Román D. Ortiz
A comienzos de 2007 parece difícil discutir que los colombianos tenían buenas razones para renovar su apoyo al presidente Uribe en las elecciones del pasado mayo, que garantizaron su permanencia en el poder hasta 2010 (con el 62,2% de los votos en la primera vuelta). Las estadísticas publicadas por el ministerio de Defensa situaba en 17.209 el número de homicidios en 2006, una reducción del 40,3% respecto a los 28.837 de 2002. Una tendencia semejante a la de los secuestros, que pasaron de 2.882 a 621, con una caída del 78,4%. En términos cualitativos, el balance está lleno de pasos trascendentales. 2006 terminó con los 57 líderes paramilitares que protagonizaron la desmovilización de las AUC en la prisión de alta seguridad de Itaguí (Antioquia). Al mismo tiempo, han dado comienzo los primeros procedimientos orales de la Ley de Justicia y Paz, donde los miembros de las autodefensas acusados de delitos atroces se verán obligados a contar la verdad y reparar a sus víctimas a cambio de una sentencia reducida. No hay muchos precedentes internacionales de un proceso de paz con un grupo armado que haya concluido con los cabecillas sediciosos en la cárcel esperando a ajustar cuestas con la justicia. Entretanto, las negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la segunda guerrilla más importante del país, parecen marchar por buen camino. Después de mantener conversaciones intermitentes durante más de nueve años, el pasado diciembre, los “elenos” ofrecieron un acuerdo de cese el fuego y liberaron a dos policías secuestrados semanas atrás en Barbacoas (Nariño) como gesto de buena voluntad. Y por si fuera poco, en medio del nuevo clima de seguridad, los negocios florecen y la economía se expande de forma espectacular. Entre enero y septiembre de 2006, el PIB creció un 6,4% y, si se confirman las previsiones para el cuatro trimestre, el pasado año podría ser el más productivo para el país desde 1973.
Entonces, ¿un futuro sin inseguridad e incertidumbre para Colombia? Todavía no. Sin duda, los niveles de violencia se han reducido radicalmente. Pero a medida que la Política de Defensa y Seguridad Democrática del gobierno avanza, algunas viejas amenazas buscan perpetuarse y otras nuevas surgen como fuentes de inestabilidad en medio de un escenario estratégico en plena transformación. La pacificación del país parece más cerca; pero todavía más allá del alcance de la mano. El mejor ejemplo de cómo nuevos y viejos factores de inseguridad se están combinando para desafiar la estrategia de seguridad del Estado se ve en el acuerdo de desmovilización de los paramilitares. Cuando a mediados del pasado agosto se completó el desarme del Bloque paramilitar Elmer Cárdenas en el Chocó, la Oficina del Alto Comisionado de Paz pudo afirmar que se había completado la desmovilización de las AUC con una cifra de 31.671 desmovilizados como fruto de los acuerdos con las AUC. Esto convirtió el proceso de paz con las autodefensas en la desmovilización más importante de la historia reciente de Colombia, muy por encima de los 900 combatientes del Movimiento 19 de Abril (M-19A) en 1990 y los 2.000 guerrilleros del Ejército Popular de Liberación (EPL) en 1991. Pero además, desencadenó una conmoción a lo largo del escenario estratégico colombiano en la medida que disolvió las estructuras armadas que habían respaldado poderes regionales basados en la corrupción política y económica, al mismo tiempo que generaba la urgente necesidad de poner en marcha un masivo proceso de reinserción a la vida civil para los ex–combatientes paramilitares. Como consecuencia, se ha abierto una oportunidad para avanzar en la consolidación de las instituciones en amplias zonas del país; pero también se creó una ocasión para que otros grupos armados ilegales traten de ocupar el espacio dejado por las disueltas autodefensas.
Los grupos paramilitares
Las regiones abandonadas por las AUC se han convertido en escenarios de una competición estratégica entre el Estado y nuevos actores ilegales dispuestos a sacar partido del desarme paramilitar. Bajo la denominación de Bandas Criminales Emergentes, una serie de grupos buscan consolidarse. Ahí están, por ejemplo, “Los Traquetos” en Córdoba y Urabá, las “Águilas Negras” en Santander y Magdalena o la “Organización Nueva Generación” (ONG) en Nariño. Estos y otros grupos parecen estar creciendo a un ritmo acelerado, como consecuencia de una confluencia de factores. Para empezar, muchos de ellos han reunido a antiguos militantes de las AUC que han permanecido involucrados en actividades delictivas, lo que permite rentabilizar en beneficio propio la experiencia armada paramilitar. Según la Policía Nacional, entre los 797 integrantes de estos nuevos grupos arrestados en 2006, al menos 153 eran antiguos desmovilizados. Por otra parte, las nuevas organizaciones han aprovechado los vacíos dejados por la disolución de las antiguas estructuras de las autodefensas para capturar parte de las economías ilícitas que las sostenían. Esta tendencia ha sido particularmente visible en el narcotráfico. “Los Traquetos” han controlado parte de las rutas que facilitan el transporte de cocaína hacia el occidente de la costa Caribe. La ONG ha combatido frontalmente a las FARC por el control de los narcocultivos en la costa meridional del Pacífico colombiano. Pero además, las bandas emergentes han tratado de apropiarse de otros negocios en su momento usufructuados por las AUC. Las Águilas Negras en sus zonas de influencia y grupos semejantes en Antioquia, Córdoba o Sucre han reeditado las prácticas extorsivas de los antiguos paramilitares contra propietarios rurales y comerciantes. En otros casos, han apostado por convertirse en “patrones” del pequeño crimen urbano. La banda “La Cordillera” ha conquistado el control de la venta de droga al por menor en Pereira (Risaralda).
