Simón Pachano
La reunión de presidentes del Grupo de Río, realizada el viernes 7 de marzo en la República Dominicana, logró desactivar el riesgo de enfrentamiento bélico al que se había llegado en el estrecho lapso de una semana. La declaración concertada por ellos, en una sesión que comenzó con agrias acusaciones y fuertes inculpaciones, permitió recoger por lo menos momentáneamente los estandartes de guerra que fueron exhibidos en esos días. Pero, como suele ocurrir en estos casos, lo más expresivo de la situación fueron los abrazos y los gestos de amistad que mostraron los mandatarios al concluir el encuentro. Tanto estos gestos como la declaración final inducirían a pensar que gran parte del problema se debió más a las declaraciones cargadas de adjetivos de los presidentes de Venezuela y Ecuador y a las denuncias arriesgadas del presidente y de otras autoridades colombianas. Pero sería equivocado considerarlo de esa manera, ya que el problema tiene unas raíces que han penetrado profundamente en cada uno de los tres países y de las que pueden brotar en cualquier momento nuevos troncos y nuevas ramas.
Es innegable que la cumbre presidencial permitió desactivar la inminencia del conflicto, bajó las tensiones hasta conformar un espacio de diálogo y negociación e incluso –por medio de las acusaciones y los enfrentamientos– hizo posible una catarsis que aparecía como necesaria para saldar ciertas deudas pendientes, tanto en lo personal como en las relaciones entre los países. Todo ello es claramente positivo, pero a todas luces insuficiente. Lo que se ha hecho, básicamente, es cerrar una etapa en la que el procesamiento del conflicto originado por la situación interna de Colombia fue parte de las relaciones bilaterales con cada uno de sus vecinos. La manera en que se produjeron los hechos durante la convulsionada semana colocó el tema en el ámbito multilateral o, por decirlo de otra manera, más allá de la voluntad de cada uno de los actores: lo internacionalizó.
Después de toda esta vertiginosa sucesión de hechos, quedan planteadas muchas preguntas, tanto acerca de los elementos desencadenantes como de la posible evolución y las salidas que se puedan encontrar para llegar a soluciones de fondo. Sobre los primeros se ha dicho mucho en estos días, e incluso la misma cita presidencial giró en gran medida en torno a ellos cuando cada uno de los mandatarios presentó y defendió decididamente su interpretación de los hechos. Aunque aún hay mucho que aclarar al respecto y a pesar de que es un puzzle al que se van añadiendo piezas en la medida en que se va armando, no cabe detenerse en este punto. Más importancia tienen los otros interrogantes, aquellos que hacen referencia a la nueva situación que se abrió con la reunión de Santo Domingo. La mayor duda en este sentido surge cuando se trata de avizorar las posibilidades reales que tendrán los países involucrados para enfrentar adecuadamente la nueva situación. Ésta requiere no sólo de la voluntad de las partes –que en la reunión de presidentes ha demostrado su importancia– sino también la construcción conjunta de los procedimientos y los instrumentos necesarios para consolidar el nuevo campo abierto.
Del conflicto interno al multilateralismo
Es necesario considerar que si el tema llegó a ser tratado en una reunión presidencial con otros objetivos, no fue necesariamente por la voluntad de uno de los gobiernos sino porque, literalmente, rebasó las fronteras. La transformación del conflicto colombiano en un tema multilateral era, por lo menos desde el inicio del Plan Colombia, uno de los objetivos del gobierno de Bogotá y, paradójicamente, también de las FARC. Por razones diametralmente opuestas ambos actores buscaban otro tipo de participación de los países vecinos y en general de la comunidad internacional latinoamericana. Reiteradamente, los gobiernos colombianos de la última década trataron de persuadir a sus pares ecuatorianos de que cambiaran su definición de neutralidad ante el conflicto por una acción más decidida en contra de un grupo que, con sus acciones terroristas y su alianza con el narcotráfico, amenazaba la seguridad de ambos países. Así mismo, en años más recientes, Colombia hizo esfuerzos por detener o al menos neutralizar el acercamiento del gobierno venezolano a ese grupo armado. En ambos casos se trataba de cerrar las posibilidades de que las FARC contaran con espacios de descanso y de consolidación de su retaguardia así como con facilidades para su abastecimiento.
