Arturo C. Sotomayor Velázquez
Si por conflicto armado se entiende el uso violento de la fuerza militar entre dos o más actores y cuyo resultado genera más de 1 000 muertes durante su transcurso, entonces no cabe duda de que América Latina es una de las regiones más pacíficas del mundo. Según cifras del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), entre 1990 y 2000, la región latinoamericana fue testigo de 4 conflictos armados, cifra mucho menor a los que hubo en África (16), Asia (9), Medio Oriente (9) y Europa (8). Sin embargo, entre los países latinoamericanos existen todavía disputas fronterizas y, si bien pocas veces están dispuestos a enfrentarse en una guerra para dirimir sus diferendos territoriales, lo cierto es que esos conflictos no resueltos provocan serias tensiones diplomáticas y crisis militares. En los últimos años, se han hecho múltiples esfuerzos para evitar una espiral de conflictos regionales. Los países que forman parte de la disputa tienen una variedad de opciones disponibles, incluidas la negociación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo judicial y el recurso a organismos regionales. A pesar de la disponibilidad de todos estos instrumentos, en Latinoamérica se tiende a ignorar a los organismos regionales, a preferir los acuerdos ad hoc y a solicitar arreglos judiciales ante instancias extrarregionales. Tal como sucede con la mayor parte de los matrimonios fracasados en materia de Derecho Civil, los latinoamericanos difícilmente pueden resolver por sí mismos sus conflictos y, en cambio, acuden al juez y a la corte para que decidan su futuro.
Un caso ilustrativo de esta paradoja latinoamericana se dio a principios de 2008, cuando las relaciones entre Ecuador y Colombia se tensaron luego de que las fuerzas militares colombianas bombardearon un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ubicado 1 800 metros dentro del territorio ecuatoriano, en la región selvática de la provincia de Sucumbíos. La Organización de los Estados Americanos (OEA) intentó mediar entre ambos países e incluso se instauró una comisión revisora que investigó los hechos y reconoció que el operativo militar colombiano había violado la soberanía de Ecuador. Sin embargo, a pesar de la violación flagrante del Derecho Internacional Público y de la soberanía de un país miembro, la OEA no condenó explícitamente a Colombia y, en cambio, dejó en manos de los cancilleres las recomendaciones para solucionar la crisis. Frente a la falta de una declaración más dura, el presidente de Ecuador, Rafael Correa, declaró que, sin condena, entonces “habr[ía] que botar a la OEA al tacho de la basura, ya que no servirá para nada”. El incidente no terminó ahí: inmediatamente después de la resolución de la OEA, Ecuador demandó a Colombia ante la Corte Internacional de Justicia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Esta vez, Ecuador acusó a Colombia de causar daños a la salud de los ecuatorianos y al medio ambiente regional por las fumigaciones que el gobierno colombiano realiza desde hace 7 años en la zona fronteriza. Éste es un ejemplo de cómo los países andinos no sólo no pueden resolver las disputas entre sí, sino que, además, han llevado sus casos a instancias judiciales fuera de la región.
Ecuador y Colombia no están solos en esta dinámica. En la última década, un número considerable de países latinoamericanos ha acudido a la Corte para dirimir sus respectivas disputas territoriales, incluidos los países centroamericanos involucrados en diferendos fronterizos, tales como los de El Salvador-Honduras, Nicaragua-Honduras, Nicaragua-Colombia y El Salvador-Honduras-Nicaragua. La Corte no sólo atiende disputas territoriales entre los Estados relativamente pequeños, sino que también ha asumido la jurisdicción sobre los conflictos no territoriales entre países grandes, como la disputa ambiental argentino-uruguaya por la instalación de papeleras europeas en Fray Bentos, en la costa del río Uruguay, frente a la ciudad de Gualeguaychú, en Argentina. Asimismo, en 2003, México demandó a Estados Unidos frente a la Corte de la ONU por violar la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, según la cual los extranjeros arrestados en cualquier país tienen derecho a obtener ayuda de los consulados de sus respectivos Estados, en tanto que las autoridades están obligadas a informar a los reos de ese derecho.
La lista de posibles clientes para la ya muy atareada Corte se incrementa día a día; ahora, Guatemala y Belice están a punto de acudir a ella, luego de un fallido intento de mediación de la OEA. De proseguir esta dinámica, quedarían entonces por resolver varios conflictos, incluidas seis disputas territoriales importantes entre Guyana y Surinam, Guyana y Venezuela, Guayana Francesa y Surinam, Chile y Perú, Chile y Bolivia, y Colombia y Venezuela. Aun con los casos no resueltos, cabe preguntarse por qué los latinoamericanos han mostrado ese renovado interés por la Corte y su arreglo judicial. ¿Qué factores explican que se prefiera a la Corte sobre los demás mecanismos regionales? ¿Por qué la Corte y no otros foros? Para esclarecer esta aparente paradoja, hay una diversidad de perspectivas que se pueden agrupar en legados normativos, desencantos regionales y expectativas globales.
Legados normativos: la tradición jurídica latinoamericana
Históricamente, los países latinoamericanos han mostrado una tendencia a resolver sus conflictos por medios diferentes a la guerra. Incluso, se ha llegado a afirmar que América Latina es excepcional por su renuencia legal a resolver los conflictos a través del combate militar. La preferencia latinoamericana por los enfoques jurídico y legal parece tener una justificación enraizada en una cultura diplomática profundamente normativa y principista. Desde su independencia, los países latinoamericanos han preferido guiarse por normas basadas en el Derecho Internacional Público e incluso han adoptado principios que regulan su comportamiento. Entre los más importantes, se puede citar el de uti possidetis, que equivale a “como [poseías] de acuerdo con el derecho, poseerás”. Derivado del Derecho Romano, este principio autorizaba a la parte beligerante a reclamar el territorio que había adquirido tras una guerra. En el ámbito latinoamericano, el principio fue aplicado durante el siglo XIX para demarcar los territorios emancipados de los imperios español y portugués, tomando como base el año 1810. Así, la frontera entre Brasil y el resto de los países hispanoparlantes fue demarcada por aquello que los portugueses y españoles dejaron después de la era colonial.
Sin embargo, el principio de uti possidetis no resolvió todos los problemas provocados por la emancipación territorial y los procesos de independencia. De tal forma, los latinoamericanos se adhirieron a un cuerpo legal de normas y principios, sofisticados y profundamente formales, cuyo reconocimiento permitió una relativa coexistencia pacífica. La convivencia, la concertación pacífica, la mediación, el arbitraje y los buenos oficios fueron aceptados e internalizados por el sistema interamericano. Entre 1851 y 1922, hubo al menos 14 secesiones e intercambios de territorio pacíficos en Sudamérica; 8 de estos casos fueron resueltos por algún tipo de mediación, negociación o buenos oficios.
