Laura Tedesco
La violencia urbana es un obstáculo al desarrollo económico, social y político. Aleja a las personas involucradas en la violencia, especialmente a los jóvenes, de su capacitación y desarrollo en diversos campos. Asimismo, limita las posibilidades de participación de la sociedad civil, crea temor, disminuye la calidad de vida y deja secuelas tanto físicas como psíquicas en las víctimas y sus familiares.
Por otro lado, aumenta el gasto en seguridad transfiriendo recursos desde otros sectores más productivos. Incrementa el consumo de drogas y alcohol y ayuda al establecimiento del crimen organizado ligado al narcotráfico. La violencia urbana tiene altos costes económicos. Se calcula que en Guatemala esos costes alcanzarían el 7 por ciento del PIB. Este fenómeno social, político y económico crea un círculo vicioso que el Estado debe atacar dentro de la legalidad del estado de derecho.
En América Latina las tasas de homicidio son el doble que las africanas y mucho más altas que las europeas o estadounidenses. Una región democrática, libre de armas nucleares, y con escasos conflictos entre países vecinos tiene como amenaza principal la violencia que azota a sus grandes ciudades. Un estudio reciente elaborado por la Red de Información Tecnológica Latinoamericana –Mapa de la Violencia: Los jóvenes de América Latina 2008- afirma que Colombia, El Salvador, Guatemala y Venezuela son los países con mayores tasas totales de homicidio entre 83 países estudiados.
La tasa de homicidios aumentó recientemente en El Salvador y en Guatemala, alcanzando 55,3 y 45,2 de cada 100.000 habitantes respectivamente en el año 2006. Honduras también registró aumentos, pasando del 35,1 por 100.000 habitantes en 2005 a 42,2 en 2006 y 49,9 en 2007. Colombia mantuvo la tendencia descendente de 43,8 por 100.000 en 2005 a 37,3 en 2006 y 37 en 2007.
Brasil, por su parte, mantuvo una tasa de alrededor del 25,5 por 100.000 tanto en 2005 como en 2006. La violencia urbana toma diversas formas desde homicidios, secuestros express, secuestros extorsivos, robos con o sin violencia, linchamientos y crimen organizado. Tanto las distintas expresiones de la violencia urbana como el crimen organizado rebasan la capacidad del Estado y hacen evidentes sus debilidades. Sin embargo, cabe destacar algunos progresos. Experiencias recientes en la región muestran que las causas de la violencia deben ser interpretadas desde una perspectiva multi-causal y que los programas que logran disminuir la tasa de homicidios son, en general, diseñados a nivel local.
Por otra parte, la Organización de los Estados Americanos (OEA) está promoviendo la cooperación regional en materia de seguridad. Así, tanto a nivel local como regional existen iniciativas que podrían ayudar a disminuir la violencia. Este artículo tiene como objetivo analizar las causas del incremento de la violencia urbana en la región y la capacidad que los Estados latinoamericanos pueden construir para resolver este conflicto.
Las transiciones y los legados autoritarios
Se argumentan distintas razones para interpretar el crecimiento de la violencia urbana. Un crecimiento rápido de las ciudades, una población joven creciente, y la densidad poblacional son las causas de índole demográfica. La pobreza y una persistente desigualdad en la distribución de ingresos son las causas económicas y sociales más relacionadas al incremento de la violencia. Estos factores económicos empujan a la marginalidad y la exclusión social y territorial a un gran número de habitantes de las ciudades.
A pesar del establecimiento de la democracia en la región, la marginalidad espacial y la exclusión social y económica no sólo han aumentado sino que se han consolidado. El creciente uso de la violencia está relacionado con países que han experimentado transiciones recientes. En estos contextos de transición, la violencia aparece como una opción. Por un lado, existen legados autoritarios culturales relacionados con luchas armadas que intentaban imponer modelos políticos y económicos. Por otro, se encuentran las represiones autoritarias que violaron sistemáticamente los derechos humanos creando el denominado terrorismo de Estado que permitía la violencia y el abuso del poder. Esta forma de Estado represivo y autoritario no se desintegra automáticamente con un llamado a elecciones generales ni una transición democrática.
