Susanne Gratius
El sueño de Fidel Castro, que secuestró a toda una nación, se hizo realidad: la Revolución cubana cumplió cincuenta años. Salvo él, nadie creyó en la longevidad de una Revolución que poco a poco se convirtió en suya. Contra todo pronóstico, la Revolución no sólo sobrevivió a diez presidentes estadounidenses, sino también a la salida del poder de su símbolo Fidel Castro, el cual, incluso retirado de la política, sigue actuando –como siempre– en la sombra y al margen de las instituciones. Fidel y su Revolución forman una unidad inseparable. Su hermano no hace más que reflejar esta continuidad –la política como un proyecto personal, un negocio familiar y como símbolo del mito creado hace cincuenta años.
Hoy, la Revolución atraviesa un período de transformación. Está pasando de ser un proyecto personalista altamente arbitrario a una Revolución institucionalizada sin liderazgo emblemático que, por su parálisis, tiene más que ver con los últimos años del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en México que con el modelo chino. Raúl Castro carece de carisma y representa las dos instituciones clave en Cuba: las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y el Partido Comunista de Cuba (PCC). Es de esperar que el próximo Congreso del PCC consagre e institucionalice el proyecto político de 1959, cuya esencia consiste en preservar el poder a toda costa y contra todas las corrientes.
¿Pero, qué proyecto es?
La continuidad de Fidel y Raúl Castro en el poder contrasta con la diversidad ideológica y la flexibilidad de una Revolución que supo adaptarse a todos los tiempos. En los primeros años fue un proyecto autóctono que prometió restaurar la democracia (en palabras de Castro en 1960). Más adelante se convirtió en un socialismo tropical tercermundista con un gran activismo en África y Centroamérica. En las décadas de los setenta y ochenta siguió el camino soviético para beneficiarse del lucrativo intercambio de azúcar por petróleo. Después de la Perestroika, Cuba se refugió en un férreo nacionalismo anti-imperialista y, durante los últimos años de Fidel, se afianzó la relación con Hugo Chávez en Venezuela sustituyendo así la vieja alianza con la URSS por otro proyecto hermano. Finalmente, la fase post-fidelista representa una transición, en el mejor de los casos, hacia una mayor apertura económica interna y externa con un desenlace incierto.
En definitiva, un proyecto nacional, pero sostenido y financiado por otros: una Revolución subvencionada. En términos económicos por la Unión Soviética, China y Venezuela. En términos políticos por Estados Unidos, que todavía hoy sigue ofreciendo la mejor imagen de enemigo que podrían haber inventado los hermanos Castro para garantizar la longevidad de su proyecto.
Lo que sí han sabido hacer los revolucionarios ha sido aprovechar las cambiantes coyunturas internacionales para crear alianzas altamente beneficiosas. Sin esta gran habilidad para manejar la política exterior –en el contexto de América Latina sólo sería comparable con una gran potencia como Brasil-, la Revolución ya sería lo que realmente es: el pasado.
En estos cincuenta años han pasado muchas cosas en el mundo. En 1959, cuando los revolucionarios cubanos entraron en La Habana, Franco gobernaba en España, la Comunidad Económica Europea había sido creada recientemente con sólo seis miembros, Estados Unidos y la Unión Soviética habían iniciado una larga guerra fría, la revolución popular de Mao Tse Dung en China cumplía diez años, el Dalai Lama se exiliaba en India y Nikita Khrushchev gobernaba en Moscú.
Hoy, en cambio, España es una democracia, la Unión Europea tiene 27 miembros, la guerra fría terminó, la Unión Soviética desapareció y la revolución china se transformó en un capitalismo de Estado. Sin embargo, en Cuba poco ha cambiado. Quien visita hoy la isla tiene la sensación de que el tiempo se ha parado. Todo parece un museo de la Revolución, una memoria colectiva de otros tiempos, del icono y mártir Che Guevara, de Camilo Cienfuegos, de Fidel y Raúl Castro como únicos sobrevivientes de una rebelión que inicialmente no fue liderada por los hermanos, sino por un grupo de jóvenes que se sublevaron contra la dictadura de Fulgencio Batista y la de facto anexión de Estados Unidos. En aquellos años prometieron un futuro mejor, la libertad y el fin de la ocupación externa. Cincuenta años después, hay que reconocer que lograron lo último, pero sacrificaron todo lo demás: la libertad y un futuro mejor. Desafiar a la superpotencia a noventa millas de su costa sigue siendo el mayor atractivo de una Revolución que concedió durante muchos años a Cuba, una pequeña isla del Caribe de once millones de habitantes, un status parecido al de una gran potencia.
