lunes, 23 de junio de 2008

LA AGONÍA DE ÁLVARO URIBE


Cynthia Arnson

La política de Estados Unidos hacia Colombia ha llegado a un punto de inflexión. Desde el inicio del Plan Colombia en 2000, un programa multifacético para fortalecer la seguridad y la gobernabilidad en el tercer país más poblado de América Latina, nunca había habido tanta incertidumbre sobre la naturaleza y el futuro del compromiso de Estados Unidos con este país. El presidente Álvaro Uribe, reelegido el año pasado por una mayoría aplastante, mantiene un índice de 66% de aprobación general, lo que lo convierte en uno de los presidentes más populares de la región. Ha reaccionado con alarma e indignación ante el cuestionamiento de Washington sobre la conducta de su gobierno y la naturaleza de las políticas colombianas. Los más altos funcionarios del país -- el ministro de Defensa, el fiscal general, el vicepresidente y el propio Uribe -- han desfilado sucesivamente y a toda velocidad por la capital estadounidense en los últimos meses, defendiendo la causa de Colombia y buscando extender el Plan Colombia hasta 2012 y, lo más importante, la aprobación por parte del Congreso estadounidense de un tratado de libre comercio (TLC) entre ambos países. Ambas iniciativas, pero especialmente el TLC, han estado atrapadas en la controversia, víctimas de costosos errores políticos, tanto en Washington como en Bogotá, así como de otras tendencias en Estados Unidos que tienen poco o nada que ver con Colombia.

Algunos elementos de la encrucijada de Colombia son fáciles de identificar. El gobierno de Uribe enfrenta en el Capitolio lo que un asistente republicano del Senado ha calificado como "una tempestad perfecta": la otrora impenetrable mayoría republicana fue derrotada en noviembre pasado cuando los demócratas reconquistaron el control de ambas cámaras del Congreso; y el presidente George W. Bush, con quien Uribe ha estado estrecha y entusiastamente alineado, es más impopular que nunca, en especial debido a la guerra en Irak.

Como si esto no bastara, los resultados de la guerra contra la droga (principal razón por la cual Estados Unidos ha contribuido con más de 5600 millones de dólares, sobre todo para la ayuda antinarcóticos y militar a Colombia durante los últimos siete años) distan de ser extraordinarios: la ayuda ha mejorado notablemente la seguridad en todo el país, pero la pureza de la cocaína en las calles de Estados Unidos ha aumentado y sus precios han bajado. Según las cifras publicadas en junio por la Oficina Nacional de Política para el Control de la Droga de Estados Unidos (U.S. Office of National Drug Control Policy), la cantidad de coca cultivada en Colombia durante 2006 aumentó por segundo año consecutivo, pese a las cifras récord de fumigación de cultivos, lo que ha incrementado las tensiones con los vecinos del país, en especial Ecuador. Más aún, el total de hectáreas dedicadas al cultivo de coca en toda la región andina no ha disminuido desde que el presidente Bill Clinton lanzó, en 2000, la fase actual de la guerra contra la droga. En el ámbito de los derechos humanos, casi todos los indicadores de violencia -- secuestros, asesinatos, masacres -- se han reducido considerablemente. Empero, Colombia encabeza la lista mundial de sindicalistas que son asesinados cada año, estadística lo suficientemente preocupante como para haber adquirido un gran significado a la luz del debate sobre el tratado de libre comercio.

Los problemas políticos internos que enfrenta Uribe se suman al complicado escenario en Washington. Ya a finales de 2006 un gran número de legisladores, gobernadores y políticos locales, en su gran mayoría perteneciente a los partidos que apoyan al presidente, fueron acusados por la Corte Suprema de Colombia y por la Fiscalía General de colaborar con grupos paramilitares. Las acusaciones comprenden desde la financiación y dotación de equipos a dichos grupos hasta la filtración de nombres de personas destinadas a ser eliminadas. El propio primo de Uribe, un senador, y también el comandante de las Fuerzas Armadas y el ex jefe de Inteligencia Interna, han quedado envueltos en el escándalo. Una encuesta Gallup colombiana de julio pasado muestra que los índices de aprobación de Uribe, aunque todavía altos, se han desplomado 10 puntos porcentuales en los últimos meses. El presidente todavía mantiene una alta calificación tanto en Colombia como en el exterior por haber mejorado la seguridad del país e impulsado altos niveles de crecimiento económico. Frente a todos los indicadores positivos, se divisan resquebrajamientos. La misma encuesta Gallup revela que 72% de la opinión pública apoya los diálogos de paz con los grupos paramilitares, que resultaron en la desmovilización de alrededor de 31000 combatientes desde 2003. Pero sólo 48% aprueba la manera en que Uribe ha conducido este proceso. Igualmente, la mayoría de la población apoya firmemente el manejo general de la economía, pero desaprueba la actuación frente a complejos problemas como el desempleo y el costo de la vida.

