Rafael Hernández
Imaginemos por un momento que el nuevo Presidente de Estados Unidos quisiera proyectar un nuevo trato hacia América Latina, y que para eso enviara a una comisión de notables a recorrer nuestros países —como la presidida por Nelson Rockefeller a fines de los años sesenta o por Sol Linowitz en 1974 y 1976—, y que esta delegación visitara cada capital de la región. ¿Cuáles serían sus hallazgos? De entrada, encontraría gobiernos más escépticos que en la época de John F. Kennedy o de Jimmy Carter, con nulas expectativas sobre algo como la Alianza para el Progreso, o apenas una política de relaciones comerciales que privilegiara a la región como un todo. La mayoría de estos gobiernos estaría menos ocupada soñando con las bondades del free trade y el ALCA, que con las realidades inmediatas de los altos precios del petróleo y de los alimentos. Si esta delegación hablara con los empresarios nacionales, podría advertir que la privatización de extensos tramos del sector público no los habría beneficiado tanto como a las grandes corporaciones estadounidenses y europeas, y que habrían perdido bastante terreno ante ese otro capital, incluso en sectores como la banca. Si entrevistara a los jefes de las fuerzas armadas y a los responsables de la seguridad pública, los hallaría menos entusiastas que antaño frente a la cooperación con Estados Unidos, y podría recoger un sentimiento generalizado de mayor vulnerabilidad regional, no a causa del comunismo, las guerrillas, la amenaza de “otras Cubas” o el terrorismo, sino de las tensiones fronterizas provocadas por viejos problemas binacionales no resueltos y, sobre todo, por la emigración indocumentada, el aumento de la criminalidad y la inseguridad pública, y los estados de guerra civil acarreados por el narcotráfico y las campañas militares para tratar de extirparlo.
Si esta comisión se reuniera con las organizaciones de la sociedad civil, hallaría a los latinoamericanos y caribeños más preocupados por los índices de pobreza sostenidos, más incrédulos ante los partidos políticos establecidos, más consternados por la escasez de recursos básicos como el agua, por el aumento de la marginalidad y por un drenaje migratorio que arrastra no sólo a una masa de obreros y campesinos desempleados, sino también a un número creciente de profesionales y de miembros de la fuerza laboral calificada. Si les preguntara a esos gobiernos y empresarios por la “potencia extrahemisférica” que tienen priorizada en su agenda internacional, mencionarían, sin vacilar, a China.
Ante este cuadro, dudo que el presidente electo Barack Obama —para no hablar del presidente McCain— quisiera realmente encargar tal misión latinoamericana a ningún comité de expertos. Primero, porque hace mucho, al menos desde Nixon (1968-1973), que Estados Unidos dejó de tener algo que se pudiera llamar una política latinoamericana. Segundo, porque Estados Unidos está menos capacitado, tanto en medios como en consenso político interno, para lidiar con los problemas latinoamericanos que en la época de la Guerra Fría.
La última vez que los del Sur tuvimos esas esperanzas fue con el intento por rearticular esa política, durante el corto verano de Carter (1977-1981). En aquella ocasión, una comisión preguntó a los gobiernos de la región por los problemas pendientes para una nueva política latinoamericana de Estados Unidos, y éstos mencionaron dos casos de prueba: el Canal de Panamá y Cuba. Una coyuntura interna relativamente favorable, así como la determinación del Presidente panameño, el general Omar Torrijos, le permitió al gobierno de Carter lograr la aprobación de un nuevo tratado sobre el Canal. En aquel entonces, también tuvieron lugar algunos progresos con Cuba —se inició un diálogo—, pero nada que arrojara resultados permanentes sobre el conflicto bilateral.
¿Qué pasaría si Estados Unidos les preguntara por Cuba hoy, de nuevo, a los gobiernos latinoamericanos y caribeños? Prácticamente todos (salvo El Salvador y Costa Rica) le dirían que mantienen relaciones diplomáticas y comerciales normales; otros, en especial las islas del Caribe, varios centroamericanos y diversos sudamericanos, mencionarían los programas de cooperación bilateral en materia de salud, educación y deportes con la isla y, quizá, los que se sintieran más en confianza se atreverían a decirles: “Lo de Cuba se resolverá del todo cuando ustedes decidan levantarle el embargo”.
Entender al enemigo
En la infinitamente remota probabilidad de que a un Presidente electo de Estados Unidos le interesara escuchar el punto de vista de un cubano que no vive en Miami ni está afiliado a un grupo anticastrista, sería útil que entendiera, en primer lugar, el efecto que ha tenido y sigue teniendo la política de ese país sobre la sociedad cubana real. Esta política, que data de hace casi medio siglo, afecta a todos los cubanos (no sólo al gobierno y al Partido Comunista), en la medida que el embargo/bloqueo pesa sobre cada uno de ellos, les restringe el contacto con sus familiares residentes en el Norte y hace que se mantenga un alto costo en materia de defensa y seguridad. Todo esto genera rechazo e incredulidad ante la supuesta buena voluntad de Estados Unidos, incluso entre aquellos que quisieran un sistema más democrático. Esta política, además, aviva la mentalidad de fortaleza sitiada, que perjudica cualquier apertura democrática hacia un sistema menos centralista o hacia una economía menos estatal; asimismo, contribuye a recargar políticamente y a hacer más arduo todo esfuerzo dirigido a fomentar y a sistematizar espacios para el debate, el disentimiento, la pluralidad de opiniones y la crítica en la esfera pública.
Por el contrario, esas presiones externas les suministran municiones a los que se oponen a las reformas del modelo político y económico, con argumentos tales como que éstas se corresponden con la agenda del enemigo de la nación cubana, y que llevarlas adelante es hacerle concesiones. Finalmente, esta política hace mucho más difícil que, dentro de la isla y de las instituciones del sistema, se puedan debatir temas como derechos humanos, pluralismo, sociedad civil, democracia o transición, ya que estos conceptos han quedado contaminados por la hostilidad con la que Estados Unidos los utiliza. En resumen, tal política refuerza el legado histórico de desconfianza que muchos cubanos experimentan como habitantes de un pequeño país, vecino inmediato de una superpotencia.
En segundo lugar, el hipotético Presidente estadounidense debería, al menos, revisar la consistencia de un grupo de premisas que sostienen su política hacia Cuba. La primera es el consenso sobre ésta entre los ciudadanos estadounidenses. Según las encuestas, ellos quisieran poder viajar libremente a la isla y entrar en contacto con Cuba y los cubanos. Una política que priva a sus ciudadanos de ese contacto limita los derechos consagrados por la Primera Enmienda de la Constitución. El colmo es que tampoco los cubanoestadounidenses pueden viajar libremente a su país ni mandarles remesas a sus tías, primos y otros familiares, razón por la cual hasta los anticastristas de Miami se oponen a las regulaciones que puso en marcha el gobierno de Bush. Según un sondeo de la Florida International University, de abril de 2007, la mayoría de los cubanoestadounidenses favorece los viajes a Cuba “sin restricciones”, así como que se establezcan relaciones diplomáticas con la isla, y se vendan alimentos y medicinas.
Aunque la “amenaza cubana” haya sido descartada oficialmente por los propios organismos de seguridad nacional estadounidense desde hace más de 10 años, e incluso figuras como el ex presidente Carter hayan dado fe de esa certeza, en Washington se sigue justificando más como un asunto de política local que como un problema de su política exterior hacia América Latina y el Caribe. Desde Reagan hasta Bush junior, esa política ha privilegiado a la Cuban American National Foundation, representante del sector ultraconservador cubanoestadounidense y no de la mayoría de los emigrados. Esta organización elitista, compuesta por millonarios y políticos profesionales, le ha brindado un discurso justificativo y legitimador a la política de Estados Unidos, mientras que la mayoría de los emigrados cubanos carece de organizaciones de base que sean reconocidas como interlocutores válidos por el establishment.
En efecto, aunque Cuba no es una amenaza, se ha mantenido en la lista negra de países terroristas desde antes del 11-S —donde no estaba, por ejemplo, Afganistán—. Hoy, es cada vez más un caso aislado y engañoso, pues ninguno de los aliados de Estados Unidos en la cruzada contra el terrorismo (ni siquiera el Reino Unido) la considera como un peligro. De hecho, Estados Unidos ha logrado un entendimiento con la Libia de Gaddafi y hasta con la República Popular Democrática de Corea, gobernada por Kim Jong Il, antes que con la Cuba presidida por Raúl Castro. Encima de todo esto, mantiene estupendas relaciones diplomáticas y comerciales con China y Vietnam, así como con países del Medio Oriente, todos ellos acusados de violar los derechos humanos y civiles. La única explicación que los cubanos pueden encontrar para esta inconsistencia flagrante es que Cuba no se parece a un tigre asiático, ni posee armas nucleares ni grandes recursos estratégicos, como el petróleo, ni tiene una población o un territorio enormes, sino se trata sólo de una pequeña isla del Caribe, fatalmente fronteriza con Estados Unidos.
Cuando se argumenta que el gobierno cubano debería dar “una señal”, “un gesto de buena voluntad” o algo por el estilo, se omite que en los últimos 15 años han ocurrido notables cambios en la isla, sin que Estados Unidos se haya dado por enterado. Desde 1993, ha habido modificaciones en el sistema económico cubano, se han transferido cada vez más tierras de manos estatales a privadas y a cooperativas, se ha autorizado el trabajo por cuenta propia y se ha abierto un segmento cada vez más amplio de libre mercado para productos agrícolas y manufacturados; asimismo, se ha legalizado la tenencia de divisas extranjeras y se ha normalizado su cambio, se han ensanchado las políticas editoriales y los espacios para el debate público, se ha avanzado en el camino de la normalización migratoria: todo ello sin que el gobierno de Estados Unidos haya respondido con un “gesto” o una “señal”.
Antes de estas medidas, en el plano militar, Cuba retiró la presencia de tropas y asesores en otros países y redujo a la mitad el tamaño de sus fuerzas armadas, después de haber participado en la negociación exitosa del conflicto del suroeste de África, que consolidó la independencia de Angola, logró la de Namibia e influyó en el fin del régimen del apartheid en Sudáfrica. De hecho, la experiencia estadounidense como participante en este proceso de solución de conflictos y construcción de la paz en África fue que los cubanos eran negociadores serios y confiables.
Si el Presidente electo lo intentara, podría imaginar el efecto que tendría en su país una base naval tres veces mayor que el estado de Rhode Island, en cuyos límites se mantuviera el campo minado más grande del mundo y detrás de cuya cerca, plantada desde 1898, hubiera una prisión internacional sujeta a un régimen extralegal. La permanencia de esa base, que recuerda el poder militar estadounidense dentro del propio territorio de la isla, ni está sujeta a un plazo ni se ajusta a un propósito mutuamente acordado ni responde a consenso político alguno que refrende la voluntad democrática de ninguna de las dos partes.
Razones para el cambio
El presidente electo de Estados Unidos debería apreciar cómo ha evolucionado el consenso estadounidense sobre Cuba desde el fin de la Guerra Fría, aunque no lo parezca. Varios políticos pertenecientes a corrientes ideológicas diferentes, tanto liberales como conservadores, han convergido en torno a la ineficacia de la política tradicional hacia la isla y a la conveniencia de evitar un cambio rápido que pueda poner en peligro la estabilidad o desembocar en una crisis. Quizá este Presidente no se percate de tal consenso creciente, dado que Cuba ya no es un tema prioritario en la agenda global estadounidense, ni tampoco en la interna, con la excepción del ámbito local del sur de Florida. Sin embargo, además de esos sectores, otros grupos han protagonizado un acercamiento dramático entre las dos sociedades, entre ellos, congresistas, gobernadores, líderes eclesiásticos, presidentes de universidades, hombres de negocios, fundaciones, ONG, managers de béisbol, periodistas, comerciantes de arte, artistas e, incluso, militares retirados y algunos ex militantes anticastristas. Todos ellos han puesto las primeras piedras, en las más adversas circunstancias, para lograr el entendimiento entre las dos partes.
Ahora bien, en términos de Realpolitik pura y dura, ¿cuáles serían los costos y los beneficios de un cambio en la política estadounidense hacia Cuba? Lo primero es que no se trata del típico juego de suma cero: Estados Unidos puede ganar sin que Cuba necesariamente pierda, y viceversa. Atendiendo a sus propios intereses nacionales, los objetivos de una nueva política estadounidense deberían ser (a) neutralizar la afectación que le ha producido, y aún le produce, la Revolución cubana, (b) contener las posibles tendencias cubanas que puedan afectar esos intereses en el futuro, (c) aumentar en general su capacidad de influencia en la política cubana y (d) obtener mayores beneficios en áreas específicas bilaterales.
Ninguno de estos objetivos implica, necesariamente, una relación amistosa con el régimen cubano —pero sí un diálogo—.
Los principales costos para Estados Unidos serían dos. El primero es el de aquellos grupos conservadores, en particular los cubanoestadounidenses de Florida, que hacen política local en torno al tema; el segundo es el reconocimiento —no sólo de hecho, sino también de derecho— del régimen cubano, después de casi 50 años de desconocerlo.
Entre los beneficios estaría cumplir el interés de una constituency de grupos, sobre todo empresariales —agroindustriales, turísticos, petroleros, biomédicos/farmacéuticos, mineros y otros de carácter comercial—. El diálogo con Cuba liberaría también a los hombres de negocios cubanoestadounidenses, rehenes hoy de la política anticastrista tradicional, y les permitiría organizarse en favor del libre comercio con su país de origen. En virtud del levantamiento progresivo del embargo/bloqueo, el tema de las compensaciones pendientes para las corporaciones estadounidenses nacionalizadas en 1960, cuyos intereses afectados dieron justificación política a esa medida en 1962, se haría posible. Aunque estos intereses fueron indemnizados por la propia ley estadounidense hace tiempo, la única forma de replantearle el asunto al gobierno cubano sería dentro del marco de una negociación tendiente a la normalización de relaciones.
En el plano de la política hemisférica, la revocación de la Ley Helms-Burton y el diálogo con Cuba eliminarían un punto de discordia con América Latina, el Caribe y Canadá, así como, en el plano internacional, aliviaría a los organismos de Naciones Unidas, a la Unión Europea y a otros foros de un tema irritante y ajeno a sus intereses, lo que contribuiría al mejor funcionamiento del comercio internacional. En el plano bilateral, a Estados Unidos le convendría negociar sobre problemas como la interceptación del narcotráfico, la seguridad naval y aérea, la coordinación entre guardacostas, la protección al medio ambiente y otros aspectos de interés mutuo en las zonas aledañas al estrecho de Florida. Este cambio en las relaciones facilitaría la continuidad del acuerdo migratorio con Cuba firmado en 1995, ampliaría la cooperación en la seguridad regional y evitaría el peligro de la inmigración desordenada. En este marco, podría replantearse la cuestión de la Ley de Ajuste Cubano de 1966, fuente de excepcionalismo y discriminación en el tratamiento legal de inmigrantes latinoamericanos y caribeños, en la medida que mantiene abierta una puerta trasera que, en los últimos 5 años, ha multiplicado el acceso de cubanos indocumentados por la vía de terceros países de la Cuenca del Caribe, especialmente a través de la frontera mexicana.
Aceptar la apertura de conversaciones con vistas a un futuro acuerdo negociado sobre el estatus anómalo de la base naval de Guantánamo permitiría —además de eliminar un centro de reclusión antiterrorista desprestigiado por su uso durante el gobierno de Bush— explorar formas de coexistencia constructiva entre las fuerzas armadas de los dos países. De hecho, estaría en el interés de las fuerzas armadas de Estados Unidos mejorar sus relaciones con las cubanas, consideradas como las más experimentadas y profesionales del Caribe, con las cuales, de hecho, cooperan regularmente en operaciones de búsqueda y rescate de balseros y, de manera casuística, en la interceptación del narcotráfico. Sobre la sensible cuestión de la lucha contra el tráfico de sustancias prohibidas, también podría lograrse un acuerdo equivalente al migratorio, que cumpliera el interés de las agencias y servicios de seguridad de ambos países, como existe con otros de la Cuenca del Caribe.
Finalmente, el flujo informativo entre Cuba y Estados Unidos podría tomar cauces normales, incluido el intercambio legítimo de programas de radio y televisión de ambas partes, así como permitir acuerdos que hicieran eficientes las comunicaciones telefónicas, el correo, Internet y otros canales actualmente deficitarios o inexistentes, que afectan a todos los ciudadanos estadounidenses, pero, sobre todo, a los cubanoestadounidenses.
Quiénes y cómo
Durante mucho tiempo, la discusión sobre los escenarios de cambio en las relaciones de Estados Unidos con Cuba se ha centrado en el poder supuestamente omnímodo del lobby cubanoestadounidense —algo parecido a la imagen de la cola que mueve al perro—. Sin embargo, el cuadro de fuerzas se ha visto modificado por el surgimiento y el crecimiento de un antagonista corporativo, que ha permitido apreciar el poder real de la derecha cubanoestadounidense. Éste no está constituido por una comitiva de liberales demócratas ni de cubanoestadounidenses prodiálogo ni de disidentes cubanos antiembargo, sino que es un lobby de granjeros republicanos de Luisiana, Iowa, Texas, Carolina del Norte, Nebraska, Minnesota y otros estados agrícolas, que ya han logrado licencias comerciales para convertirse en los principales proveedores de alimentos de la “Cuba de Castro”.
Con esos aliados, la estrategia del Presidente electo podría limitarse a una fórmula más bien simple: la del laissez-faire. Bastaría con que ese Presidente —digamos, Barack Obama— no vetara el acuerdo del Congreso que despenalizara los viajes a Cuba. Las últimas declaraciones de campaña de Obama afirmaban su disposición a levantar las restricciones de visitas y remesas a los cubanoestadounidenses. Este anuncio, frente a un auditorio de electores de la Cuban American National Foundation, se leyó como un mensaje de posible diálogo con el gobierno cubano. El free trade y la libertad estadounidense acabarían siendo, a fin de cuentas, las mejores razones para que senadores, representantes o jueces decidieran lo que ningún presidente querría adjudicarse por sí solo: levantarle total o parcialmente el cerco a la Cuba comunista y dejar que el turismo sustituyera los más variados recursos de fuerza militar, paramilitar, económica, diplomática y propagandística usados durante 50 años. Sería un final irónico, quizá, pero ¿acaso menos verosímil?
Imaginemos por un momento que el nuevo Presidente de Estados Unidos quisiera proyectar un nuevo trato hacia América Latina, y que para eso enviara a una comisión de notables a recorrer nuestros países —como la presidida por Nelson Rockefeller a fines de los años sesenta o por Sol Linowitz en 1974 y 1976—, y que esta delegación visitara cada capital de la región. ¿Cuáles serían sus hallazgos? De entrada, encontraría gobiernos más escépticos que en la época de John F. Kennedy o de Jimmy Carter, con nulas expectativas sobre algo como la Alianza para el Progreso, o apenas una política de relaciones comerciales que privilegiara a la región como un todo. La mayoría de estos gobiernos estaría menos ocupada soñando con las bondades del free trade y el ALCA, que con las realidades inmediatas de los altos precios del petróleo y de los alimentos. Si esta delegación hablara con los empresarios nacionales, podría advertir que la privatización de extensos tramos del sector público no los habría beneficiado tanto como a las grandes corporaciones estadounidenses y europeas, y que habrían perdido bastante terreno ante ese otro capital, incluso en sectores como la banca. Si entrevistara a los jefes de las fuerzas armadas y a los responsables de la seguridad pública, los hallaría menos entusiastas que antaño frente a la cooperación con Estados Unidos, y podría recoger un sentimiento generalizado de mayor vulnerabilidad regional, no a causa del comunismo, las guerrillas, la amenaza de “otras Cubas” o el terrorismo, sino de las tensiones fronterizas provocadas por viejos problemas binacionales no resueltos y, sobre todo, por la emigración indocumentada, el aumento de la criminalidad y la inseguridad pública, y los estados de guerra civil acarreados por el narcotráfico y las campañas militares para tratar de extirparlo.
Si esta comisión se reuniera con las organizaciones de la sociedad civil, hallaría a los latinoamericanos y caribeños más preocupados por los índices de pobreza sostenidos, más incrédulos ante los partidos políticos establecidos, más consternados por la escasez de recursos básicos como el agua, por el aumento de la marginalidad y por un drenaje migratorio que arrastra no sólo a una masa de obreros y campesinos desempleados, sino también a un número creciente de profesionales y de miembros de la fuerza laboral calificada. Si les preguntara a esos gobiernos y empresarios por la “potencia extrahemisférica” que tienen priorizada en su agenda internacional, mencionarían, sin vacilar, a China.
Ante este cuadro, dudo que el presidente electo Barack Obama —para no hablar del presidente McCain— quisiera realmente encargar tal misión latinoamericana a ningún comité de expertos. Primero, porque hace mucho, al menos desde Nixon (1968-1973), que Estados Unidos dejó de tener algo que se pudiera llamar una política latinoamericana. Segundo, porque Estados Unidos está menos capacitado, tanto en medios como en consenso político interno, para lidiar con los problemas latinoamericanos que en la época de la Guerra Fría.
La última vez que los del Sur tuvimos esas esperanzas fue con el intento por rearticular esa política, durante el corto verano de Carter (1977-1981). En aquella ocasión, una comisión preguntó a los gobiernos de la región por los problemas pendientes para una nueva política latinoamericana de Estados Unidos, y éstos mencionaron dos casos de prueba: el Canal de Panamá y Cuba. Una coyuntura interna relativamente favorable, así como la determinación del Presidente panameño, el general Omar Torrijos, le permitió al gobierno de Carter lograr la aprobación de un nuevo tratado sobre el Canal. En aquel entonces, también tuvieron lugar algunos progresos con Cuba —se inició un diálogo—, pero nada que arrojara resultados permanentes sobre el conflicto bilateral.
¿Qué pasaría si Estados Unidos les preguntara por Cuba hoy, de nuevo, a los gobiernos latinoamericanos y caribeños? Prácticamente todos (salvo El Salvador y Costa Rica) le dirían que mantienen relaciones diplomáticas y comerciales normales; otros, en especial las islas del Caribe, varios centroamericanos y diversos sudamericanos, mencionarían los programas de cooperación bilateral en materia de salud, educación y deportes con la isla y, quizá, los que se sintieran más en confianza se atreverían a decirles: “Lo de Cuba se resolverá del todo cuando ustedes decidan levantarle el embargo”.
Entender al enemigo
En la infinitamente remota probabilidad de que a un Presidente electo de Estados Unidos le interesara escuchar el punto de vista de un cubano que no vive en Miami ni está afiliado a un grupo anticastrista, sería útil que entendiera, en primer lugar, el efecto que ha tenido y sigue teniendo la política de ese país sobre la sociedad cubana real. Esta política, que data de hace casi medio siglo, afecta a todos los cubanos (no sólo al gobierno y al Partido Comunista), en la medida que el embargo/bloqueo pesa sobre cada uno de ellos, les restringe el contacto con sus familiares residentes en el Norte y hace que se mantenga un alto costo en materia de defensa y seguridad. Todo esto genera rechazo e incredulidad ante la supuesta buena voluntad de Estados Unidos, incluso entre aquellos que quisieran un sistema más democrático. Esta política, además, aviva la mentalidad de fortaleza sitiada, que perjudica cualquier apertura democrática hacia un sistema menos centralista o hacia una economía menos estatal; asimismo, contribuye a recargar políticamente y a hacer más arduo todo esfuerzo dirigido a fomentar y a sistematizar espacios para el debate, el disentimiento, la pluralidad de opiniones y la crítica en la esfera pública.
Por el contrario, esas presiones externas les suministran municiones a los que se oponen a las reformas del modelo político y económico, con argumentos tales como que éstas se corresponden con la agenda del enemigo de la nación cubana, y que llevarlas adelante es hacerle concesiones. Finalmente, esta política hace mucho más difícil que, dentro de la isla y de las instituciones del sistema, se puedan debatir temas como derechos humanos, pluralismo, sociedad civil, democracia o transición, ya que estos conceptos han quedado contaminados por la hostilidad con la que Estados Unidos los utiliza. En resumen, tal política refuerza el legado histórico de desconfianza que muchos cubanos experimentan como habitantes de un pequeño país, vecino inmediato de una superpotencia.
En segundo lugar, el hipotético Presidente estadounidense debería, al menos, revisar la consistencia de un grupo de premisas que sostienen su política hacia Cuba. La primera es el consenso sobre ésta entre los ciudadanos estadounidenses. Según las encuestas, ellos quisieran poder viajar libremente a la isla y entrar en contacto con Cuba y los cubanos. Una política que priva a sus ciudadanos de ese contacto limita los derechos consagrados por la Primera Enmienda de la Constitución. El colmo es que tampoco los cubanoestadounidenses pueden viajar libremente a su país ni mandarles remesas a sus tías, primos y otros familiares, razón por la cual hasta los anticastristas de Miami se oponen a las regulaciones que puso en marcha el gobierno de Bush. Según un sondeo de la Florida International University, de abril de 2007, la mayoría de los cubanoestadounidenses favorece los viajes a Cuba “sin restricciones”, así como que se establezcan relaciones diplomáticas con la isla, y se vendan alimentos y medicinas.
Aunque la “amenaza cubana” haya sido descartada oficialmente por los propios organismos de seguridad nacional estadounidense desde hace más de 10 años, e incluso figuras como el ex presidente Carter hayan dado fe de esa certeza, en Washington se sigue justificando más como un asunto de política local que como un problema de su política exterior hacia América Latina y el Caribe. Desde Reagan hasta Bush junior, esa política ha privilegiado a la Cuban American National Foundation, representante del sector ultraconservador cubanoestadounidense y no de la mayoría de los emigrados. Esta organización elitista, compuesta por millonarios y políticos profesionales, le ha brindado un discurso justificativo y legitimador a la política de Estados Unidos, mientras que la mayoría de los emigrados cubanos carece de organizaciones de base que sean reconocidas como interlocutores válidos por el establishment.
En efecto, aunque Cuba no es una amenaza, se ha mantenido en la lista negra de países terroristas desde antes del 11-S —donde no estaba, por ejemplo, Afganistán—. Hoy, es cada vez más un caso aislado y engañoso, pues ninguno de los aliados de Estados Unidos en la cruzada contra el terrorismo (ni siquiera el Reino Unido) la considera como un peligro. De hecho, Estados Unidos ha logrado un entendimiento con la Libia de Gaddafi y hasta con la República Popular Democrática de Corea, gobernada por Kim Jong Il, antes que con la Cuba presidida por Raúl Castro. Encima de todo esto, mantiene estupendas relaciones diplomáticas y comerciales con China y Vietnam, así como con países del Medio Oriente, todos ellos acusados de violar los derechos humanos y civiles. La única explicación que los cubanos pueden encontrar para esta inconsistencia flagrante es que Cuba no se parece a un tigre asiático, ni posee armas nucleares ni grandes recursos estratégicos, como el petróleo, ni tiene una población o un territorio enormes, sino se trata sólo de una pequeña isla del Caribe, fatalmente fronteriza con Estados Unidos.
Cuando se argumenta que el gobierno cubano debería dar “una señal”, “un gesto de buena voluntad” o algo por el estilo, se omite que en los últimos 15 años han ocurrido notables cambios en la isla, sin que Estados Unidos se haya dado por enterado. Desde 1993, ha habido modificaciones en el sistema económico cubano, se han transferido cada vez más tierras de manos estatales a privadas y a cooperativas, se ha autorizado el trabajo por cuenta propia y se ha abierto un segmento cada vez más amplio de libre mercado para productos agrícolas y manufacturados; asimismo, se ha legalizado la tenencia de divisas extranjeras y se ha normalizado su cambio, se han ensanchado las políticas editoriales y los espacios para el debate público, se ha avanzado en el camino de la normalización migratoria: todo ello sin que el gobierno de Estados Unidos haya respondido con un “gesto” o una “señal”.
Antes de estas medidas, en el plano militar, Cuba retiró la presencia de tropas y asesores en otros países y redujo a la mitad el tamaño de sus fuerzas armadas, después de haber participado en la negociación exitosa del conflicto del suroeste de África, que consolidó la independencia de Angola, logró la de Namibia e influyó en el fin del régimen del apartheid en Sudáfrica. De hecho, la experiencia estadounidense como participante en este proceso de solución de conflictos y construcción de la paz en África fue que los cubanos eran negociadores serios y confiables.
Si el Presidente electo lo intentara, podría imaginar el efecto que tendría en su país una base naval tres veces mayor que el estado de Rhode Island, en cuyos límites se mantuviera el campo minado más grande del mundo y detrás de cuya cerca, plantada desde 1898, hubiera una prisión internacional sujeta a un régimen extralegal. La permanencia de esa base, que recuerda el poder militar estadounidense dentro del propio territorio de la isla, ni está sujeta a un plazo ni se ajusta a un propósito mutuamente acordado ni responde a consenso político alguno que refrende la voluntad democrática de ninguna de las dos partes.
Razones para el cambio
El presidente electo de Estados Unidos debería apreciar cómo ha evolucionado el consenso estadounidense sobre Cuba desde el fin de la Guerra Fría, aunque no lo parezca. Varios políticos pertenecientes a corrientes ideológicas diferentes, tanto liberales como conservadores, han convergido en torno a la ineficacia de la política tradicional hacia la isla y a la conveniencia de evitar un cambio rápido que pueda poner en peligro la estabilidad o desembocar en una crisis. Quizá este Presidente no se percate de tal consenso creciente, dado que Cuba ya no es un tema prioritario en la agenda global estadounidense, ni tampoco en la interna, con la excepción del ámbito local del sur de Florida. Sin embargo, además de esos sectores, otros grupos han protagonizado un acercamiento dramático entre las dos sociedades, entre ellos, congresistas, gobernadores, líderes eclesiásticos, presidentes de universidades, hombres de negocios, fundaciones, ONG, managers de béisbol, periodistas, comerciantes de arte, artistas e, incluso, militares retirados y algunos ex militantes anticastristas. Todos ellos han puesto las primeras piedras, en las más adversas circunstancias, para lograr el entendimiento entre las dos partes.
Ahora bien, en términos de Realpolitik pura y dura, ¿cuáles serían los costos y los beneficios de un cambio en la política estadounidense hacia Cuba? Lo primero es que no se trata del típico juego de suma cero: Estados Unidos puede ganar sin que Cuba necesariamente pierda, y viceversa. Atendiendo a sus propios intereses nacionales, los objetivos de una nueva política estadounidense deberían ser (a) neutralizar la afectación que le ha producido, y aún le produce, la Revolución cubana, (b) contener las posibles tendencias cubanas que puedan afectar esos intereses en el futuro, (c) aumentar en general su capacidad de influencia en la política cubana y (d) obtener mayores beneficios en áreas específicas bilaterales.
Ninguno de estos objetivos implica, necesariamente, una relación amistosa con el régimen cubano —pero sí un diálogo—.
Los principales costos para Estados Unidos serían dos. El primero es el de aquellos grupos conservadores, en particular los cubanoestadounidenses de Florida, que hacen política local en torno al tema; el segundo es el reconocimiento —no sólo de hecho, sino también de derecho— del régimen cubano, después de casi 50 años de desconocerlo.
Entre los beneficios estaría cumplir el interés de una constituency de grupos, sobre todo empresariales —agroindustriales, turísticos, petroleros, biomédicos/farmacéuticos, mineros y otros de carácter comercial—. El diálogo con Cuba liberaría también a los hombres de negocios cubanoestadounidenses, rehenes hoy de la política anticastrista tradicional, y les permitiría organizarse en favor del libre comercio con su país de origen. En virtud del levantamiento progresivo del embargo/bloqueo, el tema de las compensaciones pendientes para las corporaciones estadounidenses nacionalizadas en 1960, cuyos intereses afectados dieron justificación política a esa medida en 1962, se haría posible. Aunque estos intereses fueron indemnizados por la propia ley estadounidense hace tiempo, la única forma de replantearle el asunto al gobierno cubano sería dentro del marco de una negociación tendiente a la normalización de relaciones.
