lunes, 6 de octubre de 2008

AMANECER EN AMÉRICA LATINA. LA OPORTUNIDAD DE UN NUEVO COMIENZO


Jorge G. Castañeda

Reparar el lío que heredará del gobierno de Bush no será una tarea sencilla para el próximo gobierno de Estados Unidos. En América Latina, será particularmente difícil. La razón es sencilla, pero paradójica. George W. Bush elevó enormemente las expectativas cuando tomó posesión y anunció que haría de la relación con América Latina, en general, y con México, en particular, una prioridad. Mantuvo su promesa durante siete meses y medio —hasta el 11-S, cuando Estados Unidos, con justa razón, concentró toda su energía y atención en al Qaeda y en Iraq—. Lo que es menos comprensible es que esta situación durara 7 años. Además, debido al descuido del resto del mundo y al empecinado interés en Iraq y en el terrorismo, Bush se ha vuelto menos popular en América Latina que cualquier otro Presidente de Estados Unidos en los últimos tiempos. Esto es aún más paradójico debido a que Bush, de hecho, ha sido menos intervencionista y agresivo con América Latina que cualquier otro Presidente de Estados Unidos en la historia reciente.

Afortunadamente, si el próximo gobierno desea cambiar la imagen de Estados Unidos y su relación con Latinoamérica, tendrá una oportunidad extraordinaria para hacerlo. Como Presidente, cualquiera de los dos candidatos principales, John McCain o Barack Obama, disfrutará de una luna de miel con América Latina (y con el resto del mundo), debido al sombrío legado de su predecesor y a la naturaleza de los problemas más importantes que penden sobre la relación hemisférica. Cuatro desafíos destacan claramente. ¿Qué hacer con la inminente transición o sucesión cubana, que quizá ya esté en curso? ¿Qué hacer con la reforma migratoria, que es el asunto bilateral más importante para muchos países latinoamericanos? ¿Qué hacer con el constante ascenso de las “dos izquierdas” en la región? Y, finalmente, si como parece que sucederá, el tratado de libre comercio entre Estados Unidos y Colombia no recibe la aprobación de un Congreso que va de salida (y particularmente si Obama sigue insistiendo en volver a revisar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte o TLCAN), ¿cómo profundizar, en lugar de debilitar, estos convenios de comercio, aunque sean innegablemente defectuosos, y cumplir a la vez con las promesas de campaña?

El próximo gobierno de Estados Unidos tendrá que hacer frente a estos problemas —y otros, como la lucha contra el narcotráfico—, sin importar la prioridad que les asigne. Tendrá éxito si recuerda que América Latina está viviendo un momento que combina los mejores y los peores aspectos de su historia: tiene un crecimiento sin precedente desde la década de los setenta, es democrática y respetuosa de los derechos humanos como nunca antes, por fin tiene cada vez menos pobreza y desigualdad, pero a su vez está más dividida y polarizada, y tiene más conflictos intestinos e intrarregionales que nunca. Washington puede ayudar enormemente si trabaja para consolidar las tendencias positivas, mientras neutraliza las negativas.

Reconciliarse con La Habana

En Cuba, la salida de escena de Fidel Castro, a medida que se acerca al 50º aniversario de su entrada triunfal a La Habana y a la historia, representa un enorme reto para Washington, para Miami, para Cuba y para toda Latinoamérica. Los asuntos de la isla nunca han sido una cuestión estrictamente cubana, y aunque la evolución del régimen de Castro bajo las riendas de Raúl, el hermano menor de Fidel, es incierto, el predicamento de Washington es bastante claro. Por un lado, Estados Unidos no puede seguir manteniendo las políticas fallidas del último medio siglo, como Obama ha declarado con bastante razón. Exigir una transición democrática total como condición previa para la normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos no es sólo una receta para fracasos futuros, sino que también es definitivamente poco realista e intolerable para América Latina; una gran mayoría de los gobiernos de la región cree acertadamente que Washington debe levantar el embargo de forma unilateral, además de suspender las restricciones impuestas a los viajes y al envío de remesas. Por otro lado, como McCain ha dejado en claro, Washington no puede desechar la cuestión de la democracia y de los derechos humanos en Cuba mientras espera la partida del segundo Castro.