La preeminencia de este enfoque en América Latina es resultado, en gran medida, de la difícil historia internacional de la región que, desde su nacimiento, fue disputada por las potencias europeas y, más adelante, por Estados Unidos. Siendo incapaces de defenderse con instrumentos militares, los latinoamericanos utilizaron lo que, en la jerga coloquial, se conoce como el “arma de los débiles”, es decir, el Derecho Internacional Público. Su peso e importancia no radican en la capacidad de castigar a un posible enemigo, sino en el recurso que ofrece para denunciar jurídica, pero también moralmente, a quien viola sus principios.
De tal forma, la política hacia el exterior, incluida aquélla dirigida hacia posibles enemigos, no fue delegada a los militares, sino a las diferentes cancillerías de América Latina, las cuales casualmente estaban repletas de abogados y juristas. Ese predominio del enfoque jurídico persiste hasta nuestros días, y cuando emerge un conflicto entre Estados, son los embajadores quienes intentan echar agua al fuego para evitar que los militares entren en acción. Así pues, en América Latina, la atención de los uniformados ha estado volcada esencialmente hacia lo interno, en tanto que lo externo ha sido materia casi exclusiva de los diplomáticos. Ésta es una situación inversa a lo que sucedió con la formación estatal europea, donde “la guerra hizo a los Estados y los Estados hicieron la guerra”, como decía el recién fallecido Charles Tilly.
En estos términos, la preferencia de América Latina por la Corte parece casi natural. Ningún otro organismo internacional encarna mejor el Derecho Internacional Público que la propia Corte de la ONU, no sólo porque está ahí para defenderlo, sino también porque de ella ha nacido aún más Derecho. Asimismo, los mejores juristas latinoamericanos han servido como jueces o miembros ad hoc. Por ejemplo, Isidro Fabela, Luis Padilla Nervo, Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa y, más recientemente, Bernardo Sepúlveda han sido algunos de los diplomáticos y juristas mexicanos que han servido en calidad de jueces y como miembros ad hoc de la Corte. Todos los países latinoamericanos también han reconocido su jurisdicción desde que ingresaron a la ONU.
Sin embargo, el enfoque principista sólo resuelve una parte del problema. Cierto: la tradición legal y profundamente jurídica puede explicar la predisposición latinoamericana por los arreglos judiciales en materia de disputas estatales, pero lo cierto es que los latinoamericanos cuentan con un conjunto de instituciones regionales y multilaterales a las cuales acudir para hacer valer el Derecho Internacional Público. Por ejemplo, los países en conflicto bien pueden asistir a la OEA y resolver ahí su diferendo sin tener que apelar a la Corte, haciendo uso de los mismos recursos jurídicos, como la mediación y los buenos oficios. A pesar de tener a su disposición foros regionales de resolución de disputas, los latinoamericanos prefieren la Corte por encima de otros mecanismos regionales. ¿Por qué habrán de preferir un foro por encima de otro? ¿Por qué la Corte y no la OEA?
Desencantos regionales: la mediación de disputas en el sistema interamericano
La opción regional es una de las varias alternativas disponibles para resolver controversias y disputas. De hecho, la propia Carta de la ONU, en su artículo 8, contempla la acción regional para asistir en el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, siempre y cuando esos marcos regionales sean compatibles con los fines de las Naciones Unidas. La perspectiva regional ofrece diferentes ventajas. Primero, las organizaciones regionales pueden contribuir a dividir la paz (o a hacerla divisible), aislando los conflictos y previniendo la globalización de problemas que son de carácter estrictamente local.
Segundo, los mecanismos regionales son más sensibles y, por tanto, están más atentos a las necesidades del área que sus contrapartes globales, pues conocen tanto la realidad como los problemas de la región mejor que cualquier otro actor externo. Tercero, su naturaleza local y la cercanía geográfica permiten que se intervenga más rápidamente cuando suceden crisis. Cuarto, su presencia facilita la intervención de vecinos dentro de la región, al ofrecer un foro local que incentiva no sólo los buenos oficios de terceros, sino también la asistencia y la presión diplomáticas para resolver conflictos entre países adyacentes.
Una mirada a la región confirma que América Latina tiene organismos regionales en abundancia y, por ende, está suficientemente institucionalizada, al menos formalmente. Sobre todas las instituciones regionales, destaca por su importancia el sistema interamericano, cuyo eje es la OEA. Fundada en 1948, es el organismo regional más antiguo del mundo y es heredera de una tradición longeva de pensamiento panamericano.
El marco legal de la OEA está basado en tres tratados principales y un fondo, con diferentes atributos, que permiten la resolución de disputas entre sus miembros. El primero de ellos es la propia Carta de la OEA, denominada también Carta de Bogotá, la cual fija los principios que regulan a la organización, incluidos los de no intervención, la autodeterminación, el Derecho Internacional Público como norma de conducta y la resolución pacífica de controversias. Asimismo, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR o Tratado de Río) también ofrece a su Consejo la posibilidad de tomar medidas para mantener la paz regional en caso de que surjan conflictos entre dos o más Estados de la región. El Tratado Americano de Soluciones Pacíficas, conocido como el Pacto de Bogotá, es otro instrumento legal que desempeña un papel fundamental dentro del sistema, pues en él se encuentran delineados, de manera muy específica, los mecanismos que habrán de operar para resolver las disputas, entre ellos los buenos oficios, la mediación, la investigación, la conciliación y el arbitraje judicial. El Pacto cubre todas las posibles variantes de disputas con excepción de las internas, pues es fiel al principio de no intervención. Finalmente, la OEA posee el Fondo de Paz, creado en 2000 por una iniciativa canadiense e impulsado por el embajador Luigi Einaudi, Secretario General interino de la Organización. Su misión consiste en suministrar recursos y asistencia para ayudar a los países a resolver de manera pacífica sus disputas territoriales, e incluye los gastos de litigio y el pago de despachos de abogados.
Así, formalmente existe un marco de referencia interamericano para dirimir diferencias y solucionar querellas entre países. No obstante, la actividad de la OEA en materia de resolución de controversias ha sido inconstante y su éxito al resolver las disputas, sobre todo las territoriales, es cuestionable. Históricamente, son múltiples los casos que ha atendido la OEA. Su mayor auge se dio entre los años 1948 y 1965, cuando se llegaron a invocar los buenos oficios de la OEA en más de 30 instancias. Curiosamente, el organismo regional atendió casi exclusivamente conflictos estatales entre países centroamericanos y caribeños. Entre los casos más notables de esta época están las disputas entre Costa Rica y Nicaragua por agresión territorial, presentadas en dos ocasiones distintas, en 1948 y en 1955, así como la mediación entre Honduras y Nicaragua por un litigio territorial en 1957.
