Adam Isacson
Hace casi ocho años, el gobierno de Clinton y la mayoría republicana del Congreso estadounidense diseñaron un paquete de ayuda equivalente a 1,300 millones de dólares para Colombia y sus vecinos. Esta partida especial fue el pago inicial de un compromiso multianual, militar en su mayor parte, con el "Plan Colombia", marco para nuevas inversiones del gobierno colombiano y apoyo de donadores extranjeros.
El Plan Colombia ha sido controvertido desde su aprobación y hasta la fecha. Los desacuerdos sobre si la política elegida funcionó o no difícilmente podrían ser más enconados. Para verlos, no es necesario ir más allá del informe que acompaña a la versión 2008 de la ley de financiación de ayuda exterior de la Cámara de Representantes.
El informe lo escribió, casi en su totalidad, la nueva mayoría del Partido Demócrata, cuyos miembros han criticado al Plan Colombia desde su introducción. "La meta permanente de que Colombia reduzca el cultivo, el procesamiento y la distribución [de drogas] no ha funcionado y la narcoeconomía sigue creciendo, debilitando aún más el tejido social colombiano", dice literalmente el texto. "El Comité hace notar que éste es ya el octavo año de un plan plurianual cambiante. Este programa no está funcionando."
Con una opinión contraria, los miembros republicanos del comité pintaron una imagen más optimista. "La ayuda estadounidense ha sido la responsable directa de llevar estabilidad a Colombia. Cuando inició el Plan Colombia, el país estaba desgarrado por la guerra civil. Los ciudadanos colombianos no podían viajar libremente dentro de sus fronteras. Desde que entró en vigor, el índice de secuestros ha caído 75%, el producto interno bruto ha pasado de incrementos de 1.5 a 7% anual, y han aumentado las exportaciones estadounidenses a Colombia."
¿Dónde radica la verdad? ¿Fue el Plan Colombia un éxito, y acaso un modelo potencial para las actividades estadounidenses en Irak y Afganistán, como han dado a entender algunos funcionarios del gobierno de Bush? ¿O fue una forma mal dirigida de tirar el dinero que fracasó en la consecución de sus principales objetivos explícitos?
La verdad reside en algún lugar entre estas dos visiones pero, en el espectro que va del éxito al fracaso, está más cerca del fracaso. Como estrategia contra el narcotráfico, el Plan Colombia ha sido una gran decepción. Como estrategia de seguridad, la asistencia estadounidense ha contribuido modestamente a algunas de las recientes mejoras en medidas contra la violencia, pero estos logros pueden considerarse, sobre todo, resultado de los esfuerzos de la propia Colombia. Por último, el tema de los derechos humanos sigue siendo preocupante.
Los avances sólo serán sustentables si el Plan Colombia -- y la asistencia estadounidense que lo mantiene -- abandona su enfoque esencialmente centrado en lo militar. El éxito dependerá de que se haga mucho más en dos aspectos. Primero, las instituciones civiles del Estado colombiano deben cerrar filas y tener presencia por primera vez en vastas áreas de las que históricamente han estado ausentes. Segundo, y quizá más importante, Colombia necesita facultar a quienes trabajan -- dentro y fuera del Estado, y con frecuencia en un clima de alto riesgo -- para terminar con la desafortunada tradición de impunidad que prevalece en el país frente a crímenes que van de la corrupción al narcotráfico y las violaciones a los derechos humanos.
El término "Plan Colombia" se refiere a un paquete de nueva inversión militar y social equivalente a 7,500 millones de dólares para seis años que se creó a finales de 1999. Frente a una situación de inseguridad cada vez peor y con gran presión de Estados Unidos para planear una estrategia, Bogotá se comprometió a contribuir con 4,000 millones de dólares para este "plan para la paz, la prosperidad y el fortalecimiento del Estado". El resto debía provenir de donantes extranjeros. Buena parte de los Estados donantes europeos, incómodos con el gran componente militar del paquete y descontentos por haber sido marginados de su diseño, decidieron no participar en él, lo que dejó a Estados Unidos prácticamente como único proveedor de fondos extranjeros.
Entre 2000 y 2007, Washington aportó ayuda a Bogotá por alrededor de 5,400 millones de dólares. Colombia es el quinto receptor de asistencia estadounidense, sólo después de Irak, Israel, Afganistán y Egipto. Más de 80% de este total -- 4,400 millones de dólares -- ha servido para apoyar a las fuerzas armadas y la policía colombianas.
De esta asistencia en materia de seguridad, buena parte se ha destinado para que Colombia deje de ser la fuente de más de 80% de la cocaína, y de aproximadamente la mitad de la heroína, que se vende en Estados Unidos. Desde 1999 Washington ha entregado a Bogotá más de 90 helicópteros, adiestrado a más de 60,000 policías, soldados, marinos y miembros de la fuerza aérea y ha ayudado a desplegar varias unidades móviles, entre ellas una brigada antinarcóticos de 2,300 miembros de las fuerzas armadas colombianas. Un programa de fumigación aérea de herbicidas ha rociado más de 800,000 hectáreas de territorio colombiano -- equivalente a casi 15 hectáreas por hora, noche y día, durante los últimos ocho años -- en un esfuerzo por detener el cultivo de la coca, la planta de la que se extrae la cocaína.