Las FARC, por su parte, consideraban que obtendrían beneficios de la internacionalización del conflicto, ya que de esa manera se crearían las condiciones para interactuar en el mismo nivel con los gobiernos andinos. Una de esas condiciones era su reconocimiento como fuerza beligerante. Para esto, aludían como antecedente el reconocimiento del Frente Sandinista en la última fase de la insurrección nicaragüense, aunque para cualquier observador son enormes las diferencias existentes entre éste y una organización terrorista aliada al narcotráfico, así como entre el régimen autocrático somocista y la democracia colombiana.
Sin embargo, no fue por voluntad de estos actores que el tema saltó al campo multilateral. Fue más bien un resultado prácticamente inevitable de la dimensión alcanzada y que llevaba a que sus efectos se sintieran más allá de las fronteras colombianas. En realidad, éste ya había cobrado dimensión internacional desde mucho tiempo atrás, cuando las FARC comenzaron a utilizar territorio ecuatoriano y venezolano para desarrollar sus acciones y cuando entablaron negociaciones con el presidente Chávez para la liberación de los secuestrados. La respuesta ecuatoriana se expresó en la redefinición de su política de seguridad y defensa, en la que la protección de la frontera norte pasó a convertirse en el núcleo fundamental (lo que significó, entre otras cosas, cambiar aspectos básicos de unas fuerzas armadas que estaban concebidas para una guerra convencional). Mientras tanto, el gobierno venezolano optó por contar con las FARC como un elemento político al que podía recurrir cuando considerara conveniente, lo que significó otorgarle –por la fuerza de los hechos– carta de naturalización como actor político regional.
En esas condiciones era poco probable que el conflicto pudiera mantenerse dentro de las fronteras colombianas. Por ello, el último incidente derivó en los acontecimientos conocidos y el problema pasó de ser un tema de seguridad fronteriza y de negociación humanitaria a un asunto de los tres Estados e incluso del conjunto de los países latinoamericanos. La violación de la soberanía, esgrimida como el argumento central de Ecuador, y la necesidad de garantizar la seguridad frente a las acciones terroristas, eje de la explicación de Colombia, colocó a los dos países en una posición de enfrentamiento infrecuente. Por ello, lo que se inició como un incidente fronterizo que pudo haber sido gestionado dentro de los procedimientos establecidos llegó a hechos de gravedad desconocidos en la región, como la ruptura de relaciones de Venezuela y Ecuador (a los que se sumó Nicaragua) con Colombia. Ésa fue la manifestación de la nueva dimensión del problema, aunque también influyeron las características personales de los mandatarios.
Cuatro factores fueron claves para configurar esa situación. En primer lugar, la solución militar como eje de la política del presidente Uribe, avalada electoralmente en dos ocasiones y que constituye el principal soporte de la alta aprobación de su gestión en los sondeos de opinión. El fracaso de los diálogos de paz impulsados por su antecesor, Andrés Pastrana, llevaron a la mayoría de la población y a la opinión pública colombianas a respaldar la propuesta que sostenía la vía militar como única opción para acabar con las FARC y la violencia en general. Es difícil comprender que esta opción haya sido escogida por una sociedad que a la vez ha dado fuerte respaldo a la democracia como régimen político, pero una breve mirada a la historia reciente y sobre todo un recuento de los crímenes cometidos por las FARC permiten encontrar las explicaciones pertinentes. El gobierno colombiano pudo colocar la derrota de los grupos armados como el objetivo estratégico al que debían supeditarse todos los demás. Obviamente, las relaciones con los vecinos no podían dejar de adecuarse a ese objetivo, sobre todo si los escenarios de combate se encontraban en las zonas fronterizas. Cabe señalar que la ayuda militar, económica y tecnológica norteamericana fue decisiva en la materialización de este objetivo, lo que además introdujo un actor adicional en el escenario.