Hay indicios de que las cosas se pueden poner todavía más difíciles. En principio, todos los desmovilizados de las AUC reciben un programa de asistencia estatal que incluye una ayuda económica mensual durante un cierto tiempo. A fines de 2006, según un informe de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, un 89,7% de los desmovilizados recibían alguna clase de asistencia humanitaria del Estado. Esta cifra debería declinar rápidamente a medida que los desmovilizados de los distintos grupos paramilitares finalicen su paso por el programa de apoyo para la reinserción diseñado por el gobierno. Un proceso que teóricamente se prolonga entre 18 y 24 meses. De este modo, un número creciente de desmovilizados estaría condenado a perder el apoyo público y, en la mayoría de los casos, terminar en el desempleo. Un escenario que podría empujar a un buen número de ex-combatientes de las autodefensas hacia las nuevas bandas emergentes u otras formas de delincuencia. De hecho, algunos indicios ya resultan preocupantes. Durante los pasados cuatro años, la Policía Nacional reportó la captura de 968 antiguos paramilitares por distintos delitos. Con estos antecedentes, la perspectiva de miles de desmovilizados sin trabajo dispuestos a recurrir a la violencia resulta un riesgo cierto. Desde luego, hay planes para tratar de prevenir esta crisis. Ya se discute la posibilidad de extender la duración del plan de asistencia humanitaria para los desmovilizados para evitar que queden inasistidos en el corto plazo. Además, la recientemente creada Consejería para la Reintegración Social y Económica de Personas y Grupos Alzados en Armas bajo la dirección de Frank Pearl tiene como objetivo fundamental desarrollar estrategias que permitan una definitiva reinserción de los ex- guerrilleros y ex-paramilitares a la vida civil. El problema está en saber si el impulso político y presupuestal que hay detrás de estas iniciativas será suficiente para dar solución a una de las cuestiones críticas que determinará si los avances en seguridad en Colombia se consolidan definitivamente.
Entretanto, otros factores asociados al desmontaje de las estructuras paramilitares están generando rebrotes de violencia. En los últimos tiempos se han sucedido una serie de homicidios de antiguos cabecillas “paras”. A fines de diciembre de 2006, Jairo Andrés Angarita, ex-comandante paramilitar de los Bloques “Sinú” y “San Jorge” sufrió un atentado mortal en Medellín. Antes que él, una lista de mandos de las autodefensas que incluyen a Rodrigo Mercado “Cadena”, Jefferson Martínez “Omega” y Daniel Mejía “Danielito” han sido asesinados. Esta oleada de crímenes es fruto de dos tendencias que prometen salpicar de violencia el proceso de desmovilización. Por un lado, hay indicios de que se está desarrollando una guerra interna entre algunos cabecillas paramilitares desmovilizados, por el control de sus antiguas zonas de influencia. Así parece que grupos rivales estarían compitiendo por ganar influencia en la capital antioqueña. Pero además, la disolución de las AUC ha facilitado la emergencia de información sobre las complicidades políticas y económicas que acompañaron a la expansión paramilitar de finales de los años 90 y principios de la década de 2000, así como sobre la magnitud de los crímenes cometidos en este periodo. Entre los líderes de las autodefensas y sus asociados, se ha generado la necesidad de tender un manto de silencio que oculte a los responsables de los delitos más atroces y evite el descubrimiento de las redes de corrupción política y económica que respaldaron al paramilitarismo. Evidentemente, el precio es una purga interna entre aquellos que más saben y más están dispuestos a contar. Algo que explicaría una parte de los asesinatos mencionados.
