domingo, 21 de febrero de 2010

¿DETONANTES DE GUERRA?: LA COOPERACIÓN MILITAR COLOMBO-NORTEAMERICANA EN PERSPECTIVA ESTRATÉGICA


Vicente Torrijos R.

Durante la Administración del presidente norteamericano George W. Bush se fue consolidando una relación especial y preferente entre Colombia y EEUU. La intensificación de los lazos bilaterales en áreas diversas –incluyendo la definición de un tratado de libre comercio que, sin embargo, aún no ha sido aprobado por el Congreso norteamericano– venía precedida del importante apoyo estadounidense a los esfuerzos de Colombia en materia de lucha contra las drogas y las organizaciones armadas ilegales articulado en el “Plan Colombia”, concertado por los gobiernos de Andrés Pastrana y Bill Clinton. Esta profundización de la asociación y la solidaridad entre Washington y Bogotá marcó un profundo contraste de cara a las principales tendencias de las relaciones entre EEUU y América Latina y frente a los virajes políticos experimentados por la subregión durante la última década.

Por un lado, se produjo mientras se percibía –desde muchos sectores– un cambio en la política exterior norteamericana en relación con América Latina. Si la década de 1990 estuvo marcada por el acentuado interés de EEUU por consolidar en el hemisferio una especie de “benevolente hegemonía” basada en el libre comercio (la iniciativa del presidente Clinton del Área de Libre Comercio de las Américas, ALCA) y la extensión y la promoción de la democracia cuya expresión más refinada pudo ser, acaso, la Carta Democrática Interamericana, la década siguiente pareció caracterizarse, en especial a partir del 11 de septiembre de 2001, por un aparente “desdén” norteamericano hacia América Latina, desplazada quizá por otras prioridades en la agenda de Washington.

Este distanciamiento se amplió a medida que en muchos Estados latinoamericanos se produjo un “giro a la izquierda”, con muy diversos matices y coloraturas, a veces desafiantes y provocadores, como los representados por el “socialismo bolivariano del siglo XXI”, y otras dialogantes y conciliadores como los de Chile y Brasil, por ejemplo. En ese escenario de alejamiento, sin embargo, la relación entre EEUU y Colombia pareció desarrollarse a contrapelo de esas tendencias porque Colombia, por razones de profundo anclaje histórico y debido a la persistencia de la izquierda radical armada en el país, no se sumó a ese viraje político, sino que mantuvo una preponderancia de centro-derecha en la arena política, bajo el liderazgo del presidente Álvaro Uribe, el cual ha alcanzado en ocho años de gobierno cotas históricas de aceptación y favorabilidad. Incluso, podría decirse que durante las Administraciones Bush y Uribe, la relación bilateral entre EEUU y Colombia fue la más estrecha de todo el hemisferio con la sola excepción de la relación con México, por obvias razones de proximidad geográfica, problemáticas comunes y asociación económica.[1]

La relación especial continúa tras la llegada de los demócratas al poder en EEUU. Ni el cambio de estilo del presidente Barack Obama ni las nuevas prioridades de su Administración, tanto a nivel interno (la crisis económica y la necesidad de reforzar la cohesión social) como externo (Irak, Afganistán, Pakistán y Corea del Norte), han llevado a un debilitamiento o una degradación de la relación con Colombia que se pronosticó. A fin de cuentas, Colombia comparte con EEUU dos de las principales amenazas que hoy por hoy afectan notablemente la seguridad de ese país: por un lado, el narcotráfico y, por otro, el terrorismo. Estos dos elementos han sido vertebrales en la relación binacional y, en buena medida, los éxitos obtenidos durante los últimos años por Colombia en su lucha interna contra estos dos flagelos deben mucho a la amplísima cooperación, tanto de carácter financiero como técnico y operativo, de EEUU.

