Louis W. Goodman
La Guerra Fría, caracterizada por la desconfianza, marcó las relaciones entre los líderes civiles y militares latinoamericanos durante el siglo XX1. Comúnmente, los líderes militares visualizaban a la clase política civil como incompetente y auto indulgente, calificándola hasta de antipatriota y aliada a los intereses extranjeros.
Las frecuentes llegadas militares al poder eran, a menudo, motivadas por la percepción de que se necesitaba salvar a la nación de un liderazgo civil débil, corrupto e indisciplinado. Por su parte, los líderes civiles percibían sus propias experiencias como grandes intentos de lograr un gobierno que respondiera a la mayoría de la población, que eran imposibilitados por sectores militares asociados con las oligarquías en busca de su propio interés. Estas frías relaciones comenzaron a descongelarse con el retorno de los regímenes civiles en los años 80, y se vieron reforzadas luego con la imposición de restricciones al posible retorno de los militares al poder, algunas de las cuales provinieron de las mismas instituciones militares. Una economía inestable, sumada a los resultados políticos obtenidos durante el pasado siglo por los gobiernos militares en América Latina, y a las divisiones internas que estas experiencias crearon en muchas de las Fuerzas, han descartado definitivamente cualquier tipo de entusiasmo por los gobiernos de facto encabezados por líderes militares.
Con el retorno de los regímenes civiles y el fin de la Guerra Fría, el tamaño de los presupuestos de las Fuerzas Armadas cayó sustancialmente; los Ministros de Defensa, muchos de ellos civiles, comenzaron a ser nombrados por presidentes electos popularmente; los cuerpos de trabajo de los ministerios comenzaron a estar compuestos en su mayoría por personal civil profesional; civiles y militares se permiten mutuamente cursar estudios en sus instituciones académicas; la conscripción obligatoria fue eliminada en varios de los países; las mujeres comenzaron a unirse a las Fuerzas Armadas en cantidades cada vez mayores; los Libros Blancos han hecho de los presupuestos militares y de las estructuras de las Fuerzas algo cada vez más transparente; y los debates sobre asuntos relacionados a la defensa nacional son ahora frecuentemente iniciados por comisiones parlamentarias.
A pesar de que este descongelamiento aun está lejos de completarse, las relaciones cívico-militares han tomado un matiz diferente en el siglo XXI. Las fuerzas políticas progresistas ya no son abiertamente etiquetadas como aliadas a pérfidas influencias extranjeras. Las Fuerzas Armadas ya no ven a los gobiernos militares como la solución a los problemas nacionales. Los líderes civiles ya no temen a las cúpulas militares como barreras al progreso democrático. Esto es importante, teniendo en cuenta que las ineficiencias e inequidades (que en parte llevaron a líderes militares como el argentino Juan Carlos Onganía y el peruano Juan Velasco Alvarado a derrocar gobiernos civiles electos) aún continúan. Mientras que el crecimiento económico latinoamericano ha ido en aumento desde el año 2004, los registros de décadas pasadas han dejado a 250 millones de latinoamericanos (sobre una población total de 600 millones) sumidos en la pobreza, con 100 millones de personas sin la posibilidad de proveerse de un techo y de la nutrición básica necesaria.
Mientras que los índices que miden la brecha que separa a ricos y pobres es de 4 a 1 en países como Suecia y Taiwán, esta brecha en América Latina es la mayor a nivel mundial, promediando un 15 a 1, con niveles que en Brasil, Guatemala, Panamá y México son superiores al 30 a 14. Las condiciones sociales básicas han sido fuertemente deterioradas a causa de ecosistemas dañados por las fuerzas económicas; el calentamiento global; y el aumento de la criminalidad en asociación con la problemática de las drogas, que cada vez más es controlada por complejas organizaciones con vínculos transnacionales.