A mediados de 2002, durante los primeros meses de la "guerra global contra el terrorismo", un cambio en la ley de ayuda extranjera de Estados Unidos permitió a Colombia solicitar a ese país asistencia antinarcóticos para misiones no relacionadas con las drogas, como la lucha contra las guerrillas y los paramilitares. A esta acción siguieron de inmediato nuevos programas de ayuda militar estadounidense no relacionados con las drogas: un esfuerzo para proteger un oleoducto que pertenece parcialmente a una compañía estadounidense, la construcción de puestos de vigilancia policiaca en áreas rurales y apoyo logístico y estratégico para el "Plan Patriota", una ofensiva militar plurianual de gran escala en los territorios controlados por la guerrilla en el sur de Colombia. Un "límite de tropas" ordenado por el Congreso restringe la presencia estadounidense en Colombia a un máximo de 600 militares y 800 contratistas con ciudadanía estadounidense, aunque las compañías contratadas para ejecutar los programas militares que se mantienen con fondos estadounidenses -- 16 de ellas en 2006, que comparten 309 millones 600 mil de dólares en contratos -- emplean asimismo un número adicional y desconocido de ciudadanos no estadounidenses.
El restante 20% de asistencia estadounidense se ha destinado a prioridades no militares. Medidas de desarrollo alternativo han buscado disuadir a quienes cultivan la coca creando oportunidades económicas lícitas, a menudo por medio de programas de sustitución de cultivos. Los programas de reforma judicial se han orientado a conseguir que el vapuleado sistema de justicia colombiano opere en forma más rápida y eficiente. Los programas humanitarios han proporcionado ayuda de emergencia a la población colombiana desplazada en su país que, en número, es la tercera en el mundo después de las de Sudán e Irak. Pero estos programas -- que equivalen a cerca de 135 millones de dólares por año en asistencia -- se han visto opacados por los 600 millones de dólares anuales que se destinan al compromiso militar y policiaco.
¿Por qué escogió Estados Unidos un enfoque tan poco equilibrado que favorecía tanto a las fuerzas armadas por encima de otras necesidades de gobernabilidad? Una razón es política: incluso si hubiera querido, el gobierno de Clinton no habría podido convencer a un Congreso de mayoría republicana -- cuyos líderes habían pedido, desde mediados de los noventa, más helicópteros y aviones de fumigación -- para que apoyara un paquete de lo que terminó por conocerse como ayuda económica y social "blanda". Mientras tanto, los funcionarios del Departamento de Defensa, apoyados por el general Barry McCaffrey, el "zar de las drogas" de la Casa Blanca y ex jefe del Comando Sur, dejaron en claro su deseo de ayudar a las fuerzas armadas de Colombia, que recibieron escaso apoyo durante los años noventa, a estabilizar el país y recuperar los territorios controlados por la guerrilla. Estos funcionarios, sin embargo, dieron pocas pistas sobre cómo, una vez que dichos territorios fueran recuperados por medios militares, Estados Unidos ayudaría a Colombia a gobernarlos.
Más de siete años después, se tienen suficientes resultados mensurables como para realizar una primera evaluación. A estas alturas, queda en claro que el Plan Colombia ha fracasado totalmente en el cumplimiento de su meta principal y explícita: reducir la oferta de drogas colombianas disponible en Estados Unidos.
Cuando el Congreso estadounidense aprobó el Plan Colombia en 2000, pidió al gobierno de Clinton que le entregara un informe en el que se explicaran cuáles eran los criterios para medir el éxito del paquete de ayuda. Este informe decía: "La meta del Plan Colombia del presidente [Andrés] Pastrana (octubre 1999) es reducir el cultivo, el procesamiento y la distribución de drogas de Colombia en 50% en un plazo de seis años".
Esto no ocurrió. Por el contrario, el sistema satelital estadounidense detectó más plantíos de coca en Colombia en 2006 (157,000 hectáreas) que en 2000, año en que inició el Plan Colombia (136,000 hectáreas). El personal de interdicción estadounidense ha detectado que no existe reducción alguna en la cantidad de cocaína que sale del territorio colombiano. Peor aún, el precio de la cocaína en las calles estadounidenses ha bajado desde que empezó el Plan (aproximadamente 119 dólares por gramo, frente a 136 en 1999) mientras que los niveles de pureza han aumentado, lo que indica que la oferta satisface la demanda como en sus mejores tiempos. (Un informe de inteligencia de septiembre de 2007 que comentaba una reciente subida pronunciada en los precios estadounidenses de la cocaína hace un reconocimiento a México por el aumento en los controles, haciendo notar que la cantidad de cocaína que sale de los Andes ha aumentado.)
El fracaso del Plan Colombia como estrategia antinarcóticos es resultado directo de su naturaleza poco equilibrada. Si bien se aceleró la erradicación forzada de los cultivos de coca, los esfuerzos para proporcionar alternativas se rezagaron mucho y las iniciativas para llevar la presencia real del Estado a la Colombia rural resultaron casi inexistentes. Los productores de coca, muchos de ellos campesinos con parcelas pequeñas que sobreviven con ingresos escasos en territorios no controlados por el Estado, siguieron considerando el cultivo de la coca como una de las pocas opciones viables, incluso después de que sus plantíos se hubieran rociado varias veces con herbicidas. La fumigación se convirtió entonces en poco más que en la pérdida de algunas cosechas y en la razón para buscar nuevas formas de producirla sin ser detectados.
Si bien el Plan Colombia demostró su ineficacia para combatir el comercio de drogas, logró en cambio realizar contribuciones modestas a la reciente reducción en el número de asesinatos, secuestros, actos de sabotaje y otras medidas violentas. La provisión de tantos helicópteros mejoró la capacidad de las fuerzas de seguridad de Colombia para responder rápidamente a los ataques y secuestros de la guerrilla. Un pequeño programa para llevar policías a municipalidades remotas ha permitido llevar al menos cierta presencia del Estado en áreas donde antes no existía. El "Plan Patriota" no obtuvo victorias contundentes, pero sin duda logró mantener a los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) fuera de su zona de control en un territorio que prácticamente se les había cedido.