¿Qué queda de la Revolución cincuenta años después?
Fuera de Cuba, su anti-imperialismo, su modelo social y una cooperación Sur-Sur limitada a la exportación de médicos, maestros y asesores militares. Y su cultura. En el exterior, la llama de la Revolución se mantiene viva, pero no por su ideología, sino por la exportación de la música, el baile, la literatura y la pintura cubana. Sin embargo, debido a la falta de recursos, la influencia global del país se está readaptando al tamaño real de una pequeña isla del Caribe. Esto y los cambios políticos en América Latina implican también que Cuba se ha reinsertado en la región. Lo comprueba la reciente admisión de Cuba en el Grupo de Río.
En Cuba, la Revolución no ha resuelto sino agravado los problemas de suministro que convierten la vida cotidiana en una pesadilla al margen de la Ley. Queda un Estado fuerte, pero autoritario, que ofrece un servicio básico de educación y salud a cambio de lealtad y subordinación política. Pervive un orgullo nacional exacerbado, un nacionalismo que marca fronteras. Y queda una Revolución que refleja el pasado y niega el futuro.
¿Qué salida hay del laberinto de una Revolución que pasó, pero se resiste a reconocerlo?
La resistencia es la gran fortaleza y el principal mensaje del proyecto de Fidel Castro. Cuba resistió el embargo de Estados Unidos, resistió el derrumbe del bloque socialista, resistió la hostilidad y las sanciones adicionales de los sucesivos gobiernos estadounidenses, resistió incluso la salida de su símbolo Fidel. Resistió también innumerables huracanes y a dos décadas de austeridad y escasez. Desde hace tiempo, los cubanos conviven con una Revolución que les exige sacrificios sin límite pero que ha dejado de prometerles una vida mejor.
¿Cuánto durará el legado fidelista sin proyecto de futuro? ¿Llegarán los cambios que anunció Raúl Castro? Con la paciencia de siempre, los cubanos siguen esperando. Esperando tiempos mejores que no llegan. Mientras que la paciencia de la generación histórica que hizo la Revolución y de la intermedia que la vivió parece infinita, los jóvenes que hoy tienen entre veinte y treinta años la identifican con la austeridad, con el período especial en tiempos de paz que recuerda a la post-guerra en Europa, y con la falta de libertad.
¿Qué les puede ofrecer una Revolución que no es suya? ¿Cómo se pueden sentir representados por una cúpula política cuyo promedio de edad es de 74 años? Se espera que 2009 traiga cambios positivos. En unos días, Barack Obama asumirá la presidencia de Estados Unidos. Durante su campaña ofreció abrir un diálogo sin condiciones previas. En Cuba, está previsto que el PCC celebre un Congreso a finales del año que debería marcar las pautas políticas futuras. Una paulatina normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, combinada con una apertura económica y política de la isla, marcaría una salida del laberinto de la Revolución institucionalizada.
Es paradójico que transformación sea una palabra tabú en los círculos más revolucionarios de Cuba. Es como negar la esencia de su proyecto político. Porque revolución significa cambio, transformación y ruptura del orden establecido. La Cuba actual representa todo lo contrario: la contra-revolución y la parálisis. Como muestra la historia reciente de la isla, no cambiar nada no es una garantía de poder. Preservar lo mejor de la Revolución, la independencia y un Estado social, requiere la valentía de transformar la realidad para crear un futuro mejor. Esto, y no preservar el poder, debería ser la misión principal de la cúpula histórica que en aquel entonces hizo la Revolución para sustituir la dictadura por la libertad.
