lunes, 6 de octubre de 2008

EL PRÓXIMO GOBIERNO ESTADOUNIDENSE Y LA “AMÉRICA LATINA DEL SUR”


Luis Maira

Si hubiera que explicar, desde los países del sur de América Latina, cómo han sido las relaciones con Estados Unidos, habría que decir que se pueden distinguir tres momentos muy claros. El primero equivale a la etapa de la primera expansión imperial estadounidense, la cual priorizó, sobre todo, la presencia de Estados Unidos en México, América Central y el Caribe, y comprende desde la guerra contra España de 1898 hasta el lanzamiento de la Política del Buen Vecino del presidente Franklin Delano Roosevelt, en 1933. A partir de ese momento, los gobiernos de Washington formalizaron la idea de tener principios comunes para los veinte países latinoamericanos, a lo que se agregó, desde los años sesenta, el quehacer hacia los Estados que forman la Comunidad del Caribe (Caricom). Finalmente, el período vigente al día de hoy dio inicio con los atentados del 11-S, que, un año después, llevaron a Estados Unidos a formular una nueva doctrina de seguridad. Junto a las ideas de la lucha global contra el terrorismo y de las intervenciones preventivas, en Washington se planteó la necesidad de recategorizar las diversas regiones del mundo, en función de las amenazas hacia Estados Unidos provenientes de las organizaciones islamistas radicales, capaces de volver a actuar en su propio territorio.

En esta tercera etapa de los vínculos hemisféricos, Estados Unidos restableció la distinción entre una “América Latina del Norte” y una “América Latina del Sur”, separadas por el Canal de Panamá, sólo que esta vez el criterio se estableció en función de la distinta magnitud de los riesgos que, en el Departamento de Estado y en el Consejo de Seguridad Nacional, se cree que existen entre ambos espacios. La consecuencia es que, al igual que en los tiempos en que Estados Unidos era una importante potencia regional y sólo comenzaba a desempeñarse como un actor global —a principios del siglo XX—, se recurre otra vez a la idea de un “perímetro geopolítico”, esta vez para defenderse de algunas asociaciones que considera amenazantes para el núcleo central de su seguridad interna: el quehacer creciente de los cárteles del narcotráfico mexicano, las peligrosas actividades de las maras centroamericanas que cuentan con caminos propios de conexión entre El Salvador, Honduras y Guatemala con el sur de Estados Unidos, principalmente California, y, también, el riesgo de una situación de crisis en países caribeños como Haití o Cuba, que pudieran originar oleadas migratorias de gran magnitud con destino a Florida o a los estados del Golfo de México.

Muy distinta es la percepción de lo que ocurre en el extenso territorio de América del Sur, donde hay una sola situación equivalente a las ya descritas: la que se plantea en Colombia, con las actividades entrecruzadas de las viejas guerrillas —las FARC y el ELN—, con las todavía significativas operaciones del narcotráfico que, según los tomadores de decisiones de Washington, podrían, en cualquier momento, establecer una alianza catastrófica con al Qaeda u otros grupos musulmanes radicales. Esto es lo que ha llevado a más de un analista en Estados Unidos a sugerir que, por una ficción útil para el proceso de toma de decisiones, se incluya a Colombia en el bloque de países de la “América Latina del Norte” y se reserve un trato menos prioritario en el espacio sudamericano a los otros once Estados del subcontinente.

La “no política” de Estados Unidos y el viraje sudamericano hacia la izquierda

Naturalmente, la prioridad estadounidense en la parte baja del hemisferio se ha visto muy disminuida y ésta es, quizá, el área en la que con mayor propiedad se puede hablar de una “no política” de Estados Unidos, así como de un considerable abandono de su actividad diplomática. El correlato de esta merma en la presencia estadounidense ha sido el surgimiento de un conjunto de gobiernos de centro e izquierda, que hoy están presentes en once de los doce países de América del Sur. De nuevo, sólo Colombia, bajo el fuerte liderazgo de Álvaro Uribe, es una expresión conservadora que se contrapone a dicha tendencia, lo que se ha traducido en el Plan Colombia y en la activa presencia de asesores militares estadounidenses para derrotar a los narcotraficantes y a las FARC.