Así, los legados autoritarios se encuentran en normas, procedimientos, prácticas, relaciones sociales y la memoria histórica. Se van definiendo durante el período autoritario como resultado de las luchas de poder, de conflictos, y de negociaciones. Estos legados sobreviven a las dictaduras e influencian las transiciones y la manera de hacer e interpretar la política.
Muchos de los países de la región han podido controlar desde el poder civil a las Fuerzas Armadas pero no han logrado reformar las fuerzas de seguridad, especialmente las policías locales, provinciales y nacionales ni tampoco han podido mejorar los servicios penitenciarios ni la justicia. Por otra parte, en muchos de los países de la región la impunidad de paramilitares, militares, guerrilleros y todos aquellos involucrados en violaciones de derechos humanos fue percibida como una concesión necesaria para el establecimiento del juego democrático.
Así, la democracia comenzaba manchada de impunidad y con un legado que mostraba que la igualdad ante la ley era negociable. Sin una profunda transformación de las fuerzas de seguridad, con una democracia débil y con instituciones estatales sumergidas en legados autoritarios la tasa de homicidios se incrementó en la era de las transiciones. Entre la década de los ochenta y mediados de los noventa la tasa de homicidios en la región aumentó más de un 80 por ciento. Los años noventa estuvieron marcados por las reformas económicas cuyas consecuencias sociales son ampliamente conocidas: altas tasas de desempleo y un crecimiento en el número de excluidos sociales y económicos.
Sin embargo, la región ha podido gradualmente reducir el número de pobres e indigentes pero la desigualdad en el ingreso y la brecha entre pobres y ricos aumenta. Con la excepción de Venezuela y Uruguay, el coeficiente Gini, que mide la equidad, muestra altos grados de inequidad en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Paraguay y Perú.
Esta estructura social es uno de los principales factores de riesgo para que los conflictos sociales se transformen en violentos. Frente a la violencia, el Estado actúa, muchas veces, con mayor violencia. En el continente se pueden distinguir tres tipos de violencia urbana: las maras centroamericanas formadas por jóvenes, muchos de ellos deportados desde Estados Unidos; el crimen organizado ligado al narcotráfico; y la violencia urbana expresada en homicidios, robos violentos y a mano armada, y secuestros express o extorsivos. El Estado responde a estos tipos de violencia con un patrón violento e ilegal. La represión sigue siendo una de las claves de los programas contra las maras en Centroamérica denominados Mano Dura en El Salvador, Puño de Acero en Honduras o Escoba en Guatemala.
Los casos de represión ilegal y excesos por parte de las fuerzas de seguridad son comunes en Colombia y en México para hacer frente al narcotráfico. La represión en Brasil y Argentina son también moneda corriente cuando las fuerzas de seguridad se enfrentan a delincuentes comunes. Y en todos los países el sistema penitenciario está sobrepasado por la cantidad de presos –muchos de ellos esperando sentencia-, una infraestructura obsoleta y un servicio lejos de alcanzar el objetivo de re-educación de los presos.
La desigualdad en el ingreso, los legados autoritarios, la impunidad y la desigualdad ante la ley, la brecha cada vez más ancha entre ricos y pobres y la incapacidad del Estado de resolver los conflictos sociales dentro del marco de la ley causan y reproducen la violencia urbana. Y en este contexto la violencia persistente sigue obstaculizando el desarrollo económico y social de una gran parte de la población y, en última instancia, también de los países. Mientras el objetivo de los Estados latinoamericanos debería ser principalmente la transformación de la estructura social y económica, los programas locales de prevención de los delitos deberían ser el arma principal para atacar la violencia.
Soluciones no violentas para conflictos violentos
Paradójicamente, la violencia urbana crea capital social. Las maras en Centroamérica o los grupos de jóvenes violentos en América del Sur ayudan a integrar a los jóvenes a grupos y comunidades que tienen sus propios códigos y les proporcionan una identidad que ni la familia ni la escuela ha podido otorgarles. Crean una percepción de poder, de utilidad y de propósito que tampoco ha sido otorgada desde las instituciones estatales o la familia. Se convierten, además, en una fuente de recursos a través de las actividades ilegales que realizan. Entre estos jóvenes la legalidad y la ilegalidad se interpretan de una manera distinta.
