Guadalupe González González
La vocación latinoamericana de México: ¿mito o realidad?
A pesar de su capacidad de proyección y liderazgo regional, México, a diferencia de Brasil, ha sido en América Latina una potencia media ambivalente y errática. Históricamente, no ha mantenido una política latinoamericana consistente, integral y de largo plazo, y ha oscilado entre largos periodos de indiferencia relativa o franco abandono y ciclos de fuerte actividad diplomática centrada en escasos países y en temas específicos. Aun en estas ocasiones han sido políticas de carácter defensivo o reactivo más que estrategias proactivas orientadas hacia la proyección de poder regional o a la exportación del "modelo mexicano" de desarrollo político, económico y cultural. Desde México, a América Latina se le ha percibido como punto de equilibrio frente a la relación con Estados Unidos o como fuente de inseguridad, y no como zona de influencia o plataforma para anclar su inserción internacional y su crecimiento económico. En general, la presencia de México en la región se ha sustentado en la acción diplomática y el diálogo político sin un despliegue significativo de instrumentos económicos (comercio, inversión, petróleo) o de carácter militar y estratégico. Por último, la política exterior hacia América Latina ha estado siempre triangulada por los vínculos de ambos actores con Estados Unidos.
La posición geopolítica dual de México como el sur de América del Norte y el norte de América Latina le ha significado en todo momento dificultades para ubicarse en el marco del juego latinoamericano y para integrar una visión de conjunto de los dos vértices del triángulo. En el panorama actual de un espacio latinoamericano cada vez más fragmentado y de falta de acuerdos hemisféricos, las dificultades que enfrenta para definir con claridad un papel activo en la región son mucho mayores que en cualquier otro momento posterior a la Guerra Fría. Frente a las nuevas circunstancias, México se encuentra en un estado de confusión estratégica que amplía la percepción de distanciamiento con respecto a América Latina que se generó en los años noventa, cuando el país optó por la integración económica con el norte a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Desde entonces, y a pesar de su consolidación como primera o segunda economía del continente y como primer exportador de América Latina, México no ha logrado articular una estrategia integral y coherente de inserción dual, anclada en el acercamiento y el acomodo con Estados Unidos y capaz de sustituir al modelo diplomático anterior del nacionalismo defensivo, contrapeso diseñado por los gobiernos posrevolucionarios desde los años veinte. Este modelo entró en crisis en los noventa a consecuencia de la interrelación de dos factores: primero, la asociación económica formal con Estados Unidos y, segundo, la transición política interna desde un régimen autoritario de partido hegemónico hacia un régimen pluripartidista con competencia electoral y alternancia en el poder. La situación actual de confusión e indefinición estratégica de México no sólo ha generado dificultades diplomáticas con algunos países latinoamericanos con los que tradicionalmente existía una relación especial (Cuba, Venezuela, Chile), sino que, además, se ha convertido en un factor de incertidumbre que obstaculiza la concertación de políticas en el ámbito regional.
A pesar de todo, América Latina ha sido una obsesión recurrente y una constante en el imaginario discursivo de la diplomacia y la identidad nacional mexicanas. Si Estados Unidos ha sido el factótum y el centro de gravedad de la política exterior de México, América Latina bien podría caracterizarse como su centro simbólico, en el que las aspiraciones mexicanas de independencia, diversificación y prestigio internacional han encontrado su espacio natural de proyección. México nació como Estado independiente con un proyecto político explícito de potencia regional en América Latina frente a los otros dos polos de poder emergentes a principios del siglo XIX: Estados Unidos y la Gran Colombia. El sueño imperial de Iturbide no duró más de tres años y se derrumbó con la separación de América Central, la situación de inestabilidad y guerra civil, la pérdida de territorio a manos de Estados Unidos y las recurrentes intervenciones extranjeras. Después siguieron varias décadas de abandono, indiferencia y falta de presencia mexicana en América Latina. Con el arribo de la estabilidad política y el progreso económico del porfiriato a finales del siglo XIX, México tampoco articuló una política hacia la región y miró principalmente hacia Europa para contrarrestar y equilibrar la relación con Estados Unidos y así financiar su amplio proyecto de despegue económico y modernización.