Y aunque el narcotráfico y el terrorismo aún persisten en Colombia, su capacidad de perturbación, encarnada en la simbiótica alianza entre uno y otro que son las organizaciones narcoterroristas como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), se ha visto sumamente afectada como consecuencia de la ejecución, primero, del Plan Colombia y, luego, de la Política de Defensa y Seguridad Democrática de Colombia.

El Acuerdo Complementario para la Cooperación y la Asistencia Técnica (ACAT) de 3 de noviembre de 2009 constituye la más reciente manifestación de esta cooperación bilateral[2] entre los gobiernos de Colombia y EEUU, por el que se amplía significativamente el espectro de actividades y recursos en los que harán sinergia frente a esta amenaza, históricamente compartida. Si en el pasado el Plan Colombia y la cooperación antidrogas le sirvió a EEUU para satisfacer la demanda política interna (en relación con la lucha contra ese flagelo) y para contener el desbordamiento –que se percibía como inminente– de la actividad insurgente en Colombia durante la segunda mitad de la década de los 90, que limitaba las perspectivas de estabilidad necesarias para el ejercicio de la hegemonía benevolente norteamericana, actualmente el mantenimiento de la cooperación en estos ámbitos le sirve a Washington tanto para desarrollar una política de prestigio en la región, precaver una alteración o un dislocamiento geopolítico (como consecuencia de la irrupción de potencias extrarregionales o de la reconfiguración de las relaciones de poder y las orientaciones políticas de algunos regímenes suramericanos) y, por supuesto, para transmitir el mensaje de que las promesas formuladas a los aliados y socios serán honradas y cumplidas. De ello resulta, hoy por hoy, una simbiosis estratégica que el ACAT no hace sino reforzar y confirmar, mientras la proyecta hacia el futuro.

La naturaleza de la cooperación

Técnicamente, este acuerdo sustituye el que existía con Ecuador en relación con el uso por parte de EEUU de la base de Manta, centro neurálgico de las actividades de monitorización e interdicción aérea en la lucha contra el narcotráfico. Ante la negativa de prorrogar los acuerdos existentes al respecto, fundada en una disposición constitucional que prohíbe la instalación de bases militares extranjeras en territorio ecuatoriano, los gobiernos de Washington y Bogotá acordaron sustituir la base de Manta con el acceso a siete bases militares colombianas, con el fin de mantener activos los esquemas de control que venían desarrollándose desde Ecuador.

La esencia del ACAT es la de reforzar la cooperación colombo-norteamericana en materia de monitorización, seguimiento e interdicción de las actividades del narcotráfico desde Colombia hacia EEUU, a lo largo de las diversas rutas que emplean los cárteles para avituallarse de insumos y poner a circular el producto terminado. En ese sentido, el ACAT supone:

Un aumento cuantitativo en el personal norteamericano en Colombia dedicado a tareas técnicas y de inteligencia. El ACAT no supone la presencia de personal ni material de combate con carácter ofensivo, ni el despliegue de tropas norteamericanas en territorio colombiano.

El cupo máximo de estadounidenses permitidos para estas tareas técnicas y de inteligencia en Colombia es de 800 militares y 600 contratistas. En la actualidad hay en el país unos 230 militares, entre permanentes y temporales, y un flujo de unos 400 contratistas al mes.

Se acordó un estatuto especial de inmunidad para los militares que pasen por Colombia en cumplimiento del Acuerdo. Este estatuto de inmunidad no se extiende a los contratistas civiles y privados, y no obsta, en ningún caso, para que Colombia pueda pedir el levantamiento de la inmunidad en ciertos casos, o hacer seguimiento y pedir informes sobre el avance de las investigaciones. Las indemnizaciones derivadas de la responsabilidad de los militares norteamericanos, en caso de producirse, serán asumidas por EEUU.

Se trata de un acuerdo simplificado, que desarrolla tratados internacionales previamente existentes y en vigor y, por lo tanto, no está sujeto a aprobación del Congreso, ni en EEUU ni en Colombia, aunque los respectivos Congresos mantienen su competencia constitucional en cuanto al control político y seguimiento de las condiciones de ejecución y cumplimiento.
Por último, Colombia permitirá el uso de frecuencias y el establecimiento de estaciones receptoras de satélite sin trámite legal alguno y sin licencia.