La Realpolitik y el temor a otro éxodo de refugiados cubanos a través del Estrecho de Florida podrían tentar a Washington a buscar una solución “china” o “vietnamita” para su relación con Cuba, es decir, normalizar las relaciones diplomáticas a cambio de reformas económicas, mientras la cuestión del cambio político interno se deja para mucho después. Esto no debe suceder, principalmente por las implicaciones regionales. Durante las últimas décadas, Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y América Latina han construido pacientemente un marco legal regional para defender y promover el gobierno democrático, así como el respeto a los derechos humanos en el hemisferio. Estos valores se han ratificado en convenciones, cartas y tratados de libre comercio, que van desde la Carta Democrática Interamericana y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, hasta la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Convención Americana sobre Derechos Humanos, amén de los capítulos laborales y ambientales de los tratados de libre comercio, y las cláusulas democráticas de los tratados económicos que firmaron Chile y la UE, y México y la UE. Estos mecanismos no son perfectos y no se han probado realmente. Pero desecharlos con el propósito de garantizar simplemente la estabilidad de Cuba y asegurar una sucesión sin emigración en lugar de una transición democrática, es decir, crear una vez más una “excepción cubana” por razones de pragmatismo puro, no sería digno de los enormes esfuerzos que cada uno de los países del hemisferio ha hecho para profundizar y fortalecer la democracia en las Américas. Cuba debe volver al concierto regional, pero aceptando sus reglas. Permitirle continuar actuando de otro modo debilitaría la democracia y alentaría las tradiciones autoritarias en el hemisferio; asimismo, sentaría las bases para otras excepciones que justificarían su existencia, invocando el precedente cubano.

Sin embargo, Estados Unidos debe cambiar su política hacia Cuba por tres razones: porque la política existente no ha funcionado; porque, después de casi 20 años desde el fin de la Guerra Fría, esa política ha perdido su principal razón de ser; y porque, sin importar cuán lenta y dolorosamente, Cuba está comenzando a salir de su larga noche de angustia. El cambio en la política de Estados Unidos debe combinar los valores y los principios con el realismo y la eficacia, estrategia que, a la larga, conducirá tanto a la normalización de las relaciones con Cuba como al establecimiento de la democracia en la isla. Celebrar elecciones libres y justas podría no ser el problema principal, pero tampoco es algo que deba aplazarse indefinidamente en aras de la estabilidad. Si las elecciones se colocan en la parte alta de la agenda, Washington continuará justo donde comenzó hace medio siglo: con el establecimiento de una precondición que no lleva a ninguna parte. Aunque Washington no puede evadir la cuestión de las elecciones libres y justas en sus discusiones con el liderazgo cubano, es poco realista insistir en que dichas elecciones se lleven a cabo antes que cualquier otra cosa: comercio, turismo y remesas y viajes familiares ilimitados. Las elecciones, en cambio, deben ser parte de un proceso integral de normalización: no pueden ser motivo para romper las negociaciones ni tampoco un tema sin importancia. Las negociaciones entre Washington y La Habana deben establecer exactamente en qué momento del proceso se deben celebrar estas elecciones, con el propósito de que sean la culminación mutuamente aceptada de la diplomacia, no una precondición para iniciarla.

Levantar el embargo, así como las restricciones a los viajes y a las remesas, debe ser una acción unilateral de Estados Unidos. Restablecer las relaciones diplomáticas plenas; atender las reclamaciones de los cubanos que viven en Miami por las propiedades cubanas confiscadas; ayudar a Cuba a reintegrarse al Banco Mundial, al Fondo Monetario Internacional, al Banco Interamericano de Desarrollo y a la Organización de los Estados Americanos; y concederle el establecimiento de vínculos económicos totalmente normales con su vecino del otro lado del Estrecho dependería de que La Habana iniciara un proceso cooperativo y totalmente delimitado para resolver todos los asuntos que están sobre la mesa de discusión con Washington y con otros Estados. Las elecciones deben ser uno de los pasos de este proceso, aun cuando no sean el primero o incluso uno de los iniciales.

Países de migrantes

Aunque muchos estadounidenses creen que la inmigración es un problema interno que se debe excluir de cualquier negociación internacional, esa perspectiva no es ni una tradición estadounidense ni la visión que tienen otros países del hemisferio. Estados Unidos negoció su primer acuerdo migratorio en 1907 (el llamado Acuerdo de Caballeros con Japón), mantuvo un controvertido tratado con México durante más de dos décadas (el llamado Programa Bracero, entre 1942 y 1964) y ha entablado conversaciones y negociaciones sobre migración nada más y nada menos que con Fidel Castro desde principios de la década de los sesenta. Asimismo, para un gran número de países latinoamericanos, la inmigración es hoy el asunto más importante de sus agendas con Washington.

