lunes, 29 de septiembre de 2008

LA POLÍTICA EXTERIOR ESTADOUNIDENSE HACIA EL GRUPO GUERRILLERO MÁS ANTIGUO DE AMÉRICA LATINA


Sebastián Chaskel

Estados Unidos desde hace tiempo tiene interés en poner freno a la circulación de drogas, apoyar la democracia, neutralizar a los grupos terroristas y contribuir a llevar una paz duradera a Colombia y la estabilidad a la región. La excepcional posición de Colombia como democracia continua que no puede librar a su territorio de narcotraficantes y terroristas la ha convertido en el aliado natural de Estados Unidos desde la década de 1980. Las FARC, como grupo terrorista narcotraficante, están sistemáticamente en el centro de esta política.

Cuando demócratas y republicanos por igual contribuyeron a crear el Plan Colombia a finales de la década de 1990, el Congreso ordenó que los fondos estadounidenses sólo se emplearan en esfuerzos antinarcóticos, no para combatir en la guerra civil de Colombia. Sin embargo, esta distinción pronto pareció endeble, pues los grupos guerrilleros de Colombia estaban fuertemente implicados en el narcotráfico. Las dudas del Congreso se disiparon después de los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001. En los últimos siete años, gran parte de la ayuda estadounidense ha estado dedicada a combatir lo que un funcionario del Departamento de Estado denominó “el grupo terrorista internacional más peligroso con base en este hemisferio”.

Hoy, el éxito de Colombia contra las FARC se ha convertido en el orgullo y la alegría de Washington. El congresista republicano Dan Burton escribió recientemente que “Colombia ha avanzado a pasos agigantados en los últimos ocho años”. Los representantes Eliot Engel y Gregory Meeks, ambos demócratas, calificaron los logros del presidente Uribe de “ni más ni menos que un milagro.” Cuando prácticamente todos los gobiernos del hemisferio occidental criticaban la incursión de Colombia en Ecuador el pasado mes de marzo, la acción del presidente Bush en defensa de Colombia obtuvo eco en las campañas de Clinton, McCain y Obama.

Sin embargo, el éxito de Colombia a la hora de establecer el Estado de derecho plantea importantes cuestiones políticas sobre cómo poner fin al conflicto. En la creencia de que el proceso de paz del ex presidente Andrés Pastrana había fracasado porque no había incentivos para la negociación, Álvaro Uribe ideó un plan para implicar a las FARC en negociaciones. “El día que los criminales vean que hay un gobierno con toda la firmeza de la mano de la Constitución y con el apoyo de la mayoría ciudadana dispuesta a enfrentarlos ese día negocian —explicó Uribe a El Tiempo en el 2001—. Pero si sigue habiendo gobiernos claudicantes, débiles, anémicos, ellos lo que van a hacer es crecer su poder militar y seguir alimentando su ambición de la toma total del poder.”

El enfoque de línea dura de Uribe tenía por objetivo abrir una vía para las negociaciones. Después de seis años de luchar contra las FARC, algunos integrantes de la administración Uribe, y posiblemente el propio Uribe, tienen sentimientos encontrados sobre la adaptación de su estrategia a otra que desemboque en la negociación. El pasado mes de enero, el ex ministro del Interior y Justicia, Carlos Holguín Sardi, declaró, refiriéndose a las FARC: “no se puede negociar ni con los tramposos ni con los mentirosos”. En mayo afirmó que si el nuevo líder de las FARC, Alfonso Cano, quería negociar, “estamos dispuestos a recibirlo”, pero que, en caso contrario, la decisión del gobierno sería “perseguirlo, reducirlo y finalmente exterminarlo.” En un momento en el que se cree que el nuevo líder de las FARC está luchando para consolidar su posición de liderazgo dentro de la organización, es probable que el comentario de Holguín sea contraproducente. Además, revela la creencia en la teoría desfasada de la resolución de conflictos en la que la negociación sólo es un medio para obligar al enemigo a capitular.

Sea debido a la rutina o a la filosofía, hay fuerzas dentro de la administración Uribe que preferirían apostar por una victoria final militar en lugar de por una solución negociada. Debería constituir un motivo de preocupación real para los políticos estadounidenses que un eventual proceso de paz pueda ser saboteado por quienes prefieren apostar exclusivamente por una estrategia militar. Pero si la política estadounidense hacia el proceso de paz de Pastrana sirve de orientación, hay quienes en el Departamento de Estado y el Departamento de Defensa de Estados Unidos se hacen eco de la perspectiva de la victoria militar. Estas personas creen en la negociación sólo como vía hacia la rendición de las FARC o consideran que la guerrilla está tan afianzada en el narcotráfico que se ha convertido en una red criminal que no está dispuesta a negociar. Su influencia podría contribuir a explicar por qué Estados Unidos ha alentado a menudo un acuerdo humanitario, pero rara vez ha mencionado una posible negociación de paz.