A partir de la década de los sesenta y hasta inicios de los noventa, la actividad de la OEA decreció sustancialmente en materia de resolución de disputas. Tres sucesos mermaron el desempeño de la organización regional: la suspensión de Cuba del seno de la OEA, la polarización ideológica del hemisferio provocada por la crisis de los misiles soviéticos en la isla y la intervención militar estadounidense en República Dominicana en 1965. Casi todos los análisis históricos disponibles parecen coincidir en que lo sucedido en 1965 fue lo que más afectó la percepción general del organismo y erosionó su legitimidad como actor regional. En concreto, la OEA respaldó la intervención militar que Estados Unidos encabezó para impedir que Juan Bosch, político progresista y afín al socialismo, reasumiera el poder en la República Dominicana. La intervención encabezada por Washington, pero con bandera de la OEA, fue apoyada por la mayor parte de las dictaduras de la región, incluidas las de Brasil, Honduras, Nicaragua y Paraguay.
A pesar de que han pasado más de 40 años desde aquel episodio, lo cierto es que la OEA no ha logrado deshacerse de una mal ganada reputación que cuestiona su legitimidad como organismo regional de resolución de disputas. En efecto, persiste en la Organización una crisis de legitimidad que no ha sido superada con el fin de la Guerra Fría. Concretamente, la OEA carece de tres requisitos fundamentales para ser reconocida como mediador legítimo. Primero, existe un serio déficit de imparcialidad, no sólo por la influencia que puede ejercer Estados Unidos en el organismo, sino por la injerencia que pueden tener otros países del área. De alguna forma, aquello que antes era considerado como su fortaleza —su conocimiento regional—, pronto devino en su mayor debilidad. Al ser local y del área, la Organización tiene demasiados intereses en la región y hace que sus miembros, sobre todo los más fuertes, sesguen su misión, haciéndola imparcial y poco objetiva. Por ejemplo, Bolivia y Perú jamás aceptarían la mediación de la OEA en sus respectivas disputas territoriales con Chile, no en tanto su Secretario General sea chileno.
Segundo, a pesar de la formalidad y rigidez de sus tratados y acuerdos, sus procedimientos son constantemente ignorados. Los países miembros pueden acudir en principio a la OEA, pero en el transcurso terminan utilizando procedimientos informales y mecanismos ad hoc que no están ni inspirados en la Carta ni en los tratados de la OEA. Por ejemplo, en 1994, Ecuador y Perú se enfrentaron por la posesión de un territorio de 348 kilómetros cuadrados, ubicado en la región fronteriza alrededor de la cuenca del río Cenepa, en la región amazónica sudamericana. Formalmente, el conflicto violaba la Carta de la OEA y debió haber llamado la atención del TIAR, en tanto que su resolución probablemente competía al Pacto de Bogotá. En su lugar, la mediación cayó en manos de un grupo ad hoc que antecede a la fundación de la OEA, denominado Grupo de Países Garantes del Protocolo de Río de Janeiro, formado por Argentina, Brasil, Chile y Estados Unidos. Su gestión fue exitosa, ya que logró el cese de las hostilidades, la desmilitarización del área y la reconciliación diplomática. Pero el proceso no se guió de acuerdo con los mecanismos formales de resolución de disputas del sistema interamericano, a pesar de que, teóricamente, la OEA tenía jurisdicción sobre el caso. La informalidad con la que proceden los latinoamericanos revela que quizá aprecian más la flexibilidad de los mecanismos ad hoc que la rigidez de los procedimientos formales de la OEA.
Tercero, un requisito fundamental para que los Estados miembros perciban a un organismo internacional como legítimo es que éste genere beneficios tangibles. En concreto, los países que llevan sus querellas frente a un tercero esperan que éste no sólo medie, sino que, además, resuelva la disputa. El beneficio material y tangible, por lo tanto, depende de que el organismo solucione en buenos términos el conflicto entre las partes. Sin embargo, el expediente de la OEA indica que ésta presta sus oficios, media entre las partes, pero no logra resolver la disputa.
Por ejemplo, Belice y Guatemala sostienen un conflicto centenario, en el que Guatemala reclama más de 12 200 kilómetros cuadrados del territorio beliceño, que corresponde a más de la mitad de su extensión total. En septiembre de 2005, estos países firmaron en la OEA un acuerdo marco de negociación y medidas de fomento de confianza, con el fin de mantener buenas relaciones bilaterales mientras encontraban una resolución definitiva de su diferendo territorial. Por primera vez, la OEA apoyó a este proceso por medio de su Fondo de Paz, prestando no sólo asistencia técnica, sino también recursos monetarios para financiar el litigio. Casi 2 años después de la firma del acuerdo, la OEA sugirió que Guatemala debía renunciar a las reclamaciones y, a cambio, recibir una salida al mar. Sin embargo, el gobierno guatemalteco dijo que la propuesta era inaceptable y con ello puso fin a la intervención del organismo regional. Si bien Belice posee los argumentos jurídicos que le dan la razón en la disputa con su vecino, Guatemala no percibió los beneficios concretos que podían derivarse de la solución propuesta por la OEA. El país no obtenía concesión territorial alguna, no salía beneficiado por la delimitación fronteriza terrestre y se le confería un corredor limitado de acceso al mar con derechos de navegación restringidos.
Este último se extendía por 2 millas a ambos lados de la línea de equidistancia que dividía los mares territoriales de Belice y Honduras, y se le asignaba una ambigua e indeterminada zona marítima, en la cual Belice y Honduras habrían tenido derecho a proporciones razonables de captura de peces y a la exploración y explotación de recursos naturales en el fondo o en el subsuelo marítimo. En concreto, los beneficios tangibles de la propuesta hecha por la OEA no fueron bien percibidos por una de las partes, con lo cual el intento de resolución regional fracasó, a pesar de los recursos y de la buena voluntad. A esto hay que agregar el hecho de que la OEA carece de autoridad para obligar a los países a acatar sus decisiones, en virtud de que es una institución que no tiene “dientes” para imponer sus resoluciones.
Paradójicamente, el fracaso de la instancia regional plantea la posibilidad de que las partes en conflicto lleven sus casos a una corte internacional o a un tribunal de arbitraje lejos de la región, como de hecho está por suceder en el caso Guatemala-Belice. Sin duda, un factor de peso que erosiona la labor de la OEA es la disponibilidad de otros foros adonde los países puedan llevar sus disputas. La posibilidad de acudir ante mecanismos ad hoc o globales, como la Corte de la ONU, disminuye los incentivos para que los Estados acaten las recomendaciones de la OEA. Si una sugerencia del organismo regional es percibida como injusta o inaceptable por un Estado, éste siempre tiene la posibilidad de acudir a otras instancias, pasando por alto los foros regionales apropiados. De tal forma, aunque uno de los mandatos clave de la OEA sea propiciar la resolución de conflictos entre sus miembros, su gestión es complicada por los legados históricos, por el hecho de estar influida por la misma dinámica regional que propicia las disputas, por su déficit de legitimidad y por la abundante disponibilidad de foros alternos.
Expectativas globales: la opción de la corte
Ahora bien, la opción de la Corte como foro de resolución de disputas merece ser aclarada y calificada. Al igual que la OEA, la Corte ha tenido períodos de relativa inactividad, sobre todo entre 1965 y 1985, después de la debacle de un caso controvertido no resuelto y vinculado con África Sudoccidental. Sin embargo, gradualmente, en los ochenta y noventa, comenzó a retomar varios casos, la mayoría de ellos relacionados con disputas territoriales y marítimas, aunque pronto asumió casos sobre temas diversos.