Esto es cierto no sólo para México. Aunque el vecino del sur de Estados Unidos recibe la mayor cantidad de remesas de los expatriados que viven del otro lado de la frontera que cualquier otro país de América Latina (alrededor de 25 000 millones de dólares al año), a pesar de que envía más migrantes documentados e indocumentados a Estados Unidos que cualquier otro país (alrededor de 500 000 al año) y tiene el mayor número de nacionales que viven en el norte (probablemente unos quince millones), no es en modo alguno el único país del hemisferio para el que la migración es un asunto crucial. En el Caribe, Cuba (incluso ahora, sin considerar el futuro), Haití, Jamaica y la República Dominicana tienen una proporción igualmente alta de ciudadanos que viven en Estados Unidos y dependen en la misma medida de las remesas. Lo mismo sucede con la mayor parte de Centroamérica: El Salvador tiene la mayor proporción de ciudadanos que viven fuera de su país que cualquier otro Estado de América Latina (más del 20%, en comparación con el 12% de México) y las remesas son, con mucho, su fuente más importante de divisas. Tampoco Sudamérica está exenta de esta tendencia. El 18% de los ecuatorianos reside en el extranjero, y un número cada vez mayor de colombianos, paraguayos, peruanos y venezolanos vive en Estados Unidos.

Estos países se han visto afectados profundamente por el clima antimigratorio que prevalece en Estados Unidos y se beneficiarían de manera muy importante con el tipo de reforma migratoria integral que han apoyado McCain y Obama. La lamentable decisión del gobierno de Bush de construir muros a lo largo de la frontera entre México y Estados Unidos, de hacer redadas en los lugares de trabajo y en las viviendas, de detener y deportar a los extranjeros indocumentados, y, más reciente y trágicamente, de iniciar procesos penales contra los trabajadores con documentos falsos o robados, para posteriormente sentenciarlos a varios meses de prisión antes de deportarlos, se considera en Latinoamérica como una ofensa hipócrita y maliciosa contra las sociedades y los gobiernos que albergan algunos de los sentimientos más favorables del mundo hacia Estados Unidos. Estos actos se perciben, de manera correcta, como futiles, repugnantes e injustos y, aún peor, producen un creciente sentimiento antiestadounidense en muchos países. Además, favorecen involuntariamente a la facción “antiimperialista” de la izquierda latinoamericana.

El tema es mucho más doloroso y decepcionante, ya que la mayoría de los ministros de exteriores latinoamericanos sabe perfectamente que estas posiciones son estrictamente resultado del clima político. La Casa Blanca necesitaba, naturalmente, reforzar los capítulos sobre seguridad y cumplimiento de la ley de las dos propuestas de reforma migratoria (el proyecto de ley McCain-Kennedy, presentado en 2005, y la Grand Bargain de 2007) con el fin de conseguir su aprobación, pero, una vez que fueron derrotadas, las concesiones a la derecha se mantuvieron y se pusieron en práctica, mientras se esfumaba la esencia de las reformas. América Latina se encontró frente a lo peor de ambos mundos. Se considera que éste es un agravio aún mayor debido a la desaceleración de la economía estadounidense, que está arrastrando a muchas economías latinoamericanas.

Definir y aprobar una reforma migratoria integral no es física cuántica; expresamente, requiere una esencia inteligente y una política habilidosa. Los elementos sustantivos necesarios son bien conocidos: tomar medidas de seguridad más estrictas en la frontera, pero también incluir puertas en los muros que se están construyendo actualmente; legalizar, con multas y condiciones sensatas y expeditas, a los quince millones o más de extranjeros que actualmente viven ilegalmente en Estados Unidos; establecer lo que Obama ha llamado un “programa de trabajadores migratorios” y que McCain ha denominado un “programa de trabajadores temporales”, que permita que un número suficiente de extranjeros (probablemente serán latinoamericanos en su mayoría, y entre ellos, principalmente mexicanos) cubra las crecientes necesidades de la economía y de la sociedad estadounidenses, con mecanismos tanto para las visitas regulares al país de origen como para la obtención de la residencia permanente en Estados Unidos. Todas las propuestas que grupos de expertos, comisiones y legisladores han puesto sobre la mesa durante los últimos 10 años dicen esencialmente lo mismo. Las sutilezas incluirían la secuencia, el monto de las multas impuestas y los requerimientos exactos para la legalización y los mecanismos para la posible obtención de la ciudadanía.

