Luis Esteban G. Manrique
El narcotráfico ha contribuido sustancialmente al aumento de la criminalidad, generando corrupción, violencia y desestabilización política. En 10 de los 13 países que ofrecen datos comparativos fiables, las tasas de delincuencia aumentaron cuatro o seis veces en los años noventa. A medida que la autoridad de los gobiernos ha disminuido, amplias zonas urbanas y rurales se han convertido en áreas vedadas para la policía, donde los barones de la droga imponen su sistema de control político, recolectando impuestos y estableciendo toques de queda, reclutamientos y requisas forzosas.
En el Caribe y Centroamérica, pequeños países insulares se han convertido en punto de trasbordo para la droga y refugio para organizaciones que dirigen redes de prostitución, contrabando de inmigrantes, falsificación, desviación de mercancías y otras actividades delictivas con un mínimo de interferencia estatal. Toda la región ha sido inundada por las vastas cantidades de dinero proveniente del narcotráfico, que se introduce en el sistema financiero y proporciona los medios para corromper a funcionarios, la policía y el ejército. A su vez, la impunidad criminal intimida a la sociedad civil y los costes sociales y económicos de la inseguridad afectan las inversiones extranjeras por la destrucción de infraestructuras y la demanda adicional de servicios de protección. Según el Banco Mundial (BM), la violencia delictiva le cuesta a América Latina más de 30.000 millones de dólares anuales. En Brasil las pérdidas relacionadas con el crimen llegan a los 7.000 millones de dólares anuales, el 1% del PIB. En Colombia podría llegar al 13% si se suma el gasto militar y policial.
Dirk Kruijt, coeditor con Kees Kooning de Armed Actors: Organized Violence and State Failure in Latin America, cree que la violencia ha adquirido una variedad y dimensiones que antes no tenía, donde se entrecruzan el carácter delictivo de la actividad de las fuerzas de seguridad estatales, los conflictos interétnicos y la “limpieza social” de elementos marginales. En algunos casos, las mafias policiales y de los servicios de inteligencia llegaron a controlar el aparato del Estado, como ocurrió en el Perú de Fujimori y Montesinos, cuando el 70% del presupuesto del Servicio Nacional de Inteligencia se asignaba a gastos reservados que financiaban operaciones de tráfico de armas y drogas y de extorsión.
En 1997 un estudio del BM sobre la criminalidad en América Latina mostró que los delincuentes basan sus decisiones en una especie de análisis de coste-beneficio: calculan los potenciales beneficios de un delito en relación a los costes y riesgos de cometerlo y la probabilidad y severidad del castigo. Si la industria del secuestro en países como Colombia o México es un indicativo fiable de esa teoría, entonces las bandas han concluido que el crimen es extremadamente lucrativo y las consecuencias penales escasas. En Argentina las investigaciones encontraron que las evidencias de colusión en el secuestro y asesinato del joven Axel Blumberg en 2004, que provocó manifestaciones masivas en Buenos Aires contra la corrupción policial, llegaban hasta el propio jefe de la división antisecuestros. En México, el “zar antidrogas”, general Jesús Gutiérrez Rebollo, fue detenido en 1997 cuando se demostraron sus vínculos con el cártel de Tijuana. Gutiérrez ponía a su disposición bases militares y enviaba a sus tropas a secuestrar y asesinar a miembros de bandas rivales. Una de las más peligrosas hoy en México –“los Zetas”, que operan en la frontera con EEUU– está integrada por ex comandos del ejército entrenados en la lucha antinarcóticos.
Entre 1960 y 1980, el terrorismo de Estado, las guerrillas y la lucha contrainsurgente convencional fueron el principal rasgo de la violencia organizada. Con las transiciones democráticas, muchos esperaban que los gobiernos elegidos restauraran el imperio de la ley. Sin embargo, más de dos décadas después, la violencia que surge de una variedad de “actores armados” (milicias irregulares, mafias del narcotráfico, bandas urbanas y fuerzas paramilitares), sigue marcando la vida social y política de gran parte de la región. En Río de Janeiro, alrededor de 6.000 niños y adolescentes trabajan como “soldados” en las guerras entre bandas rivales, un número comparable a los conflictos tribales en el África subsahariana (Liberia y Sierra Leona). El motivo es simple: según la ley, los menores no pueden ser procesados. Según Amnistía Internacional (AI), en Brasil mueren dos veces más jóvenes a causa de homicidios que de accidentes de tráfico: la tasa entre menores de 25 años es de 52,2 por 100.000 habitantes, frente al 13,2 en EEUU y el 2,1 en Italia. Y el 93% de las víctimas son varones.