Si por conflicto armado se entiende el uso violento de la fuerza militar entre dos o más actores y cuyo resultado genera más de 1 000 muertes durante su transcurso, entonces no cabe duda de que América Latina es una de las regiones más pacíficas del mundo. Según cifras del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), entre 1990 y 2000, la región latinoamericana fue testigo de 4 conflictos armados, cifra mucho menor a los que hubo en África (16), Asia (9), Medio Oriente (9) y Europa (8). Sin embargo, entre los países latinoamericanos existen todavía disputas fronterizas y, si bien pocas veces están dispuestos a enfrentarse en una guerra para dirimir sus diferendos territoriales, lo cierto es que esos conflictos no resueltos provocan serias tensiones diplomáticas y crisis militares. En los últimos años, se han hecho múltiples esfuerzos para evitar una espiral de conflictos regionales. Los países que forman parte de la disputa tienen una variedad de opciones disponibles, incluidas la negociación, la conciliación, el arbitraje, el arreglo judicial y el recurso a organismos regionales. A pesar de la disponibilidad de todos estos instrumentos, en Latinoamérica se tiende a ignorar a los organismos regionales, a preferir los acuerdos ad hoc y a solicitar arreglos judiciales ante instancias extrarregionales. Tal como sucede con la mayor parte de los matrimonios fracasados en materia de Derecho Civil, los latinoamericanos difícilmente pueden resolver por sí mismos sus conflictos y, en cambio, acuden al juez y a la corte para que decidan su futuro.
Un caso ilustrativo de esta paradoja latinoamericana se dio a principios de 2008, cuando las relaciones entre Ecuador y Colombia se tensaron luego de que las fuerzas militares colombianas bombardearon un campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ubicado 1 800 metros dentro del territorio ecuatoriano, en la región selvática de la provincia de Sucumbíos. La Organización de los Estados Americanos (OEA) intentó mediar entre ambos países e incluso se instauró una comisión revisora que investigó los hechos y reconoció que el operativo militar colombiano había violado la soberanía de Ecuador. Sin embargo, a pesar de la violación flagrante del Derecho Internacional Público y de la soberanía de un país miembro, la OEA no condenó explícitamente a Colombia y, en cambio, dejó en manos de los cancilleres las recomendaciones para solucionar la crisis. Frente a la falta de una declaración más dura, el presidente de Ecuador, Rafael Correa, declaró que, sin condena, entonces “habr[ía] que botar a la OEA al tacho de la basura, ya que no servirá para nada”. El incidente no terminó ahí: inmediatamente después de la resolución de la OEA, Ecuador demandó a Colombia ante la Corte Internacional de Justicia de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).
Esta vez, Ecuador acusó a Colombia de causar daños a la salud de los ecuatorianos y al medio ambiente regional por las fumigaciones que el gobierno colombiano realiza desde hace 7 años en la zona fronteriza. Éste es un ejemplo de cómo los países andinos no sólo no pueden resolver las disputas entre sí, sino que, además, han llevado sus casos a instancias judiciales fuera de la región.
Ecuador y Colombia no están solos en esta dinámica. En la última década, un número considerable de países latinoamericanos ha acudido a la Corte para dirimir sus respectivas disputas territoriales, incluidos los países centroamericanos involucrados en diferendos fronterizos, tales como los de El Salvador-Honduras, Nicaragua-Honduras, Nicaragua-Colombia y El Salvador-Honduras-Nicaragua. La Corte no sólo atiende disputas territoriales entre los Estados relativamente pequeños, sino que también ha asumido la jurisdicción sobre los conflictos no territoriales entre países grandes, como la disputa ambiental argentino-uruguaya por la instalación de papeleras europeas en Fray Bentos, en la costa del río Uruguay, frente a la ciudad de Gualeguaychú, en Argentina. Asimismo, en 2003, México demandó a Estados Unidos frente a la Corte de la ONU por violar la Convención de Viena sobre Relaciones Consulares, según la cual los extranjeros arrestados en cualquier país tienen derecho a obtener ayuda de los consulados de sus respectivos Estados, en tanto que las autoridades están obligadas a informar a los reos de ese derecho.
La lista de posibles clientes para la ya muy atareada Corte se incrementa día a día; ahora, Guatemala y Belice están a punto de acudir a ella, luego de un fallido intento de mediación de la OEA. De proseguir esta dinámica, quedarían entonces por resolver varios conflictos, incluidas seis disputas territoriales importantes entre Guyana y Surinam, Guyana y Venezuela, Guayana Francesa y Surinam, Chile y Perú, Chile y Bolivia, y Colombia y Venezuela. Aun con los casos no resueltos, cabe preguntarse por qué los latinoamericanos han mostrado ese renovado interés por la Corte y su arreglo judicial. ¿Qué factores explican que se prefiera a la Corte sobre los demás mecanismos regionales? ¿Por qué la Corte y no otros foros? Para esclarecer esta aparente paradoja, hay una diversidad de perspectivas que se pueden agrupar en legados normativos, desencantos regionales y expectativas globales.
Legados normativos: la tradición jurídica latinoamericana
Históricamente, los países latinoamericanos han mostrado una tendencia a resolver sus conflictos por medios diferentes a la guerra. Incluso, se ha llegado a afirmar que América Latina es excepcional por su renuencia legal a resolver los conflictos a través del combate militar. La preferencia latinoamericana por los enfoques jurídico y legal parece tener una justificación enraizada en una cultura diplomática profundamente normativa y principista. Desde su independencia, los países latinoamericanos han preferido guiarse por normas basadas en el Derecho Internacional Público e incluso han adoptado principios que regulan su comportamiento. Entre los más importantes, se puede citar el de uti possidetis, que equivale a “como [poseías] de acuerdo con el derecho, poseerás”. Derivado del Derecho Romano, este principio autorizaba a la parte beligerante a reclamar el territorio que había adquirido tras una guerra. En el ámbito latinoamericano, el principio fue aplicado durante el siglo XIX para demarcar los territorios emancipados de los imperios español y portugués, tomando como base el año 1810. Así, la frontera entre Brasil y el resto de los países hispanoparlantes fue demarcada por aquello que los portugueses y españoles dejaron después de la era colonial.
Sin embargo, el principio de uti possidetis no resolvió todos los problemas provocados por la emancipación territorial y los procesos de independencia. De tal forma, los latinoamericanos se adhirieron a un cuerpo legal de normas y principios, sofisticados y profundamente formales, cuyo reconocimiento permitió una relativa coexistencia pacífica. La convivencia, la concertación pacífica, la mediación, el arbitraje y los buenos oficios fueron aceptados e internalizados por el sistema interamericano. Entre 1851 y 1922, hubo al menos 14 secesiones e intercambios de territorio pacíficos en Sudamérica; 8 de estos casos fueron resueltos por algún tipo de mediación, negociación o buenos oficios.