El segundo componente incluye la voluntad y el tiempo políticos. Al principio, Bush lo tenía claro: su voluntad para negociar un acuerdo migratorio con México a inicios de su período era probablemente la única manera de lograrlo. Cuando se echó atrás, primero debido al 11-S, luego por la guerra con Iraq, despúes debido a las elecciones de 2004 y, finalmente, por esperar que el Senado produjera su propio proyecto de ley, resultó ser un desastre: para cuando se votaron ambas iniciativas, Bush ya no pudo cumplirle a la facción conservadora de su propio partido, lo que condenó a ambos.

Probablemente, la única manera de que el próximo Presidente tenga éxito en este asunto sea moviéndose rápidamente. Postergarlo permitiría que el grupo de cabildeo conservador de los programas de entrevistas se prepare y luche, con el fin de intimidar a los miembros del Congreso para que cedan, con la amenaza de ponerlos en la lista negra para las siguientes elecciones. Posponer la acción también enviaría un mensaje un tanto extraño al resto del hemisferio: evadir un tema en el que ambos candidatos han asumido una posición tan firme y positiva se traduciría automáticamente como un insulto a los latinoamericanos, lo cual haría que la cooperación en estos asuntos fuera excesivamente difícil si el nuevo gobierno decidiera volver a tratar el tema migratorio más adelante.

El componente final de una propuesta migratoria viable y decidida incluye la cooperación latinoamericana y un serio esfuerzo estadounidense para conseguirla. En la región, los países de origen —que ahora son democracias debido, en parte, a las políticas estadounidenses— pueden ayudar a restringir la inmigración ilegal con estrategias valerosas y propias de estadistas, si pueden mostrarle a su electorado que están obteniendo algo a cambio. Además de la reforma migratoria estadounidense, se debe incluir el tipo de respaldo intensivo al desarrollo que Robert Pastor describe en un artículo de este mismo número y que la UE ofrece a sus nuevos miembros. Ese respaldo estaría en el mejor interés de Estados Unidos y no sería un sacrificio impuesto a Washington por los artistas de la estafa del sur de la frontera. Ayudaría a desarrollar la infraestructura, la educación, el Estado de derecho y la seguridad en México, en el Caribe y en Centroamérica, en un esfuerzo por estimular los índices de crecimiento y el aumento de empleos que, con el tiempo —aunque no de la noche a la mañana—, reducirán la migración a un nivel más acorde con las necesidades de Estados Unidos.

El futuro de las dos izquierdas

Se ha escrito mucho sobre el ascenso de la izquierda en América Latina durante la última década. De hecho, hay dos izquierdas en la región: una izquierda moderna, democrática, globalizada y orientada al mercado, en Brasil, en Chile, en Uruguay y en algunas partes de Centroamérica y, hasta cierto punto, en Perú; y una izquierda retrógrada, populista, autoritaria, estatista y antiestadounidense, en Bolivia, en Cuba, en Ecuador, en El Salvador, en México, en Nicaragua y en Venezuela y, en menor grado, en Argentina, en Colombia y en Paraguay. (Se ha argumentado que las raíces de esta división son históricas: la izquierda moderada y reformista surgió, paradójicamente, de un pasado revolucionario, mientras que la izquierda radical tiene su origen en un pasado populista, nacionalista y no revolucionario). Algunas de estas “izquierdas” están en el poder; algunas otras, estuvieron a punto de alcanzarlo, y quizá aún puedan hacerlo. Durante los últimos 2 años, se ha vuelto cada vez más evidente que la izquierda “moderna” o “blanda”, en definitiva, está gobernando bastante bien: Luiz Inácio Lula da Silva fue reelegido en Brasil, al igual que Leonel Fernández en República Dominicana; en Uruguay, Daniel Astori probablemente sucederá a su compañero del Frente Amplio, Tabaré Vázquez, así como lo hará en Panamá el sucesor seleccionado por Martín Torrijos, y, aunque Michelle Bachelet ha decepcionado a muchos en Chile con sus ocasionales posiciones autodestructivas, sólo contrasta con sus predecesores de la izquierda reformista, uno de los cuales, Ricardo Lagos, parece listo para postularse (y ganar) otra vez. Por otro lado, la otra izquierda —representada por Raúl Castro en Cuba, Hugo Chávez en Venezuela, Rafael Correa en Ecuador, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, Fernando Lugo en Paraguay, Evo Morales en Bolivia y Daniel Ortega en Nicaragua— ha demostrado ser más extremista y errática de lo que se esperaba. No es coincidencia que la izquierda “blanda” gobierne países carentes, en gran medida, de migración a Estados Unidos y que la izquierda “dura” esté presente precisamente en donde la migración es crucial: México, El Salvador, Nicaragua, Ecuador, Bolivia.