En cualquier caso, los intentos de mantener ocultos los secretos paramilitares parecen condenados al fracaso. En los últimos meses de 2006, algunos testigos más la documentación incautada al Bloque Norte de las AUC permitieron el procesamiento de tres congresistas del departamento de Sucre –Alvaro García, Jairo Merlano y Eric Julio Morris– como responsables de haber participado directamente en la conformación y dirección de grupos paramilitares de la región, en conexión con el mencionado Rodrigo Mercado “Cadena”. Desde entonces, el número de congresistas investigados de una u otra forma ha aumentado hasta nueve. Y la bola de nieve promete seguir creciendo. Como requisito para conseguir una reducción sustancial de penas por la comisión de delitos atroces, los ex-combatientes paramilitares son obligados por la Ley de Justicia y Paz a realizar una confesión completa de los delitos cometidos. A medida que los líderes de las autodefensas vayan pasando ante los jueces es probable que las denuncias contra líderes políticos y antiguos mandos de las fuerzas de seguridad se multipliquen. De este modo, se podría poner en marcha un proceso que amenaza con conmover los cimientos de la clase política colombiana. Ante semejante perspectiva, el gobierno se ha encontrado en una situación paradójica. Claramente, el proceso de desmantelamiento de las conexiones políticas y sociales del paramilitarismo es fruto directo de la desmovilización impulsada por la administración Uribe. Pero al mismo tiempo, el actual escándalo ha sido utilizado en su contra por la oposición, ya que los congresistas investigados han formado parte de partidos que rutinariamente han apoyado al ejecutivo. En alguna medida, el gobierno parece haberse convertido en víctima de su propio éxito. Ha desmovilizado a los grupos paramilitares; pero ahora debe enfrentarse a la conmoción política desatada por la revelación de las extensas complicidades que hicieron posible la expansión de estos grupos.
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)
¿Y la guerrilla? Sin duda, se acumulan señales del creciente agotamiento de los insurgentes. El pasado 24 de diciembre, una columna de las FARC trató de tomar el caserío de La Julia (Meta), en una de las zonas de mayor presencia histórica de la organización. El asalto resultó un fiasco, con un elevado coste en bajas para la guerrilla, aunque el Ejército también registró la muerte de 14 integrantes de la Brigada Móvil Nº2. La fallida operación puso de relieve la incapacidad de las FARC para ejecutar operaciones ofensivas de cierta envergadura, incluso en zonas que supuestamente les son favorables. Pocos días antes, la presión de la fuerza pública condujo a la entrega de dos docenas de integrantes de la columna Manuel Cepeda Vargas, responsable de una serie de atentados en Cali (Valle). La desmovilización puso al descubierto que la organización había recurrido a la contratación de pandilleros de la periferia de la ciudad, que cobraban una cierta cantidad por cada ataque realizado. Incluso en una de las pocas ciudades donde teóricamente los insurgentes conservaban una presencia significativa, las FARC se veían obligadas recurrir al empleo de “trabajo mercenario”. A finales de 2006, la capacidad operativa de la guerrilla tanto en las áreas urbanas como en las zonas rurales parecía estar en un franco declive.
Sin embargo, hay razones para pensar que empujar a la guerrilla de su actual arrinconamiento a una completa derrota puede ser un proceso largo y sangriento. El que las FARC hayan visto menguada su capacidad ofensiva no quiere decir que no pueda someter a un duro desgaste la política de seguridad del gobierno. Basta con mirar los incidentes de las primeras semanas de 2007, saldados con 11 muertos entre militares y policías en dos emboscadas en Tame (Arauca) y Puerto Asís (Putumayo). Los insurgentes parecen en condiciones de realizar este tipo de acciones de forma sistemática, amenazando con llevar al ejército y la policía al borde de la extenuación y dañar la credibilidad política del gobierno. Al mismo tiempo, la retaguardia de la guerrilla resulta ahora menos vulnerable a las operaciones de las fuerzas armadas. En primer lugar, han podido hacer más liviana y reducida su infraestructura de apoyo, tras renunciar a operaciones de gran tamaño y apostar por la guerra de guerrillas. Pero además, han replegado sus bases a zonas de difícil acceso –áreas por encima de los 3.000 metros de altura, selvas, etc.– o franjas fronterizas de los países vecinos, donde la presión militar de Bogotá no puede llegar tan fácilmente. Si bien las FARC están lejos de alterar un balance estratégico abrumadoramente favorable a la Fuerza Pública, conservan fuerzas para prolongar el desafío militar al Estado de forma prolongada.
El diálogo político parece una opción cerrada, al menos a corto plazo. A principios del pasado octubre, las FARC manifestaron su voluntad de negociar la liberación de un grupo de políticos y militares secuestrados a cambio de la excarcelación de varios centenares de guerrilleros como paso previo a la apertura de negociaciones de paz. Esta oferta fue seguida de una cadena de acciones armadas –incluido un ataque contra la Escuela Superior de Guerra en Bogotá– que forzó al presidente Uribe a declarar roto cualquier contacto con los insurgentes. Este episodio puso de relieve la visión de la guerrilla sobre una eventual negociación con el gobierno. En realidad, en sus cuatro décadas de historia, la organización ha mantenido dilatadas conversaciones con administraciones como la de Belisario Betancur (19982-86) o Andrés Pastrana (1998-2002); pero sin comprometerse a dejar las armas tras un eventual acuerdo. La guerrilla no parece haber utilizado estos periodos de diálogo para buscar una salida de la violencia sino más bien como una oportunidad para fortalecerse militarmente y ganar visibilidad política. Tal fue el caso en los 80 cuando se escudaron en un cese el fuego acordado con el gobierno para multiplicar el número de Frentes de la organización o a finales de los 90 cuando utilizaron la zona desmilitarizada para albergar los diálogos de paz como una plataforma desde la que lanzar operaciones de gran envergadura.