Mientras que las condiciones descriptas en los párrafos anteriores ya no son causas para que las Fuerzas Armadas de América Latina busquen derrocar a gobiernos electos, ahora son estos gobiernos los que inician acciones militares para combatir los problemas mencionados. Incapaces de proveer sistemas básicos de salud y educación para los empobrecidos poblados rurales a partir de las instituciones civiles, los políticos llaman a sus tropas para sean ellas quienes los provean. Incapaces de controlar las actividades llevadas a cabo por las "mafias de las drogas" y otras formas delictivas, los políticos hacen un llamado a sus tropas para desempeñar funciones de policía. Incapaces de realizar la recolección de basura, vacunar perros y animales de granja, o de distribuir fertilizantes entre los granjeros, los políticos llaman a sus tropas para que provean servicios normalmente provistos por instituciones sanitarias y agrícolas. Los civiles latinoamericanos agradecen profusamente estos servicios brindados por sus uniformados. Pero esta clase de cobertura de las falencias civiles, sin un plan definitivo para reemplazar a militares con civiles en estos puestos, sólo retrasa el día en que los ciudadanos latinoamericanos puedan ser atendidos por gobiernos que cuenten con sólidas instituciones, sostenidas por profesionales altamente calificados, que provean las bases para que sus ciudadanos puedan construir creativamente sus vidas, en un contexto de paz y prosperidad.
Mientras que los militares latinoamericanos son llamados a asumir roles que en otros contextos nacionales son enteramente llevados a cabo por civiles, América Latina continúa dependiendo de sus Fuerzas Armadas para que también desempeñen las funciones que son básicas de su misión: proveer a la defensa nacional, responder ante emergencias causadas por desastres naturales, y cooperar con otras naciones para confrontar enemigos comunes. Mientras la relativa merma de guerras regionales hace que la primera función sea menos importante, los militares de la región son llamados frecuentemente para responder ante desastres causados por huracanes, terremotos e inundaciones; y las naciones refuerzan sus vínculos con sus aliados de manera significativa a partir de la participación en operaciones militares conjuntas y misiones multilaterales de mantenimiento de la paz. El problema es que a veces la habilidad de llevar a cabo estos roles es debilitada por las demandas políticas que llevan a los militares a realizar acciones no relacionadas con la defensa, a menudo objetadas por parte de los jefes militares.
Los presupuestos militares latinoamericanos, bajos en comparación con naciones de otras regiones, cubren en su mayoría costos de personal asociados con los salarios de los efectivos militares, y del personal de apoyo civil. Los sueldos de los militares, así como los de la mayoría de los empleados del sector público, a su vez no son suficientes para cubrir los estándares de vida de la clase media. Por lo cual a menudo, los militares aún siendo oficiales de alto rango, buscan un segundo empleo, que va desde taxista hasta guardia de seguridad; o se tornan vulnerables a grupos extra gubernamentales que, a cambio de ciertas "consideraciones" les ofrecen beneficios que complementan sus salarios. Esta debilidad presupuestaria impide además la posibilidad de que los militares latinoamericanos puedan contar con una Fuerza totalmente profesional y dedicada a llevar a cabo las misiones propias de la defensa.
Las relaciones cívico-militares en el siglo XXI no poseen similitud con el estereotipo de las oligarquías auto interesadas, golpeando las puertas de las barracas, hambrientas de un golpe de Estado. En la actualidad el reto se centra en proveer a las Fuerzas Armadas de la región con los recursos necesarios para que puedan llevar a cabo sus funciones esenciales de defensa nacional, al tiempo que se fortalecen las capacidades civiles. Tal reto debe ser superado a través de guías, brindadas a las Fuerzas por planes nacionales de defensa diseñados por civiles, y por una administración civil de las instituciones nacionales de defensa. Al mismo tiempo, la conducción civil debe desarrollar capacidades para proveer a los ciudadanos de los servicios básicos, de manera tal que los políticos ya no sientan la necesidad de llamar a las tropas para cubrir dicho vacío. Así es como se debe continuar el camino de descongelamiento de las relaciones cívico-militares en América Latina, contribuyendo positivamente a la construcción de sistemas políticos democráticos.