La preeminencia de este enfoque en América Latina es resultado, en gran medida, de la difícil historia internacional de la región que, desde su nacimiento, fue disputada por las potencias europeas y, más adelante, por Estados Unidos. Siendo incapaces de defenderse con instrumentos militares, los latinoamericanos utilizaron lo que, en la jerga coloquial, se conoce como el “arma de los débiles”, es decir, el Derecho Internacional Público. Su peso e importancia no radican en la capacidad de castigar a un posible enemigo, sino en el recurso que ofrece para denunciar jurídica, pero también moralmente, a quien viola sus principios.
De tal forma, la política hacia el exterior, incluida aquélla dirigida hacia posibles enemigos, no fue delegada a los militares, sino a las diferentes cancillerías de América Latina, las cuales casualmente estaban repletas de abogados y juristas. Ese predominio del enfoque jurídico persiste hasta nuestros días, y cuando emerge un conflicto entre Estados, son los embajadores quienes intentan echar agua al fuego para evitar que los militares entren en acción. Así pues, en América Latina, la atención de los uniformados ha estado volcada esencialmente hacia lo interno, en tanto que lo externo ha sido materia casi exclusiva de los diplomáticos. Ésta es una situación inversa a lo que sucedió con la formación estatal europea, donde “la guerra hizo a los Estados y los Estados hicieron la guerra”, como decía el recién fallecido Charles Tilly.
En estos términos, la preferencia de América Latina por la Corte parece casi natural. Ningún otro organismo internacional encarna mejor el Derecho Internacional Público que la propia Corte de la ONU, no sólo porque está ahí para defenderlo, sino también porque de ella ha nacido aún más Derecho. Asimismo, los mejores juristas latinoamericanos han servido como jueces o miembros ad hoc. Por ejemplo, Isidro Fabela, Luis Padilla Nervo, Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa y, más recientemente, Bernardo Sepúlveda han sido algunos de los diplomáticos y juristas mexicanos que han servido en calidad de jueces y como miembros ad hoc de la Corte. Todos los países latinoamericanos también han reconocido su jurisdicción desde que ingresaron a la ONU.
Sin embargo, el enfoque principista sólo resuelve una parte del problema. Cierto: la tradición legal y profundamente jurídica puede explicar la predisposición latinoamericana por los arreglos judiciales en materia de disputas estatales, pero lo cierto es que los latinoamericanos cuentan con un conjunto de instituciones regionales y multilaterales a las cuales acudir para hacer valer el Derecho Internacional Público. Por ejemplo, los países en conflicto bien pueden asistir a la OEA y resolver ahí su diferendo sin tener que apelar a la Corte, haciendo uso de los mismos recursos jurídicos, como la mediación y los buenos oficios. A pesar de tener a su disposición foros regionales de resolución de disputas, los latinoamericanos prefieren la Corte por encima de otros mecanismos regionales. ¿Por qué habrán de preferir un foro por encima de otro? ¿Por qué la Corte y no la OEA?
Desencantos regionales: la mediación de disputas en el sistema interamericano
La opción regional es una de las varias alternativas disponibles para resolver controversias y disputas. De hecho, la propia Carta de la ONU, en su artículo 8, contempla la acción regional para asistir en el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, siempre y cuando esos marcos regionales sean compatibles con los fines de las Naciones Unidas. La perspectiva regional ofrece diferentes ventajas. Primero, las organizaciones regionales pueden contribuir a dividir la paz (o a hacerla divisible), aislando los conflictos y previniendo la globalización de problemas que son de carácter estrictamente local.
Segundo, los mecanismos regionales son más sensibles y, por tanto, están más atentos a las necesidades del área que sus contrapartes globales, pues conocen tanto la realidad como los problemas de la región mejor que cualquier otro actor externo. Tercero, su naturaleza local y la cercanía geográfica permiten que se intervenga más rápidamente cuando suceden crisis. Cuarto, su presencia facilita la intervención de vecinos dentro de la región, al ofrecer un foro local que incentiva no sólo los buenos oficios de terceros, sino también la asistencia y la presión diplomáticas para resolver conflictos entre países adyacentes.
Una mirada a la región confirma que América Latina tiene organismos regionales en abundancia y, por ende, está suficientemente institucionalizada, al menos formalmente. Sobre todas las instituciones regionales, destaca por su importancia el sistema interamericano, cuyo eje es la OEA. Fundada en 1948, es el organismo regional más antiguo del mundo y es heredera de una tradición longeva de pensamiento panamericano.
El marco legal de la OEA está basado en tres tratados principales y un fondo, con diferentes atributos, que permiten la resolución de disputas entre sus miembros. El primero de ellos es la propia Carta de la OEA, denominada también Carta de Bogotá, la cual fija los principios que regulan a la organización, incluidos los de no intervención, la autodeterminación, el Derecho Internacional Público como norma de conducta y la resolución pacífica de controversias. Asimismo, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR o Tratado de Río) también ofrece a su Consejo la posibilidad de tomar medidas para mantener la paz regional en caso de que surjan conflictos entre dos o más Estados de la región. El Tratado Americano de Soluciones Pacíficas, conocido como el Pacto de Bogotá, es otro instrumento legal que desempeña un papel fundamental dentro del sistema, pues en él se encuentran delineados, de manera muy específica, los mecanismos que habrán de operar para resolver las disputas, entre ellos los buenos oficios, la mediación, la investigación, la conciliación y el arbitraje judicial. El Pacto cubre todas las posibles variantes de disputas con excepción de las internas, pues es fiel al principio de no intervención. Finalmente, la OEA posee el Fondo de Paz, creado en 2000 por una iniciativa canadiense e impulsado por el embajador Luigi Einaudi, Secretario General interino de la Organización. Su misión consiste en suministrar recursos y asistencia para ayudar a los países a resolver de manera pacífica sus disputas territoriales, e incluye los gastos de litigio y el pago de despachos de abogados.
Así, formalmente existe un marco de referencia interamericano para dirimir diferencias y solucionar querellas entre países. No obstante, la actividad de la OEA en materia de resolución de controversias ha sido inconstante y su éxito al resolver las disputas, sobre todo las territoriales, es cuestionable. Históricamente, son múltiples los casos que ha atendido la OEA. Su mayor auge se dio entre los años 1948 y 1965, cuando se llegaron a invocar los buenos oficios de la OEA en más de 30 instancias. Curiosamente, el organismo regional atendió casi exclusivamente conflictos estatales entre países centroamericanos y caribeños. Entre los casos más notables de esta época están las disputas entre Costa Rica y Nicaragua por agresión territorial, presentadas en dos ocasiones distintas, en 1948 y en 1955, así como la mediación entre Honduras y Nicaragua por un litigio territorial en 1957.
