Jose Juan Ruiz
En las semanas centrales del pasado noviembre, muchos pensaron que la normalidad había vuelto a Latinoamérica. Tras cinco años de crecimiento no inflacionario y razonablemente elevado, de aumentos del empleo formal y de los salarios reales, incrementos de la bancarización y reducciones del coste del endeudamiento bancario, cuentas externas y públicas saneadas que posibilitaron el desendeudamiento externo y público, tipos de cambio estables y aumentos de reservas internacionales, primas de riesgo a la baja y sucesivas revisiones al alza de las calificaciones otorgadas por las agencias de rating tanto a los soberanos como a las grandes empresas, aumento del empleo y de políticas sociales que consiguieron sacar a 17 millones de personas de la pobreza, así como envidiables e inéditos niveles de apoyo popular a los líderes políticos del continente, en noviembre de 2008 todo pareció desvanecerse y nuestro destino manifiesto pareció que volvía a ser caer y caer en una nueva y desproporcionada crisis económica y política.
Bastaron algunas intensas semanas de volatilidad en los mercados cambiarios y de capitales para que la teoría del decoupling –que afirmaba que el mundo podía crecer apoyándose en los BRIC (Brasil, Rusia, India y China) y sin el aporte de Estados Unidos– se viniera abajo y todo el continente se pusiera a buscar bien argumentos para justificar el descalabro, bien políticas compensatorias para modularlo.
Como era previsible, a los que cultivan con primor el prestigio intelectual del fracaso les llevó todavía menos tiempo que a los mercados apoderarse del discurso dominante en los consejos de administración y de redacción. Como muestra un botón: entre junio y noviembre de 2008 el consenso de crecimiento del PIB esperado para 2009 pasó del cuatro por cien al 1,5 por cien, lo que supone un recorte del 66 por cien. Por países, el consenso sólo contemplaba que Perú creciera por encima del 3,5 por cien, la tasa promedio de crecimiento del continente en los últimos 25 años. Para el resto se esperaban crecimientos en torno al dos por cien, excepto para México, país al que se le vaticinó directamente el estancamiento.
Teniendo en cuenta que en las mismas fechas el Fondo Monetario Internacional (FMI) revisó su pronóstico de crecimiento de la economía mundial desde el 3,2 al 2,2 por cien –un 44 por cien menos– y que el recorte para los países emergentes fue del 6,7 al 5,1 por cien –una reducción del 24 por cien– para criollos y latinoamericanos la cuestión natural es comprobar si está justificado el recorte diferencial de las expectativas de crecimiento infringido a la región.
¿No es oro todo lo que reluce?
En su asamblea anual celebrada en la primavera de 2008 en Miami, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) presentó un interesante análisis1 –técnicamente impecable, políticamente inédito en un organismo internacional cuyos socios son los mismos países a los que en el documento se atribuían debilidades que todavía no descontaban los mercados– que básicamente venía a decir que la prosperidad de la region en los últimos años era más el resultado de un entorno internacional extraordinariamente favorable que la consecuencia de buenas instituciones y políticas.
La inferencia del análisis era, obviamente, que si el entorno internacional cambiaba significativamente a peor, lo que relucía como “oro” iba a convertirse en latón. Frente a este posicionamiento, quienes creíamos que Latinoamérica realmente había mejorado sus fundamentales económicos y sus instituciones –una inmensa minoría, (2) pero con algunos socios muy cualificados como la Comisión para América Latina y el Caribe (Cepal) y el regionalmente denostado FMI– (3) esgrimíamos básicamente cuatro argumentos:
1. Que los más recientes y sofisticados análisis4 tendían a concluir que el entorno externo explicaba entre el 50 y el 60 por cien de la variabilidad del crecimiento histórico del continente. Es decir, que los gobiernos de Latinoamérica, las instituciones y las políticas aplicadas eran, como mínimo, corresponsables del 50 por cien del éxito.
2. Que independientemente de cómo y por qué se habían cosechado los éxitos del periodo 2003-07, la región había mejorado no sólo sus variables flujo –PIB, balanza de pagos, situación presupuestaria, etcétera– sino fundamentalmente sus variables stock: las reservas internacionales habían aumentado, la deuda externa y la deuda pública disminuido, el empleo formal crecido, la pobreza se había reducido, el stock de capital físico y humano incrementado… Es decir, los países habían “capitalizado” el éxito y se habían fortalecido para el momento en que se produjera el cambio de ciclo internacional.
3. No se podía descartar de un plumazo la mejora institucional de la región. En América Latina ya había cinco bancos centrales –Chile, Brasil, México, Peru y Colombia– que habían adoptado políticas basadas en objetivos de inflación que habían conseguido muy buenos resultados y, por tanto, credibilidad. Gracias a ello, los costes en términos de output y empleo de los ajustes a los futuros shocks externos deberían ser mucho menores que los del pasado. En el campo fiscal, también había evidencia5 de que la estructura, calidad y cuantía de los ingresos fiscales de la región habían mejorado, y, desde luego, que la disciplina fiscal había ganado terreno.
4. En la región había aparecido una nueva clase media emergente que había aprovechado para asentarse la mejora de los fundamentales económicos, el crecimiento de la economía formal y la bancarización impulsada por unos sistemas bancarios sólidos y abiertos a la competencia internacional. Esas clases medias era muy poco probable que, en sistemas democráticos, tolerasen la instrumentación de políticas populistas y escapistas ante los shocks, históricamente una de las causas más obvias del diferencial de intensidad de las crisis latinoamericanas respecto a las padecidas por otros países emergentes.
Un año después del estallido de la crisis financiera asociada a las hipotecas subprime de Estados Unidos en el verano de 2007, los optimistas parecía que íbamos a tener razón. Pese al deterioro de las expectativas de crecimiento en el G-7 y los problemas crecientes de solvencia y liquidez del sistema financiero internacional, el continente seguía creciendo a tasas por encima del cuatro por cien. De hecho, la mayor duda sobre la sostenibilidad de la fase expansiva de la región la proyectaban las tensiones inflacionistas que comenzaban a advertirse en algunos países como consecuencia del fuerte incremento experimentado por los precios de las materias primas energéticas y, muy especialmente, de los productos alimenticios.
La fuerte ponderación que el combustible y los alimentos tienen en la mayoría de las cestas de consumo del continente y los intentos de los gobiernos de “blindar” la capacidad de compra de los votantes a través de barrocos, costosos y probablemente socialmente regresivos esquemas de subsidios agravaron las preocupaciones de todos aquellos que sabían que más inflación, distorsiones de precios relativos y déficit público era un cóctel que en la región siempre acababa muy mal.
En todo caso, con ese activismo fiscal se transmitió un mensaje muy importante: la democracia era lo suficientemente competitiva como para impedir que las autoridades permaneciesen pasivas mientras las calles se incendiaban. Y los gobiernos, lo suficientemente serios como para dejar que las respuestas a este shock se llevaran por delante un lustro de respetabilidad fiscal. Por eso, cuando a los gobiernos se unieron las reacciones de los bancos centrales de Brasil, México, Chile, Colombia y Perú reajustando el tono de su política monetaria y reafirmando su compromiso con la estabilidad de precios, el mercado premió esta “ortodoxia” redoblando su apuesta por el continente.
Fue entonces cuando se produjo el otorgamiento del grado de inversión a Brasil y Perú, al tiempo que otros países veían revisada al alza su calificación. Y gracias a ello la prima de riesgo promedio de Latinoamérica (medidas por el Latin EMBI+) aumentó entre diciembre de 2007 y junio de 2008 tan sólo 34 puntos básicos frente al incremento de 56 puntos experimentado por el EMBI+ global. La estabilidad cambiaria también se mantuvo: el tipo de cambio frente al dólar promedio de la región en estos seis meses se apreció un seis por cien nominal. Finalmente, los mercados volaron y el valor de las empresas cotizadas en las bolsas locales aumentó en el equivalente a 247.000 millones de dólares y se situó en 2,4 billones, alrededor del 85 por cien del PIB regional. A un año del estallido de la crisis global, estar en esa situación era un hecho inédito para la región.
De Artemio Cruz a Lehman Brothers y después
Fue entonces cuando algunos de los optimistas sentimos vértigo: tanto éxito parecía que nos estaba cegando. Las declaraciones de los “políticos” y líderes de opinión regionales sobre la crisis mundial –algunas altivas, otras directamente insolentes, la mayoría reveladoras de un conocimiento imperfecto del alcance de la interdependencia en una economía globalizada– claramente sugerían que en el continente se estaba comenzando a desarrollar un cierto síndrome “Artemio Cruz”: nadie tenía el coraje de mirarse al espejo por temor a ver reflejado lo que todavía quedaba por hacer en “su” economía, pero todos querían disfrutar de la extraña situación en la que el mundo desarrollado colapsaba macroeconómicamente mientras que los vientos de cola llevaban a Latinoamérica en volandas hacia los 10.000 dólares de renta per cápita (en paridad de poder adquisitivo, PPP).