Muchos de ellos combinan trabajos temporarios con actividades ilegales como la venta de drogas en sus barrios –narcomenudeo- o robos a mano armada. Si bien para erradicar la violencia urbana y para re-integrar a los jóvenes se necesita la reforma y el fortalecimiento de las instituciones del Estado, a corto plazo la capacitación de los jóvenes y programas preventivos a nivel local han demostrado su eficacia.
En Bogotá el número de homicidios comienza a descender a partir de 1994. Dos hechos se combinan para entender este descenso: la muerte del narcotraficante Pablo Escobar en 1993 y el consenso que se establece en la política local sobre programas de prevención de la violencia. Se implementan planes educativos para modificar la percepción que tenían los ciudadanos de Bogotá sobre la violencia. Se imponen, además, restricciones para portar armas los fines de semana y festivos y se establecen programas de desarme. Particularmente el programa Regalos por Armas que se realizó durante la Navidad de 1996 tuvo mucho éxito: los índices de homicidio en ese período se redujeron en un 26,7 por ciento respecto de la Navidad de 1995. Se aplicaron restricciones al consumo de alcohol con el cierre de establecimientos después de la medianoche. Finalmente, se crearon instituciones a nivel local para el seguimiento de los programas y se destinó una partida presupuestaria mayor para la seguridad. Se aplicó, además, la política de tolerancia cero y de la ventana rota que evitaba el descuido y el deterioro de las infraestructuras locales y de los barrios para prevenir que zonas descuidadas y abandonadas se convirtieran en focos de criminalidad. Debe destacarse que tres alcaldes continuaron estas políticas con lo cual el consenso y la continuidad en las medidas preventivas puede considerarse como una de las claves del éxito.
La gestión municipal también ha tenido cierto grado de éxito en el estado de Sao Paulo donde la tasa de homicidio se redujo en un 29 por ciento entre 1999 y 2004. Se estableció un sistema de información integrado que ha facilitado la acción policial así como mejoras en los transportes públicos, en programas sociales y bolsas de trabajo en zonas con un alto grado de violencia, y en la participación de las comunidades en los programas de prevención y en la restricción de la venta de alcohol.
Estos programas contrastan con la guerra sucia que se está extendiendo en Colombia como consecuencia de la política del gobierno de Álvaro Uribe. Desde su llegada al poder, su objetivo fue recuperar el territorio para el Estado y poder ejercer el control sobre toda la nación. Si bien se ha pacificado a una parte importante de la nación, muchas de las políticas han fomentado violaciones de los derechos humanos.
Dos medidas han sido controvertidas: el gobierno recompensa a los civiles que informan sobre guerrilleros y sus actividades y el ejército recompensa a los militares por las bajas de guerrilleros. Con el fin de alcanzar los objetivos y recibir las recompensas, se ha establecido una lógica de guerra sucia en la que jóvenes y campesinos de lugares aislados desaparecen para ser encontrados al cabo de unos días muertos como si hubieran fallecido en combate. Se los da por guerrilleros y alguien cobra una recompensa.
Estos ejemplos muestran el impacto de las políticas y su capacidad de resolver o impulsar la violencia. A pesar de no poder atacar las causas de la violencia y a pesar de las debilidades institucionales, los Estados son todavía capaces de producir cambios. A nivel regional también comienzan a diseñarse algunas alternativas. En octubre de 2008 la Organización de los Estados Americanos convocó en México la primera Reunión de Ministros en Materia de Seguridad Pública. El objetivo de esta reunión fue crear un espacio regional permanente de discusión e intercambio de información con el fin de lograr acciones coordinadas.
La reunión finalizó con la firma del Compromiso con la Seguridad Pública en las Américas, a través del cual los países se comprometieron a abordar la problemática de la seguridad pública desde una perspectiva integral. En dicha reunión se enfatizó la necesidad de modernizar los sistemas penitenciarios; promover programas educativos; producir información fiable sobre la realidad delictiva; promover la modernización y transparencia de las fuerzas de seguridad; mejorar la capacidad policial sobre la base del intercambio de experiencias exitosas; promover y fortalecer la participación ciudadana en planes y programas de seguridad pública; y promover la cooperación internacional buscando el intercambio de información sustantiva, especialmente sobre programas aplicados a nivel local o nacional. Si bien esta iniciativa es muy reciente, el tema de la seguridad se está instalando como una cuestión regional y la cooperación de los países puede ser beneficiosa para coordinar acciones en la lucha contra el crimen. Asimismo, la existencia de un foro de discusión y de intercambio de ideas y programas a nivel regional puede ayudar a que el tema de la seguridad pública se convierta en una prioridad a nivel nacional.