Todo ello ocurre muchas veces ante un “apagón” informativo. La región se ha convertido en una especie de campo minado para el ejercicio del periodismo debido, en parte, a los ataques del crimen organizado y del narcotráfico. Las frecuentes amenazas, atentados y asesinatos han propiciado el resurgimiento de la autocensura en países que lucharon durante décadas contra el silencio impuesto por las dictaduras. Colombia tiene un récord trágico: 28 periodistas fueron asesinados en la última década. Según denuncia Ramón Cantú, editor en jefe de El Mañana, de Nuevo Laredo (México), su ciudad se ha convertido en un campo de batalla de los cárteles de la droga: en 2005 hubo 182 muertes violentas y 128 en lo que va de año. Ese diario fue atacado en marzo con granadas y disparos después de publicar una foto de presuntos miembros de un cártel del narcotráfico local.
La industria del secuestro
El narcotráfico ha contribuido sustancialmente al aumento de la criminalidad, generando corrupción, violencia y desestabilización política. En 10 de los 13 países que ofrecen datos comparativos fiables, las tasas de delincuencia aumentaron cuatro o seis veces en los años noventa. A medida que la autoridad de los gobiernos ha disminuido, amplias zonas urbanas y rurales se han convertido en áreas vedadas para la policía, donde los barones de la droga imponen su sistema de control político, recolectando impuestos y estableciendo toques de queda, reclutamientos y requisas forzosas.
En el Caribe y Centroamérica, pequeños países insulares se han convertido en punto de trasbordo para la droga y refugio para organizaciones que dirigen redes de prostitución, contrabando de inmigrantes, falsificación, desviación de mercancías y otras actividades delictivas con un mínimo de interferencia estatal. Toda la región ha sido inundada por las vastas cantidades de dinero proveniente del narcotráfico, que se introduce en el sistema financiero y proporciona los medios para corromper a funcionarios, la policía y el ejército. A su vez, la impunidad criminal intimida a la sociedad civil y los costes sociales y económicos de la inseguridad afectan las inversiones extranjeras por la destrucción de infraestructuras y la demanda adicional de servicios de protección. Según el Banco Mundial (BM), la violencia delictiva le cuesta a América Latina más de 30.000 millones de dólares anuales. En Brasil las pérdidas relacionadas con el crimen llegan a los 7.000 millones de dólares anuales, el 1% del PIB. En Colombia podría llegar al 13% si se suma el gasto militar y policial.
Dirk Kruijt, coeditor con Kees Kooning de Armed Actors: Organized Violence and State Failure in Latin America, cree que la violencia ha adquirido una variedad y dimensiones que antes no tenía, donde se entrecruzan el carácter delictivo de la actividad de las fuerzas de seguridad estatales, los conflictos interétnicos y la “limpieza social” de elementos marginales. En algunos casos, las mafias policiales y de los servicios de inteligencia llegaron a controlar el aparato del Estado, como ocurrió en el Perú de Fujimori y Montesinos, cuando el 70% del presupuesto del Servicio Nacional de Inteligencia se asignaba a gastos reservados que financiaban operaciones de tráfico de armas y drogas y de extorsión.
En 1997 un estudio del BM sobre la criminalidad en América Latina mostró que los delincuentes basan sus decisiones en una especie de análisis de coste-beneficio: calculan los potenciales beneficios de un delito en relación a los costes y riesgos de cometerlo y la probabilidad y severidad del castigo. Si la industria del secuestro en países como Colombia o México es un indicativo fiable de esa teoría, entonces las bandas han concluido que el crimen es extremadamente lucrativo y las consecuencias penales escasas. En Argentina las investigaciones encontraron que las evidencias de colusión en el secuestro y asesinato del joven Axel Blumberg en 2004, que provocó manifestaciones masivas en Buenos Aires contra la corrupción policial, llegaban hasta el propio jefe de la división antisecuestros. En México, el “zar antidrogas”, general Jesús Gutiérrez Rebollo, fue detenido en 1997 cuando se demostraron sus vínculos con el cártel de Tijuana. Gutiérrez ponía a su disposición bases militares y enviaba a sus tropas a secuestrar y asesinar a miembros de bandas rivales. Una de las más peligrosas hoy en México –“los Zetas”, que operan en la frontera con EEUU– está integrada por ex comandos del ejército entrenados en la lucha antinarcóticos.
Entre 1960 y 1980, el terrorismo de Estado, las guerrillas y la lucha contrainsurgente convencional fueron el principal rasgo de la violencia organizada. Con las transiciones democráticas, muchos esperaban que los gobiernos elegidos restauraran el imperio de la ley. Sin embargo, más de dos décadas después, la violencia que surge de una variedad de “actores armados” (milicias irregulares, mafias del narcotráfico, bandas urbanas y fuerzas paramilitares), sigue marcando la vida social y política de gran parte de la región. En Río de Janeiro, alrededor de 6.000 niños y adolescentes trabajan como “soldados” en las guerras entre bandas rivales, un número comparable a los conflictos tribales en el África subsahariana (Liberia y Sierra Leona). El motivo es simple: según la ley, los menores no pueden ser procesados. Según Amnistía Internacional (AI), en Brasil mueren dos veces más jóvenes a causa de homicidios que de accidentes de tráfico: la tasa entre menores de 25 años es de 52,2 por 100.000 habitantes, frente al 13,2 en EEUU y el 2,1 en Italia. Y el 93% de las víctimas son varones.
