los textos educativos. La confianza mutua es política, pero también social, y de ahí el interés por transformar las visiones enfrentadas predominantes en los textos escolares y en la percepción ciudadana respecto del otro.

La superposición de agendas de seguridad

El caso recién descrito es inusual en la región. La secuencia de liderazgos comprometidos con la paz, el desarrollo de una institucionalidad bilateral y el avance de agendas complejas no es una norma en las relaciones internacionales. Por lo general, se encuentran situaciones que combinan viejas rencillas entre Estados con nuevas amenazas a la seguridad. El caso de Colombia y Venezuela muestra un escenario donde, simultáneamente, se presenta la mayoría de los fenómenos descritos con anterioridad: falta de consenso entre ambos Estados sobre la frontera, uso político de las rivalidades para unificar a la nación en contra de un enemigo común y gran sensibilidad en las fronteras, producto de la actividad combinada y simultánea del tráfico ilícito de drogas, la guerrilla, el tránsito de personas y otras manifestaciones de un conflicto que ya cumplió 50 años.

En la frontera sur de Colombia, se da una situación quizás más compleja, dado que, aunque no existe una disputa territorial entre Colombia y Ecuador, la guerrilla ejerce el control sobre un segmento importante del territorio limítrofe con Ecuador. En la parte fronteriza ecuatoriana, se desarrolla una serie de actividades para proveer de servicios a los insurgentes y, además, es difícil establecer mecanismos que aseguren la vigencia del Estado de derecho. El tráfico ilícito de armas, de personas y drogas; la prostitución infantil; y otras actividades ilícitas son fáciles de documentar en estas zonas.

Entre Centroamérica y México, las zonas de frontera se han transformado en espacios donde la actividad ilícita ha desplazado al Estado en las comunidades locales. Algunas notas periodísticas recientes permiten ilustrar la complejidad de la situación. Las autoridades de la ciudad fronteriza de Tijuana, en la frontera de México con Estados Unidos, recomendaron a la población de aquella ciudad no salir a las calles durante el fin de semana por el aumento en los niveles de violencia entre los carteles de narcotraficantes, reconociendo que se tenía una verdadera “guerra en las calles” que hasta esa fecha había provocado 15 muertos y 8 heridos (Prensa Latina, 28 de abril de 2008). En la zona del Petén, en Guatemala, en la frontera con México, se informaba que una banda de narcotraficantes había transmitido mensajes por radios clandestinas con el objetivo de reclutar a ex uniformados de élite de las fuerzas armadas guatemaltecas para transportar mercancía en aquella área fronteriza, lo que confirmó el uso, ahora en Guatemala, de las mismas técnicas de reclutamiento utilizadas por los carteles mexicanos (Notimex, 24 de abril de 2008). Entre tanto, a mediados de marzo, se informaba en Panamá que se había detectado la actividad de, al menos, 97 pandillas que reunían a poco más de 1 000 personas entre 13 y 25 años, ligadas a las actividades del narcotráfico y a crímenes por encargo. Dieciséis de estas bandas operaban en la frontera con Costa Rica (AFP, 18 de marzo de 2008).

En la triple frontera compartida por Paraguay, Brasil y Argentina existe lo que se ha denominado un territorio “sin ley”. En esta zona se comercian objetos robados, armas y drogas ilícitas; hay una gran producción de marihuana, y se han documentado el lavado de dinero y las actividades de coordinación de grupos terroristas.

Historias como éstas podrían multiplicarse en muchas zonas de América Latina y el Caribe, pero el trasfondo sigue siendo el mismo: las fronteras son porosas, se observa un incremento sustantivo de las actividades ilegales y, por lo demás, la protección del Estado de derecho es muy débil. Las dificultades geográficas, combinadas con una gran penetración del crimen organizado y el narcotráfico en las diversas instituciones del Estado, han generado desincentivos para que los principales actores nacionales encaren este tipo de problemas.

Lo anterior plantea una interrogante sobre el papel que le corresponde a las fuerzas armadas en un escenario internacional y nacional como el descrito. Los conflictos de la agenda tradicional de seguridad parecen contenidos y, cada vez que han emergido, se han resuelto predominantemente por vías diplomáticas. Como ya se dijo, no se tiene una agenda proactiva por parte de los gobiernos de la región para saldar los diferendos limítrofes y, con el tiempo, eliminar un juego de suma cero basado en hipótesis de conflicto entre pares de países. A este statu quo dominante en materia de seguridad tradicional se superponen las nuevas amenazas ya referidas. Como respuesta, en la mayor parte de los países latinoamericanos se ha evidenciado una ampliación de facto (y, en algunos casos, de jure) del papel de las fuerzas armadas. A las funciones tradicionales de defensa del país contra amenazas externas se agrega, formal o informalmente, la de proteger a la población de catástrofes naturales y de amenazas internas (entiéndase crimen organizado y narcotráfico). El papel subsidiario de las fuerzas armadas en cuestiones de seguridad interna se convierte en su actividad principal en gran parte de los países centroamericanos, en México, en la región andina y Brasil, y, por el momento, se excluyen de este proceso los casos de Argentina, Chile, Costa Rica, Panamá y Uruguay.