Sin embargo, casi toda la ayuda militar y policiaca de Estados Unidos no consideraba como una prioridad central la seguridad del pueblo colombiano. Buena parte de la ayuda estadounidense estaba encaminada a reducir el flujo de drogas a Estados Unidos, misión que no tuvo éxito. Al día de hoy, las autoridades colombianas se quejan de que el Departamento de Estado estadounidense veta con frecuencia sus solicitudes de usar los helicópteros que les entregaron en misiones no relacionadas con las drogas. Conforme el gobierno de Colombia ha mejorado la seguridad de sus ciudadanos, lo cierto es que lo ha hecho con sus propios recursos, con el pequeño componente de la ayuda estadounidense no relacionada con las drogas como contribución marginal.
Estos avances en materia de seguridad pueden sobredimensionarse en sí mismos. Durante los últimos años Colombia ha conseguido que la mayoría de las estadísticas de seguridad vuelvan al punto en el que estaban a mediados de los noventa, periodo en el que los índices de violencia del país todavía se consideraban alarmantes. En las ciudades y en las carreteras principales las condiciones de seguridad han mejorado mucho, como resultado de la transformación del ejército colombiano en una fuerza más móvil y menos atada a sus cuarteles. Fuera de las ciudades y los caminos principales, sobre todo en las zonas consideradas estratégicas para el comercio de drogas, las condiciones de seguridad son al menos tan malas como hace cinco o más años.
Si bien resulta difícil estimar qué tanto se ha debilitado a las FARC, se sabe que ningún miembro de su directiva de siete hombres, y un solo miembro de los 25 que conforman su Estado Mayor, ha sido capturado o asesinado, y que la frecuencia de sus ataques -- aunque no su magnitud -- no se ha reducido. Mientras tanto, el esfuerzo para desmovilizar a grupos paramilitares que ha contribuido a las reducciones cada vez mayores de la violencia se enfrenta a retos enormes, al igual que la dificultad de reintegrar a decenas de miles de ex combatientes, la formación de nuevas milicias en muchas regiones y el poder que mantienen los ricos e influyentes jefes paramilitares .
En el frente de los derechos humanos, los resultados del Plan Colombia no son del todo positivos. Los esfuerzos para profesionalizar a las fuerzas de seguridad colombianas y hacer de los derechos humanos un componente importante de su adiestramiento han dado algunos frutos, toda vez que los informes de abusos en general, incluyendo la colaboración con paramilitares, han disminuido. Esos abusos, no obstante, siguen siendo frecuentes y difíciles de castigar. Una investigación reciente a cargo de numerosas organizaciones no gubernamentales colombianas de derechos humanos encontró más de 900 casos de "ejecuciones extrajudiciales" -- asesinatos deliberados de civiles a manos de los militares -- desde 2002. En muchos casos, las víctimas fueron presentadas más tarde como guerrilleros muertos en combate.
Éste es uno de una larga y perturbadora lista de escándalos que han golpeado a las fuerzas armadas desde principios de 2006. La lista incluye, entre otras cosas: acusaciones de tortura en contra de los reclutas; colaboración con los narcotraficantes para masacrar a una unidad antidrogas de la policía; plantar bombas en autos en Bogotá y así obtener el crédito por desactivarlas; ejercer presión sobre los paramilitares para que entreguen cadáveres que luego podrían presentarse como guerrilleros muertos, y vender a los narcotraficantes información clasificada sobre la posición de unidades navales de Estados Unidos y Colombia. Los esfuerzos para investigar y castigar estos delitos avanzan con lentitud, y a veces con riesgos para el personal encargado de la investigación. Estos casos permiten concluir que, si bien los derechos humanos en general se respetan más que en 2000, los años desde que se puso en práctica el Plan Colombia no han provocado un cambio generacional en el respeto que guardan las fuerzas de seguridad por los derechos humanos.
Siete años y 5,400 millones de dólares más tarde, se habría podido esperar más de la contribución estadounidense al Plan Colombia que los pobres resultados en el combate a las drogas, la modesta contribución a la seguridad y una muy leve mejoría en materia de derechos humanos. El decepcionante resultado puede atribuirse a dos "errores fatales" en el diseño del Plan: no atender la debilidad institucional del Estado colombiano, y la falta de preocupación sobre la galopante impunidad.
En la teoría, pareciera que el Plan Colombia pretendía llenar el vacío casi total en materia de presencia del Estado en el que viven demasiados colombianos, tanto en áreas rurales aisladas como en los cinturones de miseria de las principales ciudades. El subtítulo del documento del Plan Colombia de 1999 menciona al final el "fortalecimiento del Estado". En la práctica, empero, la contribución estadounidense al Plan terminó por fortalecer a una sola porción del Estado colombiano: la uniformada. En buena parte del territorio de Colombia, la gente casi no conoce a su gobierno; gracias al Plan Colombia, sin embargo, quizá ahora lo conocen como la patrulla militar o el avión de fumigación que pasa esporádicamente. En vastas porciones del territorio colombiano, donde operan libremente grupos armados y la economía de la coca aún es una tentación para los campesinos, todavía hace falta una presencia real del Estado que proporcione servicios públicos tales como: seguridad personal, caminos, agua limpia, educación, garantía de derechos de propiedad y -- a falta de un mejor término -- ciudadanía.