En segundo lugar, incidió de manera determinante la posición de neutralidad adoptada por los diversos gobiernos ecuatorianos. En términos estrictos, se quería aludir a no intervención, ya que no tiene cabida la neutralidad frente a un Estado asediado por grupos armados irregulares. De cualquier manera, Ecuador definió su política en torno a ese objetivo prioritario, lo que colocó a las acciones armadas para repeler a las FARC en un plano secundario, únicamente como una opción de última instancia y restringida a casos de violación flagrante de su territorio. Dentro de esa perspectiva definió sus relaciones con Colombia, lo que se tradujo en el establecimiento de protocolos y cartillas de seguridad que tendían a asegurar la vigilancia de la frontera y el apoyo a la población civil colombiana desplazada de las áreas de combate. Por otra parte, la libre circulación de personas entre los dos países hacía posible el paso de integrantes de miembros de la guerrilla en condición de civiles, al mismo tiempo que, como han argumentado reiteradamente los militares ecuatorianos, las limitaciones económicas y las características del terreno hacían imposible un control más riguroso de la zona fronteriza. La instalación de campamentos –inicialmente de reposo y de reabastecimiento, pero posteriormente de comando, como se comprobó con el que fue desmantelado en la acción del gobierno colombiano– fue uno de los resultados de ese conjunto de factores.
En tercer lugar, fue decisivo el papel desempeñado por el presidente Chávez, al mantener un enfrentamiento directo y constante con el gobierno colombiano y, sobre todo, al dar reiteradas muestras de acercamiento a las FARC. La relación con los dirigentes de esta organización parece haber ido más allá de los diálogos necesarios para lograr la liberación de rehenes, como lo certifica el homenaje público que rindió oficialmente a Reyes. Un acto de esa naturaleza, de alto contenido simbólico, no puede obedecer simplemente a la calentura que provocaba el conflicto que vivían los tres países en ese momento. Más bien parece ser una consecuencia de la búsqueda de aliados dentro de su estrategia de enfrentamiento con el gobierno norteamericano. Pero, aún cuando aquel acercamiento no hubiera existido en la realidad, se constituyó como una percepción generalizada en el contexto internacional y por consiguiente actuó como un factor político de importancia. No es desconocido que el resto de actores –de manera espacial los gobiernos de Colombia y EEUU– consideraron a esa alianza como algo más que una hipótesis, y en consecuencia actuaron en función de ella.
Finalmente, influyeron también los pasos dados por las FARC en los últimos meses, caracterizadas por la combinación de acciones de diverso tipo. Por una parte, la liberación selectiva de los secuestrados, con el gobierno venezolano como intermediario, les puso en posición de tomar la iniciativa en ese campo y colocarse como un actor que debía ser tomado en cuentas en el contexto internacional. Ello les permitió, además, poner en la agenda temas que hasta ese momento no tenían cabida, entre los que se destaca la iniciativa venezolana de reconocimiento como fuerza beligerante. Por otra parte, incrementaron su presencia en territorio ecuatoriano, lo que, además de darles mayor capacidad operativa, hizo que el conflicto traspasara las fronteras colombianas. Finalmente, frente a los problemas que enfrentaban en el campo militar por la ofensiva gubernamental, dieron más importancia a las acciones políticas orientadas a la búsqueda de apoyo en el plano internacional. La misma negociación de los secuestrados se convirtió en un factor de importancia en este sentido, especialmente por la participación de múltiples gobiernos y organizaciones que veían en ella la posibilidad de encontrar acuerdos humanitarios.