La Revolución Mexicana marcó un hito y, por primera vez, América Latina adquirió un lugar central en la política exterior mexicana. En un intento de neutralizar los esfuerzos estadounidenses de contener y revertir las reformas nacionalistas económicas, sociales y políticas en su vecino inmediato, en los años veinte y treinta México inició un ciclo de acercamiento y activismo diplomático en América Latina encaminado a despertar lazos de solidaridad y apoyo al proyecto de la Revolución Mexicana. A partir de ese momento, América Latina se convirtió, en el imaginario político mexicano, en el espacio natural de proyección del nacionalismo revolucionario. Fue la época de oro de la diplomacia cultural de México en la región. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la normalización de relaciones con Estados Unidos, la institucionalización de la Revolución Mexicana y el nuevo proyecto de modernización económica, el activismo latinoamericano del país perdió su principal razón de ser y, a partir de los años cuarenta, México se replegó.
No fue sino hasta los setenta y ochenta cuando México recobró el interés por América Latina y buscó ejercer cierto liderazgo sobre la base de su poder petrolero. En los años ochenta, la crisis de la deuda obligó a México a redefinir su estrategia económica y a establecer límites claros a la diplomacia de potencia regional, así como a la posibilidad de seguir avanzando en la construcción de una presencia política y económica más permanente en América Latina.
¿Qué factores explican el comportamiento inconsistente de México en América Latina? ¿Por qué no ha consolidado una posición de liderazgo en la región? ¿Cómo explicar la brecha entre el peso simbólico y real de América Latina en su política exterior? En los años sesenta el historiador Daniel Cosío Villegas planteaba ya una posible explicación de este fenómeno al señalar en forma rotunda que en América Latina los intereses de México son sobre todo sentimentales, o cuando más de prestigio, es decir, lo que menos cuenta en la Realpolitik internacional. En su opinión, la importancia de América Latina para México es meramente simbólica ante la falta de intereses materiales o estratégicos en la región, por lo que el comportamiento mexicano en América Latina puede explicarse con base en factores ideológicos y de identidad nacional y cultura política más que a partir de los datos duros de la estructura del poder internacional y los requerimientos del desarrollo económico.
Las relaciones de México con América Latina son un caso de estudio clave para explorar el comportamiento de las llamadas potencias medias o poderes regionales. El análisis de la forma en la que México ha buscado resolver los dilemas que le acarrea su doble posición geopolítica como vecino inmediato de Estados Unidos y país con alto potencial de proyección y liderazgo regional arroja luz sobre el peso del poder y la geografía vis-à-vis la importancia de factores internos de carácter político, institucional y cultural. México ha ensayado distintas estrategias encaminadas a sacar ventaja de su posición internacional, y la mayoría de ellas ha tenido como escenario principal a América Latina. Las situaciones que con mayor agudeza pusieron a prueba los márgenes de acción e independencia relativa frente a Estados Unidos tuvieron lugar precisamente en el ámbito regional: el golpe de Estado contra el gobierno de Arbenz en Guatemala (1954); el triunfo de la Revolución Cubana y la ruptura de los países del hemisferio con el régimen comunista de Fidel Castro (1959-1962); la invasión estadounidense a República Dominicana (1965); el golpe militar contra el gobierno de Allende en Chile (1973); la revolución sandinista en Nicaragua (1979-1990); la guerra civil en El Salvador (1981-1992); la guerra de las Malvinas (1982); la intervención militar estadounidense en Granada (1983); la invasión de Panamá (1989), y la situación de crisis política, violencia endémica e intervención internacional en Haití (1991-2005), por mencionar las más importantes.
Con respecto a la relación entre las políticas interna y exterior, la dimensión latinoamericana de la política exterior ha sido una constante histórica del discurso oficial de los distintos gobiernos mexicanos, sin importar su signo político y sesgo ideológico, incluso los de los recientes gobiernos panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón. Sin embargo, el discurso de la fuerte identidad y la vocación latinoamericanista de México contrasta con el alcance real de las acciones desplegadas en la región y de los recursos invertidos para impulsarlas. En términos generales, ha existido una importante brecha entre el discurso y la realidad en el ámbito de las relaciones con América Latina. A pesar de que México la ha visto como un área potencial para la diversificación de sus relaciones económicas y políticas con el exterior, en pocas ocasiones ha ejercido realmente en ella una política activa y consistente. Esta brecha no se ha documentado ni se ha explicado lo suficiente, por lo que es necesario revisar los argumentos que la vinculan a requerimientos de unidad, estabilidad y legitimidad política en el plano interno en contraste con quienes la explican con base en otro tipo de variables, como la asimetría de poder y la cercanía geográfica con Estados Unidos, la falta de convergencia política e ideológica con los gobiernos de la región o la reducida complementariedad económica entre los países de América Latina.