Dicen que para una pareja y para una economía las cuatro palabras más costosas del idioma son “esta vez será diferente”. Las 14 semanas que van desde la caída de Lehman Brothers, el 15 de septiembre, hasta el anuncio del repudio de Ecuador de su deuda externa, el viernes 12 de diciembre, han demostrado que quizá sea verdad: la historia casi siempre se repite. En esos apenas 60 días laborables en los que la crisis del sistema financiero internacional se agravó hasta extremos insospechados, en los que las bolsas mundiales y la caída del precio de la vivienda licuaron alrededor de 26 billones de dólares de riqueza financiera mundial y en los que la sombra de una gran depresión mundial comenzó a pasearse por las primeras páginas de los medios de comunicación, Latinoamérica volvió a vivir jornadas de extraordinaria volatilidad cambiaria y financiera.
El shock era un subproducto del reajuste de expectativas que motivaron tanto el desplome de los precios de las materias primas, como la caída de las exportaciones de bienes, los ingresos por turismo y las remesas de emigrantes, y sobre todo, de la fuerte reducción del apetito de riesgo de la comunidad inversora internacional.
Para captar la intensidad del golpe encajado por el continente basta con reparar en que la caída promedio de los precios de las commodities fue del 47 por cien, con el precio de la soja cayendo un 40, el del petróleo un 59 y el del cobre un 55. Y pese a ello, todavía en noviembre los precios estaban por encima del promedio de los últimos 10 años: en el cobre un cinco por cien, en la soja y el petróleo más de un 20.
No hay ninguna razón que nos permita mantener que el ajuste bajista no puede continuar. Los cisnes negros efectivamente existen, y una vez rota la idea de que los BRIC –y especialmente China e India– estaban condenados a mantener la demanda de commodities lo suficientemente alta para evitar el colapso de sus precios, la evolución de las materias primas está inexorablemente ligada a la recuperación de la confianza en la plausibilidad de una salida “concertada” de la crisis global. La desconfianza ante que esa recuperación global y coordinada pueda ser razonablemente considerada el escenario central en 2009, es la razón principal que explica el recorte del crecimiento esperado de América Latina.
Por lo que respecta al shock financiero, la evolución de las primas de riesgo-país ha sido igualmente muy abrupta. En muy pocas sesiones, el EMBI de Latinoamérica ha aumentado en 438 puntos básicos y ha vuelto a niveles absolutos que no se veían desde los años de la crisis argentina de 2001. Argentina, Venezuela y Ecuador prácticamente cotizan a niveles de default, y los países con grado de inversión están en diferenciales tan elevados respecto al activo sin riesgo –el bono de EE UU a 10 años– que la realidad es que los mercados de capitales están de facto cerrados, tanto para los soberanos como para las grandes corporaciones del continente.
Tampoco hay nada que nos permita apostar por la rápida reversión de esta situación. Más bien todo lo contrario. Los mercados de capitales probablemente van a estar cerrados para las empresas a lo largo de 2009 –lo que conllevará rebajas de ratings para muchas de ellas y para otras situaciones financieramente muy complejas– y, si bien los “soberanos” percibidos como más “responsables” podrán apelar a la financiación externa, los países que están embarcados en políticas financieramente insostenibles a medio plazo van a toparse con dificultades extraordinarias para navegar la tormenta. Sobre todo, si por razones ideológicas persisten en mantenerse alejados del FMI.
¿Cómo ser optimistas en este escenario?
Ante un escenario como el descrito cabe preguntarse ¿cómo podemos ser optimistas? La respuesta es simple: si el continente no hubiese aprendido desus errores del pasado, se hubiera fortalecido y acumulado “reservas” para los tiempos malos, jamás habríamos podido sobrevivir a una acumulación de shocks de la virulencia qué acabamos de describir. Sencillamente el continente habría colapsado y ahora, en lugar de preocuparnos por ajustar el escenario central de 2009 y buscar políticas anticíclicas estaríamos diseñando –junto al FMI u otro organismo similar– las políticas de reintegración a la economía global.
Teniendo en cuenta las elasticidades del crecimiento de Latinoamérica a los shocks de crecimiento mundial, las caídas de precios de las materias primas y los shocks financieros, la prevision condicionada es que el PIB de la región en los siguientes 12 meses tendría que caer respecto al escenario base en torno a los 4,8 puntos porcentuales. Esto equivaldría a un crecimiento promedio latinoamericano en 2009 que oscilaría entre el -1 y el -1,75 por cien (6).
El contra-factual del modelo es la realidad tal y como hoy la percibimos. Independientemente de lo que dentro de 12-18 meses comprobemos que ha ocurrido con el crecimiento de la región en 2009, hoy las expectativas de crecimiento oscilan entre el 2,5 por cien que todavía mantiene el FMI en su revisión de noviembre del World Economic Outlook y el -0,5 por cien que pronostica el analista privado más ácido. El promedio de analistas sigue apuntándole a un crecimiento promedio ente el 0,5 y el uno por cien. Son crecimientos más bajos que los del pasado reciente… pero materialmente superiores a los pronosticados por los modelos que capturan nuestra experiencia macroeconómica de los últimos 15 años.
La inferencia no puede ser otra que las políticas, las instituciones y las “reservas” acumuladas en la reciente bonanza han permitido a Latinoamérica mantenerse en pie ante una crisis de una intensidad y violencia que nada tiene que envidiar a la que en 1982-83 la envió a crecimientos negativos del orden del 2,5 por cien. Los optimistas teníamos si no toda la razón, sí al menos algo de razón: el continente ha mejorado de verdad, y el dividendo más tangible es que la resistencia hasta ahora demostrada ante el adverso entorno exterior le ha ganado a los gobiernos el margen de maniobra necesario para investigar la posibilidad de instrumentar políticas anticíclicas similares a las que otras economías desarrolladas y emergentes están ya anunciando. Nos hemos graduado de la excepcionalidad latinoamericana. Somos como los demás. Tenemos que ganarnos el futuro porque esta vez no lo hemos perdido en el momento de que la crisis estallara.
Ahora depende de nosotros y eso, teniendo en cuenta nuestra trágica historia económica a lo largo de casi todo el último siglo, es una bendición. Un privilegio que algunos nos hemos ganado a pulso: el privilegio de la normalidad. No es poco.
Políticas contracíclicas y riesgos
La nueva línea de ataque de los pesimistas es que Latinoamérica no tiene capacidad para llevar a cabo políticas anticíclicas de las que denominaríamos tradicionales. De una parte, las políticas monetarias expansivas están limitadas por el nivel relativamente elevado de las tasas de inflación domésticas y el temor a que un diferencial insuficiente de tipos de interés provoque salidas de capital y desestabilice el sistema financiero y los mercados cambiarios. Por otra, el uso de políticas fiscales expansivas está acotado por la insuficiencia secular de los ingresos públicos –menos del 25 por cien del PIB en todos los países, salvo Brasil– y la volatilidad de los mismos –en torno al 70 por cien de los ingresos fiscales del continente están ligados a regalías e impuestos sobre las materias primas, sobre las exportaciones y las transacciones financieras, o son impuestos indirectos–. Dicho de otra forma, el componente cíclico de la mejora de la situación fiscal latinoamericana del periodo 2007-03 ha sido considerable y, ante un empeoramiento del ciclo, es probable que irremediablemente se vuelva a un déficit público del orden del 2-3 por cien del PIB, aun sin adoptar políticas discrecionales de reducción de los impuestos o de incrementos selectivos del gasto público.
Dada esta situación y la intolerancia ante el riesgo de los mercados de capitales nacionales e internacionales, aunque los niveles de deuda pública/PIB hayan caído a lo largo del último lustro a niveles muy razonables, parece poco probable que los gobiernos puedan realmente embarcarse en políticas presupuestarias tan activas que conduzcan a un déficit por encima del cinco por cien del PIB. Para ponerle cifras a ese margen estaríamos hablando de que los países de la región podrían instrumentar un paquete fiscal que ascendiera para todo el continente a unos 75.000 millones de dólares. Eso equivaldría al 2,5 por cien del PIB regional y al 10 por cien tanto de la formación bruta de capital como de los ingresos fiscales de 2008.
Probablemente pues, los “pesimistas” esta vez tienen razón: con políticas fiscales y monetarias tradicionales Latinoamérica no puede hacer mucho para defenderse de la depresión global. Lo más inteligente que podría hacer es tratar de ajustarse al componente permanente de esos shocks internacionales y resignarse a que el componente transitorio –es decir, la parte de la recesion que pensamos puede revertirse mediante las políticas coordinadas que están tomando las economías de todo el globo– pueda ser absorbido por las nuevas fortalezas del continente: su mayor nivel de renta per cápita y capital humano, su menor nivel de pobreza y su preferencia revelada por una sociedad con un reparto de la renta menos desigual.