En Bogotá, al menos, existe un reconocimiento cada vez mayor de que se necesita gobernabilidad de carácter civil. Bogotá ha diseñado un plan de inversión prácticamente sin contenido militar que ahora se denomina "Plan Colombia 2" o "Fase de Consolidación del Plan Colombia". Los funcionarios han manifestado claramente su intención de dejar de lado la fumigación masiva; los oficiales del Ministerio de Defensa admiten abiertamente en conversaciones informales que el programa de fumigación con demasiada frecuencia se enajena a una población cuyo apoyo es esencial. Con un apoyo estadounidense modesto, el Ministerio de Defensa de Colombia ha elaborado un plan de varias etapas, el "Centro de Coordinación de Acción Integral" (CCAI) para introducir a agencias no militares del Estado en zonas que han recuperado recientemente las fuerzas de seguridad. Queda por verse si el CCAI podrá de hecho mejorar la gobernanza civil, o si se convertirá en poco más que una colección de programas militarizados de acción cívica.
Limitarse a fortalecer el Estado en áreas donde no existe no es suficiente. Si los representantes gubernamentales en zonas "recuperadas" maltratan a la población con impunidad, pueden hacer más mal que bien. La conducta abusiva o depredadora que queda sin castigo sólo conseguirá postergar la meta de la "consolidación" del Estado.
Reducir la impunidad es el mayor reto que enfrenta Colombia. En la búsqueda de soluciones para los males del país, todos los caminos llevan a su sistema de justicia. Esto es cierto si se trata de indemnizar a las víctimas de masacres, de devolver tierras robadas por fuerzas paramilitares, de derrotar a los principales narcotraficantes que se han infiltrado en el Estado, de hacer de la corrupción oficial un negocio más peligroso, o de reducir la posibilidad de futuras violaciones militares a los derechos humanos por medio del castigo expedito.
En fechas recientes, se han registrado algunos avances en contra de la impunidad. En el marco de un escándalo cada vez mayor, docenas de políticos están ahora sometidos a investigación oficial por colaborar con grupos paramilitares. Durante la segunda mitad de 2007, sentencias esperadas durante mucho tiempo fueron expedidas en algunos casos de abusos en materia de derechos humanos a manos de los militares. Pero estas ganancias han sido provisionales, y pueden revertirse fácilmente si se presentan amenazas o falta de voluntad política suficiente para llegar a las últimas consecuencias.
La debilidad del sistema judicial colombiano permite que continúe la impunidad. Si bien han ayudado el adiestramiento y la asistencia técnica que financia Estados Unidos, lo que más necesitan ahora los jueces, fiscales, investigadores y testigos es seguridad, a fin de que puedan enfrentarse a poderosos y despiadados criminales sin temor a perder sus vidas o las de sus familiares. El sistema judicial necesita más personal para reducir el número ridículamente alto de casos pendientes. Necesita tecnología, desde bases de datos hasta laboratorios de criminalística, estudios de ADN e investigación forense. Además, necesita transporte para llegar a escenas del crimen en localidades remotas, entre ellas cientos de fosas comunes conocidas que aún esperan el escrutinio oficial.
Washington reconoce cada vez más que su política hacia Colombia necesita cambiar, y de forma tal que pueda atender mejor la debilidad del Estado y la impunidad. No obstante, este reconocimiento no ha provenido de la rama ejecutiva del gobierno estadounidense. A pesar de conversaciones en Bogotá sobre un enfoque nuevo y menos militar, en febrero de 2007 el gobierno de Bush solicitó al Congreso un paquete de ayuda para 2008 que, de nuevo, constaba de asistencia militar y policiaca en un 80 por ciento.
Alterar esta petición para incluir de manera más adecuada las lecciones aprendidas del Plan Colombia quedó en manos de la nueva mayoría demócrata del Congreso. El subcomité de apropiaciones de la Cámara de Representantes que redactó las líneas citadas al inicio de este texto optó por cortar la asistencia militar en una cuarta parte, el equivalente a 160 millones de dólares, dando un duro golpe al fallido programa de fumigación; buena parte de este ahorro irá a iniciativas de gobernanza rural y fortalecimiento judicial. El Senado se movió de forma análoga, aunque con más cautela, al cortar la llamada ayuda "dura" en aproximadamente 90 millones de dólares, y traspasando una parte considerable de estos ahorros a las mismas prioridades. El nuevo Congreso, mientras tanto, está fortaleciendo las condiciones sobre la ayuda que requerirá mayores acciones para terminar con la impunidad que beneficia a los militares que cometen violaciones a los derechos humanos.
Al momento de enviar este artículo a la imprenta, estos cambios significativos en la ayuda estadounidense son sometidos a un comité conjunto de la Cámara de Representantes y el Senado, que intenta reconciliar las diferencias entre las iniciativas de ley de ambas cámaras. Si bien constituyen un paso importante en la intención de ayudar a Colombia para que fortalezca su Estado y reduzca la impunidad, se necesita seguir en esa dirección; incluso con estas mejoras, la iniciativa de 2008 sigue siendo un paquete sobre todo militar, e incluye cuantiosos fondos para programas que no han funcionado.
Por último, cabe recordar que un paquete de ayuda formulado correctamente resulta sólo de utilidad marginal si Estados Unidos no pone orden en su propia casa. Los 700 millones de dólares que se envían a Colombia cada año palidecen en comparación con los miles de millones que los adictos estadounidenses gastan en drogas producidas en Colombia, dinero que en gran parte se dirige al sur para llenar las arcas de los grupos armados ilegales de ese país. Estados Unidos necesita con urgencia cortar ese flujo de ingresos mediante la reducción de la demanda interna de drogas; aumentar el acceso de la población de adictos al tratamiento adecuado parece la mejor alternativa para lograrlo. Una reducción pronunciada en la demanda estadounidense constituiría el mejor paquete de ayuda que Colombia podría recibir de Estados Unidos.
