martes, 23 de junio de 2009

NUEVAS IZQUIERDAS Y DEMOCRACIA EN AMÉRICA LATINA


Francisco Panizza

Cerca del 60% de los habitantes de América Latina viven hoy bajo gobiernos de izquierda o de centroizquierda (en adelante referidos genéricamente como “la izquierda”). Se puede objetar que antes de dar cifras debe especificarse qué se entiende por izquierda y por centroizquierda; pero, aunque la objeción es válida, no es el propósito de este trabajo entrar en un debate teórico sobre qué significa el término “izquierda”. Baste decir que, para los objetivos de este artículo, no consideramos muy útil el hecho de definir a la izquierda en términos de un conjunto de valores ahistóricos o transhistóricos divorciados de los contextos específicos y las prácticas políticas que los transforman y les dan sentido. En América Latina, el contexto que da sentido al crecimiento político de la izquierda es la crisis del Consenso de Washington que, por razones expuestas más adelante, llegó a sus límites entre 1997 y 2002. También está claro que la izquierda latinoamericana presenta muchas caras diferentes y éstas no son triviales cuando se consideran los desafíos que estos gobiernos enfrentan en el presente y deben enfrentar en el futuro.

Si es posible concordar con que la izquierda está en ascenso en América Latina, sin entrar en un debate teórico sobre el significado del término, no lo es, sin embargo, ignorar que la llegada al Gobierno de partidos y movimientos de izquierda y de centroizquierda ofrece un número de paradojas e interrogantes. Entre las muchas paradojas que se podrían analizar en relación con la ola de gobiernos de izquierda, destacaríamos que, pese el giro electoral a la izquierda de la región, no hay evidencia de que el electorado de América Latina se haya decantado hacia a la izquierda de manera significativa. Los interrogantes tienen que ver con la relación entre los gobiernos de izquierda y la democracia, y sobre todo con los desafíos futuros que estos gobiernos deben enfrentar para preservar y profundizar la democracia. Para intentar desentrañar la paradoja y contestar los interrogantes, este artículo discute las raíces, contextos y desafíos políticos de los gobiernos de izquierda en América Latina. En cuanto a las raíces del ascenso de la izquierda al Gobierno, se destacan tres elementos explicativos: i) procesos de acumulación política bajo la democracia; ii) el juego Gobierno-oposición; y iii) la relación entre política e instituciones. En relación con el contexto en que estos gobiernos actúan, se analizan las tensiones entre diversas lógicas de representación política y sus implicaciones para la democracia; finalmente, en cuanto a los desafíos de futuro, se discuten las condiciones bajo las cuales las tensiones entre las diversas lógicas de representación política pueden o no contribuir a la profundización de la democracia en la región.

Las raíces del ascenso al gobierno de la izquierda en América latina

Para analizar las raíces del ascenso al Gobierno de partidos y movimientos de izquierda en América Latina empezamos por señalar lo obvio. En todos los casos estos grupos han llegado al Gobierno a través de procesos electorales. Pero destacar lo obvio no es necesariamente decir algo trivial. Históricamente, la izquierda fue escéptica sobre las elecciones como camino de llegada al Gobierno y, más aún, respecto a las elecciones como llegada a lo que, con una ambigüedad cargada de connotaciones políticas, llamaba (y todavía hoy algunos llaman) “llegar al poder”, para distinguirlo de simplemente llegar al Gobierno. Segundo, con la históricamente marcada excepción de Salvador Allende en Chile en 1971, los partidos y candidatos de izquierda no fueron particularmente exitosos en ganar elecciones. En parte eso se debió a que en el siglo pasado, en muchos países de la región, partidos y movimientos de izquierda estuvieron proscriptos y sus líderes en prisión o en el exilio durante largos períodos de tiempo. Pero es importante recordar también que, desde el punto de vista histórico, la izquierda tuvo una presencia política considerable en muchos países de la región aunque sus posibilidades de crecimiento fueron bloqueadas por la presencia de movimientos populistas, o nacional populares, que eran percibidos como una barrera y aun como un antídoto contra el crecimiento de la izquierda. El caso del peronismo en Argentina es ilustrativo de esta situación.