Durante los cuarenta años de la Guerra Fría y, en particular, en los años setenta y ochenta prevaleció la imagen de que la política exterior de México tenía un fuerte sesgo latinoamericanista y antiestadounidense, y que el país contaba con una clara vocación de liderazgo regional, mientras que en la etapa posterior esta visión se sustituyó con otra de signo contrario que describe a México como un país alejado de América Latina, volcado hacia América del Norte, abiertamente proestadounidense y que ha perdido peso en la región. Al final, ni una ni otra reflejan con precisión la realidad: México ni estuvo tan cerca de América Latina durante los años sesenta, setenta y ochenta ni ha estado tan lejos de la región en los últimos tres lustros. Tampoco fue tan pasivo y reactivo en el ámbito multilateral regional durante los años cuarenta, cincuenta y sesenta, ni tan activo y propositivo en las dos décadas posteriores.
Equilibrando el triángulo
Un breve recuento histórico permite precisar el sentido y el alcance de las transformaciones en el patrón del comportamiento internacional de México y el lugar de América Latina en las grandes estrategias diplomáticas mexicanas. Entre 1945 y 2007 hubo elementos de continuidad y ruptura en las distintas respuestas gubernamentales al dilema estructural que la situación de vecindad geográfica con la primera potencia mundial plantea para México. El núcleo de su problema estratégico, resultado de la geografía y de la asimetría de poder, ha sido conciliar el imperativo de mantener una relación constructiva con Estados Unidos, indispensable para el crecimiento económico y la estabilidad política del país, con el objetivo de garantizar la capacidad para definir, conforme a criterios propios, el contenido de los intereses nacionales y de las políticas gubernamentales tanto en lo interno como en lo internacional.
Las relaciones de México con América Latina desde el fin de la Segunda Guerra Mundial han sido de naturaleza primordialmente cooperativa, aunque no exentas de fricciones y tensiones aisladas ni tan estrechas como siempre han querido aparentar los gobiernos mexicanos. Se cuentan con los dedos de las manos los casos de ruptura diplomática o de retiro de representantes diplomáticos con países latinoamericanos: Guatemala (1959), República Dominicana (1960), Chile (1973), Nicaragua (1979), El Salvador (1980), Cuba (2004) y Venezuela (2005). Los primeros dos ejemplos son distintos del resto porque no estuvieron vinculados en forma alguna con la relación de México con Estados Unidos ni con su situación geopolítica dual. La ruptura de relaciones con el gobierno de Guatemala en 1959 es el único caso en materia de seguridad que obedeció a problemas de carácter estrictamente bilateral provocados por el ataque guatemalteco a embarcaciones pesqueras mexicanas. En el segundo, no fue una decisión unilateral ocasionada por diferencias entre México y ese país, sino simplemente del acatamiento de una resolución tomada en la VII Reunión de Consulta de los Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA por actos de agresión en contra de Venezuela. Se trata, por tanto, de un caso único en el registro histórico de México, puesto que en otras ocasiones en las que el organismo regional se pronunció en el mismo sentido de romper relaciones o expulsar a algún país de la comunidad interamericana -- Cuba en los años sesenta -- México se negó a hacerlo.
Los casos de Chile, Nicaragua, El Salvador, Cuba y Venezuela caben más bien en la lógica del triángulo México-Estados Unidos-América Latina. Son situaciones en las que México buscó contrapesar o neutralizar la posición de su vecino del norte. Sin embargo, cabe hacer notar que el conflicto diplomático con Cuba en 2004, al igual que el distanciamiento con Venezuela en 2005, tuvo, además, un importante componente de política interna que los distingue de los otros. La transición democrática y la alternancia del poder político en México marcó el fin del acuerdo histórico con el gobierno de Castro, por el cual México se comprometía a evitar el aislamiento internacional de la Isla a cambio de una política de no intervención en los asuntos internos y de no apoyo a los grupos de oposición por parte de Cuba. La decisión del gobierno panista de Fox de promover la defensa de los derechos humanos en Cuba se convirtió en una fuente de tensión. De igual manera, la agresiva competencia política y electoral entre los partidos de derecha e izquierda en México en las elecciones presidenciales de 2006, que los llevó a hacer referencias directas a Hugo Chávez, contaminó la relación con Venezuela y llevó al retiro de los representantes diplomáticos de ambos países.