Que en Latinoamérica no se puedan plantear paquetes fiscales como los que está anunciando EE UU o algún otro país europeo, y que para sus autoridades monetarias no sea sensato pensar en alcanzar tipos de interés nominales en torno a cero –aunque sí será posible temporalmente ver tipos de interes a corto negativos ajustados por inflación– no significa que no haya márgenes de actuación que los gobiernos no estén obligados a explorar.
Los analistas están anticipando que la caída de la inflación que esperan por la desaceleración del crecimiento permitiría acomodar un recorte de los tipos nominales de política monetaria de 103 puntos básicos en el agregado regional, si bien entre las tres economías centrales por su tamaño o su credibilidad histórica –Brasil, Mexico y Chile– el porcentaje de recorte se eleva por encima de los 175 puntos básicos. Por lo que respecta a la política fiscal, el consenso de los analistas es más prudente que nuestra visión y sólo acomoda un deterioro del déficit de 2,75 puntos porcentuales del PIB regional.
En cierta medida, estas “actuaciones” son las que ya han venido anunciando las autoridades de la región. Colombia ha sido el primer país del continente en recortar, ya en diciembre de 2008, los tipos de interes en 50 puntos básicos, y las expectativas de inminentes recortes de tipos en Brasil, Chile y México están ya siendo descontadas (7). En el ámbito fiscal, los gobiernos de Argentina, Brasil, México y Perú han anunciado medidas de “activismo fiscal” –reducción selectiva de impuestos indirectos y programas de inversiones públicas– que irán desplegándose a lo largo de 2009. Dada la experiencia histórica de medidas fiscales que no llegaron a ser jamás aplicadas, los analistas apenas han reconocido impactos de estos anuncios sobre sus previsiones.
Pero no todo son políticas tradicionales. Si uno mira sin prejuicios ideológicos el arsenal de medidas que los países están instrumentando, no tardará mucho en concluir que junto a los paquetes fiscales de clara inspiración keynesiana y las políticas ZIRP (zero interest rates policies), los que más atención y recursos están atrayendo son los intentos de volver a poner en pie los sistemas financieros de EE UU y Europa, adoptando las medidas necesarias de liquidez, garantía y capital para que el crédito y el ahorro vuelvan a fluir. Y aquí Latinoamérica no tiene a priori restricciones que le empujen a adoptar respuestas tímidas.
Los gobiernos más activos han tratado de actuar adaptándose a las peculiaridades de sus economías pero con dos regularidades en mente:
– En primer lugar, asegurar la liquidez en moneda nacional y en divisas a sus bancos. Aunque en Latinoamérica –a diferencia de lo que ocurre en Europa y EE UU– el volumen de depósitos es más que suficiente para fondear la cartera de créditos y préstamos (8) los gobiernos, y muy especialmente Brasil, han instrumentado recortes en los coeficientes de caja e inversión que han liberado liquidez al mercado interno. Y todos han cuidado especialmente que los mercados de divisas no se secaran y dejaran de proveer la liquidez necesaria para que los exportadores pudieran seguir prefinanciando sus ventas y los importadores cumpliendo sus compromisos.
– En segundo lugar, los gobiernos han tenido mucho cuidado para evitar que aparecieran problemas de solvencia, incluso en las instituciones más marginales del mercado financiero.
Que en el mercado haya habido dólares para atender los compromisos reales y financieros, y la ausencia, por el momento, de crisis bancarias son aspectos en los que pocos analistas están reparando pero que tienen una importancia extraordinaria: son fenómenos inéditos en la historia del continente que dicen mucho de lo que hemos aprendido de nuestros errores del pasado.
En 2008 los bancos de la región van a ganar en torno a45.000 millones de dólares (dos terceras partes de ese beneficio se registrará en Brasil, sistema que supone el 50 por cien del negocio bancario de la región) y van a seguir exhibiendo ratios estructurales muy razonables: el crédito bancario, aunque desacelerándose, sigue creciendo a tasas por encima del 20 por cien en dólares, la morosidad está situada en el 4,3 por cien de la cartera y la ratio de capital de los bancos está entre el 14 y el 17 por cien.
Sin embargo, el dato que nos parece particularmente interesante no es tanto la rentabilidad del sistema como el mimo con el que las autoridades y el sector privado han trabajado para evitar una crisis bancaria. Primero con una regulacion y supervisión que hoy se ve con claridad no tenía nada que envidiar a la de los países supuestamente más desarrollados. Todo lo contrario. Y después, facilitando un proceso de consolidación y apertura competitiva al exterior de los sistemas bancarios del continente que hoy se puede explicar con dos datos: un tercio del negocio bancario latinoamericano lo realizan grandes franquicias internacionales que operan en toda la economía global, y más de dos tercios del negocio bancario de cada uno de los mercados lo llevan a cabo los primeros cinco bancos de cada país.
Saber que Latinoamérica cuenta con un sistema bancario competitivo internacionalmente y que en cada economía operan grandes bancos que son auténticos campeones nacionales siempre será positivo para el continente, pero en diciembre de 2008, en uno de los momentos mas inciertos de la crisis global, ese rasgo estructural era mucho más que una buena noticia. Es la garantía de que el continente puede tener más opciones que las que le conceden los agoreros.
Hace unos años advertimos que Latinoamérica era una región que gracias a la consolidación y reformas de los años noventa contaba con grandes bancos que operaban modelos de negocio tradicionales, prudentes y transparentes cuyo objetivo estratégico era bancarizar un continente en el que los pasivos bancarios suponían menos del 25 por cien del PIB, y eso gracias a que en Brasil la ratio era del 40 por cien del PIB y en Chile del 70, ya que en el resto de economías el apalancamiento era muy bajo: en México el 10 por cien, en Argentina el 14, en Uruguay el 20, en Colombia el 28…
Nuestra percepción es que esta ventaja competitiva no ha perdido nada de su valor en los últimos cinco años. El sistema bancario del continente efectivamente se ha duplicado y hay nuevas capas sociales –nuestras clases medias emergentes– que han accedido por primera vez a los productos y servicios bancarios, y que previsiblemente tendrán tasas de morosidad ligeramente más elevadas que los clientes históricos de la banca del continente, pero en esta ocasión las deudas son en moneda nacional, los descalces de plazos y de tipos de interés son muy moderados y los tipos de interés aplicados han tendido a cubrir la prima de riesgo que se anticipaba un día podía llegar a concretarse en la consecución del grado de inversión.
Por todo ello, los bancos de la región deberían estar en condiciones de navegar por esta crisis sin requerir la “respiración asistida” que reclama la mayoría de bancos de los países desarrollados. Y esta diferencia puede ser muy valiosa a lo largo del proceso de ajuste al componente permanente de los shocks al que antes nos referíamos.
Parece razonable esperar que el crédito se desacelere hasta el 10 por cien y será igualmente razonable que los tipos de interés del activo suban para reflejar las nuevas condiciones de riesgo. Sin embargo, hoy el mensaje es que, salvo hecatombe mundial, la región va a contar con un sistema bancario que seguirá cumpliendo su labor de intermediación del ahorro y del crédito, algo de lo que la región careció en las crisis de los años ochenta y noventa. Poder apostar a que va a haber un sistema bancario razonablemente sano y que previsiblemente no va a exigir un “salvataje” con dinero de los contribuyentes hoy día no es poca cosa.
La otra crisis
Cuando en Latinoamérica se habla de “crisis” se tiende a pensar en crisis cambiarias. En “frenazos súbitos” de las entradas de capital del exterior que convierten en insostenible la política cambiaria y fuerzan –tras un episodio más o menos prolongado de negación de la realidad por parte de las autoridades– a un reajuste cambiario con sus inevitables efectos sobre los balances patrimoniales de los agentes endeudados en divisas y a un programa macro de ajuste y contracción de la demanda interna, con el consiguiente sacrificio de crecimiento y empleo.
En los últimos meses, Latinoamérica ha evitado el crash cambiario, aunque ciertamente desde el otoño boreal los tipos de cambio nominales de las monedas de la región se han depreciado, en algunos casos muy sustancialmente: tomando como referencia las 50 monedas de países desarrollados y emergentes más negociadas en los mercados de divisas internacionales, el peso chileno, el peso mexicano y el real brasileño se encuentran dentro del intervalo en el que está el 25 por cien de las monedas que más se han depreciado frente al dólar entre junio y diciembre de 2008.
La inexistencia de paridad a defender, dada la generalización de los regímenes de tipo de cambio flexible y la moderación del “miedo a flotar” tan pronto como se percibió que el desarrollo de los sistemas financieros había parcialmente redimido a las economías y empresas latinoamericanas más ortodoxas del infame pecado original del endeudamiento en dólares, probablemente ayudó a que la realidad cambiaria se aceptase con mayor rapidez que en el pasado. Además, en esta ocasión las autoridades contaron con un volumen importante de reservas que les permitió convertir un posible colapso cambiario en un ajuste digerible.