En este auge de los gobiernos progresistas sudamericanos, fue determinante el triunfo del presidente Lula en Brasil, en octubre de 2002. Esto, por un lado, ubicó en una nueva circunstancia a regímenes previos con una fuerte retórica antiimperialista, como el de Hugo Chávez en Venezuela, iniciado en 1998, o el gobierno de la Concertación de Partidos por la Democracia en Chile —una coalición de la Democracia Cristiana con tres fuerzas socialistas—, en el poder desde marzo de 1990. A éstos se sumaron poco después el régimen neoperonista de Néstor Kirchner en Argentina, en abril de 2003; el izquierdista Frente Amplio de Uruguay, en octubre de 2004; el del Movimiento al Socialismo y su Coalición Indígena en Bolivia, dirigido por Evo Morales, en diciembre de 2005; el Movimiento Acuerdo País del presidente Rafael Correa en Ecuador, en noviembre de 2006; y, finalmente, en abril de 2008, el gobierno de la Alianza Patriótica por el Cambio en Paraguay que encabeza el ex obispo Fernando Lugo. Para tener un cuadro completo, hay que sumar a este conjunto al gobierno peruano de Alan García y el APRA, la primera fuerza de la región en afiliarse a la Internacional Socialista, que volvió al poder en julio de 2006, y los dos gobiernos de la misma orientación, aunque distantes de la tradición latinoamericana, que rigen en Guyana y Surinam en la parte norte del subcontinente.

Las iniciativas sudamericanas

La existencia de estos regímenes políticos relativamente cercanos, aunque no todos afines, ha dado un nuevo impulso al proceso de integración en América del Sur. En diciembre de 2004, los doce Jefes de Estado ratificaron en una reunión en Cuzco, Perú, la creación de una Comunidad Sudamericana de Naciones que, en un posterior encuentro en Isla Margarita, Venezuela, en abril de 2007, se proyectó como Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur). Aunque esta entidad apenas está dando sus primeros pasos, puede asumir importantes tareas para las estrategias nacionales de desarrollo de este grupo de países en áreas como la infraestructura y la conectividad, la coordinación energética, la lucha contra la pobreza y la desigualdad, los esfuerzos por la inclusión social y por situar a la educación, la ciencia y la tecnología en el marco de la sociedad del conocimiento, ofreciendo nuevas oportunidades a las comunidades científicas de sus países. Es temprano aún para establecer si estas interesantes potencialidades podrán volverse realidad y si estos países podrán constituir una región económica significativa en un mundo como el actual, pero ésta es la primera vez que tal posibilidad se plantea de una forma concreta en el área.

En América del Sur se ha vivido, igualmente, un momento de recuperación económica desde comienzos de 2003, luego del fuerte impacto de crisis regionales, como las del “efecto tequila” en 1995, la devaluación brasileña del real en 1998, o la tremenda crisis argentina que estalló en diciembre de 2001, la cual llevó al default de los compromisos internacionales del país y a sorprendentes episodios de intervención de los ahorros de los ciudadanos. Entre tanto, los países del Cono Sur habían experimentado también el impacto de crisis globales, como la asiática de 1997 o la rusa, poco tiempo después.

Pero, a partir de 2003, la tendencia cambió, y en los 5 años siguientes se ha vivido el ciclo económico más positivo de los últimos 40 años, con tasas de crecimiento regional promedio superiores al 4.5%. Esto ha ido acompañado de una notable mejora en los términos de intercambio y de un aumento generalizado en el precio de las commodities que exporta la subregión. Los países de América del Sur tienen, en consecuencia, buenos indicadores macroeconómicos actualmente: reservas internacionales crecidas, un aumento en la recaudación tributaria, paridades cambiarias estables y un incremento generalizado en el valor de las exportaciones. Esto ha ido acompañado de una reducción, también significativa, de los indicadores de pobreza: los 221 millones de personas pobres que existían a finales de 2002 han decrecido a 194 millones en 2006; es más significativo aún que la indigencia ha caído de 99 a 71 millones de personas en el mismo lapso.