Tampoco es trivial destacar, como se señalaba en la sección anterior, que si bien partidos de izquierda han ganado varias elecciones en los últimos años, el electorado de América Latina no parece ser demasiado de izquierdas. De acuerdo a la encuestas del Latinobarómetro, correspondientes al año 2006, en una escala de 0 a 10, donde 0 es la extrema izquierda y 10 la extrema derecha, el promedio de la región en su conjunto se encuentra en el 5,4 de la escala, es decir en el centro político. Siempre de acuerdo al Latinobarómetro, la izquierda es más débil que la derecha en la región. No hay ningún país que tenga más de un 34% (Uruguay) de votantes que se autoubiquen en la izquierda. El caso de Venezuela es especialmente significativo, ya que el promedio de identificación política en la escala derecha-izquierda en ese país es de 5,5%, es decir, un electorado ligeramente más a la derecha del centro de la media latinoamericana.

¿Cómo se explica entonces el hecho de que candidatos de izquierda hayan ganado las elecciones en países en que como máximo tan sólo alrededor de un tercio de los electores se identifican como de izquierda? La pregunta es todavía más pertinente teniendo en cuenta que en casi todos los casos, los porcentajes de votos por candidatos presidenciales de izquierda fueron significativamente mayores que el de votantes que se identifican como de izquierda. Hay tres explicaciones para esta paradoja, las cuales no son alternativas, sino complementarias.

La primera tiene que ver con procesos de acumulación y desacumulación política en democracia. América Latina vive hoy el ciclo más largo de gobiernos democráticos de su historia, y a lo largo de este ciclo las curvas de acumulación política de los partidos de centroizquierda y de centroderecha han seguido trayectorias opuestas. La llegada de partidos de izquierda al Gobierno se da hacia finales del siglo XX y comienzos del presente, es decir, tras casi dos décadas de gobiernos de derecha y centroderecha. La única excepción a la hegemonía del centroderecha hasta el fin de la década de los noventa es los gobiernos de la Concertación por la Democracia en Chile. En los comienzos de la actual ola de democratización, que coincidió aproximadamente con el derrumbe del bloque socialista, la izquierda estaba en crisis en la región. No es este el lugar para entrar en detalles sobre las razones de esta crisis, que fue tanto política como ideológica. Pero la crisis, que fue real y profunda, estuvo lejos de significar el total derrumbe de la izquierda en la región, y su impacto hizo subestimar en qué medida la democracia le dio a los partidos de izquierda la oportunidad de recomponer fuerzas.

Veamos cuáles son las condiciones que hicieron posible el renacimiento de la izquierda. Es común la observación de que los sistemas de partidos son institucionalmente débiles en América Latina. Pero esta observación oculta la realidad de que, aun cuando eran electoralmente relativamente débiles, en muchos países de la región los partidos de izquierda eran y continúan siendo organizativa y comparativamente fuertes, con acumulaciones simbólicas significativas, una base social de apoyo minoritaria, pero consecuente, y arraigos sociales sólidos en los sindicatos y otras organizaciones de la sociedad civil. En el lenguaje del fútbol rioplatense, esto le dio a la izquierda histórica una considerable capacidad de aguante. A ello se les sumaron los años de estabilidad democrática que contribuyeron a la institucionalización de la izquierda. El acceso al Parlamento ha dado a los partidos de izquierda espacios políticos importantes para proyectar su imagen y la oportunidad de mezclar discursos de oposición radical con el juego pragmático de alianzas y compromisos parlamentarios. El acceso a gobiernos municipales y estaduales les permitió hacer aprendizajes políticos, mostrar competencias y manejar recursos estatales para expandir sus bases de apoyo. Tales han sido los casos del Partido de los Trabajadores en Brasil, el Frente Amplio en Uruguay, el Partido de la Revolución Democrática en México y el FSLN en Nicaragua. También ha sido el caso del Peronismo en Argentina a través de todos sus virajes ideológicos.

En contraste, los partidos de derecha y de centroderecha sufrieron un proceso de relativa desacumulación y desgaste. Estos partidos gozaban en muchos países de apoyos importantes en los sectores populares, pero estos apoyos funcionaban en bases diferentes a la de los partidos de izquierda. Como consecuencia de los cambios sociales y las crisis económicas de las últimas décadas del siglo XX, los partidos de derecha y de centroderecha fueron perdiendo su electorado cautivo y sus bases rurales tradicionales. El control del Estado dio a los partidos de derecha acceso a importantes recursos para las prácticas clientelares, pero las reformas en el papel del Estado fueron progresivamente limitando los recursos disponibles para el clientelismo de masas. El clientelismo siguió existiendo, pero cada vez más limitado a un clientelismo de cuadros por parte de aparatos políticos que colonizaban el Estado pero que distribuían relativamente poco a sus bases clientelares populares. En la primera mitad de la década de los noventa, estos partidos obtuvieron éxitos electorales importantes según una alianza entre sectores empresariales y sectores populares, cementada en el éxito de estos gobiernos en bajar drásticamente la inflación y la promoción de reformas de mercado. Pero cuando los efectos de la caída de la inflación en los sectores populares se dio por descontado y el modelo neoliberal no generó el crecimiento económico y los empleos prometidos, el apoyo a los partidos que habían promovido las reformas de mercado se vio significativamente limitado a los sectores que tienen los recursos económicos y educacionales necesarios para beneficiarse de la economía globalizada.