El resultado de todo lo anterior probablemente será muy positivo a medio plazo para la región. Si bien a largo plazo es posible que las depreciaciones hayan incrementado el riesgo de que el continente “importe” inflación –dada la recesión mundial, un riesgo hoy de segundo orden–, en el corto plazo las depreciaciones nominales han corregido los niveles de los tipos de cambio efectivos reales de los países y han conseguido algo que parecía improbable: que la región afronte una crisis sin rezago cambiario.
De hecho, el peso argentino está depreciado en términos efectivos reales un 34 por cien respecto a la media de los últimos 15 años, el peso mexicano y el chileno están depreciados en torno al 10 por cien y el real brasileño, tras su último rally depreciatorio, está exactamente en la media de los últimos 15 años. Puede que este ajuste haya sido otra política “preventiva”. Los analistas están dándole muchas vueltas a un problema muy simple y que la región conoce bien: ¿si Latinoamérica sufre un fuerte deterioro de su relación real de intercambio y si la crisis global debilita aun más sus ingresos por exportaciones de bienes y servicios, quién le va a prestar para cubrir su desequilibrio externo? Y sobre todo, ¿cuánto hay que prestarle?
Los números y conjeturas hoy vuelan. Por una parte, se sabe que los gobiernos han sido prudentes y han preparado mejor que nunca a sus países para hacer frente a un sudden stop de las entradas de capital. Pero por otro, el mercado sospecha que las empresas privadas de la región han apelado fuertemente en los últimos años a los mercados internacionales para financiar su expansión y capitalizar su recobrado acceso a esas fuentes de financiación más baratas y de mayor plazo. Y tras la sospecha, la conclusión: si las necesidades de financiación externa absolutas son percibidas como “elevadas” –y no importa que sean mucho menores que en el pasado, bien respecto al PIB bien en relación a las exportaciones– y el calendario de renovación de los créditos se acaba volviendo excesivamente exigente, las únicas salidas serán retornar al FMI y a los restantes organismos internacionales –algo que a más de un país puede atragantársele políticamente– o debilitar la base de reservas y correr el riesgo de tener que aceptar un tipo de cambio más débil que el actual.
El veredicto para Latinoamérica es agridulce. De una parte, el volumen absoluto de necesidades a financiar no es despreciable: 154.000 millones de dólares. Es verdad que es casi 100.000 millones menos que la Europa emergente, pero el cuadro revela algo muy poco tranquilizador: las necesidades conjuntas de los emergentes de América y Europa exceden la capacidad bruta de financiación de Asia. Dicho de otra forma, o los desarrollados y los productores de petróleo no incluidos en el cuadro financian a los emergentes –y a los desarrollados con déficit: EE UU, España, etcétera– o los números de la economía mundial ex ante no van a cuadrar.
De otra, en América Latina hay dos países que están “libres” de riesgo –Venezuela, que es acreedor neto, y Perú, que cubriría sus necesidades con el 10 por cien de sus reservas– y otros cuatro –Chile, Brasil Argentina y Colombia– que estarían en la zona templada y cubrirían sus necesidades con menos de la mitad de sus reservas. México es el único país que teóricamente tendría más dificultades si los mercados se cerraran, pero es evidente que EE UU, el FMI, el BID, el Banco Mundial y la comunidad internacional estarían dispuestos a echar una mano.
En síntesis, los riesgos de la “otra crisis” es algo que sobrevolará 2009. Quizá no sólo en Latinoamérica o en los emergentes. Quizá alguno de los desarrollados también tendrá que convivir con esta circunstancia, aunque muy probablemente en lugar de crisis cambiaria le llame bening neglect. Por lo pronto, la región ya lleva ganados los ajustes del otoño de 2008. América Latina comienza el curso con los deberes –al menos, estos
deberes– hechos.
No dejar de pensar en el medio plazo
Comenzamos esta reflexión señalando la bendición que suponía que tras un año de crisis global –según testimonios cualificados, la peor crisis desde la Segunda Guerra mundial– Latinoamérica no se haya desmarcado y siga exhibiendo impactos y respuestas que no difieren sustancialmente de lo que está ocurriendo en el resto del mundo. No era nuestra tradición. Tener tiempo para pensar qué se puede hacer es una innovación muy bienvenida. Y la política óptima es que, por acuciantes que puedan parecer los problemas que vamos a afrontar, jamás deberíamos dejar de pensar en el medio plazo.
Esto es mucho más que una crisis: es la oportunidad para recolocarse en el mapa de la economía global. Quien desperdicie o pierda esta oportunidad probablemente tendrá que esperar mucho tiempo para recuperar su lugar. Las singularidades políticas, económicas y sociales del mundo de la posguerra fría que estamos dejando atrás son un buen recordatorio de lo rentable que puede ser acertar y lo costoso que es perderse en enredos que a pocos importan.
Efectivamente, hay que pensar mucho y bien cuando se afronta una crisis que para el continente comporta dificultades añadidas: estamos sufriendo un deterioro fuerte de nuestros términos de intercambio y, al mismo tiempo, los mercados a los que van nuestras materias primas están en recesión, y los mercados de capitales que financiaban a nuestras empresas y gobiernos –ayudándonos a suavizar el perfil temporal del ajuste– han colapsado o están escleróticos.
Y todo ello nos va a ocurrir en medio del segundo ciclo electoral que el continente va a vivir en su historia democrática reciente: entre 2009 y 2011, el continente celebrará más de 17 elecciones, de las que 13 serán presidenciales. Y además está la presidencia de Barack Obama y el replanteamiento de las nuevas relaciones de EE UU con la región. Los problemas y oportunidades van a ser retadores. Y no sólo serán económicos, sino fundamentalmente políticos y sociales. No podemos seguir dejándolos pasar.
Hay asuntos que muchos países ya han cerrado y que en América Latina siguen sin abordarse: la secuencia de creación y distribucion de la riqueza, el papel del Estado y del mercado, la eficacia de la democracia y del modelo autoritario benevolente o populista, la educación, el narcotráfico y el debate global sobre la legalización de las drogas… No podemos seguir dando vueltas. Hay que dar respuestas. Y sería un enorme desacierto que fuésemos al encuentro de esos y otros problemas pensando que nos derrotarán.
Tampoco el voluntarismo es una actitud recomendable. A Latinoamérica no le vale el vaso medio vacío. Ni el medio lleno. Tiene que jugársela y adoptar decisiones que realmente llenen el vaso hasta colmarlo. Nunca ha estado mejor preparada. Nunca haberse graduado en tantas crisis y en tantos episodios de volatilidad tenía tanto valor estratégico: Latinoamérica es el único continente con generaciones de profesionales y de ciudadanos que se han formado tomando decisiones para salir de sus múltiples crisis anteriores. De cómo salgamos de esta crisis dependerá decisivamente la naturaleza y proyección global de la sociedad latinoamericana del bicentenario. Es nuestra oportunidad. Es nuestro tiempo.
Notas:
2. José Juan Ruiz, “America Latina camino de una sociedad de clases medias”. Mimeo. UIMP. Santander. Francisco Luzón, “Cinco visiones sobre América. Cinco años de Encuentros Santander-América en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo” Banco Santander. Madrid, 2007.
3. http://www.imf.org/external/pubs/ft/reo/2006/eng/01/wreo0406.htm
4. Pär Österholm and Jeromin Zettelmeyer. “The Efects of External Conditions on Growth in Latin America”. IMF Working Paper, 2007.
5. http://www.imf.org/external/pubs/cat/longres.cfm?sk=21986.0
6. Las reglas que se derivaban de los modelos era que el shock de crecimiento mundial se trasladaba a la región completamente y en una escala 1:1; que el impacto de un incremento en un trimestre del EMBI+ en una desviación típica –alrededor de 115 puntos básicos– se acababa traduciendo en un recorte de crecimiento de 0,5 puntos porcentuales y que una caída en un trimestre del cinco por cien en el precio de las materias primas se concretaba en una reducción del crecimiento de 0,4 puntos porcentuales. El impacto mayor se producía en todo caso cuando aumentaba el tipo de interés de política monetaria en EE UU y los tipos de los bonos americanos a largo plazo: un incremento de 90 puntos básicos de los tipos cortos y largos americanos se traducía en una pérdida de crecimiento de 0,9 puntos. En este caso, el tipo americano a corto de la Reserva Federal ha caído desde el 5,25 por cien de junio de 2006 al 2,25 por cien en marzo de 2008, y recientemente al 0-0,25 por cien. Por su parte, los bonos del tesoro han caído en las mismas fechas desde el 5,15 por cien (junio 2006) al 3,56 (marzo 2008) y al 2,88 en diciembre. Esta extraordinaria relajación monetaria ha contribuido a amortiguar el impacto de los otros componentes del shock financiero.
7. El corte de los datos aportados en el artículo es diciembre de 2008 y, por tanto, no se incluyen medidas de política económica adoptadas a lo largo de enero y febrero de 2009.
8. En septiembre de 2008 el volumen de depósitos y fondos de inversion en el continente ascendía a 1,9 billones de dólares, mientras que la cartera de crédito era de 1,0 billones.