La Guerra Fría, caracterizada por la desconfianza, marcó las relaciones entre los líderes civiles y militares latinoamericanos durante el siglo XX1. Comúnmente, los líderes militares visualizaban a la clase política civil como incompetente y auto indulgente, calificándola hasta de antipatriota y aliada a los intereses extranjeros.
Las frecuentes llegadas militares al poder eran, a menudo, motivadas por la percepción de que se necesitaba salvar a la nación de un liderazgo civil débil, corrupto e indisciplinado. Por su parte, los líderes civiles percibían sus propias experiencias como grandes intentos de lograr un gobierno que respondiera a la mayoría de la población, que eran imposibilitados por sectores militares asociados con las oligarquías en busca de su propio interés. Estas frías relaciones comenzaron a descongelarse con el retorno de los regímenes civiles en los años 80, y se vieron reforzadas luego con la imposición de restricciones al posible retorno de los militares al poder, algunas de las cuales provinieron de las mismas instituciones militares. Una economía inestable, sumada a los resultados políticos obtenidos durante el pasado siglo por los gobiernos militares en América Latina, y a las divisiones internas que estas experiencias crearon en muchas de las Fuerzas, han descartado definitivamente cualquier tipo de entusiasmo por los gobiernos de facto encabezados por líderes militares.
Con el retorno de los regímenes civiles y el fin de la Guerra Fría, el tamaño de los presupuestos de las Fuerzas Armadas cayó sustancialmente; los Ministros de Defensa, muchos de ellos civiles, comenzaron a ser nombrados por presidentes electos popularmente; los cuerpos de trabajo de los ministerios comenzaron a estar compuestos en su mayoría por personal civil profesional; civiles y militares se permiten mutuamente cursar estudios en sus instituciones académicas; la conscripción obligatoria fue eliminada en varios de los países; las mujeres comenzaron a unirse a las Fuerzas Armadas en cantidades cada vez mayores; los Libros Blancos han hecho de los presupuestos militares y de las estructuras de las Fuerzas algo cada vez más transparente; y los debates sobre asuntos relacionados a la defensa nacional son ahora frecuentemente iniciados por comisiones parlamentarias.
A pesar de que este descongelamiento aun está lejos de completarse, las relaciones cívico-militares han tomado un matiz diferente en el siglo XXI. Las fuerzas políticas progresistas ya no son abiertamente etiquetadas como aliadas a pérfidas influencias extranjeras. Las Fuerzas Armadas ya no ven a los gobiernos militares como la solución a los problemas nacionales. Los líderes civiles ya no temen a las cúpulas militares como barreras al progreso democrático. Esto es importante, teniendo en cuenta que las ineficiencias e inequidades (que en parte llevaron a líderes militares como el argentino Juan Carlos Onganía y el peruano Juan Velasco Alvarado a derrocar gobiernos civiles electos) aún continúan. Mientras que el crecimiento económico latinoamericano ha ido en aumento desde el año 2004, los registros de décadas pasadas han dejado a 250 millones de latinoamericanos (sobre una población total de 600 millones) sumidos en la pobreza, con 100 millones de personas sin la posibilidad de proveerse de un techo y de la nutrición básica necesaria.
Mientras que los índices que miden la brecha que separa a ricos y pobres es de 4 a 1 en países como Suecia y Taiwán, esta brecha en América Latina es la mayor a nivel mundial, promediando un 15 a 1, con niveles que en Brasil, Guatemala, Panamá y México son superiores al 30 a 14. Las condiciones sociales básicas han sido fuertemente deterioradas a causa de ecosistemas dañados por las fuerzas económicas; el calentamiento global; y el aumento de la criminalidad en asociación con la problemática de las drogas, que cada vez más es controlada por complejas organizaciones con vínculos transnacionales.