Dos relatos opuestos

Los funcionarios del gobierno expresan su impaciencia e incluso una sensación de traición por la crítica que reciben sus políticas. Ellos y otros sostienen que el escándalo parapolítico no habría surgido si Uribe no hubiera tomado la valerosa decisión de involucrarse en un proceso de paz con el mayor grupo paramilitar, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), cuyos líderes han hecho extensas confesiones de sus crímenes, según la Ley de Justicia y Paz que rige en su desmovilización. Si bien esto es sólo parcialmente cierto -- algunas de las revelaciones más perjudiciales provienen de la computadora portátil recuperada de un importante comandante paramilitar, así como de los testimonios de ex funcionarios del gobierno convertidos en informantes -- , el hecho real es que mucha menos gente ha muerto en Colombia como consecuencia de la desmovilización de los paramilitares. El espectáculo de los comandantes de las AUC tras las rejas, ofreciendo detalles que han permitido a los investigadores encontrar cientos de fosas comunes con los restos de las hasta ahora innumerables víctimas, hubiera sido inconcebible tres años atrás, cuando se inició el proceso de las AUC. Algunas opiniones indican que el enfoque del Congreso de Estados Unidos sobre los derechos de los sindicalistas colombianos no toma en cuenta las mucho más graves y extensas violaciones por parte de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Sólo en junio pasado, durante una fallida operación militar, las FARC asesinaron a 11 miembros de la Asamblea Departamental, que mantenía como rehenes, además de miles de secuestrados, entre ellos una ex candidata presidencial.

Comprender las razones por las cuales esta versión no se ha difundido en el Congreso estadounidense requiere descubrir no sólo el otro lado de la historia, sino también la reciente participación del Congreso en la política de Colombia. Los temas de derechos humanos -- incluidos los años de la connivencia entre los grupos paramilitares y las fuerzas armadas, la crisis que padecen los desplazados, y los numerosos casos ya referidos -- adquieren mayor gravedad por la impunidad crónica que caracteriza a la justicia colombiana actual. Estos temas constituyen preocupaciones fundamentales tanto para los demócratas liberales y moderados como para los republicanos. Para los críticos de Uribe, las sanciones contenidas en la Ley de Justicia y Paz -- un máximo de ocho años de prisión para quienes se supone han cometido crímenes de lesa humanidad -- son harto benevolentes, y el escándalo parapolítico apenas revela cuán profundamente las redes criminales representadas por las AUC han penetrado las instituciones políticas colombianas. La relación de Uribe con los paramilitares se considera sospechosa, más aún por la expansión de las estructuras de tipo paramilitar conocidas, como Convivir, durante la época en que Uribe gobernó el Departamento de Antioquia. Peor aún, Uribe personalmente escogió a Jorge Noguera, su jefe de campaña en la Costa Atlántica, para dirigir el Departamento Administrativo de Seguridad (das), la agencia interna de seguridad de Colombia. Según un antiguo asociado, actualmente en prisión, Noguera habría utilizado su cargo en el das para filtrar a los grupos paramilitares los nombres de los sindicalistas y otras personas que deberían ser asesinados.

Algunos asistentes republicanos del Congreso reconocen ahora que apenas consideraron las preocupaciones por los derechos humanos -- con la excepción de los abusos atribuidos a las FARC -- durante los seis años de su desempeño; tampoco lo hicieron los funcionarios estadounidenses encargados de negociar el TLC. Más bien, el enfoque consistía en apoyar los programas de seguridad y antinarcóticos de Uribe. Para los demócratas del Congreso que han trabajado durante mucho tiempo en temas coyunturales colombianos, los derechos laborales han sido una permanente preocupación ligada a los derechos humanos. Éstos niegan categóricamente que su enfoque sobre los derechos sindicales esté motivado por el deseo de promover la agenda proteccionista de la base sindicalista del Partido Demócrata. "Cuando año tras año un país ocupa el primer lugar como el sitio más peligroso del mundo para ser sindicalista -- dice un funcionario demócrata de la Cámara -- ello se nota." Fundamental para cualquier acuerdo comercial, dice el asistente de un senador que apoya el libre comercio, "debe ser la capacidad de los trabajadores para organizarse y no ser asesinados".