Tras la liberación de Ingrid Betancourt y de los tres rehenes estadounidenses, la administración de Estados Unidos podría sentirse más cómoda presionando por su solución preferida. La naturaleza de las futuras declaraciones de la administración podría aclarar cuánta influencia tienen en la orientación de la política exterior estadounidense quienes creen únicamente en una solución militar. Pase lo que pase, la política de EE UU no debería apoyar un intento de solución militar al conflicto de Colombia. Un reciente editorial del New York Times señalaba con acierto que si Colombia intentaba una victoria militar, arriesgaría nuevos derramamientos de sangre y la probable muerte de los rehenes de las FARC.

Además, esta estrategia impediría que una negociación de paz abordase algunas de las causas fundamentales del conflicto. “Sólo el desarrollo de la democracia abordará los motivos de queja que alimentan el conflicto y traerá la paz —escribe Aldo Civico, director del Centro para la Resolución de Conflictos Internacionales de la Universidad de Columbia—. Una negociación con la guerrilla es un paso decisivo hacia este logro.”

Aunque algunas facciones de las FARC están con toda probabilidad corrompidas por el narcotráfico y no negociarían ni se desmovilizarían, esto en si mismo es una ventaja de una negociación con éxito, pues separaría a los combatientes ideológicos de las FARC de los narcotraficantes. Una vez logrado esto, se puede ayudar a quienes tengan motivos de queja de índole política a integrarse en la sociedad y a participar políticamente, si así lo deciden, al mismo tiempo que se aplica la ley a los narcotraficantes. Como principal aliado de Colombia, Estados Unidos debería emplear su influencia ante el gobierno colombiano para presionar a Uribe con el fin de que cumpla su plan inicial de poner fin al conflicto mediante una solución negociada. De este modo Estados Unidos respaldaría un final de las FARC que reducirá al mínimo el derramamiento de sangre y abordará las causas fundamentales del conflicto de Colombia.

En el centro de la política exterior estadounidense hacia Colombia está la significativa ayuda militar, económica y social que destina a este país, que necesita asimismo un cambio. A través de lo que inicialmente se denominó Plan Colombia y posteriormente Iniciativa Andina Antidrogas, Estados Unidos ha destinado a Colombia desde el 2000 casi 6.000 millones de dólares para reforzar el Estado de derecho, poner freno al narcotráfico y luchar contra los grupos terroristas, lo que convierte a Colombia en un importante receptor de la ayuda militar estadounidense y en el principal beneficiario de esta ayuda en Latinoamérica. Gracias a esta ayuda, la realidad de la seguridad de Colombia ha mejorado tanto que el gobierno lanzó en el 2007 una nueva Estrategia para Reforzar la Democracia y Promover el Desarrollo Social, subrayando la inversión social.

Esta estrategia, conocida como Plan Colombia 2, pedía a Estados Unidos que ayudara a Colombia a llevar las instituciones democráticas del Estado a todo el país con un paquete integrado por un 14 por ciento de ayuda militar y un 86 por ciento de financiación económica y social. Pero los políticos estadounidenses vienen mostrándose reacios a replantearse la ayuda a Colombia. Pese a la petición de Uribe, la solicitud de fondos para Colombia del Presidente Bush fue prácticamente idéntica a la del 2007: asignó el 76 por ciento de los fondos al sector militar y policial (frente al 77 por ciento en el 2007) y sólo el 24 por ciento a desarrollo social y económico (frente al 22 por ciento en el 2007). El Congreso modificó esta relación a otra de 63/35 y, tras amenazar con vetar el proyecto de ley, Bush firmó la ley en diciembre del 2007.

El candidato demócrata Barack Obama ha mencionado hace poco que, como presidente, “continuaría el Programa Andino Antidrogas, y lo actualizaría para hacer frente a la evolución de los desafíos.” El candidato republicano John McCain ha dejado claro, por su parte, que seguiría apoyando a Colombia. Refiriéndose expresamente a la estrategia antinarcóticos de Estados Unidos, dijo en Colombia: “La estrategia está funcionando”.