A partir de la década de los sesenta y hasta inicios de los noventa, la actividad de la OEA decreció sustancialmente en materia de resolución de disputas. Tres sucesos mermaron el desempeño de la organización regional: la suspensión de Cuba del seno de la OEA, la polarización ideológica del hemisferio provocada por la crisis de los misiles soviéticos en la isla y la intervención militar estadounidense en República Dominicana en 1965. Casi todos los análisis históricos disponibles parecen coincidir en que lo sucedido en 1965 fue lo que más afectó la percepción general del organismo y erosionó su legitimidad como actor regional. En concreto, la OEA respaldó la intervención militar que Estados Unidos encabezó para impedir que Juan Bosch, político progresista y afín al socialismo, reasumiera el poder en la República Dominicana. La intervención encabezada por Washington, pero con bandera de la OEA, fue apoyada por la mayor parte de las dictaduras de la región, incluidas las de Brasil, Honduras, Nicaragua y Paraguay.
A pesar de que han pasado más de 40 años desde aquel episodio, lo cierto es que la OEA no ha logrado deshacerse de una mal ganada reputación que cuestiona su legitimidad como organismo regional de resolución de disputas. En efecto, persiste en la Organización una crisis de legitimidad que no ha sido superada con el fin de la Guerra Fría. Concretamente, la OEA carece de tres requisitos fundamentales para ser reconocida como mediador legítimo. Primero, existe un serio déficit de imparcialidad, no sólo por la influencia que puede ejercer Estados Unidos en el organismo, sino por la injerencia que pueden tener otros países del área. De alguna forma, aquello que antes era considerado como su fortaleza —su conocimiento regional—, pronto devino en su mayor debilidad. Al ser local y del área, la Organización tiene demasiados intereses en la región y hace que sus miembros, sobre todo los más fuertes, sesguen su misión, haciéndola imparcial y poco objetiva. Por ejemplo, Bolivia y Perú jamás aceptarían la mediación de la OEA en sus respectivas disputas territoriales con Chile, no en tanto su Secretario General sea chileno.
Segundo, a pesar de la formalidad y rigidez de sus tratados y acuerdos, sus procedimientos son constantemente ignorados. Los países miembros pueden acudir en principio a la OEA, pero en el transcurso terminan utilizando procedimientos informales y mecanismos ad hoc que no están ni inspirados en la Carta ni en los tratados de la OEA. Por ejemplo, en 1994, Ecuador y Perú se enfrentaron por la posesión de un territorio de 348 kilómetros cuadrados, ubicado en la región fronteriza alrededor de la cuenca del río Cenepa, en la región amazónica sudamericana. Formalmente, el conflicto violaba la Carta de la OEA y debió haber llamado la atención del TIAR, en tanto que su resolución probablemente competía al Pacto de Bogotá. En su lugar, la mediación cayó en manos de un grupo ad hoc que antecede a la fundación de la OEA, denominado Grupo de Países Garantes del Protocolo de Río de Janeiro, formado por Argentina, Brasil, Chile y Estados Unidos. Su gestión fue exitosa, ya que logró el cese de las hostilidades, la desmilitarización del área y la reconciliación diplomática. Pero el proceso no se guió de acuerdo con los mecanismos formales de resolución de disputas del sistema interamericano, a pesar de que, teóricamente, la OEA tenía jurisdicción sobre el caso. La informalidad con la que proceden los latinoamericanos revela que quizá aprecian más la flexibilidad de los mecanismos ad hoc que la rigidez de los procedimientos formales de la OEA.
Tercero, un requisito fundamental para que los Estados miembros perciban a un organismo internacional como legítimo es que éste genere beneficios tangibles. En concreto, los países que llevan sus querellas frente a un tercero esperan que éste no sólo medie, sino que, además, resuelva la disputa. El beneficio material y tangible, por lo tanto, depende de que el organismo solucione en buenos términos el conflicto entre las partes. Sin embargo, el expediente de la OEA indica que ésta presta sus oficios, media entre las partes, pero no logra resolver la disputa.
Por ejemplo, Belice y Guatemala sostienen un conflicto centenario, en el que Guatemala reclama más de 12 200 kilómetros cuadrados del territorio beliceño, que corresponde a más de la mitad de su extensión total. En septiembre de 2005, estos países firmaron en la OEA un acuerdo marco de negociación y medidas de fomento de confianza, con el fin de mantener buenas relaciones bilaterales mientras encontraban una resolución definitiva de su diferendo territorial. Por primera vez, la OEA apoyó a este proceso por medio de su Fondo de Paz, prestando no sólo asistencia técnica, sino también recursos monetarios para financiar el litigio. Casi 2 años después de la firma del acuerdo, la OEA sugirió que Guatemala debía renunciar a las reclamaciones y, a cambio, recibir una salida al mar. Sin embargo, el gobierno guatemalteco dijo que la propuesta era inaceptable y con ello puso fin a la intervención del organismo regional. Si bien Belice posee los argumentos jurídicos que le dan la razón en la disputa con su vecino, Guatemala no percibió los beneficios concretos que podían derivarse de la solución propuesta por la OEA. El país no obtenía concesión territorial alguna, no salía beneficiado por la delimitación fronteriza terrestre y se le confería un corredor limitado de acceso al mar con derechos de navegación restringidos.
Este último se extendía por 2 millas a ambos lados de la línea de equidistancia que dividía los mares territoriales de Belice y Honduras, y se le asignaba una ambigua e indeterminada zona marítima, en la cual Belice y Honduras habrían tenido derecho a proporciones razonables de captura de peces y a la exploración y explotación de recursos naturales en el fondo o en el subsuelo marítimo. En concreto, los beneficios tangibles de la propuesta hecha por la OEA no fueron bien percibidos por una de las partes, con lo cual el intento de resolución regional fracasó, a pesar de los recursos y de la buena voluntad. A esto hay que agregar el hecho de que la OEA carece de autoridad para obligar a los países a acatar sus decisiones, en virtud de que es una institución que no tiene “dientes” para imponer sus resoluciones.
Paradójicamente, el fracaso de la instancia regional plantea la posibilidad de que las partes en conflicto lleven sus casos a una corte internacional o a un tribunal de arbitraje lejos de la región, como de hecho está por suceder en el caso Guatemala-Belice. Sin duda, un factor de peso que erosiona la labor de la OEA es la disponibilidad de otros foros adonde los países puedan llevar sus disputas. La posibilidad de acudir ante mecanismos ad hoc o globales, como la Corte de la ONU, disminuye los incentivos para que los Estados acaten las recomendaciones de la OEA. Si una sugerencia del organismo regional es percibida como injusta o inaceptable por un Estado, éste siempre tiene la posibilidad de acudir a otras instancias, pasando por alto los foros regionales apropiados. De tal forma, aunque uno de los mandatos clave de la OEA sea propiciar la resolución de conflictos entre sus miembros, su gestión es complicada por los legados históricos, por el hecho de estar influida por la misma dinámica regional que propicia las disputas, por su déficit de legitimidad y por la abundante disponibilidad de foros alternos.