En las semanas centrales del pasado noviembre, muchos pensaron que la normalidad había vuelto a Latinoamérica. Tras cinco años de crecimiento no inflacionario y razonablemente elevado, de aumentos del empleo formal y de los salarios reales, incrementos de la bancarización y reducciones del coste del endeudamiento bancario, cuentas externas y públicas saneadas que posibilitaron el desendeudamiento externo y público, tipos de cambio estables y aumentos de reservas internacionales, primas de riesgo a la baja y sucesivas revisiones al alza de las calificaciones otorgadas por las agencias de rating tanto a los soberanos como a las grandes empresas, aumento del empleo y de políticas sociales que consiguieron sacar a 17 millones de personas de la pobreza, así como envidiables e inéditos niveles de apoyo popular a los líderes políticos del continente, en noviembre de 2008 todo pareció desvanecerse y nuestro destino manifiesto pareció que volvía a ser caer y caer en una nueva y desproporcionada crisis económica y política.
Bastaron algunas intensas semanas de volatilidad en los mercados cambiarios y de capitales para que la teoría del decoupling –que afirmaba que el mundo podía crecer apoyándose en los BRIC (Brasil, Rusia, India y China) y sin el aporte de Estados Unidos– se viniera abajo y todo el continente se pusiera a buscar bien argumentos para justificar el descalabro, bien políticas compensatorias para modularlo.
Como era previsible, a los que cultivan con primor el prestigio intelectual del fracaso les llevó todavía menos tiempo que a los mercados apoderarse del discurso dominante en los consejos de administración y de redacción. Como muestra un botón: entre junio y noviembre de 2008 el consenso de crecimiento del PIB esperado para 2009 pasó del cuatro por cien al 1,5 por cien, lo que supone un recorte del 66 por cien. Por países, el consenso sólo contemplaba que Perú creciera por encima del 3,5 por cien, la tasa promedio de crecimiento del continente en los últimos 25 años. Para el resto se esperaban crecimientos en torno al dos por cien, excepto para México, país al que se le vaticinó directamente el estancamiento.
Teniendo en cuenta que en las mismas fechas el Fondo Monetario Internacional (FMI) revisó su pronóstico de crecimiento de la economía mundial desde el 3,2 al 2,2 por cien –un 44 por cien menos– y que el recorte para los países emergentes fue del 6,7 al 5,1 por cien –una reducción del 24 por cien– para criollos y latinoamericanos la cuestión natural es comprobar si está justificado el recorte diferencial de las expectativas de crecimiento infringido a la región.
¿No es oro todo lo que reluce?
En su asamblea anual celebrada en la primavera de 2008 en Miami, el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) presentó un interesante análisis1 –técnicamente impecable, políticamente inédito en un organismo internacional cuyos socios son los mismos países a los que en el documento se atribuían debilidades que todavía no descontaban los mercados– que básicamente venía a decir que la prosperidad de la region en los últimos años era más el resultado de un entorno internacional extraordinariamente favorable que la consecuencia de buenas instituciones y políticas.
La inferencia del análisis era, obviamente, que si el entorno internacional cambiaba significativamente a peor, lo que relucía como “oro” iba a convertirse en latón. Frente a este posicionamiento, quienes creíamos que Latinoamérica realmente había mejorado sus fundamentales económicos y sus instituciones –una inmensa minoría, (2) pero con algunos socios muy cualificados como la Comisión para América Latina y el Caribe (Cepal) y el regionalmente denostado FMI– (3) esgrimíamos básicamente cuatro argumentos:
1. Que los más recientes y sofisticados análisis4 tendían a concluir que el entorno externo explicaba entre el 50 y el 60 por cien de la variabilidad del crecimiento histórico del continente. Es decir, que los gobiernos de Latinoamérica, las instituciones y las políticas aplicadas eran, como mínimo, corresponsables del 50 por cien del éxito.
2. Que independientemente de cómo y por qué se habían cosechado los éxitos del periodo 2003-07, la región había mejorado no sólo sus variables flujo –PIB, balanza de pagos, situación presupuestaria, etcétera– sino fundamentalmente sus variables stock: las reservas internacionales habían aumentado, la deuda externa y la deuda pública disminuido, el empleo formal crecido, la pobreza se había reducido, el stock de capital físico y humano incrementado… Es decir, los países habían “capitalizado” el éxito y se habían fortalecido para el momento en que se produjera el cambio de ciclo internacional.
3. No se podía descartar de un plumazo la mejora institucional de la región. En América Latina ya había cinco bancos centrales –Chile, Brasil, México, Peru y Colombia– que habían adoptado políticas basadas en objetivos de inflación que habían conseguido muy buenos resultados y, por tanto, credibilidad. Gracias a ello, los costes en términos de output y empleo de los ajustes a los futuros shocks externos deberían ser mucho menores que los del pasado. En el campo fiscal, también había evidencia5 de que la estructura, calidad y cuantía de los ingresos fiscales de la región habían mejorado, y, desde luego, que la disciplina fiscal había ganado terreno.
4. En la región había aparecido una nueva clase media emergente que había aprovechado para asentarse la mejora de los fundamentales económicos, el crecimiento de la economía formal y la bancarización impulsada por unos sistemas bancarios sólidos y abiertos a la competencia internacional. Esas clases medias era muy poco probable que, en sistemas democráticos, tolerasen la instrumentación de políticas populistas y escapistas ante los shocks, históricamente una de las causas más obvias del diferencial de intensidad de las crisis latinoamericanas respecto a las padecidas por otros países emergentes.
Un año después del estallido de la crisis financiera asociada a las hipotecas subprime de Estados Unidos en el verano de 2007, los optimistas parecía que íbamos a tener razón. Pese al deterioro de las expectativas de crecimiento en el G-7 y los problemas crecientes de solvencia y liquidez del sistema financiero internacional, el continente seguía creciendo a tasas por encima del cuatro por cien. De hecho, la mayor duda sobre la sostenibilidad de la fase expansiva de la región la proyectaban las tensiones inflacionistas que comenzaban a advertirse en algunos países como consecuencia del fuerte incremento experimentado por los precios de las materias primas energéticas y, muy especialmente, de los productos alimenticios.
La fuerte ponderación que el combustible y los alimentos tienen en la mayoría de las cestas de consumo del continente y los intentos de los gobiernos de “blindar” la capacidad de compra de los votantes a través de barrocos, costosos y probablemente socialmente regresivos esquemas de subsidios agravaron las preocupaciones de todos aquellos que sabían que más inflación, distorsiones de precios relativos y déficit público era un cóctel que en la región siempre acababa muy mal.
En todo caso, con ese activismo fiscal se transmitió un mensaje muy importante: la democracia era lo suficientemente competitiva como para impedir que las autoridades permaneciesen pasivas mientras las calles se incendiaban. Y los gobiernos, lo suficientemente serios como para dejar que las respuestas a este shock se llevaran por delante un lustro de respetabilidad fiscal. Por eso, cuando a los gobiernos se unieron las reacciones de los bancos centrales de Brasil, México, Chile, Colombia y Perú reajustando el tono de su política monetaria y reafirmando su compromiso con la estabilidad de precios, el mercado premió esta “ortodoxia” redoblando su apuesta por el continente.
Fue entonces cuando se produjo el otorgamiento del grado de inversión a Brasil y Perú, al tiempo que otros países veían revisada al alza su calificación. Y gracias a ello la prima de riesgo promedio de Latinoamérica (medidas por el Latin EMBI+) aumentó entre diciembre de 2007 y junio de 2008 tan sólo 34 puntos básicos frente al incremento de 56 puntos experimentado por el EMBI+ global. La estabilidad cambiaria también se mantuvo: el tipo de cambio frente al dólar promedio de la región en estos seis meses se apreció un seis por cien nominal. Finalmente, los mercados volaron y el valor de las empresas cotizadas en las bolsas locales aumentó en el equivalente a 247.000 millones de dólares y se situó en 2,4 billones, alrededor del 85 por cien del PIB regional. A un año del estallido de la crisis global, estar en esa situación era un hecho inédito para la región.
De Artemio Cruz a Lehman Brothers y después
Fue entonces cuando algunos de los optimistas sentimos vértigo: tanto éxito parecía que nos estaba cegando. Las declaraciones de los “políticos” y líderes de opinión regionales sobre la crisis mundial –algunas altivas, otras directamente insolentes, la mayoría reveladoras de un conocimiento imperfecto del alcance de la interdependencia en una economía globalizada– claramente sugerían que en el continente se estaba comenzando a desarrollar un cierto síndrome “Artemio Cruz”: nadie tenía el coraje de mirarse al espejo por temor a ver reflejado lo que todavía quedaba por hacer en “su” economía, pero todos querían disfrutar de la extraña situación en la que el mundo desarrollado colapsaba macroeconómicamente mientras que los vientos de cola llevaban a Latinoamérica en volandas hacia los 10.000 dólares de renta per cápita (en paridad de poder adquisitivo, PPP).