Así pues, Colombia seguirá recibiendo fondos de Estados Unidos en los próximos años. La cuestión pendiente es en qué medida el apoyo estadounidense será militar y en qué medida reflejará el creciente deseo de Colombia de desarrollo social y económico, y no sólo militar. El Congreso dio un paso en la dirección correcta cambiando la proporción de la ayuda destinada a Colombia, pero hace falta mucho más para servir realmente a los intereses de Estados Unidos. Los funcionarios estadounidenses deben entablar un diálogo productivo con los dirigentes colombianos para averiguar la mejor forma de que la ayuda estadounidense encaje en el nuevo marco de desarrollo de Colombia. Los políticos tienen que darse cuenta de que el mejor modo de que Estados Unidos sirva a sus propios intereses y los de Colombia es apoyando al gobierno de ese país en su esfuerzo por basarse en los éxitos de la ayuda estadounidense para Colombia hasta el momento y abordar las causas fundamentales de su conflicto mediante el desarrollo social y económico.

Dicho esto, las relaciones entre Estados Unidos y Colombia no se pueden analizar sin su contexto. La política estadounidense también tiene que adaptarse al creciente interés de la región por resolver sus propios problemas. Tras la incursión de Colombia en territorio ecuatoriano el pasado mes de marzo, fue la Cumbre del Grupo de Río la que desembocó en una declaración unánime, apretones de manos y abrazos. Cuando la secretaria de Estado Rice visitó la región tras el incidente, el presidente brasileño Inacio “Lula” da Silva le dijo que “las crisis diplomáticas suramericanas deben ser resueltas en la región”, y explicó que Brasil prevé crear un Consejo de Defensa Sudamericano. Dos meses después, los presidentes sudamericanos firmaron el tratado de la Unión de Naciones Suramericanas, UNASUR. Para bien o para mal, el liderazgo de Estados Unidos en la región ya no es tan bien recibido ni tan útil como podría haber sido en el pasado.

Los políticos estadounidenses han percibido estos cambios y han reconocido la capacidad limitada de su gobierno para adoptar un papel más activo en la región. Esto puede verse en la política no oficial de Estados Unidos de ignorar la retórica incendiaria de los líderes antiestadounidenses de la región. Aun cuando el gobierno colombiano difundió información que relacionaba al presidente venezolano Chávez con las FARC, la reacción de la administración fue sorprendentemente pasiva. De hecho, la declaración de Obama de que el apoyo a las FARC “debe ser sometido a la condena internacional, al aislamiento regional y —en caso necesario— a fuertes sanciones” fue mucho más enérgica que la de la administración actual.

Aunque algunos representantes republicanos, como Ileana Ros-Lehtinen y Connie Mack, han presentado recientemente una resolución del Congreso en la que se pide que Venezuela sea añadida a la Lista de Estados que Patrocinan el Terrorismo, la mayoría de los políticos parece coincidir en que lo mejor para los intereses de Estados Unidos es adoptar un papel menos destacado en la región. Un informe reciente del miembro del personal del senador Dodd para América Latina afirmaba que “las acciones de Estados Unidos son más enérgicas si se basan en los cimientos del apoyo regional. Sin este apoyo, las sanciones de Estados Unidos a Venezuela serían menos eficaces. De hecho, podrían ser contraproducentes.” El informe dice que si Hugo Chávez es declarado cómplice, la región actuará en interés de Estados Unidos aislando a Chávez y, por tanto, insta a los políticos a que “permitan que la dinámica regional siga su curso.”

No hay garantías de que pasando a un segundo plano y permitiendo que la región se ocupe de sus propios problemas produzca resultados que cumplan los objetivos de Estados Unidos. Pero ha quedado claro que Estados Unidos ha perdido su capacidad para actuar en su propio interés. Ahora que el conflicto colombiano desarrolla una dinámica internacional cada vez mayor, será aún más importante que los latinoamericanos elaboren una respuesta regional y que el proceso no peligre por una implicación excesiva de Estados Unidos. Al mismo tiempo, los políticos estadounidenses deben empezar a mantener conversaciones con sus homólogos colombianos para encontrar la mejor forma de que Estados Unidos invierta en el futuro de Colombia. Al hacerlo, Estados Unidos debe alentar y apoyar a Colombia en su búsqueda de una solución negociada a su prolongado conflicto. Replanteándose así sus políticas Estados Unidos servirá mejor a sus intereses y a los de la región.

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