Con estos antecedentes, las perspectivas de abrir una negociación con la administración Uribe parecen particularmente oscuras. Las FARC no parecen sentirse derrotadas, sino que miran sus reveses de los últimos años como un periodo crítico en su lucha por el poder. Además, hablar de paz con la actual administración equivaldría a dar la razón a quienes han defendido la necesidad de presionar militarmente a la guerrilla para obligarla a negociar y legitimaría la estrategia de seguridad que ha hecho retroceder a los insurgentes 20 años en su proyecto armado. Son dos concesiones que las FARC no están dispuestas a hacer. Al contrario, parecería que la guerrilla trata de manejar la expectativa de una negociación como oportunidad para conseguir réditos estratégicos claves, sin necesidad de comprometerse en un diálogo efectivo. Por un lado, ganar credibilidad política, tratando de arrancarse las etiquetas de “terroristas” y “narcotraficantes” que les ha endilgado la opinión pública dentro y fuera de Colombia. Por otra parte, desgastar al gobierno, haciéndole parecer culpable de la falta de progresos en la búsqueda de una solución negociada. Es probable que los intentos de acercamiento y mediación continúen, pero es improbable que se materialicen en conversaciones formales.
Bajo estas circunstancias, aparentemente, la única opción es proseguir la campaña militar hasta forzar a los insurgentes a aceptar una desmovilización negociada o empujarles a un colapso militar. ¿Es esto posible? Se ha aprobado un impuesto especial sobre el patrimonio, que proporcionará al ministerio de Defensa recursos adicionales por 8,6 billones de pesos (casi €3.000 millones) para sostener el esfuerzo bélico. Estos recursos quieren ampliar el pie de fuerza del Ejército, extender la presencia de la Policía a 400 nuevas localidades en las zonas más remotas del país e incrementar los recursos de movilidad e inteligencia de la Fuerza Pública. El problema es que esta nueva vuelta de tuerca militar se aplicará sobre un enemigo que ha optado por evitar toda confrontación frontal con la Fuerza Pública, intentando preservar sus fuerzas y prolongar el conflicto para provocar el agotamiento político y financiero del Estado. En consecuencia, el impacto de la nueva inversión en seguridad dependerá de cómo se traduzca en las operaciones. Más equipos y más hombres sólo tendrán un impacto definitivo en el escenario estratégico si se utilizan de forma adecuada para confrontar a un enemigo que acumula una enorme experiencia en la práctica de la guerra de guerrilla, dispone de recursos ilimitados para sostener su esfuerzo bélico y se mueve en una geografía que le favorece. Resulta fundamental un mejor reparto de tareas entre Policía Nacional y Ejército, que delegue en la primera las tareas de protección de la población y permita al segundo concentrarse en la ejecución de misiones de combate. Igualmente, es necesario rediseñar las operaciones ofensivas reduciendo el uso de masa humana y potencia de fuego mientras se confía más en tácticas de operaciones especiales, soportadas por una inteligencia más precisa. También resulta crítico redesplegar los recursos de seguridad sobre el territorio, según el nivel de amenaza confrontado en las distintas regiones del país y la importancia estratégica de cada una de ellas para la estabilidad y el desarrollo de la república. Son estos y otros cambios los que definirán el desenlace de la campaña contra las FARC.
Conclusión
Resulta innegable que cuatro años de Política de Defensa y Seguridad Democrática han cambiado el escenario estratégico colombiano, debilitando sustancialmente a los grupos armados ilegales y creando una oportunidad histórica para la definitiva pacificación del país. Sin embargo, también es cierto que este proceso no está concluido. En el lado de las autodefensas, el proceso de negociación con las AUC ha desembocado en el desmantelamiento de un extenso aparato armado y ha puesto en marcha un proceso de depuración de la vida política nacional. Pero al mismo tiempo, la emergencia de nuevas bandas de entre los escombros del viejo orden paramilitar ha creado el riesgo de una reproducción de conglomerados mafiosos asociados al narcotráfico capaces de reabrir otro ciclo de violencia y corrupción en muchas regiones del país. Por su parte, las FARC han perdido su capacidad para realizar operaciones ofensivas de envergadura, y han sido expulsadas de amplias zonas del territorio nacional. Pero pese a este agudo debilitamiento, todavía están en condiciones de utilizar los restos de su poder militar para desafiar al Estado, erosionando su control sobre ciertas zonas del país y sometiéndolo a una campaña de desgaste destinada a agotarlo. Confrontar estos riesgos es el reto al que se enfrenta la nueva etapa que la Política de Defensa y Seguridad Democrática que se quiere inaugurar dentro del segundo mandato del presidente Uribe.
A comienzos de 2007 parece difícil discutir que los colombianos tenían buenas razones para renovar su apoyo al presidente Uribe en las elecciones del pasado mayo, que garantizaron su permanencia en el poder hasta 2010 (con el 62,2% de los votos en la primera vuelta). Las estadísticas publicadas por el ministerio de Defensa situaba en 17.209 el número de homicidios en 2006, una reducción del 40,3% respecto a los 28.837 de 2002. Una tendencia semejante a la de los secuestros, que pasaron de 2.882 a 621, con una caída del 78,4%. En términos cualitativos, el balance está lleno de pasos trascendentales. 2006 terminó con los 57 líderes paramilitares que protagonizaron la desmovilización de las AUC en la prisión de alta seguridad de Itaguí (Antioquia). Al mismo tiempo, han dado comienzo los primeros procedimientos orales de la Ley de Justicia y Paz, donde los miembros de las autodefensas acusados de delitos atroces se verán obligados a contar la verdad y reparar a sus víctimas a cambio de una sentencia reducida. No hay muchos precedentes internacionales de un proceso de paz con un grupo armado que haya concluido con los cabecillas sediciosos en la cárcel esperando a ajustar cuestas con la justicia. Entretanto, las negociaciones con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la segunda guerrilla más importante del país, parecen marchar por buen camino. Después de mantener conversaciones intermitentes durante más de nueve años, el pasado diciembre, los “elenos” ofrecieron un acuerdo de cese el fuego y liberaron a dos policías secuestrados semanas atrás en Barbacoas (Nariño) como gesto de buena voluntad. Y por si fuera poco, en medio del nuevo clima de seguridad, los negocios florecen y la economía se expande de forma espectacular. Entre enero y septiembre de 2006, el PIB creció un 6,4% y, si se confirman las previsiones para el cuatro trimestre, el pasado año podría ser el más productivo para el país desde 1973.
Entonces, ¿un futuro sin inseguridad e incertidumbre para Colombia? Todavía no. Sin duda, los niveles de violencia se han reducido radicalmente. Pero a medida que la Política de Defensa y Seguridad Democrática del gobierno avanza, algunas viejas amenazas buscan perpetuarse y otras nuevas surgen como fuentes de inestabilidad en medio de un escenario estratégico en plena transformación. La pacificación del país parece más cerca; pero todavía más allá del alcance de la mano. El mejor ejemplo de cómo nuevos y viejos factores de inseguridad se están combinando para desafiar la estrategia de seguridad del Estado se ve en el acuerdo de desmovilización de los paramilitares. Cuando a mediados del pasado agosto se completó el desarme del Bloque paramilitar Elmer Cárdenas en el Chocó, la Oficina del Alto Comisionado de Paz pudo afirmar que se había completado la desmovilización de las AUC con una cifra de 31.671 desmovilizados como fruto de los acuerdos con las AUC. Esto convirtió el proceso de paz con las autodefensas en la desmovilización más importante de la historia reciente de Colombia, muy por encima de los 900 combatientes del Movimiento 19 de Abril (M-19A) en 1990 y los 2.000 guerrilleros del Ejército Popular de Liberación (EPL) en 1991. Pero además, desencadenó una conmoción a lo largo del escenario estratégico colombiano en la medida que disolvió las estructuras armadas que habían respaldado poderes regionales basados en la corrupción política y económica, al mismo tiempo que generaba la urgente necesidad de poner en marcha un masivo proceso de reinserción a la vida civil para los ex–combatientes paramilitares. Como consecuencia, se ha abierto una oportunidad para avanzar en la consolidación de las instituciones en amplias zonas del país; pero también se creó una ocasión para que otros grupos armados ilegales traten de ocupar el espacio dejado por las disueltas autodefensas.
Los grupos paramilitares
Las regiones abandonadas por las AUC se han convertido en escenarios de una competición estratégica entre el Estado y nuevos actores ilegales dispuestos a sacar partido del desarme paramilitar. Bajo la denominación de Bandas Criminales Emergentes, una serie de grupos buscan consolidarse. Ahí están, por ejemplo, “Los Traquetos” en Córdoba y Urabá, las “Águilas Negras” en Santander y Magdalena o la “Organización Nueva Generación” (ONG) en Nariño. Estos y otros grupos parecen estar creciendo a un ritmo acelerado, como consecuencia de una confluencia de factores. Para empezar, muchos de ellos han reunido a antiguos militantes de las AUC que han permanecido involucrados en actividades delictivas, lo que permite rentabilizar en beneficio propio la experiencia armada paramilitar. Según la Policía Nacional, entre los 797 integrantes de estos nuevos grupos arrestados en 2006, al menos 153 eran antiguos desmovilizados. Por otra parte, las nuevas organizaciones han aprovechado los vacíos dejados por la disolución de las antiguas estructuras de las autodefensas para capturar parte de las economías ilícitas que las sostenían. Esta tendencia ha sido particularmente visible en el narcotráfico. “Los Traquetos” han controlado parte de las rutas que facilitan el transporte de cocaína hacia el occidente de la costa Caribe. La ONG ha combatido frontalmente a las FARC por el control de los narcocultivos en la costa meridional del Pacífico colombiano. Pero además, las bandas emergentes han tratado de apropiarse de otros negocios en su momento usufructuados por las AUC. Las Águilas Negras en sus zonas de influencia y grupos semejantes en Antioquia, Córdoba o Sucre han reeditado las prácticas extorsivas de los antiguos paramilitares contra propietarios rurales y comerciantes. En otros casos, han apostado por convertirse en “patrones” del pequeño crimen urbano. La banda “La Cordillera” ha conquistado el control de la venta de droga al por menor en Pereira (Risaralda).