Dicen que para una pareja y para una economía las cuatro palabras más costosas del idioma son “esta vez será diferente”. Las 14 semanas que van desde la caída de Lehman Brothers, el 15 de septiembre, hasta el anuncio del repudio de Ecuador de su deuda externa, el viernes 12 de diciembre, han demostrado que quizá sea verdad: la historia casi siempre se repite. En esos apenas 60 días laborables en los que la crisis del sistema financiero internacional se agravó hasta extremos insospechados, en los que las bolsas mundiales y la caída del precio de la vivienda licuaron alrededor de 26 billones de dólares de riqueza financiera mundial y en los que la sombra de una gran depresión mundial comenzó a pasearse por las primeras páginas de los medios de comunicación, Latinoamérica volvió a vivir jornadas de extraordinaria volatilidad cambiaria y financiera.
El shock era un subproducto del reajuste de expectativas que motivaron tanto el desplome de los precios de las materias primas, como la caída de las exportaciones de bienes, los ingresos por turismo y las remesas de emigrantes, y sobre todo, de la fuerte reducción del apetito de riesgo de la comunidad inversora internacional.
Para captar la intensidad del golpe encajado por el continente basta con reparar en que la caída promedio de los precios de las commodities fue del 47 por cien, con el precio de la soja cayendo un 40, el del petróleo un 59 y el del cobre un 55. Y pese a ello, todavía en noviembre los precios estaban por encima del promedio de los últimos 10 años: en el cobre un cinco por cien, en la soja y el petróleo más de un 20.
No hay ninguna razón que nos permita mantener que el ajuste bajista no puede continuar. Los cisnes negros efectivamente existen, y una vez rota la idea de que los BRIC –y especialmente China e India– estaban condenados a mantener la demanda de commodities lo suficientemente alta para evitar el colapso de sus precios, la evolución de las materias primas está inexorablemente ligada a la recuperación de la confianza en la plausibilidad de una salida “concertada” de la crisis global. La desconfianza ante que esa recuperación global y coordinada pueda ser razonablemente considerada el escenario central en 2009, es la razón principal que explica el recorte del crecimiento esperado de América Latina.
Por lo que respecta al shock financiero, la evolución de las primas de riesgo-país ha sido igualmente muy abrupta. En muy pocas sesiones, el EMBI de Latinoamérica ha aumentado en 438 puntos básicos y ha vuelto a niveles absolutos que no se veían desde los años de la crisis argentina de 2001. Argentina, Venezuela y Ecuador prácticamente cotizan a niveles de default, y los países con grado de inversión están en diferenciales tan elevados respecto al activo sin riesgo –el bono de EE UU a 10 años– que la realidad es que los mercados de capitales están de facto cerrados, tanto para los soberanos como para las grandes corporaciones del continente.
Tampoco hay nada que nos permita apostar por la rápida reversión de esta situación. Más bien todo lo contrario. Los mercados de capitales probablemente van a estar cerrados para las empresas a lo largo de 2009 –lo que conllevará rebajas de ratings para muchas de ellas y para otras situaciones financieramente muy complejas– y, si bien los “soberanos” percibidos como más “responsables” podrán apelar a la financiación externa, los países que están embarcados en políticas financieramente insostenibles a medio plazo van a toparse con dificultades extraordinarias para navegar la tormenta. Sobre todo, si por razones ideológicas persisten en mantenerse alejados del FMI.
¿Cómo ser optimistas en este escenario?
Ante un escenario como el descrito cabe preguntarse ¿cómo podemos ser optimistas? La respuesta es simple: si el continente no hubiese aprendido desus errores del pasado, se hubiera fortalecido y acumulado “reservas” para los tiempos malos, jamás habríamos podido sobrevivir a una acumulación de shocks de la virulencia qué acabamos de describir. Sencillamente el continente habría colapsado y ahora, en lugar de preocuparnos por ajustar el escenario central de 2009 y buscar políticas anticíclicas estaríamos diseñando –junto al FMI u otro organismo similar– las políticas de reintegración a la economía global.
Teniendo en cuenta las elasticidades del crecimiento de Latinoamérica a los shocks de crecimiento mundial, las caídas de precios de las materias primas y los shocks financieros, la prevision condicionada es que el PIB de la región en los siguientes 12 meses tendría que caer respecto al escenario base en torno a los 4,8 puntos porcentuales. Esto equivaldría a un crecimiento promedio latinoamericano en 2009 que oscilaría entre el -1 y el -1,75 por cien (6).
El contra-factual del modelo es la realidad tal y como hoy la percibimos. Independientemente de lo que dentro de 12-18 meses comprobemos que ha ocurrido con el crecimiento de la región en 2009, hoy las expectativas de crecimiento oscilan entre el 2,5 por cien que todavía mantiene el FMI en su revisión de noviembre del World Economic Outlook y el -0,5 por cien que pronostica el analista privado más ácido. El promedio de analistas sigue apuntándole a un crecimiento promedio ente el 0,5 y el uno por cien. Son crecimientos más bajos que los del pasado reciente… pero materialmente superiores a los pronosticados por los modelos que capturan nuestra experiencia macroeconómica de los últimos 15 años.
La inferencia no puede ser otra que las políticas, las instituciones y las “reservas” acumuladas en la reciente bonanza han permitido a Latinoamérica mantenerse en pie ante una crisis de una intensidad y violencia que nada tiene que envidiar a la que en 1982-83 la envió a crecimientos negativos del orden del 2,5 por cien. Los optimistas teníamos si no toda la razón, sí al menos algo de razón: el continente ha mejorado de verdad, y el dividendo más tangible es que la resistencia hasta ahora demostrada ante el adverso entorno exterior le ha ganado a los gobiernos el margen de maniobra necesario para investigar la posibilidad de instrumentar políticas anticíclicas similares a las que otras economías desarrolladas y emergentes están ya anunciando. Nos hemos graduado de la excepcionalidad latinoamericana. Somos como los demás. Tenemos que ganarnos el futuro porque esta vez no lo hemos perdido en el momento de que la crisis estallara.
Ahora depende de nosotros y eso, teniendo en cuenta nuestra trágica historia económica a lo largo de casi todo el último siglo, es una bendición. Un privilegio que algunos nos hemos ganado a pulso: el privilegio de la normalidad. No es poco.
Políticas contracíclicas y riesgos
La nueva línea de ataque de los pesimistas es que Latinoamérica no tiene capacidad para llevar a cabo políticas anticíclicas de las que denominaríamos tradicionales. De una parte, las políticas monetarias expansivas están limitadas por el nivel relativamente elevado de las tasas de inflación domésticas y el temor a que un diferencial insuficiente de tipos de interés provoque salidas de capital y desestabilice el sistema financiero y los mercados cambiarios. Por otra, el uso de políticas fiscales expansivas está acotado por la insuficiencia secular de los ingresos públicos –menos del 25 por cien del PIB en todos los países, salvo Brasil– y la volatilidad de los mismos –en torno al 70 por cien de los ingresos fiscales del continente están ligados a regalías e impuestos sobre las materias primas, sobre las exportaciones y las transacciones financieras, o son impuestos indirectos–. Dicho de otra forma, el componente cíclico de la mejora de la situación fiscal latinoamericana del periodo 2007-03 ha sido considerable y, ante un empeoramiento del ciclo, es probable que irremediablemente se vuelva a un déficit público del orden del 2-3 por cien del PIB, aun sin adoptar políticas discrecionales de reducción de los impuestos o de incrementos selectivos del gasto público.
Dada esta situación y la intolerancia ante el riesgo de los mercados de capitales nacionales e internacionales, aunque los niveles de deuda pública/PIB hayan caído a lo largo del último lustro a niveles muy razonables, parece poco probable que los gobiernos puedan realmente embarcarse en políticas presupuestarias tan activas que conduzcan a un déficit por encima del cinco por cien del PIB. Para ponerle cifras a ese margen estaríamos hablando de que los países de la región podrían instrumentar un paquete fiscal que ascendiera para todo el continente a unos 75.000 millones de dólares. Eso equivaldría al 2,5 por cien del PIB regional y al 10 por cien tanto de la formación bruta de capital como de los ingresos fiscales de 2008.
Probablemente pues, los “pesimistas” esta vez tienen razón: con políticas fiscales y monetarias tradicionales Latinoamérica no puede hacer mucho para defenderse de la depresión global. Lo más inteligente que podría hacer es tratar de ajustarse al componente permanente de esos shocks internacionales y resignarse a que el componente transitorio –es decir, la parte de la recesion que pensamos puede revertirse mediante las políticas coordinadas que están tomando las economías de todo el globo– pueda ser absorbido por las nuevas fortalezas del continente: su mayor nivel de renta per cápita y capital humano, su menor nivel de pobreza y su preferencia revelada por una sociedad con un reparto de la renta menos desigual.