La segunda explicación sobre el éxito electoral de la izquierda es que el determinante del viraje a la izquierda no ha sido tanto el clivaje derecha/izquierda sino el de Gobierno/oposición. A lo largo de los años noventa en muchos países de la región los partidos de izquierda y de centroizquierda fueron la principal oposición a los gobiernos de centroderecha que impulsaron las reformas de mercado. Se debe ser muy cuidadoso en establecer relaciones causales entre ciclos políticos y económicos, sobre todo cuando se están manejando datos agregados que ignoran las variaciones nacionales y las mediaciones que hace la política sobre eventos económicos. Pero no es posible ignorar que el ciclo de victorias electorales de la izquierda comienza con la llamada “media década perdida” de América Latina, entre los años 1998 y 2003, en la cual el PIB por habitante se estanca y suben nuevamente los índices de pobreza. En este sentido, puede argumentarse que más que votar por programas de izquierda el electorado votó por cambios de Gobierno.

En qué medida el cambio de Gobierno significaba un voto por un cambio radical en el modelo de desarrollo vigente varió significativamente según el país. Pero entre los que votaron por el cambio de Gobierno, un número importante de votantes no se identificaba como de izquierdas, lo cual condicionó las estrategias políticoelectorales de la izquierda. Para la oposición de izquierda, que había usado los ataques al llamado modelo neoliberal como un parche que le permitió sobrellevar sus propias falencias ideológicas, la coyuntura económica le sirvió para darle resonancia electoral a sus promesas de cambio. Pero prometer el cambio no significa que los partidos de izquierda hayan llegado al Gobierno con un modelo alternativo de cambio, ni que ese cambio fuera necesariamente del tipo y de la dimensión del que las bases sociales de la izquierda anticipaban o que la izquierda había postulado históricamente. Igualmente significativo, para la hipótesis de que el suceso electoral de la izquierda está fuertemente relacionado con el clivaje Gobierno/oposición, es que entre los años 2004 y 2007, cuando la economía de América Latina retoma un fuerte crecimiento económico, los candidatos oficialistas de los más diversos colores políticos ganan la mayoría de las elecciones. Este ha sido el caso de candidatos tan diversos como Hugo Chávez en Venezuela, Michelle Bachelet en Chile, Lula da Silva en Perú, Álvaro Uribe en Colombia, Felipe Calderón en México y Cristina Kirchner en Argentina. En otras palabras, tanto cuando era oposición como cuando accedió al Gobierno, la izquierda ha estado navegando a favor de la corriente de los ciclos económicos.

La tercera explicación para el éxito electoral de la izquierda tiene que ver con la relación entre política e instituciones. En ella los triunfos electorales de ciertos candidatos de izquierda, particularmente de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, se deben menos a sus posiciones ideológicas que a su carácter de candidatos antisistémicos en países que atraviesan crisis de representación. Votar por candidatos antisistémicos no es lo mismo que votar por candidatos de izquierda. Cualquier lector medianamente informado sobre la realidad latinoamericana inferirá que estamos hablando de casos de populismo. No entraremos aquí en la polémica sobre la definición de populismo o sobre la pertinencia de calificar a estos líderes como populistas. Lo que se destacará es que América Latina tiene una larga tradición de apoyo popular a líderes antisistémicos y que estos líderes han sido históricamente de orientaciones politico-ideológicas muy diferentes. Si miramos la historia reciente de América Latina, nos encontramos en que candidatos antisistémicos como Alberto Fujimori en Perú y Fernando Collor de Mello en Brasil no eran de izquierdas sino neoliberales. El hecho de que los candidatos antisistémicos del siglo XXI sean de izquierda (y opino que lo son, pese a las objeciones de algunos de sus críticos de izquierda) tiene relación con que “el sistema” de comienzos de la década de los noventa tenía características políticas y económicas muy diferentes de las del “sistema” de comienzos del presente siglo.