Cómo hemos cambiado

La elección presidencial estadounidense de 2008 encuentra así a los países de América del Sur en un cuadro de mayor autonomía internacional relativa y de mayor solvencia. Esto se ve acompañado por expectativas optimistas respecto al futuro económico: unos, por ser productores significativos de energéticos; otros, por contar con importantes superficies agrícolas en un momento de alza del valor de los alimentos; los restantes, por sus significativos depósitos minerales. En consecuencia, prácticamente todos los países sudamericanos apuestan a un futuro inmediato favorable. El impacto que tienen Estados Unidos y su gobierno ha disminuido relativamente, porque también se verifica una diversificación de los vínculos económicos y comerciales de estos países con otros actores internacionales, en particular China y las economías emergentes en la región Asia-Pacífico.

A lo anterior, hay que sumar una percepción bastante negativa del gobierno del presidente George W. Bush en la mayoría de los países sudamericanos. Con su punto más bajo en Argentina, donde sólo el 8% de la población tiene una opinión favorable del actual gobierno en Washington, la tendencia general nunca sobrepasa un 30% de apoyo de la opinión pública. Hay una percepción generalizada de la declinación de la hegemonía estadounidense y se asume una pérdida de su liderazgo, particularmente a partir de la invasión de Iraq en 2003.

También se percibe una reducción del interés estadounidense por tener una política sistemática con los países de América del Sur, pero esto normalmente no es materia de recriminaciones o críticas. Se considera que una relación pragmática con el gobierno de Estados Unidos es una buena manera de proteger los intereses nacionales más profundos de cada uno de estos países. Una excepción en esta tendencia la constituyen la Venezuela bolivariana del presidente Hugo Chávez y el régimen de Evo Morales en Bolivia. Pero, atención: Chávez sigue proveyendo oportunamente el 15% del petróleo que consume Estados Unidos, y todavía en 2006 mantenía un intercambio comercial de más de 30 000 millones de dólares con ese país.

Algunas tensiones se registran también con los gobiernos del presidente Correa en Ecuador y Cristina Fernández en Argentina, aunque en estos últimos casos se trata de situaciones más puntuales que no incluyen un discurso antiimperialista o manifestaciones sistemáticas de críticas a la sociedad estadounidense y a sus patrones de funcionamiento. El resto de los países ha buscado y conseguido una relación normal de la que son buenos ejemplos los regímenes de Lula en Brasil, Tabaré Vázquez en Uruguay, Michelle Bachelet en Chile y Alan García en Perú. En términos comparativos, se puede sostener que ahora se percibe a Estados Unidos como un actor menos importante en esta subregión, pero también ha disminuido la retórica que impugna su comportamiento.

La menor significación que se asigna en los países de América del Sur a las relaciones con Estados Unidos, vis a vis lo que ocurría tres o cuatro décadas atrás, no significa que sus gobiernos hayan perdido conciencia de la gran centralidad que el gobierno de Washington tiene en los asuntos mundiales. El paso de la Guerra Fría a la Posguerra Fría se vio como el momento de mayor acumulación de capacidades hegemónicas que un país había logrado en toda la historia contemporánea. Se asumió que el mundo se hacía unipolar en las esferas militares y de comunicación, y que no existía ninguna otra potencia del planeta que pudiera desafiar la primacía estadounidense. También se percibió apropiadamente que la existencia uniforme de economías de mercado abría una competencia multipolar en la esfera económica, bien reflejada en los acuerdos de Maastricht que establecieron la Unión Europea y en los variados entendimientos del bloque de países de Asia-Pacífico.