En suma, a pesar de los numerosos cambios de gobierno no constitucionales y violentos que se produjeron en distintos países de América Latina en el transcurso de esas décadas, en particular durante las de los sesenta y setenta, fueron muy pocas las ocasiones en las que México decidió romper relaciones diplomáticas con los países latinoamericanos. ¿Cómo interpretar este comportamiento? ¿Es reflejo de una solidaridad latinoamericana, de simpatía revolucionaria, de desinterés frente a los acontecimientos en la región o de una actitud que persigue sus intereses a fin de evitar que otros pongan la mira en los laberintos internos del régimen político posrevolucionario? Parecería que México sólo se pronunció abiertamente o rompió relaciones en los casos en que los costos en la relación con Estados Unidos eran manejables o inexistentes y, por otra parte, en los que había en juego intereses de política interna, relacionados con el apuntalamiento de la legitimidad y la credibilidad de un gobierno que buscaba dar la imagen de reformista para conciliarse con la oposición interna de izquierda (Luis Echeverría), o con la necesidad de contar con recursos suficientes para desplegar una política propia de potencia media frente a Estados Unidos (José López Portillo), o con el objetivo de evitar el involucramiento de actores externos a favor de la oposición en el juego político interno (Vicente Fox). En general, como bien apuntaba ya Cosío Villegas en 1965, México prefirió recurrir a la Doctrina Estrada, "una de esas fórmulas mágicas que pretenden resolver los problemas ignorándolos", para seguir la norma de continuar sus relaciones con gobiernos irregulares o de carácter militar, y sólo por excepción suspenderlas.
En la cuerda floja y sin red
El fin de la Guerra Fría, junto con los procesos de apertura económica y política en México y en América Latina, tuvo un impacto mixto sobre las relaciones de México con la región. Por un lado, abrieron oportunidades para una mayor convergencia de intereses (fin de la crisis centroamericana, ola democratizadora y reformas de mercado en la zona), pero por el otro redujeron el nivel de atención de México hacia la región (fin del proceso de Contadora, TLCAN). Es un período de redefinición y de búsqueda de nuevas estrategias orientadas principalmente a consolidar a México, más que como un líder regional que se contrapone activamente a las iniciativas de la potencia hegemónica, como un puente entre América del Norte y América Latina mediante la construcción de una red de tratados de libre comercio y de la promoción de reformas en las instituciones multilaterales regionales para adecuarlas a las nuevas circunstancias. Así, quedan en claro los obstáculos para avanzar en la construcción e institucionalización de relaciones estrechas con los países de América Latina y para el despliegue de un liderazgo regional consistente más acorde con los recursos de México y su posición relativa de poder. Después del fin de la Guerra Fría, a pesar del fortalecimiento de su posición internacional, México no estableció relaciones estratégicas estables de cooperación con otros países de tamaño similar en la región, con la sola excepción de Chile. Tampoco logró establecer un entendimiento político con Brasil, el otro polo de poder subregional, como un paso necesario para contener la fractura cada vez mayor entre el norte y el sur del espacio latinoamericano, aunque sí aumentó en forma gradual y sostenida su presencia económica y política, principalmente en América Central.
En suma, la historia de las relaciones de México con los países de América Latina desde 1945 a 2007 es el recuento de esfuerzos intermitentes, inconstantes e infructuosos de construir, sobre la base de la fuerte identidad cultural, los problemas compartidos -- frente a la hegemonía de Estados Unidos -- de desarrollo económico y político, una presencia económica, política y multilateral en la región acorde con el gradual fortalecimiento de la posición relativa de poder de México como potencia regional. A pesar de la insistencia retórica de los distintos gobiernos mexicanos, sin importar su sesgo político e ideológico, en la clara "vocación latinoamericana" de la política exterior, en realidad México sólo tuvo presenta a la región en forma inconstante y segmentada. En la base de la paradoja histórica entre cercanía simbólica y lejanía material con América Latina subyace, sin duda, el enorme peso de la geografía y de las fuerzas del mercado que en todo momento han obligado a México a no poder dejar de mirar hacia Estados Unidos cada vez que ha buscado abrirse camino y sacar ventaja de su posición relativa en el ámbito continental.