Por último, si las acumulaciones políticas bajo la democracia, el juego Gobierno/oposición y el apoyo a candidatos antisistémicos explican las victorias electorales de la izquierda, aún cuando solo una minoría del electorado se identifica como de izquierda, las mismas variables son también importantes para entender las diferencias entre la izquierda: en aquellos países en que la izquierda ha llegado al Gobierno a partir de procesos de institucionalización política que le permitieron hacer acumulaciones progresivas, estos gobiernos son muy diferentes de aquellos en que la llegada de la izquierda al Gobierno es el resultado de una crisis de representación.

El contexto de los gobiernos de izquierda: democracia y representación política

Ya se ha vuelto tradicional dividir los gobiernos de izquierda en América Latina en socialdemócratas y populistas. Esta clasificación puede ser válida como punto de partida, pero las clasificaciones no son verdaderas o falsas, sino más o menos útiles, y uno de los problemas que enfrenta la división entre populistas y socialdemócratas es que da pocos criterios para entender las diferencias internas dentro de cada categoría. Por ejemplo, una característica típica del populismo es el liderazgo personalista, pero, ¿puede decirse que Evo Morales es un líder personalista de la misma manera que lo es Hugo Chávez en Venezuela? En relación con la socialdemocracia, una característica clave son sus vínculos con las organizaciones sindicales y otros movimientos sociales. Pero la relación entre Gobierno y sindicatos es muy diferente en Chile, Brasil y Uruguay; los tres gobiernos que son comúnmente considerados como ejemplos de socialdemocracia en América Latina. Como una forma de superar estos problemas, es posible redefinir la división entre socialdemócratas y populistas de forma que permita no sólo distinguir entre ambos sino también entre variaciones de socialdemocracia y populismo. Para ello se toma en cuenta, como criterio definitorio, las diversas lógicas representativas que hacen parte de las prácticas democráticas, y cómo las mismas se combinan en las socialdemocracias y los populismos latinoamericanos.

¿Cómo se pueden clasificar las lógicas representativas de la democracia? El principio básico de la democracia es el ejercicio de la soberanía popular. Pero dado que en las sociedades modernas el pueblo no puede ejercer esa soberanía directamente, ésta es mediada por complejas relaciones de representación que responden a diferentes lógicas de representación política. Para los efectos de este análisis, se propone clasificar estas lógicas en tres: partidistas, societalistas y personalistas. Lo que define y diferencia estas lógicas es saber quiénes son los actores clave en la relación de representación y los márgenes de autonomía que los mismos tienen con relación a otros actores en la toma de decisiones políticas. Estas lógicas están presentes en diferente grado y combinaciones en toda sociedad democrática y, a nuestro juicio, sirven para entender mejor las similitudes y diferencias entre los gobiernos de izquierda en la región. Es preciso enfatizar que el análisis de estas lógicas debe hacerse de forma dinámica, y que para estos efectos es tan importante determinar la lógica predominante como las formas que éstas combinan y acotan mutuamente en la práctica.

La lógica partidista es característica de sistemas políticos con grados altos de institucionalización política. Como su nombre indica, considera a las instituciones políticas, especialmente al Parlamento y los partidos políticos, como los agentes privilegiados de la representación política. Aunque abierta a los juegos de intereses pluralistas, esta lógica hace una fuerte distinción entre actores políticos y sociales, y considera a los primeros como los únicos capaces de generar intereses generalizables. De acuerdo con este criterio, los actores políticos actúan con un alto grado de autonomía, con relación a sus representados, y toman sus decisiones según criterios de racionalidad política por encima de los intereses sociales. Esta es la lógica dominante de la democracia liberal. Pero el monopolio partidista de la representación puede ocasionar serios problemas para la democracia. Como parte de un modelo altamente institucionalizado, esta lógica puede derivar en intentos de asegurar su continuidad en el tiempo mediante la colonización de las instituciones públicas (Estado, Parlamento, regímenes electorales, financiación de campañas electorales) por parte de los partidos políticos que hacen difícil la incorporación de nuevos actores al sistema político. Producto del alto grado de autonomía de los representantes y de la captura de las instituciones por quienes las controlan, son la degeneración de la representación política en “partidocracias” o “tecnocracias” y el divorcio entre la legalidad y la legitimidad de las instituciones representativas.