La percepción que se ha corregido recientemente se refiere al uso de las capacidades —diplomáticas y militares— de Estados Unidos, a raíz de los errores cometidos por el gobierno de Bush en Afganistán e Iraq, y a la pérdida de consenso interno que esto ha acarreado. En esta misma mirada, pesan también las enormes dificultades económicas acumuladas en estos años en materia de déficit comercial y los inquietantes signos de recesión por la crisis de las instituciones hipotecarias.

¿Republicano o demócrata?

A la luz de esos datos, se considera que cualquier candidatura republicana tiene plomo en el ala por la continuidad que implica respecto del gobierno de Bush. Y, aunque se advierte que John McCain representa una posición y un estilo interno diferentes de los del actual Presidente, se tiende a pensar que sus opciones de triunfo no son considerables.

En medio de un mayor interés relativo por los posibles contenidos del nuevo gobierno que llegará a la Casa Blanca el 20 de enero de 2009, es evidente una actitud de mayor simpatía por el candidato demócrata Barack Obama. Las visiones más teóricas de los intelectuales y políticos sudamericanos aprecian especialmente las exigencias del Senador de Illinois por un nuevo estilo de hacer política y su propuesta de cambios sustantivos en la política interna y exterior de Estados Unidos. Desde las campañas de los presidentes John Kennedy y Ronald Reagan, ambos con pretensiones refundacionales y planteamientos programáticos muy renovados —pese a sus orientaciones tan distintas—, no se vivía un clima así en la subregión. La diferencia radica en que, en los casos anteriores, se apostaba también por una importante reformulación de la política estadounidense hacia América Latina, algo que actualmente no ocurre.

De McCain se consideran muy significativas sus opciones iniciales, es decir, las visitas a Colombia y México: el primero, un aliado estrecho de los dirigentes republicanos, y el segundo, un país con peso y agenda propia por el impacto de los 21 millones de ciudadanos de origen mexicano que viven en Estados Unidos y por los complejos problemas de la agenda en asuntos como el narcotráfico y la migración indocumentada. De Obama se tiene una idea más cercana por los contactos con sus principales asesores en política hacia la región —como Riordan Roett y Arturo Valenzuela—, pero también se tiene en cuenta que el primer candidato de color importante de la historia estadounidense nunca ha visitado América Latina y que ni siquiera le son familiares los datos y las referencias de los líderes principales o de la economía de los distintos países. En estas condiciones, nadie espera un giro demasiado drástico en la política de desinterés hacia América del Sur que ha seguido el gobierno de Bush en sus dos mandatos.

Algo de adrenalina se levantó ante los primeros anuncios de la reactivación de la IV Flota naval de Estados Unidos; en particular, los círculos más críticos frente a Washington subrayaron como alarmante la idea de que los barcos de esta flota pudieran circular no sólo por “las aguas azules de los océanos, sino también por las aguas marrones de los grandes ríos interiores”. Esto disparó una serie de aprehensiones que predecían un abrupto final del descuido por parte de los países ubicados debajo del Canal de Panamá. Pero luego, los contactos mantenidos por Thomas Shannon, el Secretario de Estado Adjunto para Asuntos Latinoamericanos, en Buenos Aires y La Paz, permitieron relativizar las preocupaciones iniciales en la medida que éste descartó cualquier intromisión de Washington en la región y sólo asoció la actividad de la flota reorganizada con una mayor cooperación en las ofensivas contra el narcotráfico y en programas de inclusión social que, en todo caso, deberían ser previamente acordados y establecidos. Mucho más importante como respuesta en este campo ha resultado la bien acogida propuesta brasileña de crear un Consejo Sudamericano de Defensa.

Somos pocos y nos conocemos mucho

También es importante subrayar que en América del Sur se sabe ahora bastante más acerca del proceso estadounidense de toma de decisiones hacia América Latina y sus frecuentes cambios. Estos aprendizajes incluyen a la mayoría de las Cancillerías, todas las cuales han alcanzado grados de organización y capacidad de seguimiento muy superiores a las que existían en el pasado. Hace 40 años, sólo Itamaraty tenía una mirada sofisticada de la política de Estados Unidos; hoy por el contrario, la mayoría de los países sudamericanos ha alcanzado un buen nivel de seguimiento del decision-making process estadounidense. Lo que más costó, pero ya está incorporado, fue asumir el carácter marginal de América del Sur en el conjunto de los intereses estadounidenses en el mundo.