Allí radica el dilema para el próximo Presidente de Estados Unidos: cómo lidiar con la clara escisión entre ambas izquierdas, de modo que se mejoren las relaciones entre Estados Unidos y América Latina, que se fortalezca la izquierda moderna y se debilite la izquierda retrógrada sin recurrir a las fallidas políticas intervencionistas del pasado. Incluso con el historial de no injerencia en la región que tiene Bush (con la posible, pero no demostrada, excepción de haber intervenido en el fallido intento de golpe de Estado contra Chávez en abril de 2002), Estados Unidos es más impopular en Latinoamérica que cualquier gobierno reciente de ese país. (Vale la pena recordar que, con excepción de Jimmy Carter, todos los presidentes de Estados Unidos desde Dwight Eisenhower, incluido Bill Clinton, han interferido en los asuntos internos de alguno de los países de la región).

No será fácil para McCain ni para Obama reparar el daño que se le ha hecho a América Latina: los pasos más efectivos serían retirarse de Iraq y volver a respetar el multilateralismo. Los siguientes pasos, estrictamente orientados a Latinoamérica, son obvios, aunque de difícil consecución. Requieren que se fortalezca a los gobiernos de la izquierda moderna, del centro o de la centroderecha amenazados por la izquierda retrógrada y, al mismo tiempo, dejarle en claro a ésta que tendría que pagar un costo significativo si no sigue las reglas —es decir, si viola los principios de la democracia, del respeto a los derechos humanos y del Estado de derecho—.

Afortunadamente, las condiciones para reparar el daño son propicias. Desafortunadamente, hoy los países del hemisferio occidental están muy divididos entre sí y también dentro sí. Al mismo tiempo, sin embargo, nunca antes le había ido tan bien a Latinoamérica en lo político, en lo económico e incluso en lo social, pues el crecimiento económico y la democracia representativa están ayudando a muchos países a reducir la pobreza y a eliminar la desigualdad, el flagelo tradicional de la región. Una de las explicaciones para esta contradicción surge de la batalla ideológica y geopolítica que se está llevando a cabo en América Latina y lo que podría significar esta lucha para los temas de interés particular para Washington: petróleo, armas, guerrillas y drogas. El conflicto podría intensificarse fácilmente y ocasionar una crisis grave en las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica, especialmente a medida que el dominio de Chávez se hace más precario en su país y sus políticas se hacen cada vez más extremistas en el exterior, en especial porque nadie parece estar dispuesto a hacerle frente en el continente americano.

Hay una asimetría fundamental entre las dos izquierdas y, de manera más general, entre los gobiernos (de izquierda o de derecha) de la región que suscriben la ortodoxia macroeconómica, la democracia representativa y que mantienen un modus vivendi con Washington, por un lado, y los de la izquierda “aventurera” (como la ha denominado el Ministro de Asuntos Estratégicos de Brasil, Roberto Mangabeira Unger), por el otro. Los primeros son tímidos y precavidos en extremo; no es coincidencia que fuera el rey Juan Carlos I de España, y no un líder latinoamericano, quien finalmente perdiera la paciencia con Chávez (y exclamara “¡¿Por qué no te callas?!”, durante la Cumbre Iberoamericana que se llevó a cabo en noviembre de 2007 en Chile). Estos regímenes no sienten la urgencia de “exportar” su “modelo” y parece preocuparles que se les acuse de hacer alarde de sus virtudes. Brasil, es cierto, intenta aumentar su influencia en la región y en el mundo, pero esto es más por motivos geopolíticos que por razones ideológicas. En contraste, el otro bando tiene una estrategia de exportación y los medios para implantarla. La izquierda retrógrada actualmente puede materializar una versión del viejo sueño del Che Guevara: ya no “dos, tres, muchos Vietnams”, sino “dos, tres, muchas Venezuelas”, ganando el poder por medio del voto, conservándolo y concentrándolo mediante cambios constitucionales y la creación de milicias armadas y partidos monolíticos. Todo esto se puede financiar con fondos provenientes de la compañía petrolera estatal de Venezuela, PDVSA, con la puesta en marcha de políticas sociales que resultan equivocadas en el largo plazo, pero que en el corto plazo son seductoras, especialmente cuando las llevan a cabo médicos, maestros e instructores cubanos, y están respaldadas, en teoría y cada vez más en la práctica, por armas enviadas desde Rusia a Caracas.