La lógica de representación societalista pone su énfasis en la sociedad civil como el locus privilegiado de la democracia. Considera que la voluntad general sólo puede formarse genuinamente a partir de la participación directa y de la deliberación de los actores sociales. De acuerdo con ella, los partidos políticos no deben tener el monopolio de la representación política, sino que esta debe ser compartida con actores sociales. Mientras que en la lógica institucional los representantes políticos gozan de un alto grado de autonomía con relación a sus representados, de acuerdo con la lógica societalista los representantes deben tener un margen de autonomía estrictamente limitado y la relación de representación se entiende más como la de portavoces de la sociedad que como actores autónomos. Esta lógica forma parte de la tradición democrática desde los tiempos de De Tocqueville. Pero al igual que la lógica partidista, la lógica societalista llevada a sus extremos presenta serios problemas para la democracia. La politización de las relaciones sociales pone en cuestión la distinción entre el espacio público y el privado, arriesgando los márgenes de autonomía no sólo de los actores públicos sino también de los privados. El predominio de actores sociales en las decisiones públicas lleva al corporativismo y a la falta de representación de los que no tienen recursos o capacidad organizativa. En su extremo, esta lógica deriva en la sospecha de la política, especialmente de las mediaciones institucionales. Pero si se niega la política y las mediaciones institucionales, la voluntad general se transforma en la voluntad de todos y la sociedad civil en pretorianismo de masas.

De las diversas lógicas de representación política, la lógica de la representación personalista ha sido la menos analizada en los estudios sobre la democracia. Teóricos de la democracia liberal han visto el personalismo como una amenaza a la democracia basada en el juego de las instituciones. Pero la representación personalista ha sido siempre parte de la tradición democrática, y con el impacto de los medios de comunicación de masas en las campañas políticas, su papel se ha visto aumentado. La lógica de representación personalista privilegia el liderazgo como la forma característica de la representación. Así, nos recuerda que la política no se reduce a seguir las reglas de juego institucionales o a la resolución tecnocrática de los problemas sociales, que tampoco se reduce a procesos de toma de decisiones racionales, sino que tiene componentes afectivos e identitarios que le dan sentido. El líder político asume la representación del pueblo al interpretar sus demandas y sus intereses, a veces difusos, y el hecho de constituirse en el sujeto de procesos de identificación política. A diferencia de la representación societalista, el liderazgo personalista reivindica la voluntad política como clave para promover el interés general. El liderazgo personalista tiene un papel democrático en la creación de imaginarios colectivos y en el rescate de la política de las jaulas de hierro burocráticas y tecnocráticas. También puede cumplir un papel importante en dar voz a los excluidos del orden político, así como en la denuncia de los arreglos partidocráticos que limitan el ejercicio de la representación popular. Pero la lógica de la representación personalista también presenta amenazas para la democracia. Los liderazgos personales desprovistos de límites institucionales y societales son erráticos y poco confiables. Son también difícilmente compatibles con principios de igualdad ciudadana y democracia deliberativa. Llevados al extremo, los personalismos devienen autocracias o tiranías con apoyo popular.

La clasificación de regímenes políticos puede hacerse en función de diversos criterios, tanto económicos como políticos. Es posible sugerir que, desde el punto de vista de las lógicas de representación política, los “regímenes socialdemócratas” se caracterizan por una combinación de las lógicas partidista y societalista, mientras que el populismo se caracteriza por el predominio de la lógica personalista. La socialdemocracia privilegia la forma partidaria de la representación y actúa dentro de las instituciones representativas de la democracia liberal. Pero, a diferencia de los regímenes liberales, en los regímenes socialdemócratas el Gobierno mantiene vínculos privilegiados con el movimiento sindical y otras organizaciones de la sociedad civil, los cuales, a su vez, establecen fuertes vínculos representativos con el Estado y los partidos socialdemócratas. Se puede argumentar que esta es una visión anacrónica de la socialdemocracia, que se relaciona con la época dorada de la socialdemocracia europea, ya que la socialdemocracia de Tercera Vía moderna tiene pocos anclajes sociales. Si bien esto es cierto, la distinción todavía es válida para distinguir diferentes modelos socialdemócratas en Europa y, como se analiza más abajo, también en América Latina.