Que en Latinoamérica no se puedan plantear paquetes fiscales como los que está anunciando EE UU o algún otro país europeo, y que para sus autoridades monetarias no sea sensato pensar en alcanzar tipos de interés nominales en torno a cero –aunque sí será posible temporalmente ver tipos de interes a corto negativos ajustados por inflación– no significa que no haya márgenes de actuación que los gobiernos no estén obligados a explorar.
Los analistas están anticipando que la caída de la inflación que esperan por la desaceleración del crecimiento permitiría acomodar un recorte de los tipos nominales de política monetaria de 103 puntos básicos en el agregado regional, si bien entre las tres economías centrales por su tamaño o su credibilidad histórica –Brasil, Mexico y Chile– el porcentaje de recorte se eleva por encima de los 175 puntos básicos. Por lo que respecta a la política fiscal, el consenso de los analistas es más prudente que nuestra visión y sólo acomoda un deterioro del déficit de 2,75 puntos porcentuales del PIB regional.
En cierta medida, estas “actuaciones” son las que ya han venido anunciando las autoridades de la región. Colombia ha sido el primer país del continente en recortar, ya en diciembre de 2008, los tipos de interes en 50 puntos básicos, y las expectativas de inminentes recortes de tipos en Brasil, Chile y México están ya siendo descontadas (7). En el ámbito fiscal, los gobiernos de Argentina, Brasil, México y Perú han anunciado medidas de “activismo fiscal” –reducción selectiva de impuestos indirectos y programas de inversiones públicas– que irán desplegándose a lo largo de 2009. Dada la experiencia histórica de medidas fiscales que no llegaron a ser jamás aplicadas, los analistas apenas han reconocido impactos de estos anuncios sobre sus previsiones.
Pero no todo son políticas tradicionales. Si uno mira sin prejuicios ideológicos el arsenal de medidas que los países están instrumentando, no tardará mucho en concluir que junto a los paquetes fiscales de clara inspiración keynesiana y las políticas ZIRP (zero interest rates policies), los que más atención y recursos están atrayendo son los intentos de volver a poner en pie los sistemas financieros de EE UU y Europa, adoptando las medidas necesarias de liquidez, garantía y capital para que el crédito y el ahorro vuelvan a fluir. Y aquí Latinoamérica no tiene a priori restricciones que le empujen a adoptar respuestas tímidas.
Los gobiernos más activos han tratado de actuar adaptándose a las peculiaridades de sus economías pero con dos regularidades en mente:
– En primer lugar, asegurar la liquidez en moneda nacional y en divisas a sus bancos. Aunque en Latinoamérica –a diferencia de lo que ocurre en Europa y EE UU– el volumen de depósitos es más que suficiente para fondear la cartera de créditos y préstamos (8) los gobiernos, y muy especialmente Brasil, han instrumentado recortes en los coeficientes de caja e inversión que han liberado liquidez al mercado interno. Y todos han cuidado especialmente que los mercados de divisas no se secaran y dejaran de proveer la liquidez necesaria para que los exportadores pudieran seguir prefinanciando sus ventas y los importadores cumpliendo sus compromisos.
– En segundo lugar, los gobiernos han tenido mucho cuidado para evitar que aparecieran problemas de solvencia, incluso en las instituciones más marginales del mercado financiero.
Que en el mercado haya habido dólares para atender los compromisos reales y financieros, y la ausencia, por el momento, de crisis bancarias son aspectos en los que pocos analistas están reparando pero que tienen una importancia extraordinaria: son fenómenos inéditos en la historia del continente que dicen mucho de lo que hemos aprendido de nuestros errores del pasado.
En 2008 los bancos de la región van a ganar en torno a45.000 millones de dólares (dos terceras partes de ese beneficio se registrará en Brasil, sistema que supone el 50 por cien del negocio bancario de la región) y van a seguir exhibiendo ratios estructurales muy razonables: el crédito bancario, aunque desacelerándose, sigue creciendo a tasas por encima del 20 por cien en dólares, la morosidad está situada en el 4,3 por cien de la cartera y la ratio de capital de los bancos está entre el 14 y el 17 por cien.
Sin embargo, el dato que nos parece particularmente interesante no es tanto la rentabilidad del sistema como el mimo con el que las autoridades y el sector privado han trabajado para evitar una crisis bancaria. Primero con una regulacion y supervisión que hoy se ve con claridad no tenía nada que envidiar a la de los países supuestamente más desarrollados. Todo lo contrario. Y después, facilitando un proceso de consolidación y apertura competitiva al exterior de los sistemas bancarios del continente que hoy se puede explicar con dos datos: un tercio del negocio bancario latinoamericano lo realizan grandes franquicias internacionales que operan en toda la economía global, y más de dos tercios del negocio bancario de cada uno de los mercados lo llevan a cabo los primeros cinco bancos de cada país.
Saber que Latinoamérica cuenta con un sistema bancario competitivo internacionalmente y que en cada economía operan grandes bancos que son auténticos campeones nacionales siempre será positivo para el continente, pero en diciembre de 2008, en uno de los momentos mas inciertos de la crisis global, ese rasgo estructural era mucho más que una buena noticia. Es la garantía de que el continente puede tener más opciones que las que le conceden los agoreros.
Hace unos años advertimos que Latinoamérica era una región que gracias a la consolidación y reformas de los años noventa contaba con grandes bancos que operaban modelos de negocio tradicionales, prudentes y transparentes cuyo objetivo estratégico era bancarizar un continente en el que los pasivos bancarios suponían menos del 25 por cien del PIB, y eso gracias a que en Brasil la ratio era del 40 por cien del PIB y en Chile del 70, ya que en el resto de economías el apalancamiento era muy bajo: en México el 10 por cien, en Argentina el 14, en Uruguay el 20, en Colombia el 28…
Nuestra percepción es que esta ventaja competitiva no ha perdido nada de su valor en los últimos cinco años. El sistema bancario del continente efectivamente se ha duplicado y hay nuevas capas sociales –nuestras clases medias emergentes– que han accedido por primera vez a los productos y servicios bancarios, y que previsiblemente tendrán tasas de morosidad ligeramente más elevadas que los clientes históricos de la banca del continente, pero en esta ocasión las deudas son en moneda nacional, los descalces de plazos y de tipos de interés son muy moderados y los tipos de interés aplicados han tendido a cubrir la prima de riesgo que se anticipaba un día podía llegar a concretarse en la consecución del grado de inversión.
Por todo ello, los bancos de la región deberían estar en condiciones de navegar por esta crisis sin requerir la “respiración asistida” que reclama la mayoría de bancos de los países desarrollados. Y esta diferencia puede ser muy valiosa a lo largo del proceso de ajuste al componente permanente de los shocks al que antes nos referíamos.
Parece razonable esperar que el crédito se desacelere hasta el 10 por cien y será igualmente razonable que los tipos de interés del activo suban para reflejar las nuevas condiciones de riesgo. Sin embargo, hoy el mensaje es que, salvo hecatombe mundial, la región va a contar con un sistema bancario que seguirá cumpliendo su labor de intermediación del ahorro y del crédito, algo de lo que la región careció en las crisis de los años ochenta y noventa. Poder apostar a que va a haber un sistema bancario razonablemente sano y que previsiblemente no va a exigir un “salvataje” con dinero de los contribuyentes hoy día no es poca cosa.
La otra crisis
Cuando en Latinoamérica se habla de “crisis” se tiende a pensar en crisis cambiarias. En “frenazos súbitos” de las entradas de capital del exterior que convierten en insostenible la política cambiaria y fuerzan –tras un episodio más o menos prolongado de negación de la realidad por parte de las autoridades– a un reajuste cambiario con sus inevitables efectos sobre los balances patrimoniales de los agentes endeudados en divisas y a un programa macro de ajuste y contracción de la demanda interna, con el consiguiente sacrificio de crecimiento y empleo.
En los últimos meses, Latinoamérica ha evitado el crash cambiario, aunque ciertamente desde el otoño boreal los tipos de cambio nominales de las monedas de la región se han depreciado, en algunos casos muy sustancialmente: tomando como referencia las 50 monedas de países desarrollados y emergentes más negociadas en los mercados de divisas internacionales, el peso chileno, el peso mexicano y el real brasileño se encuentran dentro del intervalo en el que está el 25 por cien de las monedas que más se han depreciado frente al dólar entre junio y diciembre de 2008.
La inexistencia de paridad a defender, dada la generalización de los regímenes de tipo de cambio flexible y la moderación del “miedo a flotar” tan pronto como se percibió que el desarrollo de los sistemas financieros había parcialmente redimido a las economías y empresas latinoamericanas más ortodoxas del infame pecado original del endeudamiento en dólares, probablemente ayudó a que la realidad cambiaria se aceptase con mayor rapidez que en el pasado. Además, en esta ocasión las autoridades contaron con un volumen importante de reservas que les permitió convertir un posible colapso cambiario en un ajuste digerible.