La izquierda dura también ofrece una narrativa convincente, pero equivocada: la persistencia de la pobreza y de la desigualdad se le puede atribuir a la recurrente agresión o negligencia de Estados Unidos, a la venalidad del sector privado y a la corrupción e incompetencia de los gobiernos anteriores y de las élites arraigadas. La alternativa bolivariana es la solución. Los servicios de educación y de salud se llevan a los sectores más pobres de la sociedad mediante misiones y cuadros de militantes cubanos. Tienen abundantes fondos a su disposición, ya sea a través de las compañías nacionalizadas de recursos naturales y servicios públicos (el petróleo en Venezuela, el gas y las telecomunicaciones en Bolivia, las telecomunicaciones y el petróleo en Ecuador) o aplicando impuestos o aranceles más altos a las empresas nacionales o extranjeras (aranceles a las exportaciones de frijol de soya en Argentina, impuestos más altos a la electricidad que Paraguay aplica a las presas de Itaipú y Yacyretá). Las reducciones de precios, los subsidios y los controles se imponen —con amenazas de expropiación— a los productos de consumo masivo (gasolina, materiales de construcción, harina, pan, bebidas). Esta narrativa presenta un diagnóstico y aparentemente una solución fáciles. El mensaje funciona; es falso, pero verosímil. Mientras tanto, el otro bando sigue siendo reacio a expresar su propio argumento en contra, si es que tiene alguno que presentar.

Otra razón por la que ningún gobierno capaz de oponerse a Cuba o a Venezuela —Colombia, Costa Rica, México, Perú, quizá Chile— desea hacerlo es porque a todos les aterra la idea de que Washington los deje en la estacada. En México, el presidente Felipe Calderón podría haberse abstenido de la desafortunada reconciliación con Chávez si hubiese sentido que la Casa Blanca lo respaldaría en caso de un enfrentamiento ideológico. El presidente Álvaro Uribe de Colombia podría haber aprovechado la mina de evidencias comprometedoras descubiertas en las computadoras incautadas a los guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, o FARC, y acusado a Chávez de ayudar e inducir el terrorismo en Latinoamérica, pero también se abstuvo, pues dudaba de la determinación de Washington. En Perú, el presidente Alan García podría haber clausurado las Casas del ALBA chavistas establecidas en su país y expulsado a los activistas venezolanos, pero sin aliados que lo apoyaran, prefirió evitar un choque con Chávez.

Washington tampoco ha estado dispuesto a proporcionar otro tipo de ayuda a sus amigos de la región, quienes podrían utilizar su respaldo para enfrentarse políticamente con La Habana y con Caracas. En este aspecto, destacan tres ejemplos: la Iniciativa Mérida para México, el mantenimiento de los aranceles sobre las importaciones de etanol (medida aplicable principalmente a Brasil), que se incluyó en la versión de 2008 del proyecto de ley agrícola, y el tratado de libre comercio con Colombia.