Por su parte, en el populismo predomina la lógica de representación personalista. Esto no equivale a decir que todos los personalismos son necesariamente populistas ni que el populismo se agota en el personalismo, pero sí que el personalismo es una característica constitutiva del populismo. Dos razones justifican esta caracterización. En primer lugar, las prácticas populistas son fuertemente anti-institucionales, con un discurso anti-statu quo, que denuncia las instituciones y partidos dominantes. En segundo lugar, el populismo supone una relación directa entre el líder y el pueblo soberano por encima de los arreglos institucionales vigentes. En esta relación, la figura del líder funciona como punto nodal de unificación simbólica de sectores sociales subalternos identificados en la figura del líder.

Aunque las diversas lógicas de representación política no son referentes exclusivos de la izquierda, estas han formado parte de su proceso de acumulación política bajo la democracia. Históricamente, las izquierdas latinoamericanas se han constituido según el predomino de diversas lógicas representativas. En Brasil, Chile, Uruguay y México partidos de izquierda fuertes y bien organizados han sido los principales agentes del crecimiento de la izquierda. En Bolivia, y en menor medida en Ecuador, la izquierda se ha manifestado principalmente a través de los movimientos sociales, mientras que en Venezuela el liderazgo de Hugo Chávez ha sido y continúa siendo decisivo en el surgimiento y profundización del llamado socialismo del siglo XXI. ¿Qué sucede cuando la izquierda llega al Gobierno? Como ya se ha señalado, en todo Gobierno democrático se mantienen vigentes una combinación de las tres lógicas de representación política. Es posible entonces clasificar los diversos gobiernos de izquierda en la región de acuerdo con el grado en el cual estas lógicas están presentes en sus prácticas representativas. La tabla 1 muestra un intento provisional e imperfecto de clasificación en términos de la vigencia alta, media o baja de cada una de estas lógicas.

Todos los gobiernos caracterizados usualmente como socialdemócratas (Brasil, Chile y Uruguay) tienen grados altos de representación partidista. Pero en cada uno de estos gobiernos la lógica partidista se combina de forma diferente con las otras lógicas de representación política. Así, el Gobierno de Uruguay combina una fuerte lógica de representación partidista con un alto grado de representación societalista, dado que los sindicatos tienen una considerable influencia institucional en la política laboral y un también considerable poder de veto en un amplio conjunto de políticas públicas. En contraste, el Gobierno chileno se caracteriza por un alto grado de representación partidista combinado con un grado bajo de representación societalista. Esto no significa negar la existencia de organizaciones sociales en Chile, sino destacar el amplio margen de autonomía que tienen los partidos de la Concertación para tomar decisiones de gobierno. Finalmente, el caso de Brasil ilustra la importancia del análisis dinámico de las relaciones de representación. En Brasil, el Partido de los Trabajadores (PT) surgió a partir del movimiento sindical y se construyó con fuertes arraigos en los sindicatos y las organizaciones de la sociedad civil. En este proceso, el liderazgo personal de Luiz Inácio Lula da Silva fue particularmente importante, pero este estaba claramente enmarcado en la estructura partidaria del PT. Sin embargo, desde su acceso al Gobierno, el PT, sin romper completamente sus lazos sociales, se ha distanciado de sus bases sindicales y de la sociedad civil, actuando fundamentalmente basándose en una lógica de maquinarias político partidarias centrada en el juego de alianzas y apoyos parlamentarios. Entretanto, como se vio en ocasión de los escándalos de corrupción de los años 2005 y 2006 y en las elecciones del año 2006, el liderazgo personal del presidente Lula ha ganado un margen de autonomía considerable sobre el PT: la identificación directa entre el presidente-candidato y los sectores populares se convirtió en una de sus mayores cartas de triunfo electoral.

Tomando como base las variaciones y combinaciones en las lógicas de representación política esbozadas en el párrafo anterior, es posible hacer algunas distinciones significativas entre los llamados gobiernos socialdemócratas de la región. Dada la combinación de una fuerte lógica de representación partidista con una igualmente fuerte representación societalista, desde el punto de vista de la representación política, Uruguay estaría más cerca del modelo socialdemócrata que los otros gobiernos. En el caso de Chile, considerado como un modelo de socialdemocracia en la región, sería en todo caso un Gobierno de Tercera Vía o incluso un liberalismo social más que una socialdemocracia típica. El caso de Brasil se diferencia del de Chile y Uruguay por la combinación de la lógica partidista con un importante liderazgo personal del presidente Lula. Este liderazgo actúa dentro de un marco institucional muy diferente a la de los liderazgos de tipo populista, pero no por ello deja de introducir elementos de identificación populista en la política brasilera. Esto se mostró claramente cuando, enfrentado a acusaciones de corrupción en su Gobierno, el presidente Lula se defendió afirmando que estas acusaciones eran parte de una conspiración de las élites brasileñas contra un presidente de origen popular.