La profundidad de la actual polarización en el Congreso indica que lo que a menudo ha sido descrito como un "consenso bipartidista" sobre la política de Estados Unidos hacia Colombia era menos un consenso que una colcha de retazos sostenida por débiles hilos. Clinton pudo reunir una coalición de apoyo al inicio del Plan Colombia en 2000 debido a que múltiples intereses y objetivos -- la lucha antinarcóticos, el desarrollo alternativo, el proceso de paz, los derechos humanos y la consolidación democrática -- tuvieron cabida dentro de la táctica de la big tent [gran carpa] que tanto lo popularizó. No obstante, con el tiempo -- años que han atestiguado el colapso de las negociaciones de paz con las FARC, del surgimiento de Álvaro Uribe con una plataforma de ley y orden, y de la reestructuración posterior al 11-S de una política exterior de Estados Unidos en torno a la guerra contra el terrorismo -- el Plan Colombia se ha identificado sobre todo con sus aspectos contraguerrilleros y antinarcóticos. Esta táctica satisfizo a algunos miembros de la coalición bipartidista en el Congreso, aquéllos cuya principal preocupación era la detención del flujo de cocaína colombiana a Estados Unidos. Pero otros parecían distanciados, en especial aquéllos para quienes la defensa de los derechos humanos ha servido durante mucho tiempo como piedra fundamental del debate sobre Colombia en Estados Unidos.

Las raíces de la política actual

Históricamente, la atención del Congreso a este tema ha surgido de la crítica post-Vietnam a la política exterior de Estados Unidos, crítica promovida por las fuerzas liberales. Éstas cuestionaban la necesidad de subordinar la conducta de un gobierno sobre sus propios ciudadanos a las preocupaciones por la seguridad nacional. La larga tradición democrática colombiana permitió a Estados Unidos concentrar su atención en los sucesos promovidos durante las dictaduras militares del Cono Sur en los setenta y en los regímenes centroamericanos en los ochenta. Pero pronto, luego que el gobierno de Bush padre lanzara la guerra contra las drogas en 1989, éste redirigió su ayuda antinarcóticos a la policía colombiana debido a las pruebas de conductas abusivas y a la corrupción en las fuerzas armadas. Desde ese momento, y durante casi una década más, la asistencia militar estadounidense estuvo limitada a la lucha antidroga, no a operaciones contrainsurgentes. No obstante esta distinción -- errónea, según algunos, dado que la guerrilla estaba involucrada en la protección de los cultivos de coca y los laboratorios de procesamiento -- se mantuvo, ya que pocos funcionarios estadounidenses creían que el Congreso o la opinión pública apoyarían un mayor compromiso en la cada vez más brutal guerra contra la insurgencia en Colombia.

La atención a las violaciones a los derechos humanos cometidas durante el conflicto armado surgió poco tiempo antes de la llegada al poder del presidente Clinton. En 1993, un subcomité del Senado tomó nota de "continuos abusos a los derechos humanos a gran escala", muchos de ellos cometidos por el ejército colombiano a medida que ostensiblemente utilizaba la ayuda antinarcóticos para fines de contrainsurgencia. Apoyado en un informe de la Oficina General de Auditoría (General Accounting Office), que demostraba que ni el gobierno colombiano ni el estadounidense tenían mecanismos adecuados para la "supervisión del destino final". Para evitar la desviación del equipo de Estados Unidos y sin tocar ni un centavo de la ayuda, el Congreso exigía que el gobierno informara a cuatro de sus comités antes de proveer ayuda económica o militar y les otorgaba autoridad informal para bloquearla. El autor de esa enmienda -- el senador demócrata Patrick Leía (Vermont) -- a través de los años ha sido un actor clave del Congreso en la relación con Colombia, vinculando el entrenamiento militar de Estados Unidos con la conducta de los funcionarios colombianos en el tema de derechos humanos, y exigiendo cortar los lazos entre los comandantes paramilitares y los miembros de las fuerzas armadas. Tras la victoria demócrata de 2006 en el Senado, Leahy preside actualmente el subcomité que supervisa la ayuda exterior y el Comité Judicial del Senado. Junto con la representante demócrata Nita Lowey (Nueva York), quien preside el comité correspondiente en la Cámara de Representantes, este año ha dirigido el esfuerzo para cambiar las prioridades en lo que respecta al paquete de ayuda de Estados Unidos.