En el primer caso, Calderón se arriesgó al romper con la posición anacrónica de México de no solicitar ni recibir ayuda de gran escala de Estados Unidos para la lucha contra el narcotráfico. En teoría, le prometieron mucho dinero, muy rápidamente y sin condiciones —relativas a los derechos humanos o a la lucha contra la corrupción—, en una reunión cumbre con Bush que se llevó a cabo en marzo de 2007 en Mérida, México. Esta promesa se convirtió posteriormente en un paquete de 1 400 millones de dólares en 3 años, con ciertas condiciones ocultas; a su vez, esta promesa fue transformada por el Congreso de Estados Unidos en una asignación de un solo año de 400 millones de dólares en tecnología de baja calidad (nada de helicópteros Black Hawk), con cuatro condiciones importantes (y sensatas) sobre derechos humanos y sobre la lucha contra la corrupción. Calderón se encontraba en una situación particularmente incómoda: debía rechazar el apoyo de Estados Unidos y, por ende, menoscabar su compromiso con iniciar una guerra sin restricciones contra los cárteles de la droga, o aceptar lo que la élite política mexicana tradicional, de la cual Calderón es un miembro distinguido, consideraba condiciones humillantes e inaceptables. Al final, se llegó a un acuerdo, uno que salvaba la dignidad de todos pero que no satisfizo a nadie. O Bush engañó a Calderón o los asesores de este último engañaron a su jefe, pero en cualquier caso, el atribulado Presidente de México fue puesto en una situación embarazosa y se vio forzado a recurrir a la obsoleta retórica nacionalista para recuperar el equilibrio. En todo caso, el incidente obligó a Calderón a ser aún más cauteloso si de iniciar una batalla ideológica contra Chávez y contra Fidel y Raúl Castro se tratara.

Un desliz similar sucedió con Lula, quien ha tomado medidas extraordinariamente audaces para acercarse a Estados Unidos, en especial por tratarse de un antiguo líder sindical de izquierda. Ha recibido a Bush en su país en dos ocasiones, lo visitó en Campo David y firmó un acuerdo de cooperación en materia de biocombustibles con Washington. Lula sabía que Bush no podría anular de inmediato el arancel de 54 centavos de dólar por galón a las importaciones de etanol a Estados Unidos, pero creyó que Bush seguramente intentaría eliminarlo en 2008, cuando se debatiera la ratificación del proyecto de ley agrícola de 2001. Como principal productor de etanol elaborado a partir de la caña de azúcar, Brasil está dispuesto a entrar al mercado energético más grande del mundo, pero los aranceles hacen que el etanol brasileño no sea competitivo en ese mercado tan protegido. Una vez más, un líder latinoamericano que asumió riesgos importantes al tratar de establecer una relación funcional con Washington se vio defraudado por su interlocutor estadounidense, quien simplemente no fue capaz de cumplir.

Con amigos como ésos…

El tratado de libre comercio con Colombia se encuentra en la misma categoría. Bush innegablemente luchó por él, y Uribe lo promovió personalmente en Washington, pero a lo sumo será aprobado a fines de año por un Congreso que va de salida y aun esa posibilidad es remota. Estrictamente hablando, este desafortunado resultado no es culpa de la Casa Blanca. No obstante, cuando el gobierno de Bush finalmente trató de forzar un voto, descubrió que no tenía el poder político para cumplirle a su partido, menos aún a los miembros del Congreso del otro lado del pasillo. Esto contrasta marcadamente con la ocasión en que Clinton presionó para que se aprobara el TLCAN, el cual fue ratificado principalmente con votos republicanos.

Una de las razones de esta diferencia reside en el momento elegido. La derrota del tratado de libre comercio con Colombia llegó casi al final del gobierno de Bush; la victoria para Clinton tuvo lugar al final del primer año de su primer período. Pero otra razón, la principal, tiene que ver con las prioridades. Clinton hizo del TLCAN una preocupación primordial; Bush no, porque durante la mayor parte de su mandato sólo ha habido una prioridad en política exterior: Iraq. Además, a la postre, Bush no estaba dispuesto a convencer a Uribe ni a aceptar que la preocupación por los derechos humanos en Colombia, expresada principalmente por los demócratas y las organizaciones no gubernamentales, eran reales y sinceras, incluso a pesar de que algunas acusaciones específicas estaban equivocadas. Bush y Uribe simplemente no lo entendieron. Como resultado, el Congreso propinó una inmerecida bofetada al, por demás muy exitoso, Presidente de Colombia, y una involuntaria palmada en la espalda a su vecino venezolano. ¿Qué mejor prueba podría ofrecer Chávez de la perfidia de Estados Unidos que la traición a su mejor amigo en el hemisferio? No es de extrañar que Uribe se muestre reacio a recurrir a las instituciones regionales o internacionales para lidiar con las FARC. Si Washington lo apoyara en ese asunto con tanto descuido como en el tema del comercio, tal intento sería, por supuesto, insensato.