La capacidad del Estado
La frustración social con los sistemas democráticos en la región en los últimos 20 años –que no han podido modificar la estructura social- y las incapacidades de los Estados de proveer la seguridad pública y de tratar los conflictos sociales desde la legalidad no significa que no se puedan implementar programas a nivel local de prevención, centrados en la capacitación e integración de los jóvenes. Los ejemplos de Bogotá y Sao Pablo muestran que el cambio es posible si está basado en un consenso de políticas que se implementan en el largo plazo. Asimismo, muestran que programas claros de control y prevención pueden tener resultados positivos especialmente en cuanto al desarme, el control del consumo de alcohol, y la mejora y el mantenimiento de los barrios. El ejemplo de Colombia, por su parte, muestra los efectos no deseados de políticas represivas que desconocen las diversas causas que actúan en la violencia.
El Estado latinoamericano puede, a pesar de la debilidad de sus instituciones y de la baja calidad democrática que ha alcanzado, modificar la realidad de sus ciudades y disminuir la brecha entre ricos y pobres a través de programas de capacitación e integración. Estos programas deben ir acompañados de una reforma de las fuerzas de seguridad con el objetivo de capacitarlas para resolver los conflictos dentro de la legalidad La violencia urbana frena el desarrollo económico y, en ese sentido, atacarla desde la legalidad debería ser una de las prioridades de los Estados de la región. La marginalidad y la exclusión no pueden consolidarse sin perjudicar a la democracia y las instituciones del Estado. Jean Jacques Rousseau sostenía que la democracia exige que ningún ciudadano sea suficientemente rico como para comprar a otro y ninguno tan pobre como para verse forzado a venderse. Los Estados de la región deberían trabajar conjuntamente para alcanzar esta premisa.
La violencia urbana es un obstáculo al desarrollo económico, social y político. Aleja a las personas involucradas en la violencia, especialmente a los jóvenes, de su capacitación y desarrollo en diversos campos. Asimismo, limita las posibilidades de participación de la sociedad civil, crea temor, disminuye la calidad de vida y deja secuelas tanto físicas como psíquicas en las víctimas y sus familiares.
Por otro lado, aumenta el gasto en seguridad transfiriendo recursos desde otros sectores más productivos. Incrementa el consumo de drogas y alcohol y ayuda al establecimiento del crimen organizado ligado al narcotráfico. La violencia urbana tiene altos costes económicos. Se calcula que en Guatemala esos costes alcanzarían el 7 por ciento del PIB. Este fenómeno social, político y económico crea un círculo vicioso que el Estado debe atacar dentro de la legalidad del estado de derecho.
En América Latina las tasas de homicidio son el doble que las africanas y mucho más altas que las europeas o estadounidenses. Una región democrática, libre de armas nucleares, y con escasos conflictos entre países vecinos tiene como amenaza principal la violencia que azota a sus grandes ciudades. Un estudio reciente elaborado por la Red de Información Tecnológica Latinoamericana –Mapa de la Violencia: Los jóvenes de América Latina 2008- afirma que Colombia, El Salvador, Guatemala y Venezuela son los países con mayores tasas totales de homicidio entre 83 países estudiados.
La tasa de homicidios aumentó recientemente en El Salvador y en Guatemala, alcanzando 55,3 y 45,2 de cada 100.000 habitantes respectivamente en el año 2006. Honduras también registró aumentos, pasando del 35,1 por 100.000 habitantes en 2005 a 42,2 en 2006 y 49,9 en 2007. Colombia mantuvo la tendencia descendente de 43,8 por 100.000 en 2005 a 37,3 en 2006 y 37 en 2007.