Finalmente, es probable que la asignación de la ayuda para Colombia siga este año -- cerca de 500 millones de dólares en fondos nuevos -- , pero el equilibrio entre la seguridad y los objetivos de desarrollo cambiarán. En junio, la Cámara de Representantes votó por la transferencia del grueso de los recursos del Plan Colombia a programas de desarrollo rural y social, humanitarios, legales y de otras reformas. El Comité de Asignaciones del Senado ha procedido en igual forma, pero aún no está claro cuándo el Senado actuará en pleno, si lo hace. Aun cuando los proyectos de ley sobre erogaciones en el Congreso enfrentan después del receso de agosto una complicada agenda política, parece seguro que el paquete reflejará las nuevas prioridades del Congreso demócrata. Colombia es "un socio y aliado vital de Estados Unidos", dice un informe del Comité, que acompaña la legislación de este año. Pero ha llegado el momento de redistribuirla "para ayudar al gobierno colombiano a concentrarse en la justicia y el imperio de la ley, así como a combatir la pobreza subyacente y omnipresente, que es la raíz de muchos de los problemas en Colombia y en la región".

El comercio: ¿relación asimétrica?

Si se mantienen los fondos de este año, el destino del TLC será mucho más incierto. A simple vista, poco de la relación comercial entre Estados Unidos y Colombia es un tema controvertido. Lo que se destaca, no obstante, es la gran importancia del mercado estadounidense para los exportadores colombianos, así como las asimetrías entre las economías de ambos países. El PIB de Colombia en 2006 (132000 millones de dólares) representa aproximadamente 1% del de Estados Unidos. Colombia constituye menos de 1% del total del comercio estadounidense y ocupa el lugar 29 entre los mercados de exportación de aquel país. Mientras que en 2006 Colombia destinó 40% de sus exportaciones a Estados Unidos, éste fue el proveedor de 26% de las importaciones colombianas.

Las exportaciones de Colombia a Estados Unidos -- sobre todo petróleo crudo, carbón y café -- se han expandido rápidamente en la última década, creciendo 116% entre 1996 y 2006. Las exportaciones de Estados Unidos a Colombia -- sobre todo de maíz, partes de maquinaria y máquinas procesadoras de datos -- también han crecido, aunque a niveles más modestos, generando un déficit comercial con Colombia que supera los 2500 millones de dólares. Los proponentes del TLC señalan que según las estipulaciones de la actual Ley Andina de Preferencias Comerciales y Erradicación de Droga (Andean Trade Preferences and Drug Eradication Act, ATPDEA), más de la mitad de las exportaciones colombianas a Estados Unidos ingresan libres de impuestos, mientras que Colombia aún mantiene aranceles sobre gran variedad de productos estadounidenses entre los que se incluyen bienes de capital, manufacturas y numerosos productos de consumo. Por lo tanto, con el tiempo, un TLC eliminaría las desventajas competitivas de los inversionistas estadounidenses. Los analistas de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (U.S. Agency for International Development, USAID) explican que, entre otros elementos, las mayores transferencias estadounidenses de tecnología a los sectores colombianos clave de servicios tendrían como resultado un incremento en la productividad colombiana en general, contribuyendo a lo que un funcionario de la USAID calificó como el "valor tangible en la promoción de la productividad económica y la reducción de la pobreza" del TLC. Los funcionarios colombianos y el propio Uribe trabajan aceleradamente en lo que consideran un breve marco de tiempo -- los últimos tres años de su gobierno -- para consolidar los avances en seguridad con una alianza económica con Estados Unidos que permitiría a Colombia alcanzar la prosperidad en el largo plazo.

El entorno estadounidense

Dejando a un lado los argumentos objetivos, la dificultad consiste en que el TLC se ha convertido en un sustituto para otros temas y es caldo de cultivo para intensos debates. Por una parte, el acuerdo está condicionado a lo que un funcionario del Departamento de Estado calificó como un "estado opresivo de resentimientos y reciente demostración de fuerza" entre los demócratas del Congreso. Por la otra, está atrapado en el resurgimiento del populismo económico en Estados Unidos, tema que repercutió en las elecciones de noviembre de 2006, produjo significativos avances democráticos en el Congreso y resuena como parte de un debate nacional más amplio sobre los ganadores y los perdedores en el proceso de globalización. Sin duda, la importancia simbólica del TLC trasciende sus beneficios económicos, y en ello radica buena parte de la dificultad tanto para quienes lo apoyan como para sus opositores.