El tema del libre comercio con Colombia conduce a una discusión más amplia sobre el comercio, el cuarto problema con el que tendrá que lidiar el próximo gobierno. Si McCain resulta elegido en noviembre, el TLCAN, el Tratado de Libre Comercio Estados Unidos-Centroamérica o CAFTA, y los acuerdos de libre comercio firmados con Chile y Perú probablemente no sufrirán revisión o modificación alguna. Pero dada la posibilidad de que los demócratas mantengan la mayoría en el Congreso, incluso McCain tendría que modificar el tratado con Colombia para que pueda aprobarse. Entonces, aumentaría la presión para incluir disposiciones laborales y ambientales en los otros acuerdos. Y si la recesión de Estados Unidos continúa y los estadounidenses siguen culpando —equivocadamente— a los acuerdos comerciales del creciente desempleo, de la caída de los salarios y de la enorme desigualdad, aumentará la oposición en su contra. En lugar de esperar a que la presión aumente, el próximo Presidente haría bien en evitarla con una ambiciosa agenda para reformar el libre comercio que beneficiaría a todos.

Washington puede aprender algunas lecciones de las prácticas de la UE. Primero, se deben agregar a los tratados cláusulas claras y explícitas sobre los derechos humanos y la democracia, como apéndices más que como nuevos capítulos, similares a las cláusulas de los tratados de libre comercio de México y Chile con la UE. Segundo, se deben incluir cláusulas más específicas sobre aspectos laborales, ambientales, de género y de derechos indígenas, así como disposiciones antimonopolio, regulatorias y de reformas judiciales, tanto por principio como por conveniencia política. Sin ellas, estos tratados se convertirán, más que nunca y en el corto plazo, en el blanco de las organizaciones no gubernamentales y de la oposición política y popular. Aunque en años recientes ha habido enormes mejoras en América Latina en la mayoría de estos temas, aún queda una enorme agenda, particularmente con respecto al desmantelamiento o regulación de los grandes monopolios —públicos, privados, comerciales y sindicales— que afectan a casi todos los países de la región, comenzando por los más grandes: Brasil y México.

Tercero, y quizás el punto más importante, los tratados deben incluir disposiciones progresistas y audaces para el establecimiento de fondos para infraestructura y “cohesión social”, ya que éstos pueden marcar la diferencia entre resultados mediocres y un verdadero éxito en el libre comercio. Los defensores del libre comercio deben considerar la petición de Obama de volver a analizar los acuerdos comerciales no como un error, sino como una oportunidad para mejorarlos y profundizarlos; los partidarios de McCain deben ver la incorporación de todas las enmiendas antes mencionadas no como tonterías liberales, europeas y populistas, sino como una forma de reducir la brecha entre la promesa que ofrecían los tratados y los resultados que realmente han producido. Mejorar la infraestructura, la educación y el Estado de derecho en México y Centroamérica, así como mejorar los esfuerzos de lucha contra el narcotráfico y respetar las leyes laborales y los derechos humanos en Colombia y Perú, está en el mejor interés de Estados Unidos. Los tratados de libre comercio pueden impulsar, más que perjudicar, estos esfuerzos.

Una oportunidad única

El próximo presidente de Estados Unidos tiene la oportunidad única de actualizar una relación que está lista para ser transformada sustancialmente por primera vez desde el establecimiento de la Política del Buen Vecino de Franklin Roosevelt (la Alianza para el Progreso de John F. Kennedy fue una buena idea, pero nada más). Actualmente, América Latina está creciendo a un ritmo más acelerado que en cualquier otro momento desde los años setenta, ha consolidado y profundizado sus raíces democráticas como nunca antes y está más dispuesta que nunca a desempeñar un papel responsable en el escenario mundial. Estados Unidos necesita mucho de la región, a medida que la resistencia a su hegemonía mundial surge por doquier y con mayor virulencia que en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial.

Quizá lo más importante sea que, a partir del próximo año, Washington estará gobernado por un Presidente —ya sea McCain u Obama— con los mejores atributos en una generación para lidiar con el mejor grupo de líderes latinoamericanos democráticos, progresistas y modernistas, desde Calderón y Bachelet hasta Torrijos y Lula, pasando por Fernández y Uribe. Si todos juntos hacen frente a estos cuatro retos principales, podrían dejar una huella aún mayor en las relaciones hemisféricas que cualquier otro grupo de líderes en muchas generaciones.

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