Todo ello ocurre muchas veces ante un “apagón” informativo. La región se ha convertido en una especie de campo minado para el ejercicio del periodismo debido, en parte, a los ataques del crimen organizado y del narcotráfico. Las frecuentes amenazas, atentados y asesinatos han propiciado el resurgimiento de la autocensura en países que lucharon durante décadas contra el silencio impuesto por las dictaduras. Colombia tiene un récord trágico: 28 periodistas fueron asesinados en la última década. Según denuncia Ramón Cantú, editor en jefe de El Mañana, de Nuevo Laredo (México), su ciudad se ha convertido en un campo de batalla de los cárteles de la droga: en 2005 hubo 182 muertes violentas y 128 en lo que va de año. Ese diario fue atacado en marzo con granadas y disparos después de publicar una foto de presuntos miembros de un cártel del narcotráfico local.
La industria del secuestro
Kroll Associates, una compañía de seguridad de Nueva York, estima que la mitad de los secuestros mundiales se producen en América Latina. Colombia es el líder indiscutido del sector: Kroll calcula que en 2003 ocurrieron 4.000 secuestros (2.043 según el Gobierno de Bogotá), mientras México está en segundo lugar (con 3.000 casos), seguido de Argentina (2.000). Incluso en Brasil, con una población que casi duplica a la de México, el número de secuestros es la tercera parte. Pero mientras en Colombia la tendencia es declinante, en México va en ascenso: las principales víctimas están entre las prósperas comunidades de origen español, libanés y judío, aunque el fenómeno se está extendiendo a la clase media alta, a la que se exige rescates de unos 100.000 dólares de media. El Gobierno mexicano alega que los secuestros bajaron de 568 en 2001 a 531 en 2003. Por su parte, el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública, una organización privada, señala que cerca de 4.000 personas fueron secuestradas entre 1997 y 2003, una media de 571 al año. Pero estos fueron los casos denunciados. Muchas familias no lo hacen por miedo a unas fuerzas de seguridad corruptas, algunos de cuyos miembros están implicados en los secuestros. Lo peor es la impunidad: según estimaciones oficiales, sólo un 75% de los crímenes son denunciados ante la policía en México. En Brasil únicamente el 8% de los 50.000 asesinatos cometidos cada año son sometidos a un proceso judicial completo.
Según el Latinobarómetro, sólo uno de cada tres ciudadanos en los 18 países de la región expresa su confianza en la policía (Chile es la excepción, con el 60%). En 2003, unos 23.000 policías (casi la mitad del total) de la provincia de Buenos Aires, donde la tasa de delitos se ha duplicados desde 1991, estaban siendo investigados y 4.000 juzgados por corrupción o abuso de autoridad. En México, un 75% de los encuestados declara no tener ninguna confianza en las autoridades judiciales. Otro dato preocupante es que el ensañamiento con las víctimas de los secuestros ha llegado a una vesania sin precedentes, con torturas y mutilaciones cada vez más frecuentes. Los analistas de seguridad creen que ello se debe a una especie de “guerra de clases”, en la que los secuestradores, provenientes de los estratos más bajos de la sociedad, convierten a sus víctimas en un objeto de venganza social.
Ningún país se ha visto libre de la plaga de la violencia, independientemente de la orientación política de sus gobiernos. Incluso en Chile, el país menos afectado por el fenómeno junto a Uruguay y Costa Rica, la presidenta Michelle Bachelet ha anunciado que endurecerá las medidas para frenar la delincuencia. Las críticas de la oposición se han intensificado después del robo sufrido por la presidenta de la Democracia Cristiana, la senadora y ex candidata presidencial Soledad Alvear, cuya casa fue asaltada por delincuentes mientras se encontraba leyendo en una de las habitaciones. Pocos días antes, otro robo domiciliario afectó al presidente del Tribunal Supremo.
A pesar de las políticas sociales financiadas con el dinero del petróleo, Venezuela ha registrado una media de casi 10.000 homicidios anuales desde que Hugo Chávez llegó al poder en 1999. La tasa actual, 37 muertes por 100.000 habitantes, es más del doble de la de los años noventa. La cifra de 2003 fue de 11.900. Caracas siempre ha sido una ciudad peligrosa, pero la situación ha empeorado en los últimos cinco años. Las estimaciones varían por la opacidad de las instancias oficiales, pero la mayoría de los analistas estiman que desde 2001 los secuestros se han cuadruplicado, llegando a casi 300 por año, mientras los homicidios casi se han duplicado. En 2005 hubo numerosos casos de agentes de la policía y la Guardia Nacional implicados en secuestros, narcotráfico y asesinatos. En el Estado de Guarico, por ejemplo, el gobernador ha sido acusado de estar vinculado a escuadrones de la muerte dirigidos por la policía. En agosto del año pasado la oficina de la Secretaría de Justicia informó que se estaba investigando a 5.997 policías por muertes “cuestionables” en el ejercicio de sus funciones entre enero de 2000 y julio de 2005. Sólo 88 fueron encontrados culpables.