Hace casi ocho años, el gobierno de Clinton y la mayoría republicana del Congreso estadounidense diseñaron un paquete de ayuda equivalente a 1,300 millones de dólares para Colombia y sus vecinos. Esta partida especial fue el pago inicial de un compromiso multianual, militar en su mayor parte, con el "Plan Colombia", marco para nuevas inversiones del gobierno colombiano y apoyo de donadores extranjeros.
El Plan Colombia ha sido controvertido desde su aprobación y hasta la fecha. Los desacuerdos sobre si la política elegida funcionó o no difícilmente podrían ser más enconados. Para verlos, no es necesario ir más allá del informe que acompaña a la versión 2008 de la ley de financiación de ayuda exterior de la Cámara de Representantes.
El informe lo escribió, casi en su totalidad, la nueva mayoría del Partido Demócrata, cuyos miembros han criticado al Plan Colombia desde su introducción. "La meta permanente de que Colombia reduzca el cultivo, el procesamiento y la distribución [de drogas] no ha funcionado y la narcoeconomía sigue creciendo, debilitando aún más el tejido social colombiano", dice literalmente el texto. "El Comité hace notar que éste es ya el octavo año de un plan plurianual cambiante. Este programa no está funcionando."
Con una opinión contraria, los miembros republicanos del comité pintaron una imagen más optimista. "La ayuda estadounidense ha sido la responsable directa de llevar estabilidad a Colombia. Cuando inició el Plan Colombia, el país estaba desgarrado por la guerra civil. Los ciudadanos colombianos no podían viajar libremente dentro de sus fronteras. Desde que entró en vigor, el índice de secuestros ha caído 75%, el producto interno bruto ha pasado de incrementos de 1.5 a 7% anual, y han aumentado las exportaciones estadounidenses a Colombia."
¿Dónde radica la verdad? ¿Fue el Plan Colombia un éxito, y acaso un modelo potencial para las actividades estadounidenses en Irak y Afganistán, como han dado a entender algunos funcionarios del gobierno de Bush? ¿O fue una forma mal dirigida de tirar el dinero que fracasó en la consecución de sus principales objetivos explícitos?
La verdad reside en algún lugar entre estas dos visiones pero, en el espectro que va del éxito al fracaso, está más cerca del fracaso. Como estrategia contra el narcotráfico, el Plan Colombia ha sido una gran decepción. Como estrategia de seguridad, la asistencia estadounidense ha contribuido modestamente a algunas de las recientes mejoras en medidas contra la violencia, pero estos logros pueden considerarse, sobre todo, resultado de los esfuerzos de la propia Colombia. Por último, el tema de los derechos humanos sigue siendo preocupante.
Los avances sólo serán sustentables si el Plan Colombia -- y la asistencia estadounidense que lo mantiene -- abandona su enfoque esencialmente centrado en lo militar. El éxito dependerá de que se haga mucho más en dos aspectos. Primero, las instituciones civiles del Estado colombiano deben cerrar filas y tener presencia por primera vez en vastas áreas de las que históricamente han estado ausentes. Segundo, y quizá más importante, Colombia necesita facultar a quienes trabajan -- dentro y fuera del Estado, y con frecuencia en un clima de alto riesgo -- para terminar con la desafortunada tradición de impunidad que prevalece en el país frente a crímenes que van de la corrupción al narcotráfico y las violaciones a los derechos humanos.
El término "Plan Colombia" se refiere a un paquete de nueva inversión militar y social equivalente a 7,500 millones de dólares para seis años que se creó a finales de 1999. Frente a una situación de inseguridad cada vez peor y con gran presión de Estados Unidos para planear una estrategia, Bogotá se comprometió a contribuir con 4,000 millones de dólares para este "plan para la paz, la prosperidad y el fortalecimiento del Estado". El resto debía provenir de donantes extranjeros. Buena parte de los Estados donantes europeos, incómodos con el gran componente militar del paquete y descontentos por haber sido marginados de su diseño, decidieron no participar en él, lo que dejó a Estados Unidos prácticamente como único proveedor de fondos extranjeros.
Entre 2000 y 2007, Washington aportó ayuda a Bogotá por alrededor de 5,400 millones de dólares. Colombia es el quinto receptor de asistencia estadounidense, sólo después de Irak, Israel, Afganistán y Egipto. Más de 80% de este total -- 4,400 millones de dólares -- ha servido para apoyar a las fuerzas armadas y la policía colombianas.
De esta asistencia en materia de seguridad, buena parte se ha destinado para que Colombia deje de ser la fuente de más de 80% de la cocaína, y de aproximadamente la mitad de la heroína, que se vende en Estados Unidos. Desde 1999 Washington ha entregado a Bogotá más de 90 helicópteros, adiestrado a más de 60,000 policías, soldados, marinos y miembros de la fuerza aérea y ha ayudado a desplegar varias unidades móviles, entre ellas una brigada antinarcóticos de 2,300 miembros de las fuerzas armadas colombianas. Un programa de fumigación aérea de herbicidas ha rociado más de 800,000 hectáreas de territorio colombiano -- equivalente a casi 15 hectáreas por hora, noche y día, durante los últimos ocho años -- en un esfuerzo por detener el cultivo de la coca, la planta de la que se extrae la cocaína.