El sueño de Fidel Castro, que secuestró a toda una nación, se hizo realidad: la Revolución cubana cumplió cincuenta años. Salvo él, nadie creyó en la longevidad de una Revolución que poco a poco se convirtió en suya. Contra todo pronóstico, la Revolución no sólo sobrevivió a diez presidentes estadounidenses, sino también a la salida del poder de su símbolo Fidel Castro, el cual, incluso retirado de la política, sigue actuando –como siempre– en la sombra y al margen de las instituciones. Fidel y su Revolución forman una unidad inseparable. Su hermano no hace más que reflejar esta continuidad –la política como un proyecto personal, un negocio familiar y como símbolo del mito creado hace cincuenta años.
Hoy, la Revolución atraviesa un período de transformación. Está pasando de ser un proyecto personalista altamente arbitrario a una Revolución institucionalizada sin liderazgo emblemático que, por su parálisis, tiene más que ver con los últimos años del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en México que con el modelo chino. Raúl Castro carece de carisma y representa las dos instituciones clave en Cuba: las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y el Partido Comunista de Cuba (PCC). Es de esperar que el próximo Congreso del PCC consagre e institucionalice el proyecto político de 1959, cuya esencia consiste en preservar el poder a toda costa y contra todas las corrientes.
¿Pero, qué proyecto es?
La continuidad de Fidel y Raúl Castro en el poder contrasta con la diversidad ideológica y la flexibilidad de una Revolución que supo adaptarse a todos los tiempos. En los primeros años fue un proyecto autóctono que prometió restaurar la democracia (en palabras de Castro en 1960). Más adelante se convirtió en un socialismo tropical tercermundista con un gran activismo en África y Centroamérica. En las décadas de los setenta y ochenta siguió el camino soviético para beneficiarse del lucrativo intercambio de azúcar por petróleo. Después de la Perestroika, Cuba se refugió en un férreo nacionalismo anti-imperialista y, durante los últimos años de Fidel, se afianzó la relación con Hugo Chávez en Venezuela sustituyendo así la vieja alianza con la URSS por otro proyecto hermano. Finalmente, la fase post-fidelista representa una transición, en el mejor de los casos, hacia una mayor apertura económica interna y externa con un desenlace incierto.
En definitiva, un proyecto nacional, pero sostenido y financiado por otros: una Revolución subvencionada. En términos económicos por la Unión Soviética, China y Venezuela. En términos políticos por Estados Unidos, que todavía hoy sigue ofreciendo la mejor imagen de enemigo que podrían haber inventado los hermanos Castro para garantizar la longevidad de su proyecto.
Lo que sí han sabido hacer los revolucionarios ha sido aprovechar las cambiantes coyunturas internacionales para crear alianzas altamente beneficiosas. Sin esta gran habilidad para manejar la política exterior –en el contexto de América Latina sólo sería comparable con una gran potencia como Brasil-, la Revolución ya sería lo que realmente es: el pasado.
En estos cincuenta años han pasado muchas cosas en el mundo. En 1959, cuando los revolucionarios cubanos entraron en La Habana, Franco gobernaba en España, la Comunidad Económica Europea había sido creada recientemente con sólo seis miembros, Estados Unidos y la Unión Soviética habían iniciado una larga guerra fría, la revolución popular de Mao Tse Dung en China cumplía diez años, el Dalai Lama se exiliaba en India y Nikita Khrushchev gobernaba en Moscú.
Hoy, en cambio, España es una democracia, la Unión Europea tiene 27 miembros, la guerra fría terminó, la Unión Soviética desapareció y la revolución china se transformó en un capitalismo de Estado. Sin embargo, en Cuba poco ha cambiado. Quien visita hoy la isla tiene la sensación de que el tiempo se ha parado. Todo parece un museo de la Revolución, una memoria colectiva de otros tiempos, del icono y mártir Che Guevara, de Camilo Cienfuegos, de Fidel y Raúl Castro como únicos sobrevivientes de una rebelión que inicialmente no fue liderada por los hermanos, sino por un grupo de jóvenes que se sublevaron contra la dictadura de Fulgencio Batista y la de facto anexión de Estados Unidos. En aquellos años prometieron un futuro mejor, la libertad y el fin de la ocupación externa. Cincuenta años después, hay que reconocer que lograron lo último, pero sacrificaron todo lo demás: la libertad y un futuro mejor. Desafiar a la superpotencia a noventa millas de su costa sigue siendo el mayor atractivo de una Revolución que concedió durante muchos años a Cuba, una pequeña isla del Caribe de once millones de habitantes, un status parecido al de una gran potencia.