Para el gobierno de Uribe y sus seguidores en Colombia y en Estados Unidos, el tema es, a fin de cuentas, cómo este último trata a sus aliados más fuertes: si los años de trabajo duro, de intensos sacrificios y de mutuo compromiso -- con objetivos como la erradicación de la coca, el freno de la violencia y la contención de las guerrillas -- serán o no premiados con la alianza estratégica que simboliza el TLC. "Lo que los demócratas están diciendo", señaló el representante republicano Jerry Weller, integrante del Subcomité de Comercio de la Cámara, "es que Colombia no está lista para un acuerdo y nosotros les avisaremos cuándo lo esté." Y agregó: "Uribe es nuestro mejor amigo, nuestro más fuerte aliado y nuestro socio más confiable en toda América Latina. [...] A aquel que se asocie con Estados Unidos, se le respetará. Es por eso que la ratificación [del tratado] es tan importante".

Para los demócratas del Congreso, sin embargo, la falta de colaboración bipartidista sobre los temas comerciales durante los seis años en que fueron minoría ha emponzoñado el clima en el que se desenvuelve el debate del libre comercio. "Durante seis años", manifestó un prominente funcionario de la Cámara, "tratamos de vincularnos con estos temas, y el gobierno no quiso trabajar con nosotros." Según funcionarios, tanto republicanos como demócratas, la Casa Blanca y el predominio republicano en la Cámara mantuvieron una y otra vez a los líderes demócratas alejados de las discusiones sobre asuntos comerciales clave, en apariencia prefiriendo culparlos por el fracaso de las iniciativas comerciales para hacer ver al Partido Demócrata como un elemento hostil hacia el sector privado.

Las interacciones humanas también han desempeñado un papel que complica la situación. Uribe es sumamente admirado como servidor público comprometido y austero, pero ha cometido pequeños, y costosos, errores frente al Congreso. Durante una visita a Washington en el primer semestre de 2007, saludó calurosa y efusivamente a los miembros republicanos del Comité de Relaciones Exteriores de la Cámara que lo han apoyado, pero se mostró frío y retraído con los miembros demócratas presentes, entre ellos el nuevo presidente del Comité. En otra ocasión, en mayo pasado, montó en cólera durante una cena privada con miembros del Congreso y sus funcionarios, acusando al director de una prominente ONG estadounidense de derechos humanos de ser un mentiroso y simpatizante de la guerrilla por cuestionar los vínculos de su gobierno con el paramilitarismo. A medida que el exabrupto circuló en el Congreso, le dio credibilidad a aquellos que expresan su alarma por la propensión de Uribe a atacar a sus críticos internos como "compañeros de viaje" de la guerrilla, una acusación con graves consecuencias en Colombia.

Aparte de las percepciones y los resentimientos, el error del gobierno estadounidense al no incluir inicialmente fuertes protecciones laborales y ambientales en el TLC con Colombia -- así como en los acordados con Perú y Panamá -- ha sido enormemente costoso, y quizás de manera irremediable. Desde la llegada al poder de Bush en 2001, el comercio internacional ha experimentado en general márgenes de apoyo cada vez menores en el Congreso. Aun cuando los republicanos controlaban la Casa Blanca, la Cámara y el Senado, la renovación de la autoridad presidencial para negociar TLC fue aprobada por tan sólo un voto. El Tratado de Libre Comercio Centroamericano (Central American Free Trade Agreement, CAFTA), que incluía estipulaciones laborales y ambientales elaboradas con toda intención, fue aprobado por la Cámara en 2006 por apenas dos votos, y sólo porque los líderes de la Cámara mantuvieron abierta la votación durante casi una hora con el fin de juntar los votos necesarios para su aprobación (vale la pena acotar que, en el Senado, los dos principales candidatos demócratas para la nominación presidencial de 2008, Hillary Clinton y Barack Obama, votaron en contra del CAFTA). Que en este ambiente la Casa Blanca lograra negociar otros TLC con Colombia, Perú y Panamá sin fuertes protecciones laborales y ambientales sólo puede describirse como un hecho profundamente torpe o sorprendentemente arrogante.