Analicemos ahora los llamados regímenes populistas. Como es de esperar, todos los gobiernos considerados populistas tienen altos grados de representación personalista y bajos grados de representación institucional. Sin embargo, también exhiben grados diversos de representación societalista. En nuestra clasificación, Bolivia se caracteriza por el grado más alto de representación societalista y Venezuela por el grado más bajo, mientras Ecuador se mantiene en un grado medio. Esta clasificación debe tomarse con algunas reservas y, sobre todo, interpretarla dentro de procesos dinámicos y no congelados en el tiempo. Se puede objetar que el Gobierno Venezolano ha establecido un conjunto muy importante de instancias participativas, hecho que haría del Gobierno venezolano un régimen altamente societalista. Sin descartar totalmente este argumento, cuya dilucidación ha sido objeto de estudios empíricos que han llegado a conclusiones contradictorias, es posible argumentar que la mayoría de estas organizaciones fueron creadas por el chavismo y que, como tal, carecen de verdadera autonomía en relación con el Gobierno. Por otra parte, Chávez surge en la política desde el ámbito militar y no del social, y ha ejercido un liderazgo de fuerte tono personalista al definir el rumbo de la revolución bolivariana. En contraste, en Bolivia, Morales surge desde el movimiento sindical; su partido, el MAS, se organiza desde los sindicatos y la autonomía de su Gobierno está fuertemente acotada por la presión de los movimientos sociales que constituyen su base de apoyo.

El caso de Ecuador es el más difícil de clasificar, por su novedad, y debe entenderse en un contexto rápidamente cambiante. La representación política en Ecuador funcionó en un marco de debilidad institucional que generó una partidocracia que le quitó legitimidad a su lógica representativa. Paralelamente, fueron surgiendo movimientos sociales, como las organizaciones indígenas, que contribuyeron a la deslegitimación del sistema con sus movilizaciones callejeras. Pero estos movimientos carecen de la centralidad y capacidad de organización en el ámbito nacional de los movimientos sociales bolivianos. El surgimiento de Rafael Correa como el ganador de las elecciones presidenciales en las que no presentó candidatos al Congreso, le ha dado al dirigente un fuerte espacio de liderazgo personalista.

Desde entonces, Correa ha usado ese espacio para ganar márgenes de autonomía política y para debilitar a la partidocracia ecuatoriana. Pero dada la fragmentación de poder que caracteriza a Ecuador, es difícil anticipar que Correa pueda llegar a ejercer en Ecuador el mismo tipo de liderazgo personalista que ha ejercido Chávez en Venezuela. Finalmente, el caso de Argentina nos muestra también la dinámica cambiante de la representación política. Después de la crisis del año 2001, los partidos políticos argentinos entraron en una profunda crisis. A partir de su victoria electoral en 2003, obtenida con el apoyo de apenas poco más de una quinta parte de los ciudadanos, el presidente Néstor Kirchner emprendió uno de los procesos de construcción de liderazgo personal más exitosos de la historia argentina, basado en el control discrecional de los recursos públicos, la reactivación de los aliados sociales del peronismo y la cooptación de líderes provinciales de otras fuerzas políticas. El éxito de la estrategia kirchneriana se materializó en el triunfo electoral de su esposa, Cristina Fernández, en las elecciones presidenciales de octubre 2007. Si embargo, errores estratégicos del nuevo Gobierno, principalmente en un polarizante enfrentamiento con los productores agrícolas, sumado al deterioro de la situación económica en 2008, han erosionado fuertemente la popularidad de la presidenta y se han abierto espacios para una oposición más sistemática a su Gobierno. Queda por ver, sin embargo, si este nuevo juego político debe darse a partir de una precomposición del sistema de partidos o debe continuar siendo una disputa entre liderazgos políticos con débiles arraigos partidarios afuera del justicialismo en alianzas inestables con fuerzas provinciales.