En septiembre de 2005 Chávez firmó una ley de defensa que convierte la “preservación de la República Bolivariana” en misión militar y crea una Reserva Militar y una Guardia Territorial que responderán directamente al presidente y entrenarán y suministrarán armas a cerca de 2,8 millones de venezolanos para operaciones de “resistencia” ante cualquier agresión interna y/o externa. Para ello, ha comprado a Rusia 100.000 fusiles de asalto AK-47. La población cubana está armada y en Costa Rica es bastante normal que haya armas de fuego en las casas. Pero ambos países poseen sistemas de fuerte control social, en el primer caso por el partido de Estado y en el otro por un sentimiento democrático, similar al de Suiza o Israel, donde los reservistas del ejército tienen sus armas reglamentarias en sus casas. Distribuir armas a una población que nunca las ha tenido es, cuando menos, imprudente. Chávez no va poder garantizar que esas armas no terminen en manos indeseables: Venezuela tiene miles de kilómetros de fronteras poco resguardadas por las que se terminarán filtrando dichas armas.
Las “maras” centroamericanas
Según el Latinobarómetro, sólo uno de cada tres ciudadanos en los 18 países de la región expresa su confianza en la policía (Chile es la excepción, con el 60%). En 2003, unos 23.000 policías (casi la mitad del total) de la provincia de Buenos Aires, donde la tasa de delitos se ha duplicados desde 1991, estaban siendo investigados y 4.000 juzgados por corrupción o abuso de autoridad. En México, un 75% de los encuestados declara no tener ninguna confianza en las autoridades judiciales. Otro dato preocupante es que el ensañamiento con las víctimas de los secuestros ha llegado a una vesania sin precedentes, con torturas y mutilaciones cada vez más frecuentes. Los analistas de seguridad creen que ello se debe a una especie de “guerra de clases”, en la que los secuestradores, provenientes de los estratos más bajos de la sociedad, convierten a sus víctimas en un objeto de venganza social.
Ningún país se ha visto libre de la plaga de la violencia, independientemente de la orientación política de sus gobiernos. Incluso en Chile, el país menos afectado por el fenómeno junto a Uruguay y Costa Rica, la presidenta Michelle Bachelet ha anunciado que endurecerá las medidas para frenar la delincuencia. Las críticas de la oposición se han intensificado después del robo sufrido por la presidenta de la Democracia Cristiana, la senadora y ex candidata presidencial Soledad Alvear, cuya casa fue asaltada por delincuentes mientras se encontraba leyendo en una de las habitaciones. Pocos días antes, otro robo domiciliario afectó al presidente del Tribunal Supremo.
A pesar de las políticas sociales financiadas con el dinero del petróleo, Venezuela ha registrado una media de casi 10.000 homicidios anuales desde que Hugo Chávez llegó al poder en 1999. La tasa actual, 37 muertes por 100.000 habitantes, es más del doble de la de los años noventa. La cifra de 2003 fue de 11.900. Caracas siempre ha sido una ciudad peligrosa, pero la situación ha empeorado en los últimos cinco años. Las estimaciones varían por la opacidad de las instancias oficiales, pero la mayoría de los analistas estiman que desde 2001 los secuestros se han cuadruplicado, llegando a casi 300 por año, mientras los homicidios casi se han duplicado. En 2005 hubo numerosos casos de agentes de la policía y la Guardia Nacional implicados en secuestros, narcotráfico y asesinatos. En el Estado de Guarico, por ejemplo, el gobernador ha sido acusado de estar vinculado a escuadrones de la muerte dirigidos por la policía. En agosto del año pasado la oficina de la Secretaría de Justicia informó que se estaba investigando a 5.997 policías por muertes “cuestionables” en el ejercicio de sus funciones entre enero de 2000 y julio de 2005. Sólo 88 fueron encontrados culpables.
En septiembre de 2005 Chávez firmó una ley de defensa que convierte la “preservación de la República Bolivariana” en misión militar y crea una Reserva Militar y una Guardia Territorial que responderán directamente al presidente y entrenarán y suministrarán armas a cerca de 2,8 millones de venezolanos para operaciones de “resistencia” ante cualquier agresión interna y/o externa. Para ello, ha comprado a Rusia 100.000 fusiles de asalto AK-47. La población cubana está armada y en Costa Rica es bastante normal que haya armas de fuego en las casas. Pero ambos países poseen sistemas de fuerte control social, en el primer caso por el partido de Estado y en el otro por un sentimiento democrático, similar al de Suiza o Israel, donde los reservistas del ejército tienen sus armas reglamentarias en sus casas. Distribuir armas a una población que nunca las ha tenido es, cuando menos, imprudente. Chávez no va poder garantizar que esas armas no terminen en manos indeseables: Venezuela tiene miles de kilómetros de fronteras poco resguardadas por las que se terminarán filtrando dichas armas.