El resultado de todo lo anterior probablemente será muy positivo a medio plazo para la región. Si bien a largo plazo es posible que las depreciaciones hayan incrementado el riesgo de que el continente “importe” inflación –dada la recesión mundial, un riesgo hoy de segundo orden–, en el corto plazo las depreciaciones nominales han corregido los niveles de los tipos de cambio efectivos reales de los países y han conseguido algo que parecía improbable: que la región afronte una crisis sin rezago cambiario.
De hecho, el peso argentino está depreciado en términos efectivos reales un 34 por cien respecto a la media de los últimos 15 años, el peso mexicano y el chileno están depreciados en torno al 10 por cien y el real brasileño, tras su último rally depreciatorio, está exactamente en la media de los últimos 15 años. Puede que este ajuste haya sido otra política “preventiva”. Los analistas están dándole muchas vueltas a un problema muy simple y que la región conoce bien: ¿si Latinoamérica sufre un fuerte deterioro de su relación real de intercambio y si la crisis global debilita aun más sus ingresos por exportaciones de bienes y servicios, quién le va a prestar para cubrir su desequilibrio externo? Y sobre todo, ¿cuánto hay que prestarle?
Los números y conjeturas hoy vuelan. Por una parte, se sabe que los gobiernos han sido prudentes y han preparado mejor que nunca a sus países para hacer frente a un sudden stop de las entradas de capital. Pero por otro, el mercado sospecha que las empresas privadas de la región han apelado fuertemente en los últimos años a los mercados internacionales para financiar su expansión y capitalizar su recobrado acceso a esas fuentes de financiación más baratas y de mayor plazo. Y tras la sospecha, la conclusión: si las necesidades de financiación externa absolutas son percibidas como “elevadas” –y no importa que sean mucho menores que en el pasado, bien respecto al PIB bien en relación a las exportaciones– y el calendario de renovación de los créditos se acaba volviendo excesivamente exigente, las únicas salidas serán retornar al FMI y a los restantes organismos internacionales –algo que a más de un país puede atragantársele políticamente– o debilitar la base de reservas y correr el riesgo de tener que aceptar un tipo de cambio más débil que el actual.
El veredicto para Latinoamérica es agridulce. De una parte, el volumen absoluto de necesidades a financiar no es despreciable: 154.000 millones de dólares. Es verdad que es casi 100.000 millones menos que la Europa emergente, pero el cuadro revela algo muy poco tranquilizador: las necesidades conjuntas de los emergentes de América y Europa exceden la capacidad bruta de financiación de Asia. Dicho de otra forma, o los desarrollados y los productores de petróleo no incluidos en el cuadro financian a los emergentes –y a los desarrollados con déficit: EE UU, España, etcétera– o los números de la economía mundial ex ante no van a cuadrar.
De otra, en América Latina hay dos países que están “libres” de riesgo –Venezuela, que es acreedor neto, y Perú, que cubriría sus necesidades con el 10 por cien de sus reservas– y otros cuatro –Chile, Brasil Argentina y Colombia– que estarían en la zona templada y cubrirían sus necesidades con menos de la mitad de sus reservas. México es el único país que teóricamente tendría más dificultades si los mercados se cerraran, pero es evidente que EE UU, el FMI, el BID, el Banco Mundial y la comunidad internacional estarían dispuestos a echar una mano.
En síntesis, los riesgos de la “otra crisis” es algo que sobrevolará 2009. Quizá no sólo en Latinoamérica o en los emergentes. Quizá alguno de los desarrollados también tendrá que convivir con esta circunstancia, aunque muy probablemente en lugar de crisis cambiaria le llame bening neglect. Por lo pronto, la región ya lleva ganados los ajustes del otoño de 2008. América Latina comienza el curso con los deberes –al menos, estos
deberes– hechos.
No dejar de pensar en el medio plazo
Comenzamos esta reflexión señalando la bendición que suponía que tras un año de crisis global –según testimonios cualificados, la peor crisis desde la Segunda Guerra mundial– Latinoamérica no se haya desmarcado y siga exhibiendo impactos y respuestas que no difieren sustancialmente de lo que está ocurriendo en el resto del mundo. No era nuestra tradición. Tener tiempo para pensar qué se puede hacer es una innovación muy bienvenida. Y la política óptima es que, por acuciantes que puedan parecer los problemas que vamos a afrontar, jamás deberíamos dejar de pensar en el medio plazo.
Esto es mucho más que una crisis: es la oportunidad para recolocarse en el mapa de la economía global. Quien desperdicie o pierda esta oportunidad probablemente tendrá que esperar mucho tiempo para recuperar su lugar. Las singularidades políticas, económicas y sociales del mundo de la posguerra fría que estamos dejando atrás son un buen recordatorio de lo rentable que puede ser acertar y lo costoso que es perderse en enredos que a pocos importan.
Efectivamente, hay que pensar mucho y bien cuando se afronta una crisis que para el continente comporta dificultades añadidas: estamos sufriendo un deterioro fuerte de nuestros términos de intercambio y, al mismo tiempo, los mercados a los que van nuestras materias primas están en recesión, y los mercados de capitales que financiaban a nuestras empresas y gobiernos –ayudándonos a suavizar el perfil temporal del ajuste– han colapsado o están escleróticos.
Y todo ello nos va a ocurrir en medio del segundo ciclo electoral que el continente va a vivir en su historia democrática reciente: entre 2009 y 2011, el continente celebrará más de 17 elecciones, de las que 13 serán presidenciales. Y además está la presidencia de Barack Obama y el replanteamiento de las nuevas relaciones de EE UU con la región. Los problemas y oportunidades van a ser retadores. Y no sólo serán económicos, sino fundamentalmente políticos y sociales. No podemos seguir dejándolos pasar.
Hay asuntos que muchos países ya han cerrado y que en América Latina siguen sin abordarse: la secuencia de creación y distribucion de la riqueza, el papel del Estado y del mercado, la eficacia de la democracia y del modelo autoritario benevolente o populista, la educación, el narcotráfico y el debate global sobre la legalización de las drogas… No podemos seguir dando vueltas. Hay que dar respuestas. Y sería un enorme desacierto que fuésemos al encuentro de esos y otros problemas pensando que nos derrotarán.
Tampoco el voluntarismo es una actitud recomendable. A Latinoamérica no le vale el vaso medio vacío. Ni el medio lleno. Tiene que jugársela y adoptar decisiones que realmente llenen el vaso hasta colmarlo. Nunca ha estado mejor preparada. Nunca haberse graduado en tantas crisis y en tantos episodios de volatilidad tenía tanto valor estratégico: Latinoamérica es el único continente con generaciones de profesionales y de ciudadanos que se han formado tomando decisiones para salir de sus múltiples crisis anteriores. De cómo salgamos de esta crisis dependerá decisivamente la naturaleza y proyección global de la sociedad latinoamericana del bicentenario. Es nuestra oportunidad. Es nuestro tiempo.
Notas:
2. José Juan Ruiz, “America Latina camino de una sociedad de clases medias”. Mimeo. UIMP. Santander. Francisco Luzón, “Cinco visiones sobre América. Cinco años de Encuentros Santander-América en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo” Banco Santander. Madrid, 2007.
3. http://www.imf.org/external/pubs/ft/reo/2006/eng/01/wreo0406.htm
4. Pär Österholm and Jeromin Zettelmeyer. “The Efects of External Conditions on Growth in Latin America”. IMF Working Paper, 2007.
5. http://www.imf.org/external/pubs/cat/longres.cfm?sk=21986.0
6. Las reglas que se derivaban de los modelos era que el shock de crecimiento mundial se trasladaba a la región completamente y en una escala 1:1; que el impacto de un incremento en un trimestre del EMBI+ en una desviación típica –alrededor de 115 puntos básicos– se acababa traduciendo en un recorte de crecimiento de 0,5 puntos porcentuales y que una caída en un trimestre del cinco por cien en el precio de las materias primas se concretaba en una reducción del crecimiento de 0,4 puntos porcentuales. El impacto mayor se producía en todo caso cuando aumentaba el tipo de interés de política monetaria en EE UU y los tipos de los bonos americanos a largo plazo: un incremento de 90 puntos básicos de los tipos cortos y largos americanos se traducía en una pérdida de crecimiento de 0,9 puntos. En este caso, el tipo americano a corto de la Reserva Federal ha caído desde el 5,25 por cien de junio de 2006 al 2,25 por cien en marzo de 2008, y recientemente al 0-0,25 por cien. Por su parte, los bonos del tesoro han caído en las mismas fechas desde el 5,15 por cien (junio 2006) al 3,56 (marzo 2008) y al 2,88 en diciembre. Esta extraordinaria relajación monetaria ha contribuido a amortiguar el impacto de los otros componentes del shock financiero.
7. El corte de los datos aportados en el artículo es diciembre de 2008 y, por tanto, no se incluyen medidas de política económica adoptadas a lo largo de enero y febrero de 2009.
8. En septiembre de 2008 el volumen de depósitos y fondos de inversion en el continente ascendía a 1,9 billones de dólares, mientras que la cartera de crédito era de 1,0 billones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario