Carlos Pérez Llana
En nuestra región, es un lugar común recurrir a la vieja pregunta de si es posible hablar de "América Latina" como una sola entidad. ¿Es correcto postular su integración? ¿Hay un proyecto de unidad? La cuestión no está saldada. No obstante, uno de los aportes recientes más esclarecedores ha sido el de Mario Vargas Llosa, en su disertación titulada "Sueño y realidad de América Latina" (presentada en el Seminario Internacional "América Latina: ¿integración o fragmentación?", organizado por la Fundación Grupo Mayan, el Instituto Tecnológico Autónomo de México, el Woodrow Wilson International Center for Scholars y esta revista en abril de 2007, en la ciudad de México), donde trata de explicar por qué muchos pensadores han intentado alejarla de Occidente y convoca a realizar, en lo político, proezas semejantes a las de los creadores de la cultura latinoamericana; para ello, recomienda "menos delirios, más sensatez y racionalidad".
No puede negarse que existen procesos vinculados al desarrollo económico y político que guardan estrechas similitudes en toda la región: colonización ibérica en el continente; guerras de independencia; creación de los Estados-nación; formación intelectual de las élites del siglo XIX; inserción en la economía internacional como proveedores de materias primas; esquemas de industrialización sustitutiva; modelos y regímenes políticos. En suma, existe una compleja agenda que nos asemeja, y que permite a analistas y observadores referirse al conjunto caracterizándolo como una unidad.
En materia de patrones de inserción internacional, encontramos diferencias y paralelismos históricos asociados a la geografía, a la dotación de recursos, a las alianzas diplomáticas y a las lecturas políticas del mundo. Postulando una singularidad latinoamericana, sí puede afirmarse que, en términos generales, los países de la región modificaron en tiempos recientes su agenda externa más por razones económicas que ideológicas. Con la excepción del régimen castrista, en la América Latina de los noventa los procesos de apertura económica, reforma del Estado y privatizaciones demandaron cambios de política exterior asociados a las transformaciones internas, cuando en el mundo el fin de la Guerra Fría fue lo que en gran medida explica el cambio de los paradigmas externos.
Tras estas salvedades, corresponde analizar, finalizada la década de los noventa, las vinculaciones existentes entre modelos políticos y política exterior. Se trata de un retorno al análisis clásico, en el cual la política está jerarquizada y la economía ocupa un lugar menos relevante, algo desacostumbrado, ya que la disciplina económica ejerció una virtual hegemonía en el espacio de las ciencias sociales latinoamericanas. Obviamente, la inversión de los paradigmas y el retorno a "primero lo político" tienen su explicación: las políticas económicas aplicadas en los noventa impactaron en el tejido social de la región al incrementar las brechas sociales. En algunos casos ese impacto hizo caer a los regímenes políticos; en otros, los gobiernos debieron hacerse cargo de políticas públicas activas y de contención social.
Esta lectura resulta insoslayable en América del Sur, pero no necesariamente apropiada para interpretar la realidad centroamericana y mexicana. En el istmo centroamericano la agenda política está fuertemente asociada a temas específicos; por ejemplo: la relación preponderante con Estados Unidos, las diásporas que vertebran una red anglohispana, las migraciones, el narcotráfico y la creciente integración intra y extrarregional. Regresando a la vinculación entre esa geografía latinoamericana y Estados Unidos, lo mejor es aludir a una agenda "interméstica", que abarca remesas, viajes y redes crecientes. En ese mundo on line, las percepciones acerca de Washington poco se asemejan al creciente sentimiento antiestadounidense que anida en muchos países latinoamericanos.
Modelos políticos sudamericanos
La actual división política sudamericana se construye, primordialmente, con base en un corte: populismo vs. socialdemocracia. Sólo algunos países escapan a esta lógica: Colombia, Paraguay y Brasil.
El populismo constituye un modelo de representación de las formas de un objeto real, que responde a una vieja tradición latinoamericana. Existen, claro está, versiones civiles y militares, pero lo que da identidad al modelo es la existencia de un líder -- generalmente carismático -- y el rechazo a la democracia representativa. El peronismo es el arquetipo en el populismo militar como lo es el varguismo en el populismo civil. Además de la naturaleza de los liderazgos, el populismo estuvo asociado a la incorporación de los sectores bajos a los procesos de desarrollo industrial, impulsados desde el Estado, y a la creciente urbanización. En lo que hace a la política exterior, los populismos por lo general surgieron en el mundo de la Guerra Fría y se adscribieron a Occidente. Ningún populismo apostó al bloque soviético y el "tercerismo" peronista estuvo asociado a la búsqueda de una opción intermedia, entre comunismo y capitalismo, pero no buscó aproximarse al "progresismo" de inspiración marxista y afín a la Unión Soviética.
El populismo sudamericano contemporáneo se destaca por la existencia de un elemento aglutinador: el sentimiento antiestadounidense, acompañado por un discurso contra la globalización. Además, este populismo pretende encarnar la antítesis del noventismo, entendiendo por tal el neoliberalismo vulgarmente asociado al Consenso de Washington. En términos de representación, el soporte social es una alianza variopinta: nacionalismo, indigenismo, cesarismo militar, castrismo y marxismo postsoviético. El soporte externo son los petrodólares venezolanos que fluyen en apoyo de una "democracia de la calle", surgida de las cenizas de las democracias representativas que supieron colapsarse en la primera mitad de la década, por ejemplo en Argentina, Bolivia y Ecuador. Esta alianza pudo haberse impuesto también en Perú, en el caso de haber triunfado Ollanta Humala, con el apoyo de Chávez, injerencia en plena campaña electoral que motivó el llamado de embajadores. Aún hoy el tema continúa. Así, bajo el gobierno de Alan García las relaciones han vuelto a tensarse, debido al respaldo chavista a huelguistas y activistas peruanos.
Finalmente, la evocación al populismo sudamericano contemporáneo está indisolublemente ligada a la naturaleza antirrepublicana y a su adscripción a la democracia no liberal. En efecto, estos gobiernos, cuyo epítome es el chavismo, no respetan la división de poderes, paralizan virtualmente al Poder Legislativo presionándolo con la facultad de veto organizada que se moviliza al ocupar "la calle" al servicio del gobierno y avanzan sobre el Poder Judicial. La ausencia de división de poderes, la falta de transparencia, la creciente corrupción y los ataques a la prensa confluyen en una versión de democracia donde los vestigios que aún sobreviven a ella restringen la legalidad, es decir, elecciones donde el gobierno, por medio de amenazas, utilización de dineros públicos, propaganda y distribución de favores, logra consagrarse en las urnas. La prueba de la escasa adhesión a la cultura democrática es el reeleccionismo perpetuo al que se adhieren estos populismos. El patrón común es la reforma de las constituciones y, si bien el bolivarianismo hoy no impulsa la presidencia vitalicia que postulaba Bolívar, utiliza en verdad el atajo de la reelección permanente. Venezuela ya lo ha impuesto, Bolivia y Ecuador están en camino, mientras en Argentina la variante populista es el continuismo nepotista vía la "abdicación" del presidente en favor de su cónyuge, algo que el propio Perón no hizo con su esposa Evita.
El modelo socialdemócrata se basa en valores muy precisos, cuyo origen se remonta al debate socialista del siglo XIX, que tuvo lugar en el Congreso Socialista alemán en torno a la "desviación estática" expresada por Kautsky y enfrentada a las ideas reformistas de Bernstein, padre de la socialdemocracia. Este pensamiento, de cuño europeo, mantuvo siempre su fidelidad a un cuerpo central de ideas: 1) libertad; 2) democracia; 3) solidaridad; 4) supeditación a la ley; 5) búsqueda de la paz; 6) opción por la negociación, y 7) autonomía. Este último aspecto resulta clave porque allí colisionan socialdemócratas y populistas. Para los primeros la autonomía equivale a responsabilidad, la del individuo comprometido con una empresa colectiva que al aceptar la existencia del otro rechaza que le impongan conductas. Por el contrario, el populismo no cree en las instituciones, las pretende reemplazar por la relación líder-masa. El argumento es común: el presidente "habla con el pueblo"; se trata de monólogos que el populismo ha impuesto, en reemplazo de los debates y de las preguntas "molestas" de la prensa libre.
Para el modelo socialdemócrata, adaptado a las circunstancias latinoamericanas, la reducción de la pobreza pasa por incorporarse al trípode comercio/tecnología/inversiones, y el fortalecimiento de la sociedad civil supone el incremento de la autonomía cívica, al integrarse socialmente vía la ciudadanía y al excluir la opción clientelar. Según estas ideas, el respeto a la ley y la construcción de instituciones resulta vital. En este paradigma no se concibe a la libertad sin orden y no existe el progreso sin una adecuada inserción internacional. En ese esquema no se trata de practicar una diplomacia alineada, sino de buscar la mayor autonomía por medio de un Estado dotado de una masa crítica de poder construida sobre la mayor dosis de integración al mundo.
Chile, donde la concertación socialista-demócrata cristiana ha gobernado desde el retorno a la democracia, es el ejemplo más acabado de adaptación del clásico modelo socialdemócrata europeo a las condiciones latinoamericanas. Al igual que en Europa, la relación partido y sindicatos democráticos marca la diferencia. Políticas sociales activas, obra pública con fuerte énfasis en la infraestructura, igualdad de oportunidades, "ascensor social" y economía de mercado constituyen algunas referencias insoslayables. También habita en este modelo cierta influencia blairista, en el sentido de adaptar la gestión de gobierno a las condiciones que impone un contexto económico internacional cada vez más globalizado. Perú y, sobre todo, Uruguay, con sus particularidades, integran este lote.
Los modelos singulares son los que están más allá del espacio gravitacional conformado por el populismo y la socialdemocracia. El trípode lo integran Colombia, Paraguay y Brasil.
Colombia constituye un verdadero "laberinto político". No sólo el sistema está atado a una lógica política que remonta a la formación del Estado-nación en el siglo XIX, sino que el presente constituye una muestra notable de singularidades. El presidente Uribe es un heredero de la matriz decimonónica liberal/conservadora. Filosóficamente hablando, se trata de un conservador que incluso sintoniza con el neoconservadurismo estadounidense, pero que en términos de estilo político no se aleja demasiado del populismo, por ejemplo en materia de comunicación, al tratar de evitar las mediaciones y de potenciar el personalismo en el supuesto diálogo directo con el pueblo. Uribe decididamente no comulga con el respeto liberal hacia las instituciones. Así, contra reglas y preceptos, reformó la Constitución para habilitar su reelección. En términos operativos, el modelo colombiano pretende una síntesis entre capitalismo nacional y capitalismo abierto, en un contexto signado por la violencia que remite a un triángulo que contiene al Estado, los cárteles de la droga y los paramilitares protegidos desde las estructuras gubernamentales. También particulariza este modelo su patrón de inserción internacional, decididamente alineado con Estados Unidos, más allá de quien habite en la Casa Blanca. Cabe recordar que es uno de los países que recibe mayor ayuda militar de Washington, justificada en términos de lucha contra el narcotráfico y, a partir del 11-S, el terrorismo.
Paraguay también constituye una singularidad. Desde 1954 se consolidó allí un modelo político sustentado en las Fuerzas Armadas y en el histórico Partido Colorado. La dictadura de Alfredo Stroessner guarda algunas similitudes con el populismo, y de hecho supo integrar una especie de "internacional de dictaduras militares". Este régimen, dotado de ceremonias electorales condicionadas, pudo sortear la oleada democrática ochentista y ha logrado mantener una alianza de poder cuya inteligencia consiste en imponer un relato histórico donde sus protagonistas se atribuyen el haber terminado con la dictadura de Stroessner; de esta manera el régimen logró sobrevivir. En virtud de las demandas sociales y por cuestiones de imagen, hoy la cara visible del poder es el Partido Colorado, acompañado por las Fuerzas Armadas, corporación donde siempre anida la tentación populista de algún general que de tiempo en tiempo desafía al poder establecido. En materia externa, el bloque de poder está obligado a demostrar que en el gobierno no existen zonas grises -- esto es corrupción y todo tipo de tráficos -- ; de allí la necesidad de mantener la mejor relación posible con Estados Unidos. Este alineamiento, por cierto histórico y muy estrecho durante la Guerra Fría, se refiere básicamente a las cuestiones de seguridad, por ejemplo estacionamiento de tropas, maniobras militares, bases, Triple Frontera, etc. En ese orden de cosas existen muchas similitudes con el caso colombiano, sobre todo después de la llegada al gobierno, en la vecina Bolivia, de Evo Morales.
Brasil es, sin duda, una categoría en sí mismo. En el caso del gobierno del presidente Lula Da Silva se destaca la preeminencia de un partido de base obrera, en el que habita un acendrado sincretismo ideológico y la existencia de un liderazgo consolidado y construido desde una doble geografía que marcó al líder: el nordeste y el estado de São Paulo. El insoslayable carisma del ex dirigente sindical, circunstancia que podría haberlo acercado al populismo, no está acompañado por un desprecio a las instituciones ni por el rechazo al sistema de la democracia representativa. Pruebas al canto: Lula manifestó su apoyo a una reforma constitucional que impida la reelección del presidente. Tampoco es un emergente post-crisis, como Chávez, Correa, Morales y Kirchner, sino que su arribo a la primera magistratura fue el resultado de una persistente y transparente carrera política, jamás asociada a la utilización de recursos estatales.
Desde una lectura ideológica, la existencia de un partido socialdemócrata complica el análisis político, porque la competencia electoral se establece entre el oficialista Partido de los Trabajadores (PT) y el partido Social Demócrata (PSD). Por esa razón resulta difícil aludir a un modelo de representación definido, pero en términos operativos es posible el hallazgo de definiciones más claras. Brasil cuenta, apelando a la historia, con un proyecto nacional basado en cuatro ejes: desarrollismo económico, integración de clases sociales y geografía, identidad cultural y protagonismo internacional. Sobre este cuadrilátero se asienta una agenda pública que muta pero que mantiene sus esencias. Políticamente hablando, la geografía y la economía otorgan viabilidad a una manera de reflexionar donde conceptos como autonomía, independencia, modernización y visión ocupan lugares centrales. Por ello existe en Brasil una clase dirigente dotada de cultura estratégica -- su falla explica en gran medida la devaluación estratégica de Argentina -- , en cuyo seno la burguesía económica posee protagonismo nacional y vocación global. Esta singularidad explica por qué en el país con mayor capacidad autonómica de América del Sur el autarquismo no prospera, a la vez que su clase dirigente se esfuerza en establecer la mejor cohabitación posible entre lo nacional y lo global.
Modelos políticos y política exterior
Política exterior populista. La diplomacia del populismo chavista se explica en el marco del sentimiento antiestadounidense y la antiglobalización. De esta forma se entiende por qué los altermundistas europeos y los antiimperialistas islámicos se identifican con las posiciones de Chávez. La debilidad de Bush, luego de la fracasada experiencia iraquí, también explica el discurso y la práctica chavista orientada a erosionar el unilateralismo estadounidense. En términos prácticos, la política exterior venezolana adquiere sustentabilidad por tratarse de un "petroestado", como la teocracia iraní y la Rusia de Putin. En términos de marco teórico, esa política no implica la adhesión a un modelo de equilibrio de poder, inviable en las actuales condiciones internacionales, pero sí a un soft balancing [equilibrio por poder blando] que busca interponer obstáculos a la política de Washington. Esta confrontación de baja intensidad la ensaya Chávez en América Latina, ya que en el mundo en desarrollo su fracaso fue claro cuando no logró apoyos suficientes para la candidatura venezolana al Consejo de Seguridad.
En la región, Caracas pretende asumir un "liderazgo de sustitución revolucionario", al heredar el espacio del castrismo. La edad y la salud de Fidel Castro facilitarían el recambio, mientras las petrodivisas lubrican la proyección de un chavismo que no enfrenta las restricciones que siempre debió soportar La Habana, al depender durante la Guerra Fría de los intereses de Moscú. De esta forma, un Estado sin recursos, Cuba, se está acoplando a una geografía con recursos pero sin Estado: Venezuela. Así se explica, entonces, el papel de los técnicos cubanos instalados en Venezuela y Bolivia en sectores diversos, por ejemplo en salud, servicios de inteligencia, educación, comunicaciones, etcétera.
Este liderazgo supuestamente revolucionario, al servicio del "socialismo del siglo XXI", enarbola una "diplomacia activa". Se trata de comprar Bonos y Títulos argentinos; de suscribir acuerdos energéticos con gobiernos ideológicamente afines; de proponer la construcción de gasoductos de dudosa viabilidad técnica; de firmar acuerdos de cooperación militar con Bolivia -- que incluyen la construcción de bases en todas las fronteras del Altiplano -- o de impulsar un Banco del Sur, y esa diplomacia ensaya también diversas formas de intervención interna. Por ejemplo, apoyar a candidatos presidenciales bendecidos desde Caracas; desconocer triunfos electorales, como ocurrió en México; actividades proselitistas de sus embajadores; financiamiento de "cuadros" chavistas, como ocurre en Argentina, etcétera.
Un capítulo aparte es la diplomacia petrolera venezolana. Chávez, al igual que Putin, practica una "disuasión energética". Ambos no sólo obtienen y gastan recursos, sino que también aplican políticas de seducción y chantaje. En el caso de Rusia es evidente: a través de la empresa estatal Gazpron presiona a los países que formaron parte de la Unión Soviética amenazándolos con interrumpir las ventas de gas y con súbitos incrementos arancelarios. Así ocurrió con Ucrania y más recientemente con un fiel aliado, Belarús. Además, a través de la política de gestión de los ductos, Moscú asfixia a los países mediterráneos de Asia Central, también ex integrantes de la URSS. Simultáneamente, a través de la política energética Moscú divide a Europa, un cliente que depende en exceso del gas ruso. Algunos países del viejo continente, como Alemania, sostienen que no es posible obviar a ese proveedor mientras que otros buscan sustitutos en nuevas geografías, impulsando por ejemplo la construcción de gasoductos afroeuropeos.
Chávez pretende emular a Rusia con sus recursos energéticos, y por esa razón impulsa el Gasoducto del Sur, ofrece petróleo barato a determinados países y en Ecuador y Bolivia avanza aprovechando las debilidades de ambos gobiernos. En el caso de Bolivia fue notorio el apoyo, desde Caracas, a las expropiaciones de Evo Morales, que básicamente afectaron a la empresa brasileña Petrobras. Lo que tal vez ignora el indigenismo del Altiplano es que su mercado natural es el brasileño y que un día no demasiado lejano ese gas resultará prescindible para Brasil. El liderazgo petrolero es decisivo para Chávez, un antiimperialista que depende de las compras estadounidenses y que sin embargo critica a los países que buscan suscribir acuerdos de libre comercio con Washington. Por esa razón ha salido a deslegitimar la opción de los biocombustibles impulsada por Brasil, sobre todo después del Acuerdo de Cooperación firmado con Estados Unidos, en ocasión de la visita de Bush a Brasilia.
La excentricidad de Chávez, apoyada en la riqueza petrolera, lo asocia a una figura emblemática de los setenta, el líder libio Khadafi. El antiimperialismo y el nacionalismo son los soportes de un liderazgo perturbador, en términos del sistema internacional, e intervencionista en términos de política regional. Mientras Chávez amenaza con desestabilizar a sus adversarios, a través de militantes financiados, y realiza abultadas compras de armamentos, Khadafi protegió a terroristas como "Carlos" e intervino en la vida política de países vecinos, como Chad y Sudán, mientras vendía su petróleo a Estados Unidos. Convertido en icono del Tercer Mundo, Khadafi terminó revisando su política, asediado internamente por el islamismo en el momento en que debía poner a prueba el régimen que él fundara para consagrar sucesor a su propio hijo.
Más allá de una diplomacia global dudosamente eficaz, que lo acerca a Irán, que trata de armar alianzas con Rusia y con la dictadura bielorrusa, en el nivel regional la política exterior de Venezuela, con un discurso bolivointegracionista, termina exacerbando el nacionalismo y la fragmentación. Sataniza a los gobiernos que negocian tratados de libre comercio con Washington, pero su petróleo y su gasolina se procesan y venden sin aranceles en Estados Unidos; busca afanosamente instalar bases en Bolivia, pero aconseja al presidente de Ecuador cerrar las bases extranjeras; alude a la integración, pero se retira de la Comunidad Andina e incita reclamos de soberanía que mal encarados pueden terminar como fuente de conflictos; pide ingresar al Mercosur y luego afirma que el esquema cambia o muere, y finalmente impulsa la Alternativa Bolivariana para América Latina, un "club anti-ALCA" integrado por Bolivia, Cuba, Nicaragua y Venezuela, alianza ideológica escasamente atractiva que, lejos de unir, divide.
Política exterior socialdemócrata. La política exterior del modelo socialdemócrata es, ante todo, institucionalista. Trata de ensamblar ambas dimensiones de la diplomacia, lo multilateral y lo bilateral. En el caso chileno, el interés por lo global ha significado incluso cierta despreocupación por lo regional. Sin embargo, luego del golpe de Estado en Bolivia contra Sánchez de Losada, con quien el gobierno de Santiago negociaba un acuerdo gasífero que incluía un puerto boliviano en el Pacífico con "soberanía funcional", y de las declaraciones de Chávez en apoyo de Bolivia, sumadas a los acuerdos de cooperación militar suscritos entre La Paz y Caracas, Bachelet se ha visto obligada a sumar al "vecindario" a la perspectiva comercialista global.
Nadie abandona el éxito, de allí que el empeño manifestado por Chile en el ingreso al lote de países previsibles se mantiene, y seguramente la invitación a ingresar a la OCDE se anota en esa línea. Sin duda, la desaparición física de Pinochet simplifica el desempeño internacional trasandino. Ahora es mucho más fácil potenciar externamente la idea de una "marca Chile", imagen que sintetiza calidad institucional, primacía del derecho, vigencia plena de libertades, transparencia, baja corrupción, alta tasa de informatización y respeto de los compromisos, que rinde al país múltiples beneficios a la hora de captar inversiones, de suscribir acuerdos de libre comercio que le abren mercados y de promover actividades como el turismo.
Claro está que la idea de un país insular, capaz de penetrar mercados e involucrarse fuertemente en la geografía Asia-Pacífico, puede llevar -- al no ser Chile miembro pleno de los mecanismos formales de integración -- a un creciente alejamiento de la agenda regional si su diplomacia no extrema cuidados. Esta "tentación insular" de un país que concentra su mirada hacia el Pacífico podría consolidarse en dos circunstancias: a) si Argentina, Brasil y Chile no advierten la necesidad de revitalizar una vieja opción diplomática, "el ABC", y b) si en las próximas elecciones presidenciales un candidato del bloque de la derecha llegara al Palacio de la Moneda.
Al observar desde Santiago a la subregión, la turbulencia y la ola expansiva que provoca el populismo -- sobre todo en su dimensión indigenista, su sesgo militar y la siempre presente expresión nacionalista cargada de reclamos geográficos que sensibilizan a los chilenos -- ora puede consolidar la opción Pacífico/insular, ora puede contribuir a revitalizar la idea de preservar en el Cono Sur el orden y la estabilidad. En esta última opción un ABC afianzado funcionaría como un "ancla diplomática", capaz de neutralizar todo tipo de injerencias externas asociadas a liderazgos carismáticos o intereses hegemónicos. Una carrera armamentista y un escenario de Estados fallidos no son hipótesis descartables, y de allí la importancia de construir un polo de racionalidad diplomática. Obviamente, este escenario exige un Brasil comprometido -- y en tal sentido Lula parece estar advirtiendo en su segunda presidencia los peligros y problemas -- y una Argentina capaz de definir una política exterior basada en intereses, no dependiente de la ideología ni de los "favores" venezolanos.
Uruguay y Perú también parecen definir sus políticas exteriores bajo la inspiración del modelo socialdemócrata "versión sudamericana". En el caso del país rioplatense, el conflicto desatado con Argentina en torno a las pasteras del Río Uruguay, y sus reclamos no escuchados en el seno del Mercosur, llevaron a la gobernante coalición del Frente Amplio a adoptar una política exterior no anunciada durante la campaña electoral. Súbitamente, el "ala moderada" del gobierno, encabezada por el ministro de Economía Astori, impuso su propia agenda externa, en este caso negociar un Acuerdo de Libre Comercio con Estados Unidos y priorizar la búsqueda de inversiones y mercados. En el caso de Perú, el enfrentamiento con Chávez y la necesidad de mostrar la imagen de un "nuevo García", alejada de la versión ochentista, explican una política exterior también fuertemente inspirada en lo comercial y en la captación de capitales. La ratificación del Acuerdo de Libre Comercio en Washington es una prioridad para el gobierno de Lima, y en materia de alianzas ha sido clara la preferencia por Brasil. Lo que cuesta imaginar es cómo García compatibilizará la idea de inspirarse en la práctica social del modelo chileno y de profundizar la corriente de inversiones y comercio con Santiago mientras lleva al Tribunal de La Haya un viejo reclamo por los límites marítimos que para Chile no tiene asidero.
El patrón socialdemócrata de inserción internacional ha definido como prioritaria la ecuación comercio/inversiones, al servicio de un proyecto interno de crecimiento y bienestar. En los noventa esta política exterior resultó exitosa, ya que era funcional para la liberalización del comercio internacional, impulsada en el seno de la OMC, y para el movimiento de capitales hacia los países emergentes.
Ahora el panorama del comercio está cambiando, tal como se refleja en la incertidumbre que acompaña a la Ronda Doha. También se advierten modificaciones en las perspectivas económicas, y así el Banco Mundial alude a un punto de inflexión de la economía mundial registrado en 2007. En materia financiera, las recientes sacudidas que afectaron a las bolsas y bancos euroestadounidenses, que llevaron a los principales gobiernos del G-7 a inyectar enormes masas de dinero para evitar el pánico, son la consecuencia del fin de un ciclo caracterizado por la abundancia de capital barato proveniente del ahorro y de los excedentes asiáticos. Esa nueva realidad obliga a todos, pero en particular a los países emergentes exitosos, a proteger sus logros y seguramente a modificar algunos capítulos de sus planes de ruta diplomáticos.
En nuestra región, es un lugar común recurrir a la vieja pregunta de si es posible hablar de "América Latina" como una sola entidad. ¿Es correcto postular su integración? ¿Hay un proyecto de unidad? La cuestión no está saldada. No obstante, uno de los aportes recientes más esclarecedores ha sido el de Mario Vargas Llosa, en su disertación titulada "Sueño y realidad de América Latina" (presentada en el Seminario Internacional "América Latina: ¿integración o fragmentación?", organizado por la Fundación Grupo Mayan, el Instituto Tecnológico Autónomo de México, el Woodrow Wilson International Center for Scholars y esta revista en abril de 2007, en la ciudad de México), donde trata de explicar por qué muchos pensadores han intentado alejarla de Occidente y convoca a realizar, en lo político, proezas semejantes a las de los creadores de la cultura latinoamericana; para ello, recomienda "menos delirios, más sensatez y racionalidad".
No puede negarse que existen procesos vinculados al desarrollo económico y político que guardan estrechas similitudes en toda la región: colonización ibérica en el continente; guerras de independencia; creación de los Estados-nación; formación intelectual de las élites del siglo XIX; inserción en la economía internacional como proveedores de materias primas; esquemas de industrialización sustitutiva; modelos y regímenes políticos. En suma, existe una compleja agenda que nos asemeja, y que permite a analistas y observadores referirse al conjunto caracterizándolo como una unidad.
En materia de patrones de inserción internacional, encontramos diferencias y paralelismos históricos asociados a la geografía, a la dotación de recursos, a las alianzas diplomáticas y a las lecturas políticas del mundo. Postulando una singularidad latinoamericana, sí puede afirmarse que, en términos generales, los países de la región modificaron en tiempos recientes su agenda externa más por razones económicas que ideológicas. Con la excepción del régimen castrista, en la América Latina de los noventa los procesos de apertura económica, reforma del Estado y privatizaciones demandaron cambios de política exterior asociados a las transformaciones internas, cuando en el mundo el fin de la Guerra Fría fue lo que en gran medida explica el cambio de los paradigmas externos.
Tras estas salvedades, corresponde analizar, finalizada la década de los noventa, las vinculaciones existentes entre modelos políticos y política exterior. Se trata de un retorno al análisis clásico, en el cual la política está jerarquizada y la economía ocupa un lugar menos relevante, algo desacostumbrado, ya que la disciplina económica ejerció una virtual hegemonía en el espacio de las ciencias sociales latinoamericanas. Obviamente, la inversión de los paradigmas y el retorno a "primero lo político" tienen su explicación: las políticas económicas aplicadas en los noventa impactaron en el tejido social de la región al incrementar las brechas sociales. En algunos casos ese impacto hizo caer a los regímenes políticos; en otros, los gobiernos debieron hacerse cargo de políticas públicas activas y de contención social.
Esta lectura resulta insoslayable en América del Sur, pero no necesariamente apropiada para interpretar la realidad centroamericana y mexicana. En el istmo centroamericano la agenda política está fuertemente asociada a temas específicos; por ejemplo: la relación preponderante con Estados Unidos, las diásporas que vertebran una red anglohispana, las migraciones, el narcotráfico y la creciente integración intra y extrarregional. Regresando a la vinculación entre esa geografía latinoamericana y Estados Unidos, lo mejor es aludir a una agenda "interméstica", que abarca remesas, viajes y redes crecientes. En ese mundo on line, las percepciones acerca de Washington poco se asemejan al creciente sentimiento antiestadounidense que anida en muchos países latinoamericanos.
Modelos políticos sudamericanos
La actual división política sudamericana se construye, primordialmente, con base en un corte: populismo vs. socialdemocracia. Sólo algunos países escapan a esta lógica: Colombia, Paraguay y Brasil.
El populismo constituye un modelo de representación de las formas de un objeto real, que responde a una vieja tradición latinoamericana. Existen, claro está, versiones civiles y militares, pero lo que da identidad al modelo es la existencia de un líder -- generalmente carismático -- y el rechazo a la democracia representativa. El peronismo es el arquetipo en el populismo militar como lo es el varguismo en el populismo civil. Además de la naturaleza de los liderazgos, el populismo estuvo asociado a la incorporación de los sectores bajos a los procesos de desarrollo industrial, impulsados desde el Estado, y a la creciente urbanización. En lo que hace a la política exterior, los populismos por lo general surgieron en el mundo de la Guerra Fría y se adscribieron a Occidente. Ningún populismo apostó al bloque soviético y el "tercerismo" peronista estuvo asociado a la búsqueda de una opción intermedia, entre comunismo y capitalismo, pero no buscó aproximarse al "progresismo" de inspiración marxista y afín a la Unión Soviética.
El populismo sudamericano contemporáneo se destaca por la existencia de un elemento aglutinador: el sentimiento antiestadounidense, acompañado por un discurso contra la globalización. Además, este populismo pretende encarnar la antítesis del noventismo, entendiendo por tal el neoliberalismo vulgarmente asociado al Consenso de Washington. En términos de representación, el soporte social es una alianza variopinta: nacionalismo, indigenismo, cesarismo militar, castrismo y marxismo postsoviético. El soporte externo son los petrodólares venezolanos que fluyen en apoyo de una "democracia de la calle", surgida de las cenizas de las democracias representativas que supieron colapsarse en la primera mitad de la década, por ejemplo en Argentina, Bolivia y Ecuador. Esta alianza pudo haberse impuesto también en Perú, en el caso de haber triunfado Ollanta Humala, con el apoyo de Chávez, injerencia en plena campaña electoral que motivó el llamado de embajadores. Aún hoy el tema continúa. Así, bajo el gobierno de Alan García las relaciones han vuelto a tensarse, debido al respaldo chavista a huelguistas y activistas peruanos.
Finalmente, la evocación al populismo sudamericano contemporáneo está indisolublemente ligada a la naturaleza antirrepublicana y a su adscripción a la democracia no liberal. En efecto, estos gobiernos, cuyo epítome es el chavismo, no respetan la división de poderes, paralizan virtualmente al Poder Legislativo presionándolo con la facultad de veto organizada que se moviliza al ocupar "la calle" al servicio del gobierno y avanzan sobre el Poder Judicial. La ausencia de división de poderes, la falta de transparencia, la creciente corrupción y los ataques a la prensa confluyen en una versión de democracia donde los vestigios que aún sobreviven a ella restringen la legalidad, es decir, elecciones donde el gobierno, por medio de amenazas, utilización de dineros públicos, propaganda y distribución de favores, logra consagrarse en las urnas. La prueba de la escasa adhesión a la cultura democrática es el reeleccionismo perpetuo al que se adhieren estos populismos. El patrón común es la reforma de las constituciones y, si bien el bolivarianismo hoy no impulsa la presidencia vitalicia que postulaba Bolívar, utiliza en verdad el atajo de la reelección permanente. Venezuela ya lo ha impuesto, Bolivia y Ecuador están en camino, mientras en Argentina la variante populista es el continuismo nepotista vía la "abdicación" del presidente en favor de su cónyuge, algo que el propio Perón no hizo con su esposa Evita.
El modelo socialdemócrata se basa en valores muy precisos, cuyo origen se remonta al debate socialista del siglo XIX, que tuvo lugar en el Congreso Socialista alemán en torno a la "desviación estática" expresada por Kautsky y enfrentada a las ideas reformistas de Bernstein, padre de la socialdemocracia. Este pensamiento, de cuño europeo, mantuvo siempre su fidelidad a un cuerpo central de ideas: 1) libertad; 2) democracia; 3) solidaridad; 4) supeditación a la ley; 5) búsqueda de la paz; 6) opción por la negociación, y 7) autonomía. Este último aspecto resulta clave porque allí colisionan socialdemócratas y populistas. Para los primeros la autonomía equivale a responsabilidad, la del individuo comprometido con una empresa colectiva que al aceptar la existencia del otro rechaza que le impongan conductas. Por el contrario, el populismo no cree en las instituciones, las pretende reemplazar por la relación líder-masa. El argumento es común: el presidente "habla con el pueblo"; se trata de monólogos que el populismo ha impuesto, en reemplazo de los debates y de las preguntas "molestas" de la prensa libre.
Para el modelo socialdemócrata, adaptado a las circunstancias latinoamericanas, la reducción de la pobreza pasa por incorporarse al trípode comercio/tecnología/inversiones, y el fortalecimiento de la sociedad civil supone el incremento de la autonomía cívica, al integrarse socialmente vía la ciudadanía y al excluir la opción clientelar. Según estas ideas, el respeto a la ley y la construcción de instituciones resulta vital. En este paradigma no se concibe a la libertad sin orden y no existe el progreso sin una adecuada inserción internacional. En ese esquema no se trata de practicar una diplomacia alineada, sino de buscar la mayor autonomía por medio de un Estado dotado de una masa crítica de poder construida sobre la mayor dosis de integración al mundo.
Chile, donde la concertación socialista-demócrata cristiana ha gobernado desde el retorno a la democracia, es el ejemplo más acabado de adaptación del clásico modelo socialdemócrata europeo a las condiciones latinoamericanas. Al igual que en Europa, la relación partido y sindicatos democráticos marca la diferencia. Políticas sociales activas, obra pública con fuerte énfasis en la infraestructura, igualdad de oportunidades, "ascensor social" y economía de mercado constituyen algunas referencias insoslayables. También habita en este modelo cierta influencia blairista, en el sentido de adaptar la gestión de gobierno a las condiciones que impone un contexto económico internacional cada vez más globalizado. Perú y, sobre todo, Uruguay, con sus particularidades, integran este lote.
Los modelos singulares son los que están más allá del espacio gravitacional conformado por el populismo y la socialdemocracia. El trípode lo integran Colombia, Paraguay y Brasil.
Colombia constituye un verdadero "laberinto político". No sólo el sistema está atado a una lógica política que remonta a la formación del Estado-nación en el siglo XIX, sino que el presente constituye una muestra notable de singularidades. El presidente Uribe es un heredero de la matriz decimonónica liberal/conservadora. Filosóficamente hablando, se trata de un conservador que incluso sintoniza con el neoconservadurismo estadounidense, pero que en términos de estilo político no se aleja demasiado del populismo, por ejemplo en materia de comunicación, al tratar de evitar las mediaciones y de potenciar el personalismo en el supuesto diálogo directo con el pueblo. Uribe decididamente no comulga con el respeto liberal hacia las instituciones. Así, contra reglas y preceptos, reformó la Constitución para habilitar su reelección. En términos operativos, el modelo colombiano pretende una síntesis entre capitalismo nacional y capitalismo abierto, en un contexto signado por la violencia que remite a un triángulo que contiene al Estado, los cárteles de la droga y los paramilitares protegidos desde las estructuras gubernamentales. También particulariza este modelo su patrón de inserción internacional, decididamente alineado con Estados Unidos, más allá de quien habite en la Casa Blanca. Cabe recordar que es uno de los países que recibe mayor ayuda militar de Washington, justificada en términos de lucha contra el narcotráfico y, a partir del 11-S, el terrorismo.
Paraguay también constituye una singularidad. Desde 1954 se consolidó allí un modelo político sustentado en las Fuerzas Armadas y en el histórico Partido Colorado. La dictadura de Alfredo Stroessner guarda algunas similitudes con el populismo, y de hecho supo integrar una especie de "internacional de dictaduras militares". Este régimen, dotado de ceremonias electorales condicionadas, pudo sortear la oleada democrática ochentista y ha logrado mantener una alianza de poder cuya inteligencia consiste en imponer un relato histórico donde sus protagonistas se atribuyen el haber terminado con la dictadura de Stroessner; de esta manera el régimen logró sobrevivir. En virtud de las demandas sociales y por cuestiones de imagen, hoy la cara visible del poder es el Partido Colorado, acompañado por las Fuerzas Armadas, corporación donde siempre anida la tentación populista de algún general que de tiempo en tiempo desafía al poder establecido. En materia externa, el bloque de poder está obligado a demostrar que en el gobierno no existen zonas grises -- esto es corrupción y todo tipo de tráficos -- ; de allí la necesidad de mantener la mejor relación posible con Estados Unidos. Este alineamiento, por cierto histórico y muy estrecho durante la Guerra Fría, se refiere básicamente a las cuestiones de seguridad, por ejemplo estacionamiento de tropas, maniobras militares, bases, Triple Frontera, etc. En ese orden de cosas existen muchas similitudes con el caso colombiano, sobre todo después de la llegada al gobierno, en la vecina Bolivia, de Evo Morales.
Brasil es, sin duda, una categoría en sí mismo. En el caso del gobierno del presidente Lula Da Silva se destaca la preeminencia de un partido de base obrera, en el que habita un acendrado sincretismo ideológico y la existencia de un liderazgo consolidado y construido desde una doble geografía que marcó al líder: el nordeste y el estado de São Paulo. El insoslayable carisma del ex dirigente sindical, circunstancia que podría haberlo acercado al populismo, no está acompañado por un desprecio a las instituciones ni por el rechazo al sistema de la democracia representativa. Pruebas al canto: Lula manifestó su apoyo a una reforma constitucional que impida la reelección del presidente. Tampoco es un emergente post-crisis, como Chávez, Correa, Morales y Kirchner, sino que su arribo a la primera magistratura fue el resultado de una persistente y transparente carrera política, jamás asociada a la utilización de recursos estatales.
Desde una lectura ideológica, la existencia de un partido socialdemócrata complica el análisis político, porque la competencia electoral se establece entre el oficialista Partido de los Trabajadores (PT) y el partido Social Demócrata (PSD). Por esa razón resulta difícil aludir a un modelo de representación definido, pero en términos operativos es posible el hallazgo de definiciones más claras. Brasil cuenta, apelando a la historia, con un proyecto nacional basado en cuatro ejes: desarrollismo económico, integración de clases sociales y geografía, identidad cultural y protagonismo internacional. Sobre este cuadrilátero se asienta una agenda pública que muta pero que mantiene sus esencias. Políticamente hablando, la geografía y la economía otorgan viabilidad a una manera de reflexionar donde conceptos como autonomía, independencia, modernización y visión ocupan lugares centrales. Por ello existe en Brasil una clase dirigente dotada de cultura estratégica -- su falla explica en gran medida la devaluación estratégica de Argentina -- , en cuyo seno la burguesía económica posee protagonismo nacional y vocación global. Esta singularidad explica por qué en el país con mayor capacidad autonómica de América del Sur el autarquismo no prospera, a la vez que su clase dirigente se esfuerza en establecer la mejor cohabitación posible entre lo nacional y lo global.
Modelos políticos y política exterior
Política exterior populista. La diplomacia del populismo chavista se explica en el marco del sentimiento antiestadounidense y la antiglobalización. De esta forma se entiende por qué los altermundistas europeos y los antiimperialistas islámicos se identifican con las posiciones de Chávez. La debilidad de Bush, luego de la fracasada experiencia iraquí, también explica el discurso y la práctica chavista orientada a erosionar el unilateralismo estadounidense. En términos prácticos, la política exterior venezolana adquiere sustentabilidad por tratarse de un "petroestado", como la teocracia iraní y la Rusia de Putin. En términos de marco teórico, esa política no implica la adhesión a un modelo de equilibrio de poder, inviable en las actuales condiciones internacionales, pero sí a un soft balancing [equilibrio por poder blando] que busca interponer obstáculos a la política de Washington. Esta confrontación de baja intensidad la ensaya Chávez en América Latina, ya que en el mundo en desarrollo su fracaso fue claro cuando no logró apoyos suficientes para la candidatura venezolana al Consejo de Seguridad.
En la región, Caracas pretende asumir un "liderazgo de sustitución revolucionario", al heredar el espacio del castrismo. La edad y la salud de Fidel Castro facilitarían el recambio, mientras las petrodivisas lubrican la proyección de un chavismo que no enfrenta las restricciones que siempre debió soportar La Habana, al depender durante la Guerra Fría de los intereses de Moscú. De esta forma, un Estado sin recursos, Cuba, se está acoplando a una geografía con recursos pero sin Estado: Venezuela. Así se explica, entonces, el papel de los técnicos cubanos instalados en Venezuela y Bolivia en sectores diversos, por ejemplo en salud, servicios de inteligencia, educación, comunicaciones, etcétera.
Este liderazgo supuestamente revolucionario, al servicio del "socialismo del siglo XXI", enarbola una "diplomacia activa". Se trata de comprar Bonos y Títulos argentinos; de suscribir acuerdos energéticos con gobiernos ideológicamente afines; de proponer la construcción de gasoductos de dudosa viabilidad técnica; de firmar acuerdos de cooperación militar con Bolivia -- que incluyen la construcción de bases en todas las fronteras del Altiplano -- o de impulsar un Banco del Sur, y esa diplomacia ensaya también diversas formas de intervención interna. Por ejemplo, apoyar a candidatos presidenciales bendecidos desde Caracas; desconocer triunfos electorales, como ocurrió en México; actividades proselitistas de sus embajadores; financiamiento de "cuadros" chavistas, como ocurre en Argentina, etcétera.
Un capítulo aparte es la diplomacia petrolera venezolana. Chávez, al igual que Putin, practica una "disuasión energética". Ambos no sólo obtienen y gastan recursos, sino que también aplican políticas de seducción y chantaje. En el caso de Rusia es evidente: a través de la empresa estatal Gazpron presiona a los países que formaron parte de la Unión Soviética amenazándolos con interrumpir las ventas de gas y con súbitos incrementos arancelarios. Así ocurrió con Ucrania y más recientemente con un fiel aliado, Belarús. Además, a través de la política de gestión de los ductos, Moscú asfixia a los países mediterráneos de Asia Central, también ex integrantes de la URSS. Simultáneamente, a través de la política energética Moscú divide a Europa, un cliente que depende en exceso del gas ruso. Algunos países del viejo continente, como Alemania, sostienen que no es posible obviar a ese proveedor mientras que otros buscan sustitutos en nuevas geografías, impulsando por ejemplo la construcción de gasoductos afroeuropeos.
Chávez pretende emular a Rusia con sus recursos energéticos, y por esa razón impulsa el Gasoducto del Sur, ofrece petróleo barato a determinados países y en Ecuador y Bolivia avanza aprovechando las debilidades de ambos gobiernos. En el caso de Bolivia fue notorio el apoyo, desde Caracas, a las expropiaciones de Evo Morales, que básicamente afectaron a la empresa brasileña Petrobras. Lo que tal vez ignora el indigenismo del Altiplano es que su mercado natural es el brasileño y que un día no demasiado lejano ese gas resultará prescindible para Brasil. El liderazgo petrolero es decisivo para Chávez, un antiimperialista que depende de las compras estadounidenses y que sin embargo critica a los países que buscan suscribir acuerdos de libre comercio con Washington. Por esa razón ha salido a deslegitimar la opción de los biocombustibles impulsada por Brasil, sobre todo después del Acuerdo de Cooperación firmado con Estados Unidos, en ocasión de la visita de Bush a Brasilia.
La excentricidad de Chávez, apoyada en la riqueza petrolera, lo asocia a una figura emblemática de los setenta, el líder libio Khadafi. El antiimperialismo y el nacionalismo son los soportes de un liderazgo perturbador, en términos del sistema internacional, e intervencionista en términos de política regional. Mientras Chávez amenaza con desestabilizar a sus adversarios, a través de militantes financiados, y realiza abultadas compras de armamentos, Khadafi protegió a terroristas como "Carlos" e intervino en la vida política de países vecinos, como Chad y Sudán, mientras vendía su petróleo a Estados Unidos. Convertido en icono del Tercer Mundo, Khadafi terminó revisando su política, asediado internamente por el islamismo en el momento en que debía poner a prueba el régimen que él fundara para consagrar sucesor a su propio hijo.
Más allá de una diplomacia global dudosamente eficaz, que lo acerca a Irán, que trata de armar alianzas con Rusia y con la dictadura bielorrusa, en el nivel regional la política exterior de Venezuela, con un discurso bolivointegracionista, termina exacerbando el nacionalismo y la fragmentación. Sataniza a los gobiernos que negocian tratados de libre comercio con Washington, pero su petróleo y su gasolina se procesan y venden sin aranceles en Estados Unidos; busca afanosamente instalar bases en Bolivia, pero aconseja al presidente de Ecuador cerrar las bases extranjeras; alude a la integración, pero se retira de la Comunidad Andina e incita reclamos de soberanía que mal encarados pueden terminar como fuente de conflictos; pide ingresar al Mercosur y luego afirma que el esquema cambia o muere, y finalmente impulsa la Alternativa Bolivariana para América Latina, un "club anti-ALCA" integrado por Bolivia, Cuba, Nicaragua y Venezuela, alianza ideológica escasamente atractiva que, lejos de unir, divide.
Política exterior socialdemócrata. La política exterior del modelo socialdemócrata es, ante todo, institucionalista. Trata de ensamblar ambas dimensiones de la diplomacia, lo multilateral y lo bilateral. En el caso chileno, el interés por lo global ha significado incluso cierta despreocupación por lo regional. Sin embargo, luego del golpe de Estado en Bolivia contra Sánchez de Losada, con quien el gobierno de Santiago negociaba un acuerdo gasífero que incluía un puerto boliviano en el Pacífico con "soberanía funcional", y de las declaraciones de Chávez en apoyo de Bolivia, sumadas a los acuerdos de cooperación militar suscritos entre La Paz y Caracas, Bachelet se ha visto obligada a sumar al "vecindario" a la perspectiva comercialista global.
Nadie abandona el éxito, de allí que el empeño manifestado por Chile en el ingreso al lote de países previsibles se mantiene, y seguramente la invitación a ingresar a la OCDE se anota en esa línea. Sin duda, la desaparición física de Pinochet simplifica el desempeño internacional trasandino. Ahora es mucho más fácil potenciar externamente la idea de una "marca Chile", imagen que sintetiza calidad institucional, primacía del derecho, vigencia plena de libertades, transparencia, baja corrupción, alta tasa de informatización y respeto de los compromisos, que rinde al país múltiples beneficios a la hora de captar inversiones, de suscribir acuerdos de libre comercio que le abren mercados y de promover actividades como el turismo.
Claro está que la idea de un país insular, capaz de penetrar mercados e involucrarse fuertemente en la geografía Asia-Pacífico, puede llevar -- al no ser Chile miembro pleno de los mecanismos formales de integración -- a un creciente alejamiento de la agenda regional si su diplomacia no extrema cuidados. Esta "tentación insular" de un país que concentra su mirada hacia el Pacífico podría consolidarse en dos circunstancias: a) si Argentina, Brasil y Chile no advierten la necesidad de revitalizar una vieja opción diplomática, "el ABC", y b) si en las próximas elecciones presidenciales un candidato del bloque de la derecha llegara al Palacio de la Moneda.
Al observar desde Santiago a la subregión, la turbulencia y la ola expansiva que provoca el populismo -- sobre todo en su dimensión indigenista, su sesgo militar y la siempre presente expresión nacionalista cargada de reclamos geográficos que sensibilizan a los chilenos -- ora puede consolidar la opción Pacífico/insular, ora puede contribuir a revitalizar la idea de preservar en el Cono Sur el orden y la estabilidad. En esta última opción un ABC afianzado funcionaría como un "ancla diplomática", capaz de neutralizar todo tipo de injerencias externas asociadas a liderazgos carismáticos o intereses hegemónicos. Una carrera armamentista y un escenario de Estados fallidos no son hipótesis descartables, y de allí la importancia de construir un polo de racionalidad diplomática. Obviamente, este escenario exige un Brasil comprometido -- y en tal sentido Lula parece estar advirtiendo en su segunda presidencia los peligros y problemas -- y una Argentina capaz de definir una política exterior basada en intereses, no dependiente de la ideología ni de los "favores" venezolanos.
Uruguay y Perú también parecen definir sus políticas exteriores bajo la inspiración del modelo socialdemócrata "versión sudamericana". En el caso del país rioplatense, el conflicto desatado con Argentina en torno a las pasteras del Río Uruguay, y sus reclamos no escuchados en el seno del Mercosur, llevaron a la gobernante coalición del Frente Amplio a adoptar una política exterior no anunciada durante la campaña electoral. Súbitamente, el "ala moderada" del gobierno, encabezada por el ministro de Economía Astori, impuso su propia agenda externa, en este caso negociar un Acuerdo de Libre Comercio con Estados Unidos y priorizar la búsqueda de inversiones y mercados. En el caso de Perú, el enfrentamiento con Chávez y la necesidad de mostrar la imagen de un "nuevo García", alejada de la versión ochentista, explican una política exterior también fuertemente inspirada en lo comercial y en la captación de capitales. La ratificación del Acuerdo de Libre Comercio en Washington es una prioridad para el gobierno de Lima, y en materia de alianzas ha sido clara la preferencia por Brasil. Lo que cuesta imaginar es cómo García compatibilizará la idea de inspirarse en la práctica social del modelo chileno y de profundizar la corriente de inversiones y comercio con Santiago mientras lleva al Tribunal de La Haya un viejo reclamo por los límites marítimos que para Chile no tiene asidero.
El patrón socialdemócrata de inserción internacional ha definido como prioritaria la ecuación comercio/inversiones, al servicio de un proyecto interno de crecimiento y bienestar. En los noventa esta política exterior resultó exitosa, ya que era funcional para la liberalización del comercio internacional, impulsada en el seno de la OMC, y para el movimiento de capitales hacia los países emergentes.
Ahora el panorama del comercio está cambiando, tal como se refleja en la incertidumbre que acompaña a la Ronda Doha. También se advierten modificaciones en las perspectivas económicas, y así el Banco Mundial alude a un punto de inflexión de la economía mundial registrado en 2007. En materia financiera, las recientes sacudidas que afectaron a las bolsas y bancos euroestadounidenses, que llevaron a los principales gobiernos del G-7 a inyectar enormes masas de dinero para evitar el pánico, son la consecuencia del fin de un ciclo caracterizado por la abundancia de capital barato proveniente del ahorro y de los excedentes asiáticos. Esa nueva realidad obliga a todos, pero en particular a los países emergentes exitosos, a proteger sus logros y seguramente a modificar algunos capítulos de sus planes de ruta diplomáticos.
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