Expectativas globales: la opción de la corte
Ahora bien, la opción de la Corte como foro de resolución de disputas merece ser aclarada y calificada. Al igual que la OEA, la Corte ha tenido períodos de relativa inactividad, sobre todo entre 1965 y 1985, después de la debacle de un caso controvertido no resuelto y vinculado con África Sudoccidental. Sin embargo, gradualmente, en los ochenta y noventa, comenzó a retomar varios casos, la mayoría de ellos relacionados con disputas territoriales y marítimas, aunque pronto asumió casos sobre temas diversos.
Concretamente, el caso de Nicaragua contra Estados Unidos, en 1986, renovó el interés latinoamericano por la Corte. Su fallo final favoreció la posición nicaragüense, la cual cuestionaba a Washington por apoyar actividades militares y paramilitares en y en contra de Nicaragua. El caso sentó un precedente, quizá no legal, aunque sí práctico, que modificó la percepción que hasta entonces se tenía de este órgano judicial de Naciones Unidas. Tres factores motivan el interés latinoamericano a favor de este foro.
Primero, la Corte es percibida como un actor imparcial que, al ser global, tiene pocos conflictos de interés en la región. En ella hay 15 jueces, todos provenientes de diferentes países y seleccionados con base en méritos profesionales, sin referencia a cuotas nacionales. La costumbre dicta, igualmente, que en caso de existir un conflicto de interés de parte de uno de los jueces o que sea nacional de una de las partes en conflicto, éste conserva su derecho de asiento, pero no puede participar en la resolución. Para subsanar este hueco, se permite el nombramiento de jueces ad hoc, si así lo desean los países en disputa. Segundo, sus procedimientos son igualmente percibidos como legítimos por la consistencia de sus fallos. Las decisiones son exclusivamente vinculantes para las partes que han sometido voluntariamente sus casos a la Corte. Esto no significa, sin embargo, la ausencia de precedentes legales. Si bien sus jueces no se guiarán por otros casos para resolver una disputa, usualmente sus decisiones son muy consistentes y rara vez se distancian de sentencias anteriores. Esta práctica contribuye a otorgarle certidumbre al proceso y disminuye el factor sorpresa que usualmente desincentiva a los Estados a resolver sus querellas mediante arreglos judiciales. Tercero, los fallos de la Corte suelen ser percibidos como ecuánimes. Recientemente, en 2007, un fallo de la Corte fijó la frontera marítima entre Nicaragua y Honduras. Específicamente, se otorgó a Honduras la soberanía de cuatro islas en el Caribe sobre las que mantenía un litigio con Nicaragua, pero se rechazó su reclamación de que la frontera marítima entre los dos países está en el paralelo 15 y, en cambio, trazó una nueva línea divisoria. Con esa decisión, la Corte le dio parcialmente la razón tanto a Honduras como a Nicaragua, que reclamaba la frontera hasta el paralelo 17. De esta manera, ambos países quedaron satisfechos y compartieron los beneficios. De ahí que, al enterarse del dictamen, el presidente hondureño, Manuel Zelaya, declaró: “Se equivocaron nuestros adversarios: el fallo de La Haya ha unido a Centroamérica”. Finalmente, la Corte es una institución cuya legitimidad también está respaldada por un grado de autoridad. A diferencia de los organismos regionales, los fallos y las decisiones de la Corte son reconocidos como si representaran la perspectiva de toda la comunidad internacional. Sus acciones y pronunciamientos representan el sentimiento colectivo de todos los Estados miembros, y violarlos o ignorarlos tiene repercusiones, no sólo porque el no acatamiento de una decisión puede llamar la atención del Consejo de Seguridad de la ONU, sino porque, además, trae consigo consecuencias para el prestigio y buen nombre de cualquier Estado. En otras palabras, la Corte sí tiene “dientes”.
A estos factores asociados con la forma y la operación de la Corte, hay que añadir otras variables que han incidido en la preferencia latinoamericana por los arreglos judiciales. Uno de ellos es el efecto emulación que parece guiar el comportamiento de varios países.
Ya sea por medio de socialización o por difusión de normas, los Estados siguen la tendencia y la práctica de otros. Una vez que dos partes en disputa llevan su caso a la Corte, los demás se sienten tentados a seguir el mismo patrón, y con ello desencadenan una tendencia que, con el tiempo, favorece a La Haya. En ese sentido, no es extraño que Belice y Guatemala opten por el camino de la Corte después de haberlo intentado con la OEA, pues la mayor parte de sus vecinos ha seguido el mismo patrón.
Finalmente, las motivaciones estatales inciden también en las preferencias. La Corte suele tardarse años en dictar fallos, sin tomar en cuenta que existe el recurso de revisión y apelación que puede retrasar aún más el tiempo de resolución. Esto significa que los países pueden estar dispuestos a ir a la Corte sin la intención de resolver su disputa y con el mero objetivo de ganar tiempo para aventajar posiciones. Con esta premisa, el arreglo judicial sería meramente una excusa para engañar e intimidar con la amenaza de ir a la Corte.
Hasta ahora, no hay forma de demostrar si esta hipótesis es cierta, ya que la tendencia latinoamericana de acudir a la Corte es relativamente reciente, y gran parte de las sentencias serán resueltas en los próximos años. El caso de Nicaragua contra Honduras parece sugerir que los países buscan solucionar de buena fe sus disputas cuando apelan al órgano judicial de la ONU, aunque habrá que esperar para comprobar si el resto de los Estados se comportará de la misma forma.
Conclusiones
De este análisis se desprenden buenas y malas noticias. La buena noticia es que, como nunca antes, América Latina, en general, y Centroamérica, en particular, han mostrado un renovado interés por resolver sus disputas mediante arreglos judiciales en instituciones internacionales. El hecho de que muchos países latinoamericanos estén dispuestos a someterse a un arbitraje internacional frente a un tercero refleja un cambio de actitud digno de celebración. Esta tendencia tendrá implicaciones sobre la manera como, hasta ahora, se ha reflexionado sobre los límites, las fronteras y el conflicto estatal en general. Asimismo, el papel que hasta ahora ha desempeñado la Corte ofrece una salida jurídica a los múltiples problemas regionales, ya que permite la despolitización y la desmilitarización de varias disputas entre vecinos al convertirlas en materia legal para juristas, lejos de las manos de los caprichosos políticos y estrategas militares. Los hallazgos de este análisis también traen buenas nuevas para el sistema de Naciones Unidas, pues demuestran la utilidad de sus órganos y de sus procedimientos.