La vocación latinoamericana de México: ¿mito o realidad?
A pesar de su capacidad de proyección y liderazgo regional, México, a diferencia de Brasil, ha sido en América Latina una potencia media ambivalente y errática. Históricamente, no ha mantenido una política latinoamericana consistente, integral y de largo plazo, y ha oscilado entre largos periodos de indiferencia relativa o franco abandono y ciclos de fuerte actividad diplomática centrada en escasos países y en temas específicos. Aun en estas ocasiones han sido políticas de carácter defensivo o reactivo más que estrategias proactivas orientadas hacia la proyección de poder regional o a la exportación del "modelo mexicano" de desarrollo político, económico y cultural. Desde México, a América Latina se le ha percibido como punto de equilibrio frente a la relación con Estados Unidos o como fuente de inseguridad, y no como zona de influencia o plataforma para anclar su inserción internacional y su crecimiento económico. En general, la presencia de México en la región se ha sustentado en la acción diplomática y el diálogo político sin un despliegue significativo de instrumentos económicos (comercio, inversión, petróleo) o de carácter militar y estratégico. Por último, la política exterior hacia América Latina ha estado siempre triangulada por los vínculos de ambos actores con Estados Unidos.
La posición geopolítica dual de México como el sur de América del Norte y el norte de América Latina le ha significado en todo momento dificultades para ubicarse en el marco del juego latinoamericano y para integrar una visión de conjunto de los dos vértices del triángulo. En el panorama actual de un espacio latinoamericano cada vez más fragmentado y de falta de acuerdos hemisféricos, las dificultades que enfrenta para definir con claridad un papel activo en la región son mucho mayores que en cualquier otro momento posterior a la Guerra Fría. Frente a las nuevas circunstancias, México se encuentra en un estado de confusión estratégica que amplía la percepción de distanciamiento con respecto a América Latina que se generó en los años noventa, cuando el país optó por la integración económica con el norte a partir de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Desde entonces, y a pesar de su consolidación como primera o segunda economía del continente y como primer exportador de América Latina, México no ha logrado articular una estrategia integral y coherente de inserción dual, anclada en el acercamiento y el acomodo con Estados Unidos y capaz de sustituir al modelo diplomático anterior del nacionalismo defensivo, contrapeso diseñado por los gobiernos posrevolucionarios desde los años veinte. Este modelo entró en crisis en los noventa a consecuencia de la interrelación de dos factores: primero, la asociación económica formal con Estados Unidos y, segundo, la transición política interna desde un régimen autoritario de partido hegemónico hacia un régimen pluripartidista con competencia electoral y alternancia en el poder. La situación actual de confusión e indefinición estratégica de México no sólo ha generado dificultades diplomáticas con algunos países latinoamericanos con los que tradicionalmente existía una relación especial (Cuba, Venezuela, Chile), sino que, además, se ha convertido en un factor de incertidumbre que obstaculiza la concertación de políticas en el ámbito regional.
A pesar de todo, América Latina ha sido una obsesión recurrente y una constante en el imaginario discursivo de la diplomacia y la identidad nacional mexicanas. Si Estados Unidos ha sido el factótum y el centro de gravedad de la política exterior de México, América Latina bien podría caracterizarse como su centro simbólico, en el que las aspiraciones mexicanas de independencia, diversificación y prestigio internacional han encontrado su espacio natural de proyección. México nació como Estado independiente con un proyecto político explícito de potencia regional en América Latina frente a los otros dos polos de poder emergentes a principios del siglo XIX: Estados Unidos y la Gran Colombia. El sueño imperial de Iturbide no duró más de tres años y se derrumbó con la separación de América Central, la situación de inestabilidad y guerra civil, la pérdida de territorio a manos de Estados Unidos y las recurrentes intervenciones extranjeras. Después siguieron varias décadas de abandono, indiferencia y falta de presencia mexicana en América Latina. Con el arribo de la estabilidad política y el progreso económico del porfiriato a finales del siglo XIX, México tampoco articuló una política hacia la región y miró principalmente hacia Europa para contrarrestar y equilibrar la relación con Estados Unidos y así financiar su amplio proyecto de despegue económico y modernización.