A mediados de 2002, durante los primeros meses de la "guerra global contra el terrorismo", un cambio en la ley de ayuda extranjera de Estados Unidos permitió a Colombia solicitar a ese país asistencia antinarcóticos para misiones no relacionadas con las drogas, como la lucha contra las guerrillas y los paramilitares. A esta acción siguieron de inmediato nuevos programas de ayuda militar estadounidense no relacionados con las drogas: un esfuerzo para proteger un oleoducto que pertenece parcialmente a una compañía estadounidense, la construcción de puestos de vigilancia policiaca en áreas rurales y apoyo logístico y estratégico para el "Plan Patriota", una ofensiva militar plurianual de gran escala en los territorios controlados por la guerrilla en el sur de Colombia. Un "límite de tropas" ordenado por el Congreso restringe la presencia estadounidense en Colombia a un máximo de 600 militares y 800 contratistas con ciudadanía estadounidense, aunque las compañías contratadas para ejecutar los programas militares que se mantienen con fondos estadounidenses -- 16 de ellas en 2006, que comparten 309 millones 600 mil de dólares en contratos -- emplean asimismo un número adicional y desconocido de ciudadanos no estadounidenses.
El restante 20% de asistencia estadounidense se ha destinado a prioridades no militares. Medidas de desarrollo alternativo han buscado disuadir a quienes cultivan la coca creando oportunidades económicas lícitas, a menudo por medio de programas de sustitución de cultivos. Los programas de reforma judicial se han orientado a conseguir que el vapuleado sistema de justicia colombiano opere en forma más rápida y eficiente. Los programas humanitarios han proporcionado ayuda de emergencia a la población colombiana desplazada en su país que, en número, es la tercera en el mundo después de las de Sudán e Irak. Pero estos programas -- que equivalen a cerca de 135 millones de dólares por año en asistencia -- se han visto opacados por los 600 millones de dólares anuales que se destinan al compromiso militar y policiaco.
¿Por qué escogió Estados Unidos un enfoque tan poco equilibrado que favorecía tanto a las fuerzas armadas por encima de otras necesidades de gobernabilidad? Una razón es política: incluso si hubiera querido, el gobierno de Clinton no habría podido convencer a un Congreso de mayoría republicana -- cuyos líderes habían pedido, desde mediados de los noventa, más helicópteros y aviones de fumigación -- para que apoyara un paquete de lo que terminó por conocerse como ayuda económica y social "blanda". Mientras tanto, los funcionarios del Departamento de Defensa, apoyados por el general Barry McCaffrey, el "zar de las drogas" de la Casa Blanca y ex jefe del Comando Sur, dejaron en claro su deseo de ayudar a las fuerzas armadas de Colombia, que recibieron escaso apoyo durante los años noventa, a estabilizar el país y recuperar los territorios controlados por la guerrilla. Estos funcionarios, sin embargo, dieron pocas pistas sobre cómo, una vez que dichos territorios fueran recuperados por medios militares, Estados Unidos ayudaría a Colombia a gobernarlos.
Más de siete años después, se tienen suficientes resultados mensurables como para realizar una primera evaluación. A estas alturas, queda en claro que el Plan Colombia ha fracasado totalmente en el cumplimiento de su meta principal y explícita: reducir la oferta de drogas colombianas disponible en Estados Unidos.
Cuando el Congreso estadounidense aprobó el Plan Colombia en 2000, pidió al gobierno de Clinton que le entregara un informe en el que se explicaran cuáles eran los criterios para medir el éxito del paquete de ayuda. Este informe decía: "La meta del Plan Colombia del presidente [Andrés] Pastrana (octubre 1999) es reducir el cultivo, el procesamiento y la distribución de drogas de Colombia en 50% en un plazo de seis años".
Esto no ocurrió. Por el contrario, el sistema satelital estadounidense detectó más plantíos de coca en Colombia en 2006 (157,000 hectáreas) que en 2000, año en que inició el Plan Colombia (136,000 hectáreas). El personal de interdicción estadounidense ha detectado que no existe reducción alguna en la cantidad de cocaína que sale del territorio colombiano. Peor aún, el precio de la cocaína en las calles estadounidenses ha bajado desde que empezó el Plan (aproximadamente 119 dólares por gramo, frente a 136 en 1999) mientras que los niveles de pureza han aumentado, lo que indica que la oferta satisface la demanda como en sus mejores tiempos. (Un informe de inteligencia de septiembre de 2007 que comentaba una reciente subida pronunciada en los precios estadounidenses de la cocaína hace un reconocimiento a México por el aumento en los controles, haciendo notar que la cantidad de cocaína que sale de los Andes ha aumentado.)
El fracaso del Plan Colombia como estrategia antinarcóticos es resultado directo de su naturaleza poco equilibrada. Si bien se aceleró la erradicación forzada de los cultivos de coca, los esfuerzos para proporcionar alternativas se rezagaron mucho y las iniciativas para llevar la presencia real del Estado a la Colombia rural resultaron casi inexistentes. Los productores de coca, muchos de ellos campesinos con parcelas pequeñas que sobreviven con ingresos escasos en territorios no controlados por el Estado, siguieron considerando el cultivo de la coca como una de las pocas opciones viables, incluso después de que sus plantíos se hubieran rociado varias veces con herbicidas. La fumigación se convirtió entonces en poco más que en la pérdida de algunas cosechas y en la razón para buscar nuevas formas de producirla sin ser detectados.
Si bien el Plan Colombia demostró su ineficacia para combatir el comercio de drogas, logró en cambio realizar contribuciones modestas a la reciente reducción en el número de asesinatos, secuestros, actos de sabotaje y otras medidas violentas. La provisión de tantos helicópteros mejoró la capacidad de las fuerzas de seguridad de Colombia para responder rápidamente a los ataques y secuestros de la guerrilla. Un pequeño programa para llevar policías a municipalidades remotas ha permitido llevar al menos cierta presencia del Estado en áreas donde antes no existía. El "Plan Patriota" no obtuvo victorias contundentes, pero sin duda logró mantener a los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) fuera de su zona de control en un territorio que prácticamente se les había cedido.