Brasil, por su parte, mantuvo una tasa de alrededor del 25,5 por 100.000 tanto en 2005 como en 2006. La violencia urbana toma diversas formas desde homicidios, secuestros express, secuestros extorsivos, robos con o sin violencia, linchamientos y crimen organizado. Tanto las distintas expresiones de la violencia urbana como el crimen organizado rebasan la capacidad del Estado y hacen evidentes sus debilidades. Sin embargo, cabe destacar algunos progresos. Experiencias recientes en la región muestran que las causas de la violencia deben ser interpretadas desde una perspectiva multi-causal y que los programas que logran disminuir la tasa de homicidios son, en general, diseñados a nivel local.
Por otra parte, la Organización de los Estados Americanos (OEA) está promoviendo la cooperación regional en materia de seguridad. Así, tanto a nivel local como regional existen iniciativas que podrían ayudar a disminuir la violencia. Este artículo tiene como objetivo analizar las causas del incremento de la violencia urbana en la región y la capacidad que los Estados latinoamericanos pueden construir para resolver este conflicto.
Las transiciones y los legados autoritarios
Se argumentan distintas razones para interpretar el crecimiento de la violencia urbana. Un crecimiento rápido de las ciudades, una población joven creciente, y la densidad poblacional son las causas de índole demográfica. La pobreza y una persistente desigualdad en la distribución de ingresos son las causas económicas y sociales más relacionadas al incremento de la violencia. Estos factores económicos empujan a la marginalidad y la exclusión social y territorial a un gran número de habitantes de las ciudades.
A pesar del establecimiento de la democracia en la región, la marginalidad espacial y la exclusión social y económica no sólo han aumentado sino que se han consolidado. El creciente uso de la violencia está relacionado con países que han experimentado transiciones recientes. En estos contextos de transición, la violencia aparece como una opción. Por un lado, existen legados autoritarios culturales relacionados con luchas armadas que intentaban imponer modelos políticos y económicos. Por otro, se encuentran las represiones autoritarias que violaron sistemáticamente los derechos humanos creando el denominado terrorismo de Estado que permitía la violencia y el abuso del poder. Esta forma de Estado represivo y autoritario no se desintegra automáticamente con un llamado a elecciones generales ni una transición democrática.
Así, los legados autoritarios se encuentran en normas, procedimientos, prácticas, relaciones sociales y la memoria histórica. Se van definiendo durante el período autoritario como resultado de las luchas de poder, de conflictos, y de negociaciones. Estos legados sobreviven a las dictaduras e influencian las transiciones y la manera de hacer e interpretar la política.
Muchos de los países de la región han podido controlar desde el poder civil a las Fuerzas Armadas pero no han logrado reformar las fuerzas de seguridad, especialmente las policías locales, provinciales y nacionales ni tampoco han podido mejorar los servicios penitenciarios ni la justicia. Por otra parte, en muchos de los países de la región la impunidad de paramilitares, militares, guerrilleros y todos aquellos involucrados en violaciones de derechos humanos fue percibida como una concesión necesaria para el establecimiento del juego democrático.
Así, la democracia comenzaba manchada de impunidad y con un legado que mostraba que la igualdad ante la ley era negociable. Sin una profunda transformación de las fuerzas de seguridad, con una democracia débil y con instituciones estatales sumergidas en legados autoritarios la tasa de homicidios se incrementó en la era de las transiciones. Entre la década de los ochenta y mediados de los noventa la tasa de homicidios en la región aumentó más de un 80 por ciento. Los años noventa estuvieron marcados por las reformas económicas cuyas consecuencias sociales son ampliamente conocidas: altas tasas de desempleo y un crecimiento en el número de excluidos sociales y económicos.
Sin embargo, la región ha podido gradualmente reducir el número de pobres e indigentes pero la desigualdad en el ingreso y la brecha entre pobres y ricos aumenta. Con la excepción de Venezuela y Uruguay, el coeficiente Gini, que mide la equidad, muestra altos grados de inequidad en Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Paraguay y Perú.
Esta estructura social es uno de los principales factores de riesgo para que los conflictos sociales se transformen en violentos. Frente a la violencia, el Estado actúa, muchas veces, con mayor violencia. En el continente se pueden distinguir tres tipos de violencia urbana: las maras centroamericanas formadas por jóvenes, muchos de ellos deportados desde Estados Unidos; el crimen organizado ligado al narcotráfico; y la violencia urbana expresada en homicidios, robos violentos y a mano armada, y secuestros express o extorsivos. El Estado responde a estos tipos de violencia con un patrón violento e ilegal. La represión sigue siendo una de las claves de los programas contra las maras en Centroamérica denominados Mano Dura en El Salvador, Puño de Acero en Honduras o Escoba en Guatemala.