Las “maras” centroamericanas
En Centroamérica la situación es grave por la proliferación de las “maras”, bandas juveniles que derivan su nombre de la “marabunta”, una voraz plaga de hormigas que arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Esa metáfora no es exagerada: en diciembre de 2004 unos pistoleros abrieron fuego contra un autobús en Chamalecón, Honduras, matando a sus 28 pasajeros sin ninguna razón aparente. Los atacantes eran miembros de la “Mara Salvatrucha” –o MS-13– que con esa matanza enviaba un mensaje al Gobierno sobre lo que podía ocurrir si continuaba su ofensiva contra sus miembros. Unos meses después, la policía estadounidense detuvo a los presuntos planificadores del ataque en Tejas.
El ex presidente hondureño Ricardo Maduro, el salvadoreño Tony Saca y el guatemalteco Óscar Berger fueron elegidos en gran parte por basar sus campañas en la “tolerancia cero” contra las bandas, que en el istmo centroamericano podrían sumar entre 70.000 y 100.000 “mareros”. En 2004 la tasa de homicidios fue de 46 por 100.000 en Honduras, 41 en El Salvador y 35 en Guatemala, frente a los 5,7 de EEUU y los casi 12 de México. Según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el coste de la violencia en El Salvador en 2003 fue de 1.700 millones de dólares, el equivalente al 11,5% del PIB. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID) es aún más pesimista: según sus cálculos, el PIB per cápita de la región sería un 25% más alto si la tasa de criminalidad fuera similar a la media mundial. En El Salvador y Guatemala el problema se agravó desde el fin de sus guerras internas, entre otras razones por el mercado negro de armamento que dejaron los conflictos y la política de deportación de EEUU de los delincuentes extranjeros detenidos en su territorio. Muchos de esos deportados provienen de los barrios marginales de Los Ángeles y otras ciudades de EEUU en las que mantienen amplias redes dedicadas a suministrarles armas y vehículos robados a cambio de drogas. Fuentes policiales estiman que la MS-13 tiene alrededor de 5.000 miembros sólo en la zona de Washington DC.
Las autoridades policiales de EEUU muchas veces se limitan a poner en la frontera a los deportados sin informar sobre sus antecedentes penales a los países que los reciben. Algunos analistas estiman que de ese modo se han deportado a casi 20.000 delincuentes a Centroamérica entre 2000 y 2004. Los sicarios de las “maras”, en gran parte adolescentes, provienen de familias desestructuradas donde la violencia familiar, la pobreza y la exclusión social son endémicas, y a los que las bandas proporcionan protección, sensación de omnipotencia e identidad grupal. En 2002, 82 “mareros” salvadoreños murieron en enfrentamientos entre las bandas MS-13 y la Barrio-18, siendo 24 de ellos menores de 20 años. Pero los analistas discrepan sobre si las “maras” tienen estructuras de comando y control verticales o si sólo son grupos reducidos, esencialmente independientes, que operan como “franquicias” de bandas como la MS-13. Al principio, los gobiernos centroamericanos creyeron que a medida que avanzaran los procesos de pacificación, el problema desaparecería. No ha sido así: la desmovilización de los ejércitos guerrilleros coincidió con el surgimiento de las “maras” por falta de oportunidades laborales para sus antiguos miembros y el vacío de poder que creó la posguerra en zonas urbanas marginales. Hoy en El Salvador un 36,3% cree que es “muy probable” que sus casas sean asaltadas y un 40% de las familias dice haber sufrido algún tipo de violencia física asociada a la delincuencia.
La respuesta de los países implicados ha sido fragmentada y represiva, con programas como el “Plan Escoba” en Guatemala; “Mano Dura” en El Salvador y “Libertad Azul” en Honduras. Pero al concentrarse la fuerza militar y policial, los gobiernos han descuidado las medidas preventivas y de inserción social. En El Salvador, los penales se han convertido en centros de reclutamiento de las “maras”. En las cárceles salvadoreñas mueren dos o tres “mareros” cada día. Sólo en noviembre de 2004 unos 100 “salvatruchas” murieron en un incendio en una prisión hondureña. La persecución a la que se ven sometidas las ha empujado a Nicaragua, Belice, Costa Rica y Panamá, países que han tenido un relativo éxito en la prevención de la violencia juvenil.