Sin embargo, esta tendencia implica que el uso de organismos regionales para la solución de disputas será menos frecuente y plantea un serio problema de mandato para instituciones como la OEA. Si bien el principio de complementariedad establece la coexistencia entre instituciones globales y regionales, en la práctica, la ONU y la OEA se complementan muy poco o nada. Cierto es que se amplía el abanico de foros que los países tienen a su disposición; más instituciones significa también mejores alternativas de cooperación. Pero la ganancia para una organización es la pérdida para otra, pues el éxito de la Corte sólo se logra a costa del uso relativo de las instituciones regionales y puede llevar a la atrofia institucional de éstas. Quizá la OEA esté condenada a servir exclusivamente en la consolidación de los procesos de democratización en América Latina, dejando así a foros como la Corte la resolución de disputas, pero eso significa que el propósito para el cual fue creada debe modificarse o, de lo contrario, como dice el presidente Correa, “habrá que botar a la OEA al tacho de la basura”.
Primero, la Corte es percibida como un actor imparcial que, al ser global, tiene pocos conflictos de interés en la región. En ella hay 15 jueces, todos provenientes de diferentes países y seleccionados con base en méritos profesionales, sin referencia a cuotas nacionales. La costumbre dicta, igualmente, que en caso de existir un conflicto de interés de parte de uno de los jueces o que sea nacional de una de las partes en conflicto, éste conserva su derecho de asiento, pero no puede participar en la resolución. Para subsanar este hueco, se permite el nombramiento de jueces ad hoc, si así lo desean los países en disputa. Segundo, sus procedimientos son igualmente percibidos como legítimos por la consistencia de sus fallos. Las decisiones son exclusivamente vinculantes para las partes que han sometido voluntariamente sus casos a la Corte. Esto no significa, sin embargo, la ausencia de precedentes legales. Si bien sus jueces no se guiarán por otros casos para resolver una disputa, usualmente sus decisiones son muy consistentes y rara vez se distancian de sentencias anteriores. Esta práctica contribuye a otorgarle certidumbre al proceso y disminuye el factor sorpresa que usualmente desincentiva a los Estados a resolver sus querellas mediante arreglos judiciales. Tercero, los fallos de la Corte suelen ser percibidos como ecuánimes. Recientemente, en 2007, un fallo de la Corte fijó la frontera marítima entre Nicaragua y Honduras. Específicamente, se otorgó a Honduras la soberanía de cuatro islas en el Caribe sobre las que mantenía un litigio con Nicaragua, pero se rechazó su reclamación de que la frontera marítima entre los dos países está en el paralelo 15 y, en cambio, trazó una nueva línea divisoria. Con esa decisión, la Corte le dio parcialmente la razón tanto a Honduras como a Nicaragua, que reclamaba la frontera hasta el paralelo 17. De esta manera, ambos países quedaron satisfechos y compartieron los beneficios. De ahí que, al enterarse del dictamen, el presidente hondureño, Manuel Zelaya, declaró: “Se equivocaron nuestros adversarios: el fallo de La Haya ha unido a Centroamérica”. Finalmente, la Corte es una institución cuya legitimidad también está respaldada por un grado de autoridad. A diferencia de los organismos regionales, los fallos y las decisiones de la Corte son reconocidos como si representaran la perspectiva de toda la comunidad internacional. Sus acciones y pronunciamientos representan el sentimiento colectivo de todos los Estados miembros, y violarlos o ignorarlos tiene repercusiones, no sólo porque el no acatamiento de una decisión puede llamar la atención del Consejo de Seguridad de la ONU, sino porque, además, trae consigo consecuencias para el prestigio y buen nombre de cualquier Estado. En otras palabras, la Corte sí tiene “dientes”.
A estos factores asociados con la forma y la operación de la Corte, hay que añadir otras variables que han incidido en la preferencia latinoamericana por los arreglos judiciales. Uno de ellos es el efecto emulación que parece guiar el comportamiento de varios países.
Ya sea por medio de socialización o por difusión de normas, los Estados siguen la tendencia y la práctica de otros. Una vez que dos partes en disputa llevan su caso a la Corte, los demás se sienten tentados a seguir el mismo patrón, y con ello desencadenan una tendencia que, con el tiempo, favorece a La Haya. En ese sentido, no es extraño que Belice y Guatemala opten por el camino de la Corte después de haberlo intentado con la OEA, pues la mayor parte de sus vecinos ha seguido el mismo patrón.
Finalmente, las motivaciones estatales inciden también en las preferencias. La Corte suele tardarse años en dictar fallos, sin tomar en cuenta que existe el recurso de revisión y apelación que puede retrasar aún más el tiempo de resolución. Esto significa que los países pueden estar dispuestos a ir a la Corte sin la intención de resolver su disputa y con el mero objetivo de ganar tiempo para aventajar posiciones. Con esta premisa, el arreglo judicial sería meramente una excusa para engañar e intimidar con la amenaza de ir a la Corte.
Hasta ahora, no hay forma de demostrar si esta hipótesis es cierta, ya que la tendencia latinoamericana de acudir a la Corte es relativamente reciente, y gran parte de las sentencias serán resueltas en los próximos años. El caso de Nicaragua contra Honduras parece sugerir que los países buscan solucionar de buena fe sus disputas cuando apelan al órgano judicial de la ONU, aunque habrá que esperar para comprobar si el resto de los Estados se comportará de la misma forma.
Conclusiones
De este análisis se desprenden buenas y malas noticias. La buena noticia es que, como nunca antes, América Latina, en general, y Centroamérica, en particular, han mostrado un renovado interés por resolver sus disputas mediante arreglos judiciales en instituciones internacionales. El hecho de que muchos países latinoamericanos estén dispuestos a someterse a un arbitraje internacional frente a un tercero refleja un cambio de actitud digno de celebración. Esta tendencia tendrá implicaciones sobre la manera como, hasta ahora, se ha reflexionado sobre los límites, las fronteras y el conflicto estatal en general. Asimismo, el papel que hasta ahora ha desempeñado la Corte ofrece una salida jurídica a los múltiples problemas regionales, ya que permite la despolitización y la desmilitarización de varias disputas entre vecinos al convertirlas en materia legal para juristas, lejos de las manos de los caprichosos políticos y estrategas militares. Los hallazgos de este análisis también traen buenas nuevas para el sistema de Naciones Unidas, pues demuestran la utilidad de sus órganos y de sus procedimientos.
Sin embargo, esta tendencia implica que el uso de organismos regionales para la solución de disputas será menos frecuente y plantea un serio problema de mandato para instituciones como la OEA. Si bien el principio de complementariedad establece la coexistencia entre instituciones globales y regionales, en la práctica, la ONU y la OEA se complementan muy poco o nada. Cierto es que se amplía el abanico de foros que los países tienen a su disposición; más instituciones significa también mejores alternativas de cooperación. Pero la ganancia para una organización es la pérdida para otra, pues el éxito de la Corte sólo se logra a costa del uso relativo de las instituciones regionales y puede llevar a la atrofia institucional de éstas. Quizá la OEA esté condenada a servir exclusivamente en la consolidación de los procesos de democratización en América Latina, dejando así a foros como la Corte la resolución de disputas, pero eso significa que el propósito para el cual fue creada debe modificarse o, de lo contrario, como dice el presidente Correa, “habrá que botar a la OEA al tacho de la basura”.
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