Los casos de represión ilegal y excesos por parte de las fuerzas de seguridad son comunes en Colombia y en México para hacer frente al narcotráfico. La represión en Brasil y Argentina son también moneda corriente cuando las fuerzas de seguridad se enfrentan a delincuentes comunes. Y en todos los países el sistema penitenciario está sobrepasado por la cantidad de presos –muchos de ellos esperando sentencia-, una infraestructura obsoleta y un servicio lejos de alcanzar el objetivo de re-educación de los presos.
La desigualdad en el ingreso, los legados autoritarios, la impunidad y la desigualdad ante la ley, la brecha cada vez más ancha entre ricos y pobres y la incapacidad del Estado de resolver los conflictos sociales dentro del marco de la ley causan y reproducen la violencia urbana. Y en este contexto la violencia persistente sigue obstaculizando el desarrollo económico y social de una gran parte de la población y, en última instancia, también de los países. Mientras el objetivo de los Estados latinoamericanos debería ser principalmente la transformación de la estructura social y económica, los programas locales de prevención de los delitos deberían ser el arma principal para atacar la violencia.
Soluciones no violentas para conflictos violentos
Paradójicamente, la violencia urbana crea capital social. Las maras en Centroamérica o los grupos de jóvenes violentos en América del Sur ayudan a integrar a los jóvenes a grupos y comunidades que tienen sus propios códigos y les proporcionan una identidad que ni la familia ni la escuela ha podido otorgarles. Crean una percepción de poder, de utilidad y de propósito que tampoco ha sido otorgada desde las instituciones estatales o la familia. Se convierten, además, en una fuente de recursos a través de las actividades ilegales que realizan. Entre estos jóvenes la legalidad y la ilegalidad se interpretan de una manera distinta.
Muchos de ellos combinan trabajos temporarios con actividades ilegales como la venta de drogas en sus barrios –narcomenudeo- o robos a mano armada. Si bien para erradicar la violencia urbana y para re-integrar a los jóvenes se necesita la reforma y el fortalecimiento de las instituciones del Estado, a corto plazo la capacitación de los jóvenes y programas preventivos a nivel local han demostrado su eficacia.
En Bogotá el número de homicidios comienza a descender a partir de 1994. Dos hechos se combinan para entender este descenso: la muerte del narcotraficante Pablo Escobar en 1993 y el consenso que se establece en la política local sobre programas de prevención de la violencia. Se implementan planes educativos para modificar la percepción que tenían los ciudadanos de Bogotá sobre la violencia. Se imponen, además, restricciones para portar armas los fines de semana y festivos y se establecen programas de desarme. Particularmente el programa Regalos por Armas que se realizó durante la Navidad de 1996 tuvo mucho éxito: los índices de homicidio en ese período se redujeron en un 26,7 por ciento respecto de la Navidad de 1995. Se aplicaron restricciones al consumo de alcohol con el cierre de establecimientos después de la medianoche. Finalmente, se crearon instituciones a nivel local para el seguimiento de los programas y se destinó una partida presupuestaria mayor para la seguridad. Se aplicó, además, la política de tolerancia cero y de la ventana rota que evitaba el descuido y el deterioro de las infraestructuras locales y de los barrios para prevenir que zonas descuidadas y abandonadas se convirtieran en focos de criminalidad. Debe destacarse que tres alcaldes continuaron estas políticas con lo cual el consenso y la continuidad en las medidas preventivas puede considerarse como una de las claves del éxito.
La gestión municipal también ha tenido cierto grado de éxito en el estado de Sao Paulo donde la tasa de homicidio se redujo en un 29 por ciento entre 1999 y 2004. Se estableció un sistema de información integrado que ha facilitado la acción policial así como mejoras en los transportes públicos, en programas sociales y bolsas de trabajo en zonas con un alto grado de violencia, y en la participación de las comunidades en los programas de prevención y en la restricción de la venta de alcohol.