¿Representa, en verdad, un inconveniente que las fuerzas armadas intervengan en una situación de seguridad interna cuando los efectivos policiales se ven sobrepasados y cuando las autoridades que gozan del monopolio legítimo de la fuerza se enfrentan a verdaderos ejércitos urbanos? En teoría, la respuesta deberá apuntar a que los institutos armados subsidiariamente tendrían la obligación de responder al poder político, que seguramente requeriría de su concurso para reestablecer el Estado de derecho en situaciones críticas. Sin embargo, el problema se presenta cuando el poder político no cuenta con las capacidades técnicas —y, a veces, tampoco políticas— para dirigir a las instituciones armadas. En la mayor parte de América Latina y el Caribe, las capacidades de liderazgo civil efectivo sobre las fuerzas armadas son muy bajas, no existe una institucionalidad adecuada que permita orientar las acciones en materia de política de defensa y tampoco se tienen los mecanismos necesarios de control legislativo y de otros poderes del Estado para que los uniformados rindan cuentas de sus acciones.

Se produce, entonces, un marcado y notorio desequilibrio entre la precariedad civil de conducción del sector de la defensa, acompañado de un alto nivel de autonomía militar para instrumentar las decisiones de los altos mandos. En estas condiciones, la incorporación de los uniformados al escenario interno tiende a consolidarlos aún más como actores centrales del proceso decisorio, sin que existan mecanismos de control político sobre ellos. Lo que ideal y teóricamente era un apoyo específico de las fuerzas armadas para restablecer el orden en algún barrio “capturado” por los narcotraficantes o las pandillas, se transforma en una actividad permanente y constante de los uniformados, en detrimento del Estado de derecho y del fortalecimiento de la actividad policial. Los militares se convierten en policías sin “policializarse”, esto es, sin adquirir una sensibilidad y una doctrina civil para su acción en las calles. La intervención subsidiaria y excepcional se transforma en norma, pero en una norma no regulada por parámetros o estándares necesarios en un régimen democrático.

La urgencia de una agenda de paz

Parece paradójico que, en tiempos de mayor globalización e interdependencia, resurjan las banderas del nacionalismo y se revivan los conflictos fronterizos. Pese a que la única opción para salir del subdesarrollo requiere una mayor cooperación, diversos gobiernos de la región mantienen sus reivindicaciones históricas de corte territorial, inhibiendo cualquier posibilidad de favorecer el acercamiento y la confianza. Pero a esta agenda tradicional se sobrepone una nueva agenda de amenazas no tradicionales que sensibiliza aún más a los gobiernos y plantea serios desafíos a la comunidad latinoamericana. Las difíciles fronteras se transforman en espacios “sin ley”, abiertas a los influjos de esta interdependencia negativa, que implica fuertes exigencias para los gobiernos y para los sistemas políticos de la región.

¿Qué resulta recomendable en este escenario? En primer lugar, y tal como se indica en el Reporte del Sector de Seguridad de América Latina y el Caribe (FLACSO-Chile, 2007), urge una iniciativa para robustecer al Estado en los países del continente, con el fin de aclarar y diferenciar adecuadamente las funciones militares y policiales, promover reformas institucionales en los Ministerios de Seguridad Pública y de Defensa, potenciar la acción de los Congresos como instancias de control de la política pública y proveer de instrumentos al Estado para el cabal control del territorio nacional. En el ámbito específico de la defensa, se requiere una iniciativa comprometida y seria para reformar los Ministerios de Defensa, estableciendo capacidades financieras, legales y de recursos humanos en temas de planificación y gestión del sector.

Desde el punto de vista de la seguridad pública, es necesario que los países de la región lleguen a acuerdos para generar estándares comunes en materia de estadística criminal, promuevan acuerdos para la regulación de zonas de frontera, desarrollen mecanismos efectivos de transferencia de información y datos entre los países del continente, y favorezcan el diálogo efectivo entre los países productores y receptores de armas livianas. En el plano de la defensa y en el ámbito internacional, es imprescindible fortalecer los instrumentos como el que desarrolló la Comisión de Seguridad Hemisférica de la OEA para la consolidación de la confianza mutua. No existen estándares comunes para el registro y la sistematización de tales acciones, y tampoco se observan iniciativas específicas para seguir buenas prácticas en escenarios de conflicto potencial. Asimismo, se debería avanzar en temas que tienen relación con los nudos centrales de los sistemas de seguridad, es decir, avanzar en una metodología común para la medición de gastos militares, promover la limitación y la eventual eliminación de stocks de armas, y desarrollar iniciativas pertinentes para la desmilitarización de zonas de frontera.

Paradójicamente, los procesos de globalización se expresan con mayor fuerza y crudeza en los espacios alejados de los grandes centros urbanos y donde el alcance del Estado parece más débil y precario. La agenda, por lo tanto, es amplia y variada; los acontecimientos empalman los temas tradicionales de seguridad con las nuevas amenazas, y las capacidades institucionales para responder a estos desafíos parecen ser heterogéneas a lo largo y ancho de la región.

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