Sin embargo, casi toda la ayuda militar y policiaca de Estados Unidos no consideraba como una prioridad central la seguridad del pueblo colombiano. Buena parte de la ayuda estadounidense estaba encaminada a reducir el flujo de drogas a Estados Unidos, misión que no tuvo éxito. Al día de hoy, las autoridades colombianas se quejan de que el Departamento de Estado estadounidense veta con frecuencia sus solicitudes de usar los helicópteros que les entregaron en misiones no relacionadas con las drogas. Conforme el gobierno de Colombia ha mejorado la seguridad de sus ciudadanos, lo cierto es que lo ha hecho con sus propios recursos, con el pequeño componente de la ayuda estadounidense no relacionada con las drogas como contribución marginal.
Estos avances en materia de seguridad pueden sobredimensionarse en sí mismos. Durante los últimos años Colombia ha conseguido que la mayoría de las estadísticas de seguridad vuelvan al punto en el que estaban a mediados de los noventa, periodo en el que los índices de violencia del país todavía se consideraban alarmantes. En las ciudades y en las carreteras principales las condiciones de seguridad han mejorado mucho, como resultado de la transformación del ejército colombiano en una fuerza más móvil y menos atada a sus cuarteles. Fuera de las ciudades y los caminos principales, sobre todo en las zonas consideradas estratégicas para el comercio de drogas, las condiciones de seguridad son al menos tan malas como hace cinco o más años.
Si bien resulta difícil estimar qué tanto se ha debilitado a las FARC, se sabe que ningún miembro de su directiva de siete hombres, y un solo miembro de los 25 que conforman su Estado Mayor, ha sido capturado o asesinado, y que la frecuencia de sus ataques -- aunque no su magnitud -- no se ha reducido. Mientras tanto, el esfuerzo para desmovilizar a grupos paramilitares que ha contribuido a las reducciones cada vez mayores de la violencia se enfrenta a retos enormes, al igual que la dificultad de reintegrar a decenas de miles de ex combatientes, la formación de nuevas milicias en muchas regiones y el poder que mantienen los ricos e influyentes jefes paramilitares .
En el frente de los derechos humanos, los resultados del Plan Colombia no son del todo positivos. Los esfuerzos para profesionalizar a las fuerzas de seguridad colombianas y hacer de los derechos humanos un componente importante de su adiestramiento han dado algunos frutos, toda vez que los informes de abusos en general, incluyendo la colaboración con paramilitares, han disminuido. Esos abusos, no obstante, siguen siendo frecuentes y difíciles de castigar. Una investigación reciente a cargo de numerosas organizaciones no gubernamentales colombianas de derechos humanos encontró más de 900 casos de "ejecuciones extrajudiciales" -- asesinatos deliberados de civiles a manos de los militares -- desde 2002. En muchos casos, las víctimas fueron presentadas más tarde como guerrilleros muertos en combate.
Éste es uno de una larga y perturbadora lista de escándalos que han golpeado a las fuerzas armadas desde principios de 2006. La lista incluye, entre otras cosas: acusaciones de tortura en contra de los reclutas; colaboración con los narcotraficantes para masacrar a una unidad antidrogas de la policía; plantar bombas en autos en Bogotá y así obtener el crédito por desactivarlas; ejercer presión sobre los paramilitares para que entreguen cadáveres que luego podrían presentarse como guerrilleros muertos, y vender a los narcotraficantes información clasificada sobre la posición de unidades navales de Estados Unidos y Colombia. Los esfuerzos para investigar y castigar estos delitos avanzan con lentitud, y a veces con riesgos para el personal encargado de la investigación. Estos casos permiten concluir que, si bien los derechos humanos en general se respetan más que en 2000, los años desde que se puso en práctica el Plan Colombia no han provocado un cambio generacional en el respeto que guardan las fuerzas de seguridad por los derechos humanos.
Siete años y 5,400 millones de dólares más tarde, se habría podido esperar más de la contribución estadounidense al Plan Colombia que los pobres resultados en el combate a las drogas, la modesta contribución a la seguridad y una muy leve mejoría en materia de derechos humanos. El decepcionante resultado puede atribuirse a dos "errores fatales" en el diseño del Plan: no atender la debilidad institucional del Estado colombiano, y la falta de preocupación sobre la galopante impunidad.
En la teoría, pareciera que el Plan Colombia pretendía llenar el vacío casi total en materia de presencia del Estado en el que viven demasiados colombianos, tanto en áreas rurales aisladas como en los cinturones de miseria de las principales ciudades. El subtítulo del documento del Plan Colombia de 1999 menciona al final el "fortalecimiento del Estado". En la práctica, empero, la contribución estadounidense al Plan terminó por fortalecer a una sola porción del Estado colombiano: la uniformada. En buena parte del territorio de Colombia, la gente casi no conoce a su gobierno; gracias al Plan Colombia, sin embargo, quizá ahora lo conocen como la patrulla militar o el avión de fumigación que pasa esporádicamente. En vastas porciones del territorio colombiano, donde operan libremente grupos armados y la economía de la coca aún es una tentación para los campesinos, todavía hace falta una presencia real del Estado que proporcione servicios públicos tales como: seguridad personal, caminos, agua limpia, educación, garantía de derechos de propiedad y -- a falta de un mejor término -- ciudadanía.