Al igual que en los gobiernos socialdemócratas, el juego de las diversas lógicas en el interior de los regímenes populistas permite establecer importantes diferencias internas entre ellos. El liderazgo de Chávez no es el mismo que el de Morales que, a su vez, no es el mismo que el de Correa. La diferencia entre ellos está en la relación entre sus liderazgos y los anclajes sociales que los limitan y condicionan. Estas diferencias se ponen de manifiesto no sólo en el grado de autonomía que disfrutan estos líderes, sino también en las posibilidades de institucionalización de los respectivos gobiernos.

Izquierda y representación democrática: los desafíos futuros

Cualquier proyecto de izquierda tiene que hacerse en democracia y tiene que tener como objetivo la profundización de la democracia. El análisis de las lógicas de representación política en los gobiernos de izquierda latinoamericanos nos permite ir más allá de la dicotomía simple y, a veces, simplista entre populistas y socialdemócratas sin abandonarla totalmente. ¿Pero, cuáles son las implicaciones de esta clasificación más compleja para la democracia en la región? En la sección anterior se argumentó que cada una de estas lógicas tiene un papel legítimo en la democracia. En una relación de tensión y complementación mutua, estas lógicas constituyen relaciones de representación que se complementan y controlan mutuamente y contribuyen a la calidad de la democracia. No puede haber cambio sin visiones de futuro, y los líderes son, a menudo, los portavoces más efectivos de esas visiones. Líderes políticos populares también dan voz a los que no tienen representantes institucionales. Los partidos son canales necesarios para la generalización de la representación política y la negociación de intereses generalizables. Las organizaciones sociales son actores indispensables para canalizar demandas sociales y controlar que los actores políticos rindan cuentas de sus actos.

Pero, como ya se discutió en la sección anterior, los monopolios representativos pueden convertirse en obstáculos e incluso en amenazas para la democracia. Así, por ejemplo, en Chile, el predominio de la representación partidista ha dado como resultado una percepción de la política como dominada por las élites políticas y tecnocráticas del Estado, lo cual ha traído como consecuencia niveles considerables de alienación política y la falta de mecanismos adecuados de canalización de demandas sociales. En Brasil, donde la representación partidista funciona en un marco institucional muy diferente al chileno, la partidocracia a la brasileña ha dado como resultado la institucionalización de la corrupción y la colonización del aparato estatal por las clientelas políticas. En contraste, el dominio de la lógica societalista en Bolivia reproduce las fragmentaciones sociales, paraliza la acción gubernativa y amenaza la propia integridad del Estado boliviano. Y en Venezuela, el liderazgo personalista de Chávez ha llevado a una concentración de recursos de poder discrecionales en el Ejecutivo que pone en cuestión la existencia de mecanismos adecuados de control democrático.

¿Cómo evitar estos peligros para la democracia? La clave está, en nuestra opinión, en integrar estas lógicas en un proyecto de cambio democrático centrado en instituciones que combinen un balance adecuado de las diferentes lógicas representativas. En ciertas versiones de la izquierda, esto se ha codificado como darle prioridad a la llamada democracia participativa, basada en actores sociales, sobre la democracia representativa, centrada en actores políticos. Pero esta es una forma errónea de plantear alternativas. En primer lugar, la dicotomía no es entre participación y representación, sino entre formas alternativas de representación. En segundo lugar, la democracia participativa no es una alternativa a la democracia liberal, sino su suplemento. Fuera de los marcos institucionales de la democracia representativa, las formas participativas presentan problemas conocidos de representatividad, sobrerepresentación de ciertos intereses y captura por grupos o líderes políticos. Estudios de instituciones participativas en el ámbito local muestran que las mismas funcionan mejor donde existen instituciones representativas fuertes. Del mismo modo, los actores sociales y las instituciones representativas fuertes son condiciones para el ejercicio de liderazgo democrático.

Esto presenta a los gobiernos de izquierda latinoamericanos con una tarea común que, al mismo tiempo, requiere ser implementada de manera diferente en cada país. Los principios de la construcción democrática en un marco de democracia representativa son los mismos para todos los países, pero las prioridades para la “democratización de la democracia” varían de acuerdo con el juego de las diferentes lógicas representativas en cada país. No existe ninguna garantía de que los diversos proyectos de cambio político representados por las diversas variantes de la izquierda en América Latina hayan de lograr este objetivo, y hay buenas razones para temer que en algunos casos puedan resultar verdaderos retrocesos. Pero no se debe olvidar que, como se recuerda en la primera sección de esta ponencia, la llegada de la izquierda al Gobierno en América Latina es producto de más de dos décadas de acumulaciones en democracia y que esas acumulaciones no son fácilmente desechables.

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