Rafael Martínez
El pasado 23 de mayo en Brasilia recibió su bautismo fundacional UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas). A la vez que se aprobó el tratado constitutivo de esta nueva organización regional estaba previsto, por parte del gobierno brasileño, dar luz verde al Consejo Sudamericano de Defensa (CSD), pero no ocurrió. Las dudas uruguayas, pero sobre todo la inicial negativa colombiana –cuyo Presidente Uribe quería, a toda costa, mantener libertad de acción en su particular lucha contra las FARC a través de los planes Colombia y Patriota- llevaron a posponer su creación y articular un grupo de expertos que, en un plazo de 90 días, emitiese un informe que permitiese a los Jefes de Estado de los países firmantes de UNASUR (Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, Guayana, Paraguay, Perú, Suriname, Uruguay y Venezuela) configurar, antes de fin de año, esta nueva estructura.
El tratado constitutivo de UNASUR afirma en su Preámbulo su determinación de crear una identidad y ciudadanía suramericanas, así como un espacio regional integrado en lo político, económico, social, cultural, ambiental, energético y de infraestructuras. Esa necesidad de integración regional se estima necesaria para acabar con la pobreza, la exclusión y la desigualdad; auténticos cánceres de la región. En definitiva, la integración es el paso hacia un multilateralismo que pueda converger en una cultura de paz en un mundo libre. Si loable es el Preámbulo no lo son menos los objetivos específicos que narra el artículo 3 del tratado: (i) fortalecimiento del diálogo político, (ii) erradicar la pobreza y superar las desigualdades, (iii) acceso universal a la educación, (iv) desarrollo energético sostenible y solidario, (v) desarrollo de infraestructuras de interconexión, (vi) integración financiera, (vii) protección de la biodiversidad, (viii) seguridad social, (ix) identidad sudamericana, (x) integración industrial y productiva, (xi) proyectos comunes de I+D+I, (xii) cooperación migratoria, (xiii) promoción de la diversidad cultural, (xiv) cooperación judicial, (xv) cooperación en seguridad ciudadana, (xvi) coordinación en la lucha contra el terrorismo e (xvii) intercambios en materia defensiva.
Este nuevo organismo regional se inserta en una nueva dinámica regional marcada, desde muchos países, por un alejamiento, cada vez más nítido, de la tutela norteamericana. La OEA (Organización de Estados Americanos) ya vivió esas tensiones con la última elección del Secretario General. Cierto es que los EEUU son 1 de 34 en este organismo; pero no es menos cierto el profuso liderazgo que este país ha tenido en dicha organización, al tiempo que países como Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador o Paraguay reclaman, cada vez con más intensidad, la necesidad de articular una voz propia, por no decir abiertamente disonante de la estadounidense. Todo ello al tiempo que la Administración Bush ha decidido reactivar la IV Flota, disuelta en 1950. Es en ese escenario en el que nace UNASUR. Organismo que cuenta con más activos que un, cada vez más, moribundo MERCOSUR y con un potencial de eficacia y efectividad más prometedor que la OEA aunque no sea por la mayor facilidad que implica llegar a acuerdos entre 12, que no entre 34.
¿Por qué el CSD? Porque UNASUR pretende funcionar a través de reuniones anuales de Jefes de Estado, semestrales de Ministros y bimensuales de delegados; pero también prevé la coordinación con otras estructuras regionales de integración y cooperación, ámbito en el que el CSD encuentra su razón de ser. Incluso desde el Tratado y las propuestas iniciales sobre el CSD se habla del apoyo a convenios bilaterales (como el rubricado por Ecuador y Bolivia el 6 de junio de este año de cooperación en seguridad y defensa) y multilaterales (al estilo del bolivariano que propugna Venezuela junto con Ecuador, Bolivia y Nicaragua). Cooperación reforzada en lenguaje de la Unión Europea. Pero sobre todo porque la región carece de acuerdos eficaces en materia de Seguridad y Defensa. Se puede argumentar que existe desde 1947 el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca) o la JID (Junta Interamericana de Defensa) o incluso la vertiente de seguridad de MERCOSUR; pero ninguno de estos acuerdos además de vigente, es eficaz. Es sintomático que la última Conferencia de Ministros de Defensa de las Américas, celebrada en Banff (Canadá) en septiembre, aprobó una declaración en cuyo quinto punto manifiesta “su apoyo a medidas que fortalezcan la cooperación en materia de defensa y seguridad entre los países de las Américas”. El momento es oportuno.