El nuevo escenario y su posible evolución
La reunión de presidentes del Grupo de Río ocurrió precisamente en el momento en que el conjunto de elementos descritos habían llegado al punto de inflexión. Por ello, aunque había sido convocada para otros fines, debió tratar éste como único tema y convertirse en el hito que marca un antes y un después para el conflicto colombiano. Desde ese momento pasó a ser un asunto regional que, en consecuencia, debe ser tratado de esa manera. Esto significa que es necesario desarrollar los instrumentos y los procedimientos para su procesamiento en ámbitos que han sido hasta cierto punto indiferentes a su existencia. De manera especial, la OEA deberá hacer uso de toda la creatividad que le sea posible para enfrentar un problema que le resulta desconocido. Pero también los gobiernos de Colombia, Ecuador y Venezuela deberán crear los instrumentos y procedimientos que hagan viable la conducción de la nueva situación, especialmente si se supone que el objetivo de todos ellos es establecer finalmente la paz en territorio colombiano. Sin embargo, esto se encuentra con tres problemas que pueden presentarse como obstáculos para alcanzar ese objetivo.
El primero de estos es el de la interpretación que cada uno de esos gobiernos da al concepto de paz. Aún si se asume ésta en su versión más elemental, como la ausencia de guerra o incluso de violencia para procesar las demandas políticas y sociales, siempre quedará un amplio margen para las interpretaciones. Sobre todo, es probable que más de uno considere que será necesario cumplir con un conjunto de condiciones para alcanzar la paz, y que entre éstas se cuente una serie de concesiones a los grupos armados. La idea de que éstos representan intereses legítimos y que producto de la exclusión y de las condiciones de vida de la población colombiana puede ser una de las ideas fuerza del gobierno venezolano y en menor medida del ecuatoriano. Esto chocaría frontalmente con la interpretación del gobierno colombiano y evidentemente con su convicción de la pertinencia e irrevocabilidad de la solución militar. Tampoco sería fácilmente aceptada por la opinión pública colombiana, que la consideraría una defección después de haber realizado enormes sacrificios a lo largo de los últimos años. Por ello, será de mucha importancia conocer los términos en que se producirán los diálogos entre los presidentes Uribe y Chávez, que comenzaron una semana después de la reunión de Río.
El segundo de esos obstáculos podría ser la permanencia de la controversia entre los gobiernos de Ecuador y Colombia. A pesar de que aceptó y suscribió la declaración de los presidentes en la reunión de Santo Domingo, el gobierno ecuatoriano ha mantenido el enfrentamiento con su homólogo colombiano y ha reiterado su decisión de “llegar hasta las últimas consecuencias” para que se condene explícitamente a Álvaro Uribe. La difusión de la información obtenida en el ordenador de Raúl Reyes (cuya autenticidad parece comprobarse por las fotos en que constan personas que visitaron el campamento en los días previos a su muerte) ha sido interpretada por los círculos gubernamentales ecuatorianos como la expresión de una confabulación en contra del país, lo que aleja las posibilidades de reconstruir la confianza necesaria para alcanzar algún acuerdo.
Finalmente, la propia evolución de los hechos y, sobre todo, su traslado al campo multilateral, estrechó el espacio en que se movían todos los actores. La incursión colombiana en territorio ecuatoriano puso al descubierto las deficiencias en el control de la frontera por parte de ambos países. Ya no será posible que ello ocurra en el futuro, mucho menos desde el momento en que se conforme la comisión de la OEA o cualquier cuerpo de intermediación multilateral. La nueva situación exige cambios de estrategia en ambos países. Por una parte, obliga al gobierno colombiano a desplazar fuerzas militares hacia la frontera, lo que llevará a cambiar la estrategia de “empujar” a las FARC hacia el sur. Por otra parte, obliga al gobierno de Ecuador a contar con controles más efectivos en esa zona, lo que de alguna manera significará introducir cambios en su política de neutralidad.