El caso de Brasil
Desde hace años, los analistas advierten que el saturado sistema carcelario brasileño es una bomba de relojería: mientras la población reclusa se ha duplicado desde 1994, el número de prisiones apenas ha aumentado. En una amplia operación en Río de Janeiro en 2004, la policía descubrió en la favela de Morro do Dende una red de túneles y un cuartel subterráneo para los pistoleros de la mayor banda carioca, el Comando Vermelho (CV). Su líder, Fernandinho Beira Mar, fue capturado en Colombia en 2003, cuando negociaba un trueque de drogas por armas con las FARC. Pero es el estado de São Paulo, que representa el 30% del PIB brasileño, el que concentra los mayores riesgos: la capital, la ciudad más populosa del país, con casi 20 millones de habitantes, tiene más helipuertos que Nueva York debido al temor de los ejecutivos de las grandes empresas a desplazarse por la ciudad en sus automóviles. São Paulo tiene la mayor demanda mundial per cápita de vehículos blindados para uso civil.
El crecimiento explosivo y desordenado del Estado –São Paulo genera el 25% de los ingresos tributarios del Estado, pero sólo recibe 10 centavos de cada dólar que paga, lo que reduce el gasto público en escuelas, carreteras, hospitales y policía–, explica que sea el centro del crimen organizado del país. El Primeiro Comando da Capital (PCC) tuvo su bautizo de fuego en febrero de 2001, cuando organizó el mayor motín carcelario de la historia brasileña, en el que murieron 21 reclusos, aunque su fundación se remonta a 1993, como reacción a la represión de una revuelta de presos en la prisión de Carandirú. En una declaración ante una comisión parlamentaria, el director de investigaciones sobre el crimen organizado de São Paulo, Godofredo Bittencourt, y el comisario Ruy Ferraz Fontes, dijeron que el PCC ha creado una gran estructura mafiosa con un “ejército” de 140.000 hombres. La organización ha extendido sus redes con una enorme industria de delitos. El PCC introduce a sus miembros en concursos para cargos públicos y quiere organizarse para los comicios electorales. La agrupación financia incluso a ladrones, que después de cometer sus robos deben devolver el dinero con intereses.
Ferraz describió a su máximo líder, Marcos Herba Camacho, Marcola, como un admirador de Trotsky y del teórico chino del “arte de la guerra”, Sun Tzu. Una buena parte de la información del PCC fue obtenida tras la detención de su principal tesorero, con un libro de contabilidad que consignaba recaudaciones de más de 300.000 dólares semanales. Al PCC se le atribuye el 70% de los secuestros y extorsiones en São Paulo y buena parte del narcotráfico. Comandado desde las prisiones, sus miembros le deben obediencia de por vida: quien no obedece las órdenes del partido, muere. La osadía del PCC ha ido creciendo con el tiempo: llegó a enviar por correo cajas de armamento pesado a sus jefes encarcelados. Su actual expansión territorial, según las autoridades policiales, se debió al error de distribuir a sus líderes en cárceles de varios estados. El comisario Ferraz narró, por ejemplo, un “juicio” sumario en el que 12 máximos líderes del PCC, conectados por teléfonos móviles en distintas cárceles, juzgaron y ordenaron matar a uno de sus miembros.
“Un móvil dentro de la cárcel es más peligroso que diez fusiles en la calle”, aseguró Bittencourt. “Estamos preparados para muchos más ataques”, amenazó un hombre que se identificó como Marcola en una entrevista por móvil a una radio. Se calcula que la jefatura del PCC tiene unos 768 miembros en las cárceles, pero no se sabe cuántos están afuera. El pasado 18 de febrero, la banda coordinó 29 rebeliones simultáneas en prisiones de São Paulo, con un saldo de 30 muertos, la mayoría miembros del Comando Vermelho. Marcola está detenido por asaltos a bancos y ha pasado por 10 prisiones diversas, sin perder nunca su condición de capo di tutti capi. A las autoridades de São Paulo no les gusta admitirlo, pero hace mucho que el PCC es una especie de “poder paralelo”. El detonante de su última rebelión fue la transferencia, el 11 de mayo, de 765 reclusos miembros del PCC, entre ellos Marcola, a dos prisiones de máxima seguridad, como parte de la operación para quebrar el control de las bandas sobre varios penales. El gobernador del estado, Claudio Lembo, dijo que en la operación había “un riesgo calculado”. Lo que no anticipó fue la magnitud de los ataques, mucho más grandes y más extendidos que la revuelta de 2001. Tampoco los servicios de inteligencia policiales detectaron que el PCC había sacado fuera de las cárceles a un alto número de sus miembros más violentos mezclándolos entre los 10.000 reclusos a los que se les otorgó un permiso de salida.