El proyecto de CSD tiene poco que ver con la OTAN. En ningún caso está prevista una cláusula de seguridad mutua. Tampoco el modelo europeo de la PESD es su homónimo. Ni se prevé capacidad operativa conjunta, ni mucho menos un mando conjunto o una simple política común. ¿Qué se busca entonces? Un foro de diálogo donde impulsar una política regional. En palabras del ministro de defensa brasileño, Nelson Jobim: “Debemos articular una nueva visión de defensa de la región fundada en valores y principios comunes, como el respeto a la soberanía, a la autodeterminación, a la integridad territorial de los Estados y a la no injerencia en asuntos internos” Se trata sencillamente de identificar problemas comunes y fomentar la confianza, información y experiencias que allanen el camino de la integración regional en este ámbito. Asimismo se trataría de incrementar los intercambios de personal militar en el plano educativo castrense, de articular operaciones conjuntas de paz, de prever mecanismos conjuntos de actuación ante catástrofes naturales, de proyectar ejercicios tácticos conjuntos, de fomentar la industria de defensa para aumentar la autonomía de abastecimiento o de conjugar posiciones comunes que puedan ser defendidas como tales en el JID o en la OEA. A tal fin, el hasta la fecha difuso organigrama parece que piensa en diseñar tres ámbitos geográficos de trabajo: el amazónico, el andino y el rioplatense.
¿Por qué no ha fructificado? Fundamentalmente por tres razones. La principal ha sido la, ya expuesta, negativa colombiana; si bien ha aceptado participar en el grupo de expertos con su dos preceptivos representantes. En segundo lugar, porque quien encabeza la fórmula, Brasil, genera todo tipo de suspicacias. ¿Cómo es posible que el país menos receptivo a cualquier tipo de Tratado que menoscabe su libertad individual de acción sea el impulsor? ¿Qué buscará? Para unos sólo una plataforma regional en la que dinamizar su industria armamentística. Para otros, Lula simplemente ha descubierto, como todo Presidente que se precie en su segundo mandato, el sistema internacional y, como anunció en su discurso de 4 de marzo, quiere una silla en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y quiere liderar la seguridad y defensa regionales a través del CSD. Se trata del imperialismo brasilero perennemente criticado en la región. En tercer lugar, y no menos importante, porque la propuesta está todavía demasiado “verde”.
En todo caso, una propuesta que pretende lograr consensos políticos, que busca generar mecanismos de cooperación e integración regional, que implica un nuevo intento con el que superar fracasos previos en la gestión y superación de conflictos y que ayudará, sin duda, a la consolidación democrática de las Fuerzas Armadas de toda la región merece una oportunidad. Aunque no sea más que por ese último objetivo, la Unión Europea, y sobre todo España, deberían involucrarse en el éxito de este organismo. Hace ya tiempo que el mundo occidental tiene claro que la cooperación en seguridad y defensa o que la interoperabilidad de sus fuerzas armadas son dividendos de la paz y el camino hacia una mayor eficacia en la lucha contra las nuevas amenazas. Apoyar a Sudamérica en ese empeño resulta, pues, imprescindible.
El pasado 23 de mayo en Brasilia recibió su bautismo fundacional UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas). A la vez que se aprobó el tratado constitutivo de esta nueva organización regional estaba previsto, por parte del gobierno brasileño, dar luz verde al Consejo Sudamericano de Defensa (CSD), pero no ocurrió. Las dudas uruguayas, pero sobre todo la inicial negativa colombiana –cuyo Presidente Uribe quería, a toda costa, mantener libertad de acción en su particular lucha contra las FARC a través de los planes Colombia y Patriota- llevaron a posponer su creación y articular un grupo de expertos que, en un plazo de 90 días, emitiese un informe que permitiese a los Jefes de Estado de los países firmantes de UNASUR (Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Chile, Ecuador, Guayana, Paraguay, Perú, Suriname, Uruguay y Venezuela) configurar, antes de fin de año, esta nueva estructura.
El tratado constitutivo de UNASUR afirma en su Preámbulo su determinación de crear una identidad y ciudadanía suramericanas, así como un espacio regional integrado en lo político, económico, social, cultural, ambiental, energético y de infraestructuras. Esa necesidad de integración regional se estima necesaria para acabar con la pobreza, la exclusión y la desigualdad; auténticos cánceres de la región. En definitiva, la integración es el paso hacia un multilateralismo que pueda converger en una cultura de paz en un mundo libre. Si loable es el Preámbulo no lo son menos los objetivos específicos que narra el artículo 3 del tratado: (i) fortalecimiento del diálogo político, (ii) erradicar la pobreza y superar las desigualdades, (iii) acceso universal a la educación, (iv) desarrollo energético sostenible y solidario, (v) desarrollo de infraestructuras de interconexión, (vi) integración financiera, (vii) protección de la biodiversidad, (viii) seguridad social, (ix) identidad sudamericana, (x) integración industrial y productiva, (xi) proyectos comunes de I+D+I, (xii) cooperación migratoria, (xiii) promoción de la diversidad cultural, (xiv) cooperación judicial, (xv) cooperación en seguridad ciudadana, (xvi) coordinación en la lucha contra el terrorismo e (xvii) intercambios en materia defensiva.