El gobierno venezolano también ha visto reducido su campo de maniobra, tanto en las acciones de mediación para la liberación de los rehenes como en el apoyo implícito que proporcionaba a las FARC. Tanto la iniciativa del presidente Chávez para normalizar las relaciones con Colombia, como la actitud que tuvo en la reunión de presidentes, cuando sorpresivamente cambió los insultos y las agresiones por un tono conciliador, pueden obedecer precisamente a la toma de conciencia de la reducción del espacio de acción. Esto querría decir que se trataría más de un cálculo realista sobre sus probabilidades que de un cambio de fondo en la posición que ha venido manteniendo, lo que dejaría muchas incógnitas hacia el futuro. Incluso esto sería así en el caso de que hubiera obedecido a presiones del ex mandatario cubano, Fidel Castro, que habría visto a un enfrentamiento regional como un riesgo para el proyecto ideológico que llevan adelante varios países latinoamericanos.
Así mismo, las FARC contarán con un contexto menos favorable que el que encontraron hasta ahora. Los cambios que deberán introducir los tres gobiernos serán un factor de importancia en ese sentido. De manera especial, la nueva orientación que deberá definir el gobierno ecuatoriano –aunque para ello seguramente pasará aún algún tiempo– significará por lo menos una reducción sustantiva de las facilidades que ha tenido para utilizar el territorio de ese país. Incluso las condiciones a las que estará sometidos el presidente Chávez en la nueva dimensión de las relaciones con Colombia será un factor adverso para este grupo.
Conclusiones
Los hechos recientes han desplazado el conflicto colombiano al ámbito internacional, y a esta nueva realidad deberán adecuarse las estrategias de todos los actores involucrados. Será muy poco probable que se puedan mantener las posiciones que venía sosteniendo cada uno de ellos y que desembocaron en la situación prebélica que se vivió durante la primera semana de marzo. Sin embargo, el proceso de adaptación y de construcción de la nueva institucionalidad y de los nuevos procedimientos que son necesarios no será algo que se pueda lograr en plazos relativamente cortos. Por el contrario, cabe esperar un proceso más bien largo y sujeto a avances y retrocesos. Las fricciones entre los tres gobiernos –y de manera especial entre los de Ecuador y Colombia– dejaron huellas profundas que tardarán mucho en cerrarse. Por ello, la única garantía de éxito se encuentra en la intervención de organismos multilaterales o en la conformación de instancias supranacionales que se encarguen del diseño de los mecanismos de solución y de la vigilancia de su cumplimiento. En la medida en que el conflicto ha saltado al campo internacional, la solución debe encontrarse en el mismo nivel.
Sin embargo, las reacciones generadas en Colombia y Ecuador serán un obstáculo para que esa mediación tenga un buen desenlace. En la opinión pública de ambos países prevaleció la posición de sus respectivos gobiernos, esto es, la de la seguridad como objetivo central en Colombia y la soberanía en Ecuador. Las opiniones discrepantes o críticas fueron minoritarias, lo que dejó apenas un estrecho margen para análisis que permitiera comprender adecuadamente este episodio que se inserta en una situación que es en sí misma compleja. De manera particular, el objetivo de defensa de la integridad territorial en el caso ecuatoriano relegó a segundo plano aspectos de similar importancia, como la presencia de las FARC y sus relaciones con personas y organizaciones del país o la incapacidad de las unidades militares y policiales correspondientes para detectar un campamento que, según todos los indicios, había sido instalado varios meses atrás.
Una perspectiva de esta naturaleza, que privilegia la soberanía territorial entendida únicamente como la protección frente a otro Estado, estableció un notorio desequilibrio con los otros aspectos mencionados. Al concentrarse la preocupación gubernamental en el ataque de las fuerzas regulares colombianas, perdió fuerza cualquier posición de rechazo y de condena que hubiera podido expresar el gobierno hacia las FARC. En realidad, fue mucho menos explícito en este aspecto y ha sido absolutamente renuente (de la misma manera que la Asamblea Constituyente que asumió las funciones del Congreso) a que se haga internamente una investigación sobre la información presuntamente contenida en el ordenador de Raúl Reyes. En consecuencia, han quedado muchos temas en la oscuridad y el gobierno no ha utilizado el momento para dejar sentada su posición frente al grupo terrorista.
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