Hay indicios de que las cosas se pueden poner todavía más difíciles. En principio, todos los desmovilizados de las AUC reciben un programa de asistencia estatal que incluye una ayuda económica mensual durante un cierto tiempo. A fines de 2006, según un informe de la Oficina del Alto Comisionado para la Paz, un 89,7% de los desmovilizados recibían alguna clase de asistencia humanitaria del Estado. Esta cifra debería declinar rápidamente a medida que los desmovilizados de los distintos grupos paramilitares finalicen su paso por el programa de apoyo para la reinserción diseñado por el gobierno. Un proceso que teóricamente se prolonga entre 18 y 24 meses. De este modo, un número creciente de desmovilizados estaría condenado a perder el apoyo público y, en la mayoría de los casos, terminar en el desempleo. Un escenario que podría empujar a un buen número de ex-combatientes de las autodefensas hacia las nuevas bandas emergentes u otras formas de delincuencia. De hecho, algunos indicios ya resultan preocupantes. Durante los pasados cuatro años, la Policía Nacional reportó la captura de 968 antiguos paramilitares por distintos delitos. Con estos antecedentes, la perspectiva de miles de desmovilizados sin trabajo dispuestos a recurrir a la violencia resulta un riesgo cierto. Desde luego, hay planes para tratar de prevenir esta crisis. Ya se discute la posibilidad de extender la duración del plan de asistencia humanitaria para los desmovilizados para evitar que queden inasistidos en el corto plazo. Además, la recientemente creada Consejería para la Reintegración Social y Económica de Personas y Grupos Alzados en Armas bajo la dirección de Frank Pearl tiene como objetivo fundamental desarrollar estrategias que permitan una definitiva reinserción de los ex- guerrilleros y ex-paramilitares a la vida civil. El problema está en saber si el impulso político y presupuestal que hay detrás de estas iniciativas será suficiente para dar solución a una de las cuestiones críticas que determinará si los avances en seguridad en Colombia se consolidan definitivamente.
Entretanto, otros factores asociados al desmontaje de las estructuras paramilitares están generando rebrotes de violencia. En los últimos tiempos se han sucedido una serie de homicidios de antiguos cabecillas “paras”. A fines de diciembre de 2006, Jairo Andrés Angarita, ex-comandante paramilitar de los Bloques “Sinú” y “San Jorge” sufrió un atentado mortal en Medellín. Antes que él, una lista de mandos de las autodefensas que incluyen a Rodrigo Mercado “Cadena”, Jefferson Martínez “Omega” y Daniel Mejía “Danielito” han sido asesinados. Esta oleada de crímenes es fruto de dos tendencias que prometen salpicar de violencia el proceso de desmovilización. Por un lado, hay indicios de que se está desarrollando una guerra interna entre algunos cabecillas paramilitares desmovilizados, por el control de sus antiguas zonas de influencia. Así parece que grupos rivales estarían compitiendo por ganar influencia en la capital antioqueña. Pero además, la disolución de las AUC ha facilitado la emergencia de información sobre las complicidades políticas y económicas que acompañaron a la expansión paramilitar de finales de los años 90 y principios de la década de 2000, así como sobre la magnitud de los crímenes cometidos en este periodo. Entre los líderes de las autodefensas y sus asociados, se ha generado la necesidad de tender un manto de silencio que oculte a los responsables de los delitos más atroces y evite el descubrimiento de las redes de corrupción política y económica que respaldaron al paramilitarismo. Evidentemente, el precio es una purga interna entre aquellos que más saben y más están dispuestos a contar. Algo que explicaría una parte de los asesinatos mencionados.