Este nuevo organismo regional se inserta en una nueva dinámica regional marcada, desde muchos países, por un alejamiento, cada vez más nítido, de la tutela norteamericana. La OEA (Organización de Estados Americanos) ya vivió esas tensiones con la última elección del Secretario General. Cierto es que los EEUU son 1 de 34 en este organismo; pero no es menos cierto el profuso liderazgo que este país ha tenido en dicha organización, al tiempo que países como Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador o Paraguay reclaman, cada vez con más intensidad, la necesidad de articular una voz propia, por no decir abiertamente disonante de la estadounidense. Todo ello al tiempo que la Administración Bush ha decidido reactivar la IV Flota, disuelta en 1950. Es en ese escenario en el que nace UNASUR. Organismo que cuenta con más activos que un, cada vez más, moribundo MERCOSUR y con un potencial de eficacia y efectividad más prometedor que la OEA aunque no sea por la mayor facilidad que implica llegar a acuerdos entre 12, que no entre 34.
¿Por qué el CSD? Porque UNASUR pretende funcionar a través de reuniones anuales de Jefes de Estado, semestrales de Ministros y bimensuales de delegados; pero también prevé la coordinación con otras estructuras regionales de integración y cooperación, ámbito en el que el CSD encuentra su razón de ser. Incluso desde el Tratado y las propuestas iniciales sobre el CSD se habla del apoyo a convenios bilaterales (como el rubricado por Ecuador y Bolivia el 6 de junio de este año de cooperación en seguridad y defensa) y multilaterales (al estilo del bolivariano que propugna Venezuela junto con Ecuador, Bolivia y Nicaragua). Cooperación reforzada en lenguaje de la Unión Europea. Pero sobre todo porque la región carece de acuerdos eficaces en materia de Seguridad y Defensa. Se puede argumentar que existe desde 1947 el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca) o la JID (Junta Interamericana de Defensa) o incluso la vertiente de seguridad de MERCOSUR; pero ninguno de estos acuerdos además de vigente, es eficaz. Es sintomático que la última Conferencia de Ministros de Defensa de las Américas, celebrada en Banff (Canadá) en septiembre, aprobó una declaración en cuyo quinto punto manifiesta “su apoyo a medidas que fortalezcan la cooperación en materia de defensa y seguridad entre los países de las Américas”. El momento es oportuno.
El proyecto de CSD tiene poco que ver con la OTAN. En ningún caso está prevista una cláusula de seguridad mutua. Tampoco el modelo europeo de la PESD es su homónimo. Ni se prevé capacidad operativa conjunta, ni mucho menos un mando conjunto o una simple política común. ¿Qué se busca entonces? Un foro de diálogo donde impulsar una política regional. En palabras del ministro de defensa brasileño, Nelson Jobim: “Debemos articular una nueva visión de defensa de la región fundada en valores y principios comunes, como el respeto a la soberanía, a la autodeterminación, a la integridad territorial de los Estados y a la no injerencia en asuntos internos” Se trata sencillamente de identificar problemas comunes y fomentar la confianza, información y experiencias que allanen el camino de la integración regional en este ámbito. Asimismo se trataría de incrementar los intercambios de personal militar en el plano educativo castrense, de articular operaciones conjuntas de paz, de prever mecanismos conjuntos de actuación ante catástrofes naturales, de proyectar ejercicios tácticos conjuntos, de fomentar la industria de defensa para aumentar la autonomía de abastecimiento o de conjugar posiciones comunes que puedan ser defendidas como tales en el JID o en la OEA. A tal fin, el hasta la fecha difuso organigrama parece que piensa en diseñar tres ámbitos geográficos de trabajo: el amazónico, el andino y el rioplatense.
¿Por qué no ha fructificado? Fundamentalmente por tres razones. La principal ha sido la, ya expuesta, negativa colombiana; si bien ha aceptado participar en el grupo de expertos con su dos preceptivos representantes. En segundo lugar, porque quien encabeza la fórmula, Brasil, genera todo tipo de suspicacias. ¿Cómo es posible que el país menos receptivo a cualquier tipo de Tratado que menoscabe su libertad individual de acción sea el impulsor? ¿Qué buscará? Para unos sólo una plataforma regional en la que dinamizar su industria armamentística. Para otros, Lula simplemente ha descubierto, como todo Presidente que se precie en su segundo mandato, el sistema internacional y, como anunció en su discurso de 4 de marzo, quiere una silla en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y quiere liderar la seguridad y defensa regionales a través del CSD. Se trata del imperialismo brasilero perennemente criticado en la región. En tercer lugar, y no menos importante, porque la propuesta está todavía demasiado “verde”.
En todo caso, una propuesta que pretende lograr consensos políticos, que busca generar mecanismos de cooperación e integración regional, que implica un nuevo intento con el que superar fracasos previos en la gestión y superación de conflictos y que ayudará, sin duda, a la consolidación democrática de las Fuerzas Armadas de toda la región merece una oportunidad. Aunque no sea más que por ese último objetivo, la Unión Europea, y sobre todo España, deberían involucrarse en el éxito de este organismo. Hace ya tiempo que el mundo occidental tiene claro que la cooperación en seguridad y defensa o que la interoperabilidad de sus fuerzas armadas son dividendos de la paz y el camino hacia una mayor eficacia en la lucha contra las nuevas amenazas. Apoyar a Sudamérica en ese empeño resulta, pues, imprescindible.
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