En el plano de la política hemisférica, la revocación de la Ley Helms-Burton y el diálogo con Cuba eliminarían un punto de discordia con América Latina, el Caribe y Canadá, así como, en el plano internacional, aliviaría a los organismos de Naciones Unidas, a la Unión Europea y a otros foros de un tema irritante y ajeno a sus intereses, lo que contribuiría al mejor funcionamiento del comercio internacional. En el plano bilateral, a Estados Unidos le convendría negociar sobre problemas como la interceptación del narcotráfico, la seguridad naval y aérea, la coordinación entre guardacostas, la protección al medio ambiente y otros aspectos de interés mutuo en las zonas aledañas al estrecho de Florida. Este cambio en las relaciones facilitaría la continuidad del acuerdo migratorio con Cuba firmado en 1995, ampliaría la cooperación en la seguridad regional y evitaría el peligro de la inmigración desordenada. En este marco, podría replantearse la cuestión de la Ley de Ajuste Cubano de 1966, fuente de excepcionalismo y discriminación en el tratamiento legal de inmigrantes latinoamericanos y caribeños, en la medida que mantiene abierta una puerta trasera que, en los últimos 5 años, ha multiplicado el acceso de cubanos indocumentados por la vía de terceros países de la Cuenca del Caribe, especialmente a través de la frontera mexicana.
Aceptar la apertura de conversaciones con vistas a un futuro acuerdo negociado sobre el estatus anómalo de la base naval de Guantánamo permitiría —además de eliminar un centro de reclusión antiterrorista desprestigiado por su uso durante el gobierno de Bush— explorar formas de coexistencia constructiva entre las fuerzas armadas de los dos países. De hecho, estaría en el interés de las fuerzas armadas de Estados Unidos mejorar sus relaciones con las cubanas, consideradas como las más experimentadas y profesionales del Caribe, con las cuales, de hecho, cooperan regularmente en operaciones de búsqueda y rescate de balseros y, de manera casuística, en la interceptación del narcotráfico. Sobre la sensible cuestión de la lucha contra el tráfico de sustancias prohibidas, también podría lograrse un acuerdo equivalente al migratorio, que cumpliera el interés de las agencias y servicios de seguridad de ambos países, como existe con otros de la Cuenca del Caribe.
Finalmente, el flujo informativo entre Cuba y Estados Unidos podría tomar cauces normales, incluido el intercambio legítimo de programas de radio y televisión de ambas partes, así como permitir acuerdos que hicieran eficientes las comunicaciones telefónicas, el correo, Internet y otros canales actualmente deficitarios o inexistentes, que afectan a todos los ciudadanos estadounidenses, pero, sobre todo, a los cubanoestadounidenses.
Quiénes y cómo
Durante mucho tiempo, la discusión sobre los escenarios de cambio en las relaciones de Estados Unidos con Cuba se ha centrado en el poder supuestamente omnímodo del lobby cubanoestadounidense —algo parecido a la imagen de la cola que mueve al perro—. Sin embargo, el cuadro de fuerzas se ha visto modificado por el surgimiento y el crecimiento de un antagonista corporativo, que ha permitido apreciar el poder real de la derecha cubanoestadounidense. Éste no está constituido por una comitiva de liberales demócratas ni de cubanoestadounidenses prodiálogo ni de disidentes cubanos antiembargo, sino que es un lobby de granjeros republicanos de Luisiana, Iowa, Texas, Carolina del Norte, Nebraska, Minnesota y otros estados agrícolas, que ya han logrado licencias comerciales para convertirse en los principales proveedores de alimentos de la “Cuba de Castro”.
Con esos aliados, la estrategia del Presidente electo podría limitarse a una fórmula más bien simple: la del laissez-faire. Bastaría con que ese Presidente —digamos, Barack Obama— no vetara el acuerdo del Congreso que despenalizara los viajes a Cuba. Las últimas declaraciones de campaña de Obama afirmaban su disposición a levantar las restricciones de visitas y remesas a los cubanoestadounidenses. Este anuncio, frente a un auditorio de electores de la Cuban American National Foundation, se leyó como un mensaje de posible diálogo con el gobierno cubano. El free trade y la libertad estadounidense acabarían siendo, a fin de cuentas, las mejores razones para que senadores, representantes o jueces decidieran lo que ningún presidente querría adjudicarse por sí solo: levantarle total o parcialmente el cerco a la Cuba comunista y dejar que el turismo sustituyera los más variados recursos de fuerza militar, paramilitar, económica, diplomática y propagandística usados durante 50 años. Sería un final irónico, quizá, pero ¿acaso menos verosímil?
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