El descenso del apoyo político para los tratados de libre comercio transita a contracorriente con el surgimiento del populismo económico entre los políticos de Estados Unidos, en particular los demócratas. Sandra Polaski, ex representante especial del Departamento de Estado para Asuntos Laborales Internacionales y actualmente especialista en comercio del Carnegie Endowment for International Peace [Fundación Carnegie para la Paz Internacional] en Washington, ha tratado de explicar las tendencias más generalizadas en la economía estadounidense que están en la base de la creciente oposición al libre comercio. "La concentración de la riqueza en la cúpula de la sociedad estadounidense se ha disparado a niveles nunca vistos desde la década de 1920", escribe. Al mismo tiempo, los salarios medio y promedio de los trabajadores estadounidenses se han estancado o disminuido. Asimismo, se han reducido las prestaciones de salud y pensiones, víctimas de un "colapso gradual del consenso político interno en Estados Unidos a favor de un crecimiento integral". Según la mayoría de las versiones, la inseguridad económica que perciben los estadounidenses fue un factor determinante para los avances demócratas en el Congreso en las elecciones de noviembre de 2006, con una gran mayoría de nuevos legisladores que atribuyeron su triunfo a haber tomado una "posición vehemente contra la agenda comercial erróneamente formulada por el gobierno". En una carta fechada en enero de 2007 dirigida a Charles Rangel, presidente del Comité de Medios y Arbitrios de la Cámara (House Ways and Means Committee), 39 de los 42 nuevos demócratas afirmaron haber ofrecido a sus electores "alternativas reales y significativas" a los "acuerdos que acaban con el trabajo", como el CAFTA.

Los demócratas recién elegidos no están solos cuando expresan su preocupación por la creciente desigualdad en Estados Unidos y sus consecuencias en las percepciones de los beneficios de la globalización. En febrero pasado, el nuevo presidente de la Junta de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben S. Bernanke, pronunció un importante discurso en el cual comentaba que la "creciente desigualdad no es un suceso reciente sino que ha perdurado por lo menos durante tres décadas, o tal vez más aún". Prosiguió diciendo que "la tendencia de largo plazo hacia una mayor desigualdad observada en los salarios reales es también evidente en las medidas generales de bienestar financiero, tales como el ingreso real de los hogares". En julio, la presidenta de la Cámara Nancy Pelosi y otros dirigentes demócratas se reunieron en un foro sobre "Globalización, outsourcing y el Trabajador Estadounidense", en el que se hizo pública una investigación que demostraba que las ganancias agregadas de la globalización han sido considerables en Estados Unidos, pero que la distribución desigual de los beneficios contribuía a la presión política en favor del proteccionismo. La prensa citó a George Miller, presidente del Comité sobre Educación y Trabajo, quien observó que "el comercio podría no ser la razón, o la principal razón" de la pérdida de empleos en Estados Unidos, pero el pueblo estadounidense "piensa que sí lo es".

En la primavera pasada, la nueva representante comercial de Estados Unidos, Susan Schwab, firmó las paces con el Congreso. Ella y un grupo bipartidista de miembros de la Cámara que supervisan los asuntos comerciales presentaron en mayo una "Nueva Política de Comercio para Estados Unidos", que contenía nuevas normas laborales y ambientales y exigía programas más efectivos de Estados Unidos para ayudar a los trabajadores en las industrias perjudicadas por el comercio internacional. Las estipulaciones se incorporarán a los TLC con Perú y Panamá, que probablemente avanzarán cuando el Congreso se reúna después del receso de agosto. No obstante, Colombia ha sido diferida, a la espera de "pruebas concretas de resultados perdurables en la realidad". Según una declaración conjunta en junio de la presidenta de la Cámara Nancy Pelosi, del líder de la mayoría Steny Hoyer, del presidente del Comité de Medios y Arbitrios Charles Rangel y del presidente del Subcomité de Comercio Sander Levin, "todos nosotros consideramos a Colombia como un aliado crucial en la región, que merece nuestro compromiso activo", pero "existe una preocupación generalizada en el Congreso sobre el nivel de violencia en Colombia, la impunidad, la falta de investigaciones y juicios y el papel de los paramilitares. Temas de esta naturaleza no pueden resolverse sólo con palabras en un TLC. [...] En consecuencia, no podemos apoyar el tratado con Colombia en este momento".

Las tareas pendientes

A fin de cuentas, la aprobación de este tratado con Colombia dependerá de cómo se desenrede la complicada maraña de asuntos objetivos y subjetivos que pesa sobre sus espaldas. El gobierno de Bush no ha logrado hasta ahora articular una visión estratégica sobre por qué el acuerdo favorece tanto a Estados Unidos como a Colombia. Ningún funcionario de rango ministerial o mayor ha dado prioridad al acuerdo, y los bajos niveles de popularidad del presidente indican que su involucramiento personal es una desventaja más allá de los confines del Partido Republicano (que también cuenta con un núcleo que suele votar contra el libre comercio). Argumentar, como lo ha hecho el subsecretario de Estado, R. Nicholas Burns, que Estados Unidos debe "cumplir [su] compromiso con el pueblo colombiano", sin duda tiene resonancias en los colombianos molestos y ofendidos por la fuerte crítica de Washington. Pero el argumento parece sustituir un reclamo emocional con uno sólido. Mientras que la política exterior de Estados Unidos con frecuencia se vende al público como una política basada en valores y obligaciones morales, los políticos demócratas, interesados en ayudar y no en dañar a Colombia, aún no comprenden con claridad las razones por las que este TLC podría ser beneficioso para los intereses de las economías de ambos países, tanto para sus sectores privados como para sus trabajadores.

Así como no es correcto que los demócratas que se oponen al tratado castiguen a Colombia por la arrogancia partidista y los desaires sufridos durante seis años de total control republicano de la Casa Blanca y del Congreso, tampoco parece acertado que los colombianos interpreten la acción del Congreso sobre el TLC únicamente como un referéndum sobre su país. Las preocupaciones por el asesinato de sindicalistas colombianos y la impunidad a su alrededor resultan bastante reales e importantes, pero es igualmente serio el profundo cuestionamiento que en Estados Unidos se hace sobre los beneficios distributivos del comercio exterior, debate más amplio al cual Colombia contribuye en calidad de actor secundario. Las elecciones para el Congreso de Estados Unidos de noviembre pasado deberán servir -- más allá de la inconmensurable sombra de Irak -- como un llamado de alerta a los líderes de ambos partidos políticos en el sentido de que el público estadounidense tiene una visión profundamente escéptica sobre el balance entre ganadores y perdedores en el proceso de globalización. Si en el pasado la sabiduría popular indicaba que "la marea alta hace ascender a todas las embarcaciones sin distinción", ya no parece tolerable que algunos se retiren en yates y otros en balsas de caucho.

Para que sobreviva el TLC, el presidente Álvaro Uribe y su gobierno necesitan exhibir una mayor voluntad para ejecutar reformas concretas que muestren resultados. No toda la crítica proveniente del Congreso, en sí misma producto de un debate abierto y plural, tiene la intención de ofender el orgullo o la soberanía, y el flujo permanente de visitas de alto nivel a Washington da la impresión negativa de que Uribe y sus más cercanos colaboradores creen más en la necesidad de un mejor trabajo de ventas que en mejoras concretas para sustentar su legado. Es urgente hacer un esfuerzo verosímil para atender preocupaciones legítimas -- entre ellas los derechos laborales y la impunidad -- que, si son satisfechas, contribuirán a hacer de Colombia un lugar mejor para todos sus ciudadanos.

Las tareas en Washington no son menos críticas o urgentes. Sólo recientemente la administración Bush comprendió el error de no haber incorporado en su política hacia América Latina los asuntos de interés regional, lo que deterioró su capital político en el hemisferio y, por lo tanto, buena parte de su credibilidad sobre asuntos latinoamericanos dentro del país. Los profesionales de la política exterior con interés de largo plazo en un compromiso constructivo Estados Unidos-América Latina necesitan hallar objetivos comunes con los demócratas del Congreso para probar que el TLC tiene sentido tanto para Estados Unidos como para Colombia. La táctica de intimidación -- que implica que una pérdida para Uribe ayuda al avance del presidente de Venezuela, Hugo Chávez -- probablemente será contraproducente en el clima ya polarizado en torno a la política exterior de Bush. Los objetivos de largo plazo son más complicados; si los TLC pueden capear no una, sino las muchas "tempestades perfectas" de la política de Washington, los políticos de todo tipo deberán elaborar respuestas más creíbles y equitativas a la pregunta de "¿quién es el beneficiado?".

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