Con los ataques de mayo, la banda demostró tener datos fiables del movimiento policial de la ciudad. Los motines dentro de 83 cárceles y los asaltos fuera comenzaron el 12 de mayo. Escuelas y universidades suspendieron las clases, cerraron los comercios y la bolsa de São Paulo suspendió parte de sus operaciones. El servicio de autobuses fue retirado después de que ardieran 80 de ellos. También 13 sucursales bancarias fueron asaltadas. La policía recibió disparos incluso en el acaudalado barrio de Higienópolis. Pero la violencia no se limitó a la capital: afectó a docenas de ciudades del estado. El presidente Lula reaccionó declarando que se trataba de una demostración de fuerza que exigía una respuesta militar y propuso el envío de un contingente de la Guardia Nacional a São Paulo, pero el gobernador Lembo replicó que el ejército no sería necesario.
El gobierno del estado ha sido muy criticado por las autoridades federales por la falta de previsión, mientras que el ex gobernador del estado, y hoy candidato a la presidencia por el PSDB, Geraldo Alckim, ha acusado al Gobierno central de los problemas por haber recortado el gasto en la seguridad pública. No es extraño: la intervención federal habría dañado la imagen de las fuerzas de seguridad paulistas y, por tanto, la campaña de Alckim. Pero ese cruce de acusaciones recíprocas ha intensificado la sensación de los paulistas de que la falta de coordinación de los poderes públicos ha agravado un problema estructural brasileño en el que se entremezclan la abundancia de armas de fuego en las calles, uno de los mayores índices de desigualdad del mundo y la corrupción policial.
En busca de soluciones
Una respuesta de los más ricos ha sido amurallarse en una especie de “guetos blancos”, un fenómeno que indica una segregación de clase que hace sus cordones de seguridad con policía privada. En Río de Janeiro, Bogotá y México DF hay sectores residenciales enteros acordonados por vigilantes privados, que es lo que permite a sus residentes caminar tranquilamente por sus calles. Es casi un paraíso para quienes pueden pagarlo. Al otro lado están los grandes vacíos de gobierno, donde la justicia, la seguridad, los impuestos directos y los servicios públicos muchas veces no existen. Son ilustrativas algunas cifras: mientras en 2002 en la favela paulista de Jardim Ángela hubo 123 homicidios por 100.000 habitantes, en Moema, un barrio de clase media a pocos kilómetros de distancia, la tasa fue de 3. En las favelas, donde el traficante determina la justicia cruda, el pastor evangélico o católico carismático son a veces los únicos que tratan de representar la autoridad moral. Durante la última campaña de compra de armas, la gente estaba más dispuesta a llevar sus armas a una ONG como Viva Río que a la policía. La impunidad de los agentes corruptos y la debilidad del sistema judicial alientan el auge de los servicios privados de seguridad y una tendencia al “vigilantismo”, cuya acción fluctúa entre el linchamiento, las represalias y diversas formas de justicia privada.
Las soluciones al problema son elusivas: Brasil adoptó en 2003 el llamado Estatuto do Desarmamento que limita la venta de armas de fuego a los civiles, pero según AI en Brasil hay 15 millones de armas cortas en manos privadas, nueve de ellas ilegalmente y probablemente cuatro en la de criminales. Hasta junio de 2005, la campaña de desarme sólo había recolectado 356.526 armas de fuego, posteriormente destruidas. Brasil es el mayor fabricante y exportador de armas cortas de América Latina. La policía ha encontrado fusiles de asalto, ametralladoras y morteros en manos de las bandas, probablemente compradas o robadas a militares. Desde los años setenta, México no ha otorgado prácticamente licencias para adquirir armas. Pero allí existe un gigantesco mercado ilegal que se alimenta del contrabando de armas de EEUU, donde 38 de los 50 Estados tienen leyes muy permisivas. Según Los Angeles Times, el 95% de las armas ilegales incautadas en México anualmente se compra en EEUU. En 1997, el presidente Bill Clinton firmó el primer acuerdo interamericano para cerrar ese mercado negro, pero el Congreso aún no lo ha ratificado y no hay ninguna señal de que vaya a hacerlo pronto.
Los presidentes Fox y Kirchner han promovido reformas para endurecer la legislación penal, reforzar los controles sobre las fuerzas policiales y crear agencias federales similares al FBI para apaciguar la creciente movilización de organizaciones empresariales y cívicas contra el crimen. En Argentina, el movimiento de protesta ha pedido declarar un “estado de emergencia judicial” para acelerar el procesamiento de delitos graves y la selección de fiscales y jefes policiales locales por voto popular e ingresos al poder judicial a través de exámenes públicos sujetos a “control ciudadano”. Pero los códigos penales de ambos países ordenan prisión perpetua por crímenes atroces, pero sin que tenga ningún efecto visible en la tasa de delitos. Uno de los principales problemas es que la policía ha sido formada casi exclusivamente para mantener el orden público por medios represivos. Las periódicas incursiones de la policía brasileña en las favelas lo demuestran: todo el procedimiento estratégico y táctico es militar, desde la planificación de la “invasión” a los “daños colaterales” que producen los choques entre las bandas y las fuerzas de seguridad. Según cifras oficiales, entre 1999 y 2004 la policía brasileña mató a 9.899 personas en situaciones descritas como “resistencia a la autoridad, seguida de muerte”. Como consecuencia, unos 558 policías de Río de Janeiro fueron sancionados, aunque sólo 14 de ellos fueron expulsados del servicio.