La Revolución Mexicana marcó un hito y, por primera vez, América Latina adquirió un lugar central en la política exterior mexicana. En un intento de neutralizar los esfuerzos estadounidenses de contener y revertir las reformas nacionalistas económicas, sociales y políticas en su vecino inmediato, en los años veinte y treinta México inició un ciclo de acercamiento y activismo diplomático en América Latina encaminado a despertar lazos de solidaridad y apoyo al proyecto de la Revolución Mexicana. A partir de ese momento, América Latina se convirtió, en el imaginario político mexicano, en el espacio natural de proyección del nacionalismo revolucionario. Fue la época de oro de la diplomacia cultural de México en la región. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la normalización de relaciones con Estados Unidos, la institucionalización de la Revolución Mexicana y el nuevo proyecto de modernización económica, el activismo latinoamericano del país perdió su principal razón de ser y, a partir de los años cuarenta, México se replegó.
No fue sino hasta los setenta y ochenta cuando México recobró el interés por América Latina y buscó ejercer cierto liderazgo sobre la base de su poder petrolero. En los años ochenta, la crisis de la deuda obligó a México a redefinir su estrategia económica y a establecer límites claros a la diplomacia de potencia regional, así como a la posibilidad de seguir avanzando en la construcción de una presencia política y económica más permanente en América Latina.
¿Qué factores explican el comportamiento inconsistente de México en América Latina? ¿Por qué no ha consolidado una posición de liderazgo en la región? ¿Cómo explicar la brecha entre el peso simbólico y real de América Latina en su política exterior? En los años sesenta el historiador Daniel Cosío Villegas planteaba ya una posible explicación de este fenómeno al señalar en forma rotunda que en América Latina los intereses de México son sobre todo sentimentales, o cuando más de prestigio, es decir, lo que menos cuenta en la Realpolitik internacional. En su opinión, la importancia de América Latina para México es meramente simbólica ante la falta de intereses materiales o estratégicos en la región, por lo que el comportamiento mexicano en América Latina puede explicarse con base en factores ideológicos y de identidad nacional y cultura política más que a partir de los datos duros de la estructura del poder internacional y los requerimientos del desarrollo económico.
Las relaciones de México con América Latina son un caso de estudio clave para explorar el comportamiento de las llamadas potencias medias o poderes regionales. El análisis de la forma en la que México ha buscado resolver los dilemas que le acarrea su doble posición geopolítica como vecino inmediato de Estados Unidos y país con alto potencial de proyección y liderazgo regional arroja luz sobre el peso del poder y la geografía vis-à-vis la importancia de factores internos de carácter político, institucional y cultural. México ha ensayado distintas estrategias encaminadas a sacar ventaja de su posición internacional, y la mayoría de ellas ha tenido como escenario principal a América Latina. Las situaciones que con mayor agudeza pusieron a prueba los márgenes de acción e independencia relativa frente a Estados Unidos tuvieron lugar precisamente en el ámbito regional: el golpe de Estado contra el gobierno de Arbenz en Guatemala (1954); el triunfo de la Revolución Cubana y la ruptura de los países del hemisferio con el régimen comunista de Fidel Castro (1959-1962); la invasión estadounidense a República Dominicana (1965); el golpe militar contra el gobierno de Allende en Chile (1973); la revolución sandinista en Nicaragua (1979-1990); la guerra civil en El Salvador (1981-1992); la guerra de las Malvinas (1982); la intervención militar estadounidense en Granada (1983); la invasión de Panamá (1989), y la situación de crisis política, violencia endémica e intervención internacional en Haití (1991-2005), por mencionar las más importantes.
Con respecto a la relación entre las políticas interna y exterior, la dimensión latinoamericana de la política exterior ha sido una constante histórica del discurso oficial de los distintos gobiernos mexicanos, sin importar su signo político y sesgo ideológico, incluso los de los recientes gobiernos panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón. Sin embargo, el discurso de la fuerte identidad y la vocación latinoamericanista de México contrasta con el alcance real de las acciones desplegadas en la región y de los recursos invertidos para impulsarlas. En términos generales, ha existido una importante brecha entre el discurso y la realidad en el ámbito de las relaciones con América Latina. A pesar de que México la ha visto como un área potencial para la diversificación de sus relaciones económicas y políticas con el exterior, en pocas ocasiones ha ejercido realmente en ella una política activa y consistente. Esta brecha no se ha documentado ni se ha explicado lo suficiente, por lo que es necesario revisar los argumentos que la vinculan a requerimientos de unidad, estabilidad y legitimidad política en el plano interno en contraste con quienes la explican con base en otro tipo de variables, como la asimetría de poder y la cercanía geográfica con Estados Unidos, la falta de convergencia política e ideológica con los gobiernos de la región o la reducida complementariedad económica entre los países de América Latina.