En Bogotá, al menos, existe un reconocimiento cada vez mayor de que se necesita gobernabilidad de carácter civil. Bogotá ha diseñado un plan de inversión prácticamente sin contenido militar que ahora se denomina "Plan Colombia 2" o "Fase de Consolidación del Plan Colombia". Los funcionarios han manifestado claramente su intención de dejar de lado la fumigación masiva; los oficiales del Ministerio de Defensa admiten abiertamente en conversaciones informales que el programa de fumigación con demasiada frecuencia se enajena a una población cuyo apoyo es esencial. Con un apoyo estadounidense modesto, el Ministerio de Defensa de Colombia ha elaborado un plan de varias etapas, el "Centro de Coordinación de Acción Integral" (CCAI) para introducir a agencias no militares del Estado en zonas que han recuperado recientemente las fuerzas de seguridad. Queda por verse si el CCAI podrá de hecho mejorar la gobernanza civil, o si se convertirá en poco más que una colección de programas militarizados de acción cívica.
Limitarse a fortalecer el Estado en áreas donde no existe no es suficiente. Si los representantes gubernamentales en zonas "recuperadas" maltratan a la población con impunidad, pueden hacer más mal que bien. La conducta abusiva o depredadora que queda sin castigo sólo conseguirá postergar la meta de la "consolidación" del Estado.
Reducir la impunidad es el mayor reto que enfrenta Colombia. En la búsqueda de soluciones para los males del país, todos los caminos llevan a su sistema de justicia. Esto es cierto si se trata de indemnizar a las víctimas de masacres, de devolver tierras robadas por fuerzas paramilitares, de derrotar a los principales narcotraficantes que se han infiltrado en el Estado, de hacer de la corrupción oficial un negocio más peligroso, o de reducir la posibilidad de futuras violaciones militares a los derechos humanos por medio del castigo expedito.
En fechas recientes, se han registrado algunos avances en contra de la impunidad. En el marco de un escándalo cada vez mayor, docenas de políticos están ahora sometidos a investigación oficial por colaborar con grupos paramilitares. Durante la segunda mitad de 2007, sentencias esperadas durante mucho tiempo fueron expedidas en algunos casos de abusos en materia de derechos humanos a manos de los militares. Pero estas ganancias han sido provisionales, y pueden revertirse fácilmente si se presentan amenazas o falta de voluntad política suficiente para llegar a las últimas consecuencias.
La debilidad del sistema judicial colombiano permite que continúe la impunidad. Si bien han ayudado el adiestramiento y la asistencia técnica que financia Estados Unidos, lo que más necesitan ahora los jueces, fiscales, investigadores y testigos es seguridad, a fin de que puedan enfrentarse a poderosos y despiadados criminales sin temor a perder sus vidas o las de sus familiares. El sistema judicial necesita más personal para reducir el número ridículamente alto de casos pendientes. Necesita tecnología, desde bases de datos hasta laboratorios de criminalística, estudios de ADN e investigación forense. Además, necesita transporte para llegar a escenas del crimen en localidades remotas, entre ellas cientos de fosas comunes conocidas que aún esperan el escrutinio oficial.
Washington reconoce cada vez más que su política hacia Colombia necesita cambiar, y de forma tal que pueda atender mejor la debilidad del Estado y la impunidad. No obstante, este reconocimiento no ha provenido de la rama ejecutiva del gobierno estadounidense. A pesar de conversaciones en Bogotá sobre un enfoque nuevo y menos militar, en febrero de 2007 el gobierno de Bush solicitó al Congreso un paquete de ayuda para 2008 que, de nuevo, constaba de asistencia militar y policiaca en un 80 por ciento.
Alterar esta petición para incluir de manera más adecuada las lecciones aprendidas del Plan Colombia quedó en manos de la nueva mayoría demócrata del Congreso. El subcomité de apropiaciones de la Cámara de Representantes que redactó las líneas citadas al inicio de este texto optó por cortar la asistencia militar en una cuarta parte, el equivalente a 160 millones de dólares, dando un duro golpe al fallido programa de fumigación; buena parte de este ahorro irá a iniciativas de gobernanza rural y fortalecimiento judicial. El Senado se movió de forma análoga, aunque con más cautela, al cortar la llamada ayuda "dura" en aproximadamente 90 millones de dólares, y traspasando una parte considerable de estos ahorros a las mismas prioridades. El nuevo Congreso, mientras tanto, está fortaleciendo las condiciones sobre la ayuda que requerirá mayores acciones para terminar con la impunidad que beneficia a los militares que cometen violaciones a los derechos humanos.
Al momento de enviar este artículo a la imprenta, estos cambios significativos en la ayuda estadounidense son sometidos a un comité conjunto de la Cámara de Representantes y el Senado, que intenta reconciliar las diferencias entre las iniciativas de ley de ambas cámaras. Si bien constituyen un paso importante en la intención de ayudar a Colombia para que fortalezca su Estado y reduzca la impunidad, se necesita seguir en esa dirección; incluso con estas mejoras, la iniciativa de 2008 sigue siendo un paquete sobre todo militar, e incluye cuantiosos fondos para programas que no han funcionado.
Por último, cabe recordar que un paquete de ayuda formulado correctamente resulta sólo de utilidad marginal si Estados Unidos no pone orden en su propia casa. Los 700 millones de dólares que se envían a Colombia cada año palidecen en comparación con los miles de millones que los adictos estadounidenses gastan en drogas producidas en Colombia, dinero que en gran parte se dirige al sur para llenar las arcas de los grupos armados ilegales de ese país. Estados Unidos necesita con urgencia cortar ese flujo de ingresos mediante la reducción de la demanda interna de drogas; aumentar el acceso de la población de adictos al tratamiento adecuado parece la mejor alternativa para lograrlo. Una reducción pronunciada en la demanda estadounidense constituiría el mejor paquete de ayuda que Colombia podría recibir de Estados Unidos.
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