En Argentina, el Gobierno ha enviado en algunas ocasiones a la Prefectura Naval a patrullar los suburbios más peligrosos de Buenos Aires. En casi todos los países existen varios cuerpos policiales –federales, estatales y municipales– que no sólo no cooperan entre sí sino que se comportan como rivales. El problema no se resuelve sólo incrementando el gasto público en seguridad: el Instituto para la Seguridad y la Democracia de México señala que desde 2000 el presupuesto federal en seguridad pública aumentó unos 3.000 millones de dólares, pero que la delincuencia no dejó de crecer en el mismo período. Según la ONG brasileña Justiça Global, las operaciones policiales en Río de Janeiro provocaron 1.195 muertes en 2003, cuatro veces más que en 1999, sin que ello disminuyera la tasa de homicidios. En varios países centroamericanos, donde las bandas son responsables del 60% de los delitos, la policía tiene poderes draconianos para detener y encarcelar, pero ello no ha disminuido la criminalidad. En ciudades como Lima las respuestas están viniendo espontáneamente de la organización popular y la formación de comités de vigilancia y seguridad que cooperan con la policía local. En Colombia, el dos veces alcalde de Bogotá, Antanas Mockus, obtuvo notables resultados en la disminución del crimen con campañas educativas y una regulación más estricta de la venta de armas y alcohol. Pero sin una reforma judicial integral y una mayor presencia del Estado, el mejor funcionamiento de las fuerzas policiales no será suficiente: en zonas de Perú, Bolivia, México y Colombia, los narcos incluso pagan salarios complementarios a maestros y funcionarios. Según Santiago Peláez, de la Universidad de Antioquia, Colombia, “no sólo la pobreza genera violencia sino también el colapso del Estado, cuando éste pierde el poder para decir que algo es bueno o malo e imponer un sistema de sanciones”.
Conclusiones
En su informe de 1998 La violencia en las Américas, la Organización Panamericana de la Salud subraya como factores agravantes de la criminalidad la impunidad otorgada a los responsables de graves violaciones de derechos humanos; el gran número de personas acostumbradas a la violencia durante largos períodos de conflictos internos; la fácil disponibilidad de armas; sistemas judiciales sobresaturados y manipulados políticamente; y el hacinamiento en las cárceles. Otros analistas vinculan la escalada criminal –en particular el secuestro– en Argentina con la crisis económica de 2001-2002. Un estudio de la Universidad Autónoma de México muestra que entre 1930 y 2000 los ascensos de los índices delictivos han coincidido con devaluaciones del peso y otras crisis económicas. Entre 1981 y 1983, cuando la economía entró en caída libre, la delincuencia aumentó en un 20% y después del “tequilazo” de 1995 lo hizo en un 50%.
En ese contexto, el narcotráfico se aproxima mucho a una economía moderna, con relaciones múltiples y complejas, con una alta exigencia de racionalidad, previsión, coordinación y control. Los narcos controlan un proceso complejo: la compra y transporte de materias primas, el procesamiento químico industrial de la cocaína, la exportación al mercado norteamericano y europeo y la reinserción del dinero obtenido en la economía legal. Simultáneamente, esas organizaciones realizan la coordinación de los procesos de pago, la recolección, el embarque, el procesamiento y la exportación a través de miles de kilómetros de una geografía extremadamente difícil y en un contexto político volátil. Paralelamente, el “narco-poder” extiende sus ramificaciones en las instituciones para asegurarse protección e impunidad. La indiferencia inicial de la sociedad colombiana ante el narcotráfico fue alimentada por las masivas inyecciones de dólares a la economía. A pesar de la cooperación internacional, las reformas judiciales, las nuevas legislaciones o purgas policiales, la producción y el tráfico de cocaína no ha dejado de aumentar, como lo indican la estabilidad de los precios y el crecimiento de la oferta en los mercados de países desarrollados, entre ellos España, lo que demuestra que es la propia lógica del sistema prohibicionista lo que está en cuestión.
Probablemente, la solución más radical, la legalización de la producción y comercialización de la cocaína, es la única salida del laberinto. Para los países latinoamericanos los problemas del narcotráfico tienen su origen en la ilegalidad del mercado: la condena de algunas sustancias, y no de otras, revela que en ese aspecto la moralidad parece ser sólo el prejuicio de la mayoría. Pero la calidad moral de las leyes no puede ser juzgada sólo por sus intenciones, sino, sobre todo, por sus efectos prácticos. Cuando las leyes que pretenden conservar valores morales generan mayores problemas de los que quieren remediar, es necesario reconsiderar sus fundamentos. Hasta que ese problema no se aborde sin prejuicios, el problema de la violencia delictiva en América Latina estará lejos de encontrar una solución.
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