En cualquier caso, los intentos de mantener ocultos los secretos paramilitares parecen condenados al fracaso. En los últimos meses de 2006, algunos testigos más la documentación incautada al Bloque Norte de las AUC permitieron el procesamiento de tres congresistas del departamento de Sucre –Alvaro García, Jairo Merlano y Eric Julio Morris– como responsables de haber participado directamente en la conformación y dirección de grupos paramilitares de la región, en conexión con el mencionado Rodrigo Mercado “Cadena”. Desde entonces, el número de congresistas investigados de una u otra forma ha aumentado hasta nueve. Y la bola de nieve promete seguir creciendo. Como requisito para conseguir una reducción sustancial de penas por la comisión de delitos atroces, los ex-combatientes paramilitares son obligados por la Ley de Justicia y Paz a realizar una confesión completa de los delitos cometidos. A medida que los líderes de las autodefensas vayan pasando ante los jueces es probable que las denuncias contra líderes políticos y antiguos mandos de las fuerzas de seguridad se multipliquen. De este modo, se podría poner en marcha un proceso que amenaza con conmover los cimientos de la clase política colombiana. Ante semejante perspectiva, el gobierno se ha encontrado en una situación paradójica. Claramente, el proceso de desmantelamiento de las conexiones políticas y sociales del paramilitarismo es fruto directo de la desmovilización impulsada por la administración Uribe. Pero al mismo tiempo, el actual escándalo ha sido utilizado en su contra por la oposición, ya que los congresistas investigados han formado parte de partidos que rutinariamente han apoyado al ejecutivo. En alguna medida, el gobierno parece haberse convertido en víctima de su propio éxito. Ha desmovilizado a los grupos paramilitares; pero ahora debe enfrentarse a la conmoción política desatada por la revelación de las extensas complicidades que hicieron posible la expansión de estos grupos.
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)
¿Y la guerrilla? Sin duda, se acumulan señales del creciente agotamiento de los insurgentes. El pasado 24 de diciembre, una columna de las FARC trató de tomar el caserío de La Julia (Meta), en una de las zonas de mayor presencia histórica de la organización. El asalto resultó un fiasco, con un elevado coste en bajas para la guerrilla, aunque el Ejército también registró la muerte de 14 integrantes de la Brigada Móvil Nº2. La fallida operación puso de relieve la incapacidad de las FARC para ejecutar operaciones ofensivas de cierta envergadura, incluso en zonas que supuestamente les son favorables. Pocos días antes, la presión de la fuerza pública condujo a la entrega de dos docenas de integrantes de la columna Manuel Cepeda Vargas, responsable de una serie de atentados en Cali (Valle). La desmovilización puso al descubierto que la organización había recurrido a la contratación de pandilleros de la periferia de la ciudad, que cobraban una cierta cantidad por cada ataque realizado. Incluso en una de las pocas ciudades donde teóricamente los insurgentes conservaban una presencia significativa, las FARC se veían obligadas recurrir al empleo de “trabajo mercenario”. A finales de 2006, la capacidad operativa de la guerrilla tanto en las áreas urbanas como en las zonas rurales parecía estar en un franco declive.
Sin embargo, hay razones para pensar que empujar a la guerrilla de su actual arrinconamiento a una completa derrota puede ser un proceso largo y sangriento. El que las FARC hayan visto menguada su capacidad ofensiva no quiere decir que no pueda someter a un duro desgaste la política de seguridad del gobierno. Basta con mirar los incidentes de las primeras semanas de 2007, saldados con 11 muertos entre militares y policías en dos emboscadas en Tame (Arauca) y Puerto Asís (Putumayo). Los insurgentes parecen en condiciones de realizar este tipo de acciones de forma sistemática, amenazando con llevar al ejército y la policía al borde de la extenuación y dañar la credibilidad política del gobierno. Al mismo tiempo, la retaguardia de la guerrilla resulta ahora menos vulnerable a las operaciones de las fuerzas armadas. En primer lugar, han podido hacer más liviana y reducida su infraestructura de apoyo, tras renunciar a operaciones de gran tamaño y apostar por la guerra de guerrillas. Pero además, han replegado sus bases a zonas de difícil acceso –áreas por encima de los 3.000 metros de altura, selvas, etc.– o franjas fronterizas de los países vecinos, donde la presión militar de Bogotá no puede llegar tan fácilmente. Si bien las FARC están lejos de alterar un balance estratégico abrumadoramente favorable a la Fuerza Pública, conservan fuerzas para prolongar el desafío militar al Estado de forma prolongada.
El diálogo político parece una opción cerrada, al menos a corto plazo. A principios del pasado octubre, las FARC manifestaron su voluntad de negociar la liberación de un grupo de políticos y militares secuestrados a cambio de la excarcelación de varios centenares de guerrilleros como paso previo a la apertura de negociaciones de paz. Esta oferta fue seguida de una cadena de acciones armadas –incluido un ataque contra la Escuela Superior de Guerra en Bogotá– que forzó al presidente Uribe a declarar roto cualquier contacto con los insurgentes. Este episodio puso de relieve la visión de la guerrilla sobre una eventual negociación con el gobierno. En realidad, en sus cuatro décadas de historia, la organización ha mantenido dilatadas conversaciones con administraciones como la de Belisario Betancur (19982-86) o Andrés Pastrana (1998-2002); pero sin comprometerse a dejar las armas tras un eventual acuerdo. La guerrilla no parece haber utilizado estos periodos de diálogo para buscar una salida de la violencia sino más bien como una oportunidad para fortalecerse militarmente y ganar visibilidad política. Tal fue el caso en los 80 cuando se escudaron en un cese el fuego acordado con el gobierno para multiplicar el número de Frentes de la organización o a finales de los 90 cuando utilizaron la zona desmilitarizada para albergar los diálogos de paz como una plataforma desde la que lanzar operaciones de gran envergadura.