Mientras que las condiciones descriptas en los párrafos anteriores ya no son causas para que las Fuerzas Armadas de América Latina busquen derrocar a gobiernos electos, ahora son estos gobiernos los que inician acciones militares para combatir los problemas mencionados. Incapaces de proveer sistemas básicos de salud y educación para los empobrecidos poblados rurales a partir de las instituciones civiles, los políticos llaman a sus tropas para sean ellas quienes los provean. Incapaces de controlar las actividades llevadas a cabo por las "mafias de las drogas" y otras formas delictivas, los políticos hacen un llamado a sus tropas para desempeñar funciones de policía. Incapaces de realizar la recolección de basura, vacunar perros y animales de granja, o de distribuir fertilizantes entre los granjeros, los políticos llaman a sus tropas para que provean servicios normalmente provistos por instituciones sanitarias y agrícolas. Los civiles latinoamericanos agradecen profusamente estos servicios brindados por sus uniformados. Pero esta clase de cobertura de las falencias civiles, sin un plan definitivo para reemplazar a militares con civiles en estos puestos, sólo retrasa el día en que los ciudadanos latinoamericanos puedan ser atendidos por gobiernos que cuenten con sólidas instituciones, sostenidas por profesionales altamente calificados, que provean las bases para que sus ciudadanos puedan construir creativamente sus vidas, en un contexto de paz y prosperidad.
Mientras que los militares latinoamericanos son llamados a asumir roles que en otros contextos nacionales son enteramente llevados a cabo por civiles, América Latina continúa dependiendo de sus Fuerzas Armadas para que también desempeñen las funciones que son básicas de su misión: proveer a la defensa nacional, responder ante emergencias causadas por desastres naturales, y cooperar con otras naciones para confrontar enemigos comunes. Mientras la relativa merma de guerras regionales hace que la primera función sea menos importante, los militares de la región son llamados frecuentemente para responder ante desastres causados por huracanes, terremotos e inundaciones; y las naciones refuerzan sus vínculos con sus aliados de manera significativa a partir de la participación en operaciones militares conjuntas y misiones multilaterales de mantenimiento de la paz. El problema es que a veces la habilidad de llevar a cabo estos roles es debilitada por las demandas políticas que llevan a los militares a realizar acciones no relacionadas con la defensa, a menudo objetadas por parte de los jefes militares.
Los presupuestos militares latinoamericanos, bajos en comparación con naciones de otras regiones, cubren en su mayoría costos de personal asociados con los salarios de los efectivos militares, y del personal de apoyo civil. Los sueldos de los militares, así como los de la mayoría de los empleados del sector público, a su vez no son suficientes para cubrir los estándares de vida de la clase media. Por lo cual a menudo, los militares aún siendo oficiales de alto rango, buscan un segundo empleo, que va desde taxista hasta guardia de seguridad; o se tornan vulnerables a grupos extra gubernamentales que, a cambio de ciertas "consideraciones" les ofrecen beneficios que complementan sus salarios. Esta debilidad presupuestaria impide además la posibilidad de que los militares latinoamericanos puedan contar con una Fuerza totalmente profesional y dedicada a llevar a cabo las misiones propias de la defensa.
Las relaciones cívico-militares en el siglo XXI no poseen similitud con el estereotipo de las oligarquías auto interesadas, golpeando las puertas de las barracas, hambrientas de un golpe de Estado. En la actualidad el reto se centra en proveer a las Fuerzas Armadas de la región con los recursos necesarios para que puedan llevar a cabo sus funciones esenciales de defensa nacional, al tiempo que se fortalecen las capacidades civiles. Tal reto debe ser superado a través de guías, brindadas a las Fuerzas por planes nacionales de defensa diseñados por civiles, y por una administración civil de las instituciones nacionales de defensa. Al mismo tiempo, la conducción civil debe desarrollar capacidades para proveer a los ciudadanos de los servicios básicos, de manera tal que los políticos ya no sientan la necesidad de llamar a las tropas para cubrir dicho vacío. Así es como se debe continuar el camino de descongelamiento de las relaciones cívico-militares en América Latina, contribuyendo positivamente a la construcción de sistemas políticos democráticos.
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