¿Qué queda de la Revolución cincuenta años después?
Fuera de Cuba, su anti-imperialismo, su modelo social y una cooperación Sur-Sur limitada a la exportación de médicos, maestros y asesores militares. Y su cultura. En el exterior, la llama de la Revolución se mantiene viva, pero no por su ideología, sino por la exportación de la música, el baile, la literatura y la pintura cubana. Sin embargo, debido a la falta de recursos, la influencia global del país se está readaptando al tamaño real de una pequeña isla del Caribe. Esto y los cambios políticos en América Latina implican también que Cuba se ha reinsertado en la región. Lo comprueba la reciente admisión de Cuba en el Grupo de Río.
En Cuba, la Revolución no ha resuelto sino agravado los problemas de suministro que convierten la vida cotidiana en una pesadilla al margen de la Ley. Queda un Estado fuerte, pero autoritario, que ofrece un servicio básico de educación y salud a cambio de lealtad y subordinación política. Pervive un orgullo nacional exacerbado, un nacionalismo que marca fronteras. Y queda una Revolución que refleja el pasado y niega el futuro.
¿Qué salida hay del laberinto de una Revolución que pasó, pero se resiste a reconocerlo?
La resistencia es la gran fortaleza y el principal mensaje del proyecto de Fidel Castro. Cuba resistió el embargo de Estados Unidos, resistió el derrumbe del bloque socialista, resistió la hostilidad y las sanciones adicionales de los sucesivos gobiernos estadounidenses, resistió incluso la salida de su símbolo Fidel. Resistió también innumerables huracanes y a dos décadas de austeridad y escasez. Desde hace tiempo, los cubanos conviven con una Revolución que les exige sacrificios sin límite pero que ha dejado de prometerles una vida mejor.
¿Cuánto durará el legado fidelista sin proyecto de futuro? ¿Llegarán los cambios que anunció Raúl Castro? Con la paciencia de siempre, los cubanos siguen esperando. Esperando tiempos mejores que no llegan. Mientras que la paciencia de la generación histórica que hizo la Revolución y de la intermedia que la vivió parece infinita, los jóvenes que hoy tienen entre veinte y treinta años la identifican con la austeridad, con el período especial en tiempos de paz que recuerda a la post-guerra en Europa, y con la falta de libertad.
¿Qué les puede ofrecer una Revolución que no es suya? ¿Cómo se pueden sentir representados por una cúpula política cuyo promedio de edad es de 74 años? Se espera que 2009 traiga cambios positivos. En unos días, Barack Obama asumirá la presidencia de Estados Unidos. Durante su campaña ofreció abrir un diálogo sin condiciones previas. En Cuba, está previsto que el PCC celebre un Congreso a finales del año que debería marcar las pautas políticas futuras. Una paulatina normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, combinada con una apertura económica y política de la isla, marcaría una salida del laberinto de la Revolución institucionalizada.
Es paradójico que transformación sea una palabra tabú en los círculos más revolucionarios de Cuba. Es como negar la esencia de su proyecto político. Porque revolución significa cambio, transformación y ruptura del orden establecido. La Cuba actual representa todo lo contrario: la contra-revolución y la parálisis. Como muestra la historia reciente de la isla, no cambiar nada no es una garantía de poder. Preservar lo mejor de la Revolución, la independencia y un Estado social, requiere la valentía de transformar la realidad para crear un futuro mejor. Esto, y no preservar el poder, debería ser la misión principal de la cúpula histórica que en aquel entonces hizo la Revolución para sustituir la dictadura por la libertad.
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