Durante los cuarenta años de la Guerra Fría y, en particular, en los años setenta y ochenta prevaleció la imagen de que la política exterior de México tenía un fuerte sesgo latinoamericanista y antiestadounidense, y que el país contaba con una clara vocación de liderazgo regional, mientras que en la etapa posterior esta visión se sustituyó con otra de signo contrario que describe a México como un país alejado de América Latina, volcado hacia América del Norte, abiertamente proestadounidense y que ha perdido peso en la región. Al final, ni una ni otra reflejan con precisión la realidad: México ni estuvo tan cerca de América Latina durante los años sesenta, setenta y ochenta ni ha estado tan lejos de la región en los últimos tres lustros. Tampoco fue tan pasivo y reactivo en el ámbito multilateral regional durante los años cuarenta, cincuenta y sesenta, ni tan activo y propositivo en las dos décadas posteriores.
Equilibrando el triángulo
Un breve recuento histórico permite precisar el sentido y el alcance de las transformaciones en el patrón del comportamiento internacional de México y el lugar de América Latina en las grandes estrategias diplomáticas mexicanas. Entre 1945 y 2007 hubo elementos de continuidad y ruptura en las distintas respuestas gubernamentales al dilema estructural que la situación de vecindad geográfica con la primera potencia mundial plantea para México. El núcleo de su problema estratégico, resultado de la geografía y de la asimetría de poder, ha sido conciliar el imperativo de mantener una relación constructiva con Estados Unidos, indispensable para el crecimiento económico y la estabilidad política del país, con el objetivo de garantizar la capacidad para definir, conforme a criterios propios, el contenido de los intereses nacionales y de las políticas gubernamentales tanto en lo interno como en lo internacional.
Las relaciones de México con América Latina desde el fin de la Segunda Guerra Mundial han sido de naturaleza primordialmente cooperativa, aunque no exentas de fricciones y tensiones aisladas ni tan estrechas como siempre han querido aparentar los gobiernos mexicanos. Se cuentan con los dedos de las manos los casos de ruptura diplomática o de retiro de representantes diplomáticos con países latinoamericanos: Guatemala (1959), República Dominicana (1960), Chile (1973), Nicaragua (1979), El Salvador (1980), Cuba (2004) y Venezuela (2005). Los primeros dos ejemplos son distintos del resto porque no estuvieron vinculados en forma alguna con la relación de México con Estados Unidos ni con su situación geopolítica dual. La ruptura de relaciones con el gobierno de Guatemala en 1959 es el único caso en materia de seguridad que obedeció a problemas de carácter estrictamente bilateral provocados por el ataque guatemalteco a embarcaciones pesqueras mexicanas. En el segundo, no fue una decisión unilateral ocasionada por diferencias entre México y ese país, sino simplemente del acatamiento de una resolución tomada en la VII Reunión de Consulta de los Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA por actos de agresión en contra de Venezuela. Se trata, por tanto, de un caso único en el registro histórico de México, puesto que en otras ocasiones en las que el organismo regional se pronunció en el mismo sentido de romper relaciones o expulsar a algún país de la comunidad interamericana -- Cuba en los años sesenta -- México se negó a hacerlo.
Los casos de Chile, Nicaragua, El Salvador, Cuba y Venezuela caben más bien en la lógica del triángulo México-Estados Unidos-América Latina. Son situaciones en las que México buscó contrapesar o neutralizar la posición de su vecino del norte. Sin embargo, cabe hacer notar que el conflicto diplomático con Cuba en 2004, al igual que el distanciamiento con Venezuela en 2005, tuvo, además, un importante componente de política interna que los distingue de los otros. La transición democrática y la alternancia del poder político en México marcó el fin del acuerdo histórico con el gobierno de Castro, por el cual México se comprometía a evitar el aislamiento internacional de la Isla a cambio de una política de no intervención en los asuntos internos y de no apoyo a los grupos de oposición por parte de Cuba. La decisión del gobierno panista de Fox de promover la defensa de los derechos humanos en Cuba se convirtió en una fuente de tensión. De igual manera, la agresiva competencia política y electoral entre los partidos de derecha e izquierda en México en las elecciones presidenciales de 2006, que los llevó a hacer referencias directas a Hugo Chávez, contaminó la relación con Venezuela y llevó al retiro de los representantes diplomáticos de ambos países.
En suma, a pesar de los numerosos cambios de gobierno no constitucionales y violentos que se produjeron en distintos países de América Latina en el transcurso de esas décadas, en particular durante las de los sesenta y setenta, fueron muy pocas las ocasiones en las que México decidió romper relaciones diplomáticas con los países latinoamericanos. ¿Cómo interpretar este comportamiento? ¿Es reflejo de una solidaridad latinoamericana, de simpatía revolucionaria, de desinterés frente a los acontecimientos en la región o de una actitud que persigue sus intereses a fin de evitar que otros pongan la mira en los laberintos internos del régimen político posrevolucionario? Parecería que México sólo se pronunció abiertamente o rompió relaciones en los casos en que los costos en la relación con Estados Unidos eran manejables o inexistentes y, por otra parte, en los que había en juego intereses de política interna, relacionados con el apuntalamiento de la legitimidad y la credibilidad de un gobierno que buscaba dar la imagen de reformista para conciliarse con la oposición interna de izquierda (Luis Echeverría), o con la necesidad de contar con recursos suficientes para desplegar una política propia de potencia media frente a Estados Unidos (José López Portillo), o con el objetivo de evitar el involucramiento de actores externos a favor de la oposición en el juego político interno (Vicente Fox). En general, como bien apuntaba ya Cosío Villegas en 1965, México prefirió recurrir a la Doctrina Estrada, "una de esas fórmulas mágicas que pretenden resolver los problemas ignorándolos", para seguir la norma de continuar sus relaciones con gobiernos irregulares o de carácter militar, y sólo por excepción suspenderlas.
En la cuerda floja y sin red
El fin de la Guerra Fría, junto con los procesos de apertura económica y política en México y en América Latina, tuvo un impacto mixto sobre las relaciones de México con la región. Por un lado, abrieron oportunidades para una mayor convergencia de intereses (fin de la crisis centroamericana, ola democratizadora y reformas de mercado en la zona), pero por el otro redujeron el nivel de atención de México hacia la región (fin del proceso de Contadora, TLCAN). Es un período de redefinición y de búsqueda de nuevas estrategias orientadas principalmente a consolidar a México, más que como un líder regional que se contrapone activamente a las iniciativas de la potencia hegemónica, como un puente entre América del Norte y América Latina mediante la construcción de una red de tratados de libre comercio y de la promoción de reformas en las instituciones multilaterales regionales para adecuarlas a las nuevas circunstancias. Así, quedan en claro los obstáculos para avanzar en la construcción e institucionalización de relaciones estrechas con los países de América Latina y para el despliegue de un liderazgo regional consistente más acorde con los recursos de México y su posición relativa de poder. Después del fin de la Guerra Fría, a pesar del fortalecimiento de su posición internacional, México no estableció relaciones estratégicas estables de cooperación con otros países de tamaño similar en la región, con la sola excepción de Chile. Tampoco logró establecer un entendimiento político con Brasil, el otro polo de poder subregional, como un paso necesario para contener la fractura cada vez mayor entre el norte y el sur del espacio latinoamericano, aunque sí aumentó en forma gradual y sostenida su presencia económica y política, principalmente en América Central.
En suma, la historia de las relaciones de México con los países de América Latina desde 1945 a 2007 es el recuento de esfuerzos intermitentes, inconstantes e infructuosos de construir, sobre la base de la fuerte identidad cultural, los problemas compartidos -- frente a la hegemonía de Estados Unidos -- de desarrollo económico y político, una presencia económica, política y multilateral en la región acorde con el gradual fortalecimiento de la posición relativa de poder de México como potencia regional. A pesar de la insistencia retórica de los distintos gobiernos mexicanos, sin importar su sesgo político e ideológico, en la clara "vocación latinoamericana" de la política exterior, en realidad México sólo tuvo presenta a la región en forma inconstante y segmentada. En la base de la paradoja histórica entre cercanía simbólica y lejanía material con América Latina subyace, sin duda, el enorme peso de la geografía y de las fuerzas del mercado que en todo momento han obligado a México a no poder dejar de mirar hacia Estados Unidos cada vez que ha buscado abrirse camino y sacar ventaja de su posición relativa en el ámbito continental.
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