Es cierto que la subregión, con una enorme extensión de 17.5 millones de kilómetros cuadrados, alberga una gran cantidad de recursos estratégicos: biodiversidad, agua dulce, petróleo y gas, cobre, hierro y minerales estratégicos, junto a una extensa superficie agroalimentaria en expansión. Todo esto es importante para las visiones geopolíticas y la actividad empresarial de Estados Unidos. Pero también resulta importante que, hasta ahora, no se advierte en el quehacer del Departamento de Estado, de la Oficina Ejecutiva de la Casa Blanca o de los ministerios económicos más importantes un cambio de mirada hacia la subregión sudamericana que corrija las perspectivas tradicionales. Es probable que esto pueda ocurrir en el curso del próximo gobierno estadounidense, pero nada garantiza el surgimiento de este nuevo enfoque.

Desde la perspectiva de una América del Sur poco importante para Estados Unidos, se perciben correctamente algunos de los elementos básicos de la formulación de la política exterior de Estados Unidos en la subregión. Ahora se entiende que sólo en pocos momentos los titulares de la Casa Blanca han proclamado políticas sistemáticas dirigidas hacia los países del hemisferio. Las más importantes han sido la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy, como respuesta a los retos de la Revolución cubana y la búsqueda de un cambio democrático anticipatorio; la política de derechos humanos del presidente Carter, para corregir los excesos de la identificación estadounidense con las dictaduras militares de seguridad nacional; y el proyecto de Iniciativa para las Américas del presidente George Bush, padre, en los años iniciales de la Posguerra Fría. Esta iniciativa se proponía establecer un gran bloque de libre comercio desde Alaska hasta Tierra del Fuego, buscando una asociación, más económica que política, con sus vecinos del sur, con base en una apertura de los enormes mercados internos de Estados Unidos a la producción proveniente de estos países.

En todas las demás épocas, han prevalecido enfoques rutinarios que privilegian las relaciones bilaterales de Washington con cada uno de los veinte países latinoamericanos con base en los temas propios de esta relación, con programas de cooperación y ayuda que han sido declinantes y fundados en determinaciones adoptadas por funcionarios del nivel medio o bajo del Departamento de Estado, usualmente el Country Director, que maneja el escritorio correspondiente a cada uno de estos países. En algunas pocas ocasiones, los contenidos bilaterales se han complementado con enfoques subregionales para tener un planteamiento más ordenado hacia Centroamérica, los Estados del Caribe, los países andinos o los del Mercosur. En casi todos los casos, también, los dos países principales —México y Brasil— han sido objeto de un tratamiento diferenciado.

En los años de la Guerra Fría, los países sudamericanos aprendieron también que esta regla sólo se quebraba, en términos desfavorables, cuando se planteaba en algún país un cuadro de crisis que normalmente era el resultado del acceso al poder de un gobierno radical, el cual tomaba medidas que, en mayor o menor grado, afectaban a los intereses estadounidenses, en particular a las inversiones extranjeras radicadas en áreas importantes. Entonces, Estados Unidos establecía la lógica del test case, y centralizaba y endurecía su política para afectar al régimen que consideraba hostil y al que habitualmente conceptualizaba como comunista o filocomunista. Tal fue la situación que llevó a la desestabilización del gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala, en 1954; del de Francisco Camaño en República Dominicana, en 1965; del de Salvador Allende en Chile, en 1973; o a las ofensivas contra los gobiernos de Michael Manley en Jamaica o Forbes Burham en Guyana, luego de la nacionalización de las empresas que explotaban los minerales de bauxita. Cada una de estas situaciones volvió a situar las decisiones cerca de la Casa Blanca y del manejo del Consejero de Seguridad Nacional del Presidente. Este grado alto de prioridad se mantuvo hasta la desestabilización de los regímenes que amenazaban el interés estadounidense. En cada uno de esos casos, el manejo de rutina reemplazó luego a la atención temporal brindada en un período de crisis, y las cosas volvieron a su cauce normal.