Estos programas contrastan con la guerra sucia que se está extendiendo en Colombia como consecuencia de la política del gobierno de Álvaro Uribe. Desde su llegada al poder, su objetivo fue recuperar el territorio para el Estado y poder ejercer el control sobre toda la nación. Si bien se ha pacificado a una parte importante de la nación, muchas de las políticas han fomentado violaciones de los derechos humanos.
Dos medidas han sido controvertidas: el gobierno recompensa a los civiles que informan sobre guerrilleros y sus actividades y el ejército recompensa a los militares por las bajas de guerrilleros. Con el fin de alcanzar los objetivos y recibir las recompensas, se ha establecido una lógica de guerra sucia en la que jóvenes y campesinos de lugares aislados desaparecen para ser encontrados al cabo de unos días muertos como si hubieran fallecido en combate. Se los da por guerrilleros y alguien cobra una recompensa.
Estos ejemplos muestran el impacto de las políticas y su capacidad de resolver o impulsar la violencia. A pesar de no poder atacar las causas de la violencia y a pesar de las debilidades institucionales, los Estados son todavía capaces de producir cambios. A nivel regional también comienzan a diseñarse algunas alternativas. En octubre de 2008 la Organización de los Estados Americanos convocó en México la primera Reunión de Ministros en Materia de Seguridad Pública. El objetivo de esta reunión fue crear un espacio regional permanente de discusión e intercambio de información con el fin de lograr acciones coordinadas.
La reunión finalizó con la firma del Compromiso con la Seguridad Pública en las Américas, a través del cual los países se comprometieron a abordar la problemática de la seguridad pública desde una perspectiva integral. En dicha reunión se enfatizó la necesidad de modernizar los sistemas penitenciarios; promover programas educativos; producir información fiable sobre la realidad delictiva; promover la modernización y transparencia de las fuerzas de seguridad; mejorar la capacidad policial sobre la base del intercambio de experiencias exitosas; promover y fortalecer la participación ciudadana en planes y programas de seguridad pública; y promover la cooperación internacional buscando el intercambio de información sustantiva, especialmente sobre programas aplicados a nivel local o nacional. Si bien esta iniciativa es muy reciente, el tema de la seguridad se está instalando como una cuestión regional y la cooperación de los países puede ser beneficiosa para coordinar acciones en la lucha contra el crimen. Asimismo, la existencia de un foro de discusión y de intercambio de ideas y programas a nivel regional puede ayudar a que el tema de la seguridad pública se convierta en una prioridad a nivel nacional.
La capacidad del Estado
La frustración social con los sistemas democráticos en la región en los últimos 20 años –que no han podido modificar la estructura social- y las incapacidades de los Estados de proveer la seguridad pública y de tratar los conflictos sociales desde la legalidad no significa que no se puedan implementar programas a nivel local de prevención, centrados en la capacitación e integración de los jóvenes. Los ejemplos de Bogotá y Sao Pablo muestran que el cambio es posible si está basado en un consenso de políticas que se implementan en el largo plazo. Asimismo, muestran que programas claros de control y prevención pueden tener resultados positivos especialmente en cuanto al desarme, el control del consumo de alcohol, y la mejora y el mantenimiento de los barrios. El ejemplo de Colombia, por su parte, muestra los efectos no deseados de políticas represivas que desconocen las diversas causas que actúan en la violencia.
El Estado latinoamericano puede, a pesar de la debilidad de sus instituciones y de la baja calidad democrática que ha alcanzado, modificar la realidad de sus ciudades y disminuir la brecha entre ricos y pobres a través de programas de capacitación e integración. Estos programas deben ir acompañados de una reforma de las fuerzas de seguridad con el objetivo de capacitarlas para resolver los conflictos dentro de la legalidad La violencia urbana frena el desarrollo económico y, en ese sentido, atacarla desde la legalidad debería ser una de las prioridades de los Estados de la región. La marginalidad y la exclusión no pueden consolidarse sin perjudicar a la democracia y las instituciones del Estado. Jean Jacques Rousseau sostenía que la democracia exige que ningún ciudadano sea suficientemente rico como para comprar a otro y ninguno tan pobre como para verse forzado a venderse. Los Estados de la región deberían trabajar conjuntamente para alcanzar esta premisa.
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