Con todo, más allá de su alcance operativo en la lucha contra los narcotraficantes, el acuerdo firmado con Colombia supone importantes implicaciones geopolíticas para ambas partes e incluso para terceros actores. Ello explica por qué tan pronto como se conoció la intención de ambos gobiernos de perfeccionarlo, se suscitó un intenso debate de alcance regional, impulsado especialmente por Venezuela, en el marco de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR), tanto en la cumbre anual ordinaria celebrada en Quito como en la posteriormente convocada, con carácter extraordinario y con el fin exclusivo de analizar este asunto, en la ciudad argentina de Bariloche. La secretaria de Estado de EEUU, Hillary Clinton, tuvo que asegurar por carta a sus homólogos de los 12 países reunidos allí que el acuerdo tenía un alcance bilateral. La mediación de Brasil y Argentina restó apoyo a las posturas más beligerantes de Venezuela y Bolivia, logrando que en la declaración oficial no figurara ninguna mención al contencioso.

En verdad, no puede desconocerse el gran valor simbólico y geopolítico del acuerdo colombo-norteamericano en el marco de la política exterior estadounidense. Primero, se inscribe en la tradicional línea de acción de la diplomacia norteamericana de hacer expresa la credibilidad de sus compromisos y la confiabilidad de su respaldo, no sólo frente a sus aliados sino frente a poderes potencialmente desafiantes. Y segundo, sirve también como pieza clave en una política de statu quo, basada en la disuasión y en el control de la información recabada a través de las actividades ejecutadas en desarrollo del acuerdo, en momentos en los que parecen emerger bastiones anti-norteamericanos en la región, que adicionalmente intensifican los lazos y allanan la intervención de poderes extrarregionales, como Rusia, por ejemplo.

De tal modo, el ACAT transmite también un mensaje muy claro: el de que la asociación con Colombia no se ha relajado, así como tampoco lo ha hecho el interés norteamericano en la región, en la que intentará por la vía disuasoria mantener el statu quo y evitar cualquier intensificación desbordada de la actividad de las potencias externas o de algunos actores regionales que, como Venezuela, y a juicio del Departamento de Estado, dejan mucho que desear en su lucha contra el narcotráfico y el terrorismo.

Un importante instrumento disuasorio interno y externo

A nivel interno colombiano el acuerdo cumple una importante función disuasoria. Tras el éxito obtenido por la Fuerza Pública en desarrollo de operaciones de refinada complejidad como la “Fénix” y la “Jaque”, que supusieron importantes golpes a las organizaciones narcoterroristas,[3] la intensificación de la actividad de interdicción, monitorización e inteligencia por parte de unidades norteamericanas –de conformidad con el acuerdo de cooperación– constituye un elemento adicional que viene a añadirse a la batería de instrumentos desarrollados por el Estado en el marco de la consolidación de la Política de Defensa y Seguridad Democrática colombiana para reforzar su capacidad disuasoria y anticipatoria frente a las organizaciones armadas ilegales.

Pero, adicionalmente, el acuerdo tiene también un poderoso recurso de disuasión frente a los intereses injerencistas de vecinos manifiestamente hostiles, especialmente Venezuela, que durante los últimos años ha tenido una posición ambigua en relación con las organizaciones armadas ilegales colombianas y más recientemente parece embarcada en una espiral armamentista claramente ofensiva. Aunque el ACAT no prevé un despliegue permanente de fuerzas de combate norteamericanas en territorio colombiano, ni es como tal una alianza (concebida frente a una agresión externa a una de las partes), no deja de generar un importante efecto de contención ante potenciales agresores externos que podrían aprovecharse del hecho de que Colombia se encuentra en cierta desventaja, dado que sus recursos militares han sido planificados, acumulados y reforzados en función de las exigencias de la guerra irregular, a escala intraestatal, y no con el supuesto de una agresión externa. En ese sentido, no hay duda de que la presencia norteamericana transmite el mensaje –efectivamente percibido por sus destinatarios potenciales, lo que explica la agitación que han provocado– de que Colombia no se encuentra desprotegida.

Algunos costos evidentes

Con todo, el acuerdo también genera algunos costes, difícilmente asimilables, para Colombia y para EEUU. Tales costes se derivan del hecho de que el acuerdo podría leerse –y presentarse propagandísticamente por los sectores más antinorteamericanos del espectro político latinoamericano– como prueba de que en medio del “desdén” por la región que tanto se le reprocha a la Casa Blanca, su único interés obedece casi exclusivamente a la lógica militarista, mientras que –aparentemente– no hay signos de cooperación en otros niveles especialmente relevantes para los países latinoamericanos, como el desarrollo social y económico. De hecho, desde su solo anuncio, y tal como se mencionó, el ACAT suscitó una encendida polémica que es poco probable que remita con facilidad en el futuro próximo.

Para Colombia, el acuerdo puede acentuar e incluso crear nuevas tensiones en el escenario regional, como, en efecto, ya las ha suscitado en la muy deteriorada relación con Venezuela. De tal manera, Bogotá tiende a prepararse cada vez más para desplegar una estrategia diplomática que permita contener las suspicacias, disminuir el grado de internacionalización del asunto del acuerdo bilateral y evitar al mismo tiempo tanto nuevas hostilidades como la erosión adicional de la confianza en el ámbito suramericano.

Frente a las críticas recibidas por el ACTA, el gobierno colombiano justifica su decisión en función de varios criterios. Uno primero de reciprocidad, según el cual las valoraciones de los compromisos adquiridos por los demás deberían seguir los criterios empleados para valorar las propias, eliminando cualquier doble estándar. Esto puede ser importante en tanto que, por ejemplo, la Asamblea Nacional de Venezuela decidió el 25 de septiembre de 2009 darle carácter “secreto” a los acuerdos celebrados por ese país con Rusia desde agosto. Por tal razón, tiende a considerarse que cualquier exigencia de observación o monitorización de la conducta colombiana ha de basarse en la aplicación del mismo rasero para todos los Estados involucrados.

En segundo lugar, Colombia ha venido manifestando que las normas y condicionamientos al comportamiento de los Estados deben ser idénticos para todos ellos y que, por lo tanto, el cuestionamiento de un determinado asunto en relación con un Estado obliga a admitir la extensión de dicho cuestionamiento a todos los asuntos análogos en que puedan estar involucrados los demás. A este criterio de equidad le sigue otro de no duplicación, por el que las diversas instancias multilaterales en las que un asunto pudiera llegar a ser discutido no tendrían por qué convertirse en foros de esfuerzos duplicados. Por eso Colombia ha expresado que el debate sobre el ACAT (y los temas conexos que sea necesario ventilar con arreglo a los principios precedentes) debe darse en escenarios restringidos, y bloquearse la discusión del asunto en la medida en que ya haya sido abordado o esté siendo abordado, por ejemplo, en la Organización de Estados Americanos (OEA).

Finalmente, para Colombia, la búsqueda de la confianza, la superación de tensiones y la prevención de conflictos no constituyen patente de corso para la injerencia de Estados o de organizaciones internacionales en los asuntos privativos de la seguridad nacional. Ni siquiera el argumento integracionista puede constituirse en limitante al desarrollo de la política exterior de los Estados en asuntos que son de su estricta jurisdicción interna y en tanto su gestión se ajuste a las normas del derecho internacional.

Algunas vulnerabilidades internas generadas

Al lado de las ventajas y de los costes generados e implícitos en el acuerdo, éste también podría generar en Colombia algunas –nuevas– vulnerabilidades. Primero, algunos sectores de oposición, como el izquierdista Polo Democrático Alternativo (PDA) han ya enfilado baterías contra lo que calificarían como una política entreguista por el lado colombiano e imperialista por el lado norteamericano, así como una muestra más del “militarismo” de la Política de Defensa y Seguridad Democrática colombiana y como un obstáculo más en la búsqueda de una “salida negociada” al conflicto irregular.

A ello podría contribuir, adicionalmente, el hecho de que, apartándose del concepto –no vinculante– del Consejo de Estado, el gobierno hubiera decidido no someter el ACAT a la aprobación del Congreso y a la revisión de la Corte Constitucional por considerarlo de naturaleza simplificada e, incluso, no consultar al Senado por considerar que en él no se contempla, propiamente, tránsito o permanencia de tropas extranjeras, apegándose al precedente de otros acuerdos similares en los que estos trámites han sido obviados sin que se cuestionara su legalidad o constitucionalidad.

Segundo, los grupos narcoterroristas podrían sentirse tentados a focalizar acciones ofensivas en el personal norteamericano. Si bien el ACAT no implica de suyo un engrosamiento de la presencia de ese personal, ni una participación más activa en operativos de combate directo, el clima político actual podría ser valorado como oportuno para lanzar una campaña terrorista que demuestre la vulnerabilidad del Estado colombiano y de su aliado extranjero –comprometiendo así el mantenimiento de esa alianza– y que pueda ser explotada propagandísticamente como prueba del “rechazo popular” a la ocupación extranjera.

Conclusiones

El Acuerdo de cooperación militar colombo-norteamericano responde a una necesidad interna claramente percibida por el gobierno colombiano y se relaciona de manera sustancial con el interés nacional al más alto nivel. El Acuerdo es el último eslabón de una cadena de cooperación bilateral que se ha ido profundizando y ampliando con el tiempo y con el incremento de los riesgos y amenazas comunes.

En efecto, no sólo es una herramienta de apalancamiento de la cooperación norteamericana en la lucha contra el narcoterrorismo en el país (y en el área) sino que cumple funciones disuasorias significativas tanto en el plano interno (de cara a las organizaciones armadas ilegales) como en el plano externo (frente a posibles agresores extranjeros), incluso aunque en estricto sentido no se trate de una alianza.

Sin embargo, su suscripción e implementación también entraña costes y vulnerabilidades que están siendo intensivamente evaluados y valorados con el fin de diseñar e implementar estrategias de anticipación que los contengan y compensen, a fin de no acentuar los antagonismos regionales sino, más bien, fortalecer las medidas de promoción de confianza como columna vertebral de un eventual régimen de seguridad cooperativa y preventiva basado en el respeto a los principios de la convivencia internacional.

Estos antagonismos regionales, por lo demás, son anteriores al acuerdo mismo, cuya naturaleza, por otra parte, no debería despertar suspicacias ni recelos, de no ser porque en él han encontrado algunos gobiernos un nuevo “caballito de batalla” para sus intenciones tanto de hostilizar a Colombia en el escenario regional como para alimentar una retórica antinorteamericana de la que derivan enormes réditos propagandísticos.

Notas:

[1] Anexo al Convenio General para Ayuda Económica, Técnica y Afín de 30 de agosto de 2004 para la lucha contra el narcotráfico y las actividades terroristas, el Memorándum de Entendimiento de 14 de marzo de 2007 para una Relación Estratégica de Seguridad y el Acuerdo de 20 de diciembre de 2007 para la Supresión del Tráfico Ilícito de Estupefacientes.

[2] Para el Acuerdo, véase http://web.presidencia.gov.co/sp/2009/noviembre/03/acuerdo.pdf.

[3] La primera en marzo de 2008 acabo con la vida del número dos de las FARC, Raúl Reyes, y la segunda en julio de ese mismo año permitió el rescate de 15 secuestrados en manos de las FARC entre los que se encontraba Ingrid Betancourt.

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