También quienes formulan las políticas de los países de América del Sur hacia Estados Unidos saben que es necesario distinguir, al principio de un nuevo gobierno, entre el contingente de los funcionarios de carrera del Departamento de Estado y el pequeño círculo de los colaboradores políticos que incorpora un nuevo Presidente. Esto es más importante cuando se trata de un gobierno que tiene la intención de introducir transformaciones importantes en el quehacer frente a la región o a un subconjunto de países. En esos casos, se produce un desacuerdo significativo, puesto que la burocracia profesional aplica visiones comunes que combinan los enfoques conservador y liberal, mientras los colaboradores políticos actúan en el extremo de alguna de estas dos visiones. Normalmente, estos desajustes se resuelven, en un plazo relativamente corto, a favor de las doctrinas y posiciones de los funcionarios de carrera, y llevan al alejamiento de los defensores de las visiones heterodoxas.

Tal cosa ocurrió primero con Richard Goodwin y Teodoro Moscoso, los principales impulsores de la Alianza para el Progreso, y más tarde con Patricia Derian, Mark Schneider o el Embajador en la ONU, Andrew Young, promotores del diseño de defensa de los derechos humanos en América del Sur. En ambos casos, se devolvió al encargado de la política de América Latina el manejo completo de un enfoque más rutinario y convencional. Por lo mismo, en América del Sur se ve con relativo escepticismo la designación de encargados cercanos al Presidente, pero distantes del parecer del gobierno y de sus enfoques burocráticos. La importancia de las agendas con las que cada nuevo gobierno llega a la Casa Blanca es relativa, y la experiencia enseña que muchos de sus contenidos se ajustan con relativa rapidez para acomodarlas al estilo middle of the road que prevalece entre los diplomáticos con mayor trayectoria y experiencia. Las agendas de Estados Unidos hacia los países de América del Sur incluyen un enjambre de temas, son bastante cambiantes y tienden a estabilizarse en un esquema de moderación y continuismo.

Todos estos criterios se tendrán en cuenta a la hora de medir el trabajo hemisférico del nuevo gobierno. En la mayoría de los países, está garantizada la buena relación, tanto con un gobierno de Obama como con uno de McCain. Brasil, por ejemplo, ya logró establecer un esquema de cooperación con Estados Unidos y un firme apoyo para su política de producción de etanol como un componente que puede resolver muchas de las complejidades energéticas de la región. Chile, luego de la suscripción del Tratado de Libre Comercio de 2004, ha acomodado una buena convivencia con el gobierno estadounidense, que se afianza con su política de diversificación de los vínculos comerciales, también muy fuertes con Europa y la región Asia-Pacífico. Uruguay tendrá que definir, en un proceso internamente complejo, si avanza hacia un entendimiento en materia de libre comercio con Washington, en el supuesto de que el Frente Amplio consiga un segundo mandato, desde principios de 2010. Perú buscará aplicar el recientemente sancionado TLC con Estados Unidos, y Colombia mantendrá su alianza preferente, intentando sacar en el Congreso la aprobación a su acuerdo, hasta ahora pendiente, en este mismo tema. Por su parte, los países más enfrentados con Estados Unidos —Venezuela, Bolivia y Ecuador— tendrán que examinar si hay condiciones para avanzar a una negociación que normalice los vínculos actuales y corrija los conflictos con el titular de la Casa Blanca.

Pero ahora las agendas bilaterales son previsibles y carecen de dramatismo. Al revés de lo que ocurría en otros tiempos, los vínculos entre el gobierno de Washington y América del Sur se dan en un escenario más diversificado y con más oportunidades para todos y, por lo mismo, con menos tensión. Y esto marcará el tono y la intensidad de la relación, sin importar si el próximo gobierno estadounidense es demócrata o republicano.

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