Con estos antecedentes, las perspectivas de abrir una negociación con la administración Uribe parecen particularmente oscuras. Las FARC no parecen sentirse derrotadas, sino que miran sus reveses de los últimos años como un periodo crítico en su lucha por el poder. Además, hablar de paz con la actual administración equivaldría a dar la razón a quienes han defendido la necesidad de presionar militarmente a la guerrilla para obligarla a negociar y legitimaría la estrategia de seguridad que ha hecho retroceder a los insurgentes 20 años en su proyecto armado. Son dos concesiones que las FARC no están dispuestas a hacer. Al contrario, parecería que la guerrilla trata de manejar la expectativa de una negociación como oportunidad para conseguir réditos estratégicos claves, sin necesidad de comprometerse en un diálogo efectivo. Por un lado, ganar credibilidad política, tratando de arrancarse las etiquetas de “terroristas” y “narcotraficantes” que les ha endilgado la opinión pública dentro y fuera de Colombia. Por otra parte, desgastar al gobierno, haciéndole parecer culpable de la falta de progresos en la búsqueda de una solución negociada. Es probable que los intentos de acercamiento y mediación continúen, pero es improbable que se materialicen en conversaciones formales.
Bajo estas circunstancias, aparentemente, la única opción es proseguir la campaña militar hasta forzar a los insurgentes a aceptar una desmovilización negociada o empujarles a un colapso militar. ¿Es esto posible? Se ha aprobado un impuesto especial sobre el patrimonio, que proporcionará al ministerio de Defensa recursos adicionales por 8,6 billones de pesos (casi €3.000 millones) para sostener el esfuerzo bélico. Estos recursos quieren ampliar el pie de fuerza del Ejército, extender la presencia de la Policía a 400 nuevas localidades en las zonas más remotas del país e incrementar los recursos de movilidad e inteligencia de la Fuerza Pública. El problema es que esta nueva vuelta de tuerca militar se aplicará sobre un enemigo que ha optado por evitar toda confrontación frontal con la Fuerza Pública, intentando preservar sus fuerzas y prolongar el conflicto para provocar el agotamiento político y financiero del Estado. En consecuencia, el impacto de la nueva inversión en seguridad dependerá de cómo se traduzca en las operaciones. Más equipos y más hombres sólo tendrán un impacto definitivo en el escenario estratégico si se utilizan de forma adecuada para confrontar a un enemigo que acumula una enorme experiencia en la práctica de la guerra de guerrilla, dispone de recursos ilimitados para sostener su esfuerzo bélico y se mueve en una geografía que le favorece. Resulta fundamental un mejor reparto de tareas entre Policía Nacional y Ejército, que delegue en la primera las tareas de protección de la población y permita al segundo concentrarse en la ejecución de misiones de combate. Igualmente, es necesario rediseñar las operaciones ofensivas reduciendo el uso de masa humana y potencia de fuego mientras se confía más en tácticas de operaciones especiales, soportadas por una inteligencia más precisa. También resulta crítico redesplegar los recursos de seguridad sobre el territorio, según el nivel de amenaza confrontado en las distintas regiones del país y la importancia estratégica de cada una de ellas para la estabilidad y el desarrollo de la república. Son estos y otros cambios los que definirán el desenlace de la campaña contra las FARC.
Conclusión
Resulta innegable que cuatro años de Política de Defensa y Seguridad Democrática han cambiado el escenario estratégico colombiano, debilitando sustancialmente a los grupos armados ilegales y creando una oportunidad histórica para la definitiva pacificación del país. Sin embargo, también es cierto que este proceso no está concluido. En el lado de las autodefensas, el proceso de negociación con las AUC ha desembocado en el desmantelamiento de un extenso aparato armado y ha puesto en marcha un proceso de depuración de la vida política nacional. Pero al mismo tiempo, la emergencia de nuevas bandas de entre los escombros del viejo orden paramilitar ha creado el riesgo de una reproducción de conglomerados mafiosos asociados al narcotráfico capaces de reabrir otro ciclo de violencia y corrupción en muchas regiones del país. Por su parte, las FARC han perdido su capacidad para realizar operaciones ofensivas de envergadura, y han sido expulsadas de amplias zonas del territorio nacional. Pero pese a este agudo debilitamiento, todavía están en condiciones de utilizar los restos de su poder militar para desafiar al Estado, erosionando su control sobre ciertas zonas del país y sometiéndolo a una campaña de desgaste destinada a agotarlo. Confrontar estos riesgos es el reto al que se enfrenta la nueva etapa que la Política de Defensa y Seguridad Democrática que se quiere inaugurar dentro del segundo mandato del presidente Uribe.
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